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LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE UNIDAD

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Eucaristía Sacramento de Unidad



Palabras de Juan Pablo II durante la audiencia general 2004


1. «¡Sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad!». La exclamación de san Agustín en su comentario al Evangelio de Juan («In Johannis Evangelium» 26,13) recoge y sintetiza las palabras que Pablo dirigió a los Corintios y que acabamos de escuchar: «Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Corintios 10, 17). La Eucaristía es el sacramento y el manantial de la unidad eclesial. Esto ha sido confirmado desde los orígenes de la tradición cristiana, que se basa en el signo del pan y el vino. En la «Didajé», un documento redactado en los inicios del cristianismo, se afirma: «Así como este pan partido se esparcía antes en los montes, y, una vez recogido, se convierte en una sola realidad, que así también se reúna la Iglesia desde los confines de la tierra en tu reino» (9,1).

2. San Cipriano, obispo de Cartago, haciéndose eco en el siglo III de estas palabras, afirma: «Los mismos sacrificios del Señor ponen de manifiesto la unanimidad de los cristianos cimentada con sólida e indivisible caridad. Cuando el Señor llama a su cuerpo el pan compuesto por la unión de muchos granos de trigo, se refiere a nuestro pueblo reunido que él sostiene; y cuando llama a su sangre el vino exprimido por muchos granos y semillas, se refiere a nuestra grey compuesta por una multitud unida» (Epistula ad Magnum, 6). Este simbolismo eucarístico, en relación a la unidad de la Iglesia, se repite frecuentemente en los Padres y en los teólogos escolásticos. El Concilio de Trento compendió esta doctrina enseñando que nuestro Salvador ha dejado la Eucaristía a su Iglesia «como símbolo de su unidad y de la caridad con la que quiere que estén íntimamente unidos entre sí todos los cristianos»; por ello, es «símbolo de ese cuerpo del que él es la cabeza» (Pablo VI, «Mysterium fidei»; cf. Concilio de Trento, «Decretum de SS. Eucharistia, proemio y c. 2). El Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza esto con eficacia: «Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1395).

3. Esta doctrina tradicional está intensamente arraigada en la Escritura. Pablo, en el pasaje antes citado de la Primera Carta a los Corintios, la desarrolla partiendo de un tema fundamental, el de la «koinonía», es decir, la comunión que se instaura entre el fiel y Cristo en la Eucaristía: «El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión («koinonía») con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión («koinonía») con el cuerpo de Cristo?» (10, 16). Esta comunión es descrita más precisamente en el Evangelio de Juan como una relación extraordinaria de «interioridad recíproca»: «él en mí y yo en él». Jesús, de hecho, declara en la sinagoga de Cafarnaúm: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Juan 6, 56).

Es un tema que será subrayado también en los discursos de la Última Cena mediante el símbolo de la vid: el sarmiento retoña y da fruto sólo si está unido a la vid de la que recibe sabia y sostén (Juan 15, 1-7). De lo contrario, no es más que una rama seca destinada al fuego: «aut vitis aut ignis», o la vid o el fuego, comenta de manera lapidaria san Agustín (In Johannis - Evangelium 81, 3). Se delinea aquí una unidad, una comunión, que tiene lugar entre el fiel y Cristo presente en la Eucaristía, en virtud del principio que Pablo formula así: «Los que comen de las víctimas ¿no están acaso en comunión con el altar?» (1 Corintios 10, 18).

4. Esta comunión-«koinonía» de carácter «vertical»», pues nos une al misterio divino, genera al mismo tiempo una comunión-«koinonía» que podemos llamar «horizontal», es decir, eclesial, fraterna, capaz de unir en un lazo de amor a todos los participantes en la misma mesa. «Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Corintios 10, 17). El discurso sobre la Eucaristía anticipa la gran reflexión eclesial que el apóstol desarrollará en el capítulo 12 de la misma Carta, cuando habla del cuerpo de Cristo en su unidad y multiplicidad. La famosa descripción de la Iglesia de Jerusalén, ofrecida por Lucas en los Hechos de los Apóstoles, delinea también esta unidad fraterna o «koinonía», poniéndola en relación con la fracción del pan, es decir, con la celebración eucarística (Cf. Hechos de los Apóstoles, 2, 42). Es una comunión que se cumple en la historia. «Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones [...] Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común» (Hechos de los Apóstoles 2, 42-44).

5. Por este motivo, se reniega del significado profundo de la Eucaristía, cuando se celebra sin tener en cuenta las exigencias de la caridad y de la comunión. Pablo es severo con los Corintios pues la reunión que tenían «ya no es comer la Cena del Señor» (1Corintios 11, 20) a causa de las divisiones, de las injusticias, de los egoísmos. En ese caso, la Eucaristía ya no es un «ágape», es decir, expresión y fuente de amor. Y quien participa indignamente, sin hacer que se convierta en caridad fraterna, «come y bebe su propio castigo» (1Corintios 11, 29). «Si la vida cristiana se expresa en el cumplimiento del mandamiento más grande, es decir, el del amor a Dios y al prójimo, este amor encuentra su manantial precisamente en el santísimo sacramento, que comúnmente es llamado: sacramento del amor» («Dominicae coenae», n. 5). La Eucaristía recuerda, hace presente y genera esta caridad.

Acojamos, entonces, el llamamiento del obispo y mártir Ignacio que exhortaba a la unidad a los fieles de Filadelfia en Asia Menor: «Una es la carne de nuestro Señor Jesucristo, uno es el cáliz de la unidad de su sangre, como uno es el obispo» (Epistula ad Philadelphenses 4). Y con la liturgia, recemos a Dios Padre. «Y a nosotros, que nos alimentamos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo, danos la plenitud del Espíritu para que seamos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu». (Oración Eucarística, III).


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