Síntesis de la Eucaristía: 2. El sacrificio de la Nueva Alianza
José María Iraburu
-El Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.
-La multiplicación de
los panes.
-Jesucristo, entre Moisés y Elías.
-Se decide la muerte
de Cristo.
-Jesús celebra la Pascua.
-Liturgia eucarística de la
Palabra.
-Liturgia eucarística del Sacrificio.
-Institución de la
eucaristía.
-La agonía de Getsemaní.
-La libre ofrenda de la Cruz.
-Resurrección de Cristo.
-El sacrificio de la Nueva Alianza.
-En
el signo de la Cruz.
-Stabat Mater
dolorosa juxta Crucem lacrimosa.
2
El sacrificio de la Nueva Alianza
En la plenitud de los tiempos, después de treinta años de vida oculta,
nuestro Señor Jesucristo -el Mesías de Dios (Lc 9,20), el Hijo del Altísimo,
el Santo (Lc 1, 31-35), nacido de mujer (Gál 4,4), nacido de una virgen (Is
7,14; Lc 1,34), enviado de Dios (Jn 3,17), esplendor de la gloria del Padre
(Heb 1,3), anterior a Abraham (Jn 8,58), Primogénito de toda criatura (Col
1,15), Principio y fin de todo (Ap 22,13), santo Siervo de Dios (Hch 4,30),
Consolador de Israel (Lc 2,25), Príncipe y Salvador (Hch 5,31), Cristo, Dios
bendito por los siglos (Rm 9,5)-, durante tres años, predicó el Evangelio a
los hombres como Profeta de Dios (Lc 7,16), mostrándose entre ellos poderoso
en obras y palabras (24,19).
Y una vez proclamada la Palabra divina, consumó su obra salvadora con el
sacrificio de su vida. Primero la Palabra, después el Sacrificio.
El Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo
En cuanto Jesús inicia su misión pública entre los hombres, Juan el
Bautista, su precursor, le señala con su mano y le confiesa repetidas veces
con su boca: «ése es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn
1,29.36). Él es el que tiene poder para vencer el pecado de los hombres, Él
va a ser verdaderamente nuestro Salvador.
Jesucristo, por su parte, es plenamente consciente de su condición de
Cordero de Dios, destinado al sacrificio pascual, para la gloria del Padre y
la salvación de los hombres. Si Juan Bautista, siendo sólo un hombre, en
cuanto lo ve, reconoce en él «el Cordero» dispuesto por Dios para el
definitivo sacrificio purificador del mundo, ¿no iba el mismo Cristo a ser
consciente de su propia vocación? Porque Cristo conoce el designio del
Padre, anunciado en las Escrituras, por eso se reafirma siempre en la misión
redentora que le es propia, y por eso rechaza inmediatamente -como sucede en
las tentaciones diabólicas del desierto- toda tentación de mesianismos
triunfalistas.
Por otra parte Jesús, en varias ocasiones, avanzando serenamente hacia la
cruz, meta de su vida temporal, predice su Pasión a los discípulos:
«Entonces comenzó a manifestar a sus discípulos que tenía ir a Jerusalén y
sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los
escribas, y ser entregado a la muerte, y resucitar al tercer día» (Mt 16,21;
+17,22-23; 20,17-19). «Ellos no entendieron nada de esto, y estas palabras
quedaron veladas. No entendieron lo que había dicho» (Lc 18,34). Era para
ellos inconcebible que su Maestro, capaz de resucitar muertos, pudiera ser
maltratado y llevado violentamente a la muerte.
En estas ocasiones, y en muchas otras, el Señor se muestra siempre
consciente de que va acercándose hacia una muerte sacrificial y redentora.
Él es el Pastor bueno, que «da su vida por las ovejas» (Jn 10,11). Él es «el
grano de trigo que cae en tierra, muere, y consigue mucho fruto» (12,24). Y
por eso asegura: «levantado de la tierra, atraeré todos a mí» (12,32;
+8,28)...
La multiplicación de los panes
En el tercer año, probablemente, de su vida pública, nuestro Señor
Jesucristo, estando con miles de hombres en un monte, junto al lago de
Tiberíades, poco antes de la Pascua judía, realiza una prodigiosa
multiplicación de los panes y de los peces (Jn 6,1-15).
Más tarde, regresó a Cafarnaúm, y allí predicó, anunciando la eucaristía,
sobre el pan de vida, un alimento infinitamente superior al maná que Moisés
dio al pueblo en el desierto: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo... Mi
carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida... El que me come
vivirá por mí» (6,48-59).
Muchos se escandalizaron de estas palabras, que consideraron increíbles. Y
«desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron, y ya no le seguían».
Pero los Doce permanecieron con Él, diciendo: «Señor ¿a quién iríamos? Tú
tienes palabras de vida eterna» (6,60-69).
Jesucristo, entre Moisés y Elías
También, seguramente, en el año tercero de su ministerio público, Jesús, un
día que se fue al monte con Pedro, Santiago y Juan, «mientras oraba», se
transfiguró completamente, como si «la plenitud de la divinidad, que en él
habitaba corporalmente» (Col 2,9), y que normalmente quedaba velada por su
humanidad sagrada, fuese ahora revelada por esa misma humanidad santísima
(Mt 17,1-13; Mc 9,2-13; Lc 9,28-36).
Extasiados los tres apóstoles, vieron de pronto que «se les aparecieron
Moisés y Elías, hablando con Él». «Ellos también aparecían resplandecientes,
y hablaban de su muerte, que había de tener lugar en Jerusalén». Y al punto
salió de la nube la voz del Padre, garantizando a Jesús: «Éste es mi hijo,
el predilecto: escuchadle».
Jesús, antes de sellar con su sangre una Alianza Nueva y definitiva, recibe
así ante sus tres íntimos discípulos el testimonio de Moisés, el mediador de
la Antigua Alianza, y de Elías, el que la restauró. Uno y otro cumplieron su
misión sobre un altar de doce piedras, con sangre de animales sacrificados;
y Jesús, en la última Cena, lo hará también sobre la mesa de los doce
apóstoles, pero esta vez con su propia sangre. Por tanto, el mayor de los
patriarcas, Moisés, y el principal de los profetas, Elías, dan testimonio de
Jesús. Todo el misterio pascual de Cristo es, pues, un pleno cumplimiento de
«la Ley y los profetas» (+Mt 5,17; 7,12; 11,13; 22,40).
Se decide la muerte de Cristo
La resurrección de Lázaro, ocurrida en Betania, a las puertas de Jerusalén,
y poco antes de la Pascua, exaspera totalmente el odio que hacia Cristo se
había ido formando, sobre todo entre las personas más influyentes de
Jerusalén.
«¿Qué hacemos, que este hombre hace muchos milagros?... ¿No comprendéis que
conviene que muera un hombre por todo el pueblo?... Profetizó así [Caifás]
que Jesús había de morir por el pueblo, y no sólo por el pueblo, sino para
reunir en la unidad a todos los hijos de Dios que están dispersos. Desde
aquel día tomaron la resolución de matarle. Jesús, pues, ya no andaba en
público entre los judíos, sino que se fue a una región próxima al desierto,
a una ciudad llamada Efrem, y allí moraba con los discípulos» (Jn 11,
45-54).
Jesús celebra la Pascua
Los sucesos van a precipitarse poco después: la unción de Jesús en Betania,
su entrada triunfal en Jerusalén, el pacto de Judas con el Sanedrín y,
finalmente, en el Cenáculo, la celebración de la Pascua judía. En ella,
hasta el último momento, observa Cristo con los doce -«conviene que
cumplamos toda justicia» (Mt 3,15)- cuanto Moisés había prescrito en este
rito, instituído como memorial perpetuo:
«Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con sus apóstoles. Y les dijo: He
deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de padecer.
Porque os digo que ya no la comeré hasta que se cumpla en el reino de Dios.
Y tomando una copa, dio gracias y dijo: Tomadla y repartidla entre vosotros.
Pues os digo que no beberé ya del fruto de la vid hasta que llegue el reino
de Dios» (Lc 22,14-28).
Liturgia eucarística de la Palabra
Gracias al apóstol Juan (Jn 13-17), conocemos al detalle el Sermón de la
Cena, esa grandiosa Liturgia de la Palabra, en la que Jesucristo revela
plenamente la caridad divina trinitaria, proclamando con máxima elocuencia
la Ley evangélica: el amor a Dios y el amor a los hombres.
-Amor a Dios: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que,
según el mandato que me dio el Padre, así hago» (14,31), «obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8). Jesucristo entiende la cruz como la
plena revelación de su amor al Padre; como la proclamación plena del primer
mandamiento de la ley de Dios: «así hay que amar al Padre, y así hay que
obedecerle; hasta dar la vida por su gloria».
-Amor a los hombres: «Viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este
mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, al fin
extremadamente los amó» (Jn 13,1). Y les dijo: «Amáos los unos a los otros,
como yo os he amado» (13,34). «No hay amor más grande que dar la vida por
los amigos» (15,13). El Señor entiende, pues, su cruz como la plena
proclamación del segundo mandamiento de la ley de Dios: «así hay que amar al
prójimo, hasta dar la vida por su bien».
Liturgia eucarística del Sacrificio
Cuatro relatos nos han llegado sobre la celebración primera del sacrificio
de la Nueva Alianza, es decir, sobre la institución de la eucaristía. Los
dos primeros, de Mateo y Marcos, son muy semejantes, y expresan la tradición
litúrgica judía, de Jerusalén, llevada por Pedro a Roma. Los dos segundos
testimonios representan más bien la tradición litúrgica de Antioquía,
difundida en sus correrías apostólicas por Pablo y Lucas.
-Mateo 26,26-28. «Mientras comían, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y
dándoselo a los discípulos, dijo: Tomad y comed, éste es mi cuerpo. Y
tomando un cáliz y dando gracias, se lo dió, diciendo: Bebed de él todos,
que ésta es mi sangre, del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos
para remisión de los pecados».
-Marcos 14,22-24. «Mientras comían, tomó pan y bendiciéndolo, lo partió, se
lo dió y dijo: Tomad, éste es mi cuerpo. Tomando el cáliz, después de dar
gracias, se lo entregó, y bebieron de él todos. Y les dijo: Ésta es mi
sangre de la Alianza, que es derramada por muchos».
-Lucas 22,19-20. «Tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dió,
diciendo: Éste es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en
memoria mía. Asimismo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Éste
caliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros».
-San Pablo, 1 Corintios 11,23-26. «Yo he recibido del Señor lo que os he
transmitido; que el Señor Jesús, en la noche en que fue entregado, tomó el
pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se
da por vosotros; haced esto en memoria mía. Y asimismo, después de cenar,
tomó el cáliz, diciendo: Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre;
cuantas veces lo bebáis, haced esto en memoria mía. Pues cuantas veces
comáis este pan y bebáis este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que
Él venga».
Nótese que el relato de San Pablo, que se presenta explícitamente como
«recibido del Señor», fue escrito en fecha muy temprana, hacia el año 55, y
que a su vez refleja una tradición eucarística anterior.
Institución de la Eucaristía
Según esto, en la Cena del jueves realiza el Señor la entrega sacrificial de
su cuerpo y de su sangre -«mi cuerpo entregado», «mi sangre derramada»-,
anticipando ya, en la forma litúrgica del pan y del vino, la entrega física
de su cuerpo y de su sangre, la que se cumplirá el viernes en la cruz.
-La acción ritual. Conforme a la tradición judía del rito pascual, el Señor
«toma», «da gracias» a Dios (bendice), «parte» el pan y lo «reparte» entre
los discípulos. Son gestos también apuntados en la multiplicación de los
panes (Jn 6,11) o en las apariciones de Cristo resucitado (Emaús, Lc 24,30;
pesca milagrosa, Jn 21,13).
-Cordero pascual nuevo. «Cristo, nuestro cordero pascual, ha sido inmolado»
(1Cor 5,7), para la salvación de todos. Hemos sido, pues, rescatados «no con
plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero
sin defecto ni mancha, ya conocido antes de la creación del mundo, y
manifestado al fin de los tiempos por amor vuestro» (1Pe 1,18-20). San Juan
en el Apocalipsis menciona veintiocho veces a Cristo como Cordero. Y es
justamente «el Cordero degollado» el que preside la grandiosa liturgia
celestial (Ap 5,6.12).
-La Nueva Alianza. En la Cena-Cruz-Eucaristía establece Cristo una Alianza
Nueva entre Dios y los hombres. Y esta vez la Alianza no es sellada con
sangre de animales sacrificados en honor de Dios, sino en la propia sangre
de Jesús: «Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre». La alianza del
monte Sinaí queda definitivamente superada por la alianza del monte Calvario
(+Ex 24,1-8; Heb 9,1-10,18).
«La eucaristía aparece al mismo tiempo como el origen y fundamento del nuevo
pueblo de Dios, liberado ahora por la pascua de Cristo y fundado sobre la
sangre de la Nueva Alianza» (Sayés, El misterio eucarístico 107). La Cena
pascual de Moisés marca el nacimiento de Israel como pueblo libre. La Cena
pascual de Cristo funda permanentemente a la Iglesia, el nuevo Israel.
-Memorial perpetuo. Como la Pascua judía, la cristiana se establece como un
memorial a perpetuidad: «haced esto en memoria mía». En la eucaristía, por
tanto, la Iglesia ha de actualizar hasta el fin de los siglos el sacrificio
de la cruz, y ha de hacerlo empleando en su liturgia la misma forma decidida
por el Señor en la última Cena.
-Presencia real de Cristo. En la eucaristía el pan y el vino se convierten
realmente en el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Ya no hay
pan: «esto es mi cuerpo que se entrega»; ya no hay vino: «ésta es mi sangre
que se derrama». Se trata, pues, de una presencia real, verdadera y
substancial de Cristo.
-Pan vivo bajado del cielo. Y es una presencia que debe ser recibida como
alimento de vida eterna: «Tomad y comed, mi carne es verdadera comida»;
«tomad y bebed, mi sangre es verdadera bebida».
-Sacrificio de la Nueva Alianza. La Cena-Cruz-Eucaristía, por tanto, es un
sacrificio: el sacrificio de la Nueva Alianza, que tiene a Cristo como
Sacerdote y como Víctima. En efecto, «Cristo ofreció por los pecados, para
siempre jamás, un solo sacrificio... Con una sola ofrenda ha perfeccionado
para siempre a los que van siendo consagrados» (Heb 10,12.14). Volveremos
sobre esto una vez que hayamos contemplado la Pasión.
La agonía en Getsemaní
Jesús, en el Huerto de los Olivos, baja hasta el último fondo posible de la
angustia humana (Mt 26,36-46; Mc 14,32-42; Lc 22,40-46). «Pavor y angustia»
(Mc), «sudor de sangre» (Lc), desamparo de los tres amigos más íntimos, que
se duermen; consuelo de un ángel; refugio absoluto en la oración: «pase de
mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya»...
¿Es la muerte atroz e ignominiosa, que se le viene encima, «el cáliz» que
Cristo pide al Padre que pase, si es posible? No parece creíble.
El Señor se encarna y entra en la raza humana precisamente para morir por
nosotros y darnos vida. Desea ardientemente ser inmolado, como Cordero
pascual que, quitando el pecado del mundo, salva a los hombres, amándolos
con amor extremo. Él no se echa atrás, ni en forma condicional de humilde
súplica, ni siquiera en la agonía de Getsemaní o del Calvario. Por el
contrario, cuando se acerca la tentación y le asalta -«¿qué diré? ¿Padre,
líbrame de esta hora?»-, él responde inmediatamente: «¡para esto he venido
yo a esta hora!» (Jn 12,27). Y cuando Pedro rechaza la pasión de Jesús,
anunciada por éste: «No quiera Dios, Señor, que esto suceda», Cristo
reacciona con terrible dureza: «Apártate de mí, Satanás, que me sirves de
escándalo» (Mt 16,21-23).
No. El «cáliz» que abruma a Jesús es el conocimiento de los pecados, con sus
terribles consecuencias, que a pesar del Evangelio y de la Cruz, van a darse
en el mundo: ese océano de mentiras y maldades en el que tantos hombres van
a ahogarse, paganos o bautizados, por rechazar su Palabra y por menospreciar
su Sangre en los sacramentos, sobre todo en la eucaristía. Más aún, la
pasión del Salvador es causada principalmente por el pecado de los malos
cristianos que, despreciando el magisterio apostólico, falsificarán o
silenciarán su Palabra; avergonzándose de su Evangelio, buscarán salvación,
si es que la buscan, por otro camino; endureciendo sus corazones por la
soberbia, despreciarán los sacramentos, y sobre todo la eucaristía,
profanándola o alejándose de ella... En definitiva, es la posible
reprobación final de pecadores lo que angustia al Señor, y le lleva a una
tristeza de muerte.
Como bien señala la madre María de Jesús de Agreda, «a este dolor llamó Su
Majestad cáliz». Y en esa angustia sin fondo pedía el Salvador a su Padre
que, «siendo ya inexcusable la muerte, ninguno, si era posible, se
perdiese»... Y eso es lo que, con lágrimas y sudor de sangre, Cristo suplica
al Padre insistentemente, en una «como altercación y contienda entre la
humanidad santísima de Cristo y la divinidad» (Mística Ciudad de Dios,
1212-1215).
La libre ofrenda de la Cruz
Importa mucho entender que en la cruz se entrega Cristo a la muerte libre y
voluntariamente. Otras ocasiones hubo en que quisieron prender a Jesús, pero
no lo consiguieron, «porque no había llegado su hora» (Jn 7,30; 8,20). Así,
por ejemplo, en Nazaret, cuando querían despeñarle, pero él, «atravesando
por medio de ellos, se fue» (Lc 4,30). Ahora, en cambio, «ha llegado su
hora, la de pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1). Y los evangelistas, al
narrar el Prendimiento, ponen especial cuidado en atestiguar la libertad y
la voluntariedad de la entrega que Cristo hace de sí mismo.
-Cristo Sacerdote se acerca serenamente al altar de la cruz. En el Huerto,
recuperado por la oración de su estado espiritual agónico, sale ya sereno,
plenamente consciente, al encuentro de los que vienen a prenderlo: conocía
ciertamente que era Judas quien iba a entregarle (Jn 13,26), y «sabía todo
lo que iba a sucederle» (18,4).
-Hasta en el prendimiento manifiesta Cristo su poder irresistible. Sin
esconderse, Él mismo se presenta: «Yo soy [el que buscáis]». Y al manifestar
su identidad, todos caen en tierra (Jn 18,5-6). Ese yo soy [ego eimi] en su
labios es equivalente al yo soy de Yavé en los libros antiguos de la
Escritura. Y Juan se ha dado cuenta de este misterio (+Jn 8,58; 13,19;
18,5). Los enemigos de Cristo caen en tierra, se postran ante él en homenaje
forzado, impuesto milagrosamente por Jesús, que, antes de padecer, muestra
así un destello de su poder divino y manifiesta claramente que su entrega a
la muerte es perfectamente libre.
-Jesús impide que le defiendan. Detiene toda acción violenta de quien
intenta protegerle con la espada, y cura la oreja herida de Malco, el siervo
del Pontífice (Jn 18,10-11). No se resiste, pudiendo hacerlo. Y explica por
qué no lo hace: «Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc
22,53).
-Jesús no opone resistencia. Él sabe bien, y lo afirma, que hubiera podido
pedir y conseguir del Padre «doce legiones de ángeles» que le defendieran;
pero quiere que se cumpla la providencia del Padre. Él, que había enseñado
«no resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale
también la otra» (Mt 5,39-41), practica ahora su propia doctrina.
-Jesús calla. «Maltratado y afligido, no abrió la boca, como cordero llevado
al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores» (Is 53,7). En los
pasos tenebrosos que preceden a su pasión -interrogatorios, bofetadas,
azotes, burlas-, «Jesús callaba» (ante Caifás, Mt 26,63; Pilatos, 27,14;
Herodes, Lc 23,9; Pilatos, Jn 19,9).
-Se entrega libremente a la muerte. Es, pues, un dato fundamental para
entender la Pasión de Cristo conocer la perfecta y libre voluntad con que
realiza su entrega sacrificial a la muerte: «Yo doy mi vida para tomarla de
nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy por mí mismo» (Jn 10,17-18).
Jesucristo es el Señor, también en Getsemaní y en el Calvario, por
insondable que sea entonces su humillación y abatimiento.
-La cruz es providencia amorosa del Padre, anunciada desde el fondo de los
siglos. Quiso Dios permitir en su providencia la atrocidad extrema de la
cruz para que en ella, finalmente, se revelara «el amor extremo» de Cristo a
los suyos (Jn 13,1), pues, ciertamente, es en la cruz «cuando se produce la
epifanía de la bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4). No
fue, pues, la cruz un accidente lamentable, ni un fracaso de los planes de
Dios. Cristo, convencido de lo contrario, se entrega a la cruz, con toda
obediencia y sin resistencia alguna, para que «se cumplan las Escrituras»,
es decir, para se realice la voluntad providente del Padre (Mt 26,53-54.56),
que es así como ha dispuesto restaurar su gloria y procurar la salvación de
los hombres.
La ofrenda sacrificial que Cristo hace de sí mismo produce un
estremecimiento en todo el universo, como si éste intuyera su propia
liberación, ya definitivamente decretada. Se rasga el velo del Templo de
arriba a abajo, y, eclipsado el sol, se obscurece toda la tierra; las
piedras se parten, se abren sepulcros, y hay muertos que resucitan y se
aparecen a los vivos; la muchedumbre se vuelve del Calvario golpeándose el
pecho; el centurión y los suyos no pueden menos de reconocer:
«Verdaderamente, éste era Hijo de Dios» (Mt 27,51-53; Mc 15,38; Lc
23,44-45).
Resurrección de Cristo
Los relatos de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y de sus
apariciones (Mt 28,120; Mc 16,1-20; Lc 24; Jn 2021) ponen de relieve la
desesperanza en que los discípulos quedaron hundidos tras los sucesos del
Calvario. Se resisten, después, a creer en la realidad de la resurrección de
Cristo, y éste hubo de «reprenderles por su incredulidad y dureza de
corazón, pues no habían creído a los que lo habían visto resucitado de entre
los muertos» (Mc 16,14). Es el acontecimiento de la Resurrección lo que
despierta y fundamenta la fe de los apóstoles. Por eso, cuando se aparece a
los Once, para acabar de convencerles, come delante de ellos un trozo de pez
asado (Lc 24,42).
Y otras muchas veces come con ellos (Emaús, Lc 24,30; pesca milagrosa, Jn
21,12-13), apareciéndoseles «durante cuarenta días, y hablándoles del reino
de Dios» (Hch 1,3). Pues bien, ese comer de Cristo con los discípulos les
impresionó especialísimamente. En ello ven probada una y otra vez tanto la
realidad del Resucitado, como la familiaridad íntima que con ellos tiene. Y
así Pedro dirá en un discurso importante, asegurando las apariciones de
Cristo: nosotros somos los «testigos de antemano elegidos por Dios,
nosotros, que comimos y bebimos con Él después de su resurrección de entre
los muertos» (Hch 10,41). La alegría pascual que caracterizaba esas comidas,
de posible condición eucarística, con el Resucitado, es la alegría actual de
la eucaristía cristiana.
El sacrificio de la Nueva Alianza
-Sacrificio. Jesús entiende su muerte como un sacrificio de expiación, por
el cual, estableciendo una Alianza Nueva, con plena libertad, «entrega su
vida» -su cuerpo, su sangre- para el rescate de todos los hombres
(+Catecismo 1362-1372, 1544-1545). De sus palabras y actos se deriva
claramente su conciencia de ser el Cordero de Dios, que con su sacrificio
pascual quita el pecado del mundo. Que así lo entendió Jesús nos consta por
los evangelios, pero también porque así lo entendieron sus apóstoles.
La enseñanza de San Pablo es en esto muy explícita: «Cristo nos amó y se
entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios de suave aroma» (Ef
5,2; +Rm 3,25). Es el amor, en efecto, lo que le lleva al sacrificio: «Dios
probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por
nosotros» (Rm 5,8; +Gál 2,20). Y por eso ahora «en Él tenemos la redención
por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados» (Ef 1,7; +Col 1,20).
Por tanto, «nuestro Cordero pascual, Cristo, ya ha sido inmolado» (1Cor 5,7;
igual doctrina en 1Pe 1,2.9; 3,18).
San Juan, por su parte, ve en Cristo crucificado el Cordero pascual
definitivo, el que con su muerte sacrificial «quita el pecado del mundo» (Jn
1,29.37). Según disponía la antigua ley mosaica sobre el Cordero pascual,
ninguno de sus huesos fue quebrado en la cruz (19,37 = Ex 12,46). Los fieles
son, pues, «los que lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre del
Cordero» (Ap 7,14), es decir, «los que han vencido por la sangre del
Cordero» (12,11). Y ese Cordero degollado, ahora, para siempre, preside ante
el Padre la liturgia celestial (5,6.9.12). Así pues, el sacrificio de la
vida humana de Jesús gana en la cruz la salvación para todos: «él es la
Víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino
por los de todo el mundo» (1Jn 2,2).
-Sacrificio único y definitivo. La carta a los Hebreos, por su parte,
contempla a Cristo como sumo Sacerdote, y su muerte, como el sacrificio
único y supremo, en el que se establece la Nueva Alianza. En este precioso
documento, anterior quizá al año 70, puede verse el primer tratado de
cristología. Y en él se enseña que los antiguos sacrificios judíos -aunque
establecidos por Dios, como figuras anunciadoras de la plenitud mesiánica-
«nunca podían quitar los pecados», por mucho que se reiterasen (10,11), y
que por eso mismo estaban llamados a desaparecer «a causa de su ineficacia e
inutilidad» (7,18). Ahora, en cambio, en la plenitud de los tiempos, en la
Alianza Nueva, nos ha sido dado Jesucristo, el Sacerdote santo, inocente e
inmaculado (7,26-28), que siendo plenamente divino (1,1-2; 3,6) y
perfectamente humano (2,11-17; 4,15; 5,8), es capaz de ofrecer una sola vez
un sacrificio único, el del Calvario (9,26-28), de grandiosa y total
eficacia para santificar a los creyentes (7,16-24; 9; 10,10.14).
-Sacrificio de expiación y redención. Cristo nos ha redimido con su propia
sangre, sufriendo en la cruz el castigo que nosotros merecíamos por nuestros
pecados. «Traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados,
el castigo salvador pesó sobre él, y en sus llagas hemos sido curados» (Is
53,5). De este modo nuestro Salvador ha vencido en la humanidad el pecado y
la muerte, y la ha liberado de la sujeción al Demonio.
«Dios estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, y no imputándole sus
delitos» (2Cor 5,19). En efecto, nosotros estábamos «muertos a causa de
nuestros pecados», pero Cristo nos ha hecho «revivir con él, perdonando
todas nuestros delitos, y cancelando el acta de condenación que nos era
contraria, la ha quitado de en medio, clavándola en la cruz. Así fue como
despojó a los principados y potestades, y los sacó valientemente a la
vergüenza, triunfando de ellos en la cruz» (Col 2,13-15). En la cruz,
efectivamente, Cristo «ha destruido por la muerte al que tenía el imperio de
la muerte, esto es, al diablo» (Heb 2,14), y «haciéndose Sacerdote
misericordioso y fiel», de este modo misterioso e inefable, «ha expiado los
pecados del pueblo» (2,17).
-Sacrificio de acción de gracias. Ahora nosotros, «rescatados no con plata y
oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin
defecto ni mancha» (1Pe 1,18-19), tenemos un ministerio litúrgico de alegría
infinita, que iniciamos en la eucaristía de este mundo, para continuarlo
eternamente en el cielo, cantando la gloria de nuestro Redentor bendito:
«Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo; muriendo,
destruyó nuestra muerte, y resucitando, restauró la vida. Por eso, con esta
efusión de gozo pascual, el mundo entero se desborda de alegría, y también
los coros celestiales, los ángeles y los arcángeles, cantan sin cesar el
himno de tu gloria» (Prefacio I pascual).
((Los protestantes primeros -Lutero, Zuinglio, Calvino-, reconociendo el
carácter sacrificial de la cruz, niegan que la misa sea un sacrificio,
porque ignoran que la eucaristía no es sino el mismo misterio de la cruz.
Partiendo de ese gran error, abominan de la misa, como si fuera una
superstición horrible, y del sacerdocio católico. Una de las dos o tres
ideas fundamentales de la Reforma protestante es, sin duda, la extinción del
sacrificio eucarístico y del sacerdocio católico.))
En el signo de la Cruz
Todo el Evangelio tiene su clave en «la doctrina de la cruz de Cristo» (1Cor
1,18). Por eso el Apóstol no presume de saber de nada, sino de «Jesucristo,
y éste crucificado» (1Cor 2,2). Según ya vimos, es en la cruz donde se
escribe con sangre la ley divina fundamental: cómo hay que amar a Dios y
cómo hay que amar al prójimo.
Pero en la cruz se nos revela también el amor inmenso que Dios nos tiene. Es
en la cruz donde se produce la suprema epifanía de Dios, que «es amor» (1Jn
4,8). Mirando a la cruz, que preside nuestras iglesias y que honra con su
signo sagrado todo lo cristiano, es como nos sabemos hijos «elegidos de
Dios, santos y amados» (Col 3,12). Pues, aunque sea un misterio insondable,
la cruz sucedió «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2,23).
No fue, como ya vimos, un accidente imprevisto, ni un fracaso: fue un
«mandato del Padre» (Jn 14,31), obedecido por el Hijo hasta la muerte (Flp
2,8). Todo lo relacionado con la cruz del Hijo de Dios es, sin duda,
«escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero fuerza y
sabiduría de Dios para los llamados, judíos o griegos» (1Cor 1,23-24). La
cruz es, en efecto, la locura del amor de Dios hacia los hombres.
«La verdad es que apenas habrá quien muera por un justo; sin embargo,
pudiera ser que muriera alguno por uno bueno; pero Dios probó su amor hacia
nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rm 5,7-8). El
Padre, en efecto, «no perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por
todos nosotros» (8,32). Este asombro de San Pablo es el mismo de San Juan:
«En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo
a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor:
no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió
a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,9-10).
Los Padres de la Iglesia no apartan sus ojos de la cruz de Cristo,
actualizada siempre en la eucaristía, y no se cansan de cantar su gloria en
sus escritos y predicaciones. Ningún otro aspecto de la fe es tratado por
ellos con tanta frecuencia, con tanto gozo y amor. Y no hacen en eso sino
prolongar la predicación de los apóstoles: «Estoy crucificado con Cristo, y
ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en la
carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál
2,19-20). Este espíritu de los Padres, es el que ha animado a los santos de
todos los tiempos. Así San Juan Crisóstomo:
«La cruz es el trofeo erigido contra los demonios, la espada contra el
pecado, la espada con la que Cristo atravesó a la serpiente; la cruz es la
voluntad del Padre, la gloria de su Hijo único, el júbilo del Espíritu
Santo, el ornato de los ángeles, la seguridad de la Iglesia, el motivo de
gloriarse de Pablo, la protección de los santos, la luz de todo el orbe» (MG
49,396).
La cruz, aún más que la resurrección, revela que Dios es amor, y manifiesta
inequívocamente el amor que nos ha tenido Dios. Esto es lo que hace de la
cruz la clave indiscutible del cristianismo. La resurrección gloriosa
expresa de modo formidable la divinidad de Jesucristo, su victoria sobre la
muerte y el demonio, el pecado y el mundo. Pero la cruz, la sagrada y
bendita cruz, es la revelación suprema de Dios, que es amor, y la prueba
máxima del amor que Dios nos tiene. La misericordia de Dios con los
pecadores, la solicitud paternal de su providencia, la locura del amor
divino, la misteriosa naturaleza íntima del mismo Dios, se revelan ante todo
y sobre todo en la cruz de Cristo, esa cruz que se actualiza en el
sacrificio litúrgico de la misa. «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó
[en Belén, y aún más, en el Calvario] su Unigénito Hijo» (Jn 3,16).
San Agustín exclama en sus Confesiones:
«¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que "no perdonaste a tu Hijo único, sino
que lo entregaste por nosotros, que éramos pecadores" [Rm 8,32]! ¡Cómo nos
amaste a nosotros, por quienes tu Hijo "no hizo alarde de ser igual a ti,
sino que se rebajó hasta someterse a una muerte de cruz" [+Flp 2,6]! Siendo
como era el único libre entre los muertos, "tuvo poder para entregar su vida
y tuvo poder para recuperarla" [+Jn 10,18]. Por nosotros se hizo ante ti
vencedor y víctima: vencedor, precisamente por ser víctima; por nosotros se
hizo ante ti sacerdote y sacrificio: sacerdote, precisamente del sacrificio
que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro servidor, y nos
transformó, para ti, de esclavos en hijos...
«Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mi miseria, había meditado
en mi corazón y decidido huir a la soledad; pero tú me lo prohibiste y me
tranquilizaste, diciendo: "Cristo murió por todos, para que los que viven ya
no vivan para sí, sino para aquel que murió por ellos" [1Cor 5,75].
«He aquí, pues, Señor, que arrojo ya en ti mi cuidado, a fin de que viva y
pueda "contemplar las maravillas de tu voluntad" [Sal 118,18]. Tú conoces mi
ignorancia y mi flaqueza: enséñame y sáname. Tu Hijo único, "en quien están
encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" [Col 2,3], me
redimió con su sangre. "No me opriman los insolentes" [Sal 118,122], porque
yo tengo en cuenta mi rescate, y lo como y lo bebo y lo distribuyo, y aunque
pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que comen de él y son
saciados por él. "Y alabarán al Señor los que le buscan" [Sal 21,27]»
(Confesiones X,43,69-70).
La cruz del Señor, actualizada cada día en la eucaristía, es el sello de
garantía de todo lo cristiano. Lo que no está marcado por su gloriosa huella
es sin duda una falsificación del cristianismo. No es posible ser discípulo
de Cristo, no es posible seguirle, sin tomar cada día la cruz (Lc 14,27). El
verdadero camino evangélico, que lleva a la vida y a la alegría, es un
camino estrecho, que pasa por una puerta angosta (Mt 7,13-14).
La Iglesia que «no se avergüenza del Evangelio» (+Rm 1,16; 2Tim 1,8) es la
que se gloría siempre en la cruz de Cristo (Gál 6,14), y no en otras cosas.
Es la que en su fe, predicación y espiritualidad permanece fielmente
centrada en la Cruz sagrada, de donde procede toda salvación, honor y
gracia. En tal Iglesia no se requieren grandes explicaciones sobre la
eucaristía. Pocas palabras bastan para introducir en el misterio de su
liturgia. Por el contrario, allí donde prevalezcan «los enemigos de la cruz
de Cristo» (Flp 3,18), allí donde se va dejando de lado la Pasión redentora,
para centrar la atención de los cristianos en temas «más positivos», la
eucaristía resulta ininteligible. Y entonces, de poco le servirán al pueblo
cristiano las explicaciones sobre la liturgia eucarística, por minuciosas y
pedagógicas que sean. Alejado de la Cruz, el pueblo ha ido perdiendo la
inteligencia de la fe.
Stabat Mater dolorosa juxta Crucem lacrimosa
No hemos de terminar esta breve evocación de la Pasión sin decir que en el
mismo centro del Misterio Pascual está la Virgen María: «junto a la cruz de
Jesús estaba su madre» (Jn 19,25). Ella se une tan indeciblemente a Cristo
por el amor, que durante la Pasión puede decirse que es insultada, tentada
por el demonio, abandonada por los discípulos, azotada y despreciada, y que,
como su Hijo, ella también sufre pavor y angustia, pensando sobre todo en la
posible suerte de los réprobos. Finalmente, la lanza del soldado, más que a
Cristo, ya muerto e impasible, la atraviesa a ella, que está viva, aunque
medio muerta por la pena.
Se han cumplido, pues, aquellas palabras proféticas que Simeón, con el niño
Jesús en sus brazos, «dijo a María, su madre: Mira, éste está puesto para
caída y levantamiento de muchos en Israel y para señal de contradicción;
mientras que a ti una espada te atravesará el corazón» (Lc 2,34-35).
La pasión de la Virgen María es, pues, parte integrante del Misterio Pascual
y, por tanto, de la santa misa, que lo actualiza bajo los velos de la
liturgia (+Catecismo 964).