Síntesis de la Eucaristía: 3. El misterio de la liturgia
José María Iraburu
-Ascensión del Señor a los cielos.
-El pueblo cristiano sacerdotal.
-El sacerdote, ministro representante de Cristo.
-La disciplina sagrada de la sagrada liturgia.
-Que la mente
concuerde con la voz.
-Y que la voz se oiga y entienda.
3
El misterio de la liturgia
Ascensión del Señor a los cielos
Cristo Salvador, una vez cumplida su obra, ascendió a los cielos. Había
salido del Padre para venir al mundo, y ahora deja el mundo para volver al
Padre (Jn 16,28). Y a los discípulos les es dado «ver» cómo Jesús se va del
mundo y asciende al cielo (Hch 1,9). Desde allí ha de venir, al final de los
tiempos, para juzgar a vivos y muertos (Mt 25,31-33). Pero hasta que se
produzca esta gloriosa parusía, una cierta nostalgia de la presencia visible
de Jesús forma parte de la espiritualidad cristiana.
Y así dice San Pablo: «deseo morir para estar con Cristo, que es mucho
mejor» (Flp 1,23); y también: «mientras moramos en este cuerpo estamos
ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no en visión; pero confiamos y
quisiéramos más partir del cuerpo y estar presentes al Señor» (2 Cor 5,6-8).
Por eso, hasta entonces, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro
Salvador Jesucristo», debemos «buscar las cosas de arriba, donde está Cristo
sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1).
Ahora bien, no olvidemos que, antes de su ascensión, Cristo nos prometió su
presencia espiritual hasta el fin de los siglos (Mt 28,20). No nos ha dejado
huérfanos, pues está en nosotros y actúa en nosotros por su Espíritu (Jn
14,15-19; 16,5-15). Y esta presencia activa y misteriosa se produce sobre
todo en los ritos litúrgicos. En efecto, ascendido a los cielos, Jesucristo,
sacerdote eterno, «vive siempre para interceder por nosotros» (+Heb 7,25).
La verdadera naturaleza de la liturgia cristiana nos viene, pues, definida
en tres afirmaciones básicas del Vaticano II.
1. La liturgia es «el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo».
«En ella los signos sensibles significan y, cada uno de ellos a su manera,
realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo,
es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (SC
7c). En la liturgia, la finalidad doxológica, por la que se glorifica a Dios
(doxa, gloria), y la soteriológica, que procura al hombre la salvación
(sotería), van siempre expresamente unidas.
2. La liturgia de la Iglesia visible es una participación de la liturgia
celestial.
«En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia
celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos
dirigimos como peregrinos» (SC 8). Esta doctrina es la clave misma de la
carta a los Hebreos, y sin ella no puede entenderse la liturgia cristiana:
«El punto principal de todo lo dicho es que tenemos un Sumo Sacerdote que
está sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, como
ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (Heb 8,1-2).
3. La liturgia terrena es, pues, presencia eficacísima en este mundo del
Cristo glorioso.
En efecto, «Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la
acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la
persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el
mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las especies
eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que,
cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su
palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien
habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos,
aquel mismo que prometió: «donde dos o tres están congregados en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20)» (SC 7a). A partir de la
presencia de Jesús, que está en los cielos, han de entenderse todos estos
modos eclesiales de hacerse realmente presente entre nosotros.
El pueblo cristiano sacerdotal
Todo el pueblo cristiano es sacerdotal. La comunidad reunida en torno a
Cristo forma «una estirpe elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un
pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a
su luz admirable» (1Pe 2,5-9; +Ex 19,6). También en el Apocalipsis los
cristianos, especialmente los mártires, son llamados sacerdotes de Dios
(1,6; 5,10; 20,6). Y esta inmensa dignidad les viene de su unión sacramental
a Cristo sacerdote.
Así Santo Tomás de Aquino: «Todo el culto cristiano deriva del sacerdocio de
Cristo. Y por eso es evidente que el carácter sacramental es específicamente
carácter de Cristo, a cuyo sacerdocio son configurados los fieles según los
caracteres sacramentales [bautismo, confirmación, orden], que no son otra
cosa sino ciertas participaciones del sacerdocio de Cristo, del mismo Cristo
derivadas» (STh III,63,3).
Pues bien, en la liturgia Jesucristo ejercita su sacerdocio unido a su
pueblo sacerdotal, que es la Iglesia. Y «realmente en esta obra tan grande,
por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados,
Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b).
Concretamente, cualquier acción litúrgica, como enseña Pablo VI, «cualquier
misa, aunque celebrada privadamente por el sacerdote, sin embargo no es
privada, sino que es acto de Cristo y de la Iglesia» (Mysterium fidei; +LG
26a).
Y por otra parte la misma vida cristiana ha de ser toda ella una liturgia
permanente. Si hemos de «dar en todo gracias a Dios» (1 Tes 5,18), eso es
precisamente la eucaristía: acción de gracias, «siempre y en todo lugar»
(Prefacios). Si en la misa le pedimos a Dios que «nos transforme en ofrenda
permanente» (PE III), es porque sabemos que toda nuestra vida tiene que ser
un culto incesante. Así lo entendió la Iglesia desde su inicio:
La limosna es una «liturgia» (2 Cor 9,12; +Rm 15,27; Sant 1,27). Comer,
beber, realizar cualquier actividad, todo ha de hacerse para gloria de Dios,
en acción de gracias (1 Cor 10,31). La entrega misionera del Apóstol es
liturgia y sacrificio (Flp 2,17). En la evangelización se oficia un
ministerio sagrado (Rm 15,16). La oración de los fieles es un sacrificio de
alabanza (Heb 13,15). En fin, los cristianos debemos entregar día a día
nuestra vida al Señor como «perfume de suavidad, sacrificio acepto,
agradable a Dios» (Flp 4,18); es decir, «como hostia viva, santa, grata a
Dios; éste ha de ser vuestro culto espiritual» (Rm 12,1).
Así pues, todos los cristianos han de ejercitar con Cristo su sacerdocio
tanto en su vida, como en el culto litúrgico, aunque en éste no todos
participen del sacerdocio de Jesucristo del mismo modo.
El sacerdote, ministro representante de Cristo
Todo el pueblo cristiano es sacerdotal, pues tiene por cabeza a Cristo
Sacerdote, y está destinado a promover la gloria de Dios y la salvación de
los hombres, haciendo de sus propias vidas una ofrenda permanente. Pero
quiso el Señor instituir un «especial sacramento [el del Orden] con el que
los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un
carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que
puedan obrar como en persona de Cristo cabeza» (Vat.II, PO 2c). La gracia
propia del sacramento les da un nuevo ser, que les hace posible un nuevo
obrar. En adelante, estos cristianos constituidos sacerdotes-ministros, han
de vivir, siempre y en todo lugar, el ministerio de la representación de
Cristo entre sus hermanos. Sacerdos alter Christus.
En efecto, el Vaticano II nos enseña que «el sacerdocio común de los fieles
y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente, y
no sólo en grado, se ordenan sin embargo el uno al otro, pues ambos
participan a su manera del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio
ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige al pueblo
sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, y
lo ofrece en nombre de todo el pueblo de Dios. Los fieles en cambio, en
virtud de su sacerdocio real, concurren a la ofrenda de la eucaristía, y lo
ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de
gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y
caridad operante» (LG 10b).
Con más fuerza expresiva aún el Sínodo Episcopal de 1971, dedicado al tema
del sacerdocio, afirma estas realidades de la fe: «Entre los diversos
carismas y servicios, únicamente el ministerio sacerdotal del Nuevo
Testamento, que continúa el ministerio de Cristo mediador y es distinto del
sacerdocio común de los fieles por su esencia, y no solo por grado, es el
que hace perenne la obra esencial de los Apóstoles. En efecto, proclamando
eficazmente el Evangelio, reuniendo y guiando la comunidad, perdonando los
pecados y, sobre todo, celebrando la Eucaristía, hace presente a Cristo,
Cabeza de la comunidad, en el ejercicio de su obra de redención humana y de
perfecta glorificación de Dios... El sacerdote hace sacramentalmente
presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos, no sólo
en su vida personal, sino también social» (II,4).
Que el sacerdote representa a Cristo en la eucaristía, y que obra en su
persona, en su nombre, es algo cierto en la fe. Las oraciones eucarísticas
presidenciales, las que reza el sacerdote solo, son oraciones «de Cristo con
su Cuerpo al Padre» (+SC 84). En la liturgia de la Palabra, es Cristo mismo
el que enseña y predica a su pueblo. Es Él mismo, ciertamente, quien en la
liturgia sacrificial dice «esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre». Es Él
quien saluda al pueblo, quien lo bendice, quien, al final de la misa, lo
envía al mundo. Con sus ornamentos, palabras y acciones sagradas, el
sacerdote es símbolo litúrgico de Jesucristo; no tanto del Cristo histórico,
sino del Cristo resucitado y celestial, que sentado a la derecha del Padre,
como Sacerdote de la Nueva Alianza, «vive siempre para interceder» por
nosotros (Heb 7,25).
Por eso, la vivencia plena de la eucaristía exige una facilidad para
reconocer a Cristo en el sacerdote. Apenas es posible entender bien en la fe
la eucaristía, y participar de ella, si en la práctica se ignora este
aspecto del misterio. En efecto, el ministro sacerdote en la misa visibiliza
la presencia y la acción invisible del único sacerdote, Jesucristo. Y, por
supuesto, el ministerio del sacerdote visible no debe velar, sino revelar
esa presencia invisible del Sacerdote eterno.
((Si no se ve a Cristo en el sacerdote, la misa resulta en buena parte
ininteligible, y será inevitable que en su celebración se incurra en
prácticas erróneas -sobre todo si el mismo sacerdote vive escasamente este
misterio de la fe-.
Podemos apreciar esto con algunos ejemplos. El presbítero en la sede
representa a Cristo, que preside la asamblea eucarística, sentado a la
derecha de Dios Padre: una banquetilla, que hace de sede, proclama la
ignorancia de esta realidad de la fe. El Domingo de Ramos los fieles en la
procesión aclaman a Cristo, representado por el sacerdote celebrante, que
entra en el templo -en Jerusalén-, para ofrecer el sacrificio, y le
acompañan con palmas: si el sacerdote lleva también su palma no parece que
tenga muy clara conciencia de que en esa procesión de los ramos él está
simbolizando a Cristo. Ignora igualmente el sacerdote esa representación
misteriosa de Cristo cuando, modificando los saludos y bendiciones, dice en
la misa: «El Señor esté con nosotros», la bendición de Dios «descienda sobre
nosotros», «Vayamos en paz». En realidad, actuando no en cuanto ministro
representante de Cristo-cabeza, sino como un miembro más de Cristo, oculta
al Señor, a quien debería visibilizar en esos actos ministeriales.
Se podrían multiplicar los ejemplos, pero todos ellos nos llevarían a la
misma comprobación: la fe en el ministerio de la representación litúrgica de
Cristo está hoy con frecuencia escasamente actualizada, incluso entre los
mismos sacerdotes. El igualitarismo de la mentalidad vigente es, sin duda,
uno de los condicionantes ambientales que explican ese oscurecimiento de un
aspecto de la fe.
Lo sagrado cristiano
En la esfera litúrgica es frecuente el uso de la categoría de «sagrado».
Pero ¿qué es lo sagrado en la Iglesia? En un sentido amplio, toda la Iglesia
es sagrada, pues es «sacramento universal de salvación» (LG 48b, AG 1a). Sin
embargo, el lenguaje tradicional suele hablar más bien de sagradas
Escrituras, lugares sagrados, sagrados cánones conciliares, sagrados
pastores, etc., y por supuesto, sagrada liturgia. En efecto, en Cristo, en
su Cuerpo místico, que es la Iglesia, se dicen sagradas aquellas criaturas
-personas, cosas, lugares, tiempos, acciones- que han sido especialmente
elegidas y consagradas por Dios en orden a su glorificación y a la
santificación de los hombres.
Según esto, santo y sagrado son distintos. Un ministro sagrado, por ejemplo,
si es pecador, no es santo, pero sigue teniendo una sacralidad especial, que
le permite realizar con eficacia ciertas funciones santificantes. De Dios no
se dice que sea sagrado, sino que es Santo. Lo sagrado, en efecto, es
siempre criatura. Jesucristo, en cambio, es a un tiempo el Santo y el
sagrado por excelencia. En efecto, la humanidad sagrada de Cristo, el Ungido
de Dios, es la fuente de toda sacralidad cristiana.
La disciplina sagrada de la sagrada liturgia
La Iglesia tiene el derecho y el deber de configurar las formas concretas de
la sagrada liturgia, porque ellas son la expresión más importante del
misterio de la fe. El concilio Vaticano II, por ejemplo, ateniéndose a esta
verdad, da normas sobre imágenes y templos, cantos y ritos (SC 22), y por
eso mismo, previendo las arbitrariedades posibles de orgullosos o
ignorantes, ordena «que nadie, aunque sea sacerdote, añade, quite o cambie
cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (22,3).
Lo sagrado es un lenguaje, verbal o fáctico, que establece y expresa la
comunión espiritual unánime de los fieles. Pero un lenguaje, si es
arbitrario, no establece comunicación, como no sea entre un grupo de
iniciados. Por eso los ritos sagrados implican repetición tradicional,
serenamente previsible. En este sentido, los fieles tienen derecho a
participar en la eucaristía de la Iglesia católica -no en la de Don Fulano-.
Y para que puedan participar más profundamente en los ritos litúrgicos, «los
ministros no sólo han de desempeñar su función rectamente, según las normas
de las leyes litúrgicas, sino actuar de tal modo que inculquen el sentido de
lo sagrado» (Eucharisticum mysterium 20).
Que la mente concuerde con la voz
Hemos recordado brevemente la naturaleza misteriosa de lo sagrado y de la
liturgia. Afirmemos ahora, antes de analizar la celebración de la
eucaristía, el valor precioso de la oración vocal, y especialmente de la
oración vocal litúrgica. Toda la liturgia, y concretamente la eucaristía, es
una gran oración, una grandiosa oración vocal: himnos y colectas, salmos,
responsorios, anáforas.
La oración vocal -como en otro lugar hemos escrito- «es el modo de orar más
humilde, más fácil de enseñar y de aprender, más universalmente practicado
en la historia de la Iglesia, y más válido en todas las edades
espirituales... El cristiano, rezando las oraciones vocales de la Iglesia,
procedentes de la Biblia, de la liturgia o de la tradición piadosa, abre su
corazón al influjo del Espíritu Santo, que le configura así a Cristo orante.
Se hace como niño, y se deja enseñar a orar» (Rivera- Iraburu, Síntesis
434).
El menosprecio de la oración vocal cierra en gran medida la puerta a la
espiritualidad litúrgica. Por el contrario, tener devoción y afecto por las
oraciones vocales facilita en gran medida la vida litúrgica, y concretamente
la vivencia de la misa. En efecto, una de las maneras más sencillas y
eficaces de participar en la eucaristía consiste simplemente en procurar
«que la mente concuerde con la voz». Esta norma litúrgica del Vaticano II
(SC 90) es sumamente tradicional, y la encontramos, por ejemplo, en Santo
Tomás (STh II-II,83,13) o en Santa Teresa (Camino Perf. 25,3; 37,1).
Digamos, pues, de corazón lo que decimos en la misa. Hagamos nuestro de
verdad, con una continua atención e intención, todo lo que dice el
sacerdote. No tenga que reprocharnos el Señor: «Este pueblo me honra con los
labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt 7,6 = Is 29,13).
Y que la voz se oiga y entienda
El sacerdote que preside, dando a su recitación la claridad, entonación y
velocidad convenientes, ha de pretender que los fieles asistentes a la
celebración puedan con facilidad entender, atender y participar, haciendo
suyo lo que él va diciendo. No está él haciendo una oración sólamente
ordenada a su devoción privada, sino que está orando, en un ministerio
sagrado, en el nombre de Cristo y de la Iglesia.
Y los fieles congregados, por supuesto, deben participar también activamente
en aquellos cantos y respuestas, acciones y aclamaciones que les
corresponden, poniendo el corazón en lo que dicen o hacen. En la Casa de
Dios están en su casa, como hijos del Padre, hermanos de Cristo, unidos en
un mismo Espíritu. No tienen, pues, que estar cohibidos. El respeto y la
humildad con que se debe asistir a los sagrados misterios no debe llevarles
a colocarse al fondo de la Iglesia, lo más lejos posible del altar, o a
recitar lo que es su parte en voz casi inaudible, como si en cierto modo
fueran espectadores distantes o intrusos ajenos a la celebración. Los
cristianos no van a oir misa, sino a participar en ella. Éste es,
grandiosamente, su derecho y su deber.