Testimonio de Catalina, Misionera Laica, sobre la Santa Misa (Revelaciones)
DEDICATORIA
A Su Santidad, Juan Pablo II
Primer Apóstol de la Nueva Evangelización
De cuyo ejemplo los laicos
recibimos fe, valor y piedad
Con inmensa gratitud y amor
A todos los sacerdotes:
cordón umbilical de Dios con los hombres,
que transmiten la gracia divina a través del perdón
y de la Consagración Eucarística
Catalina
“NO ENCUENTRO NADA EN CONTRA DE LA FE O LAS COSTUMBRES DE LA IGLESIA “
PBRO. DANIEL GAGNON, OMI
COMISIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
ARQUIDIÓCESIS DE MÉXICO
ABRIL 2000
NO ES MI FUNCIÓN CONFIRMAR SU CARÁCTER SOBRENATURAL. SIN EMBARGO LO
RECOMIENDO POR SU INSPIRACIÓN ESPIRITUAL.
Ellos dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan.” Jesús, les dijo: “Yo Soy
el Pan de Vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre, el que cree en mí
nunca tendrá sed (...)
(Jn 6, 35)
Jesús contestó: En verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del Hombre
y no beben su sangre, no viven de verdad. El que come mi carne y bebe mi
sangre, vive de vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día
(Jn 6,53-54)
“Mi carne es comida verdadera y mi sangre es bebida verdadera. El que come
mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que
vive me envió, y yo vivo por él, así, quien me come a mí tendrá de mí la
vida (...)
(Jn 6,55-57)
(...) “El que coma de este pan vivirá para siempre” (...)
(Jn 6,58)
TESTIMONIO DE CATALINA
SOBRE LA SANTA MISA
En la maravillosa catequesis con la que el Señor y la Virgen María nos han
ido instruyendo - en primer lugar enseñándonos la forma de rezar el Sto.
Rosario, de orar con el corazón, de meditar y disfrutar de los momentos de
encuentro con Dios y con nuestra Madre bendita; la manera de confesarse
bien - está la del conocimiento de lo que sucede en la Santa Misa y la forma
de vivirla con el corazón.
Este es el testimonio que debo y quiero dar al mundo entero, para mayor
Gloria de Dios y para la salvación de todo aquel que quiera abrir su corazón
al Señor. Para que muchas almas consagradas a Dios, reaviven el fuego del
amor a Cristo, unas que son dueñas de las manos que tienen el poder de
traerlo a la tierra para que sea nuestro alimento, las otras, para que
pierdan la “costumbre rutinaria” de recibirlo y revivan el asombro del
encuentro cotidiano con el amor. Para que mis hermanos y hermanas laicos del
mundo entero vivan el mayor de los Milagros con el corazón: la celebración
de la Santa Eucaristía.
Era la vigilia del día de la Anunciación y los componentes del grupo nuestro
habíamos ido a confesarnos. Algunas de las señoras del grupo de oración no
alcanzaron a hacerlo y dejaron su confesión para el día siguiente antes de
la Santa Misa.
Cuando llegué al día siguiente a la Iglesia un poco atrasada, el señor
Arzobispo y los sacerdotes ya estaban saliendo al presbiterio. Dijo la
Virgen con aquella voz tan suave y femenina que a una le endulza el alma.
“Hoy es un día de aprendizaje para ti y quiero que prestes mucha atención,
porque de lo que seas testigo hoy, todo lo que vivas en este día, tendrás
que participarlo a la humanidad”. Me quedé sobrecogida sin entender pero
procurando estar muy atenta.
Lo primero que percibí es que había un coro de voces muy hermosas que
cantaban como si estuviesen lejos, a momentos se acercaba y luego se alejaba
la música como con el sonido del viento.
El señor Arzobispo empezó la Santa Misa, y al llegar a la Oración
Penitencial, dijo la Santísima Virgen:
“Desde el fondo de tu corazón, pide perdón al Señor por todas tus culpas,
por haberlo ofendido, así podrás participar dignamente de este privilegio
que es asistir a la Santa Misa.”
Seguramente que por una fracción de segundo pensé: “Pero si estoy en Gracia
de Dios, me acabo de confesar anoche”.
Ella contestó: “¿Y tú crees que desde anoche no has ofendido al Señor?
Déjame que Yo te recuerde algunas cosas. Cuando salías para venir aquí, la
muchacha que te ayuda se acercó para pedirte algo y como estabas con
retraso, a la apurada, le contestaste no de muy buena forma. Eso ha sido una
falta de caridad de tu parte y dices no haber ofendido a Dios...?”
“De camino hacia acá un autobús se atravesó en tu camino, casi te choca y te
expresaste en forma poco conveniente contra ese pobre hombre, en lugar de
venir haciendo tus oraciones, preparándote para la Santa Misa. Has faltado a
la caridad y has perdido la paz, la paciencia. ¿Y dices no haber lastimado
al Señor...?”
“En el último momento llegas, cuando ya la procesión de los celebrantes está
saliendo para celebrar la Misa...y vas a participar de ella sin una previa
preparación....”
-Ya, Madre Mía, ya no me digas más, no me recuerdes más cosas porque me voy
a morir de pesar y vergüenza- contesté.
“¿Por qué tienen que llegar en el último momento? Ustedes deberían estar
antes para poder hacer una oración y pedir al Señor que envíe Su Santo
Espíritu, que les otorgue un espíritu de paz que eche fuera el espíritu del
mundo, las preocupaciones, los problemas y las distracciones para ser
capaces de vivir este momento tan sagrado. Pero llegan casi al comenzar la
celebración, y participan como si participaran de un evento cualquiera, sin
ninguna preparación espiritual. ¿Por qué? Es el Milagro más grande, van a
vivir el momento de regalo más grande de parte del Altísimo y no lo saben
apreciar.”
Era bastante. Me sentía tan mal que tuve más que suficiente para pedir
perdón a Dios, no solamente por las faltas de ese día, sino por todas las
veces que, como muchísimas otras personas, esperé a que termine la homilía
del sacerdote para entrar en la Iglesia. Por las veces que no supe o me
negué a comprender lo que significaba estar allí, por las veces que tal vez
habiendo estado mi alma llena de pecados más graves, me había atrevido a
participar de la Santa Misa.
Era día de Fiesta y debía recitarse el Gloria. Dijo nuestra Señora:
-“Glorifica y bendice con todo tu amor a la Santísima Trinidad en tu
reconocimiento como criatura Suya”.
Qué distinto fue aquel Gloria. De pronto me veía en un lugar lejano, lleno
de luz ante la Presencia Majestuosa del Trono de Dios, y con cuánto amor fui
agradeciendo al repetir: “...Por tu inmensa Gloria Te alabamos, Te
bendecimos, Te adoramos, Te glorificamos, Te damos gracias, Señor, Dios Rey
celestial, Dios Padre Todopoderoso y evoqué el rostro paternal del Padre
lleno de bondad... Señor, Hijo único Jesucristo, Señor Dios, Cordero de
Dios, Hijo del Padre, Tú que quitas el pecado del mundo...” Y Jesús estaba
delante de mí, con ese rostro lleno de ternura y Misericordia: “...porque
sólo Tú eres Dios, sólo Tú, Altísimo Jesucristo, con el Espíritu Santo...”
el Dios del Amor hermoso, Aquel que en ese momento estremecía todo mi ser...
Y pedí: “Señor, libérame de todo espíritu malo, mi corazón te pertenece,
Señor mío envíame tu paz para conseguir el mejor provecho de esta Eucaristía
y que mi vida dé sus mejores frutos. Espíritu Santo de Dios, transfórmame,
actúa en mí, guíame ¡Oh Dios, dame los dones que necesito para servirte
mejor...!”
Llegó el momento de la Liturgia de la Palabra y la Virgen me hizo repetir:
“Señor, hoy quiero escuchar Tu Palabra y producir fruto abundante, que Tu
Santo Espíritu limpie el terreno de mi corazón, para que Tu Palabra crezca y
se desarrolle, purifica mi corazón para que esté bien dispuesto.”
“Quiero que estés atenta a las lecturas y a toda la homilía del sacerdote.
Recuerda que la Biblia dice que la Palabra de Dios no vuelve sin haber dado
fruto. Si tú estás atenta, va a quedar algo en ti de todo lo que escuches.
Debes tratar de recordar todo el día esas Palabras que dejaron huella en ti.
Serán dos frases unas veces, luego será la lectura del Evangelio entera, tal
vez solo una palabra, paladear el resto del día y eso hará carne en ti
porque esa es la forma de transformar la vida, haciendo que la Palabra de
Dios lo transforme a uno”.
“Y ahora, dile al Señor que estás aquí para escuchar lo que quieres que El
diga hoy a tu corazón”.
Nuevamente agradecí a Dios por darme la oportunidad de escuchar Su Palabra y
le pedí perdón por haber tenido el corazón tan duro por tantos años y haber
enseñado a mis hijos que debían ir a Misa los domingos, porque así lo
mandaba la Iglesia, no por amor, por necesidad de llenarse de Dios...
Yo que había asistido a tantas Eucaristías, más por compromiso; y con ello
creía estar salvada. De vivirla, ni soñar, de poner atención en las lecturas
y la homilía del sacerdote, menos.
¡Cuánto dolor sentí por tantos años de pérdida inútil, por mi ignorancia!...
¡Cuánta superficialidad en las Misas a las que asistimos porque es una boda,
una Misa de difunto o porque tenemos que hacernos ver con la sociedad!
¡Cuánta ignorancia sobre nuestra Iglesia y sobre los Sacramentos! ¡Cuánto
desperdicio en querer instruirnos y culturizarnos en las cosas del mundo,
que en un momento pueden desaparecer sin quedarnos nada, y que al final de
la vida no nos sirven ni para alargar un minuto a nuestra existencia! Y sin
embargo, de aquello que va a ganarnos un poco del cielo en la tierra y luego
la vida eterna, no sabemos nada, ¡Y nos llamamos hombres y mujeres cultos…!
Un momento después llegó el Ofertorio y la Santísima Virgen dijo “Reza así:
( y yo la seguía) Señor, te ofrezco todo lo que soy, lo que tengo, lo que
puedo, todo lo pongo en Tus manos. Edifica Tú, Señor con lo poco que soy.
Por los méritos de Tu Hijo, transfórmame, Dios Altísimo. Te pido por mi
familia, por mis bienhechores, por cada miembro de nuestro Apostolado, por
todas las personas que nos combaten, por aquellos que se encomiendan a mis
pobres oraciones... Enséñame a poner mi corazón en el suelo para que su
caminar sea menos duro. Así oraban los santos, así quiero que lo hagan”.
Y es que así lo pide Jesús, que pongamos el corazón en el suelo para que
ellos no sientan la dureza, sino que los aliviemos con el dolor de aquel
pisotón. Años después leí un librito de oraciones de un Santo al que quiero
mucho: José María Escrivá de Balaguer y allá pude encontrar una oración
parecida a la que me enseñaba la Virgen. Tal vez este Santo a quien me
encomiendo, agradaba a la Virgen Santísima con aquellas oraciones.
De pronto empezaron a ponerse de pie unas figuras que no había visto antes.
Era como si del lado de cada persona que estaba en la Catedral, saliera otra
persona y aquello se llenó de unos personajes jóvenes, hermosos. Iban
vestidos con túnicas muy blancas y fueron saliendo hasta el pasillo central
dirigiéndose hacia el Altar.
Dijo nuestra Madre: “Observa, son los Ángeles de la Guarda de cada una de
las personas que está aquí. Es el momento en que su Ángel de la Guarda lleva
sus ofrendas y peticiones ante el Altar del Señor.”
En aquel momento, estaba completamente asombrada, porque esos seres tenían
rostros tan hermosos, tan radiantes como no puede uno imaginarse. Lucían
unos rostros muy bellos, casi femeninos, sin embargo la complexión de su
cuerpo, sus manos, su estatura era de hombre. Los pies desnudos no pisaban
el suelo, sino que iban como deslizándose, como resbalando. Aquella
procesión era muy hermosa.
Algunos de ellos tenían como una fuente de oro con algo que brillaba mucho
con una luz blanca-dorada, dijo la Virgen: -“Son los Ángeles de la Guarda de
las personas que están ofreciendo esta Santa Misa por muchas intenciones,
aquellas personas que están conscientes de lo que significa esta
celebración, aquellas que tienen algo que ofrecer al Señor...”
“Ofrezcan en este momento..., ofrezcan sus penas, sus dolores, sus
ilusiones, sus tristezas, sus alegrías, sus peticiones. Recuerden que la
Misa tiene un valor infinito por lo tanto, sean generosos en ofrecer y en
pedir.”
Detrás de los primeros Ángeles venían otros que no tenían nada en las manos,
las llevaban vacías. Dijo la Virgen: -“Son los Ángeles de las personas que
estando aquí, no ofrecen nunca nada, que no tienen interés en vivir cada
momento litúrgico de la Misa y no tienen ofrecimientos que llevar ante el
Altar del Señor.”
En último lugar iban otros Ángeles que estaban medio tristones, con las
manos juntas en oración pero con la mirada baja. -“Son los Ángeles de la
Guarda de las personas que estando aquí, no están, es decir de las personas
que han venido forzadas, que han venido por compromiso, pero sin ningún
deseo de participar de la Santa Misa y los Ángeles van tristes porque no
tienen qué llevar ante el Altar, salvo sus propias oraciones.”
“No entristezcan a su Ángel de la Guarda... Pidan mucho, pidan por la
conversión de los pecadores, por la paz del mundo, por sus familiares, sus
vecinos, por quienes se encomiendan a sus oraciones. Pidan, pidan mucho,
pero no sólo por ustedes, sino por los demás.”
“Recuerden que el ofrecimiento que más agrada al Señor es cuando se ofrecen
ustedes mismos como holocausto, para que Jesús, al bajar, los transforme por
Sus propios méritos. ¿Qué tienen que ofrecer al Padre por sí mismos? La nada
y el pecado, pero al ofrecerse unidos a los méritos de Jesús, aquel
ofrecimiento es grato al Padre.”
Aquel espectáculo, aquella procesión era tan hermosa que difícilmente podría
compararse a otra. Todas aquellas criaturas celestiales haciendo una
reverencia ante el Altar, unas dejando su ofrenda en el suelo, otras
postrándose de rodillas con la frente casi en el suelo y luego que llegaban
allá desaparecían a mi vista.
Llegó el momento final del Prefacio y cuando la asamblea decía: “Santo,
Santo, Santo” de pronto, todo lo que estaba detrás de los celebrantes
desapareció. Del lado izquierdo del señor Arzobispo hacia atrás en forma
diagonal aparecieron miles de Ángeles, pequeños, Ángeles grandes, Ángeles
con alas inmensas, Ángeles con alas pequeñas, Ángeles sin alas, como los
anteriores; todos vestidos con unas túnicas como las albas blancas de los
sacerdotes o los monaguillos.
Todos se arrodillaban con las manos unidas en oración y en reverencia
inclinaban la cabeza. Se escuchaba una música preciosa, como si fueran
muchísimos coros con distintas voces y todos decían al unísono junto con el
pueblo: Santo, Santo, Santo…
Había llegado el momento de la Consagración, el momento del más maravilloso
de los Milagros... Del lado derecho del Arzobispo hacia atrás en forma
también diagonal, una multitud de personas, iban vestidas con la misma
túnica pero en colores pastel: rosa, verde, celeste, lila, amarillo; en fin,
de distintos colores muy suaves. Sus rostros también eran brillantes, llenos
de gozo, parecían tener todos la misma edad. Se podía apreciar (y no puedo
decirlo por qué) que había gente de distintas edades, pero todos parecían
igual en las caras, sin arrugas, felices. Todos se arrodillaban también ante
el canto de “Santo, Santo, Santo, es el Señor...”
Dijo nuestra Señora: -“Son todos los Santos y Bienaventurados del cielo y
entre ellos, también están las almas de los familiares de ustedes que gozan
ya de la Presencia de Dios.” Entonces la vi. Allá justamente a la derecha
del señor Arzobispo... un paso detrás del celebrante, estaba un poco
suspendida del suelo, arrodillada sobre unas telas muy finas, transparentes
pero a la vez luminosas, como agua cristalina, la Santísima Virgen, con las
manos unidas, mirando atenta y respetuosamente al celebrante. Me hablaba
desde allá, pero silenciosamente, directamente al corazón, sin mirarme.
-“¿Te llama la atención verme un poco más atrás de Monseñor, verdad?. Así
debe ser... Con todo lo que Me ama Mi Hijo, no Me Ha dado la dignidad que da
a un sacerdote de poder traerlo entre Mis manos diariamente, como lo hacen
las manos sacerdotales. Por ello siento tan profundo respeto por un
sacerdote y por todo el milagro que Dios realiza a través suyo, que me
obliga a arrodillarme aquí.”
¡Dios mío, cuánta dignidad, cuánta gracia derrama el Señor sobre las almas
sacerdotales y ni nosotros, ni tal vez muchos de ellos estamos concientes!
Delante del altar, empezaron a salir unas sombras de personas en color gris
que levantaban las manos hacia arriba. Dijo la Virgen Santísima: -“Son las
almas benditas del Purgatorio que están a la espera de las oraciones de
ustedes para refrescarse. No dejen de rezar por ellas. Piden por ustedes,
pero no pueden pedir por ellas mismas, son ustedes quienes tienen que pedir
por ellas para ayudarlas a salir para encontrarse con Dios y gozar de Él
eternamente.”
-“Ya lo ves, aquí Estoy todo el tiempo... La gente hace peregrinaciones y
busca los lugares de Mis apariciones, y está bien por todas las gracias que
allá se reciben, pero en ninguna aparición, en ninguna parte Estoy más
tiempo presente que en la Santa Misa. Al pie del Altar donde se celebra la
Eucaristía, siempre Me van a encontrar; al pie del Sagrario permanezco Yo
con los Ángeles, porque Estoy siempre con Él.”
Ver ese rostro hermoso de la Madre en aquel momento del “Santo”, al igual
que todos ellos, con el rostro resplandeciente, con las manos juntas en
espera de aquel milagro que se repite continuamente, era estar en el mismo
cielo. Y pensar que hay gente, habemos personas que podemos estar en ese
momento distraídas, hablando... Con dolor lo digo, muchos varones más que
mujeres, que de pie cruzan los brazos, como rindiéndole un homenaje de pie
al Señor, de igual a igual.
Dijo la Virgen: “Dile al ser humano, que nunca un hombre es más hombre que
cuando dobla las rodillas ante Dios.”
El celebrante dijo las palabras de la “Consagración”. Era una persona de
estatura normal, pero de pronto empezó a crecer, a volverse lleno de luz,
una luz sobrenatural entre blanca y dorada lo envolvía y se hacía muy fuerte
en la parte del rostro, de modo que no podía ver sus rasgos. Cuando
levantaba la forma vi sus manos y tenían unas marcas en el dorso de las
cuales salía mucha luz. ¡Era Jesús!... Era Él que con Su Cuerpo envolvía el
del celebrante como si rodeara amorosamente las manos del señor Arzobispo.
En ese momento la Hostia comenzó a crecer y crecer enorme y en ella, el
Rostro maravilloso de Jesús mirando hacia Su pueblo.
Por instinto quise bajar la cabeza y dijo nuestra Señora: “No agaches la
mirada, levanta la vista, contémplalo, cruza tu mirada con la Suya y repite
la oración de Fátima: Señor, yo creo, adoro, espero y Te amo, Te pido perdón
por aquellos que no creen, no adoran, no esperan y no Te aman. Perdón y
Misericordia... Ahora dile cuánto lo amas, rinde tu homenaje al Rey de
Reyes.”
Se lo dije, parecía que sólo a mí me miraba desde la enorme Hostia, pero
supe que así contemplaba a cada persona, lleno de amor... Luego bajé la
cabeza hasta tener la frente en el suelo, como hacían todos los Ángeles y
bienaventurados del Cielo. Por fracción de un segundo tal vez, pensé qué era
aquello que Jesús tomaba el cuerpo del celebrante y al mismo tiempo estaba
en la Hostia que al bajarla el celebrante se volvía nuevamente pequeña.
Tenía yo las mejillas llenas de lágrimas, no podía salir de mi asombro.
Inmediatamente Monseñor dijo las palabras consagratorias del vino y junto a
sus palabras, empezaron unos relámpagos en el cielo y en el fondo. No había
techo de la Iglesia ni paredes, estaba todo oscuro solamente aquella luz
brillante en el Altar.
De pronto suspendido en el aire, vi a Jesús, crucificado, de la cabeza a la
parte baja del pecho. El tronco transversal de la cruz estaba sostenido por
unas manos grandes, fuertes. De en medio de aquel resplandor se desprendió
una lucecita como de una paloma muy pequeña muy brillante, dio una vuelta
velozmente toda la Iglesia y se fue a posar en el hombro izquierdo del señor
Arzobispo que seguía siendo Jesús, porque podía distinguir Su melena y Sus
llagas luminosas, Su cuerpo grande, pero no veía Su Rostro.
Arriba, Jesús crucificado, estaba con el rostro caído sobre el lado derecho
del hombro Podía contemplar el rostro y los brazos golpeados y descarnados.
En el costado derecho tenía una herida en el pecho y salía a borbotones,
hacia la izquierda sangre y hacia la derecha, pienso que agua pero muy
brillante; más bien eran chorros de luz que iban dirigiéndose hacia los
fieles moviéndose a derecha e izquierda. ¡Me asombraba la cantidad de sangre
que fluía hacia del Cáliz. Pensé que iba a rebalsar y manchar todo el Altar,
pero no cayó una sola gota!
Dijo la Virgen en ese momento: “-Este es el milagro de los milagros, te lo
He repetido, para el Señor no existe ni tiempo ni distancia y en el momento
de la consagración, toda la asamblea es trasladada al pie del Calvario en el
instante de la crucifixión de Jesús.
¿Puede alguien imaginarse eso? Nuestros ojos no lo pueden ver, pero todos
estamos allá, en el momento en que a Él lo están crucificando y está
pidiendo perdón al Padre, no solamente por quienes lo matan, sino por cada
uno de nuestros pecados: “¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!”
A partir de aquel día, no me importa si me toman como a loca, pero pido a
todos que se arrodillen, que traten de vivir con el corazón y toda la
sensibilidad de que son capaces aquel privilegio que el Señor nos concede.
Cuando íbamos a rezar el Padrenuestro, habló el Señor por primera vez
durante la celebración y dijo: “Aguarda, quiero que ores con la mayor
profundidad que seas capaz y que en este momento, traigas a tu memoria a la
persona o a las personas que más daño te hayan ocasionado durante tu vida,
para que las abraces junto a tu pecho y les digas de todo corazón: “En el
Nombre de Jesús yo te perdono y te deseo la paz. En el Nombre de Jesús te
pido perdón y deseo mi paz. Si esa persona merece la paz, la va a recibir y
le hará mucho bien; si esa persona no es capaz de abrirse a la paz, esa paz
volverá a tu corazón. Pero no quiero que recibas y des la paz a otras
personas cuando no eres capaz de perdonar y sentir esa paz primero en tu
corazón.”
“Cuidado con lo que hacen” – continuó el Señor - “Ustedes repiten en el
Padrenuestro: perdónanos así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Si ustedes son capaces de perdonar y no olvidar, como dicen algunos, están
condicionando el perdón de Dios. Están diciendo perdóname únicamente como yo
soy capaz de perdonar, no más allá.”
No sé cómo explicar mi dolor, al comprender cuánto podemos herir al Señor y
cuánto podemos lastimarnos nosotros mismos con tantos rencores, sentimientos
malos y cosas feas que nacen de los complejos y de las susceptibilidades.
Perdoné, perdoné de corazón y pedí perdón a todos los que me habían
lastimado alguna vez, para sentir la paz del Señor.
El celebrante decía: “....concédenos la paz y la unidad... y luego: “la paz
del Señor esté con todos ustedes...”
De pronto vi que en medio de algunas personas que se abrazaban (no todos),
se colocaba en medio una luz muy intensa, supe que era Jesús y me abalancé
prácticamente a abrazar a la persona que estaba a mi lado. Pude sentir
verdaderamente el abrazo del Señor en esa luz, era Él que me abrazaba para
darme Su paz, porque en ese momento había sido yo capaz de perdonar y de
sacar de mi corazón todo dolor contra otras personas. Eso es lo que Jesús
quiere, compartir ese momento de alegría abrazándonos para desearnos Su Paz.
Llegó el momento de la comunión de los celebrantes, ahí volví a notar la
presencia de todos los sacerdotes junto a Monseñor. Cuando él comulgaba,
dijo la Virgen:
“Este es el momento de pedir por el celebrante y los sacerdotes que lo
acompañan, repite junto a Mí: Señor, bendícelos, santifícalos, ayúdalos,
purifícalos, ámalos, cuídalos, sostenlos con Tu Amor... Recuerden a todos
los sacerdotes del mundo, oren por todas las almas consagradas...”
Hermanos queridos, ese es el momento en que debemos pedir porque ellos son
Iglesia, como también lo somos nosotros los laicos. Muchas veces los laicos
exigimos mucho de los sacerdotes, pero somos incapaces de rezar por ellos,
de entender que son personas humanas, de comprender y valorar la soledad que
muchas veces puede rodear a un sacerdote.
Debemos comprender que los sacerdotes son personas como nosotros y que
necesitan comprensión, cuidado, que necesitan afecto, atención de parte de
nosotros, porque están dando su vida por cada uno de nosotros, como Jesús,
consagrándose a él.
El Señor quiere que la gente del rebaño que le ha encomendado Dios ore y
ayude en la santificación de su Pastor. Algún día, cuando estemos al otro
lado, comprenderemos la maravilla que el Señor ha hecho al darnos sacerdotes
que nos ayuden a salvar nuestra alma.
Empezó la gente a salir de sus bancas para ir a comulgar. Había llegado el
gran momento del encuentro, de la “Comunión”, el Señor me dijo: -“Espera un
momento, quiero que observes algo...” por un impulso interior levanté la
vista hacia la persona que iba a recibir la comunión en la lengua de manos
del sacerdote.
Debo aclarar que esta persona era una de las señoras de nuestro grupo que la
noche anterior no había alcanzado a confesarse, y lo hizo recién esa mañana,
antes de la Santa Misa. Cuando el sacerdote colocaba la Sagrada Forma sobre
su lengua, como un flash de luz, aquella luz muy dorada-blanca atravesó a
esta persona por la espalda primero y luego fue bordeándola en la espalda,
los hombros y la cabeza. Dijo el Señor:
“¡Así es como Yo Me complazco en abrazar a un alma que viene con el corazón
limpio a recibirme!”
El matiz de la voz de Jesús era de una persona contenta. Yo estaba atónita
mirando a esa amiga volver hacia su asiento rodeada de luz, abrazada por el
Señor, y pensé en la maravilla que nos perdemos tantas veces por ir con
nuestras pequeñas o grandes faltas a recibir a Jesús, cuando tiene que ser
una fiesta.
Muchas veces decimos que no hay sacerdotes para confesarse a cada momento y
el problema no está en confesarse a cada momento, el problema radica en
nuestra facilidad para volver a caer en el mal. Por otro lado, así como nos
esforzamos por ir a buscar un salón de belleza o los señores un peluquero
cuando tenemos una fiesta, tenemos que esforzarnos también en ir a buscar un
sacerdote cuando necesitamos que saque todas esas cosas sucias de nosotros,
pero no tener la desfachatez de recibir a Jesús en cualquier momento con el
corazón lleno de cosas feas.
Cuando me dirigía a recibir la comunión Jesús repetía: - “La última cena fue
el momento de mayor intimidad con los Míos. En esa hora del amor, instauré
lo que ante los ojos de los hombres podría ser la mayor locura, hacerme
prisionero del Amor. Instauré la Eucaristía. Quise permanecer con ustedes
hasta la consumación de los siglos, porque Mi Amor no podía soportar que
quedaran huérfanos aquellos a quienes amaba más que a Mi vida...”
Recibí aquella Hostia, que tenía un sabor distinto, era una mezcla de sangre
e incienso que me inundó entera. Sentía tanto amor que las lágrimas me
corrían sin poder detenerlas...
Cuando llegué a mi asiento, al arrodillarme dijo el Señor: -“Escucha...” Y
en un momento comencé a escuchar dentro de mí las oraciones de una señora
que estaba sentada delante de mí y que acababa de comulgar.
Lo que ella decía sin abrir la boca era más o menos así: “Señor, acuérdate
que estamos a fin de mes y que no tengo el dinero para pagar la renta, la
cuota del auto, los colegios de los chicos, tienes que hacer algo para
ayudarme... Por favor, haz que mi marido deje de beber tanto, no puedo
soportar más sus borracheras y mi hijo menor, va a perder el año otra vez si
no lo ayudas, tiene exámenes esta semana....... Y no te olvides de la vecina
que debe mudarse de casa, que lo haga de una vez porque ya no la puedo
aguantar... etc., etc.
De pronto el señor Arzobispo dijo: “Oremos” y obviamente toda la asamblea se
puso de pie para la oración final. Jesús dijo con un tono triste: -“¿Te has
dado cuenta? Ni una sola vez Me ha dicho que Me ama, ni una sola vez ha
agradecido el don que Yo le He hecho de bajar Mi Divinidad hasta su pobre
humanidad, para elevarla hacia Mí. Ni una sola vez ha dicho: gracias, Señor.
Ha sido una letanía de pedidos... y así son casi todos los que vienen a
recibirme.”
“Yo He muerto por amor y Estoy resucitado. Por amor espero a cada uno de
ustedes y por amor permanezco con ustedes..., pero ustedes no se dan cuenta
que necesito de su amor. Recuerda que Soy el Mendigo del Amor en esta hora
sublime para el alma.”
¿Se dan cuenta ustedes de que Él, el Amor, está pidiendo nuestro amor y no
se lo damos? Es más, evitamos ir a ese encuentro con el Amor de los Amores,
con el único amor que se da en oblación permanente.
Cuando el celebrante iba a impartir la bendición, la Santísima Virgen dijo:
“Atenta, cuidado... Ustedes hacen un garabato en lugar de la señal de la
Cruz. Recuerda que esta bendición puede ser la última que recibas en tu
vida, de manos de un sacerdote. Tú no sabes si saliendo de aquí vas a morir
o no y no sabes si vas a tener la oportunidad de que otro sacerdote te de
una bendición. Esas manos consagradas te están dando la bendición en el
Nombre de la Santísima Trinidad, por lo tanto, haz la señal de la Cruz con
respeto y como si fuera la última de tu vida.”
¡Cuántas cosas nos perdemos al no entender y al no participar todos los días
de la Santa Misa! ¿Por qué no hacer un esfuerzo de empezar el día media hora
antes para correr a la Santa Misa y recibir todas las bendiciones que el
Señor quiere derramar sobre nosotros?
Estoy consciente de que no todos, por sus obligaciones pueden hacerlo
diariamente, pero al menos dos o tres veces por semana, sí y sin embargo
tantos esquivan la Misa del domingo con el pequeño pretexto de que tienen un
niño chico o dos o diez y por lo tanto no pueden asistir a Misa... ¿Cómo
hacen cuando tienen otro tipo de compromisos importantes? Cargan con todos
los niños o se turnan y el esposo va a una hora y la esposa a otra hora,
pero cumplen con Dios.
Tenemos tiempo para estudiar, para trabajar, para divertirnos, para
descansar, pero NO TENEMOS TIEMPO PARA IR AL MENOS EL DOMINGO A LA SANTA
MISA.
Jesús me pidió que me quedara con Él unos minutos más luego de terminada la
Misa. Dijo:
“No salgan a la carrera terminada la Misa, quédense un momento en Mi
Compañía, disfruten de ella y déjenme disfrutar de la de ustedes...”
Había oído a alguien de niña decir que el Señor permanecía en nosotros como
5 o 10 minutos luego de la comunión. Se lo pregunté en ese momento:
- Señor, verdaderamente, ¿cuánto tiempo te quedas luego de la comunión con
nosotros?
Supongo que el Señor se debió reír de mi tontera porque contestó: “Todo el
tiempo que tú quieras tenerme contigo. Si me hablas todo el día, dedicándome
unas palabras durante tus quehaceres, te escucharé. Yo estoy siempre con
ustedes, son ustedes los que Me dejan a Mí. Salen de la Misa y se acabó el
día de guardar, cumplieron con el día del Señor y se acabó, no piensan que
Me gustaría compartir su vida familiar con ustedes, al menos ese día.”
“Ustedes en sus casas tienen un lugar para todo y una habitación para cada
actividad: un cuarto para dormir, otro para cocinar, otro para comer, etc.
etc. ¿Cuál es el lugar que han hecho para Mí? Debe ser un lugar no solamente
donde tengan una imagen que está empolvada todo el tiempo, sino un lugar
donde al menos 5 minutos al día la familia se reúna para agradecer por el
día, por el don de la vida, para pedir por sus necesidades del día, pedir
bendiciones, protección, salud... Todo tiene un lugar en sus casas, menos
Yo”.
“Los hombres programan su día, su semana, su semestre, sus vacaciones, etc.
Saben qué día van a descansar, qué día ir al cine o a una fiesta, a visitar
a la abuela o los nietos, los hijos, a los amigos, a sus diversiones.
¿Cuántas familias dicen una vez al mes al menos: “Este es el día en que nos
toca ir a visitar a Jesús en el Sagrario” y viene toda la familia a
conversar Conmigo, a sentarse frente a Mí y conversarme, contarme cómo les
fue durante el último tiempo, contarme los problemas, las dificultades que
tienen, pedirme lo que necesitan... ¡Hacerme partícipe de sus cosas!?.
¿Cuántas veces?”
“Yo lo sé todo, leo hasta en lo más profundo de sus corazones y sus mentes,
pero me gusta que me cuenten ustedes sus cosas, que Me hagan partícipe como
a un familiar, como al más íntimo amigo” ¡Cuántas gracias se pierde el
hombre por no darme un lugar en su vida!”
Cuando me quedé aquel día con Él y en muchos otros días, fue dándonos
enseñanzas y hoy quiero compartir con ustedes en esta misión que me han
encomendado. Dice Jesús:
“Quise salvar a mi criatura, porque el momento de abrirles la puerta del
cielo ha sido preñado con demasiado dolor...” “Recuerda que ninguna madre ha
alimentado a su hijo con su carne, Yo He llegado a ese extremo de Amor para
comunicarles mis méritos.”
“La Santa Misa Soy Yo mismo prolongando Mi vida y Mi sacrificio en la Cruz
entre ustedes. Sin los méritos de Mi vida y de Mi Sangre, ¿qué tienen para
presentarse ante el Padre? La nada, la miseria y el pecado...”
“Ustedes deberían exceder en virtud a los Ángeles y Arcángeles, porque ellos
no tienen la dicha de recibirme como alimento, ustedes sí. Ellos beben una
gota del manantial, pero ustedes que tienen la gracia de recibirme, tienen
todo el océano para beberlo.”
La otra cosa de la que habló con dolor el Señor fue de las personas que
hacen un hábito de su encuentro con Él. De aquellas que han perdido el
asombro de cada encuentro con Él. Que la rutina vuelve a ciertas personas
tan tibias que no tienen nada nuevo que decirle a Jesús al recibirlo. De no
pocas almas consagradas que pierden el entusiasmo de enamorarse del Señor y
hacen de su vocación un oficio, una profesión a la que no se le entrega más
que lo que exige de uno, pero sin sentimiento...
Luego el Señor me habló de los frutos que debe dar cada comunión en
nosotros. Es que sucede que hay gente que recibe al Señor a diario y que no
cambia su vida. Que tienen muchas horas de oración y que hace muchas obras,
etc. etc. Pero su vida no se va transformando y una vida que no se va
transformando, no puede dar frutos verdaderos para el Señor. Los méritos que
recibimos en la Eucaristía deben dar frutos de conversión en nosotros y
frutos de caridad para con nuestros hermanos.
Los laicos tenemos un papel muy importante dentro de nuestra Iglesia, no
tenemos ningún derecho a callarnos ante el envío que nos hace el Señor como
a todo bautizado, de ir a anunciar la Buena Nueva. No tenemos ningún derecho
de absorber todos estos conocimientos y no darlos a los demás y permitir que
nuestros hermanos se mueran de hambre teniendo nosotros tanto pan en
nuestras manos.
No podemos mirar que se esté desmoronando nuestra Iglesia, porque estamos
cómodos en nuestras Parroquias, en nuestras casas, recibiendo y recibiendo
tanto del Señor: Su Palabra, las homilías del sacerdote, las
peregrinaciones, la Misericordia de Dios en el Sacramento de la confesión,
la unión maravillosa con el alimento de la comunión, las charlas de tales o
cuales predicadores.
En otras palabras, estamos recibiendo tanto y no tenemos el valor de salir
de nuestras comodidad, de ir a una cárcel, a un instituto correccional,
hablarle al más necesitado, decirle que no se entregue, que ha nacido
católico y que su Iglesia lo necesita, ahí, sufriente, porque ese su dolor
va a servir para redimir a otros, porque ese sacrificio le va a ganar la
vida eterna.
No somos capaces de ir donde los enfermos terminales en los hospitales y
rezando la coronilla a la Divina Misericordia, ayudarlos con nuestra oración
en ese momento de lucha entre el bien y el mal, para librarlos de las
trampas y tentaciones del demonio. Todo moribundo tiene temor y el solo
tomar la mano de uno de ellos y hablarle del amor de Dios y de la maravilla
que lo espera en el Cielo junto a Jesús y María, junto a sus seres que
partieron, los reconforta.
La hora que estamos viviendo, no admite filiaciones con la indiferencia.
Tenemos que ser la mano larga de nuestros sacerdotes para ir donde ellos no
pueden llegar. Pero para ello, para tener el valor, debemos recibir a Jesús,
vivir con Jesús, alimentarnos de Jesús.
Tenemos miedo a comprometernos un poco más y cuando el Señor dice: “Busca
primero el Reino de Dios y lo demás se te dará por añadidura”, es el todo
hermanos. Es el buscar el Reino de Dios por todos los medios y con todos los
medios y... ¡abrir las manos para recibir TODO por añadidura; porque es el
Patrón que mejor paga, el único que está atento a tus menores necesidades!
…
Hermano, hermana, gracias por haberme permitido cumplir con la misión que se
me ha encomendado: hacerte llegar estas páginas.
La próxima vez que asistas a la Santa Misa, vívela. Sé que el Señor cumplirá
contigo la promesa de que “Nunca más tu Misa volverá a ser la de antes”, y
cuando lo recibas: ¡Ámalo!
Experimenta la dulzura de sentirte reposando entre los pliegues de Su
costado abierto por ti, para dejarte Su Iglesia y Su Madre, para abrirte las
puertas de la Casa de Su Padre, para que seas capaz de comprobar Su Amor
Misericordioso a través de este testimonio y trates de corresponderle con tu
pequeño amor.
Que Dios te bendiga en esta Pascua de Resurrección.
Tu hermana en Jesucristo Vivo,
Catalina
Misionera laica del Corazón Eucarístico de Jesús