EL MAESTRO EN LA BIBLIA: La Iglesia docente
por Mons. Gianfranco Ravasi
III. La IGLESIA docente
La Iglesia es docente porque Cristo le ha dado este encargo obligatorio. El texto capital está en Mt 28,19-20, particularmente el verso 20. Nos encontramos ante el gran saludo, el testamento dejado por Cristo resucitado a su Iglesia: «Id, pues, mazetéusate (nótese la raíz, de discípulo: mazetés), haced discípulos, panta ta ezne»: de todos los pueblos, de todas las naciones. "Haced discípulos", no sólo "amaestrad" o "enseñad", sino "haced discípulos". ¿Cómo? «Didáskontes», o sea, «enseñando», llegando a ser maestros. La Iglesia tiene una función magisterial. Todos los discípulos tienen una función magisterial.
¿Y cuál es el objeto de la enseñanza? «Enseñadles a guardar todo lo que os mandé». No debo, pues, enseñar sólo un aspecto del mensaje de Cristo, un aspecto dulce o severo; debo enseñar todo el evangelio, que es fermento, sal y semilla. Como decía Bernanos: «Cristo no nos ha mandado ser la miel de la tierra, sino la sal de la tierra». La sal es áspera. «Cristo», continuaba el escritor francés, «nos ha puesto en la mano una palabra que es como un hierro incandescente. Imposible no quemarse».
¿Qué hizo la Iglesia de los orígenes, tal como vemos por el Nuevo Testamento? Consideremos brevemente algunos puntos.
1. En Hechos 2,42 (uno de los famosos sumarios de Lucas) tenemos un retrato de la Iglesia de Jerusalén, sostenida por cuatro "columnas", que podemos compendiar así:
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a) La enseñanza, la didajé tón apostólon. «Cristo —dice paradójicamente Pablo en 1Cor 1,17— no me mandó a bautizar, sino a dar la buena noticia». Lo primero es el anuncio. «Si no hay quien anuncie, ¿cómo podrán creer?» (Rom 10,14); ¿cómo podrán llegar a los sacramentos? Infelizmente, muchas veces nos hemos conformado con la sacramentaria, olvidando que la primacía absoluta es el anuncio. Sin el anuncio, el sacramento es magia. ¡Y cuántas veces en nuestras iglesias se celebran sobre todo ritos, en los que la gracia de Dios llega generosamente, sí, pero sin darse lo que el sacramento requiere, pues el sacramento es diálogo, no magia. Falta, en efecto, la respuesta del hombre, el opus operantis. Vemos por tanto la importancia del anuncio: didajé tón apostólon.
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b) La koinonía, la comparticipación, es como el regazo del amor. No hay aún sacramento, pero la Palabra engendra una fraternidad, una comunión de amor. Sobre esto Pablo es categórico (1Cor 11): si no se da la koinonía fraterna, no se celebre la Eucaristía. Aplicando este rigor en nuestras comunidades, deberíamos quedarnos casi siempre en la mera liturgia de la Palabra... Porque la plenitud de la Eucaristía llega sólo con la koinonía.
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c) La klásis toú ártou, es decir la fracción del pan, la Eucaristía.
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d) Las oraciones comunitarias, o sea toda la vida espiritual de la comunidad.
Este retrato es importante para lograr entender también el orden de los valores: didajé, koinonía, eucaristía, espiritualidad. Por eso se dice en Hechos 5,21: «Entraron al alba en el templo, y se pusieron a enseñar»; y en 5,42: «Ni un solo día cesaban de enseñar en el templo y por las casas, dando la buena noticia de que Jesús es el Mesías». He aquí el anuncio: Jesús es el Señor, el Cristo que anunciamos, el reino.
Veamos aún cuál es el cometido, la herencia que recibimos de Cristo cuando éste está para subir al cielo. ¿Qué deja él a su Iglesia? El encargo de que predique a todas las gentes «la conversión [enmienda] y el perdón de los pecados» (Lc 24,47). Dos realidades inseparables, o una sola realidad con un doble aspecto: de justicia y de amor. La conversión, cambio profundo en la existencia, una "torsión de la mente y de la vida" (Karl Barth); y luego el perdón de los pecados. Las dos cosas son inescindibles, como lo expresó Pascal imaginando un diálogo entre Dios y el alma: «Si conocieras tus pecados —le decía Dios al alma—, te desesperarías...». «Entonces —replicaba el alma—, si tú me iluminas con tu Palabra, me desesperaré». Pero Dios respondía: «No te desesperarás, porque tus pecados te serán revelados en el momento mismo en que te sean perdonados». Así pues, conversión y perdón son contemporáneos: delito, castigo y perdón, tal es la lógica del anuncio bíblico.
2. Las mujeres. Es verdad que en el Nuevo Testamento hay todo el peso y los condicionamientos de la historia: por ejemplo el que la mujer "debe callar" en las asambleas (cfr 1Cor 14,34). Con todo, Pablo, concluyendo la carta a los Romanos (16,7), habla de mujeres que son apóstolos: hay una tal Junías llamada apóstolos insigne del evangelio. Y encontramos otras muchas mujeres anunciadoras del evangelio, maestras también en la fe.
En la mañana de Pascua son ellas los primeros testigos de la resurrección: «Id, decid a sus discípulos, y en particular a Pedro: Va delante de vosotros a Galilea» (Mc 16,7). Ellas son las primeras que deben anunciar la resurrección. Más aún, la función de las mujeres consiste en ser las anunciadoras a los propios apóstoles.
Otro tanto significativa es la figura de María de Mágdala (Jn 20,17-18): «Ve a decirles a mis hermanos: Subo a mi Padre, que es vuestro Padre », o sea: "Vete a anunciar mi resurrección". «María fue anunciando a los discípulos: He visto al Señor en persona, y me ha dicho esto y esto». Comunicó, pues, su testimonio personal y la palabra del Resucitado.
Así pues, en el anuncio cristiano hay espacio para el magisterio femenino. Una Iglesia sin las voces femeninas es incompleta. Por supuesto, cada miembro de la comunidad cristiana tiene sus funciones específicas, pero esta del anuncio es para toda la comunidad eclesial. En el sacerdocio ministerial y en el sacerdocio común, algunos son maestros, algunos tienen otras funciones, como recuerda Pablo enumerando la multiplicidad de los carismas... (cfr 1Cor 12). Pero todos deben tener su voz anunciadora del evangelio. ¡Ay de una Iglesia que careciese de las voces femeninas!
El Salmo 148 resalta el canto de toda la comunidad creyente, un coro formado por voces graves (reyes, príncipes, jefes, ancianos), pero asimismo por la voz blanca de jóvenes y doncellas y de niños. Jesús presentó también como modelo a un niño (cfr Mt 18,2), poniéndolo en medio de los discípulos como "maestro", pues típica actitud del maestro es estar en medio. También el niño nos enseña la fe, justo con su ademán de abandono.
Todos deben ejercer el ministerio del anuncio. La Iglesia constituye una auténtica sinfonía de voces, un mosaico polícromo: si faltan algunas teselas, el mosaico resulta imperfecto. Es necesario, pues, hablar de la Iglesia docente teniendo en cuenta también la voz de las mujeres.
Al final de este análisis, más bien esquemático y didáctico, cabe sugerir algunas propuestas o indicaciones para ulteriores desarrollos.
1. La enseñanza es una gracia y nace de una gracia: tiene una génesis y un fin transcendente, es una teofanía, una manifestación de Dios, a la que luego siguen las palabras del enviado. Lo sugiere también Pablo en 1Cor 1,6-7, hablando del martyrion toú Christoú: «Así se vio confirmado entre vosotros el testimonio de Cristo, hasta el punto de que en ningún don os quedáis cortos ». El P. Lyonnet nota que se trata de un genitivo subjetivo y no objetivo: es un testimonio que Cristo mismo da de sí a los suyos. Ciertamente, es necesario acoger esta gracia, inclusive mediante la contemplación, dejándose irradiar por ella. A este respecto presenta aspectos interesantes la película Luces de invierno de Ingmar Bergman, con la historia de la crisis vocacional de un pastor. El sacristán comprende el drama de este pastor, que sigue siendo un óptimo predicador, pero ha perdido la fe. Y es precisamente el sacristán quien le ayuda, recordándole la experiencia de Cristo en Getsemaní y en el Calvario, marcada por el silencio de Dios. En nuestra vida llegará el momento en que no se enciende la luz de la teofanía, pero Dios no nos abandona. Nunca caemos fuera del calorcillo de las manos de Dios; somos siempre, como dicen los profetas y los salmos, «obra de sus manos». A nosotros nos toca estar siempre abiertos a esta luz; de lo contrario seremos sólo "propagandistas", "publicitarios" del evangelio (algo muy diverso de anunciadores).
2. Objeto del anuncio, de nuestra "lección", son las acciones de Dios: Cristo, el reino Dios mismo. Por tanto, ante todo y sobre todo la Palabra, el misterio de salvación revelado, la verdad del evangelio..., que es una Persona, un acontecimiento, una acción que incide en la historia.
3. El método. Es necesario, como nos enseña Jesús, adoptar un lenguaje propio, conocer las técnicas del anuncio; es indispensable un adiestramiento del hombre que se pertrecha a anunciar «con temor y temblor» (Flp 2,12), como dice Pablo. Él intentó varios modos; alguno lo abandonó. La técnica de Atenas, del Areópago, es diversa de la usada, por ejemplo, en Corinto. Es precisa la inculturación. La relación entre teofanía y método es, en cierto sentido, paralela a la de gracia y fe. La gracia es por excelencia don; sin ella nos toca quedar en silencio. Pero cuando se enciende la gracia de la revelación, hemos de responder con nuestra libertad y con todas nuestras capacidades. ¡Cuántos actos de omisión, de descuido, de impreparación..., que pueden ir desde la trivialidad a la superficialidad de tipo exegético, teológico, lingüístico, comunicativo, didáctico! En este campo los Paulinos son maestros, pero deben ser también discípulos. El don divino se ha dado cuando habéis elegido esta vocación porque os han llamado; pero a partir de aquel momento empieza un compromiso que debe ser renovado continuamente.
4. El horizonte de nuestra lección cristiana.
a. Todos son sujetos con funciones diferentes, hombres y mujeres, apóstoles y discípulos. Todos están llamados a ejercer el anuncio, en las formas más diversas, incluso sin la palabra, con el compromiso de la caridad.
b. Destinatarios: todas las gentes, pánta tá ézne. No sólo los grupos, las comunidades, la Iglesia. Hemos de tener la respiración del mundo, sin miedo a entrar en horizontes o en ámbitos que son del todo refractarios. Sólo que para entrar vale siempre el principio precedente, el del conocimiento.
c. Destinatario es todo el ser humano, la globalidad de la persona. No está sólo el anuncio de la palabra, sino también el anuncio del ejemplo, del testimonio: el anuncio de la donación de la vida. El "maestro" da la vida por la persona amada, se da a sí mismo; el verdadero maestro es un testigo.
5. Acto de amor. La enseñanza —así debemos sentirlo profundamente— es como un acto de amor, que nace de la pasión. Quien no se siente afectado por este estremecimiento interior no puede ser un verdadero maestro. El magisterio nace del amor y tiende al amor. Decía un escritor-filósofo alemán del siglo pasado, Ferdinand Ebner: «Toda desventura en el mundo deriva de que raramente los hombres saben decir la palabra justa. La palabra sin amor es siempre una palabra errada y constituye ya un abuso humano del don divino de la palabra». La palabra puede ser correctísima, fundada, motivada, pero sin amor es ya una palabra que lleva en sí algo resquebrajado, es ya un abuso.
Y este es el último elemento de nuestra consideración: hemos de ponernos las pilas para ser discípulos de Jesús Divino Maestro, discípulos de un Fundador que se ha llamado «Primer Maestro». Es necesario reencontrar al fin el regazo de amor del que nace el comunicar. Un comunicar preparado, serio, con objetivos precisos, pero que nace de esta atmósfera, que está inmerso en este clima.
Terminamos con una cita, un tanto larga, tomada del Pseudo-Dionisio Aeropagita (VI siglo). Es acerca de la comunicación hecha con humildad y amor:
«No consideres victoria el usar la violencia contra una forma de culto o una opinión. No es que por haber confutado inapelablemente a otro, sólo por eso, tu posición sea ya buena...». Tu posición no es de suyo correcta, porque hayas confutado al otro, porque le hayas derrotado. Eso no es aún la verdad. «Si me permites darte un consejo, haz así: Cesa de polemizar contra los otros y háblales de la verdad en modo tal que todo lo dicho sea inatacable...». Aquí tenemos la parte de la seriedad y de la preparación. Debe presentarse de manera rigurosa el contenido del mensaje. «Tengo la conciencia —prosigue el texto— de no haber polemizado nunca contra griegos u otra gente, pues creo que es suficiente, para hombres honestos, poder conocer y exponer lo verdadero en sí mismo...». Estamos en la otra parte, la de la humildad, que nace del amor, del convencimiento, como decía Galileo, de que «los hombres saben poquísimo; alguno sabe un poquito más; quien lo sabe todo es solamente Dios». Por ello concluye el Pseudo-Dionisio: «Cada uno dice poseer la moneda regia (de la verdad), pero en realidad quizás tenga apenas una imagen engañosa de una partecita de la verdad».
Sí, tenemos una imagen engañosa inclusive de una partecita de la verdad. Esta declaración un tanto paradójica está dicha para hacernos saber siempre que nuestro conocimiento es como decía la antigua tradición greco-cristiana: «La verdad es como una piedra preciosa: tiene mil caras: tú logras ver sólo algunas, sólo Dios las ve todas».
Con este espíritu, nuestra enseñanza será cada vez más respetuosa, pues toda la verdad sólo Dios la posee.