Discurso del Papa Benedicto XVI a los miembros de la Curia Romana 2007
Discurso de felicitación de Navidad a los cardenales y miembros de la Curia
Romana, a a quienes recibió este lunes 20 de diciembre 2010 en la Sala Regia
del Palacio Apostólico.
Señores cardenales,
venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas
Me encuentro con vosotros con vivo agrado, queridos Miembros del Colegio
Cardenalicio, representantes de la Curia Romana y de la Gobernación, para
esta cita tradicional. Os dirijo a cada uno un cordial saludo, empezando por
el cardenal Angelo Sodano, a quien doy las gracias por las expresiones de
devoción y de comunión, y por los fervientes augurios que me ha dirigido en
nombre de todos. Prope est jam Dominus, venite, adoremus! Contemplamos como
una única familia el misterio del Emmanuel, del Dios-con-nosotros, como dijo
el cardenal decano. Os devuelvo de buen grado vuestras felicitaciones y
deseo agradeceros vivamente a todos, incluyendo a los representantes
pontificios diseminados por el mundo, la aportación competente y generosa
que cada uno presta al Vicario de Cristo y a la Iglesia.
"Excita, Domine, potentiam tuam, et veni" – con estas palabras y otras
similares, la liturgia de la Iglesia reza repetidamente en los días del
Adviento. Son invocaciones formuladas probablemente en el periodo de
decadencia del Imperio Romano. La descomposición de los ordenamientos que
sostenían el derecho y de las actitudes morales de fondo, que daban fuerza a
aquellos, causaban la ruptura de los márgenes que hasta aquel momento habían
protegido la convivencia pacífica entre los hombres. Un mundo estaba
desapareciendo. Frecuentes cataclismos naturales aumentaban aún más esta
experiencia de inseguridad. No se veía fuerza alguna que pudiese frenar
aquel ocaso. Tanto más insistente era la invocación del poder propio de
Dios: que Él viniera y protegiera a los hombres de todas estas amenazas.
"Excita, Domine, potentiam tuam, et veni". También hoy tenemos nosotros
muchos motivos para asociarnos a esta oración de Adviento de la Iglesia. El
mundo, con todas sus nuevas esperanzas y posibilidades, está al mismo tiempo
angustiado por la impresión de que el consenso moral se está disolviendo, un
consenso sin el cual las estructuras jurídicas y políticas no funcionan; en
consecuencia, las fuerzas movilizadas para la defensa de estas estructuras
parecen estar destinadas al fracaso.
Excita – la oración recuerda el grito dirigido al Señor, que estaba
durmiendo en la barca de los discípulos zarandeada por la tempestad y a
punto de hundirse. Cuando su palabra poderosa hubo aplacado la tempestad, Él
reprochó a los discípulos por su poca fe (cfr Mt 8,26 y par.). Quería decir:
en vosotros mismos, la fe se ha dormido. Lo mismo quiere decirnos también a
nosotros. También en nosotros la fe a menudo se duerme. Pidámosle por tanto
que nos despierte del sueño de una fe que se ha vuelto cansada y que vuelva
a dar a nuestra fe el poder de mover las montañas -es decir, de dar el orden
justo a las cosas del mundo.
"Excita, Domine, potentiam tuam, et veni": en las grandes angustias, a la
que hemos sido expuestos este año, esta oración de Adviento me ha vuelto
siempre al corazón y a los labios. Con gran alegría habíamos comenzado el
Año sacerdotal y, gracias a Dios, pudimos concluirlo también con gran
agradecimiento, a pesar de que se llevara a cabo de forma tan distinta a
como esperábamos. En nosotros los sacerdotes, y en los laicos, y
precisamente también en los jóvenes, se ha renovado la conciencia de qué don
representa el sacerdocio de la Iglesia católica, que el Señor nos ha
confiado. Nos hemos dado cuenta nuevamente de qué bello es que los seres
humanos hayamos sido autorizados a pronunciar, en nombre de Dios y con pleno
poder, la palabra del perdón, y seamos así capaces de cambiar el mundo, la
vida; qué hermoso es que los seres humanos hayamos sido autorizados a
pronunciar las palabras de la consagración, con las que el Señor atrae hacia
sí un trozo de mundo, y en cierta forma lo transforme en su sustancia; qué
hermoso es poder estar, con la fuerza del Señor, cerca de los hombres en sus
alegrías y sufrimientos, tanto en las horas importantes como en las horas
oscuras de la existencia; qué hermoso es tener en la vida como tarea no esto
o lo otro, sino sencillamente el ser mismo del hombre – para ayudarle a que
se abra a Dios y que viva a partir de Dios. Por eso hemos sido turbados
cuando, precisamente en este año y en una dimensión inimaginable para
nosotros, hemos tenido conocimiento de abusos contra menores cometidos por
sacerdotes, que trabucan el Sacramento en su contrario: bajo el manto de lo
sagrado hieren profundamente a la persona humana en su infancia y le
acarrean un daño para toda la vida.
En este contexto, me venía a la mente una visión de santa Hildegarda de
Bingen que describe de forma conmovedora lo que hemos vivido este año: “En
el año 1170 después del nacimiento de Cristo estuve durante largo tiempo
enferma en la cama. Entonces, física y mentalmente despierta, vi a una mujer
de una belleza tal que la mente humana no era capaz de comprender. Su figura
se erguía desde la tierra hasta el cielo. Su rostro brillaba con un
resplandor sublime. Su mirada estaba dirigida al cielo. Estaba vestida con
una túnica luminosa y radiante de seda blanca y un manto guarnecido de
piedras preciosas. En los pies calzaba zapatos de ónice. Pero su rostro
estaba embadurnado de polvo; su vestido, por el lado derecho, estaba
desgarrado. También el manto había perdido su belleza singular, y sus
zapatos estaban ensuciados por encima. Con voz alta y dolorida, la mujer
gritó hacia el cielo: '¡Escucha, oh cielo, mi rostro está manchado!
¡Aflígete, oh tierra: mi vestido está desgarrado! ¡Tiembla, oh abismo: mis
zapatos están ensuciados!’
Y prosiguió: ‘Estaba escondida en el corazón del Padre, hasta que el Hijo
del hombre, concebido y dado a luz en la virginidad, derramó su sangre. Con
esta sangre, como dote suya, me tomó como su esposa.
Los estigmas de mi esposo permanecen frescos y abiertos, mientras estén
abiertas las heridas de los pecados de los hombres. Precisamente el que
sigan abiertas las heridas de Cristo es por culpa de los sacerdotes. Estos
desgarran mi túnica porque son transgresores de la Ley, del Evangelio y de
su deber sacerdotal. Quitan el esplendor a mi manto, porque descuidan
totalmente los preceptos que se les impusieron. Ensucian mis zapatos, porque
no caminan por sendas rectas, es decir, en las duras y severas de la
justicia, y tampoco dan buen ejemplo a sus súbditos. Con todo, encuentro en
algunos el esplendor de la verdad’.
Y escuché una voz del cielo que decía: 'Esta imagen representa a la Iglesia.
Por esto, oh ser humano que ves todo esto y que escuchas las palabras de
lamento, anúncialo a los sacerdotes que están destinados a la guía y a la
instrucción del pueblo de Dios y a los cuales, como a los apóstoles, se ha
dicho: Id a todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda criatura’ (Mc
16,15)" (Carta a Werner von Kirchheim y a su comunidad sacerdotal: PL 197,
269ss).
En la visión de santa Hildegarda, el rostro de la Iglesia está cubierto de
polvo, y es así como lo hemos visto nosotros. Su vestido está desgarrado –
por culpa de los sacerdotes. Así como ella lo vio y expresó, lo hemos vivido
este año. Debemos aceptar esta humillación como una exhortación a la verdad
y una llamada a la renovación. Sólo la verdad salva. Debemos preguntarnos
qué podemos hacer para reparar lo más posible la injusticia cometida.
Debemos preguntarnos qué era equivocado en nuestro anuncio, en toda nuestra
forma de configurar el ser cristiano, de manera que una cosa semejante
pudiera suceder. Debemos encontrar una nueva determinación en la fe y en el
bien. Debemos ser capaces de penitencia. Debemos esforzarnos en intentar
todo lo posible, en la preparación al sacerdocio, para que una cosa
semejante no pueda volver a suceder. Éste es también el lugar para agradecer
de corazón a todos aquellos que se han empeñado en ayudar a las víctimas y
en devolverles la confianza en la Iglesia, la capacidad de creer en su
mensaje. En mis encuentros con las víctimas de este pecado, siempre he
encontrado a personas que, con gran dedicación, están al lado de quienes
sufren y han sufrido daño. Ésta es la ocasión también para dar las gracias
también a tantos buenos sacerdotes que transmiten en humildad y fidelidad la
bondad del Señor y que, en medio de las devastaciones, son testigos de la
belleza no perdida del sacerdocio.
Somos conscientes de la particular gravedad de este pecado cometido por
sacerdotes y de nuestra correspondiente responsabilidad. Pero no podemos
tampoco callar sobre el contexto de nuestro tiempo en el que hemos tenido
que ver estos acontecimientos. Existe un mercado de la pornografía que
afecta a los niños, que de alguna forma parece ser considerado por la
sociedad cada vez más como algo normal. La destrucción psicológica de niños,
cuyas personas son reducidas a artículo de mercado, es un espantoso signo de
los tiempos. Escucho de los obispos de países del Tercer Mundo una y otra
vez que el turismo sexual amenaza a una generación entera y la daña en su
libertad y en su dignidad humana. El Apocalipsis de san Juan enumera entre
los grandes pecados de Babilonia – símbolo de las grandes ciudades
irreligiosas del mundo – el hecho de practicar el comercio de los cuerpos y
de las almas y de hacer de ellos una mercancía (cfrAp 18,13). En este
contexto, se plantea también el problema de la droga, que con fuerza
creciente extiende sus tentáculos de pulpo en todo el globo terrestre –
expresión elocuente de la dictadura de Mammón que pervierte al hombre. Todo
placer resulta insuficiente y el exceso en el engaño de la embriaguez se
convierte en una violencia que destruye regiones enteras, y esto en nombre
de un malentendido fatal de la libertad en el que precisamente la libertad
del hombre es minada y al final anulada del todo.
Para oponernos a estas fuerzas debemos echar una mirada a sus fundamentos
ideológicos. En los años 70, la pedofilia fue teorizada como algo totalmente
conforme al hombre y también al niño. Esto, sin embargo, formaba parte de
una perversión de fondo del concepto de ethos. Se afirmaba – incluso en el
ámbito de la teología católica – que no existían ni el mal en sí ni el bien
en sí. Existirían sólo un “mejor que” y un “peor que”. Nada sería de por sí
bueno o malo. Todo dependería de las circunstancias y del fin pretendido.
Según los fines y las circunstancias, todo podría ser bueno o también malo.
La moral se sustituyó por un cálculo de las consecuencias y con ello dejó de
existir. Los efectos de tales teorías son hoy evidentes. Contra ellas el
papa Juan Pablo II, en su encíclica Veritatis splendor de 1993, indicó con
fuerza profética en la gran tradición del ethos cristiano las bases
esenciales de la actuación moral. Este texto debe ser puesto hoy nuevamente
en el centro como camino en la formación de la conciencia. Es
responsabilidad nuestra hacer nuevamente audibles y comprensibles entre los
hombres estos criterios como vías de la verdadera humanidad, en el contexto
de la preocupación por el hombre, en la que estamos inmersos.
Como segundo punto quisiera decir algo sobre el Sínodo de las Iglesias de
Oriente Medio. Este comenzó con mi viaje a Chipre donde pude entregar el
Instrumentum laboris para el Sínodo a los obispos de esos países allí
reunidos. Permanece inolvidable la hospitalidad de la Iglesia ortodoxa que
pudimos experimentar con gran gratitud. Aunque la comunión plena no nos ha
sido dada aún, constatamos con alegría, con todo, que la forma básica de la
Iglesia antigua nos une profundamente unos a otros; el ministerio
sacramental de los Obispos como portadores de la tradición apostólica, la
lectura de la Escritura según la hermenéutica de la Regula fidei, la
comprensión de la Escritura en la unidad multiforme centrada en Cristo y
desarrollada gracias a la inspiración de Dios y, finalmente, la fe en la
centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia. Así hemos encontrado
de modo vivo la riqueza de los ritos de la Iglesia antigua también dentro de
la Iglesia católica. Tuvimos liturgias con maronitas y con melquitas,
celebramos en rito latino y tuvimos momentos de oración ecuménica con los
ortodoxos y, en manifestaciones imponentes, pudimos ver la rica cultura
cristiana del Oriente cristiano. Pero vimos también el problema del país
dividido. Se hacían visibles las culpas del pasado y las profundas heridas,
pero también el deseo de paz y de comunión como existían antes. Todos son
conscientes del hecho de que la violencia no lleva a ningún progreso – ésta,
de hecho, ha creado la situación actual. Sólo en el compromiso y en la
comprensión mutua puede restablecerse una unidad. Preparar a la gente a esta
actitud de paz es una tarea esencial de la pastoral.
En el Sínodo la mirada se extendió también a todo Oriente Medio, donde
conviven los fieles pertenecientes a religiones distintas y también a
múltiples tradiciones y ritos distintos. En lo que respecta a los
cristianos, hay Iglesias precalcedonenses y calcedonenses; Iglesias en
comunión con Roma y otras que están fuera de esta comunión, y en ambas
existen, uno junto a otro, múltiples ritos. En los desórdenes de los últimos
años ha sido turbada la historia de convivencia, las tensiones y las
divisiones han crecido, de modo que cada vez más con temor somos testigos de
actos de violencia en los que ya no se respeta lo que para el otro es
sagrado, sino que al contrario, se derrumban las reglas más elementales de
la humanidad. En la situación actual, los cristianos son la minoría más
oprimida y atormentada. Durante siglos vivieron pacíficamente junto con sus
vecinos judíos y musulmanes. En el Sínodo escuchamos las sabias palabras del
Consejo del Mufti de la República del Líbano contra los actos de violencia
contra los cristianos. Él decía: hiriendo a los cristianos nos herimos a
nosotros mismos. Por desgracia, ésta y otras voces análogas de la razón, por
las que estamos profundamente agradecidos, son demasiado débiles. También
aquí el obstáculo es la unión entre la avidez de lucro y la ceguera
ideológica. Sobre la base del espíritu de la fe y de su racionabilidad, el
Sínodo ha desarrollado un gran concepto de diálogo, de perdón y de mutua
acogida, un concepto que queremos ahora gritar al mundo. El ser humano es
uno solo y la humanidad es una sola. Lo que en cualquier lugar se haga
contra un hombre al final daña a todos. Así las palabras y las ideas del
Sínodo deben ser un fuerte grito dirigido a todas las personas con
responsabilidad política o religiosa para que detengan la cristianofobia;
para que se levanten en defensa de los prófugos y de los que sufren y
revitalicen el espíritu de la reconciliación. En último análisis, la
curación podrá venir sólo de una fe profunda en el amor reconciliador de
Dios. Dar fuerza a esta fe, nutrirla y hacerla resplandecer es la tarea
principal de la Iglesia en esta hora.
Me gustaría hablar detalladamente del inolvidable viaje al Reino Unido, pero
quiero limitarme a dos puntos que están relacionados con el tema de la
responsabilidad de los cristianos en este tiempo y con la tarea de la
Iglesia de anunciar el Evangelio. El pensamiento sale ante todo al encuentro
con el mundo de la cultura en la Westminster Hall, un encuentro en el que la
conciencia de la responsabilidad común en este momento histórico creó una
gran atención, que, en el fondo, se dirige a la cuestión sobre la verdad y
la propia fe. Que en este debate la Iglesia debe dar su propia contribución,
era evidente para todos. Alexis de Tocqueville, en su época, había observado
que en América la democracia había sido posible y había funcionado porque
existía un consenso moral de base que, yendo más allá de las denominaciones
individuales, unía a todos. Sólo si existe un consenso semejante sobre lo
esencial, las constituciones y el derecho pueden funcionar. Este consenso de
fondo procedente del patrimonio cristiano está en peligro allí donde en su
lugar, en lugar de la razón moral, se coloca la mera racionalidad finalista
de la que he hablado hace un momento. Esto supone en realidad una ceguera de
la razón hacia lo que es esencial. Combatir contra esta ceguera de la razón
y conservar su capacidad de ver lo esencial, de ver a Dios y al hombre, lo
que es bueno y lo que es verdadero, es el interés común que debe unir a
todos los hombres de buena voluntad. Está en juego el futuro del mundo.
Finalmente, quisiera recordar una vez más la beatificación del cardenal John
Henry Newman. ¿Por qué ha sido beatificado? ¿Qué tiene que decirnos? A estas
preguntas se pueden dar muchas respuestas, que ya se han desarrollado en el
contexto de la beatificación. Quisiera poner de manifiesto solamente dos
aspectos que van unidos y que, a fin de cuentas, expresan lo mismo. El
primero es que debemos hablar de las tres conversiones de Newman, porque son
los pasos de un camino espiritual que nos interesa a todos. Quisiera
subrayar aquí sólo la primera conversión: la conversión a la fe en el Dios
vivo. Hasta aquel momento, Newman pensaba como la mayoría de los hombres de
su tiempo y como la mayoría de los hombres de hoy, que no excluyen
simplemente la existencia de Dios, pero que la consideran como algo
inseguro, que no tiene un papel esencial en la propia vida. Lo que a él le
parecía verdaderamente real, como a los hombres de su tiempo, era lo
empírico, lo que es materialmente perceptible. Ésta es la “realidad” según
la cual se orientaba. Lo “real” es lo que es aprehensible, son las cosas que
se pueden calcular y tomar en la mano. En su conversión Newman reconoce que
las cosas son precisamente al contrario: que Dios y el alma, el ser mismo
del hombre a nivel espiritual, constituyen lo que es verdaderamente real, lo
que cuenta. Son mucho más reales que los objetos perceptibles. Esta
conversión constituye un giro copernicano. Lo que hasta entonces le había
parecido como irreal y secundario se revela como lo verdaderamente decisivo.
Donde una conversión semejante tiene lugar, no cambia simplemente una
teoría, sino que cambia la forma fundamental de la vida. Todos nosotros
tenemos siempre necesidad de esta conversión: entonces estamos en el buen
camino.
La fuerza motriz que le empujaba en el camino de la conversión, en Newman,
era la conciencia. ¿Pero qué se entiende con ello? En el pensamiento
moderno, la palabra "conciencia" significa que en materia de moral y de
religión, la dimensión subjetiva, el individuo, constituye la última
instancia de la decisión. El mundo se divide en los ámbitos de lo objetivo y
de lo subjetivo. A lo objetivo pertenecen las cosas que se pueden calcular y
comprobar mediante el experimento. La religión y la moral se sustraen a
estos métodos y por ello se consideran en el ámbito de lo subjetivo. Aquí no
existirían, en último análisis, criterios objetivos. La última instancia que
puede decidir aquí sería por tanto sólo el sujeto, y con la palabra
“conciencia” se expresa precisamente esto: en este ámbito puede decidir sólo
el individuo con sus intuiciones y experiencias. La concepción que Newman
tiene de la conciencia es diametralmente opuesta. Para él “conciencia”
significa la capacidad de verdad del hombre: la capacidad de reconocer
precisamente en los ámbitos decisivos de su existencia – religión y moral –
una verdad, la verdad. La conciencia, la capacidad del hombre de reconocer
la verdad, le impone con ello, al mismo tiempo, el deber de encaminarse
hacia la verdad, de buscarla y de someterse a ella allí donde la encuentra.
Conciencia y capacidad de verdad y de obediencia a la verdad, que se muestra
al hombre que busca con corazón abierto. El camino de las conversiones de
Newman es un camino de la conciencia – un camino no de la subjetividad que
se afirma, sino, precisamente al contrario, de la obediencia a la verdad que
paso a paso se abría a él. Su tercera conversión, al Catolicismo, exigía de
él abandonar casi todo lo que le era precioso: sus bienes y su profesión, su
grado académico, los vínculos familiares y muchos amigos. La renuncia que la
obediencia a la verdad, su conciencia, le pedía, iba más allá. Newman había
sido siempre consciente de tener una misión hacia Inglaterra. Pero en la
teología católica de su tiempo, su voz apenas podía oírse. Era demasiado
extraña respecto a la forma dominante del pensamiento teológico y también de
la piedad. En enero de 1863 escribió en su diario estas frases conmovedoras:
“Como protestante, mi religión me parecía mísera, pero no mi vida. Y ahora,
como católico, mi vida es mísera, pero no mi religión". No había llegado aún
la hora de su eficacia. En la humildad y en la oscuridad de la obediencia,
tuvo que esperar hasta que su mensaje fuera utilizado y comprendido. Para
poder afirmar la identidad entre el concepto que Newman tenía de la
conciencia y la moderna comprensión subjetiva de la conciencia, se hace
referencia a su palabra según la cual él – si hubiera tenido que hacer un
brindis – habría brindado por la conciencia y después por el Papa. Pero en
esta afirmación, “conciencia” no significa la última obligatoriedad de la
intuición subjetiva. Es la expresión de la accesibilidad y de la fuerza
vinculante de la verdad: en ello se funda su primado. Al Papa se le puede
dedicar el segundo brindis, porque su tarea es exigir la obediencia a la
verdad.
Tengo que renunciar a hablar de los viajes tan significativos a Malta, a
Portugal y a España. En ellos se ha hecho nuevamente visible que la fe no es
algo del pasado, sino un encuentro con Dios que vive y actúa ahora. Él nos
desafía y se opone a nuestra pereza, pero precisamente así nos abre el
camino hacia la felicidad verdadera.
"Excita, Domine, potentiam tuam, et veni!". Hemos partido de la invocación
de la presencia y del poder de Dios en nuestro tiempo y de la experiencia de
su aparente ausencia. Si abrimos nuestros ojos, precisamente en la
retrospectiva del año que llega a su fin, puede hacerse visible que el poder
y la bondad de Dios están presentes de muchas maneras también hoy. Así todos
tenemos motivos para darle gracias. Con el agradecimiento al Señor renuevo
mi agradecimiento a todos los colaboradores. Quiera Dios concedernos a todos
una Santa Navidad y acompañarnos con su bondad en el próximo año.
Confío estos deseos a la intercesión de la Virgen santa, Madre del Redentor,
y a todos vosotros y a la gran familia de la Curia Romana imparto de corazón
la Bendición Apostólica. ¡Feliz Navidad!