El estado del planeta en 2009 según Benedicto XVI
Discurso que el papa Benedicto XVI dirigió a los
miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Los
embajadores han sido recibidos, como es tradición a primeros de cada año,
por el Papa en la Sala Regia del Palacio Apostólico Vaticano.
Ciudad del Vaticano, 8 de enero de 2009.
Excelencias,
Señoras y Señores:
El misterio de la encarnación del Verbo, que conmemoramos cada año en la
Fiesta de la Navidad, nos invita a meditar sobre los acontecimientos que
marcan el curso de la historia. Precisamente a la luz de este misterio
colmado de esperanza, se sitúa este tradicional encuentro con ustedes,
ilustres miembros del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, como
una ocasión privilegiada para intercambiar nuestros mejores deseos al
comienzo de este año. Me dirijo en primer lugar a Su Excelencia el Embajador
Alejandro Valladares Lanza, para agradecerle el saludo que amablemente me ha
dirigido, por primera vez, en calidad de Decano del Cuerpo diplomático. Mi
saludo deferente se extiende a cada uno de ustedes, así como a sus familias
y colaboradores y, por su medio, a los pueblos y gobiernos de los países que
representan. Para todos, pido a Dios el don de un año lleno de justicia,
serenidad y paz.
Al comienzo de este año 2009, mi pensamiento se dirige con afecto, ante
todo, a los que han sufrido a causa de las graves catástrofes naturales, en
particular en Vietnam, Birmania, China y Filipinas, en América central y el
Caribe, en Colombia y en Brasil, o bien a causa de sangrantes conflictos
nacionales o regionales o de atentados terroristas que han sembrado la
muerte y la destrucción en países como Afganistán, India, Pakistán y
Argelia. No obstante los muchos esfuerzos realizados, la tan deseada paz
todavía está lejana. De cara a esta constante, no hay que desanimarse ni
atenuar el compromiso a favor de una auténtica cultura de paz, sino, por el
contrario, redoblar los esfuerzos a favor de la seguridad y el desarrollo.
En este sentido, la Santa Sede ha procurado estar entre los primeros en
firmar y ratificar la "Convención sobre las bombas de racimo", documento que
tiene también el propósito de reforzar el derecho internacional humanitario.
Por otra parte, observando con preocupación los síntomas de crisis que se
perciben en el campo del desarme y de la no proliferación nuclear, la Santa
Sede no cesa de recordar que no se puede construir la paz cuando los gastos
militares sustraen enormes recursos humanos y materiales a los proyectos de
desarrollo, especialmente de los países más pobres.
Siguiendo el Mensaje para la Jornada mundial de la Paz, que he dedicado este
año al tema "combatir la pobreza, construir la paz", quisiera hoy dirigir mi
atención hacia los pobres, los muy numerosos pobres de nuestro planeta. Las
palabras con las que el Papa Pablo VI comenzaba su reflexión en la Encíclica
Populorum progressio no han perdido su actualidad: "Verse libres de la
miseria, hallar con más seguridad la propia subsistencia, la salud, una
ocupación estable; participar todavía más en las responsabilidades, fuera de
toda opresión y al abrigo de situaciones que ofenden su dignidad de hombres;
ser más instruidos; en una palabra, hacer, conocer y tener más para ser más:
tal es la aspiración de los hombres de hoy, mientras que un gran número de
ellos se ven condenados a vivir en condiciones, que hacen ilusorio este
legítimo deseo" (n. 6). Para construir la paz, conviene dar nuevamente
esperanza a los pobres. ¿Cómo no pensar en tantas personas y familias
afectadas por las dificultades y las incertidumbres que la actual crisis
financiera y económica ha provocado a escala mundial? ¿Cómo no evocar la
crisis alimenticia y el calentamiento climático, que dificultan todavía más
el acceso a los alimentos y al agua a los habitantes de las regiones más
pobres del planeta? Desde ahora, es urgente adoptar una estrategia eficaz
para combatir el hambre y favorecer el desarrollo agrícola local, más aún
cuando el porcentaje de pobres aumenta incluso en los países ricos. En esta
perspectiva, me alegro que, desde la reciente Conferencia de Doha sobre la
financiación para el desarrollo, hayan sido establecidos criterios útiles
para orientar la dirección del sistema económico y poder ayudar a los más
débiles. Yendo más al fondo de la cuestión, para resanar la economía, es
necesario crear una nueva confianza. Este objetivo sólo se podrá alcanzar a
través de una ética fundada en la dignidad innata de la persona humana. Sé
bien que esto es exigente, pero no es una utopía. Hoy más que nunca, nuestro
porvenir está en juego, al igual que el destino de nuestro planeta y sus
habitantes, en primer lugar de las generaciones jóvenes que heredan un
sistema económico y un tejido social duramente cuestionado.
Señoras y Señores, si queremos combatir la pobreza, debemos invertir ante
todo en la juventud, educándola en un ideal de auténtica fraternidad. En mis
viajes apostólicos del año pasado, tuve la ocasión de encontrar a muchos
jóvenes, sobre todo en el marco extraordinario de la celebración de la XXIII
Jornada Mundial de la Juventud, en Sydney, Australia. Mis viajes
apostólicos, comenzando por la visita a los Estados Unidos, me permitieron
percibir las expectativas de muchos sectores de la sociedad con respecto a
la Iglesia católica. En esta fase delicada de la historia de la humanidad,
marcada por incertidumbres e interrogantes, muchos esperan que la Iglesia
ejerza con decisión y claridad su misión evangelizadora y su obra de
promoción humana. Mi discurso en la Sede de la Organización de las Naciones
Unidas se sitúa en este contexto: sesenta años después de la adopción de la
Declaración universal de los derechos humanos, quise poner de relieve que
este documento se basa en la dignidad de la persona humana, y ésta a su vez
en la naturaleza común a todos que trasciende las diversas culturas. Algunos
meses más tarde, en mi peregrinación a Lourdes con ocasión del ciento
cincuenta aniversario de las apariciones de la Virgen María a Santa
Bernadette, quise subrayar que el mensaje de conversión y de amor que se
irradia desde la gruta de Massabielle sigue teniendo gran actualidad, como
una invitación constante a construir nuestra existencia y las relaciones
entre los pueblos sobre unas bases de respeto y de fraternidad auténticas,
conscientes de que esta fraternidad presupone un Padre común a todos los
hombres, el Dios Creador. Por otra parte, una sociedad sanamente laica no
ignora la dimensión espiritual y sus valores, porque la religión, y me
pareció útil repetirlo durante mi viaje pastoral a Francia, no es un
obstáculo, sino más bien al contrario un fundamento sólido para la
construcción de una sociedad más justa y libre.
Las discriminaciones y los graves ataques de los que han sido víctimas, el
año pasado, millares de cristianos, muestran cómo la que socava la paz no es
sólo la pobreza material, sino también la pobreza moral. De hecho, es en la
pobreza moral, donde dichas atrocidades hunden sus raíces. Al reafirmar la
valiosa contribución que las religiones pueden dar a la lucha contra la
pobreza y a la construcción de la paz, quisiera repetir ante esta asamblea
que representa idealmente a todas las naciones del mundo: el cristianismo es
una religión de libertad y de paz y está al servicio del auténtico bien de
la humanidad. Renuevo el testimonio de mi afecto paternal a nuestros
hermanos y hermanas víctimas de la violencia, especialmente en Iraq y en la
India; pido incesantemente a las autoridades civiles y políticas que se
dediquen con energía a poner fin a la intolerancia y a las vejaciones contra
los cristianos, que intervengan para reparar los daños causados, en
particular en los lugares de culto y en las propiedades; que alienten por
todos los medios el justo respeto hacia todas las religiones, proscribiendo
todas las formas de odio y de desprecio. Deseo también que en el mundo
occidental no se cultiven prejuicios u hostilidades contra los cristianos,
simplemente porque, en ciertas cuestiones, su voz perturba. Por su parte,
que los discípulos de Cristo, ante tales pruebas, no pierdan el ánimo: el
testimonio del Evangelio es siempre un "signo de contradicción" con respecto
al "espíritu del mundo". Si las tribulaciones son duras, la constante
presencia de Cristo es un consuelo eficaz. Su Evangelio es un mensaje de
salvación para todos y por esto no puede ser confinado en la esfera privada,
sino que debe ser proclamado desde las azoteas, hasta los confines de la
tierra.
El nacimiento de Cristo en la pobre gruta de Belén nos lleva naturalmente a
evocar la situación del Medio Oriente y, en primer lugar, de Tierra Santa,
donde, en estos días, asistimos a un recrudecimiento de la violencia que ha
provocado daños y sufrimientos inmensos entre las poblaciones civiles. Esta
situación complica aún más la búsqueda de una salida vivamente anhelada por
muchos de ellos y por el mundo entero al conflicto entre Israelíes y
Palestinos. Una vez más, quisiera señalar que la opción militar no es una
solución y la violencia, venga de donde venga y bajo cualquier forma que
adopte, ha de ser firmemente condenada. Deseo que, con el compromiso
determinante de la comunidad internacional, la tregua en la franja de Gaza
vuelva a estar vigente, ya que es indispensable para volver aceptables las
condiciones de vida de la población, y que sean relanzadas las negociaciones
de paz renunciando al odio, a la provocación y al uso de las armas. Es muy
importante que, con ocasión de las cruciales citas electorales que
implicarán a muchos habitantes de la región en los próximos meses, surjan
dirigentes capaces de hacer progresar con determinación este proceso para
guiar a sus pueblos hacia la ardua pero indispensable reconciliación. A ella
no se podrá llegar sin adoptar un acercamiento global a los problemas de
estos países, en el respecto de las aspiraciones y de los legítimos
intereses de todas las poblaciones involucradas. Además de los renovados
esfuerzos para la solución del conflicto israelopalestino, que acabo de
mencionar, es preciso dar un respaldo convencido al diálogo entre Israel y
Siria y, en el Líbano, apoyar la consolidación en curso de las
instituciones, que será tanto más eficaz si se lleva a cabo en un espíritu
de unidad. A los iraquíes, que se preparan para retomar totalmente en su
mano su propio destino, dirijo una particular palabra de ánimo para pasar
página y mirar al futuro con el fin de construirlo sin discriminaciones de
raza, de etnia o religión. Por lo que concierne a Irán, no debe dejarse de
buscar una solución negociada a la controversia sobre el programa nuclear, a
través de un mecanismo que permita satisfacer las exigencias legítimas del
país y de la comunidad internacional. Dicho resultado favorecerá en gran
medida la distensión regional y mundial.
Dirigiendo la mirada al gran continente asiático, constato con preocupación
que en ciertos países perdura la violencia y que en otros la situación
política permanece tensa, pero existen progresos que permiten mirar al
futuro con una confianza mayor. Pienso, por ejemplo, en la reanudación de
nuevas negociaciones de paz en Mindanao, en Filipinas, y en el nuevo curso
que están tomando las relaciones entre Pekín y Taipei. En este mismo
contexto de búsqueda de la paz, una solución definitiva del conflicto en Sri
Lanka debe ser también política, mientras que las necesidades humanitarias
de las poblaciones afectadas deben continuar siendo objeto de continua
atención. Las comunidades cristianas que viven en Asia a menudo son pequeñas
desde el punto de vista numérico, pero desean ofrecer una contribución
convencida y eficaz al bien común, a la estabilidad y al progreso de sus
países, dando un testimonio de la primacía de Dios, que establece una sana
jerarquía de valores y otorga una libertad más fuerte que las injusticias.
La reciente beatificación en Japón de ciento ochenta y ocho mártires lo ha
puesto de relieve de forma elocuente. La Iglesia, como se ha dicho muchas
veces, no pide privilegios, sino la aplicación del principio de libertad
religiosa en toda su extensión. En este contexto, es importante que, en Asia
central, las legislaciones sobre las comunidades religiosas garanticen el
pleno ejercicio de este derecho fundamental, en el respeto de las normas
internacionales.
Dentro de algunos meses, tendré la alegría de encontrar a muchos hermanos en
la fe y en la existencia humana que viven en África. En la espera de esta
visita que tanto he deseado, pido al Señor que sus corazones estén
dispuestos a acoger el Evangelio y a vivirlo con coherencia, construyendo la
paz a través de la lucha contra la pobreza moral y material. La infancia ha
de ser objeto de una atención del todo particular: veinte años después de la
adopción de la Convención sobre los derechos de los niños, éstos siguen
siendo muy vulnerables. Muchos niños viven el drama de los refugiados y los
desplazados en Somalia, en Darfur y en la República democrática del Congo.
Se trata de flujos migratorios que afectan a millones de personas que tienen
necesidad de ayuda humanitaria y que ante todo están privadas de sus
derechos elementales y heridas en su dignidad. Pido a los responsables
políticos, a nivel nacional e internacional, que tomen todas las medidas
necesarias para resolver los conflictos abiertos y pongan fin a las
injusticias que los han provocado. Deseo que en Somalia, la restauración del
Estado pueda finalmente progresar, para que cesen los interminables
sufrimientos de los habitantes de ese país. Asimismo, en Zimbabwe la
situación es crítica y es necesaria gran cantidad de ayuda humanitaria. Los
acuerdos de paz de Burundi han proporcionado un rayo de esperanza a la
región. Expreso mis deseos para que sean plenamente aplicados y se
conviertan en fuente de inspiración para otros países, que no han encontrado
todavía la vía de la reconciliación. La Santa Sede, como ustedes saben,
sigue con una atención especial el continente africano y está feliz de haber
establecido el año pasado las relaciones diplomáticas con Botswana.
En ese vasto panorama, que abraza el mundo entero, deseo asimismo detenerme
un momento en América Latina. Allí también, los pueblos aspiran a vivir en
paz, libres de la pobreza y ejerciendo libremente sus derechos
fundamentales. En este contexto, hay que desear que las legislaciones tengan
en cuenta las necesidades de los que emigran facilitando el reagrupamiento
familiar y conciliando las legítimas exigencias de seguridad con las del
respeto inviolable de la persona. Quisiera alabar también el compromiso
prioritario de ciertos gobiernos para restablecer la legalidad y emprender
una lucha sin cuartel contra el tráfico de estupefacientes y la corrupción.
Me alegro que, treinta años después del comienzo de la mediación pontificia
sobre el diferendo entre Argentina y Chile, relativo a la zona austral, los
dos países hayan sellado de alguna manera su voluntad de paz erigiendo un
monumento a mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II. Deseo, por otra
parte, que la reciente firma del acuerdo entre la Santa Sede y Brasil
facilite el libre ejercicio de la misión evangelizadora de la Iglesia y
refuerce todavía más su colaboración con las instituciones civiles para el
desarrollo integral de la persona. La Iglesia acompaña desde hace cinco
siglos a los pueblos de América Latina, compartiendo sus esperanzas y sus
preocupaciones. Sus Pastores saben que, para promover el progreso auténtico
de la sociedad, su quehacer propio es iluminar las conciencias y formar
laicos capaces de intervenir con ardor en las realidades temporales,
poniéndose al servicio del bien común.
Fijándome por último en las naciones que están más cerca, quisiera saludar a
la comunidad cristiana de Turquía, recordando que, en este año jubilar
especial con ocasión del bimilenario del nacimiento del Apóstol San Pablo,
numerosos peregrinos llegan a Tarso, su pueblo natal, lo que señala una vez
más el estrecho vínculo de esta tierra con los orígenes del cristianismo.
Las aspiraciones a la paz están vivas en Chipre, donde se han retomado las
negociaciones con vistas a la justa solución de los problemas vinculados a
la división de la Isla. En lo que concierne al Cáucaso, quisiera recordar
una vez más que los conflictos que atañen a los Estados de la región no
pueden resolverse por la vía de las armas y, pensando en Georgia, expreso el
deseo de que sean respetados todos los compromisos suscritos en el Acuerdo
de cese el fuego del pasado mes de agosto, concluido gracias a los esfuerzos
diplomáticos de la Unión Europea, y que el regreso de los desplazados de sus
hogares sea posible cuanto antes. Por lo que respecta, finalmente, al
sudeste europeo, la Santa Sede sigue adelante con su compromiso a favor de
la estabilidad de la región, y espera que seguirán creándose las condiciones
para un futuro de reconciliación y de paz entre las poblaciones de Serbia y
Kosovo, en el respeto de las minorías y sin olvidar la preservación del
preciado patrimonio artístico y cultural cristiano, que constituye una
riqueza para toda la humanidad.
Señoras y Señores Embajadores, al término de este recorrido que, en su
brevedad, no puede mencionar todas las situaciones de sufrimiento y pobreza
que están presentes en mi corazón, vuelvo al Mensaje para la celebración de
la Jornada Mundial de la paz de este año. En ese documento, he recordado que
los seres humanos más pobres son los niños no nacidos (n. 3). No puedo dejar
de mencionar, al concluir, a otros pobres, como los enfermos y las personas
ancianas abandonadas, las familias divididas y sin puntos de referencia. La
pobreza se combate si la humanidad se vuelve más fraterna compartiendo los
valores y las ideas, fundados en la dignidad de la persona, en la libertad
vinculada a la responsabilidad, en el reconocimiento efectivo del puesto de
Dios en la vida del hombre. En esta perspectiva, dirijamos nuestra mirada a
Jesús, el Niño humilde recostado en el pesebre. Porque Él es el Hijo de
Dios, Él nos indica que la solidaridad fraterna entre todos los hombres es
la vía maestra para combatir la pobreza y construir la paz. Que la luz de su
amor ilumine a todos los gobernantes de la humanidad. Que Ella nos guíe a lo
largo del año que acaba de comenzar. Feliz año a todos.