Benedicto XVI hace su balance del año 2009
Balance del año 2009 que realizó Benedicto XVI en
el discurso que dirigió, en la mañana de este lunes, a los cardenales y
miembros de la Curia Romana y de la Gobernación de la Ciudad del Vaticano,
en la tradicional audiencia con motivo del intercambio de felicitaciones por
la Navidad.
Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado,
queridos hermanos y hermanas:
La solemnidad de la santa Navidad, como acaba de señalar el cardenal decano
Angelo Sodano, es, para los cristianos, una ocasión muy especial de
encuentro y de comunión. Ese Niño que adoramos en Belén, nos invita a sentir
el inmenso amor de Dios, ese Dios que bajó del cielo y que se nos ha hecho
cercano a cada uno de nosotros para hacernos sus hijos, parte de su propia
Familia. También esta tradicional cita de Navidad del sucesor de Pedro con
sus más estrechos colaboradores es una reunión de familia, que fortalece los
vínculos de afecto y de comunión, para formar cada vez más ese "Cenáculo
permanente", consagrado a la difusión del reino de Dios, recordado hace un
momento. Doy las gracias al cardenal decano por las cordiales palabras con
las que se ha hecho intérprete de los sentimientos de buena voluntad del
Colegio cardenalicio, de los miembros de la Curia Romana y de la
Gobernación, como también de todos los representantes pontificios que están
profundamente unidos con nosotros en llevar a los hombres de nuestro tiempo
esa luz que nació en el pesebre de Belén. Al daros la bienvenida con gran
alegría, deseo también expresar mi gratitud a todos por el servicio generoso
y competente que prestáis al Vicario de Cristo y la Iglesia.
Otro año lleno de acontecimientos importantes para la Iglesia y para el
mundo está llegando a su fin. Con una mirada retrospectiva llena de gratitud
sólo quisiera en este momento llamar la atención sobre algunos puntos clave
para la vida eclesial. Del Año Paulino hemos pasado al Año Sacerdotal. De la
imponente figura del apóstol de los gentiles que, impresionado por la luz de
Cristo resucitado y por su llamada, llevó el Evangelio a los pueblos del
mundo, hemos pasado la figura humilde del cura de Ars, que durante toda su
vida se mantuvo en el pequeño pueblo que se le había confiado y que, sin
embargo, precisamente en la humildad de su servicio hizo ampliamente visible
en el mundo la bondad reconciliadora de Dios. A partir de ambas figuras se
manifiesta el amplio alcance del ministerio sacerdotal y se hace evidente
cómo es grande precisamente lo que es pequeño y cómo, a través del servicio
aparentemente pequeño de un hombre, Dios puede hacer cosas grandes,
purificar y renovar el mundo desde dentro.
Para la Iglesia y para mí personalmente, el año que está terminando ha
estado en gran parte bajo el signo de África. Primero fue el viaje a Camerún
y Angola. Fue conmovedor para mí experimentar la gran cordialidad con la que
el sucesor de Pedro, el Vicarius Christi, era acogido. La alegría festiva y
afecto cordial, que me salían al encuentro en todas las calles, no se
referían, simplemente, a un huésped causal cualquiera. En el encuentro con
el Papa se hacía experimentable la Iglesia universal, la comunidad que
abraza al mundo y es reunida por Dios mediante Cristo, comunidad que no se
funda en intereses humanos, sino que se nos ofrece desde la atención amorosa
de Dios por nosotros. Todos juntos somos la familia de Dios, hermanos y
hermanas en virtud de un único Padre: ésta fue la experiencia vivida. Y se
experimentaba que la atención amorosa de Dios en Cristo para nosotros no es
algo del pasado o teorías eruditas, sino una realidad muy concreta, aquí y
ahora. Precisamente Él está entre nosotros: esto lo hemos percibido a través
del ministerio del Sucesor de Pedro. Así nos elevábamos por encima de la
simple cotidianeidad. El cielo estaba abierto, y esto es lo que hace de un
día una fiesta. Es a la vez algo duradero. Sigue siendo cierto, incluso en
la vida cotidiana, que el cielo ya no está cerrado, que Dios está cerca; que
en Cristo todos nos pertenecemos unos a otros.
De modo particularmente profundo ha quedado impreso en mi memoria el
recuerdo de las celebraciones litúrgicas. Las celebraciones de la Eucaristía
eran verdaderas fiestas de la fe. Quisiera mencionar dos elementos que me
parecen particularmente importantes. Había ante todo una gran alegría
compartida, que se expresa también a través del cuerpo, pero de una forma
disciplinada y orientada por la presencia del Dios vivo. Con esto ya se
indica el segundo elemento: el sentido de la sacralidad, del misterio
presente del Dios viviente, plasmaba, por así decirlo, cada gesto
individual. El Señor está presente, el Creador, Aquel a quien todo
pertenece, del que procedemos y hacia el que estamos en camino.
Espontáneamente me venían a la mente las palabras de san Cipriano, que en su
comentario al Padrenuestro escribe: "Recordemos que estamos bajo la mirada
de Dios. Debemos agradar a los ojos de Dios, tanto con la actitud de nuestro
cuerpo como con el uso de nuestra voz"(De dom. or. 4. CSEL III 1 p 269). Sí,
esta conciencia estaba allí presente: estamos en presencia de Dios. De esto
no se deriva miedo o inhibición, ni tampoco una obediencia exterior a las
normas, y menos aún un deseo de aparecer ante los otros, o gritar de modo
indisciplinado. Se dio más bien lo que los Padres llamaban "sobria
ebrietas": estar llenos de una alegría que sin embargo permanece sobria y
ordenada, que une a las personas desde el interior, llevándolas a la
alabanza comunitaria de Dios, una alabanza que al mismo tiempo suscita el
amor al prójimo, la responsabilidad mutua.
Naturalmente, formaba parte del viaje a África sobre todo el encuentro con
los hermanos en el ministerio episcopal y la inauguración del Sínodo de
África mediante la entrega del Instrumentum laboris. Esto tuvo lugar en el
contexto de un coloquio por la noche en la fiesta de san José, un diálogo en
el que los representantes de cada episcopado expusieron de forma conmovedora
sus esperanzas y sus preocupaciones. Yo creo que el buen amo de la casa, san
José, que personalmente conoce bien lo que significa reflexionar, en una
actitud de solicitud y esperanza, sobre los caminos futuro de la familia,
nos escuchó con amor y nos ha acompañado incluso durante el mismo Sínodo .
Echemos un rápido vistazo al Sínodo. Con ocasión de mi visita a África se
puso de manifiesto ante todo la fuerza teológica y pastoral del Primado
Pontificio, como un punto de convergencia para la unidad de la Familia de
Dios. Allí, en el Sínodo, surgió aún más fuertemente la importancia de la
colegialidad, de la unidad de los obispos, que reciben su ministerio
precisamente por el hecho de que entran en la comunidad de los sucesores de
los apóstoles: cada uno es obispo, sucesor de los apóstoles en la medida en
que participa de la comunidad de aquellos en los cuales continúa el
Collegium Apostolorum en la unidad con Pedro y con su sucesor. Al igual que
en la liturgia en África y, después, de nuevo, en San Pedro en Roma, la
renovación litúrgica del Concilio Vaticano II ha tomado forma de manera
ejemplar, así en la comunión del Sínodo se ha vivido de modo práctico la
eclesiología del Concilio. Eran también conmovedores los testimonios que
pudimos escuchar de los fieles procedentes de África, testimonios de
sufrimiento y de reconciliación concretos en las tragedias de la historia
reciente del Continente.
El Sínodo se había propuesto el tema: La Iglesia en África al servicio de la
reconciliación, de la justicia y de la paz. Este es un tema teológico y
sobre todo pastoral, de una actualidad acuciante, pero también podría ser
malinterpretado como un tema político. La tarea de los obispos era
transformar la teología en pastoral, es decir, en un ministerio pastoral muy
concreto, en el que las grandes visiones de la Sagrada Escritura y de la
Tradición se aplicasen a la labor de los obispos y de los sacerdotes en un
tiempo y en un lugar determinados. Pero en esto no se debía ceder a la
tentación de tomar personalmente parte en la política y de convertir a los
pastores en líderes políticos. De hecho, la cuestión muy concreta frente a
la cual los pastores se encontraban continuamente es precisamente esta:
¿cómo podemos ser realistas y prácticos, sin arrogarnos una competencia
política que no nos corresponde? Podríamos también decir: se trataba del
problema de una laicidad positiva, practicada e interpretada de modo justo.
Este es también un tema principal de la encíclica, publicada el día de los
santos Pedro y Pablo, "Caritas in veritate", que de este modo ha recogido y
desarrollado posteriormente la cuestión sobre la colocación teológica y
concreta de la Doctrina Social de la Iglesia.
¿Consiguieron los Padres sinodales encontrar el camino más bien estrecho
entre una simple teoría teológica y la acción política inmediata, el camino
del "pastor"? En mi breve discurso en la conclusión del Sínodo contesté
afirmativamente, de modo consciente y explícito, a esta pregunta.
Naturalmente, en la elaboración del documento postsinodal, deberemos tener
cuidado por mantener ese equilibrio y ofrecer así esa contribución para la
Iglesia y la sociedad en África, que ha sido confiada a la Iglesia en virtud
de su misión. Quisiera tratar de explicar esto brevemente a propósito de un
solo punto. Como ya se ha dicho, el tema del Sínodo designa tres palabras
fundamentales de la responsabilidad teológica y social: reconciliación -
justicia - paz. Se podría decir que la reconciliación y la justicia son los
dos presupuestos esenciales de la paz y que por tanto, en cierta medida,
definen también su naturaleza. Limitémonos a la palabra "reconciliación".
Una mirada sobre los sufrimientos y las penas de la historia reciente de
África, pero también en muchas otras partes de la tierra, muestra que los
conflictos no resueltos y profundamente arraigados pueden llevar dar lugar,
en ciertas situaciones, a explosiones de violencia en las que el sentido de
la humanidad parece haberse perdido. La paz sólo puede lograrse si se llega
a una reconciliación interior. Podemos considerar como ejemplo positivo de
un proceso de reconciliación que está alcanzando su logro la historia de
Europa tras la Segunda Guerra Mundial. El hecho de que desde 1945 en Europa
occidental y central ya no haya habido guerras se funda seguramente de un
modo determinante en estructuras políticas y económicas inteligentes y
éticamente orientadas, pero éstas pudieron desarrollarse sólo porque
existían procesos internos de reconciliación, que han hecho posible una
convivencia nueva. Toda sociedad necesita reconciliación para que pueda
existir la paz. Las reconciliaciones son necesarias para una buena política,
pero no se pueden lograr únicamente con ella. Son procesos pre-políticos y
deben surgir de otras fuentes.
El Sínodo trató de examinar profundamente el concepto de reconciliación como
una tarea para la Iglesia de hoy, llamando la atención sobre sus distintas
dimensiones. La llamada que san Pablo dirigió a los Corintios posee hoy
precisamente una nueva actualidad. "Somos, pues, embajadores de Cristo, como
si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos:
¡reconciliaos con Dios!" (2 Corintios 5, 20). Si el hombre no se ha
reconciliado con Dios, está en discordia también con la creación. No está
reconciliado consigo mismo, quisiera ser otro distinto del que es y por lo
tanto tampoco estaría reconciliado con el prójimo. También forman parte de
la reconciliación la capacidad de reconocer la culpa y de pedir perdón: a
Dios y al otro. Y, por último pertenece al proceso de reconciliación la
disponibilidad a la penitencia, la disponibilidad a sufrir hasta el fondo
por una culpa y a dejarse transformar. Y forma parte de ese proceso la
gratuidad, de la que la encíclica "Caritas in veritate" habla repetidamente:
la disponibilidad a ir más allá de lo necesario, a no pedir cuentas, sino a
ir más allá de lo que exigen las simples condiciones jurídicas. Forma parte
esa generosidad de la que Dios mismo nos dio ejemplo. Pensemos en las
palabras de Jesús: "Si traes tu ofrenda al altar y allí te acuerdas que tu
hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, vete
primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda
"(Mateo 5, 23s.).
Dios, que sabía que no estamos reconciliados, que veía que tenemos algo
contra Él, se levantó y salió a nuestro encuentro, aunque sólo Él tenía la
razón de su parte. Nos salió al encuentro hasta la Cruz, para
reconciliarnos. Esto es la gratuidad: la disponibilidad para dar el primer
paso. Salir en primer lugar al encuentro del otro, ofrecerle la
reconciliación, asumir el sufrimiento que implica la renuncia a tener razón.
No ceder en la voluntad de reconciliación: de esto Dios nos dio el ejemplo,
y esta es la manera de llegar a ser como Él, una actitud que necesitamos
continuamente en el mundo. Hoy tenemos que aprender nuevamente la capacidad
de reconocer la culpa, tenemos que sacudirnos de encima la ilusión de ser
inocentes. Debemos aprender la capacidad de hacer penitencia, de dejarnos
transformar; de salir al encuentro del otro y de hacernos dar por Dios el
valor y la fuerza para una renovación así. En nuestro mundo de hoy, debemos
redescubrir el sacramento de la penitencia y de la reconciliación. El hecho
de que éste haya desaparecido en gran medida de los hábitos existenciales de
los cristianos es un síntoma de una pérdida de la verdad sobre nosotros
mismos y sobre Dios, una pérdida que pone en peligro a nuestra humanidad y
disminuye nuestra capacidad para la paz. San Buenaventura opinaba que el
sacramento de la penitencia era un sacramento de la humanidad como tal, un
sacramento que Dios había instituido, en su esencia, ya inmediatamente
después del pecado original con la penitencia impuesta a Adán, a pesar de
que sólo pudo obtener su forma completa en Cristo, que es personalmente la
fuerza reconciliadora de Dios y que tomó sobre sí nuestra penitencia. De
hecho, la unidad de la culpa, la penitencia y el perdón es una de las
condiciones fundamentales de la verdadera humanidad, condiciones que en el
sacramento alcanzan su forma completa, pero que, en sus raíces, forman parte
de las personas humanas como tal. El Sínodo de los Obispos para África, por
lo tanto, ha incluido adecuadamente en sus reflexiones rituales de
reconciliación de la tradición africana como lugares de aprendizaje y
preparación para la gran reconciliación que Dios nos da en el sacramento de
la penitencia. Esta reconciliación, sin embargo, requiere el amplio "atrio"
del reconocimiento de la culpa y de la humildad de la penitencia. La
reconciliación es un concepto pre-político y una realidad pre-política, y
precisamente por esto es de suma importancia para la tarea de la misma
política. Si no se crea en los corazones la fuerza de la reconciliación,
falta al compromiso político para la paz su presupuesto interior. En el
Sínodo los Pastores de la Iglesia han estado trabajando por esa purificación
del hombre interior, que constituye la condición preliminar esencial para la
construcción de la justicia y la paz. Sin embargo, esta purificación y
maduración interior hacia una verdadera humanidad no pueden existir sin
Dios.
Reconciliación; con esta palabra-clave me viene a la mente el segundo gran
viaje del año que concluye: la peregrinación a Jordania y a Tierra Santa. En
este sentido, quisiera dar las gracias ante todo al rey de Jordania por la
gran hospitalidad con la que me acogió y acompañó durante todo el desarrollo
de mi peregrinación. Mi gratitud se dirige también a la manera ejemplar con
la que él se compromete a favor de la convivencia pacífica entre cristianos
y musulmanes, a favor del respeto de la religión del otro y a favor de la
colaboración en la común responsabilidad ante Dios. Doy también gracias de
corazón al gobierno de Israel por todo lo que ha hecho para que la visita
pudiera desarrollarse de manera pacífica y segura. Me siento particularmente
agradecido por la posibilidad que se me concedió de celebrar dos grandes
liturgias públicas, en Jerusalén y en Nazaret, en las que los cristianos
pudieron presentarse públicamente como comunidad de fe en Tierra Santa. Por
último, mi acción de gracias se dirige a la Autoridad Palestina, que también
me acogió con gran cordialidad e hizo posible una celebración litúrgica
pública en Belén, y me permitió conocer los sufrimientos y esperanzas de su
territorio. Todo lo que se puede ver en esos países clama reconciliación,
justicia, paz. La visita a Yad Vashem supuso un encuentro sobrecogedor con
la crueldad de la culpa humana, con el odio de una ideología ciega que, sin
justificación alguna, entregó a millones de personas humanas a la muerte y
que, de este modo, en último término, quiso expulsar del mundo incluso a
Dios, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y el Dios de Jesucristo. De
este modo es en primer lugar un monumento conmemorativo contra el odio, un
llamamiento apremiante a la purificación y al perdón, al amor. Precisamente
este monumento a la culpa humana hizo aún más importante la visita a los
lugares de la memoria de la fe y permitió percibir su inalterada actualidad.
En Jordania vimos el punto más bajo de la tierra, en el río Jordán. Cómo no
sentirse interpelados por la Carta a los Efesios, según la cual, Cristo
"descendió a las regiones inferiores de la tierra" (Efesios 4, 9). En
Cristo, Dios descendió hasta la última profundidad del ser humano, hasta la
noche del odio y de la ceguera, hasta la oscuridad de la lejanía del hombre
de Dios para encender allí la luz de su amor. Él está presente incluso en la
noche más profunda: incluso en el abismo "allí te encuentro", dice el Salmo
139 [138], 8. Esta frase se ha hecho realidad en el descenso de Jesús. De
este modo, el encuentro con los lugares de la salvación en la iglesia de la
anunciación, en Nazaret, en la gruta de la Natividad en Belén, en el lugar
de la crucifixión en el Calvario, ante el sepulcro vacío, testimonio de la
resurrección, ha sido como tocar la historia de Dios con nosotros. La fe no
es un mito. Es historia real, cuyas huellas podemos tocar con la mano. Este
realismo de la fe nos ayuda particularmente en las vicisitudes del presente.
Dios se ha manifestado verdaderamente. En Jesucristo se ha hecho
verdaderamente carne. Como Resucitado, sigue siendo verdadero Hombre, abre
continuamente nuestra humanidad a Dios y siempre es el garante de que Dios
es un Dios cercano. Sí, Dios vive y está en relación con nosotros. A pesar
de toda su grandeza es el Dios cercano, el Dios-con-nosotros, que nos dice
continuamente: ¡Dejaos reconciliar conmigo y entre vosotros! Siempre pone en
nuestra vida personal y comunitaria la tarea de la reconciliación.
Por último, quisiera dirigir unas palabras de gratitud y de alegría por mi
viaje a la República Checa. Antes de ese viaje siempre me alegraron que es
un país con una mayoría de agnósticos y ateos, en el que los cristianos ya
sólo constituyen una minoría. Por eso fue particularmente alegre la sorpresa
al constatar que por doquier me rodeaba una gran cordialidad y amistad; que
se celebraban grandes liturgias en una atmósfera gozosa de fe; que en el
ámbito de las universidades y de la cultura mi palabra encontraba una viva
atención; que las autoridades del Estado me han dispensado gran cortesía y
han hecho todo lo posible para contribuir al éxito de la visita. Siento la
tentación de decir algo sobre la belleza del país y sobre los magníficos
testimonios de la cultura cristiana, que hacen que esa belleza sea perfecta.
Pero considero importante sobre todo el hecho de que nosotros, los
creyentes, también debemos llevar en nuestro corazón a las personas que se
consideran agnósticas o ateas. Cuando hablamos de una nueva evangelización,
quizá estas personas se asustan. No quieren verse convertidas en objeto de
misión, ni renunciar a su libertad de pensamiento y de voluntad. Pero la
cuestión sobre Dios sigue interpelándoles, aunque no puedan creer en el
carácter concreto de su atención por nosotros. En París hablé de la búsqueda
de Dios como motivo fundamental del que nació el monaquismo occidental y,
con él, la cultura occidental. Como primer paso de la evangelización,
tenemos que tratar de mantener viva esta búsqueda; tenemos que preocuparnos
de que el hombre no arrincone la cuestión de Dios, cuestión esencial de su
existencia. Tenemos que preocuparnos de que acepte acepte la cuestión y la
nostalgia que en ella se esconde. Me vienen a la mente las palabras que
Jesús cita del profeta Isaías, es decir, que el templo debería ser una casa
de oración por todos los pueblos (Cf. Isaías 56, 7; Marcos 11, 17). Él
pesaba en el llamado patio de los gentiles, que liberó de negocios externos
para que se diera el espacio libre para los gentiles que allí querían rezar
al único Dios, aunque no pudieran participar en el misterio, a cuyo servicio
estaba reservado el interior del templo. Espacio de oración para todos los
pueblos, expresión con la que se pensaba en personas que conocen a Dios, por
así decir, sólo de lejos; que no se contentan con sus dioses, ritos, mitos;
que buscan al Puro y al Grande, aunque Dios siga siendo para ellos el "Dios
desconocido" (Cf. Hechos 17, 23). Debían poder rezar al Dios desconocido y
de este modo estar en relación con el Dios verdadero, aunque fuera en medio
de oscuridades de diferentes tipos. Pienso que la Iglesia debería abrir
también hoy una especie de "patio de los gentiles", donde los hombres puedan
de algún modo engancharse con Dios, sin conocerle y antes de que hayan
encontrado el acceso a su misterio, a cuyo servicio se encuentra la vida
interior de la Iglesia. Al diálogo con las religiones hay que añadir hoy
sobre todo el diálogo con aquellos para quienes la religión es algo extraño,
para quienes Dios es desconocido y que, sin embargo, no querrían quedarse
simplemente sin Dios, sino acercarse a él al menos como Desconocido.
Al final, dirijo una vez más una palabra sobre el Año Sacerdotal. Como
sacerdotes estamos a disposición de todos: de aquellos que conocen a Dios de
cerca y de aquellos para los que es el Desconocido. Todos nosotros tenemos
que conocerle siempre de nuevo y tenemos que buscarle continuamente para
convertirnos en auténticos amigos de Dios. ¿Cómo podríamos llegar a conocer
a Dios si no fuera a través de hombres que son amigos de Dios? El núcleo más
profundo de nuestro ministerio sacerdotal consiste en ser amigos de Cristo
(Cf. Juan 15, 15), amigos de Dios por cuya mediación otras personas puedan
encontrar la cercanía con Dios. De este modo, junto con mi profunda acción
de gracias por todo la ayuda que me habéis ofrecido durante todo el año, os
presento mi augurio para la Navidad: que seamos cada vez más amigos de
Cristo y, por tanto, amigos de Dios y que, de este modo, podamos ser sal de
la tierra y luz del mundo. ¡Santa Navidad y feliz Año Nuevo!