El Papa Benedicto XVI discierne sobre el año 2005
Discurso a los miembros de la Curia romana el 22 de diciembre a los
cardenales, arzobispos, obispos y miembros de la Curia Romana, en el
tradicional intercambio de felicitaciones navideñas.
* * *
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:
"Expergiscere, homo: quia pro te Deus factus est homo", "Despierta, hombre,
pues por ti Dios se hizo hombre" (san Agustín, Discurso 185). Con esta
invitación de san Agustín a captar el sentido auténtico de la Navidad de
Cristo, comienzo mi encuentro con vosotros, queridos colaboradores de la
Curia romana, en la cercanía de las fiestas navideñas. A cada uno dirijo mi
saludo más cordial, agradeciéndoos los sentimientos de devoción y afecto de
los que se ha hecho intérprete eficaz el cardenal decano, al cual expreso mi
gratitud.
Dios se hizo hombre por nosotros: este es el mensaje que cada año se difunde
desde el silencioso portal de Belén hasta los rincones más lejanos de la
tierra. La Navidad es fiesta de luz y de paz, es día de asombro y alegría
interior que se expande al universo, porque "Dios se ha hecho hombre". Desde
el humilde portal de Belén, el Hijo eterno de Dios, que se ha hecho un Niño
pequeño, se dirige a cada uno de nosotros: nos interpela, nos invita a
renacer en él para que, juntamente con él, podamos vivir eternamente en la
comunión de la santísima Trinidad.
Con el corazón lleno de la alegría que deriva de esta conciencia, repasamos
con el pensamiento las vicisitudes del año que está llegando a su ocaso. Han
quedado atrás grandes acontecimientos, que han marcado profundamente la vida
de la Iglesia. Pienso, ante todo, en el fallecimiento de nuestro amado Santo
Padre Juan Pablo II, precedido por un largo camino de sufrimiento y de
pérdida gradual de la palabra. Ningún Papa nos ha dejado tantos textos como
los que nos ha legado él; ningún Papa anteriormente ha podido visitar, como
él, todo el mundo y hablar directamente a los hombres de todos los
continentes. Pero, al final, le tocó un camino de sufrimiento y de silencio.
Siguen siendo inolvidables para nosotros las imágenes del domingo de Ramos,
cuando, con la rama de olivo en la mano y marcado por el dolor, se asomó a
la ventana y nos dio la bendición del Señor que estaba a punto de
encaminarse hacia la cruz. Y la imagen de cuando, en su capilla privada,
sosteniendo en la mano el crucifijo, participó en el vía crucis del Coliseo,
donde tantas veces había guiado la procesión llevando él mismo la cruz. Por
último, la muda bendición del domingo de Pascua, en la que, con gran dolor,
vimos resplandecer la promesa de la resurrección, de la vida eterna.
El Santo Padre, con sus palabras y sus obras, nos donó cosas grandes; pero
no menos importante es la lección que nos dio desde la cátedra del
sufrimiento y el silencio. En su último libro, "Memoria e identidad" (ed. La
esfera de los libros, Madrid 2005), nos dejó una interpretación del
sufrimiento que no es una teoría teológica o filosófica, sino un fruto
madurado a lo largo de su camino personal de sufrimiento, que recorrió con
el apoyo de la fe en el Señor crucificado. Esta interpretación, que él había
elaborado en la fe y que daba sentido a su sufrimiento vivido en comunión
con el del Señor, hablaba a través de su mudo dolor, transformándolo en un
gran mensaje.
Tanto al inicio como al final de ese libro, el Papa se muestra profundamente
impresionado por el espectáculo del poder del mal que, en el siglo recién
concluido, pudimos experimentar de modo dramático. Dice textualmente: "No
fue un mal en edición reducida (...). Fue un mal en proporciones
gigantescas, un mal que ha usado las estructuras estatales mismas para
llevar a cabo su funesto cometido, un mal erigido en sistema" (pp. 206-207).
¿El mal es invencible? ¿Es, en verdad, la última fuerza de la historia? A
causa de la experiencia del mal, para el Papa Wojtyla la cuestión de la
redención se había convertido en la pregunta esencial y central de su vida y
de su pensamiento como cristiano.
¿Existe un límite contra el cual se estrella la fuerza del mal? Sí, existe,
responde el Papa en ese libro, como también en su encíclica sobre la
redención. El poder que pone un límite al mal es la misericordia divina. A
la violencia, a la ostentación del mal, se opone en la historia —como "el
totalmente otro" de Dios, como el poder propio de Dios— la misericordia
divina. Podríamos decir con el Apocalipsis: el cordero es más fuerte que el
dragón.
Al final del libro, en la mirada retrospectiva sobre el atentado del 13 de
mayo de 1981, y también basándose en la experiencia de su camino con Dios y
con el mundo, Juan Pablo II profundizó aún más esta respuesta. El límite del
poder del mal, la fuerza que, en última instancia, lo vence es —como él nos
dice— el sufrimiento de Dios, el sufrimiento del Hijo de Dios en la cruz:
"El sufrimiento de Dios crucificado no es sólo una forma de dolor entre
otros (...). Cristo, padeciendo por todos nosotros, ha dado al sufrimiento
un nuevo sentido, lo ha introducido en una nueva dimensión, en otro orden:
en el orden del amor. (...) La pasión de Cristo en la cruz ha dado un
sentido totalmente nuevo al sufrimiento y lo ha transformado desde dentro.
(...) Es el sufrimiento que destruye y consume el mal con el fuego del amor
(...). Todo sufrimiento humano, todo dolor, toda enfermedad, encierra en sí
una promesa de liberación (...). El mal (...) existe en el mundo también
para despertar en nosotros el amor, que es la entrega de sí mismo (...) a
los que se ven afectados por el sufrimiento. (...) Cristo es el Redentor del
mundo: (...) "Sus cicatrices nos curaron" (Is 53, 5)" (pp. 207-208).
Todo esto no es simplemente teología docta, sino expresión de una fe vivida
y madurada en el sufrimiento. Ciertamente, debemos hacer todo lo posible
para aliviar el sufrimiento e impedir la injusticia que causa el sufrimiento
de los inocentes. Sin embargo, también debemos hacer todo lo posible para
que los hombres puedan descubrir el sentido del sufrimiento, para ser así
capaces de aceptar nuestro propio sufrimiento y unirlo al sufrimiento de
Cristo. De este modo, ese sufrimiento se funde con el amor redentor y, en
consecuencia, se transforma en una fuerza contra el mal en el mundo.
La respuesta que se dio en todo el mundo a la muerte del Papa fue una
manifestación conmovedora de gratitud por el hecho de que él, en su
ministerio, se ofreció totalmente a Dios por el mundo; gratitud por el hecho
de que él, en un mundo lleno de odio y de violencia, nos enseñó nuevamente a
amar y sufrir al servicio de los demás; por decirlo así, nos mostró de una
forma viva al Redentor, la redención, y nos dio la certeza de que, de hecho,
el mal no tiene la última palabra en el mundo.
Quisiera mencionar ahora, aunque sea brevemente, otros dos acontecimientos,
puestos en marcha por el Papa Juan Pablo II: se trata de la Jornada mundial
de la juventud celebrada en Colonia y del Sínodo de los obispos sobre la
Eucaristía, con el que también se concluyó el Año de la Eucaristía,
inaugurado por el Papa Juan Pablo II.
La Jornada mundial de la juventud ha quedado grabada como un gran don en la
memoria de todos los que estuvieron presentes. Más de un millón de jóvenes
se reunieron en la ciudad de Colonia, situada junto al río Rhin, y en las
ciudades vecinas, para escuchar juntos la palabra de Dios, para orar juntos,
para recibir los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía, para
cantar y festejar juntos, para gozar de la existencia, y para adorar y
recibir al Señor eucarístico en los grandes encuentros del sábado por la
noche y el domingo. Durante todos esos días reinó sencillamente la alegría.
Prescindiendo de los servicios de orden, la policía no tuvo que hacer nada.
El Señor había reunido a su familia, superando sensiblemente todas las
fronteras y barreras, y, en la gran comunión entre nosotros, nos había hecho
experimentar su presencia.
El lema elegido para esas jornadas —"Hemos venido a adorarlo"— contenía dos
grandes imágenes que, desde el inicio, favorecieron el enfoque adecuado.
Ante todo, incluía la imagen de la peregrinación, la imagen del hombre que,
elevando la mirada por encima de sus asuntos y de su vida ordinaria, se pone
en camino en busca de su destino esencial, de la verdad, de la vida
verdadera, de Dios.
Esta imagen del hombre en camino hacia la meta de la vida contenía en sí
misma dos indicaciones claras. Ante todo, la invitación a no ver el mundo
que nos rodea sólo como la materia bruta con la que podemos hacer algo, sino
a tratar de descubrir en él la "caligrafía del Creador", la razón creadora y
el amor del que nació el mundo y del que nos habla el universo, si prestamos
atención, si nuestros sentidos interiores se despiertan y se hacen capaces
de percibir las dimensiones más profundas de la realidad. Como segundo
elemento, se añadía la invitación a ponerse a la escucha de la revelación
histórica, única que puede darnos la clave de lectura para el misterio
silencioso de la creación, indicándonos concretamente el camino hacia el
verdadero Señor del mundo y de la historia, que se oculta en la pobreza del
establo de Belén.
La otra imagen que contenía el lema de la Jornada mundial de la juventud era
el hombre en adoración: "Hemos venido a adorarlo". Antes que cualquier
actividad y que cualquier cambio del mundo, debe estar la adoración. Sólo
ella nos hace verdaderamente libres, sólo ella nos da los criterios para
nuestra acción. Precisamente en un mundo en el que progresivamente se van
perdiendo los criterios de orientación y existe el peligro de que cada uno
se convierta en su propio criterio, es fundamental subrayar la adoración.
En todos los que estaban presentes ha quedado grabado de forma imborrable el
intenso silencio de aquel millón de jóvenes, un silencio que nos unía y
elevaba a todos mientras se colocaba sobre el altar al Señor en el
Sacramento. Conservamos en nuestro corazón las imágenes de Colonia: son una
indicación que sigue impulsando a la acción. Sin mencionar nombres, en esta
ocasión quisiera dar las gracias a todos los que hicieron posible la Jornada
mundial de la juventud. Y sobre todo debemos dar gracias juntos al Señor
porque, en última instancia, sólo él podía darnos esas jornadas tal como las
vivimos.
La palabra "adoración" nos lleva al segundo gran acontecimiento del que
quisiera hablar: el Sínodo de los obispos y el Año de la Eucaristía. El Papa
Juan Pablo II, con la encíclica Ecclesia de Eucharistia y con la carta
apostólica Mane nobiscum Domine, ya nos había dado las orientaciones
esenciales y, al mismo tiempo, con su experiencia personal de fe
eucarística, había concretado la enseñanza de la Iglesia. Asimismo, la
Congregación para el culto divino, en íntima relación con la encíclica,
había publicado la instrucción Redemptionis Sacramentum como ayuda práctica
para la correcta realización de la constitución conciliar sobre la liturgia
y de la reforma litúrgica.
Además de todo eso, ¿se podía realmente decir todavía algo nuevo,
desarrollar aún más el conjunto de la doctrina? Precisamente esta fue la
gran experiencia del Sínodo, cuando en las aportaciones de los padres se vio
reflejada la riqueza de la vida eucarística de la Iglesia de hoy y se
manifestó que su fe eucarística es inagotable. Lo que los padres pensaron y
expresaron se deberá presentar, en estrecha relación con las Propositiones
del Sínodo, en un documento postsinodal. Aquí sólo quisiera subrayar una vez
más el punto que acabamos de tratar en el contexto de la Jornada mundial de
la juventud: la adoración del Señor resucitado, presente en la Eucaristía
con su carne y su sangre, con su cuerpo y su alma, con su divinidad y su
humanidad.
Para mí es conmovedor ver cómo por doquier en la Iglesia se está despertando
la alegría de la adoración eucarística y se manifiestan sus frutos. En el
período de la reforma litúrgica, a menudo la misa y la adoración fuera de
ella se vieron como opuestas entre sí; según una objeción entonces
difundida, el Pan eucarístico no nos lo habrían dado para ser contemplado,
sino para ser comido. En la experiencia de oración de la Iglesia ya se ha
manifestado la falta de sentido de esa contraposición. Ya san Agustín había
dicho: "...nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; ...
peccemus non adorando", "Nadie come esta carne sin antes adorarla; ...
pecaríamos si no la adoráramos" (cf. Enarr. In Ps. 98, 9. CCL XXXIX 1385).
De hecho, no es que en la Eucaristía simplemente recibamos algo. Es un
encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro
encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación sólo
puede realizarse según la modalidad de la adoración. Recibir la Eucaristía
significa adorar a Aquel a quien recibimos. Precisamente así, y sólo así,
nos hacemos uno con él. Por eso, el desarrollo de la adoración eucarística,
como tomó forma a lo largo de la Edad Media, era la consecuencia más
coherente del mismo misterio eucarístico: sólo en la adoración puede madurar
una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de
encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la
Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y
nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos
de los otros.
El último acontecimiento de este año sobre el que quisiera reflexionar en
esta ocasión es la celebración de la clausura del concilio Vaticano II hace
cuarenta años. Ese recuerdo suscita la pregunta: ¿cuál ha sido el resultado
del Concilio? ¿Ha sido recibido de modo correcto? En la recepción del
Concilio, ¿qué se ha hecho bien?, ¿qué ha sido insuficiente o equivocado?,
¿qué queda aún por hacer?
Nadie puede negar que, en vastas partes de la Iglesia, la recepción del
Concilio se ha realizado de un modo más bien difícil, aunque no queremos
aplicar a lo que ha sucedido en estos años la descripción que hace san
Basilio, el gran doctor de la Iglesia, de la situación de la Iglesia después
del concilio de Nicea: la compara con una batalla naval en la oscuridad de
la tempestad, diciendo entre otras cosas: "El grito ronco de los que por la
discordia se alzan unos contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido
confuso de los gritos ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia,
tergiversando, por exceso o por defecto, la recta doctrina de la fe..." (De
Spiritu Sancto XXX, 77: PG 32, 213 A; Sch 17 bis, p. 524). No queremos
aplicar precisamente esta descripción dramática a la situación del
posconcilio, pero refleja algo de lo que ha acontecido.
Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de
la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues bien,
todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos
hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y
aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se
han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha
entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero
cada vez más visible, ha dado y da frutos.
Por una parte existe una interpretación que podría llamar "hermenéutica de
la discontinuidad y de la ruptura"; a menudo ha contado con la simpatía de
los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna.
Por otra parte, está la "hermenéutica de la reforma", de la renovación
dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado;
es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo
siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino.
La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una
ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los
textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del
espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales,
para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando muchas
cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se reflejaría el
verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que
subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero
espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos sería
necesario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo reflejarían
de modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería
necesario tener la valentía de ir más allá de los textos, dejando espacio a
la novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque aún
indeterminada, del Concilio. En una palabra: sería preciso seguir no los
textos del Concilio, sino su espíritu.
De ese modo, como es obvio, queda un amplio margen para la pregunta sobre
cómo se define entonces ese espíritu y, en consecuencia, se deja espacio a
cualquier arbitrariedad. Pero así se tergiversa en su raíz la naturaleza de
un Concilio como tal. De esta manera, se lo considera como una especie de
Asamblea Constituyente, que elimina una Constitución antigua y crea una
nueva. Pero la Asamblea Constituyente necesita una autoridad que le confiera
el mandato y luego una confirmación por parte de esa autoridad, es decir,
del pueblo al que la Constitución debe servir.
Los padres no tenían ese mandato y nadie se lo había dado; por lo demás,
nadie podía dárselo, porque la Constitución esencial de la Iglesia viene del
Señor y nos ha sido dada para que nosotros podamos alcanzar la vida eterna
y, partiendo de esta perspectiva, podamos iluminar también la vida en el
tiempo y el tiempo mismo.
Los obispos, mediante el sacramento que han recibido, son fiduciarios del
don del Señor. Son "administradores de los misterios de Dios" (1 Co 4, 1), y
como tales deben ser "fieles y prudentes" (cf. Lc 12, 41-48). Eso significa
que deben administrar el don del Señor de modo correcto, para que no quede
oculto en algún escondrijo, sino que dé fruto y el Señor, al final, pueda
decir al administrador: "Puesto que has sido fiel en lo poco, te pondré al
frente de lo mucho" (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 11-27). En estas parábolas
evangélicas se manifiesta la dinámica de la fidelidad, que afecta al
servicio del Señor, y en ellas también resulta evidente que en un Concilio
la dinámica y la fidelidad deben ser una sola cosa.
A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la
reforma, como la presentaron primero el Papa Juan XXIII en su discurso de
apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI en
el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965. Aquí quisiera citar
solamente las palabras, muy conocidas, del Papa Juan XXIII, en las que esta
hermenéutica se expresa de una forma inequívoca cuando dice que el Concilio
"quiere transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin atenuaciones
ni deformaciones", y prosigue: "Nuestra tarea no es únicamente guardar este
tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino
también dedicarnos con voluntad diligente, sin temor, a estudiar lo que
exige nuestra época (...). Es necesario que esta doctrina, verdadera e
inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y
exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el
depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerable
doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades,
conservando sin embargo el mismo sentido y significado" (Concilio ecuménico
Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid 1993, pp.
1094-1095).
Es claro que este esfuerzo por expresar de un modo nuevo una determinada
verdad exige una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación vital con
ella; asimismo, es claro que la nueva palabra sólo puede madurar si nace de
una comprensión consciente de la verdad expresada y que, por otra parte, la
reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En este sentido, el
programa propuesto por el Papa Juan XXIII era sumamente exigente, como es
exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo. Pero donde esta
interpretación ha sido la orientación que ha guiado la recepción del
Concilio, ha crecido una nueva vida y han madurado nuevos frutos. Cuarenta
años después del Concilio podemos constatar que lo positivo es más grande y
más vivo de lo que pudiera parecer en la agitación de los años cercanos al
1968. Hoy vemos que la semilla buena, a pesar de desarrollarse lentamente,
crece, y así crece también nuestra profunda gratitud por la obra realizada
por el Concilio.
Pablo VI, en su discurso durante la clausura del Concilio, indicó también
una motivación específica por la cual una hermenéutica de la discontinuidad
podría parecer convincente. En el gran debate sobre el hombre, que
caracteriza el tiempo moderno, el Concilio debía dedicarse de modo especial
al tema de la antropología. Debía interrogarse sobre la relación entre la
Iglesia y su fe, por una parte, y el hombre y el mundo actual, por otra (cf.
ib., pp. 1173-1181). La cuestión resulta mucho más clara si en lugar del
término genérico "mundo actual" elegimos otro más preciso: el Concilio debía
determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna.
Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Galileo.
Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la "religión dentro de la
razón pura" y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se
difundió una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería
conceder espacio alguno a la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe
de la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias
naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad
hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la "hipótesis
Dios", había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la
Iglesia, ásperas y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna.
Así pues, aparentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento
positivo y fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los
que se sentían representantes de la edad moderna.
Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había evolucionado. La
gente se daba cuenta de que la revolución americana había ofrecido un modelo
de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias radicales
surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias
naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio
límite, impuesto por su mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas,
no era capaz de comprender la totalidad de la realidad.
Así, ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En
el período entre las dos guerras mundiales, y más aún después de la segunda
guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede
existir un Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los
valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el
cristianismo.
La doctrina social católica, que se fue desarrollando progresivamente, se
había convertido en un modelo importante entre el liberalismo radical y la
teoría marxista del Estado. Las ciencias naturales, que sin reservas hacían
profesión de su método, en el que Dios no tenía acceso, se daban cuenta cada
vez con mayor claridad de que este método no abarcaba la totalidad de la
realidad y, por tanto, abrían de nuevo las puertas a Dios, sabiendo que la
realidad es más grande que el método naturalista y que lo que ese método
puede abarcar.
Se podría decir que ahora, en la hora del Vaticano II, se habían formado
tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era
necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias
modernas; por lo demás, eso no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino
también a la ciencia histórica, porque, en cierta escuela, el método
histórico-crítico reclamaba para sí la última palabra en la interpretación
de la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad para su comprensión de
las sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación
que la fe de la Iglesia había elaborado.
En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la
Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias
religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de modo
imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia
ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su
religión.
En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema
de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva definición de
la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En particular,
ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general,
con una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, resultaba
necesario valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la
fe de Israel.
Todos estos temas tienen un gran alcance —eran los grandes temas de la
segunda parte del Concilio— y no nos es posible reflexionar más ampliamente
sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos sectores, que en
su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de
discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una
discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones
entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que
no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho
fácilmente escapa a la primera percepción.
Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes
niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma. En este proceso de
novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que
antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes —por
ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal
de la Biblia— necesariamente debían ser contingentes también ellas,
precisamente porque se referían a una realidad determinada en sí misma
mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas decisiones, sólo
los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y
motivando la decisión desde dentro.
En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen
de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las
decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de
su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar. Por ejemplo, si la libertad
de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de
encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del
relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al
nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la
consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de
conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en
la dignidad interior de la verdad.
Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de
religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún,
como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde
fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de
convicción.
El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre
la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de
nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de
que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo
(cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires
de todos los tiempos.
La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los
responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1 Tm 2,
2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a
adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires
de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado
en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de
conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que
ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la
gracia de Dios, en libertad de conciencia.
Una Iglesia misionera, consciente de que tiene el deber de anunciar su
mensaje a todos los pueblos, necesariamente debe comprometerse en favor de
la libertad de la fe. Quiere transmitir el don de la verdad que existe para
todos y, al mismo tiempo, asegura a los pueblos y a sus gobiernos que con
ello no quiere destruir su identidad y sus culturas, sino que, al contrario,
les lleva una respuesta que esperan en lo más íntimo de su ser, una
respuesta con la que no se pierde la multiplicidad de las culturas, sino que
se promueve la unidad entre los hombres y también la paz entre los pueblos.
El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe
de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó
o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente
discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera
identidad. La Iglesia, tanto antes como después del Concilio, es la misma
Iglesia una, santa, católica y apostólica en camino a través de los tiempos;
prosigue "su peregrinación entre las persecuciones del mundo y los consuelos
de Dios", anunciando la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. Lumen
gentium, 8).
Quienes esperaban que con este "sí" fundamental a la edad moderna todas las
tensiones desaparecerían y la "apertura al mundo" así realizada lo
transformaría todo en pura armonía, habían subestimado las tensiones
interiores y también las contradicciones de la misma edad moderna; habían
subestimado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que en todos
los períodos de la historia y en toda situación histórica es una amenaza
para el camino del hombre.
Estos peligros, con las nuevas posibilidades y con el nuevo poder del hombre
sobre la materia y sobre sí mismo, no han desaparecido; al contrario, asumen
nuevas dimensiones: una mirada a la historia actual lo demuestra claramente.
También en nuestro tiempo la Iglesia sigue siendo un "signo de
contradicción" (Lc 2, 34). No sin motivo el Papa Juan Pablo II, siendo aún
cardenal, puso este título a los ejercicios espirituales que predicó en 1976
al Papa Pablo VI y a la Curia romana.
El Concilio no podía tener la intención de abolir esta contradicción del
Evangelio con respecto a los peligros y los errores del hombre. En cambio,
no cabe duda de que quería eliminar contradicciones erróneas o superfluas,
para presentar al mundo actual la exigencia del Evangelio en toda su
grandeza y pureza. El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que
de un modo muy impreciso se ha presentado como "apertura al mundo",
pertenece en último término al problema perenne de la relación entre la fe y
la razón, que se vuelve a presentar de formas siempre nuevas.
La situación que el Concilio debía afrontar se puede equiparar, sin duda, a
acontecimientos de épocas anteriores. San Pedro, en su primera carta,
exhortó a los cristianos a estar siempre dispuestos a dar respuesta
(apo-logía) a quien le pidiera el logos (la razón) de su fe (cf. 1 P 3, 15).
Esto significaba que la fe bíblica debía entrar en discusión y en relación
con la cultura griega y aprender a reconocer mediante la interpretación la
línea de distinción, pero también el contacto y la afinidad entre ellos en
la única razón dada por Dios.
Cuando, en el siglo XIII, mediante filósofos judíos y árabes, el pensamiento
aristotélico entró en contacto con la cristiandad medieval formada en la
tradición platónica, y la fe y la razón corrían el peligro de entrar en una
contradicción inconciliable, fue sobre todo santo Tomás de Aquino quien
medió el nuevo encuentro entre la fe y la filosofía aristotélica, poniendo
así la fe en una relación positiva con la forma de razón dominante en su
tiempo.
La ardua disputa entre la razón moderna y la fe cristiana que en un primer
momento, con el proceso a Galileo, había comenzado de modo negativo,
ciertamente atravesó muchas fases, pero con el concilio Vaticano II llegó la
hora en que se requería una profunda reflexión. Desde luego, en los textos
conciliares su contenido sólo está trazado en grandes líneas, pero así se
determinó la dirección esencial, de forma que el diálogo entre la razón y la
fe, hoy particularmente importante, ha encontrado su orientación sobre la
base del Vaticano II.
Ahora, este diálogo se debe desarrollar con gran apertura mental, pero
también con la claridad en el discernimiento de espíritus que el mundo, con
razón, espera de nosotros precisamente en este momento. Así hoy podemos
volver con gratitud nuestra mirada al concilio Vaticano II: si lo leemos y
acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser
cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la
Iglesia.
Por último, ¿debo recordar una vez más aquel 19 de abril de este año, en que
el Colegio cardenalicio, con susto mío no pequeño, me eligió como sucesor
del Papa Juan Pablo II, como sucesor de san Pedro en la cátedra del Obispo
de Roma? Esa tarea estaba totalmente fuera de lo que yo hubiera podido
imaginar como vocación mía. Así, sólo gracias a un gran acto de confianza en
Dios pude pronunciar con obediencia mi "sí" a esta elección. Como entonces,
también hoy os pido a todos vuestra oración, con cuya fuerza y apoyo cuento.
Al mismo tiempo, deseo dar las gracias de corazón en este momento a todos
los que me han acogido y me siguen acogiendo con tanta confianza, bondad y
comprensión, acompañándome día tras día con su oración.
La Navidad está ya muy cercana. El Señor Dios no se ha opuesto a las
amenazas de la historia con el poder exterior, como hubiéramos esperado
nosotros los hombres, según las perspectivas de nuestro mundo. Su arma ha
sido la bondad. Se ha revelado como niño, nacido en un establo. Es
precisamente así como contrapone su poder, completamente diverso, a las
potencias destructoras de la violencia. Precisamente así nos salva él.
Precisamente así nos muestra lo que salva. En estos días navideños queremos
salir a su encuentro llenos de confianza, como los pastores, como los magos
de Oriente.
Pidamos a María que nos lleve al Señor. Pidámosle a él mismo que haga
brillar su rostro sobre nosotros. Pidámosle que venza él mismo la violencia
en el mundo y nos haga experimentar el poder de su bondad.
Con estos sentimientos, os imparto de corazón a todos la bendición
apostólica.