El estado del planeta 2005 según el Papa Benedicto XVI
Benedicto XVI
Discurso al Cuerpo Diplomático
CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 9 enero 2006
Excelencias,
Señoras y Señores:
Con alegría os recibo a todos en este tradicional encuentro del Papa con el
Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. Después de la celebración
de las grandes fiestas cristianas de la Navidad y de Epifanía, la Iglesia
todavía vive de esta alegría: es una gran alegría, porque surge de la
presencia del Emmanuel --Dios-con-nosotros--, pero es también una alegría
interior, puesto que es vivida en el ámbito doméstico de la Sagrada Familia,
cuya historia sencilla y ejemplar la Iglesia recorre en este tiempo con
íntima participación; al mismo tiempo, es una alegría que se ha de
comunicar, pues la verdadera alegría se debilita y se apaga cuando se la
aísla. A todos vosotros, Señoras y Señores Embajadores, a los Pueblos y
Gobiernos que dignamente representáis, a vuestras queridas familias y a
vuestros distinguidos Colaboradores, expreso mi deseo de alegría cristiana.
Que ésta sea la alegría de la fraternidad universal traída por Cristo, una
alegría rica de verdaderos valores y abierta a una generosa participación.
Que ella os acompañe y aumente cada día del año que acaba de empezar.
Vuestro Decano, Señoras y Señores Embajadores, ha expresado la felicitación
del Cuerpo diplomático, interpretando con delicadeza vuestros sentimientos.
A él y a vosotros manifiesto mi agradecimiento. Él ha mencionado también
algunos de los numerosos y graves problemas que inquietan al mundo de hoy.
Éstos son objeto de vuestra solicitud y también de la Santa Sede y de la
Iglesia católica en todo el mundo, solidaria de todo sufrimiento, de toda
esperanza y de todo esfuerzo que acompaña el camino del hombre. Nos sentimos
así unidos en una misión común, que nos sitúa siempre ante nuevos y enormes
desafíos. Sin embargo, los afrontamos con confianza, con la voluntad de
apoyarnos mutuamente - cada uno según su propio cometido ? mirando hacia
grandes metas comunes.
He dicho "nuestra misión común".
¿Y cuál es, sino la de la paz? La Iglesia no hace más que difundir el mensaje de Cristo, que vino ? como escribe el apóstol Pablo en la Carta a los Efesios - a anunciar la paz a los que estaban lejos y a los que estaban cerca (cf. 2,17). Y vosotros, eximios representantes diplomáticos de vuestros Pueblos, según vuestro estatuto tenéis precisamente este noble objetivo: promover relaciones internacionales amistosas, en las que en realidad se sustenta la paz (Convención de Viena sobre las Relaciones Diplomáticas).
La paz - lo constatamos con dolor - en muchas partes del mundo está
impedida, herida o amenazada. ¿Cuál es el camino hacia la paz? En el Mensaje
que he dirigido para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz de este
año he querido afirmar: "Donde y cuando el hombre se deja iluminar por el
resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz"
(n. 3). En la verdad, la paz.
Mirando la situación del mundo de hoy, en el que, junto a funestos
escenarios de conflictos bélicos, abiertos o latentes, o sólo aparentemente
calmados, se puede apreciar - gracias a Dios - un esfuerzo valiente y tenaz
por parte de muchos hombres y de muchas instituciones en favor de la paz,
quisiera proponer, como un estímulo fraterno, algunas reflexiones que
presento en unos sencillos enunciados.
Primero: el compromiso por la verdad es el alma de la justicia. Quien se
compromete por la verdad debe rechazar la ley del más fuerte, que se basa en
la mentira y que ? en el ámbito nacional e internacional - tantas veces ha
provocado tragedias en la historia del hombre. La mentira a menudo se
presenta con una apariencia de verdad, pero en realidad siempre es selectiva
y tendenciosa, orientada egoísticamente a instrumentalizar al hombre y, en
definitiva, a anularlo. Sistemas políticos del pasado, pero no sólo del
pasado, son un amargo ejemplo de ello.
En el lado opuesto están la verdad y la veracidad, que llevan al encuentro del otro, a su reconocimiento y al acuerdo. Por su propio resplandor --splendor veritatis--, la verdad no puede dejar de difundirse; y el amor de lo verdadero, por su dinamismo intrínseco, está orientado totalmente a la comprensión imparcial y ecuánime, así como a la participación, no obstante cualquier dificultad.
Vuestra experiencia de diplomáticos confirma que, también en las relaciones internacionales, la búsqueda de la verdad logra individuar las diversidades hasta en los matices más sutiles y sus correspondientes exigencias, y por eso mismo también los límites que se han de respetar y no sobrepasar, en la defensa de todo legítimo interés de las partes. Esta misma búsqueda de la verdad os lleva, al mismo tiempo, a afirmar con fuerza lo que es común, lo que pertenece a la naturaleza misma de las personas, de cada pueblo y de cada cultura, y que debe ser respetado igualmente. Y cuando estos aspectos, distintos y complementarios - la diversidad y la igualdad - son conocidos y reconocidos, entonces los problemas pueden solucionarse y las discordias resolverse según justicia; entonces son posibles acuerdos profundos y duraderos. En cambio, cuando uno de ellos es desconocido o no es tomado en su debida consideración, entonces se produce la incomprensión, el enfrentamiento, la tentación de la violencia y del abuso de poder.
Con una evidencia casi ejemplar, estas consideraciones me parecen aplicables
en aquel punto neurálgico de la escena mundial que es Tierra Santa. En ella
el Estado de Israel tiene que poder subsistir pacíficamente de acuerdo con
las normas del derecho internacional; en ella, por igual, el Pueblo
palestino ha de poder desarrollar serenamente las propias instituciones
democráticas por un futuro libre y próspero.
Estas consideraciones pueden aplicarse de una manera más amplia al contexto
mundial actual, en el cual sin duda se ha vislumbrado el peligro de un
choque de civilizaciones. El peligro se hace más agudo por el terrorismo
organizado, que se extiende ya a escala mundial. Sus causas son numerosas y
complejas, además de las ideológicas y políticas, unidas a aberrantes
concepciones religiosas. El terrorismo no duda en atacar a personas inermes,
sin ninguna distinción, o en imponer chantajes inhumanos, provocando el
pánico en poblaciones enteras, para obligar a los responsables políticos a
favorecer los planes de los terroristas mismos. Ninguna circunstancia puede
justificar esta actividad criminal, que llena de infamia a quien la realiza
y que es mucho más deplorable cuando se apoya en una religión, rebajando así
la pura verdad de Dios a la medida de la propia ceguera y perversión moral.
El compromiso por la verdad por parte de las diplomacias, sea a nivel
bilateral como plurilateral, puede dar una aportación esencial, para que las
innegables diversidades que caracterizan a pueblos de diferentes partes del
mundo y sus culturas puedan recomponerse no sólo en una coexistencia
tolerante, sino en un más alto y más rico proyecto de humanidad. En siglos
pasados los intercambios culturales entre judaísmo y helenismo, entre mundo
romano, mundo germánico y mundo eslavo, como también entre mundo árabe y
mundo europeo, han enriquecido la cultura y favorecido las ciencias y las
civilizaciones. Así hoy debería darse de nuevo y en mayor medida, existiendo
de hecho unas posibilidades de intercambio y de recíproca comprensión mucho
más favorables.
Por esto lo que hoy se pide es, ante todo, que se elimine
todo obstáculo para el acceso a la información por medio de la prensa y de
los modernos medios informáticos, y, además, que se intensifiquen los
intercambios de profesores y de estudiantes entre las disciplinas
humanísticas de las universidades de las diversas regiones culturales.
El segundo enunciado que quisiera proponer es: el compromiso por la verdad
da fundamento y vigor al derecho a la libertad. La grandeza singular del ser
humano tiene su última raíz en esto: el hombre puede conocer la verdad. Y el
hombre la quiere conocer. Pero la verdad puede alcanzarse sólo en la
libertad. Esto es válido para todas las verdades, como se ve en la historia
de las ciencias; pero es cierto de manera eminente para las verdades en las
que lo que está en juego es el hombre mismo en cuanto tal, las verdades del
espíritu: las que conciernen al bien y al mal, las grandes metas y
perspectivas de la vida, la relación con Dios. Porque ellas no se pueden
alcanzar sin que esto lleve consigo profundas repercusiones en la
orientación de la propia vida. Y una vez hechas propias libremente,
necesitan además espacios de libertad para poder ser vividas en todas las
dimensiones de la vida humana.
Aquí es donde interviene naturalmente la acción de cada Estado, así como la
actividad diplomática interestatal. En la evolución actual del derecho
internacional se ve con creciente sensibilidad que ningún Gobierno puede
desentenderse de la tarea de garantizar a los propios ciudadanos unas
condiciones adecuadas de libertad, sin perjudicar por eso mismo la propia
credibilidad como interlocutor en las cuestiones internacionales. Y eso es
justo: porque en la defensa de los derechos inherentes a la persona en
cuanto tal, garantizados internacionalmente, se debe otorgar un valor
prioritario al espacio reservado a los derechos a la libertad dentro de cada
Estado, sea en la vida pública como en la privada, sea en las relaciones
económicas como en las políticas, sea en las relaciones culturales como en
las religiosas.
A este propósito es bien conocido, Señoras y Señores Embajadores, cómo la
acción de la diplomacia de la Santa Sede está, por su naturaleza, orientada
a promover, entre los diversos ámbitos en que debe desarrollarse la
libertad, el aspecto de la libertad de religión. Por desgracia, en algunos
Estados, incluso entre los que pueden alardear de tradiciones culturales
pluriseculares, la libertad, lejos de ser garantizada, es más bien violada
gravemente, particularmente respecto a las minorías.
A este propósito
quisiera sólo recordar lo establecido con gran claridad en la Declaración
Universal de los Derechos del Hombre. Los derechos fundamentales del hombre
son los mismos en todas las latitudes; y entre ellos un lugar preeminente
tiene que ser reconocido al derecho a la libertad de religión, porque
concierne a la relación humana más importante, la relación con Dios.
Quisiera decir a todos los responsables de la vida de las Naciones: ¡si no
teméis la verdad, no debéis temer la libertad! La Santa Sede, cuando por
doquier pide condiciones de verdadera libertad para la Iglesia católica, las
pide igualmente para todos.
Quisiera pasar a un tercer enunciado: el compromiso por la verdad abre el
camino al perdón y a la reconciliación. Surge una objeción ante la conexión
indispensable entre el compromiso por la verdad y la paz: las diferentes
convicciones sobre la verdad dan lugar a tensiones, a incomprensiones, a
debates, tanto más fuertes cuanto más profundas son las convicciones mismas.
A lo largo de la historia, éstas también han dado lugar a violentas
contraposiciones, a conflictos sociales y políticos, e incluso a guerras de
religión.
Esto es verdad, y no se puede negar; pero esto ha ocurrido siempre
por una serie de causas concomitantes, que poco o nada tenían que ver con la
verdad y la religión, y siempre porque se quiere sacar provecho de medios
realmente irreconciliables con el puro compromiso por la verdad y con el
respeto de la libertad requerido por la verdad. Por lo que concierne
específicamente a la Iglesia católica, ella condena los graves errores
cometidos en el pasado, tanto por parte de sus miembros como de sus
instituciones, y no ha dudado en pedir perdón. Lo exige el compromiso por la
verdad.
La petición de perdón y el don del perdón, igualmente debido - porque para
todos vale la advertencia de Nuestro Señor: "¡el que esté sin pecado, que
tire la primera piedra! " (cf. Jn 8,7) - son elementos indispensables para
la paz. La memoria queda purificada, el corazón apaciguado, y se vuelve pura
la mirada sobre lo que la verdad exige para desarrollar pensamientos de paz.
No puedo dejar de recordar las iluminadoras palabras de Juan Pablo II: "No
hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón" (Mensaje para la Jornada
mundial de la Paz, 1 enero 2002). Con humildad y profundo amor, las repito a
los responsables de las Naciones, en particular de aquéllas donde las
heridas físicas y morales de los conflictos están más vivas y es más
apremiante la necesidad de paz.
Mi pensamiento se dirige espontáneamente a
la tierra donde nació Jesucristo, el Príncipe de la Paz, que tuvo palabras
de paz y perdón para todos; pienso en el Líbano, cuya población debe
encontrar, también con la ayuda de la solidaridad internacional, su vocación
histórica de colaboración sincera y fructuosa entre las comunidades de
diferentes credos; pienso igualmente en todo el Oriente Medio,
particularmente en Irak, cuna de grandes civilizaciones, enlutado
diariamente en estos años por sangrientos actos terroristas. Pienso en
África, y sobre todo en los Países de la Región de los Grandes Lagos, donde
todavía se sufren las trágicas consecuencias de las guerras fratricidas de
los años pasados; pienso en las poblaciones indefensas del Darfur, golpeadas
con execrable ferocidad, con peligrosas repercusiones internacionales; y
pienso en tantas otras tierras, de diversas partes del mundo, que son teatro
de cruentos conflictos.
Entre las grandes tareas de la diplomacia se debe contar indudablemente con
la de hacer comprender a todas las partes en conflicto que, si aman la
verdad, no pueden dejar de reconocer los errores - y no sólo los de los
otros -, ni pueden rechazar el abrirse al perdón, pedido y concedido. El
compromiso por la verdad - que ciertamente les interesa - los convoca a la
paz, a través del perdón. La sangre derramada no grita venganza, pero sí
invoca respeto por la vida y la paz. Ojalá pueda la Peacebuilding
Commission, instituida recientemente por la ONU, responder eficazmente a
esta exigencia fundamental de la humanidad, con la cooperación llena de
buena voluntad por parte de todos.
Señoras y Señores Embajadores, quisiera proponeros un último enunciado: el
compromiso por la paz abre camino a nuevas esperanzas. Es como una
conclusión lógica de lo que he tratado de ilustrar hasta ahora. ¡Porque el
hombre es capaz de verdad! Lo es tanto sobre los grandes problemas del ser,
como sobre los grandes problemas del obrar: en la esfera individual y en las
relaciones sociales, en el ámbito de un pueblo como de la humanidad entera.
La paz, hacia la que debe y puede llevarla su compromiso, no es sólo el
silencio de las armas; es, más bien, una paz que favorece la formación de
nuevos dinamismos en las relaciones internacionales, dinamismos que a su vez
se transforman en factores de conservación de la paz misma. Y sólo lo son si
responden a la verdad del hombre y a su dignidad. Y por esto no se puede
hablar de paz allá donde el hombre no tiene ni siquiera lo indispensable
para vivir con dignidad.
Pienso ahora en las multitudes inmensas de
poblaciones que padecen hambre. Aunque no estén en guerra, la suya no se
puede llamar paz: más aún, son víctimas inermes de la guerra. Vienen también
espontáneamente a mi mente las imágenes sobrecogedoras de los grandes campos
de prófugos o de refugiados - en muchas partes del mundo - acogidos en
precarias condiciones para librarse de una suerte peor, pero necesitados de
todo. Estos seres humanos, ¿no son nuestros hermanos y hermanas? ¿Acaso sus
hijos no vienen al mundo con las mismas esperanzas legítimas de felicidad
que los demás? Mi pensamiento se dirige también a todos los que, por
condiciones de vida indigna, se ven impulsados a emigrar lejos de su País y
de sus seres queridos, con la esperanza de una vida más humana. Ni podemos
olvidar tampoco la plaga del tráfico de personas, que es una vergüenza para
nuestro tiempo.
Muchas personas de buena voluntad, diversas instituciones internacionales y
organizaciones no gubernativas, no se han quedado inactivo frente a estas
"emergencias humanitarias", así como frente a otros dramáticos problemas del
hombre. Pero se requiere un mayor esfuerzo conjunto de las diplomacias para
individuar en la verdad, y superar con valentía y generosidad, los
obstáculos que impiden encontrar todavía soluciones eficaces y dignas del
hombre. Y la verdad exige que ninguno de los Estados prósperos se sustraiga
a las propias responsabilidades y al deber de ayuda, utilizando con mayor
generosidad los propios recursos.
Se puede afirmar, sobre la base de datos
estadísticos disponibles, que menos de la mitad de las ingentes sumas
destinadas globalmente a armamento sería más que suficiente para sacar de
manera estable de la indigencia al inmenso ejército de los pobres. Esto
interpela a la conciencia humana. Nuestro común compromiso por la verdad
puede y tiene que dar nueva esperanza a estas poblaciones que viven bajo el
umbral de la pobreza, mucho más a causa de situaciones que dependen de las
relaciones internacionales políticas, comerciales y culturales, que por
circunstancias incontroladas.
¡Señoras y Señores Embajadores!
En la Navidad de Cristo la Iglesia ve cumplida la profecía del Salmista:
"Amor y Verdad se han dado cita, Justicia y Paz se abrazan; la Verdad
brotará de la tierra, y de los cielos se asomará la Justicia" (Sal
84,11-12). Al comentar estas palabras inspiradas, el gran Padre de la
Iglesia Agustín, haciéndose intérprete de la fe de toda la Iglesia, exclama:
"La verdad brota de la tierra: Cristo, que ha dicho: Yo soy la Verdad, ha
nacido de la Virgen" (Sermo 185).
La Iglesia vive siempre de esta verdad; pero de modo particular se ilumina
con ella y se alegra en esta etapa del año litúrgico. Y a la luz de esta
verdad mis palabras, dirigidas a vosotros y para vosotros, que representáis
aquí a la mayor parte de las Naciones del mundo, quieren ser al mismo tiempo
testimonio y augurio: ¡en la verdad, la paz!
¡Con este espíritu, os deseo a todos muy cordialmente un feliz año!