El duelo entre la muerte y la vida: San Efrén de Nisibe
Se cumple el VII Centenario del fin de los trabajos de decoración de la
capilla de los Scrovegni, en Padua, los maravillosos frescos de Ambrogio
Bondone, conocido como Giotto, quien, por encargo del acaudalado Enrico
Scrovegni, pintó, entre 1303 y 1305, un total de 103 escenas de la vida de
Cristo y de la Virgen, en un total de 900 metros cuadrados de pared. La
reciente restauración ha devuelto a estos frescos su colorido original. En
esta página ofrecemos algunos para ilustrar la victoria de Cristo –«Con su
muerte, destruyó nuestra muerte»–, expresada de un modo bellísimo en este
texto del siglo IV, correspondiente a la Homilía sobre Nuestro Señor
(III-IV), de san Efrén de Nisibe, que bien puede alimentar hoy la oración
del pueblo cristiano, en la noche santa de la Vigilia Pascual
Nuestro Señor, en efecto, fue pisoteado por la muerte, pero así abrió Él un
camino por encima de la muerte. Se sometió a cargar con la muerte, como ella
quería, para subyugar a la muerte contra su voluntad. Salía Nuestro Señor
cargando con su cruz, como quería la muerte, pero dio un grito estando sobre
la cruz, e hizo salir a los muertos del Seol, contra la voluntad de la
muerte. Con las mismas armas con que la muerte le había matado, obtuvo Él la
victoria sobre la muerte. Como la divinidad estaba oculta en la humanidad,
la muerte pudo acercarse a Él. Mató y fue muerta. Mató la muerte a la vida,
como es natural que haga la muerte, pero la vida la mató a ella, que no es
lo natural que haga la vida.
Como la muerte no podía devorarlo si Él no tenía un cuerpo, ni el Seol podía
engullirlo si Él no tenía carne, vino a la Virgen, para tener una montura
que le llevase desde allí al Seol. De junto al asna le trajeron la montura
con que entró en Jerusalén, y proclamó su ruina y la miseria de sus hijos.
Con el cuerpo que tomó de la Virgen entró en el Seol, saqueó sus tesoros y
despojó sus riquezas. Vino, en efecto, hasta Eva, la madre de todos los
vivientes. Ella era la viña, cuya cerca ella misma abrió con sus propias
manos, y así la muerte pudo gustar sus frutos. Y Eva, la madre de todos los
vivientes, vino a ser una fuente de muerte para todos los vivientes. De Eva,
de la viña antigua, retoñó María, el brote nuevo, y la nueva vida habitó en
ella, para que, cuando viniese la muerte, según su costumbre, a comerse
confiadamente los frutos mortales, le estuviese oculta la vida que mata a la
muerte, y al devorarla sin sospecha, la vomitase, y con ella, a muchos
otros.
La Medicina de Vida, pues, descendió volando de lo alto, y se introdujo en
un cuerpo, fruto mortal. Y cuando vino la muerte a comer, según su
costumbre, la vida se volvió y devoró a la muerte. Éste es el alimento que
tenía hambre de comer al que lo comía. Por este fruto único, en efecto, que
la muerte devoró hambrienta, tuvo que vomitar a la multitud de vida que con
tanta avidez había devorado. Y así aquella hambre suya, que la había hecho
precipitarse sobre aquel fruto único, acabó con la avidez que la había
precipitado sobre muchos. Ansiosa estaba la muerte de devorar a uno, pero
tuvo que apresurarse a vomitar a muchos. Pues cuando aquel uno moría sobre
la cruz, muchos sepultados salían del Seol a su voz.
Éste es el fruto que rasgó a la muerte que le devoraba, e hizo salir de su
interior a los vivos, a por los que había sido enviado. Pues el Seol
retenía, en efecto, todo lo que engullía. Y por medio del único que no había
de ser engullido, fue devuelto de su interior lo que había engullido. Quien
tiene el estómago revuelto, vomita tanto lo que le gusta como lo que no le
gusta. Se le revolvió el estómago a la muerte, y al vomitar la Medicina de
Vida, que le había resultado amarga, vomitó también con ella a los vivos
aquellos devorados por ella con tanto gusto.
Éste es el hijo del carpintero, mañoso, que construyó su cruz como un puente
por encima del Seol, que todo lo devora, e hizo pasar así a los hombres a la
casa de la Vida. Ya que por el leño, en efecto, la Humanidad había caído al
interior del Seol, sobre el leño pasó también a la casa de la Vida. En el
leño en que había sido injertada la amargura, fue injertada la dulzura, para
que reconozcamos a Aquel que no tiene entre sus criaturas ninguna que pueda
oponérsele. ¡Gloria a Ti, que construiste tu cruz como un puente sobre la
muerte, para que las almas pudiesen pasar por él de la casa de los muertos a
la casa de la Vida!
Traducción de Javier Martínez
arzobispo de Granada
(Gracias a A&O 445)