Una esperanza que cura la muerte
"Ser médica y estar en un servicio de Cuidados Paliativos me ha ayudado
a valorar de un modo particular una experiencia íntima: la enfermedad y
muerte de mi madre, recientemente ocurrida".
Pilar de Antueno
Maurice Caillet, en su libro "Yo fui masón", siendo él médico, refiere:
"Abordé esta carrera desde una óptica cientificista, pensando que la ciencia
iba a resolver todos los problemas de la vida e incluso de la muerte"(1) .
Es cierto. Esperamos que la medicina, la psicología u otras ciencias nos
resuelvan ciertos problemas; también el de la muerte. Muchas veces no los
resuelven porque la solución está dentro de nosotros, no fuera. Es verdad
que pueden dar algunas respuestas, vislumbrar ciertos horizontes, ayudar a
paliar ciertos síntomas físicos y espirituales, pero no tienen la última
palabra. Frente a la realidad de la muerte, el único horizonte para
enfrentarla está dentro de cada uno: es la habilidad de poder dar un nombre
a aquello que se deja al morir, y a enfrentar lo que vendrá.
Ser médica y estar en un servicio de Cuidados Paliativos me ha ayudado a
valorar de un modo particular una experiencia íntima: la enfermedad y muerte
de mi madre, recientemente ocurrida. Nunca me había enfrentado a la muerte
del modo que me tocó hacerlo; además creía saber hacerlo, ya que en otras
oportunidades había acompañado a personas que iban a morir.
Cuando la muerte viene a golpear nuestra puerta, la de nuestra familia,
muchas cosas cambian dentro de nosotros. Mientras sentimos que nos arrancan
la vida de las manos, tenemos que enfrentar la dureza de las malas noticias.
En esas circunstancias difíciles, la ayuda de los profesionales se nos puede
aparecer, en ocasiones, distante y poco comprometida.
Sentimos que se
cierran todas las puertas, que no hay más esperanzas; surge la necesidad de
luchar cada día por sobrevivir o esperar la muerte, mientras nos
cuestionamos sobre cómo seguir adelante, e intentamos apoyar a la persona
querida y enferma. Se conocen entonces la soledad y desesperación de los más
próximos y la propia. La impotencia y la tensión interior y exterior que
genera estar en situaciones límite cada día se pueden prolongar durante
mucho tiempo.
Personalmente, el ver cerradas todas las puertas me implicó replantearme
dónde estaba ese Dios Omnipotente en el que siempre había creído. Sin
embargo, hay una respuesta capaz de sostenernos: la esperanza en un más
allá. No una esperanza transitoria en posibles soluciones médicas o en
personas que nos den consuelo. Todas estas son esperanzas humanas lícitas,
pero son finitas como el hombre.
Cuando experimentamos un gran amor en la vida, éste es capaz de dar un
sentido nuevo a nuestra existencia. Sin embargo, todos los amores que
experimentamos son frágiles, limitados y no solucionan el problema de
nuestra vida porque son igualmente destruidos por la muerte. Así se
comprueba que el ser humano necesita un amor incondicionado, que responda a
sus ansias de inmortalidad. Por eso podemos decir que el hombre está hecho
para la eternidad.
Se trata entonces de una esperanza más profunda que nos da un sentido frente
a la muerte. Y es así como nos da una respuesta. La muerte nos llega a
todos, tarde o temprano. Y nunca estamos preparados para ella. Siempre
mantenemos de algún modo ilusiones, proyectos, o tenemos a alguien que nos
espera. La cercanía de la muerte pasa por encima de todo esto. Por eso se
lleva también las esperanzas humanas.
El hombre es un ser material y espiritual. La vida misma lo comprueba:
pensamos, tenemos ideas, planeamos, ponemos nuestros sentimientos en
personas u objetos, somos capaces de amar. Esta realidad espiritual nos
demuestra que el cuerpo no es todo, que somos algo más que materia; y que,
por eso, la muerte no es el final, sino un paso. Podemos estar agonizando,
sufriendo mucho en nuestro cuerpo y alma, pero interiormente podemos
sobrevivir si tenemos esperanza en la existencia de un lugar donde estaremos
bien, donde habrá alguien que nos ame incondicionalmente, desde donde
podremos cuidar y acompañar a nuestros seres queridos. Eso puede dar sentido
a nuestra vida y a nuestra muerte, a todo lo que hemos construido, al para
qué amamos.
Puede ayudarnos a perdonarnos a nosotros mismos y a los demás. Sin una
esperanza así, nada de lo que hacemos aquí tiene sentido, pues todo se
acabaría. La muerte es una de esas pocas realidades que nos enfrentan con
interrogantes tan profundos como el "para qué" de nuestra existencia.
Hemos recibido el don de la vida, y estamos aquí con una vocación que
compete a cada uno descubrir, realizar. Estamos para algo y para alguien. No
hemos sido puestos en el mundo "por casualidad". Todos descubrimos en algún
momento que nuestra vida tiene un sentido en relación a los demás: una
familia, un amor, un trabajo, amistades… De algún modo descubrimos que
estamos llamados a darnos. El "otro" forma parte de nuestra vocación. La
vida de cada uno siempre toma un rumbo, cobra un sentido, y lo vamos
construyendo con nuestras decisiones libres.
Una psicóloga trabajadora en una unidad de Cuidados Paliativos en París,
psicoanalista, afirma: "La vida me ha enseñado dos cosas: la primera es que
no evitaré mi muerte ni la de mis seres queridos. La segunda es que el ser
humano no se reduce a lo que vemos o creemos ver. Siempre es infinitamente
más grande, más profundo de lo que pueden decir nuestros limitados juicios.
En fin, nunca ha dicho su última palabra, siempre avanza, siempre tiene el
poder de realizarse, es capaz de transformarse a través de las crisis y de
las pruebas de su vida"(2).
La experiencia personal de la muerte me ha llevado a continuar trabajando
con pacientes terminales con una visión más profunda. Como médicos podemos
paliar mucho sufrimiento, sobre todo físico. Tenemos el deber de hacerlo con
un saber científico probado y competente. Pero hay un sufrimiento moral que
sólo se resuelve aceptando la realidad y siendo capaces de darle un sentido,
recuperando una esperanza que resista ante todas las desilusiones. Y esta es
la mejor ayuda que podemos dar ante la muerte: si alguien tiene esperanza es
capaz de vivir de otra manera; es como si se le diera una vida nueva, en
medio de la difícil realidad que enfrenta.
Cuando alguien se plantea la eutanasia, muchas veces es porque no sabe cómo
enfrentar su dolor, su muerte y lo que ella conlleva. No bastan los
tratamientos médicos terapéuticos y de sostén. Además de todo lo que
científicamente estamos obligados a realizar, lo más importante es el amor
que podemos brindar, el ayudar a encontrar una razón a ese sufrimiento.
"Ahora llegan, uno después del otro, a la sala de reuniones, los miembros de
la unidad.(…). Hoy se habla mucho de todos esos pedidos de eutanasia que nos
formulan al entrar en el servicio, o también más tarde, como en el caso de
Dominique. ¿Qué esconden esos pedidos? Nos damos cuenta de que expresan lo
insoportable de la situación. ¿Se puede descifrar lo que es tan difícil de
vivir? (…) Nos parece evidente que hay un intento de comunicación. ¿Qué
tratan de decirnos? (…)
Al marcharme esa tarde del hospital, pienso en todos esos hombres y mujeres
que veo a diario y que están heridos en su integridad física (…). Esos
cambios los convierten a menudo en extraños a los ojos de quienes, al no
reconocer ya los puntos de referencia familiares, prefieren la huida. Se
repiten siempre las mismas preguntas: "¿Hasta dónde llegará esto? ¿Puedo ser
amado todavía?" Pienso en la responsabilidad que nos incumbe como testigos
de esas degradaciones físicas. Con una mirada, con un gesto, podemos
afianzar al otro en la permanencia de su identidad o, por el contrario,
confirmarle que ya no es, en efecto, más que algo repugnante, ¡una suerte de
desecho del que los demás intentan desembarazarse!"(3).
Como personal de salud y por el tipo de cuidados que brindamos, nos compete
muchas veces devolver esa mirada respetuosa al otro, reconocer su dignidad
en medio de los problemas físicos y psíquicos que trae la enfermedad;
también redescubrirla en medio de los errores morales que uno haya cometido
o de los que se haya sido víctima.
"Podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos
suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda
dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción,
cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del
bien, caen en una vida vacía en la que quizá ya no existe el dolor, pero en
la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho
mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante
el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y
encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido
con amor infinito"(4).
La muerte no es un derecho. Nadie tiene el derecho de provocar la muerte a
otro ni a sí mismo, por el simple hecho de que nadie ha decidido la propia
vida -sin embargo, decidimos cómo vivirla y también decidimos cómo vivir
nuestra muerte-.
Justamente porque nadie ha decidido la propia existencia, nadie se da a sí
mismo la dignidad que posee. Somos dignos de ser quienes somos porque
Alguien, fuera de nosotros mismos, nos ha creado, y en esa creación nos ha
sido dada la dignidad. A los demás sólo compete reconocer esa dignidad en el
otro y ayudar a recuperarla si se ha perdido.
La muerte es una realidad que se impone, y que debemos vivir y enfrentar
según nuestra dignidad de personas. No ayudamos cuando bregamos por un falso
derecho del otro a morir, y consentimos en la eutanasia. Quizás no sabemos
cómo ayudar, qué hacer frente a alguien que la pide con desesperación. Puede
surgir un sentimiento de incapacidad ante esa realidad tan fuerte del dolor.
Sin embargo, si aprendemos a asumir esa impotencia y nuestros propios
límites (científicos, emocionales, psicológicos), podemos construir mucho
desde allí, y por lo tanto, podemos seguir ayudando al que sufre con una
sonrisa, con confianza, transmitiendo alegría, y sabiendo respetar al otro y
respetarnos a nosotros mismos con humildad.
Ante esas peticiones de eutanasia, ¿no sería mejor ayudar a aceptar la
situación y a reconocer que en esa misma realidad de la muerte, sigo siendo
quien soy, sigo siendo digno? ¿No es mejor saber dar un sentido a lo que me
pasa, no un sentido inventado sino real, justamente porque la muerte es
parte de mi vida, y así como he vivido mi vida puedo vivir mi muerte?
Incluso aunque haya vivido mal mi vida, tengo la posibilidad de vivir bien
mi muerte.
En una de sus obras, Dostoievski pone en labios de un juez estas palabras
ante un criminal: "su acción es baja, lo reconozco, pero usted no es un
criminal irremisiblemente perdido. No, no, ni mucho menos. Me preguntará qué
pienso de usted. Se lo diré: le considero como uno de esos hombres que se
dejarían arrancar las entrañas sonriendo a sus verdugos si lograsen
encontrar una fe, un Dios. Pues bien, encuéntrelo y vivirá (…). El
sufrimiento no es mala cosa. Sufra usted. Sé que es usted escéptico, pero
abandónese sin razonar a la corriente de la vida y no se inquiete por nada:
esa corriente le llevará a alguna orilla y usted podrá volver a ponerse en
pie"(5).
Nietzsche decía que un hombre que ve hondo en la vida, también ve hondo en
el sufrimiento y que quien tiene una razón por qué vivir, es capaz de
soportar cualquier cómo. Que alguien tenga gran capacidad de sufrir
demuestra también su calidad humana, porque implica un gran conocimiento de
los propios límites y eso lleva a comprenderse a sí mismo y a los demás.
"Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la
justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona
que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida
destruiría al hombre mismo. (…) Digámoslo una vez más: la capacidad de
sufrir por amor de la verdad es un criterio de humanidad. No obstante, esta
capacidad de sufrir depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que
llevamos dentro y sobre la que nos basamos. Los santos pudieron recorrer el
gran camino del ser hombre del mismo modo en que Cristo lo recorrió antes de
nosotros, porque estaban repletos de la gran esperanza"(6).
Claro que es un camino más arduo. Se necesita paciencia, escuchar,
comunicarse, dar lugar al otro y respetar sus tiempos. Implica situarse en
el mismo plano del que sufre, no desde los pies de la cama, sino a su lado.
Supone enseñar a perdonar, crecer en libertad interior y acompañar en ese
proceso. Significa así redescubrir juntos el sentido de la enfermedad y la
muerte.
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(1) Caillet Maurice, "La franc-masonnerie, un
péché contre l´esprit?", cap.1.
(2) Marie de Hennezel, "La morte intime", pág.
28. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, Argentina, 1996.
(3) Idem, p. 52.
(4) Benedicto XVI, carta encíclica Spes salvi, n.
37.
(5) Dostoievski, Crimen y castigo.
(6) Benedicto XVI, carta encíclica Spes salvi, n.
39.