La Fe del Credo: Benedicto XVI
Homilia durante la Santa Misa
en la explanada
del Islinger Feld de Ratisbona
(12 de septiembre de 2006)
¡Queridos hermanos y hermanas!
“Quien cree nunca está solo” es el lema de estos días. Lo vemos aquí
realizado. La fe nos reúne y nos dona una fiesta. Nos dona el gozo en Dios,
el gozo por la creación y por estar juntos. (...)
Nos hemos reunido en una celebración de la fe. Ahora, sin embargo, surge la
pregunta: ¿Pero en qué creemos realmente? ¿Qué significa: creer? ¿Puede tal
cosa existir aún en el mundo moderno? Viendo las grandes “Sumas” de teología
redactadas en el Medioevo o pensando en la cantidad de libros escritos cada
día a favor o contra la fe, podemos desalentarnos y pensar que todo esto es
demasiado complicado. Últimamente, al ver los árboles individualmente, no se
ve más el bosque. Es verdad: la visión de la fe comprende cielo y tierra; el
pasado, el presente, el futuro, la eternidad –y por ello no es agotable
jamás. Y aún así, en su núcleo es mucho más sencilla. El Señor, de hecho,
habla sobre ello con el Padre diciendo: “Has querido revelarlo a los
sencillos –a aquellos que son capaces de ver con el corazón”.
La Iglesia, por su parte, nos ofrece una pequeña “Suma”, en la cual se
expresa todo lo esencial: es el así llamado “Credo de los Apóstoles”. Este
viene normalmente dividido en doce artículos –según el número de los
Apóstoles- y habla de Dios, Creador y Principio de todas las cosas, de
Cristo y de la obra de la salvación, hasta la resurrección de los muertos y
la vida eterna. Pero en su concepción de fondo, el Credo está compuesto solo
por tres partes principales, y según su historia no es otra cosa que una
amplificación de la fórmula bautismal, que el Señor resucitado entregó a los
discípulos por todos los tiempos cuando les dijo: “Id, pues, y haced
discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo”.
En esta visión se demuestran dos cosas: la fe es simple. Creemos en Dios –en
Dios, principio y fin de la vida humana. En aquel Dios que entra en relación
con nosotros seres humanos, que es para nosotros origen y futuro. Así, la
fe, contemporáneamente, es también siempre esperanza, es la certeza de que
tenemos un futuro y no caeremos en el vacío. Y la fe es amor, porque el amor
de Dios quiere “contagiarnos”.
Como segundo punto podemos constatar: el Credo no es un conjunto de
sentencias, no es una teoría. Está, justamente, anclado en el evento del
Bautismo –a un evento de encuentro entre Dios y el hombre. Dios, en el
misterio del Bautismo, se inclina hacia el hombre; sale a nuestro encuentro
y así también nos acerca entre nosotros.
Porque el Bautismo significa que Jesucristo, por así decirlo, nos adopta
como a sus hermanos y hermanas, acogiéndonos como hijos en la familia de
Dios mismo. De este modo hace por lo tanto de todos nosotros una gran
familia en la comunidad universal de la Iglesia. Sí, quien cree nunca está
solo. Dios nos sale al encuentro. ¡Encaminémonos también nosotros hacia Dios
y vamos así los unos al encuentro de los otros! ¡No dejemos solo, en cuanto
lo consientan nuestras fuerzas, a ninguno de los hijos de Dios!
Nosotros creemos en Dios. Ésta es una opción fundamental. ¿Pero es hoy aún
posible? ¿Es una cosa razonable? Desde la Ilustración, al menos una parte de
la ciencia se ha dedicado a buscar una explicación al mundo en la que Dios
sería innecesario. Y si eso fuera así, Dios se haría innecesario en nuestras
vidas. Pero cada vez que parecía que este intento había logrado éxito
–inevitablemente surgía lo evidente: ¡algo falta en la ecuación! Cuando se
resta a Dios, algo no suma para el hombre, el mundo y todo el vasto
universo. Así terminamos con dos alternativas: ¿Qué existió primero? La
Razón creadora, el Espíritu que obra todo y suscita el desarrollo, o la
Irracionalidad que, privada de toda razón, extrañamente produce un cosmos
ordenado en modo matemático así como el hombre y su razón.
Esta última, sin embargo, sería entonces solo un resultado casual de la
evolución y por lo tanto, al final, igualmente irrazonable. Como cristianos
decimos: “Creo en Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra” –creo en el
Espíritu Creador. Nosotros creemos que en el origen está el Verbo eterno, la
Razón y no la Irracionalidad. Con esta fe no tenemos necesidad de
escondernos, no debemos temer encontrarnos con ella en un ángulo ciego.
¡Estamos contentos de poder conocer a Dios! ¡Y tratamos de hacer ver a otros
la racionalidad de la fe, como San Pedro nos exhorta a hacer en su Primera
Carta !
Nosotros creemos en Dios. Lo afirman las partes principales del Credo y lo
destaca sobre todo su primera parte. Pero ahora surge inmediatamente la
segunda pregunta: ¿En qué Dios? Pues bien, creemos en aquel Dios que es
Espíritu Creador, Razón creadora, del que proviene todo y del que provenimos
también nosotros. La segunda parte del Credo nos dice más. Esta Razón
creadora es Bondad. Es Amor. Este posee un rostro. Dios no nos deja andar a
tientas en la oscuridad. Se ha mostrado como hombre.
Él es tan grande que se puede permitir hacerse pequeñísimo. “Quien ha visto
al Padre”, dijo Jesús. Dios ha asumido un rostro humano. Nos ama hasta el
punto de dejarse clavar por nosotros en la Cruz, para llevar los
sufrimientos de la humanidad hasta el corazón de Dios. Hoy, que hemos
aprendido a reconocer las patologías y las enfermedades mortales asociadas
con la religión y de la razón, y los modos en que la imagen de Dios puede
ser destruida a causa del odio y el fanatismo, es importante decir con
claridad en qué Dios creemos y profesar confiadamente que este Dios tiene
rostro humano. Solo esto nos libera de tener miedo a Dios –que está
últimamente en la raíz del ateísmo moderno. Solo este Dios nos salva del
miedo del mundo y de la ansiedad ansia ante el vacío de la vida. Solo
mirando a Jesucristo, nuestro gozo en Dios alcanza su plenitud, se hace gozo
redimido. ¡Dirijamos durante esta celebración solemne de la Eucaristía
nuestra mirada al Señor y pidámosle el gran gozo que Él ha prometido a sus
discípulos! (cf. Jn 16:24)
La segunda parte del Credo termina hablando del Juicio Final y la tercera
parte hablando de la resurrección de los muertos. Juicio, ¿acaso esta
palabra no nos hace tener miedo también? Por otro lado, ¿no deseamos tal vez
todos que un día se haga justicia a todos los condenados injustamente, a
cuantos han sufrido a lo largo de la vida y después de una vida llena de
dolor han sido tragados por la muerte?
¿No queremos acaso que el exceso de injusticia y sufrimiento que vemos en la
historia, al final se disuelva; que todos en definitiva puedan estar
alegres, que todo adquiera un sentido? Este triunfo de la justicia, esta
conjunción de tantos fragmentos de historia que parecen privados de sentido
e integrarlos en un todo en el que dominen la verdad y el amor: es esto lo
que significa el concepto del Juicio universal.
La fe no está para dar miedo; en cambio –con certeza- nos llama a la
responsabilidad. No debemos desperdiciar nuestra vida, ni abusar de ella;
tampoco debemos guardarla para nosotros mismos; frente a la injusticia no
debemos permanecer indiferentes, haciéndonos colaboradores silenciosos o
incluso cómplices. Debemos percibir nuestra misión en la historia y buscar
corresponder. Lo que se necesita no es miedo sino responsabilidad
–responsabilidad y preocupación por nuestra salvación, y por la salvación de
todo el mundo. Pero cuando la responsabilidad y preocupación tienden a
volverse miedo, deberíamos recordar las palabras de San Juan: “Hijos míos,
os escribo esto para que no pequéis; Pero si alguno peca, tenemos a uno que
abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo” (1 Jn 2:1). “En caso de que
nos condene nuestra conciencia –Dios es mayor que nuestra conciencia y
conoce todo” (ibid., 3:20).
Celebramos hoy la fiesta del “Santísimo Nombre del María”. A cuantas llevan
este nombre –mi mamá y hermana lo llevaban- quisiera expresar mis más
cordiales felicitaciones por su onomástico. María, la Madre del Señor, del
pueblo fiel ha recibido el título de Advocata , siendo ella nuestra abogada
ante Dios.
Así la conocemos desde las bodas de Caná: como la mujer benigna, llena de
solicitud materna y de amor, la mujer que advierte las necesidades ajenas y,
para ayudar, las lleva ante del Señor. Hoy hemos escuchado en el Evangelio,
cómo el Señor la dona como Madre al discípulo predilecto y, en él, a todos
nosotros. En toda época, los cristianos han acogido con gratitud este
testamento de Jesús, y junto a la Madre han encontrado siempre de nuevo
aquella seguridad y confiada esperanza, que nos dan gozo en Dios. ¡Acojamos
también nosotros a María como la estrella de nuestra vida, que nos introduce
en la gran familia de Dios! Sí, quien cree nunca está solo. ¡Amén!