LA IMPORTANCIA FUNDAMENTAL DE LA FE: Benedicto XVI
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:
Me alegra reunirme, al final de su sesión plenaria, con la Congregación para
la doctrina de la fe, Congregación que tuve la alegría de presidir durante
más de veinte años, por mandato de mi predecesor, el venerado Papa Juan
Pablo II. Vuestros rostros me traen a la memoria también los de todos
aquellos que durante estos años han colaborado con el dicasterio: pienso en
todos con gratitud y afecto. No puedo menos de recordar, con cierta emoción,
ese período tan intenso y fecundo que pasé en la Congregación, que tiene la
misión de promover y defender la doctrina sobre la fe y las costumbres en
toda la Iglesia católica (cf. «Pastor bonus», 48).
En la vida de la Iglesia la fe tiene una importancia fundamental, porque es
fundamental el don que Dios hace de sí mismo en la Revelación, y esta
autodonación de Dios se acoge en la fe. Aparece aquí la relevancia de
vuestra Congregación que, en su servicio a toda la Iglesia, y en particular
a los obispos como maestros de la fe y pastores, está llamada, con espíritu
de colegialidad, a favorecer y recordar precisamente la centralidad de la fe
católica, en su expresión auténtica. Cuando se debilita la percepción de
esta centralidad, también el entramado de la vida eclesial pierde su
vivacidad original y se gasta, cayendo en un activismo estéril o
reduciéndose a astucia política de sabor mundano. En cambio, si la verdad de
la fe se sitúa con sencillez y determinación en el centro de la existencia
cristiana, la vida del hombre se renueva y reanima gracias a un amor que no
conoce pausas ni confines, como recordé también en mi reciente carta
encíclica «Deus caritas est».
La caridad, desde el corazón de Dios, a través del corazón de Jesucristo, se
derrama mediante su Espíritu en el mundo, como amor que lo renueva todo.
Este amor nace del encuentro con Cristo en la fe: "No se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con
un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y,
con ello, una orientación decisiva" («Deus caritas est», 1). Jesucristo es
la Verdad hecha Persona, que atrae hacia sí al mundo. La luz irradiada por
Jesús es resplandor de verdad. Cualquier otra verdad es un fragmento de la
Verdad que es él y a él remite. Jesús es la estrella polar de la libertad
humana: sin él pierde su orientación, puesto que sin el conocimiento de la
verdad, la libertad se desnaturaliza, se aísla y se reduce a arbitrio
estéril. Con él, la libertad se reencuentra, se reconoce creada para el bien
y se expresa mediante acciones y comportamientos de caridad.
Por eso Jesús dona al hombre la plena familiaridad con la verdad y lo invita
continuamente a vivir en ella. Es una verdad ofrecida como realidad que
conforta al hombre y, al mismo tiempo, lo supera y rebasa; como Misterio que
acoge y excede al mismo tiempo el impulso de su inteligencia. Y nada mejor
que el amor a la verdad logra impulsar la inteligencia humana hacia
horizontes inexplorados. Jesucristo, que es la plenitud de la verdad, atrae
hacia sí el corazón de todo hombre, lo dilata y lo colma de alegría. En
efecto, sólo la verdad es capaz de invadir la mente y hacerla gozar en
plenitud.
Esta alegría ensancha las dimensiones del alma humana, librándola de las
estrecheces del egoísmo y capacitándola para un amor auténtico. La
experiencia de esta alegría conmueve, atrae al hombre a una adoración libre,
no a un postrarse servil, sino a inclinar su corazón ante la Verdad que ha
encontrado.
Por eso el servicio a la fe, que es testimonio de Aquel que es la Verdad
total, es también un servicio a la alegría, y esta es la alegría que Cristo
quiere difundir en el mundo: es la alegría de la fe en él, de la verdad que
se comunica por medio de él, de la salvación que viene de él. Esta es la
alegría que experimenta el corazón cuando nos arrodillamos para adorar a
Jesús en la fe. Este amor a la verdad inspira y orienta también el
acercamiento cristiano al mundo contemporáneo y el compromiso evangelizador
de la Iglesia, temas que habéis estudiado durante los trabajos de la
plenaria. La Iglesia acoge con alegría las auténticas conquistas del
conocimiento humano y reconoce que la evangelización exige también afrontar
realmente los horizontes y los desafíos que plantea el saber moderno.
En realidad, los grandes progresos del saber científico realizados en el
siglo pasado han ayudado a comprender mejor el misterio de la creación,
marcando profundamente la conciencia de todos los pueblos. Sin embargo, los
progresos de la ciencia han sido a veces tan rápidos que ha sido bastante
complejo descubrir si eran compatibles con las verdades reveladas por Dios
sobre el hombre y sobre el mundo. A veces, algunas afirmaciones del saber
científico se han contrapuesto incluso a estas verdades.
Esto ha podido provocar cierta confusión en los fieles y también ha
constituido una dificultad para el anuncio y la recepción del Evangelio. Por
eso, es de vital importancia todo estudio que se proponga profundizar el
conocimiento de las verdades descubiertas por la razón, con la certeza de
que no existe "competitividad alguna entre la razón y la fe" («Fides et
ratio», 17).
No debemos tener ningún temor de afrontar este desafío: en efecto,
Jesucristo es el Señor de toda la creación y de toda la historia. El
creyente sabe bien que "todo fue creado por él y para él, (...) y todo tiene
en él su consistencia" (Col 1, 16. 17). Profundizando continuamente el
conocimiento de Cristo, centro del cosmos y de la historia, podemos mostrar
a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo que la fe en él tiene
relevancia para el destino de la humanidad: más aún, es la realización de
todo lo que es auténticamente humano. Sólo desde esta perspectiva podremos
dar respuestas convincentes al hombre que busca. Este compromiso es de
importancia decisiva para el anuncio y la transmisión de la fe en el mundo
contemporáneo.
En realidad, ese compromiso constituye una prioridad urgente en la misión de
evangelizar. El diálogo entre la fe y la razón, entre la religión y la
ciencia, no sólo ofrece la posibilidad de mostrar al hombre de hoy, de modo
más eficaz y convincente, la racionalidad de la fe en Dios, sino también la
de mostrar que en Jesucristo reside la realización definitiva de toda
auténtica aspiración humana. En este sentido, un serio esfuerzo
evangelizador no puede ignorar los interrogantes que plantean también los
descubrimientos científicos y las cuestiones filosóficas actuales.
El deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre, y toda la
creación es una inmensa invitación a buscar las respuestas que abren la
razón humana a la gran respuesta que desde siempre busca y espera: "La
verdad de la revelación cristiana, que se manifiesta en Jesús de Nazaret,
permite a todos acoger el "misterio" de la propia vida. Como verdad suprema,
a la vez que respeta la autonomía de la criatura y su libertad, la obliga a
abrirse a la trascendencia. Aquí la relación entre libertad y verdad llega
al máximo y se comprende en su totalidad la palabra del Señor: "Conoceréis
la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32)" («Fides et ratio», 15).
La Congregación encuentra aquí el motivo de su compromiso y el horizonte de
su servicio. Vuestro servicio a la plenitud de la fe es un servicio a la
verdad y, por eso, a la alegría, una alegría que proviene de lo más íntimo
del corazón y brota de los abismos de amor que Cristo ha abierto de par en
par con su corazón traspasado en la cruz y que su Espíritu difunde con
inagotable generosidad en el mundo. Desde este punto de vista, vuestro
ministerio doctrinal puede definirse, de modo apropiado, "pastoral". En
efecto, vuestro servicio es un servicio a la plena difusión de la luz de
Dios en el mundo.
Que la luz de la fe, expresada en su plenitud e integridad, ilumine siempre
vuestro trabajo y sea la "estrella" que os guíe y os ayude a dirigir el
corazón de los hombres a Cristo. Este es el difícil y fascinante compromiso
que compete a la misión del Sucesor de Pedro, en la cual estáis llamados a
colaborar. Gracias por vuestro trabajo y por vuestro servicio. Con estos
sentimientos, os imparto a todos mi bendición.
(Discurso que dirigió Benedicto XVI a los participantes en la Asamblea
Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe el 10 de febrero de
2006. Entre líneas se puede percibir la experiencia del cardenal Joseph
Ratzinger durante más de dos décadas de prefecto de ese dicasterio
vaticano).