Laicos creyentes: Poner en duda la duda
“Fe y Razón: la duda que paraliza”
La elección del Card. Ratzinger al Pontificado, entre los múltiples efectos,
ha producido uno específico desde el punto de vista cultural, sobre todo en
orden al diálogo entre católicos y laicos. El interés personal del entonces
Cardenal teólogo (a veces en modo marginal, por el aislamiento intelectual
de determinadas posiciones) por una confrontación cercana con los no
creyentes animados por una voluntad sincera de búsqueda y colaboración se ha
convertido, ahora que Benedicto XVI guía la Iglesia Universal, en una
cuestión «universal».
No es ya posible quedar como prisioneros en las infinitas dialécticas
intraeclesiales, sin respirar con los amplios pulmones del diálogo con la
modernidad y con aquellos laicos que muestran un interés siempre creciente
por las cuestiones religiosas, entendidas como posibilidad de respuesta a
las preguntas fundamentales del yo. Es tarea de toda la Iglesia entrar en
diálogo con los laicos, superando esa sospecha clerical y miope que lleva a
desconfiar de los llamados «laicos devotos», hipotizando que están animados
por intereses mundanos y no tanto por una sincera búsqueda existencial,
sobre todo cuando ocupan cargos públicos o son personalidades de notable
relieve desde el punto de vista intelectual. Además del moralismo subyacente
en tal sospecha, es necesario reafirmar que la certeza de los católicos
sobre la misericordia del Señor no puede quedarse dentro de los estrechos
límites de l! a medida humana y, aunque el interés inicial del diálogo con
los laicos fuese de carácter mundano, esto no quita nada al desafío grande
del anuncio del Señor, al que la Iglesia y los hombres de Iglesia están
siempre llamados.
Paradójicamente los mismos laicos llegan a afirmar que: «Es necesario dejar
la duda, al menos dentro de ciertos límites. Es necesario comenzar de nuevo,
dentro de ciertos límites, a saber para creer y a creer para saber. Es un
camino peligroso, expuesto a doctrinarismos equívocos y a una reducción de
la infeliz complejidad de la cultura a la claridad demasiado feliz del
dogma, pero es una ruta obligatoria. Si todo es puesto en duda, es hora de
creer en algo» (G. Ferrara, Poner en duda la duda).
Si hasta hace algunos decenios la duda poseía una característica
racionalista y con la razón, aunque mal concebida, era posible razonar, hoy,
hay que admitirlo, la duda ha asumido características explícitamente
nihilistas: dudar no es un modo para buscar y encontrar respuestas más
ciertas a las preguntas, sino para afirmar que, en definitiva, no hay
respuestas más allá de las que nosotros escogemos arbitrariamente,
habiéndolas producido subjetivamente.
¡Cuánta «duda católica», más o menos inconscientemente, es prisionera de
estas posiciones! Cuánto diálogo interreligioso e intercultural se nutre del
principio nihilista de la no existencia de la Verdad.
El diálogo con la cultura laica estimula a los católicos a superar la duda
nihilista que paraliza el pensamiento y la acción, que empuja hacia una
acción no adecuadamente sostenida por un pensamiento fuete y por lo tanto
siempre expuesta al terrible riesgo del moralismo.
Los laicos nos invitan a «superar la duda» para creer en algo: nosotros que
no sólo creemos en algo, sino en Alguien, en Jesús de Nazaret Señor y
Cristo, vivo hoy en la historia, no debemos temer la confrontación ni el
anuncio y estamos llamados a vivir plenamente esta nueva gran estación de
pensamiento para toda la Iglesia, inaugurada por el Papa Benedicto XVI.
Los «maestros católicos» de la duda, dispuestos a poner en discusión siempre
todo y todos (particularmente la jerarquía y el magisterio) salvo a sí
mismos, corren el riesgo de quedarse atrás, de pasar por conservadores (de
sí mismos). Se abre un tiempo nuevo.
El renacer de las certezas no es, como muchos sostienen, la consecuencia de
la fragilidad contemporánea, sino más bien el alba de esta nueva estación
que, consciente del efecto paralizante de la duda, quiere superarla,