La laicidad según Benedicto XVI
Discurso de Benedicto XVI
el 9 de diciembre 2006
al 56 congreso nacional de la
Unión de Juristas Católicos Italianos
Páginas relacionadas
Queridos hermanos y hermanas:
Bienvenidos a este encuentro, que tiene lugar en el contexto de vuestro
congreso nacional de estudio dedicado al tema: "La laicidad y las
laicidades". Os dirijo a cada uno mi cordial saludo, comenzando por el
presidente de vuestra benemérita asociación, profesor Francesco D'Agostino,
al que también doy las gracias por haberse hecho intérprete de vuestros
sentimientos comunes y por haberme explicado brevemente las finalidades de
vuestra acción social y apostólica. El congreso afronta el tema de la
laicidad, que es de gran interés porque pone de relieve que en el mundo de
hoy la laicidad se entiende de varias maneras: no existe una sola laicidad,
sino diversas, o, mejor dicho, existen múltiples maneras de entender y vivir
la laicidad, maneras a veces opuestas e incluso contradictorias entre sí.
Haber dedicado estos días al estudio de la laicidad y de los diferentes
modos de entenderla y actuarla os ha introducido en el intenso debate
actual, un debate que resulta muy útil para los que cultivan el derecho.
Para comprender el significado auténtico de la laicidad y explicar sus
acepciones actuales, es preciso tener en cuenta el desarrollo histórico que
ha tenido el concepto. La laicidad, nacida como indicación de la condición
del simple fiel cristiano, no perteneciente ni al clero ni al estado
religioso, durante la Edad Media revistió el significado de oposición entre
los poderes civiles y las jerarquías eclesiásticas, y en los tiempos
modernos ha asumido el de exclusión de la religión y de sus símbolos de la
vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y a la conciencia
individual. Así, ha sucedido que al término "laicidad" se le ha atribuido
una acepción ideológica opuesta a la que tenía en su origen.
En realidad, hoy la laicidad se entiende por lo común como exclusión de la
religión de los diversos ámbitos de la sociedad y como su confín en el
ámbito de la conciencia individual. La laicidad se manifestaría en la total
separación entre el Estado y la Iglesia, no teniendo esta última título
alguno para intervenir sobre temas relativos a la vida y al comportamiento
de los ciudadanos; la laicidad comportaría incluso la exclusión de los
símbolos religiosos de los lugares públicos destinados al desempeño de las
funciones propias de la comunidad política: oficinas, escuelas, tribunales,
hospitales, cárceles, etc.
Basándose en estas múltiples maneras de concebir la laicidad, se habla hoy
de pensamiento laico, de moral laica, de ciencia laica, de política laica.
En efecto, en la base de esta concepción hay una visión a-religiosa de la
vida, del pensamiento y de la moral, es decir, una visión en la que no hay
lugar para Dios, para un Misterio que trascienda la pura razón, para una ley
moral de valor absoluto, vigente en todo tiempo y en toda situación.
Solamente dándose cuenta de esto se puede medir el peso de los problemas que
entraña un término como laicidad, que parece haberse convertido en el
emblema fundamental de la posmodernidad, en especial de la democracia
moderna.
Por tanto, todos los creyentes, y de modo especial los creyentes en Cristo,
tienen el deber de contribuir a elaborar un concepto de laicidad que, por
una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el
lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por
otra, afirme y respete "la legítima autonomía de las realidades terrenas",
entendiendo con esta expresión -como afirma el concilio Vaticano II- que
"las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios
que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente" (Gaudium et
spes, 36).
Esta autonomía es una "exigencia legítima, que no sólo reclaman los hombres
de nuestro tiempo, sino que está también de acuerdo con la voluntad del
Creador, pues, por la condición misma de la creación, todas las cosas están
dotadas de firmeza, verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias,
que el hombre debe respetar reconociendo los métodos propios de cada ciencia
o arte" (ib.). Por el contrario, si con la expresión "autonomía de las
realidades terrenas" se quisiera entender que "las cosas creadas no dependen
de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin referirlas al Creador",
entonces la falsedad de esta opinión sería evidente para quien cree en Dios
y en su presencia trascendente en el mundo creado (cf. ib.).
Esta afirmación conciliar constituye la base doctrinal de la "sana
laicidad", la cual implica que las realidades terrenas ciertamente gozan de
una autonomía efectiva de la esfera eclesiástica, pero no del orden moral.
Por tanto, a la Iglesia no compete indicar cuál ordenamiento político y
social se debe preferir, sino que es el pueblo quien debe decidir libremente
los modos mejores y más adecuados de organizar la vida política. Toda
intervención directa de la Iglesia en este campo sería una injerencia
indebida.
Por otra parte, la "sana laicidad" implica que el Estado no considere la
religión como un simple sentimiento individual, que se podría confinar al
ámbito privado. Al contrario, la religión, al estar organizada también en
estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como
presencia comunitaria pública. Esto supone, además, que a cada confesión
religiosa (con tal de que no esté en contraste con el orden moral y no sea
peligrosa para el orden público) se le garantice el libre ejercicio de las
actividades de culto -espirituales, culturales, educativas y caritativas- de
la comunidad de los creyentes.
A la luz de estas consideraciones, ciertamente no es expresión de laicidad,
sino su degeneración en laicismo, la hostilidad contra cualquier forma de
relevancia política y cultural de la religión; en particular, contra la
presencia de todo símbolo religioso en las instituciones públicas.
Tampoco es signo de sana laicidad negar a la comunidad cristiana, y a
quienes la representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los
problemas morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres
humanos, en particular de los legisladores y de los juristas. En efecto, no
se trata de injerencia indebida de la Iglesia en la actividad legislativa,
propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y de la defensa de los
grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su
dignidad. Estos valores, antes de ser cristianos, son humanos; por eso ante
ellos no puede quedar indiferente y silenciosa la Iglesia, que tiene el
deber de proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino.
Queridos juristas, vivimos en un período histórico admirable por los
progresos que la humanidad ha realizado en muchos campos del derecho, de la
cultura, de la comunicación, de la ciencia y de la tecnología. Pero en este
mismo tiempo algunos intentan excluir a Dios de todos los ámbitos de la
vida, presentándolo como antagonista del hombre. A los cristianos nos
corresponde mostrar que Dios, en cambio, es amor y quiere el bien y la
felicidad de todos los hombres. Tenemos el deber de hacer comprender que la
ley moral que nos ha dado, y que se nos manifiesta con la voz de la
conciencia, no tiene como finalidad oprimirnos, sino librarnos del mal y
hacernos felices. Se trata de mostrar que sin Dios el hombre está perdido y
que excluir la religión de la vida social, en particular la marginación del
cristianismo, socava las bases mismas de la convivencia humana, pues antes
de ser de orden social y político, estas bases son de orden moral.
A la vez que os agradezco una vez más, queridos amigos, vuestra visita,
invoco la protección materna de María sobre vosotros y sobre vuestra
asociación. Con estos sentimientos os imparto de corazón a todos una
bendición apostólica especial, que de buen grado extiendo a vuestras
familias y a vuestros seres queridos.