Leyenda negra: La leyenda antihispánica I
Vittorio Messori
conoZe.com
Bailando con lobos, la película norteamericana que se pone del lado de los indios, ganó siete Oscars.
Hacia mediados de los años sesenta el western se dispuso a experimentar un cambio; las primeras dudas acerca de la bondad de la causa de los pioneros anglosajones provocaron una crisis del esquema «blanco bueno-piel roja malo». Desde entonces, esa crisis fue en aumento hasta conseguir la inversión del esquema: ahora, las nuevas categorías insisten en ver siempre en el indio al héroe puro y en el pionero al brutal invasor.
Como es lógico, existe el peligro de que la nueva situación se convierta en una especie de nuevo conformismo del hombre occidental PC, politically correct, como se denomina a quien respeta los cánones y tabúes de la mentalidad corriente.
Mientras que antes se producía la excomunión social de todo aquel que no viera un mártir de la civilización y un campeón del patriotismo «blanco» en el coronel George A. Custer, ahora merecería la misma excomunión todo aquel que hablara mal de Toro Sentado y de los sioux, que aquella mañana del 25 de junio de 1876, en Little Big Horn, acabaron con la vida de Custer y con todo el Séptimo de Caballería.
A pesar del riesgo de que aparezcan nuevos eslóganes conformistas, es imposible no acoger con satisfacción el hecho de que se descubran los pasteles de la «otra» América, la protestante, que dio (y da) tantas desdeñosas lecciones de moral a la América católica. Desde el siglo XVI las potencias nórdicas reformadas -Gran Bretaña y Holanda in primis- iniciaron en sus dominios de ultramar una guerra psicológica al inventarse la «leyenda negra» de la barbarie y la opresión practicadas por España, con la que estaban enzarzadas en la lucha por el predominio marítimo.
Leyenda negra que, como ocurre puntualmente con todo lo que no está de moda en el mundo laico, es descubierta ahora con avidez por curas, frailes y católicos adultos en general, quienes, al protestar con tonos virulentos en contra de las celebraciones por el Quinto Centenario del descubrimiento ignoran que, con algunos siglos de retraso, se erigen en seguidores de una afortunada campaña de los servicios de propaganda británicos y holandeses.
Pierre Chaunu, historiador de hoy, fuera de toda duda por ser calvinista, escribió: «La leyenda antihispánica en su versión norteamericana (la europea hace hincapié sobre todo en la Inquisición) ha desempeñado el saludable papel de válvula de escape. La pretendida matanza de los indios por parte de los españoles en el siglo XVI encubrió la matanza norteamericana de la frontera Oeste, que tuvo lugar en el siglo
XIX. La América protestante logró librarse de este modo de su crimen lanzándolo de nuevo sobre la América católica.»
Entendámonos, antes de ocuparnos de semejantes temas sería preciso que nos librásemos de ciertos moralismos actuales que son irreales y que se niegan a reconocer que la historia es una señora inquietante, a menudo terrible. Desde una perspectiva realista que debería volver a imponerse, habría que condenar sin duda los errores y las atrocidades (vengan de donde vengan) pero sin maldecir como si se hubiera tratado de una cosa monstruosa el hecho en sí de la llegada de los europeos a las Américas y de su asentamiento en aquellas tierras para organizar un nuevo hábitat.
En historia resulta impracticable la edificante exhortación de «que cada uno se quede en su tierra sin invadir la ajena». No es practicable no sólo porque de ese modo se negaría todo dinamismo a las vicisitudes humanas, sino porque toda civilización es fruto de una mezcla que nunca fue pacífica. Sin ánimo de incodar a la Historia Sagrada misma (la tierra que Dios prometió a los judíos no les pertenecía, sino que se la arrancaron a la fuerza a sus anteriores habitantes), las almas bondadosas que reniegan de los malvados usurpadores de las Américas olvidan, entre otras cosas, que a su llegada, aquellos europeos se encontraron a su vez con otros usurpadores. El imperio de los aztecas y el de los incas se había creado con violencia y se mantenía gracias a la sanguinaria opresión de los pueblos invasores que habían sometido a los nativos a la esclavitud.
A menudo se finge ignorar que las increíbles victorias de un puñado de españoles contra miles de guerreros no estuvieron determinadas ni por los arcabuces ni por los escasísimos cañones (que con frecuencia resultaban inútiles en aquellos climas porque la humedad neutralizaba la pólvora) ni por los caballos (que en la selva no podían ser lanzados a la carga).
Aquellos triunfos se debieron sobre todo al apoyo de los indígenas oprimidos por los incas y los aztecas. Por lo tanto, más que como usurpadores, los ibéricos fueron saludados en muchos lugares como liberadores. Y esperemos ahora a que los historiadores iluminados nos expliquen cómo es posible que en más de tres siglos de dominio hispánico no se produjesen revueltas contra los nuevos dominadores, a pesar de su número reducido y a pesar de que por este hecho estaban expuestos al peligro de ser eliminados de la faz del nuevo continente al mínimo movimiento. La imagen de la invasión de América del Sur desaparece de inmediato en contacto con las cifras: en los cincuenta años que van de 1509 a 1559, es decir, en el período de la conquista desde Florida al estrecho de Magallanes, los españoles que llegaron a las Indias Occidentales fueron poco más de quinientos (¡sí, sí, quinientos!) por año. En total, 27.787 personas en ese medio siglo.
Volviendo a la mezcla de pueblos con los que es preciso hacer las cuentas de un modo realista, no debemos olvidar, por ejemplo, que los colonizadores de América del Norte provenían de una isla que a nosotros nos resulta natural definir como anglosajona. En realidad, era de los britanos, sometidos primero por los romanos y luego por los bárbaros germanos -precisamente los anglos y los sajones- que exterminaron a buena parte de los indígenas y a la otra la hicieron huir hacia las costas de Galia donde, después de expulsar a su vez a los habitantes originarios, crearon la que se denominó Bretaña. Por lo demás, ninguna de las grandes civilizaciones (ni la egipcia, ni la romana, ni la griega, sin olvidar nunca la judía) se creó sin las correspondientes invasiones y las consiguientes expulsiones de los primeros habitantes.
Por lo tanto, al juzgar la conquista europea de las Américas será preciso que nos cuidemos de la utopía moralista a la que le gustaría una historia llena de reverencias, de buenas maneras, y de «faltaba más, usted primero».
Aclarado este punto, es preciso que digamos también que hay conquistas y conquistas (y en películas como la muy premiada Bailando con lobos se empieza a entender) y que la católica fue ampliamente preferible a la protestante.
Como escribió Jean Dumont, otro historiador contemporáneo: «Si, por desgracia, España (y Portugal) se hubiera pasado a la Reforma, se hubiera vuelto puritana y hubiera aplicado los mismos principios que América del Norte ("lo dice la Biblia, el indio es un ser inferior, un hijo de Satanás"), un inmenso genocidio habría eliminado de América del Sur a todos los pueblos indígenas. Hoy en día, al visitar las pocas "reservas" de México a Tierra del Fuego, los turistas harían fotos a los supervivientes, testigos de la matanza racial, llevada a cabo además sobre la base de motivaciones "bíblicas".»
Efectivamente, las cifras cantan: mientras que los pieles rojas que sobreviven en América del Norte son unos cuantos miles, en la América ex española y ex portuguesa, la mayoría de la población o bien es de origen indio o es fruto de la mezcla de precolombinos con europeos y (sobre todo en Brasil) con africanos.