CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LOS
ANCIANOS
Contenido
Un siglo complejo hacia un futuro de esperanza
Los ancianos en la Sagrada Escritura
Depositarios de la memoria colectiva
" Honra a tu padre y a tu madre "
"Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu
presencia" (Sal 15 [16], 11)
¡A mis hermanos y hermanas ancianos!
" Aunque uno viva setenta años,
y el más robusto hasta ochenta,
la mayor parte son fatiga inútil
porque pasan aprisa y vuelan "
(Sal 90 [89], 10)
1. Setenta
eran muchos años en el tiempo en que el Salmista escribía estas
palabras, y eran pocos los que los superaban; hoy, gracias a los
progresos de la medicina y a la mejora de las condiciones sociales y
económicas, en muchas regiones del mundo la vida se ha alargado
notablemente. Sin embargo, sigue siendo verdad que los años pasan
aprisa; el don de la vida, a pesar de la fatiga y el dolor, es demasiado
bello y precioso para que nos cansemos de él.
He sentido el deseo, siendo yo también anciano, de ponerme en diálogo
con vosotros. Lo hago, ante todo, dando gracias a Dios por los dones y
las oportunidades que hasta hoy me ha concedido en abundancia. Al
recordar las etapas de mi existencia, que se entremezcla con la historia
de gran parte de este siglo, me vienen a la memoria los rostros de
innumerables personas, algunas de ellas particularmente queridas: son
recuerdos de hechos ordinarios y extraordinarios, de momentos alegres y
de episodios marcados por el sufrimiento. Pero, por encima de todo,
experimento la mano providente y misericordiosa de Dios Padre, el cual "
cuida del mejor modo todo lo que existe " (1) y que " si le pedimos algo
según su voluntad, nos escucha " (1 Jn 5, 14). A Él me dirijo con el
Salmista: " Dios mío, me has instruido desde mi juventud, y hasta hoy
relato tus maravillas, ahora, en la vejez y las canas, no me abandones,
Dios mío, hasta que describa tu brazo a la nueva generación, tus proezas
y tus victorias excelsas " (Sal 71[70], 17-18).
Mi pensamiento se dirige con afecto a todos vosotros, queridos ancianos
de cualquier lengua o cultura. Os escribo esta carta en el año que la
Organización de las Naciones Unidas, con buen criterio, ha querido
dedicar a los ancianos para llamar la atención de toda la sociedad sobre
la situación de quien, por el peso de la edad, debe afrontar
frecuentemente muchos y difíciles problemas.
El Pontificio Consejo para los Laicos ha ofrecido ya valiosas pautas de
reflexión sobre este tema.(2) Con la presente carta deseo solamente
expresaros mi cercanía espiritual, con el estado de ánimo de quien, año
tras año, siente crecer dentro de sí una comprensión cada vez más
profunda de esta fase de la vida y, en consecuencia, se da cuenta de la
necesidad de un contacto más inmediato con sus coetáneos, para tratar de
las cosas que son experiencia común, poniéndolo todo bajo la mirada de
Dios, el cual nos envuelve con su amor y nos sostiene y conduce con su
providencia.
2. Queridos
hermanos y hermanas: a nuestra edad resulta espontáneo recorrer de nuevo
el pasado para intentar hacer una especie de balance. Esta mirada
retrospectiva permite una valoración más serena y objetiva de las
personas que hemos encontrado y de las situaciones vividas a lo largo
del camino. El paso del tiempo difumina los rasgos de los
acontecimientos y suaviza sus aspectos dolorosos. Por desgracia, en la
existencia de cada uno hay sobradas cruces y tribulaciones. A veces se
trata de problemas y sufrimientos que ponen a dura prueba la resistencia
psicofísica y hasta conmocionan quizás la fe misma. No obstante, la
experiencia enseña que, con la gracia del Señor, los mismos sinsabores
cotidianos contribuyen con frecuencia a la madurez de las personas,
templando su carácter.
La reflexión que predomina, por encima de los episodios particulares, es
la que se refiere al tiempo, el cual transcurre inexorable. " El tiempo
se escapa irremediablemente ", sentenciaba ya el antiguo poeta
latino.(3) El hombre está sumido en el tiempo: en él nace, vive y muere.
Con el nacimiento se fija una fecha, la primera de su vida, y con su
muerte otra, la última. Es el alfa y la omega, el comienzo y el final de
su existencia terrena, como subraya la tradición cristiana al esculpir
estas letras del alfabeto griego en las lápidas sepulcrales.
No obstante, aunque la existencia de cada uno de nosotros es limitada y
frágil, nos consuela el pensamiento de que, por el alma espiritual,
sobrevivimos incluso a la muerte. Además, la fe nos abre a una "
esperanza que no defrauda " (cf. Rm 5, 5), indicándonos la perspectiva
de la resurrección final. Por eso la Iglesia usa en la Vigilia pascual
estas mismas letras con referencia a Cristo vivo, ayer, hoy y siempre:
Él es " principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad
".(4) La existencia humana, aunque está sujeta al tiempo, es introducida
por Cristo en el horizonte de la inmortalidad. Él " se ha hecho hombre
entre los hombres, para unir el principio con el fin, esto es, el hombre
con Dios ".(5)
Un siglo complejo hacia
un futuro de esperanza
3. Al
dirigirme a los ancianos, sé que hablo a personas y de personas que han
realizado un largo recorrido (cf. Sb 4, 13). Hablo a los de mi edad; me
resulta fácil, por tanto, buscar una analogía en mi experiencia
personal. Nuestra vida, queridos hermanos y hermanas, ha sido inscrita
por la Providencia en este siglo XX, que ha recibido una compleja
herencia del pasado y ha sido testigo de numerosos y extraordinarios
acontecimientos.
Como tantas otras épocas de la historia, nuestro siglo ha conocido luces
y sombras. No todo han sido penumbras. Hay muchos aspectos positivos que
han sido el contrapeso de otros negativos o han surgido de éstos
últimos, como una beneficiosa reacción de la conciencia colectiva. No
obstante, es cierto -y sería tan injusto como peligroso olvidarlo- que
se han producido daños inauditos, que han incidido en la vida de
millones y millones de personas. Bastaría pensar en los conflictos
surgidos en diversos continentes, debidos a contenciosos territoriales
entre Estados o al odio entre diversas etnias. Tampoco se han de
considerar menos graves las condiciones de pobreza extrema de amplios
sectores sociales en el Sur del mundo, el vergonzoso fenómeno de la
discriminación racial y la sistemática violación de los derechos humanos
en muchos países. Y, en fin, ¿qué decir de los grandes conflictos
mundiales?
Sólo en la primera parte del siglo hubo dos, de una magnitud hasta
entonces desconocida por las muertes y la destrucción ocasionadas. La
primera guerra mundial segó la vida de millones de soldados y civiles,
truncando la existencia de muchos seres humanos casi en la adolescencia
o incluso en su niñez. Y, ¿qué decir de la segunda guerra mundial?
Estalló tras pocos años de una relativa paz en el mundo, especialmente
en Europa, y fue más trágica que la anterior, con tremendas
consecuencias para las naciones y los continentes. Fue guerra total, una
inaudita explosión de odio que se abalanzó brutalmente también sobre la
inerme población civil y destruyó generaciones enteras. Fue incalculable
el tributo pagado en los diversos frentes al delirio bélico y
terroríficos los estragos llevados a cabo en los campos de exterminio,
auténticos Gólgotas de la época contemporánea.
Durante muchos años, en la segunda mitad del siglo, se ha vivido la
pesadilla de la guerra fría, esto es, la confrontación entre los dos
grandes bloques ideológicos contrapuestos, el Este y el Oeste, con una
desenfrenada carrera de armamentos y la amenaza constante de una guerra
atómica capaz de destruir la humanidad entera.(6) Gracias a Dios, esta
página oscura se ha terminado con la caída en Europa de los regímenes
totalitarios opresivos, como fruto de una lucha pacífica, que ha
empuñado las armas de la verdad y la justicia.(7) Se ha comenzado así un
arduo pero provechoso proceso de diálogo y reconciliación orientado a
instaurar una convivencia más serena y solidaria entre los pueblos.
No obstante, demasiadas Naciones están todavía muy lejos de experimentar
los beneficios de la paz y la libertad. En los últimos meses, el
violento conflicto surgido en la región de los Balcanes, que ya en los
años precedentes había sido teatro de una terrible guerra de carácter
étnico, ha suscitado gran conmoción; se ha derramado más sangre, se han
intensificado las destrucciones y se han alimentado nuevos odios. Ahora,
cuando finalmente el fragor de las armas se ha apaciguado, se comienza a
pensar en la reconstrucción en la perspectiva del nuevo milenio. Pero,
mientras tanto, siguen propagándose también en otros continentes
numerosos focos de guerra, a veces con masacres y violencias olvidadas
demasiado pronto por las crónicas.
4. Aunque
estos recuerdos y estas dolorosas situaciones actuales nos entristecen,
no podemos olvidar que nuestro siglo ha visto surgir múltiples aspectos
positivos, los cuales son, al mismo tiempo, motivos de esperanza para el
tercer milenio. Así, se ha acrecentado -aunque entre tantas
contradicciones, especialmente en lo que se refiere al respeto de la
vida de cada ser humano- la conciencia de los derechos humanos
universales, proclamados en declaraciones solemnes que comprometen a los
pueblos.
Asimismo, se ha desarrollado el sentido del derecho de los pueblos al
autogobierno, en el marco de relaciones nacionales e internacionales
inspirados en la valoración de las identidades culturales y, al mismo
tiempo, al respeto de las minorías. La caída de los sistemas
totalitarios, como los del Este europeo, ha hecho percibir mejor y más
universalmente el valor de la democracia y del libre mercado, aunque
planteando el gran desafío de compaginar la libertad y la justicia
social.
También se ha de considerar un gran don de Dios el que las religiones
estén intentando, cada vez con mayor determinación, un diálogo que les
permita ser un factor fundamental de paz y de unidad para el mundo.
Tampoco se ha de olvidar que aumenta en la conciencia común el debido
reconocimiento a la dignidad de la mujer. Indudablemente, queda aún
mucho camino por andar, pero se ha trazado el rumbo a seguir. También es
motivo de esperanza el auge de las comunicaciones que, favorecidas por
la tecnología actual, permiten superar los límites tradicionales y
hacernos sentir ciudadanos del mundo.
Otro campo importante en el que se ha madurado es la nueva sensibilidad
ecológica, la cual merece ser alentada. También son factores de
esperanza los grandes progresos de la medicina y de las ciencias
aplicadas al bienestar del hombre.
Así pues, hay tantos motivos por los que debemos dar gracias a Dios. A
pesar de todo, este final de siglo presenta grandes posibilidades de paz
y de progreso. De las mismas pruebas por las que ha pasado nuestra
generación surge una luz capaz de iluminar los años de nuestra vejez. Se
confirma así un principio muy entrañable para la tradición cristiana: "
Las tribulaciones no sólo no destruyen la esperanza, sino que son su
fundamento ".(8)
Por tanto, mientras el siglo y el milenio están llegando a su ocaso y se
vislumbra ya el alba de una nueva época para la humanidad, es importante
que nos detengamos a meditar sobre la realidad del tiempo que pasa con
rapidez, no para resignarnos a un destino inexorable, sino para valorar
plenamente los años que nos quedan por vivir.
El otoño de la vida
5. ¿Qué es
la vejez? A veces se habla de ella como del otoño de la vida -como ya
decía Cicerón (9) -, por analogía con las estaciones del año y la
sucesión de los ciclos de la naturaleza. Basta observar a lo largo del
año los cambios de paisaje en la montaña y en la llanura, en los prados,
los valles y los bosques, en los árboles y las plantas. Hay una gran
semejanza entre los biorritmos del hombre y los ciclos de la naturaleza,
de la cual él mismo forma parte.
Al mismo tiempo, sin embargo, el hombre se distingue de cualquier otra
realidad que lo rodea porque es persona. Plasmado a imagen y semejanza
de Dios, es un sujeto consciente y responsable. Aún así, también en su
dimensión espiritual el hombre experimenta la sucesión de fases
diversas, igualmente fugaces. A San Efrén el Sirio le gustaba comparar
la vida con los dedos de una mano, bien para demostrar que los dedos no
son más largos de un palmo, bien para indicar que cada etapa de la vida,
al igual que cada dedo, tiene una característica peculiar, y " los dedos
representan los cinco peldaños sobre los que el hombre avanza ".(10)
Por tanto, así como la infancia y la juventud son el periodo en el cual
el ser humano está en formación, vive proyectado hacia el futuro y,
tomando conciencia de sus capacidades, hilvana proyectos para la edad
adulta, también la vejez tiene sus ventajas porque -como observa San
Jerónimo-, atenuando el ímpetu de las pasiones, " acrecienta la
sabiduría, da consejos más maduros ".(11) En cierto sentido, es la época
privilegiada de aquella sabiduría que generalmente es fruto de la
experiencia, porque " el tiempo es un gran maestro ".(12) Es bien
conocida la oración del Salmista: " Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato " (Sal 90 [89], 12).
Los ancianos en la
Sagrada Escritura
6. "
Juventud y pelo negro, vanidad ", observa el Eclesiastés (11, 10). La
Biblia no se recata en llamar la atención sobre la caducidad de la vida
y del tiempo, que pasa inexorablemente, a veces con un realismo
descarnado: " ¡Vanidad de vanidades! [...] ¡vanidad de vanidades, todo
vanidad! " (Qo 1, 2). ¿Quién no conoce esta severa advertencia del
antiguo Sabio? Nosotros los ancianos, especialmente nosotros, enseñados
por la experiencia, lo entendemos muy bien.
No obstante este realismo desencantado, la Escritura conserva una visión
muy positiva del valor de la vida. El hombre sigue siendo un ser creado
" a imagen de Dios " (cf. Gn 1, 26) y cada edad tiene su belleza y sus
tareas. Más aún, la palabra de Dios muestra una gran consideración por
la edad avanzada, hasta el punto de que la longevidad es interpretada
como un signo de la benevolencia divina (cf. Gn 11, 10-32). Con Abraham,
del cual se subraya el privilegio de la ancianidad, dicha benevolencia
se convierte en promesa: " De ti haré una nación grande y te bendeciré.
Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te
bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos
los linajes de la tierra " (Gn 12, 2-3). Junto a él está Sara, la mujer
que vio envejecer su propio cuerpo pero que experimentó, en la
limitación de la carne ya marchita, el poder de Dios, que suple la
insuficiencia humana. Moisés es ya anciano cuando Dios le confía la
misión de hacer salir de Egipto al pueblo elegido. Las grandes obras
realizadas en favor de Israel por mandato del Señor no las lleva a cabo
en su juventud, sino ya entrado en años. Entre otros ejemplos de
ancianos, quisiera citar la figura de Tobías, el cual, con humildad y
valentía, se compromete a observar la ley de Dios, a ayudar a los
necesitados y a soportar con paciencia la ceguera hasta que experimenta
la intervención finalmente sanadora del ángel de Dios (cf. Tb 3, 16-17);
también la de Eleazar, cuyo martirio es un testimonio de singular
generosidad y fortaleza (cf. 2 Mac 6, 18-31).
7. El Nuevo
Testamento, inundado de la luz de Cristo, nos ofrece asimismo figuras
elocuentes de ancianos. El Evangelio de Lucas comienza presentando una
pareja de esposos " de avanzada edad " (1, 7), Isabel y Zacarías, los
padres de Juan Bautista. A ellos se dirige la misericordia del Señor
(cf. Lc 1, 5-25. 39-79); a Zacarías, ya anciano, se le anuncia el
nacimiento de un hijo. Lo subraya él mismo: " yo soy viejo y mi mujer
avanzada en edad " (Lc 1, 18). Durante la visita de María, su anciana
prima Isabel, llena del Espíritu Santo, exclama: " Bendita tú entre las
mujeres y bendito el fruto de tu seno " (Lc 1, 42). Al nacer Juan
Bautista, Zacarías proclama el himno del Benedictus. He aquí una
admirable pareja de ancianos, animada por un profundo espíritu de
oración.
En el templo de Jerusalén, María y José, que habían llevado a Jesús para
ofrecerlo al Señor o, mejor dicho, para rescatarlo como primogénito
según la Ley, se encuentran con el anciano Simeón, que durante tanto
tiempo había esperado la venida del Mesías. Tomando al niño en sus
brazos, Simeón bendijo a Dios y entonó el Nunc dimitis: " Ahora, Señor,
puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz... " (Lc 2,
29).
Junto a él encontramos a Ana, una viuda de ochenta y cuatro años que
frecuentaba asiduamente el Templo y que tuvo en aquella ocasión el gozo
de ver a Jesús. Observa el Evangelista que se puso a alabar a Dios " y
hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén "
(Lc 2, 38).
Anciano es Nicodemo, notable miembro del Sanedrín, que visita a Jesús
por la noche para que no lo vean. El divino Maestro le revelará que el
Hijo de Dios es Él, venido para salvar al mundo (cf. Jn 3, 1-21).
Volvemos a encontrar a Nicodemo en el momento de la sepultura de Cristo,
cuando, llevando una mezcla de mirra y áloe, supera el miedo y se
manifiesta como discípulo del Crucificado (cf. Jn 19, 38-40). ¡Qué
testimonios tan confortadores! Nos recuerdan cómo el Señor, en cualquier
edad, pide a cada uno que aporte sus propios talentos. ¡El servicio al
Evangelio no es una cuestión de edad!
Y, ¿qué podemos decir del anciano Pedro, llamado a dar testimonio de su
fe con el martirio? Un día, Jesús le había dicho: "cuando eras joven, tú
mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo,
extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras
" (Jn 21, 18). Como Sucesor de Pedro, estas palabras me afectan muy
directamente y me hacen sentir profundamente la necesidad de tender las
manos hacia las de Cristo, obedeciendo su mandato: " Sígueme " (Jn 21,
19).
8. El Salmo
92 [91], como sintetizando los maravillosos testimonios de ancianos que
encontramos en la Biblia, proclama: " El justo crecerá como una palmera,
se alzará como un cedro del Líbano; [...] En la vejez seguirá dando
fruto y estará lozano y frondoso para proclamar que el Señor es justo "
(13, 15-16). El apóstol Pablo, haciéndose eco del Salmista, escribe en
la carta a Tito: " que los ancianos sean sobrios, dignos, sensatos,
sanos en la fe, en la caridad, en la paciencia, en el sufrimiento; que
las ancianas asimismo sean en su porte cual conviene a los santos [...];
para que enseñen a las jóvenes a ser amantes de sus maridos y de sus
hijos " (2, 2-5).
Así pues, a la luz de la enseñanza y según la terminología propia de la
Biblia, la vejez se presenta como un " tiempo favorable " para la
culminación de la existencia humana y forma parte del proyecto divino
sobre cada hombre, como ese momento de la vida en el que todo confluye,
permitiéndole de este modo comprender mejor el sentido de la vida y
alcanzar la " sabiduría del corazón ". " La ancianidad venerable
-advierte el libro de la Sabiduría- no es la de los muchos días ni se
mide por el número de años; la verdadera canicie para el hombre es la
prudencia, y la edad provecta, una vida inmaculada " (4, 8-9). Es la
etapa definitiva de la madurez humana y, a la vez, expresión de la
bendición divina.
Depositarios de la
memoria colectiva
9. En el
pasado se tenía un gran respeto por los ancianos. A este propósito, el
poeta latino Ovidio escribía: " En un tiempo, había una gran reverencia
por la cabeza canosa ".(13) Siglos antes, el poeta griego Focílides
amonestaba: " Respeta el cabello blanco: ten con el anciano sabio la
misma consideración que tienes con tu padre ".(14)
Si nos detenemos a analizar la situación actual, constatamos cómo, en
algunos pueblos, la ancianidad es tenida en gran estima y aprecio; en
otros, sin embargo, lo es mucho menos a causa de una mentalidad que pone
en primer término la utilidad inmediata y la productividad del hombre. A
causa de esta actitud, la llamada tercera o cuarta edad es
frecuentemente infravalorada, y los ancianos mismos se sienten inducidos
a preguntarse si su existencia es todavía útil.
Se llega incluso a proponer con creciente insistencia la eutanasia como
solución para las situaciones difíciles. Por desgracia, el concepto de
eutanasia ha ido perdiendo en estos años para muchas personas aquellas
connotaciones de horror que suscita naturalmente en quienes son
sensibles al respeto de la vida. Ciertamente, puede suceder que, en
casos de enfermedad grave, con dolores insoportables, las personas
aquejadas sean tentadas por la desesperación, y que sus seres queridos,
o los encargados de su cuidado, se sientan impulsados, movidos por una
compasión malentendida, a considerar como razonable la solución de una "
muerte dulce ". A este propósito, es preciso recordar que la ley moral
consiente la renuncia al llamado "ensañamiento terapéutico ", exigiendo
sólo aquellas curas que son parte de una normal asistencia médica. Pero
eso es muy diverso de la eutanasia, entendida como provocación directa
de la muerte. Más allá de las intenciones y de las circunstancias, la
eutanasia sigue siendo un acto intrínsecamente malo, una violación de la
ley divina, una ofensa a la dignidad de la persona humana.(15)
10. Es
urgente recuperar una adecuada perspectiva desde la cual se ha de
considerar la vida en su conjunto. Esta perspectiva es la eternidad, de
la cual la vida es una preparación, significativa en cada una de sus
fases. También la ancianidad tiene una misión que cumplir en el proceso
de progresiva madurez del ser humano en camino hacia la eternidad. De
esta madurez se beneficia el mismo grupo social del cual forma parte el
anciano.
Los ancianos ayudan a ver los acontecimientos terrenos con más
sabiduría, porque las vicisitudes de la vida los han hecho expertos y
maduros. Ellos son depositarios de la memoria colectiva y, por eso,
intérpretes privilegiados del conjunto de ideales y valores comunes que
rigen y guían la convivencia social. Excluirlos es como rechazar el
pasado, en el cual hunde sus raíces el presente, en nombre de una
modernidad sin memoria. Los ancianos, gracias a su madura experiencia,
están en condiciones de ofrecer a los jóvenes consejos y enseñanzas
preciosas.
Desde esta perspectiva, los aspectos de la fragilidad humana,
relacionados de un modo más visible con la ancianidad, son una llamada a
la mutua dependencia y a la necesaria solidaridad que une a las
generaciones entre sí, porque toda persona está necesitada de la otra y
se enriquece con los dones y carismas de todos.
A este respecto son elocuentes las consideraciones de un poeta que
aprecio, el cual escribe: " No es eterno sólo el futuro, ¡no sólo!...
Sí, también el pasado es la era de la eternidad: lo que ya ha sucedido,
no volverá hoy como antes... Volverá, sin embargo, como Idea, no volverá
como él mismo "(16).
" Honra a tu padre y a
tu madre "
11. ¿Por
qué, entonces, no seguir tributando al anciano aquel respeto tan
valorado en las sanas tradiciones de muchas culturas en todos los
continentes? Para los pueblos del ámbito influenciado por la Biblia, la
referencia ha sido, a través de los siglos, el mandamiento del Decálogo:
" Honra a tu padre y a tu madre ", un deber, por lo demás, reconocido
universalmente. De su plena y coherente aplicación no ha surgido
solamente el amor de los hijos a los padres, sino que también se ha
puesto de manifiesto el fuerte vínculo que existe entre las
generaciones. Donde el precepto es reconocido y cumplido fielmente, los
ancianos saben que no corren peligro de ser considerados un peso inútil
y embarazoso.
El mandamiento enseña, además, a respetar a los que nos han precedido y
todo el bien que han hecho: " tu padre y tu madre " indican el pasado,
el vínculo entre una generación y otra, la condición que hace posible la
existencia misma de un pueblo. Según la doble redacción propuesta por la
Biblia (cf. Ex 20, 2-17; Dt 5, 6-21), este mandato divino ocupa el
primer puesto en la segunda Tabla, la que concierne a los deberes del
ser humano hacia sí mismo y hacia la sociedad. Es el único al que se
añade una promesa: " Honra a tu padre y a tu madre, para que se
prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar "
(Ex 20, 12; cf. Dt 5, 16).
12. " Ponte
en pie ante las canas y honra el rostro del anciano " (Lv 19, 32).
Honrar a los ancianos supone un triple deber hacia ellos: acogerlos,
asistirlos y valorar sus cualidades. En muchos ambientes eso sucede casi
espontáneamente, como por costumbre inveterada. En otros, especialmente
en las Naciones desarrolladas, parece obligado un cambio de tendencia
para que los que avanzan en años puedan envejecer con dignidad, sin
temor a quedar reducidos a personas que ya no cuenta nada. Es preciso
convencerse de que es propio de una civilización plenamente humana
respetar y amar a los ancianos, porque ellos se sienten, a pesar del
debilitamiento de las fuerzas, parte viva de la sociedad. Ya observaba
Cicerón que " el peso de la edad es más leve para el que se siente
respetado y amado por los jóvenes ".(17)
El espíritu humano, por lo demás, aún participando del envejecimiento
del cuerpo, en un cierto sentido permanece siempre joven si vive
orientado hacia lo eterno; esta perenne juventud se experimenta mejor
cuando, al testimonio interior de la buena conciencia, se une el afecto
atento y agradecido de las personas queridas. El hombre, entonces, como
escribe San Gregorio Nacianceno, " no envejecerá en el espíritu:
aceptará la disolución del cuerpo como el momento establecido para la
necesaria libertad. Dulcemente transmigrará hacia el más allá donde
nadie es inmaduro o viejo, sino que todos son perfectos en la edad
espiritual ".(18)
Todos conocemos ejemplos elocuentes de ancianos con una sorprendente
juventud y vigor de espíritu. Para quien los trata de cerca, son
estímulo con sus palabras y consuelo con el ejemplo. Es de desear que la
sociedad valore plenamente a los ancianos, que en algunas regiones del
mundo -pienso en particular en África- son considerados justamente como
"bibliotecas vivientes " de sabiduría, custodios de un inestimable
patrimonio de testimonios humanos y espirituales. Aunque es verdad que a
nivel físico tienen generalmente necesidad de ayuda, también es verdad
que, en su avanzada edad, pueden ofrecer apoyo a los jóvenes que en su
recorrido se asoman al horizonte de la existencia para probar los
distintos caminos.
Mientras hablo de los ancianos, no puedo dejar de dirigirme también a
los jóvenes para invitarlos a estar a su lado. Os exhorto, queridos
jóvenes, a hacerlo con amor y generosidad. Los ancianos pueden daros
mucho más de cuanto podáis imaginar. En este sentido, el Libro del
Eclesiástico dice: " No desprecies lo que cuentan los viejos, que ellos
también han aprendido de sus padres " (8, 9); " Acude a la reunión de
los ancianos; ¿que hay un sabio?, júntate a él " (6, 34); porque " ¡qué
bien parece la sabiduría en los viejos! " (25, 5).
13. La
comunidad cristiana puede recibir mucho de la serena presencia de
quienes son de edad avanzada. Pienso, sobre todo, en la evangelización:
su eficacia no depende principalmente de la eficiencia operativa. ¡En
cuantas familias los nietos reciben de los abuelos la primera educación
en la fe! Pero la aportación beneficiosa de los ancianos puede
extenderse a otros muchos campos. El Espíritu actúa como y donde quiere,
sirviéndose no pocas veces de medios humanos que cuentan poco a los ojos
del mundo. ¡Cuántos encuentran comprensión y consuelo en las personas
ancianas, solas o enfermas, pero capaces de infundir ánimo mediante el
consejo afectuoso, la oración silenciosa, el testimonio del sufrimiento
acogido con paciente abandono! Precisamente cuando las energías
disminuyen y se reducen las capacidades operativas, estos hermanos y
hermanas nuestros son más valiosos en el designio misterioso de la
Providencia.
También desde esta perspectiva, por tanto, además de la evidente
exigencia psicológica del anciano mismo, el lugar más natural para vivir
la condición de ancianidad es el ambiente en el que él se siente " en
casa ", entre parientes, conocidos y amigos, y donde puede realizar
todavía algún servicio. A medida que se prolonga la media de vida y
crece del número de los ancianos, será cada vez más urgente promover
esta cultura de una ancianidad acogida y valorada, no relegada al
margen. El ideal sigue siendo la permanencia del anciano en la familia,
con la garantía de eficaces ayudas sociales para las crecientes
necesidades que conllevan la edad o la enfermedad. Sin embargo, hay
situaciones en las que las mismas circunstancias aconsejan o imponen el
ingreso en " residencias de ancianos ", para que el anciano pueda gozar
de la compañía de otras personas y recibir una asistencia específica.
Dichas instituciones son, por tanto, loables y la experiencia dice que
pueden dar un precioso servicio, en la medida en que se inspiran en
criterios no sólo de eficacia organizativa, sino también de una atención
afectuosa. Todo es más fácil, en este sentido, si se establece una
relación con cada uno de los ancianos residentes por parte de
familiares, amigos y comunidades parroquiales, que los ayude a sentirse
personas amadas y todavía útiles para la sociedad. Sobre este
particular, ¿cómo no recordar con admiración y gratitud a las
Congregaciones religiosas y los grupos de voluntariado, que se dedican
con especial cuidado precisamente a la asistencia de los ancianos, sobre
todo de aquellos más pobres, abandonados o en dificultad?
Mis queridos ancianos, que os encontráis en precarias condiciones por la
salud u otras circunstancias, me siento afectuosamente cercano a
vosotros. Cuando Dios permite nuestro sufrimiento por la enfermedad, la
soledad u otras razones relacionadas con la edad avanzada, nos da
siempre la gracia y la fuerza para que nos unamos con más amor al
sacrifico del Hijo y participemos con más intensidad en su proyecto
salvífico. Dejémonos persuadir: ¡Él es Padre, un Padre rico de amor y
misericordia! Pienso de modo especial en vosotros, viudos y viudas, que
os habéis quedado solos en el último tramo de la vida; en vosotros,
religiosos y religiosas ancianos, que por muchos años habéis servido
fielmente a la causa del Reino de los cielos; en vosotros, queridos
hermanos en el Sacerdocio y en el Episcopado, que por alcanzar los
límites de edad habéis dejado la responsabilidad directa del ministerio
pastoral. La Iglesia aún os necesita. Ella aprecia los servicios que
podéis seguir prestando en múltiples campos de apostolado, cuenta con
vuestra oración constante, espera vuestros consejos fruto de la
experiencia, y se enriquece del testimonio evangélico que dais día tras
día.
"Me enseñarás el
sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia" (Sal
15 [16], 11)
14. Es
natural que, con el paso de los años, llegue a sernos familiar el
pensamiento del " ocaso de la vida ". Nos lo recuerda, al menos, el
simple hecho de que la lista de nuestros parientes, amigos y conocidos
se va reduciendo: nos damos cuenta de ello en varias circunstancias, por
ejemplo, cuando nos juntamos en reuniones de familia, encuentros con
nuestros compañeros de la infancia, del colegio, de la universidad, del
servicio militar, con nuestros compañeros del seminario... El límite
entre la vida y la muerte recorre nuestras comunidades y se acerca a
cada uno de nosotros inexorablemente. Si la vida es una peregrinación
hacia la patria celestial, la ancianidad es el tiempo en el que más
naturalmente se mira hacia umbral de la eternidad.
Sin embargo, también a nosotros, ancianos, nos cuesta resignarnos ante
la perspectiva de este paso. En efecto, éste presenta, en la condición
humana marcada por el pecado, una dimensión de oscuridad que
necesariamente nos entristece y nos da miedo. En realidad, ¿cómo podría
ser de otro modo? El hombre está hecho para la vida, mientras que la
muerte -como la Escritura nos explica desde las primeras páginas (cf. Gn
2-3)- no estaba en el proyecto original de Dios, sino que ha entrado
sutilmente a consecuencia del pecado, fruto de la " envidia del diablo "
(Sb 2, 24). Se comprende entonces por qué, ante esta tenebrosa realidad,
el hombre reacciona y se rebela. Es significativo, en este sentido, que
Jesús mismo, " probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado
" (Hb 4, 15), haya tenido miedo ante la muerte: " Padre mío, si es
posible, que pase de mí esta copa " (Mt 26, 39). Y ¿cómo olvidar sus
lágrimas ante la tumba del amigo Lázaro, a pesar de que se disponía a
resucitarlo (cf. Jn 11, 35)?
Aún cuando la muerte sea racionalmente comprensible bajo el aspecto
biológico, no es posible vivirla como algo que nos resulta " natural ".
Contrasta con el instinto más profundo del hombre. A este propósito ha
dicho el Concilio: " Ante la muerte, el enigma de la condición humana
alcanza su culmen. El hombre no sólo es atormentado por el dolor y la
progresiva disolución del cuerpo, sino también, y aún más, por el temor
de la extinción perpetua ".(19)
Ciertamente, el dolor no tendría consuelo si la muerte fuera la
destrucción total, el final de todo. Por eso, la muerte obliga al hombre
a plantearse las preguntas radicales sobre el sentido mismo de la vida:
¿qué hay más allá del muro de sombra de la muerte? ¿Es ésta el fin
definitivo de la vida o existe algo que la supera?
15. No
faltan, en la cultura de la humanidad, desde los tiempos más antiguos
hasta nuestros días, respuestas reductivas, que limitan la vida a la que
vivimos en esta tierra. Incluso en el Antiguo Testamento, algunas
observaciones del Libro del Eclesiastés hacen pensar en la ancianidad
como en un edificio en demolición y en la muerte como en su total y
definitiva destrucción (cf. 12, 1-7). Pero, precisamente a la luz de
estas respuestas pesimistas, adquiere mayor relieve la perspectiva llena
de esperanza que se deriva del conjunto de la Revelación y especialmente
del Evangelio: Dios " no es un Dios de muertos, sino de vivos " (Lc 20,
38). Como afirma el apóstol Pablo, el Dios que da vida a los muertos
(cf. Rm 4, 17) dará la vida también a nuestros cuerpos mortales (cf.
ibíd., 8, 11). Y Jesús dice de sí mismo: " Yo soy la resurrección y la
vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree
en mí, no morirá jamás " (Jn 11, 25-26).
Cristo, habiendo cruzado los confines de la muerte, ha revelado la vida
que hay más allá de este límite, en aquel " territorio " inexplorado por
el hombre que es la eternidad. Él es el primer Testigo de la vida
inmortal; en Él la esperanza humana se revela plena de inmortalidad. "
Aunque nos entristece la certeza de la muerte, nos consuela la promesa
de la futura inmortalidad ".(20) A estas palabras, que la Liturgia
ofrece a los creyentes como consuelo en la hora de la despedida de una
persona querida, sigue un anuncio de esperanza: " Porque la vida de los
que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse
nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo
".(21) En Cristo, la muerte, realidad dramática y desconcertante, es
rescatada y transformada, hasta presentarse como una " hermana " que nos
conduce a los brazos del Padre.(22)
16. La fe
ilumina así el misterio de la muerte e infunde serenidad en la vejez, no
considerada y vivida ya como espera pasiva de un acontecimiento
destructivo, sino como acercamiento prometedor a la meta de la plena
madurez. Son años para vivir con un sentido de confiado abandono en las
manos de Dios, Padre providente y misericordioso; un periodo que se ha
de utilizar de modo creativo con vistas a profundizar en la vida
espiritual, mediante la intensificación de la oración y el compromiso de
una dedicación a los hermanos en la caridad.
Por eso son loables todas aquellas iniciativas sociales que permiten a
los ancianos, ya el seguir cultivándose física, intelectualmente o en la
vida de relación, ya el ser útiles, poniendo a disposición de los otros
el propio tiempo, las propias capacidades y la propia experiencia. De
este modo, se conserva y aumenta el gusto de la vida, don fundamental de
Dios. Por otra parte, este gusto por la vida no contrarresta el deseo de
eternidad, que madura en cuantos tienen una experiencia espiritual
profunda, como bien nos enseña la vida de los Santos.
El Evangelio nos recuerda, a este propósito, las palabras del anciano
Simeón, que se declara preparado para morir una vez que ha podido
estrechar entre sus brazos al Mesías esperado: " Ahora, Señor, puedes,
según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto
mis ojos tu salvación " (Lc 2, 29-30). El apóstol Pablo se debatía,
apremiado por ambas partes, entre el deseo de seguir viviendo para
anunciar el Evangelio y el anhelo de " partir y estar con Cristo " (Flp
1, 23). San Ignacio de Antioquía nos dice que, mientras iba gozoso a
sufrir el martirio, oía en su interior la voz del Espíritu Santo, como "
agua " viva que le brotaba de dentro y le susurraba la invitación: " Ven
al Padre ".(23) Los ejemplos podrían continuar aún. En modo alguno
ensombrecen el valor de la vida terrena, que es bella a pesar de las
limitaciones y los sufrimientos, y ha de ser vivida hasta el final. Pero
nos recuerdan que no es el valor último, de tal manera que, desde una
perspectiva cristiana, el ocaso de la existencia terrena tiene los
rasgos característicos de un " paso ", de un puente tendido desde la
vida a la vida, entre la frágil e insegura alegría de esta tierra y la
alegría plena que el Señor reserva a sus siervos fieles: " ¡Entra en el
gozo de tu Señor! " (Mt 25, 21).
Un augurio de vida
17. Con
este espíritu, mientras os deseo, queridos hermanos y hermanas ancianos,
que viváis serenamente los años que el Señor haya dispuesto para cada
uno, me resulta espontáneo compartir hasta el fondo con vosotros los
sentimientos que me animan en este tramo de mi vida, después de más de
veinte años de ministerio en la sede de Pedro, y a la espera del tercer
milenio ya a las puertas. A pesar de las limitaciones que me han
sobrevenido con la edad, conservo el gusto de la vida. Doy gracias al
Señor por ello. Es hermoso poderse gastar hasta el final por la causa
del Reino de Dios.
Al mismo tiempo, encuentro una gran paz al pensar en el momento en el
que el Señor me llame: ¡de vida a vida! Por eso, a menudo me viene a los
labios, sin asomo de tristeza alguna, una oración que el sacerdote
recita después de la celebración eucarística: In hora mortis meae voca
me, et iube me venire ad te; en la hora de mi muerte llámame, y mándame
ir a ti. Es la oración de la esperanza cristiana, que nada quita a la
alegría de la hora presente, sino que pone el futuro en manos de la
divina bondad.
18. " Iube
me venire ad te!: éste es el anhelo más profundo del corazón humano,
incluso para el que no es consciente de ello.
Concédenos, Señor de la vida, la gracia de tomar conciencia lúcida de
ello y de saborear como un don, rico de ulteriores promesas, todos los
momentos de nuestra vida.
Haz que acojamos con amor tu voluntad, poniéndonos cada día en tus manos
misericordiosas.
Cuando venga el momento del " paso " definitivo, concédenos afrontarlo
con ánimo sereno, sin pesadumbre por lo que dejemos. Porque al
encontrarte a Ti, después de haberte buscado tanto, nos encontraremos
con todo valor auténtico experimentado aquí en la tierra, junto a
quienes nos han precedido en el signo de la fe y de la esperanza.
Y tú, María, Madre de la humanidad peregrina, ruega por nosotros " ahora
y en la hora de nuestra muerte ". Manténnos siempre muy unidos a Jesús,
tu Hijo amado y hermano nuestro, Señor de la vida y de la gloria.
¡Amén!
Vaticano, 1 de octubre de 1999.
Juan Pablo II