Pastores dabo vobis: Juan Pablo II
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
POSTSINODAL
PASTORES DABO VOBIS
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO
AL CLERO Y A LOS FIELES
SOBRE LA FORMACIÓN DE LOS SACERDOTES
EN LA SITUACIÓN ACTUAL
INTRODUCCIÓN
1. «Os daré pastores según mi corazón» (Jer 3, 15).
Con estas palabras del profeta Jeremías Dios promete a su pueblo no dejarlo
nunca privado de pastores que lo congreguen y lo guíen: «Pondré al frente de
ellas (o sea, de mis ovejas) Pastores que las apacienten, y nunca más
estarán medrosas ni asustadas» (Jer 23, 4).
La Iglesia, Pueblo de Dios, experimenta siempre el cumplimiento de este
anuncio profético y, con alegría, da continuamente gracias al Señor. Sabe
que Jesucristo mismo es el cumplimiento vivo, supremo y definitivo de la
promesa de Dios: «Yo soy el buen Pastor» (Jn 10, 11). Él, «el gran Pastor de
las ovejas» (Heb 13, 20), encomienda a los apóstoles y a sus sucesores el
ministerio de apacentar la grey de Dios (cf. Jn 21, 15ss.; 1 Pe 5, 2).
Concretamente, sin sacerdotes la Iglesia no podría vivir aquella obediencia
fundamental que se sitúa en el centro mismo de su existencia y de su misión
en la historia, esto es, la obediencia al mandato de Jesús «Id, pues, y
haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19) y «Haced esto en
conmemoración mía» (Lc 22, 19; cf. 1 Cor 11, 24), o sea, el mandato de
anunciar el Evangelio y de renovar cada día el sacrificio de su cuerpo
entregado y de su sangre derramada por la vida del mundo.
Sabemos por la fe que la promesa del Señor no puede fallar. Precisamente
esta promesa es la razón y fuerza que infunde alegría a la Iglesia ante el
florecimiento y aumento de las vocaciones sacerdotales, que hoy se da en
algunas partes del mundo; y representa también el fundamento y estímulo para
un acto de fe más grande y de esperanza más viva, ante la grave escasez de
sacerdotes que afecta a otras partes del mundo.
Todos estamos llamados a compartir la confianza en el cumplimiento
ininterrumpido de la promesa de Dios, que los Padres sinodales han querido
testimoniar de un modo claro y decidido: «El Sínodo, con plena confianza en
la promesa de Cristo, que ha dicho: 'He aquí que yo estoy con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo' (Mt 28, 20), y consciente de la acción
constante del Espíritu Santo en la Iglesia, cree firmemente que nunca
faltarán del todo los ministros sagrados en la Iglesia... Aunque en algunas
regiones haya escasez de clero, sin embargo la acción del Padre, que suscita
las vocaciones, nunca cesará en la Iglesia»[1].
Como he dicho en la clausura del Sínodo, ante la crisis de las vocaciones
sacerdotales, «la primera respuesta que la Iglesia da, consiste en un acto
de confianza total en el Espíritu Santo. Estamos profundamente convencidos
de que esta entrega confiada no será defraudada, si, por nuestra parte, nos
mantenemos fieles a la gracia recibida»[2].
2. ¡Permanecer fieles a la gracia recibida! En efecto, el don de Dios no
anula la libertad del hombre, sino que la promueve, la desarrolla y la
exige.
Por esto, la confianza total en la incondicional fidelidad de Dios a su
promesa va unida en la Iglesia a la grave responsabilidad de cooperar con la
acción de Dios que llama y, a la vez, contribuir a crear y mantener las
condiciones en las cuales la buena semilla, sembrada por Dios, pueda echar
raíces y dar frutos abundantes. La Iglesia no puede dejar jamás de rogar al
dueño de la mies que envíe obreros a su mies (cf. Mt 9, 38) ni de dirigir a
las nuevas generaciones una nítida y valiente propuesta vocacional,
ayudándoles a discernir la verdad de la llamada de Dios para que respondan a
ella con generosidad; ni puede dejar de dedicar un cuidado especial a la
formación de los candidatos al presbiterado.
En realidad, la formación de los futuros sacerdotes, tanto diocesanos como
religiosos, y la atención asidua, llevada a cabo durante toda la vida, con
miras a su santificación personal en el ministerio y mediante la
actualización constante de su dedicación pastoral lo considera la Iglesia
como una de las tareas de máxima importancia para el futuro de la
evangelización de la humanidad.
Esta tarea formativa de la Iglesia continúa en el tiempo la acción de
Cristo, que el evangelista Marcos indica con estas palabras: «Subió al monte
y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que
estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los
demonios» (Mc 3, 13-15).
Se puede afirmar que la Iglesia —aunque con intensidad y modalidades
diversas— ha vivido continuamente en su historia esta página del Evangelio,
mediante la labor formativa dedicada a los candidatos al presbiterado y a
los sacerdotes mismos. Pero hoy la Iglesia se siente llamada a revivir con
un nuevo esfuerzo lo que el Maestro hizo con sus apóstoles, ya que se siente
apremiada por las profundas y rápidas transformaciones de la sociedad y de
las culturas de nuestro tiempo así como por la multiplicidad y diversidad de
contextos en los que anuncia y da testimonio del Evangelio; también por el
favorable aumento de las vocaciones sacerdotales en diversas diócesis del
mundo; por la urgencia de una nueva verificación de los contenidos y métodos
de la formación sacerdotal; por la preocupación de los Obispos y de sus
comunidades a causa de la persistente escasez de clero; y por la absoluta
necesidad de que la nueva evangelización tenga en los sacerdotes sus
primeros «nuevos evangelizadores».
Precisamente en este contexto histórico y cultural se ha situado la última
Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, dedicada a «la
formación de los sacerdotes en la situación actual», con la intención,
después de veinticinco años de la clausura del Concilio, de poner en
práctica la doctrina conciliar sobre este tema y hacerla más actual e
incisiva en las circunstancias actuales»[3].
3. En línea con el Concilio Vaticano II acerca del Orden de los presbíteros
y su formación[4], y deseando aplicar concretamente a las diversas
situaciones esa rica y probada doctrina, la Iglesia ha afrontado en muchas
ocasiones los problemas de la vida, ministerio y formación de los
sacerdotes.
Las ocasiones más solemnes han sido los Sínodos de los Obispos. Ya en la
primera Asamblea general, celebrada en octubre de 1967, el Sínodo dedicó
cinco congregaciones generales al tema de la renovación de los seminarios.
Este trabajo dio un impulso decisivo a la elaboración del documento de la
Congregación para la Educación Católica titulado «Normas fundamentales para
la formación sacerdotal»[5].
La segunda Asamblea general ordinaria de 1971 dedicó la mitad de sus
trabajos al sacerdocio ministerial. Los frutos de este largo estudio
sinodal, recogidos y condensados en algunas «recomendaciones», sometidas a
mi predecesor el Papa Pablo VI y leídas en la apertura del Sínodo de 1974,
se referían principalmente a la doctrina sobre el sacerdocio ministerial y a
algunos aspectos de la espiritualidad y del ministerio sacerdotal.
También en otras muchas ocasiones el Magisterio de la Iglesia ha seguido
manifestando su solicitud por la vida y el ministerio de los sacerdotes. Se
puede decir que en los años postconciliares no ha habido ninguna
intervención magisterial que, en alguna medida, no se haya referido, de modo
explícito o implícito, al significado de la presencia de los sacerdotes en
la comunidad, a su misión y su necesidad en la Iglesia y para la vida del
mundo.
En estos últimos años y desde varias partes se ha insistido en la necesidad
de volver sobre el tema del sacerdocio, afrontándolo desde un punto de vista
relativamente nuevo y más adecuado a las presentes circunstancias eclesiales
y culturales. La atención ha sido puesta no tanto en el problema de la
identidad del sacerdote cuanto en problemas relacionados con el itinerario
formativo para el sacerdocio y con el estilo de vida de los sacerdotes. En
realidad, las nuevas generaciones de los que son llamados al sacerdocio
ministerial presentan características bastante distintas respecto a las de
sus inmediatos predecesores y viven en un mundo que en muchos aspectos es
nuevo y que está en continua y rápida evolución. Todo esto debe ser tenido
en cuenta en la programación y realización de los planes de formación para
el sacerdocio ministerial.
Además, los sacerdotes que están ya en el ejercicio de su ministerio, parece
que hoy sufren una excesiva dispersión en las crecientes actividades
pastorales y, frente a la problemática de la sociedad y de la cultura
contemporánea, se sienten impulsados a replantearse su estilo de vida y las
prioridades de los trabajos pastorales, a la vez que notan, cada vez más, la
necesidad de una formación permanente.
Por ello, la atención y las reflexiones del Sínodo de los Obispos de 1990 se
ha centrado en el aumento de las vocaciones para el presbiterado; en la
formación básica para que los candidatos conozcan y sigan a Jesús,
preparándose a celebrar y vivir el sacramento del Orden que los configura
con Cristo, Cabeza y Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia; en el estudio
específico de los programas de formación permanente, capaces de sostener, de
una manera real y eficaz, el ministerio y vida espiritual de los sacerdotes.
El mismo Sínodo quería responder también a una petición hecha por el Sínodo
anterior, que trató sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y
en el mundo. Los mismos laicos habían pedido la dedicación de los sacerdotes
a su formación, para ser ayudados oportunamente en el cumplimiento de su
común misión eclesial. Y en realidad, «cuanto más se desarrolla el
apostolado de los laicos, tanto más fuertemente se percibe la necesidad de
contar con sacerdotes bien formados, sacerdotes santos. De esta manera, la
vida misma del pueblo de Dios pone de manifiesto la enseñanza del Concilio
Vaticano II sobre la relación entre sacerdocio común y sacerdocio
ministerial o jerárquico, pues en el misterio de la Iglesia la jerarquía
tiene un carácter ministerial (cf. Lumen gentium, 10). Cuanto más se
profundiza el sentido de la vocación propia de los laicos, más se evidencia
lo que es propio del sacerdocio»[6].
4. En la experiencia eclesial típica del Sínodo, aquella «singular
experiencia de comunión episcopal en la universalidad, que refuerza el
sentido de la Iglesia universal, la responsabilidad de los Obispos en
relación con la Iglesia universal y su misión, en comunión afectiva y
efectiva en torno a Pedro»[7], se ha dejado oír claramente la voz de las
diversas Iglesias particulares, y en este Sínodo, por vez primera, la de
algunas Iglesias del Este. Las Iglesias han proclamado su fe en el
cumplimiento de la promesa de Dios: «Os daré Pastores según mi corazón» (Jer
3, 15), y han renovado su compromiso pastoral por la atención a las
vocaciones y por la formación de los sacerdotes, con el convencimiento de
que de ello depende el futuro de la Iglesia, su desarrollo y su misión
universal de salvación.
Considerando ahora el rico patrimonio de las reflexiones, orientaciones e
indicaciones que han preparado y acompañado los trabajos de los Padres
sinodales, uno a la de ellos mi voz de Obispo de Roma y Sucesor de Pedro,
con esta Exhortación Apostólica postsinodal; y la dirijo al corazón de todos
los fieles y de cada uno de ellos, en particular al corazón de los
sacerdotes y de cuantos están dedicados al delicado ministerio de su
formación. Con esta Exhortación Apostólica deseo salir al encuentro y unirme
a todos y cada uno de los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos.
Con la voz y el corazón de los Padres sinodales hago mías las palabras y los
sentimientos del «Mensaje final del Sínodo al Pueblo de Dios»: «Con ánimo
agradecido y lleno de admiración nos dirigimos a vosotros, que sois nuestros
primeros cooperadores en el servicio apostólico. Vuestra tarea en la Iglesia
es verdaderamente necesaria e insustituible. Vosotros lleváis el peso del
ministerio sacerdotal y mantenéis el contacto diario con los fieles.
Vosotros sois los ministros de la Eucaristía, los dispensadores de la
misericordia divina en el Sacramento de la Penitencia, los consoladores de
las almas, los guías de todos los fieles en las tempestuosas dificultades de
la vida».
«Os saludamos con todo el corazón, os expresamos nuestra gratitud y os
exhortamos a perseverar en este camino con ánimo alegre y decidido. No
cedáis al desaliento. Nuestra obra no es nuestra, sino de Dios».
«El que nos ha llamado y nos ha enviado sigue junto a nosotros todos los
días de nuestra vida, ya que nosotros actuamos por mandato de Cristo»[8].
CAPÍTULO I
TOMADO DE ENTRE LOS HOMBRES
La formación sacerdotal ante los desafíos del final del segundo milenio
El sacerdote en su tiempo
5. «Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en
favor de los hombres en lo que se refiere a Dios» (Heb 5, 1).
La Carta a los Hebreos subraya claramente la «humanidad» del ministro de
Dios: pues procede de los hombres y está al servicio de los hombres,
imitando a Jesucristo, «probado en todo igual que nosotros, excepto en el
pecado» (Heb 4, 15).
Dios llama siempre a sus sacerdotes desde determinados contextos humanos y
eclesiales, que inevitablemente los caracterizan y a los cuales son enviados
para el servicio del Evangelio de Cristo.
Por eso el Sínodo ha estudiado el tema de los sacerdotes en su contexto
actual, situándolo en el hoy de la sociedad y de la Iglesia y abriéndolo a
las perspectivas del tercer milenio, como se deduce claramente de la misma
formulación del tema: «La formación de los sacerdotes en la situación
actual».
Ciertamente «hay una fisonomía esencial del sacerdote que no cambia: en
efecto, el sacerdote de mañana, no menos que el de hoy, deberá asemejarse a
Cristo. Cuando vivía en la tierra, Jesús reflejó en sí mismo el rostro
definitivo del presbítero, realizando un sacerdocio ministerial del que los
apóstoles fueron los primeros investidos y que está destinado a durar, a
continuarse incesantemente en todos los períodos de la historia. El
presbítero del tercer milenio será, en este sentido, el continuador de los
presbíteros que, en los milenios precedentes, han animado la vida de la
Iglesia. También en el dos mil la vocación sacerdotal continuará siendo la
llamada a vivir el único y permanente sacerdocio de Cristo»[9]. Pero
ciertamente la vida y el ministerio del sacerdote deben también «adaptarse a
cada época y a cada ambiente de vida... Por ello, por nuestra parte debemos
procurar abrirnos, en la medida de lo posible, a la iluminación superior del
Espíritu Santo, para descubrir las orientaciones de la sociedad moderna,
reconocer las necesidades espirituales más profundas, determinar las tareas
concretas más importantes, los métodos pastorales que habrá que adoptar, y
así responder de manera adecuada a las esperanzas humanas»[10].
Por ser necesario conjugar la verdad permanente del ministerio presbiteral
con las instancias y características del hoy, los Padres sinodales han
tratado de responder a algunas preguntas urgentes: ¿qué problemas y, al
mismo tiempo, qué estímulos positivos suscita el actual contexto
sociocultural y eclesial en los muchachos, en los adolescentes y en los
jóvenes, que han de madurar un proyecto de vida sacerdotal para toda su
existencia?, ¿qué dificultades y qué nuevas posibilidades ofrece nuestro
tiempo para el ejercicio de un ministerio sacerdotal coherente con el don
del Sacramento recibido y con la exigencia de una vida espiritual
correspondiente?
Presento ahora algunos elementos del análisis de la situación que los Padres
sinodales han desarrollado, conscientes de que la gran variedad de
circunstancias socioculturales y eclesiales presentes en los diversos países
aconseja señalar sólo los fenómenos más profundos y extendidos,
particularmente aquellos que se refieren a los problemas educativos y a la
formación sacerdotal.
El Evangelio hoy: esperanzas y obstáculos
6. Múltiples factores parecen favorecer en los hombres de hoy una conciencia
más madura de la dignidad de la persona y una nueva apertura a los valores
religiosos, al Evangelio y al ministerio sacerdotal.
En la sociedad encontramos, a pesar de tantas contradicciones, una sed de
justicia y de paz muy difundida e intensa; una conciencia más viva del
cuidado del hombre por la creación y por el respeto a la naturaleza; una
búsqueda más abierta de la verdad y de la tutela de la dignidad humana; el
compromiso creciente, en muchas zonas de la población mundial, por una
solidaridad internacional más concreta y por un nuevo orden mundial, en la
libertad y en la justicia. Junto al desarrollo cada vez mayor del potencial
de energías ofrecido por las ciencias y las técnicas, y la difusión de la
información y de la cultura, surge también una nueva pregunta ética; la
pregunta sobre el sentido, es decir, sobre una escala objetiva de valores
que permita establecer las posibilidades y los límites del progreso.
En el campo más propiamente religioso y cristiano, caen prejuicios
ideológicos y cerrazones violentas al anuncio de los valores espirituales y
religiosos, mientras surgen nuevas e inesperadas posibilidades para la
evangelización y la renovación de la vida eclesial en muchas partes del
mundo. Tiene lugar así una creciente difusión del conocimiento de las
Sagradas Escrituras; una nueva vitalidad y fuerza expansiva de muchas
Iglesias jóvenes, con un papel cada vez más relevante en la defensa y
promoción de los valores de la persona y de la vida humana; un espléndido
testimonio del martirio por parte de las Iglesias del Centro y Este europeo,
como también un testimonio de la fidelidad y firmeza de otras Iglesias que
todavía están sometidas a persecuciones y tribulaciones por la fe[11].
El deseo de Dios y de una relación viva y significativa con Él se presenta
hoy tan intenso, que favorecen, allí donde falta el auténtico e íntegro
anuncio del Evangelio de Jesús, la difusión de formas de religiosidad sin
Dios y de múltiples sectas. Su expansión, incluso en algunos ambientes
tradicionalmente cristianos, es ciertamente para todos los hijos de la
Iglesia, y para los sacerdotes en particular, un motivo constante de examen
de conciencia sobre la credibilidad de su testimonio del Evangelio, pero es
también signo de cuán profunda y difundida está la búsqueda de Dios.
7. Pero con estos y otros factores positivos están relacionados muchos
elementos problemáticos o negativos.
Todavía está muy difundido el racionalismo que, en nombre de una concepción
reductiva de «ciencia», hace insensible la razón humana al encuentro con la
Revelación y con la trascendencia divina.
Hay que constatar también una defensa exacerbada de la subjetividad de la
persona, que tiende a encerrarla en el individualismo incapaz de relaciones
humanas auténticas. De este modo, muchos, principalmente muchachos y
jóvenes, buscan compensar esta soledad con sucedáneos de varias clases, con
formas más o menos agudas de hedonismo, de huida de las responsabilidades;
prisioneros del instante fugaz, intentan «consumir» experiencias
individuales lo más intensas posibles y gratificantes en el plano de las
emociones y de las sensaciones inmediatas, pero se muestran indiferentes y
como paralizados ante la oferta de un proyecto de vida que incluya una
dimensión espiritual y religiosa y un compromiso de solidaridad.
Además, se extiende por todo el mundo —incluso después de la caída de las
ideologías que habían hecho del materialismo un dogma y del rechazo de la
religión un programa— una especie de ateísmo práctico y existencial, que
coincide con una visión secularizada de la vida y del destino del hombre.
Este hombre «enteramente lleno de sí, este hombre que no sólo se pone como
centro de todo su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón
de toda realidad»[12], se encuentra cada vez más empobrecido de aquel
«suplemento de alma» que le es tanto más necesario cuanto más una gran
disponibilidad de bienes materiales y de recursos lo hace creer falsamente
autosuficiente. Ya no hay necesidad de combatir a Dios; se piensa que basta
simplemente con prescindir de Él.
En este contexto hay que destacar en particular la disgregación de la
realidad familiar y el oscurecimiento o tergiversación del verdadero
significado de la sexualidad humana. Son fenómenos que influyen, de modo muy
negativo, en la educación de los jóvenes y en su disponibilidad para toda
vocación religiosa. Igualmente debe tenerse en cuenta el agravarse de las
injusticias sociales y la concentración de la riqueza en manos de pocos,
como fruto de un capitalismo inhumano[13], que hace cada vez mayor la
distancia entre pueblos ricos y pueblos pobres; de esta manera se crean en
la convivencia humana tensiones e inquietudes que perturban profundamente la
vida de las personas y de las comunidades.
Incluso en el campo eclesial se dan fenómenos preocupantes y negativos, que
influyen directamente en la vida y el ministerio de los sacerdotes, como la
ignorancia religiosa que persiste en muchos creyentes; la escasa incidencia
de la catequesis, sofocada por los mensajes más difundidos y persuasivos de
los medios de comunicación de masas; el mal entendido pluralismo teológico,
cultural y pastoral que, aun partiendo a veces de buenas intenciones,
termina por hacer difícil el diálogo ecuménico y atentar contra la necesaria
unidad de la fe; la persistencia de un sentido de desconfianza y casi de
intolerancia hacia el magisterio jerárquico; las presentaciones unilaterales
y reductivas de la riqueza del mensaje evangélico, que transforman el
anuncio y el testimonio de la fe en un factor exclusivo de liberación humana
y social o en un refugio alienante en la superstición y en la religiosidad
sin Dios[14].
Un fenómeno de gran relieve, aunque relativamente reciente en muchos países
de antigua tradición cristiana, es la presencia en un mismo territorio de
consistentes núcleos de razas y religiones diversas. Se desarrolla así cada
vez más la sociedad multirracial y multirreligiosa. Si, por un lado, esto
puede ser ocasión de un ejercicio más frecuente y fructuoso del diálogo, de
una apertura de mentalidad, de una experiencia de acogida y de justa
tolerancia, por otro lado, puede ser causa de confusión y relativismo, sobre
todo en personas y poblaciones de una fe menos madura.
A estos factores, y en relación íntima con el crecimiento del
individualismo, hay que añadir el fenómeno de la concepción subjetiva de la
fe. Por parte de un número creciente de cristianos se da una menor
sensibilidad al conjunto global y objetivo de la doctrina de la fe en favor
de una adhesión subjetiva a lo que agrada, que corresponde a la propia
experiencia y que no afecta a las propias costumbres. Incluso apelar a la
inviolabilidad de la conciencia individual, cosa legítima en sí misma, no
deja de ser, en este contexto, peligrosamente ambiguo.
De aquí se sigue también el fenómeno de los modos cada vez más parciales y
condicionados de pertenecer a la Iglesia, que ejercen un influjo negativo
sobre el nacimiento de nuevas vocaciones al sacerdocio, sobre la
autoconciencia misma del sacerdote y su ministerio en la comunidad.
Finalmente, la escasa presencia y disponibilidad de sacerdotes crea todavía
hoy en muchos ambientes eclesiales graves problemas. Los fieles quedan con
frecuencia abandonados durante largos períodos y sin la adecuada asistencia
pastoral; esto perjudica el crecimiento de su vida cristiana en su conjunto
y, más aún, su capacidad de ser ulteriormente promotores de evangelización.
Los jóvenes ante la vocación y la formación sacerdotal
8. Las numerosas contradicciones y posibilidades que presentan nuestras
sociedades y culturas y, al mismo tiempo, las comunidades eclesiales, son
percibidas, vividas y experimentadas con una intensidad muy particular por
el mundo de los jóvenes, con repercusiones inmediatas y más que nunca
incisivas en su proceso educativo. En este sentido el nacimiento y
desarrollo de la vocación sacerdotal en los niños, adolescentes y jóvenes
encuentran continuamente obstáculos y estímulos.
Los jóvenes sienten más que nunca el atractivo de la llamada «sociedad de
consumo», que los hace dependientes y prisioneros de una interpretación
individualista, materialista y hedonista de la existencia humana. El
«bienestar» materialísticamente entendido tiende a imponerse como único
ideal de vida, un bienestar que hay que lograr a cualquier condición y
precio. De aquí el rechazo de todo aquello que sepa a sacrificio y renuncia
al esfuerzo de buscar y vivir los valores espirituales y religiosos. La
«preocupación» exclusiva por el tener suplanta la primacía del ser, con la
consecuencia de interpretar y de vivir los valores personales e
interpersonales no según la lógica del don y de la gratuidad, sino según la
de la posesión egoísta y de la instrumentalización del otro.
Esto se refleja, en particular, sobre la visión de la sexualidad humana, a
la que se priva de su dignidad de servicio a la comunión y a la entrega
entre las personas, para quedar reducida simplemente a un bien de consumo.
Así, la experiencia afectiva de muchos jóvenes no conduce a un crecimiento
armonioso y gozoso de la propia personalidad, que se abre al otro en el don
de sí mismo, sino a una grave involución psicológica y ética, que no dejará
de tener influencias graves para su porvenir.
En la raíz de estas tendencias se halla, en no pocos jóvenes, una
experiencia desviada de la libertad: lejos de ser obediencia a la verdad
objetiva y universal, la libertad se vive como un asentimiento ciego a las
fuerzas instintivas y a la voluntad de poder del individuo. Se hacen así, en
cierto modo, naturales en el plano de la mentalidad y del comportamiento el
resquebrajamiento de la aceptación de los principios éticos, y en el plano
religioso —aunque no haya siempre un rechazo de Dios explícito— una amplia
indiferencia y desde luego una vida que, incluso en sus momentos más
significativos y en las opciones más decisivas, es vivida como si Dios no
existiese. En este contexto se hace difícil no sólo la realización, sino la
misma comprensión del sentido de una vocación al sacerdocio, que es un
testimonio específico de la primacía del ser sobre el tener; es un
reconocimiento del significado de la vida como don libre y responsable de sí
mismo a los demás, como disponibilidad para ponerse enteramente al servicio
del Evangelio y del Reino de Dios bajo la particular forma del sacerdocio.
Incluso en el ámbito de la comunidad eclesial, el mundo de los jóvenes
constituye, no pocas veces, un «problema». En realidad, si en los jóvenes,
todavía más que en los adultos, se dan una fuerte tendencia a la concepción
subjetiva de la fe cristiana y una pertenencia sólo parcial y condicionada a
la vida y a la misión de la Iglesia, cuesta emprender en la comunidad
eclesial, por una serie de razones, una pastoral juvenil actualizada y
entusiasta. Los jóvenes corren el riesgo de ser abandonados a sí mismos, al
arbitrio de su fragilidad psicológica, insatisfechos y críticos frente a un
mundo de adultos que, no viviendo de forma coherente y madura la fe, no se
presentan ante ellos como modelos creíbles.
Se hace entonces evidente la dificultad de proponer a los jóvenes una
experiencia integral y comprometida de vida cristiana y eclesial, y de
educarlos para la misma. De esta manera, la perspectiva de la vocación al
sacerdocio queda lejana a los intereses concretos y vivos de los jóvenes.
9. Sin embargo, no faltan situaciones y estímulos positivos, que suscitan y
alimentan en el corazón de los adolescentes y jóvenes una nueva
disponibilidad, así como una verdadera y propia búsqueda de valores éticos y
espirituales, que por su naturaleza ofrecen terreno propicio para un camino
vocacional a la entrega total de sí mismos a Cristo y a la Iglesia en el
sacerdocio.
Hay que decir, antes que nada, que se han atenuado algunos fenómenos que en
un pasado reciente habían provocado no pocos problemas, como la contestación
radical, los movimientos libertarios, las reivindicaciones utópicas, las
formas indiscriminadas de socialización, la violencia.
Hay que reconocer además que también los jóvenes de hoy, con la fuerza y la
ilusión típicas de la edad, son portadores de los ideales que se abren
camino en la historia: la sed de libertad; el reconocimiento del valor
inconmensurable de la persona; la necesidad de autenticidad y de
transparencia; un nuevo concepto y estilo de reciprocidad en las relaciones
entre hombre y mujer; la búsqueda convencida y apasionada de un mundo más
justo, más solidario, más unido; la apertura y el diálogo con todos; el
compromiso por la paz.
El desarrollo, tan rico y vivaz en tantos jóvenes de nuestro tiempo, de
numerosas y variadas formas de voluntariado dirigidas a las situaciones más
olvidadas y pobres de nuestra sociedad, representa hoy un recurso educativo
particularmente importante, porque estimula y sostiene a los jóvenes hacia
un estilo de vida más desinteresado, abierto y solidario con los
necesitados. Este estilo de vida puede facilitar la comprensión, el deseo y
la respuesta a una vocación de servicio estable y total a los demás, incluso
en el camino de una plena consagración a Dios mediante la vida sacerdotal.
La reciente caída de las ideologías, la forma tan crítica de situarse ante
el mundo de los adultos, que no siempre ofrecen un testimonio de vida
entregada a los valores morales y trascendentes, la misma experiencia de
compañeros que buscan evasiones en la droga y en la violencia, contribuyen a
hacer más aguda e ineludible la pregunta fundamental sobre los valores que
son verdaderamente capaces de dar plenitud de significado a la vida, al
sufrimiento y a la muerte. En muchos jóvenes se hacen más explícitos el
interrogante religioso y la necesidad de vida espiritual. De ahí el deseo de
experiencias "de desierto" y de oración, el retorno a una lectura más
personal y habitual de la Palabra de Dios, y al estudio de la teología.
Al igual que eran ya activos y protagonistas en el ámbito del voluntariado
social, los jóvenes lo son también cada vez más en el ámbito de la comunidad
eclesial, sobre todo con la participación en las diversas agrupaciones,
desde las más tradicionales, aunque renovadas, hasta las más recientes. La
experiencia de una Iglesia llamada a la «nueva evangelización» por su
fidelidad al Espíritu que la anima y por las exigencias del mundo alejado de
Cristo pero necesitado de Él, como también la experiencia de una Iglesia
cada vez más solidaria con el hombre y con los pueblos en la defensa y en la
promoción de la dignidad personal y de los derechos humanos de todos y cada
uno, abren el corazón y la vida de los jóvenes a ideales muy atrayentes y
que exigen un compromiso, que puede encontrar su realización concreta en el
seguimiento de Cristo y en el sacerdocio.
Es natural que de esta situación humana y eclesial, caracterizada por una
fuerte ambivalencia, no se pueda prescindir de hecho ni en la pastoral de
las vocaciones y en la labor de formación de los futuros sacerdotes ni
tampoco en el ámbito de la vida y del ministerio de los sacerdotes, así como
en el de su formación permanente. Por ello, si bien se pueden comprender los
diversos tipos de «crisis», que padecen algunos sacerdotes de hoy en el
ejercicio del ministerio, en su vida espiritual y también en la misma
interpretación de la naturaleza y significado del sacerdocio ministerial,
también hay que constatar, con alegría y esperanza, las nuevas posibilidades
positivas que el momento histórico actual ofrece a los sacerdotes para el
cumplimiento de su misión.
El discernimiento evangélico
10. La compleja situación actual, someramente expuesta mediante alusiones y
a modo de ejemplo, exige no sólo ser conocida, sino sobre todo interpretada.
Únicamente así se podrá responder de forma adecuada a la pregunta
fundamental: ¿Cómo formar sacerdotes que estén verdaderamente a la altura de
estos tiempos, capaces de evangelizar al mundo de hoy?[15]
Es importante el conocimiento de la situación. No basta una simple
descripción de los datos; hace falta una investigación científica con la que
se pueda delinear un cuadro exacto de las circunstancias socioculturales y
eclesiales concretas.
Pero es aún más importante la interpretación de la situación. Ello lo exige
la ambivalencia y a veces el carácter contradictorio que caracterizan las
situaciones, las cuales presentan a la vez dificultades y posibilidades,
elementos negativos y razones de esperanza, obstáculos y aperturas, a
semejanza del campo evangélico en el que han sido sembrados y «conviven» el
trigo y la cizaña (cf.Mt13, 24ss.).
No siempre es fácil una lectura interpretativa, que sepa distinguir entre el
bien y el mal, entre signos de esperanza y peligros. En la formación de los
sacerdotes no se trata sólo y simplemente de acoger los factores positivos y
constatar abiertamente los negativos. Se trata de someter los mismos
factores positivos a un cuidadoso discernimiento, para que no se aíslen el
uno del otro ni estén en contraste entre sí, absolutizándose y oponiéndose
recíprocamente. Lo mismo puede decirse de los factores negativos: no hay que
rechazarlos en bloque y sin distinción, porque en cada uno de ellos puede
esconderse algún valor, que espera ser descubierto y reconducido a su plena
verdad.
Para el creyente, la interpretación de la situación histórica encuentra el
principio cognoscitivo y el criterio de las opciones de actuación
consiguientes en una realidad nueva y original, a saber, en el
discernimiento evangélico; es la interpretación que nace a la luz y bajo la
fuerza del Evangelio, del Evangelio vivo y personal que es Jesucristo, y con
el don del Espíritu Santo. De ese modo, el discernimiento evangélico toma de
la situación histórica y de sus vicisitudes y circunstancias no un simple
«dato», que hay que registrar con precisión y frente al cual se puede
permanecer indiferentes o pasivos, sino un «deber», un reto a la libertad
responsable, tanto de la persona individual como de la comunidad. Es un
«reto» vinculado a una «llamada» que Dios hace oír en una situación
histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente;
pero antes aún llama a la Iglesia, para que mediante «el Evangelio de la
vocación y del sacerdocio» exprese su verdad perenne en las diversas
circunstancias de la vida. También deben aplicarse a la formación de los
sacerdotes las palabras del Concilio Vaticano II: «Es deber permanente de la
Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz
del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda ella
responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de
la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es
necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus
esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le
caracteriza»[16].
Este discernimiento evangélico se funda en la confianza en el amor de
Jesucristo, que siempre e incansablemente cuida de su Iglesia (cf. Ef 5,
29); Él es el Señor y el Maestro, piedra angular, centro y fin de toda la
historia humana[17]. Este discernimiento se alimenta a la luz y con la
fuerza del Espíritu Santo, que suscita por todas partes y en toda
circunstancia la obediencia de la fe, el valor gozoso del seguimiento de
Jesús, el don de la sabiduría que lo juzga todo y no es juzgada por nadie
(cf.1 Cor 2, 15); y se apoya en la fidelidad del Padre a sus promesas.
De este modo, la Iglesia sabe que puede afrontar las dificultades y los
retos de este nuevo período de la historia sabiendo que puede asegurar,
incluso para el presente y para el futuro, sacerdotes bien formados, que
sean ministros convencidos y fervorosos de la «nueva evangelización»,
servidores fieles y generosos de Jesucristo y de los hombres.
Mas no ocultemos las dificultades. No son pocas, ni leves. Pero para
vencerlas están nuestra esperanza, nuestra fe en el amor indefectible de
Cristo, nuestra certeza de que el ministerio sacerdotal es insustituible
para la vida de la Iglesia y del mundo.
CAPÍTULO II
ME HA UNGIDO Y ME HA ENVIADO
Naturaleza y misión del sacerdocio ministerial
Mirada al sacerdote
11. «En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él» (Lc 4, 20). Lo que
dice el evangelista san Lucas de quienes estaban presentes aquel sábado en
la sinagoga de Nazaret, escuchando el comentario que Jesús haría del texto
del profeta Isaías leído por él mismo, puede aplicarse a todos los
cristianos, llamados a reconocer siempre en Jesús de Nazaret el cumplimiento
definitivo del anuncio profético: «Comenzó, pues, a decirles: Esta
Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4, 21). Y la
«escritura» era ésta: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido
para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a
los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is
61, 1-2). En efecto, Jesús se presenta a sí mismo como lleno del Espíritu,
«ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva»; es el Mesías, el Mesías
sacerdote, profeta y rey.
Es éste el rostro de Cristo en el que deben fijarse los ojos de la fe y del
amor de los cristianos. Precisamente a partir de esta «contemplación» y en
relación con ella los Padres sinodales han reflexionado sobre el problema de
la formación de los sacerdotes en la situación actual. Este problema sólo
puede encontrar respuesta partiendo de una reflexión previa sobre la meta a
la que está dirigido el proceso formativo, es decir, el sacerdocio
ministerial como participación en la Iglesia del sacerdocio mismo de
Jesucristo. El conocimiento de la naturaleza y misión del sacerdocio
ministerial es el presupuesto irrenunciable, y al mismo tiempo la guía más
segura y el estímulo más incisivo, para desarrollar en la Iglesia la acción
pastoral de promoción y discernimiento de las vocaciones sacerdotales, y la
de formación de los llamados al ministerio ordenado.
El conocimiento recto y profundo de la naturaleza y misión del sacerdocio
ministerial es el camino que es preciso seguir, y que el Sínodo ha seguido
de hecho, para salir de la crisis sobre la identidad sacerdotal. «Esta
crisis —decía en el Discurso al final del Sínodo— había nacido en los años
inmediatamente siguientes al Concilio. Se fundaba en una comprensión
errónea, y tal vez hasta intencionadamente tendenciosa, de la doctrina del
magisterio conciliar. Y aquí está indudablemente una de las causas del gran
número de pérdidas padecidas entonces por la Iglesia, pérdidas que han
afectado gravemente al servicio pastoral y a las vocaciones al sacerdocio,
en particular a las vocaciones misioneras. Es como si el Sínodo de 1990,
redescubriendo toda la profundidad de la identidad sacerdotal, a través de
tantas intervenciones que hemos escuchado en esta aula, hubiese llegado a
infundir la esperanza después de esas pérdidas dolorosas. Estas
intervenciones han manifestado la conciencia de la ligazón ontológica
específica que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y buen Pastor.
Esta identidad está en la raíz de la naturaleza de la formación que debe
darse en vista del sacerdocio y, por tanto, a lo largo de toda la vida
sacerdotal. Ésta era precisamente la finalidad del Sínodo»[18].
Por esto el Sínodo ha creído necesario volver a recordar, de manera
sintética y fundamental, la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial,
tal y como la fe de la Iglesia las ha reconocido a través de los siglos de
su historia y como el Concilio Vaticano II las ha vuelto a presentar a los
hombres de nuestro tiempo[19].
En la Iglesia misterio, comunión y misión
12. «La identidad sacerdotal —han afirmado los Padres sinodales—, como toda
identidad cristiana, tiene su fuente en la Santísima Trinidad»[20], que se
revela y se autocomunica a los hombres en Cristo, constituyendo en Él y por
medio del Espíritu la Iglesia como «el germen y el principio de ese
reino»[21]. La Exhortación Christifideles laici, sintetizando la enseñanza
conciliar, presenta la Iglesia como misterio, comunión y misión: ella «es
misterio porque el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo
son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos han nacido del
agua y del Espíritu (cf. Jn 3, 5), llamados a revivir la comunión misma de
Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misión)»[22].
Es en el misterio de la Iglesia, como misterio de comunión trinitaria en
tensión misionera, donde se manifiesta toda identidad cristiana y, por
tanto, también la identidad específica del sacerdote y de su ministerio. En
efecto, el presbítero, en virtud de la consagración que recibe con el
sacramento del Orden, es enviado por el Padre, por medio de Jesucristo, con
el cual, como Cabeza y Pastor de su pueblo, se configura de un modo especial
para vivir y actuar con la fuerza del Espíritu Santo al servicio de la
Iglesia y por la salvación del mundo[23].
Se puede entender así el aspecto esencialmente relacional de la identidad
del presbítero. Mediante el sacerdocio que nace de la profundidad del
inefable misterio de Dios, o sea, del amor del Padre, de la gracia de
Jesucristo y del don de la unidad del Espíritu Santo, el presbítero está
inserto sacramentalmente en la comunión con el Obispo y con los otros
presbíteros[24], para servir al Pueblo de Dios que es la Iglesia y atraer a
todos a Cristo, según la oración del Señor: «Padre santo, cuida en tu nombre
a los que me has dado, para que sean uno como nosotros... Como tú, Padre, en
mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo
crea que tú me has enviado» (Jn 17, 11.21).
Por tanto, no se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio
ministerial si no es bajo este multiforme y rico conjunto de relaciones que
brotan de la Santísima Trinidad y se prolongan en la comunión de la Iglesia,
como signo e instrumento, en Cristo, de la unión con Dios y de la unidad de
todo el género humano[25]. Por ello, la eclesiología de comunión resulta
decisiva para descubrir la identidad del presbítero, su dignidad original,
su vocación y su misión en el Pueblo de Dios y en el mundo. La referencia a
la Iglesia es pues necesaria, aunque no prioritaria, en la definición de la
identidad del presbítero. En efecto, en cuanto misterio la Iglesia está
esencialmente relacionada con Jesucristo: es su plenitud, su cuerpo, su
esposa. Es el «signo» y el «memorial» vivo de su presencia permanente y de
su acción entre nosotros y para nosotros. El presbítero encuentra la plena
verdad de su identidad en ser una derivación, una participación específica y
una continuación del mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la nueva y
eterna Alianza: es una imagen viva y transparente de Cristo sacerdote. El
sacerdocio de Cristo, expresión de su absoluta «novedad» en la historia de
la salvación, constituye la única fuente y el paradigma insustituible del
sacerdocio del cristiano y, en particular, del presbítero. La referencia a
Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las
realidades sacerdotales.
Relación fundamental con Cristo, Cabeza y Pastor
13. Jesucristo ha manifestado en sí mismo el rostro perfecto y definitivo
del sacerdocio de la nueva Alianza[26]. Esto lo ha hecho en su vida terrena,
pero sobre todo en el acontecimiento central de su pasión, muerte y
resurrección.
Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos, Jesús siendo hombre como
nosotros y a la vez el Hijo unigénito de Dios, es en su propio ser mediador
perfecto entre el Padre y la humanidad (cf. Heb 8-9); Aquel que nos abre el
acceso inmediato a Dios, gracias al don del Espíritu: «Dios ha enviado a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4,
6; cf. Rom 8,15).
Jesús lleva a su plena realización el ser mediador al ofrecerse a sí mismo
en la cruz, con la cual nos abre, una vez por todas, el acceso al santuario
celestial, a la casa del Padre (cf. Heb 9, 24-26). Comparados con Jesús,
Moisés y todos los mediadores del Antiguo Testamento entre Dios y su pueblo
—los reyes, los sacerdotes y los profetas— son sólo como «figuras» y «sombra
de los bienes futuros, no la realidad de las cosas» (cf. Heb 10, 1).
Jesús es el buen Pastor anunciado (cf. Ez 34); Aquel que conoce a sus ovejas
una a una, que ofrece su vida por ellas y que quiere congregar a todos en
«un solo rebaño y un solo pastor» (cf. Jn 10, 11-16). Es el Pastor que ha
venido «no para ser servido, sino para servir» (cf. Mt 20, 24-28), el que,
en la escena pascual del lavatorio de los pies (cf. Jn 13, 1-20), deja a los
suyos el modelo de servicio que deberán ejercer los unos con los otros, a la
vez que se ofrece libremente como cordero inocente inmolado para nuestra
redención (cf. Jn 1, 36; Ap 5, 6.12).
Con el único y definitivo sacrificio de la cruz, Jesús comunica a todos sus
discípulos la dignidad y la misión de sacerdotes de la nueva y eterna
Alianza. Se cumple así la promesa que Dios hizo a Israel: «Seréis para mí un
reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19, 6). Y todo el pueblo de la
nueva Alianza —escribe San Pedro— queda constituido como «un edificio
espiritual», «un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales
aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1 Pe 2, 5). Los bautizados son
las «piedras vivas» que construyen el edificio espiritual uniéndose a Cristo
«piedra viva... elegida, preciosa ante Dios» (1 Pe 2, 4.5). El nuevo pueblo
sacerdotal, que es la Iglesia, no sólo tiene en Cristo su propia imagen
auténtica, sino que también recibe de Él una participación real y ontológica
en su eterno y único sacerdocio, al que debe conformarse toda su vida.
14. Al servicio de este sacerdocio universal de la nueva Alianza, Jesús
llamó consigo, durante su misión terrena, a algunos discípulos (cf. Lc 10,
1-12) y con una autoridad y un mandato específicos llamó y constituyó a los
Doce para que «estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de
expulsar los demonios» (Mc 3, 14-15).
Por esto, ya durante su ministerio público (cf. Mt 16, 18) y de modo pleno
después de su muerte y resurrección (cf. Mt 28; Jn 20, 21), Jesús confiere a
Pedro y a los Doce poderes muy particulares sobre la futura comunidad y para
la evangelización de todos los pueblos. Después de haberles llamado a
seguirle, los tiene cerca y vive con ellos, impartiendo con el ejemplo y con
la palabra su enseñanza de salvación, y finalmente los envía a todos los
hombres. Y para el cumplimiento de esta misión Jesús confiere a los
apóstoles, en virtud de una especial efusión pascual del Espíritu Santo, la
misma autoridad mesiánica que le viene del Padre y que le ha sido conferida
en plenitud con la resurrección: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y
en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a
guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros
todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 18-20).
Jesús establece así un estrecho paralelismo entre el ministerio confiado a
los apóstoles y su propia misión: «quien a vosotros recibe, a mí me recibe,
y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado» (Mt 10,40); «quien
a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí
me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10,
16). Es más, el cuarto evangelio, a la luz del acontecimiento pascual de la
muerte y resurrección, afirma con gran fuerza y claridad: «Como el Padre me
envió, también yo os envío» (Jn 20, 21; cf. 13, 20; 17, 18). Igual que Jesús
tiene una misión que recibe directamente de Dios y que concretiza la
autoridad misma de Dios (cf. Mt 7, 29; 21, 23; Mc 1, 27; 11, 28; Lc 20, 2;
24, 19), así los apóstoles tienen una misión que reciben de Jesús. Y de la
misma manera que «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta» (Jn 5, 19.30)
—de suerte que su doctrina no es suya, sino de aquel que lo ha enviado (cf.
Jn 7, 16)— Jesús dice a los apóstoles: «separados de mí no podéis hacer
nada» (Jn 15, 5): su misión no es propia, sino que es la misma misión de
Jesús. Y esto es posible no por las fuerzas humanas, sino sólo con el «don»
de Cristo y de su Espíritu, con el «sacramento»: «Recibid el Espíritu Santo.
A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Y así los apóstoles, no por
algún mérito particular, sino por la participación gratuita en la gracia de
Cristo, prolongan en la historia, hasta el final de los tiempos, la misma
misión de salvación de Jesús en favor de los hombres.
Signo y presupuesto de la autenticidad y fecundidad de esta misión es la
unidad de los apóstoles con Jesús y, en Él, entre sí y con el Padre, como
dice la oración sacerdotal del Señor, síntesis de su misión (cf. Jn 17,
20-23).
15. A su vez, los apóstoles instituidos por el Señor llevarán a cabo su
misión llamando, de diversas formas pero todas convergentes, a otros
hombres, como Obispos, presbíteros y diáconos, para cumplir el mandato de
Jesús resucitado, que los ha enviado a todos los hombres de todos los
tiempos.
El Nuevo Testamento es unánime al subrayar que es el mismo Espíritu de
Cristo el que introduce en el ministerio a estos hombres, escogidos de entre
los hermanos. Mediante el gesto de la imposición de manos (Hch 6, 6; 1 Tim
4, 14; 5, 22; 2 Tim 1, 6), que transmite el don del Espíritu, ellos son
llamados y capacitados para continuar el mismo ministerio apostólico de
reconciliar, apacentar el rebaño de Dios y enseñar (cf. Hch 20, 28; 1 Pe 5,
2).
Por tanto, los presbíteros son llamados a prolongar la presencia de Cristo,
único y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una
transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado. Como
escribe de manera clara y precisa la primera carta de san Pedro: «A los
presbíteros que están entre vosotros les exhorto yo, como copresbítero,
testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para
manifestarse. Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando,
no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de
ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado guiar, sino
siendo modelos de la grey. Y cuando aparezca el Supremo Pastor, recibiréis
la corona de gloria que no se marchita» (1 Pe 5, 1-4).
Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación
sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su
palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación,
principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen,
hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que
congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el
Espíritu. En una palabra, los presbíteros existen y actúan para el anuncio
del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando a
Cristo, Cabeza y Pastor, y en su nombre[27].
Éste es el modo típico y propio con que los ministros ordenados participan
en el único sacerdocio de Cristo. El Espíritu Santo, mediante la unción
sacramental del Orden, los configura con un título nuevo y específico a
Jesucristo, Cabeza y Pastor, los conforma y anima con su caridad pastoral y
los pone en la Iglesia como servidores auto rizados del anuncio del
Evangelio a toda criatura y como servidores de la plenitud de la vida
cristiana de todos los bautizados.
La verdad del presbítero, tal como emerge de la Palabra de Dios, o sea,
Jesucristo mismo y su plan constitutivo de la Iglesia, es cantada con
agradecimiento gozoso por la Liturgia en el Prefacio de la Misa Crismal:
«Constituiste a tu único Hijo Pontífice de la Alianza nueva y eterna por la
unción del Espíritu Santo, y determinaste, en tu designio salvífico,
perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio. Él no sólo ha conferido el
honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de
hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de
las manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en nombre de
Cristo el sacrificio de la redención, y preparan a tus hijos al banquete
pascual, donde el pueblo santo se reúne en tu amor, se alimenta de tu
palabra y se fortalece con tus sacramentos. Tus sacerdotes, Señor, al
entregar su vida por Ti y por la salvación de los hermanos, van
configurándose a Cristo, y así dan testimonio constante de fidelidad y
amor».
Al servicio de la Iglesia y del mundo
16. El sacerdote tiene como relación fundamental la que le une con
Jesucristo, Cabeza y Pastor. Así participa, de manera específica y
auténtica, de la «unción» y de la «misión» de Cristo (cf. Lc 4, 18-19). Pero
íntimamente unida a esta relación está la que tiene con la Iglesia. No se
trata de «relaciones» simplemente cercanas entre sí, sino unidas
interiormente en una especie de mutua inmanencia. La relación con la Iglesia
se inscribe en la única y misma relación del sacerdote con Cristo, en el
sentido de que la «representación sacramental» de Cristo es la que instaura
y anima la relación del sacerdote con la Iglesia.
En este sentido los Padres sinodales han dicho: «El sacerdote, en cuanto que
representa a Cristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, se sitúa no sólo
en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia. El sacerdocio, junto
con la Palabra de Dios y los signos sacramentales, a cuyo servicio está,
pertenece a los elementos constitutivos de la Iglesia. El ministerio del
presbítero está totalmente al servicio de la Iglesia; está para la promoción
del ejercicio del sacerdocio común de todo el Pueblo de Dios; está ordenado
no sólo para la Iglesia particular, sino también para la Iglesia universal
(cf. Presbyterorum Ordinis, 10), en comunión con el Obispo, con Pedro y bajo
Pedro. Mediante el sacerdocio del Obispo, el sacerdocio de segundo orden se
incorpora a la estructura apostólica de la Iglesia. Así el presbítero, como
los apóstoles, hace de embajador de Cristo (cf. 2 Cor 5, 20). En esto se
funda el carácter misionero de todo sacerdote[28].
Por tanto, el ministerio ordenado surge con la Iglesia y tiene en los
Obispos, y en relación y comunión con ellos también en los presbíteros, una
referencia particular al ministerio originario de los apóstoles, al cual
sucede realmente, aunque el mismo tenga unas modalidades diversas.
De ahí que no se deba pensar en el sacerdocio ordenado como si fuese
anterior a la Iglesia, porque está totalmente al servicio de la misma; pero
tampoco como si fuera posterior a la comunidad eclesial, como si ésta
pudiera concebirse como constituida ya sin este sacerdocio.
La relación del sacerdocio con Jesucristo, y en Él con su Iglesia, —en
virtud de la unción sacramental�� se sitúa en el ser y en el obrar del
sacerdote, o sea, en su misión o ministerio. En particular, «el sacerdote
ministro es servidor de Cristo, presente en la Iglesia misterio, comunión y
misión. Por el hecho de participar en la "unción" y en la "misión" de
Cristo, puede prolongar en la Iglesia su oración, su palabra, su sacrificio,
su acción salvífica. Y así es servidor de la Iglesia misterio porque realiza
los signos eclesiales y sacramentales de la presencia de Cristo resucitado.
Es servidor de la Iglesia comunión porque —unido al Obispo y en estrecha
relación con el presbiterio— construye la unidad de la comunidad eclesial en
la armonía de las diversas vocaciones, carismas y servicios. Por último, es
servidor de la Iglesia misión porque hace a la comunidad anunciadora y
testigo del Evangelio»[29].
De este modo, por su misma naturaleza y misión sacramental, el sacerdote
aparece, en la estructura de la Iglesia, como signo de la prioridad absoluta
y gratuidad de la gracia que Cristo resucitado ha dado a su Iglesia. Por
medio del sacerdocio ministerial la Iglesia toma conciencia en la fe de que
no proviene de sí misma, sino de la gracia de Cristo en el Espíritu Santo.
Los apóstoles y sus sucesores, revestidos de una autoridad que reciben de
Cristo, Cabeza y Pastor, han sido puestos —con su ministerio— al frente de
la Iglesia, como prolongación visible y signo sacramental de Cristo, que
también está al frente de la Iglesia y del mundo, como origen permanente y
siempre nuevo de la salvación, Él, que es «el salvador del Cuerpo» (Ef 5,
23).
17. El ministerio ordenado, por su propia naturaleza, puede ser desempeñado
sólo en la medida en que el presbítero esté unido con Cristo mediante la
inserción sacramental en el orden presbiteral, y por tanto en la medida que
esté en comunión jerárquica con el propio Obispo. El ministerio ordenado
tiene una radical «forma comunitaria» y puede ser ejercido sólo como «una
tarea colectiva»[30]. Sobre este carácter de comunión del sacerdocio ha
hablado largamente el Concilio[31], examinando claramente la relación del
presbítero con el propio Obispo, con los demás presbíteros y con los fieles
laicos.
El ministerio de los presbíteros es, ante todo, comunión y colaboración
responsable y necesaria con el ministerio del Obispo, en su solicitud por la
Iglesia universal y por cada una de las Iglesias particulares, al servicio
de las cuales constituyen con el Obispo un único presbiterio.
Cada sacerdote, tanto diocesano como religioso, está unido a los demás
miembros de este presbiterio, gracias al sacramento del Orden, con vínculos
particulares de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad. En
efecto, todos los presbíteros, sean diocesanos o religiosos, participan en
el único sacerdocio de Cristo, Cabeza y Pastor, «trabajan por la misma
causa, esto es, para la edificación del cuerpo de Cristo, que exige
funciones diversas y nuevas adaptaciones, principalmente en estos
tiempos»[32], y se enriquece a través de los siglos con carismas siempre
nuevos.
Finalmente, los presbíteros se encuentran en relación positiva y animadora
con los laicos, ya que su figura y su misión en la Iglesia no sustituye sino
que más bien promueve el sacerdocio bautismal de todo el Pueblo de Dios,
conduciéndolo a su plena realización eclesial. Están al servicio de su fe,
de su esperanza y de su caridad. Reconocen y defienden, como hermanos y
amigos, su dignidad de hijos de Dios y les ayudan a ejercitar en plenitud su
misión específica en el ámbito de la misión de la Iglesia[33].
El sacerdocio ministerial, conferido por el sacramento del Orden, y el
sacerdocio común o «real» de los fieles, aunque diferentes esencialmente
entre sí y no sólo en grado[34], están recíprocamente coordinados, derivando
ambos —de manera diversa— del único sacerdocio de Cristo. En efecto, el
sacerdocio ministerial no significa de por sí un mayor grado de santidad
respecto al sacerdocio común de los fieles; pero, por medio de él, los
presbíteros reciben de Cristo en el Espíritu un don particular, para que
puedan ayudar al Pueblo de Dios a ejercitar con fidelidad y plenitud el
sacerdocio común que les ha sido conferido[35].
18. Como subraya el Concilio, «el don espiritual que los presbíteros
recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y
restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación hasta los
confines del mundo, pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la
misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los
Apóstoles»[36]. Por la naturaleza misma de su ministerio, deben por tanto
estar llenos y animados de un profundo espíritu misionero y «de un espíritu
genuinamente católico que les habitúe a trascender los límites de la propia
diócesis, nación o rito y proyectarse en una generosa ayuda a las
necesidades de toda la Iglesia y con ánimo dispuesto a predicar el Evangelio
en todas partes»[37].
Además, precisamente porque dentro de la Iglesia es el hombre de la
comunión, el presbítero debe ser, en su relación con todos los hombres, el
hombre de la misión y del diálogo. Enraizado profundamente en la verdad y en
la caridad de Cristo, y animado por el deseo y el mandato de anunciar a
todos su salvación, está llamado a establecer con todos los hombres
relaciones de fraternidad, de servicio, de búsqueda común de la verdad, de
promoción de la justicia y la paz. En primer lugar con los hermanos de las
otras Iglesias y confesiones cristianas; pero también con los fieles de las
otras religiones; con los hombres de buena voluntad, de manera especial con
los pobres y los más débiles, y con todos aquellos que buscan, aun sin
saberlo ni decirlo, la verdad y la salvación de Cristo, según las palabras
de Jesús, que dijo: «No necesitan médico los que están sanos, sino los que
están enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,
17).
Hoy, en particular, la tarea pastoral prioritaria de la nueva
evangelización, que atañe a todo el Pueblo de Dios y pide un nuevo ardor,
nuevos métodos y una nueva expresión para el anuncio y el testimonio del
Evangelio, exige sacerdotes radical e integralmente inmersos en el misterio
de Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo de vida pastoral, marcado
por la profunda comunión con el Papa, con los Obispos y entre sí, y por una
colaboración fecunda con los fieles laicos, en el respeto y la promoción de
los diversos cometidos, carismas y ministerios dentro de la comunidad
eclesial[38].
«Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4, 21).
Escuchemos una vez más estas palabras de Jesús, a la luz del sacerdocio
ministerial que hemos presentado en su naturaleza y en su misión. El «hoy»
del que habla Jesús indica el tiempo de la Iglesia, precisamente porque
pertenece a la «plenitud del tiempo», o sea, el tiempo de la salvación plena
y definitiva. La consagración y la misión de Cristo: «El Espíritu del
Señor... me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4, 18),
son la raíz viva de la que brotan la consagración y la misión de la Iglesia
«plenitud» de Cristo (cf. Ef 1, 23). Con la regeneración bautismal desciende
sobre todos los creyentes el Espíritu del Señor, que los consagra para
formar un templo espiritual y un sacerdocio santo y los envía a dar a
conocer los prodigios de Aquel que, desde las tinieblas, los ha llamado a su
luz admirable (cf. 1 Pe 2, 4-10). El presbítero participa de la consagración
y misión de Cristo de un modo específico y auténtico, o sea, mediante el
sacramento del Orden, en virtud del cual está configurado en su ser con
Cristo, Cabeza y Pastor, y comparte la misión de «anunciar a los pobres la
Buena Noticia», en el nombre y en la persona del mismo Cristo.
En su Mensaje final los Padres sinodales han resumido, en pocas pero muy
ricas palabras, la «verdad», más aún el «misterio» y el «don» del sacerdocio
ministerial, diciendo: «Nuestra identidad tiene su fuente última en la
caridad del Padre. Con el sacerdocio ministerial, por la acción del Espíritu
Santo, estamos unidos sacramentalmente al Hijo, enviado por el Padre como
Sumo Sacerdote y buen Pastor. La vida y el ministerio del sacerdote son
continuación de la vida y de la acción del mismo Cristo. Ésta es nuestra
identidad, nuestra verdadera dignidad, la fuente de nuestra alegría, la
certeza de nuestra vida»[39].
CAPÍTULO III
EL ESPÍRITU DEL SEÑOR ESTÁ SOBRE MÍ
La vida espiritual del sacerdote
Una vocación específica a la santidad
19. «El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4, 18). El Espíritu no está
simplemente sobre el Mesías, sino que lo llena, lo penetra, lo invade en su
ser y en su obrar. En efecto, el Espíritu es el principio de la consagración
y de la misión del Mesías: porque me ha ungido para anunciar a los pobres la
Buena Nueva ... (Lc 4, 18). En virtud del Espíritu, Jesús pertenece total y
exclusivamente a Dios, participa de la infinita santidad de Dios que lo
llama, elige y envía. Así el Espíritu del Señor se manifiesta como fuente de
santidad y llamada a la santificación.
Este mismo «Espíritu del Señor» está «sobre» todo el Pueblo de Dios,
constituido como pueblo «consagrado» a Él y «enviado» por Él para anunciar
el Evangelio que salva. Los miembros del Pueblo de Dios son «embebidos» y
«marcados» por el Espíritu (cf. 1 Cor 12, 13; 2 Cor 1, 21ss; Ef 1, 13; 4,
30), y llamados a la santidad.
En efecto, el Espíritu nos revela y comunica la vocación fundamental que el
Padre dirige a todos desde la eternidad: la vocación a ser «santos e
inmaculados en su presencia, en el amor», en virtud de la predestinación
«para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1, 4-5) .
Revelándonos y comunicándonos esta vocación, el Espíritu se hace en nosotros
principio y fuente de su realización: él, el Espíritu del Hijo (cf.Gál 4,
6), nos conforma con Cristo Jesús y nos hace partícipes de su vida filial, o
sea, de su amor al Padre y a los hermanos. «Si vivimos según el Espíritu,
obremos también según el Espíritu» (Gál 5, 25). Con estas palabras el
apóstol Pablo nos recuerda que la existencia cristiana es «vida espiritual»,
o sea, vida animada y dirigida por el Espíritu hacia la santidad o
perfección de la caridad.
La afirmación del Concilio, «todos los fieles, de cualquier estado o
condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección de la caridad»[40], encuentra una particular aplicación referida
a los presbíteros. Éstos son llamados no sólo en cuanto bautizados, sino
también y específicamente en cuanto presbíteros, es decir, con un nuevo
título y con modalidades originales que derivan del sacramento del Orden.
20. El Decreto conciliar sobre el ministerio y vida de los presbíteros nos
ofrece una síntesis rica y alentadora sobre la «vida espiritual» de los
sacerdotes y sobre el don y la responsabilidad de hacerse «santos». «Por el
sacramento del Orden se configuran los presbíteros con Cristo sacerdote,
como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo su Cuerpo, que
es la Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal. Cierto que ya en la
consagración del bautismo —al igual que todos los fieles de Cristo—
recibieron el signo y don de tan gran vocación y gracia, a fin de que, aun
con la flaqueza humana, puedan y deban aspirar a la perfección, según la
palabra del Señor: "Vosotros, pues, sed perfectos, como es perfecto vuestro
Padre celestial" (Mt 5, 48). Ahora bien, los sacerdotes están obligados de
manera especial a alcanzar esa perfección, ya que, consagrados de manera
nueva a Dios por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos
de Cristo, Sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable
del que, con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano. Por tanto,
puesto que todo sacerdote personifica de modo específico al mismo Cristo, es
también enriquecido de gracia particular para que pueda alcanzar mejor, por
el servicio de los fieles que se le han confiado y de todo el Pueblo de
Dios, la perfección de Aquel a quien representa, y cure la flaqueza humana
de la carne la santidad de Aquel que fue hecho para nosotros pontífice
"santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores" (Heb 7,
26)»[41].
El Concilio afirma, ante todo, la «común» vocación a la santidad. Esta
vocación se fundamenta en el Bautismo, que caracteriza al presbítero como un
«fiel» (Christifidelis), como un «hermano entre hermanos», inserto y unido
al Pueblo de Dios, con el gozo de compartir los dones de la salvación (cf.
Ef 4, 4-6) y el esfuerzo común de caminar «según el Espíritu», siguiendo al
único Maestro y Señor. Recordemos la célebre frase de San Agustín: «Para
vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquél es un nombre de
oficio recibido, éste es un nombre de gracia; aquél es un nombre de peligro,
éste de salvación»[42].
Con la misma claridad el texto conciliar habla de una vocación «específica»
a la santidad, y más precisamente de una vocación que se basa en el
sacramento del Orden, como sacramento propio y específico del sacerdote, en
virtud pues de una nueva consagración a Dios mediante la ordenación. A esta
vocación específica alude también San Agustín, que, a la afirmación «Para
vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano», añade esta otra: «Siendo,
pues, para mí causa del mayor gozo el haber sido rescatado con vosotros, que
el haber sido puesto a la cabeza, siguiendo el mandato del Señor, me
dedicaré con el mayor empeño a serviros, para no ser ingrato a quien me ha
rescatado con aquel precio que me ha hecho ser vuestro consiervo»[43].
El texto del Concilio va más allá, señalando algunos elementos necesarios
para definir el contenido de la «especificidad» de la vida espiritual de los
presbíteros. Son éstos elementos que se refieren a la «consagración» propia
de los presbíteros, que los configura con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la
Iglesia; los configura con la «misión» o ministerio típico de los mismos
presbíteros, la cual los capacita y compromete para ser «instrumentos vivos
de Cristo Sacerdote eterno» y para actuar «personificando a Cristo mismo»;
los configura en su «vida» entera, llamada a manifestar y testimoniar de
manera original el «radicalismo evangélico»[44].
La configuración con Jesucristo, Cabeza y Pastor, y la caridad pastoral
21. Mediante la consagración sacramental, el sacerdote se configura con
Jesucristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia, y recibe como don una
«potestad espiritual», que es participación de la autoridad con la cual
Jesucristo, mediante su Espíritu, guía la Iglesia[45].
Gracias a esta consagración obrada por el Espíritu Santo en la efusión
sacramental del Orden, la vida espiritual del sacerdote queda caracterizada,
plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios
de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia y que se compendian en su
caridad pastoral.
Jesucristo es Cabeza de la Iglesia, su Cuerpo. Es «Cabeza» en el sentido
nuevo y original de ser «Siervo», según sus mismas palabras: «Tampoco el
Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como
rescate por muchos» (Mc 10, 45). El servicio de Jesús llega a su plenitud
con la muerte en cruz, o sea, con el don total de sí mismo, en la humildad y
el amor: «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose
semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló
a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz ...» (Flp 2, 78).
La autoridad de Jesucristo Cabeza coincide pues con su servicio, con su don,
con su entrega total, humilde y amorosa a la Iglesia. Y esto en obediencia
perfecta al Padre: él es el único y verdadero Siervo doliente del Señor,
Sacerdote y Víctima a la vez.
Este tipo concreto de autoridad, o sea, el servicio a la Iglesia, debe
animar y vivificar la existencia espiritual de todo sacerdote, precisamente
como exigencia de su configuración con Jesucristo, Cabeza y Siervo de la
Iglesia[46]. San Agustín exhortaba de esta forma a un obispo en el día de su
ordenación: «El que es cabeza del pueblo debe, antes que nada, darse cuenta
de que es servidor de muchos. Y no se desdeñe de serlo, repito, no se
desdeñe de ser el servidor de muchos, porque el Señor de los señores no se
desdeñó de hacerse nuestro siervo»[47].
La vida espiritual de los ministros del Nuevo Testamento deberá estar
caracterizada, pues, por esta actitud esencial de servicio al Pueblo de Dios
(cf. Mt 20, 24ss,; Mc 10, 43-44), ajena a toda presunción y a todo deseo de
«tiranizar» la grey confiada (cf. 1 Pe 5, 2-3). Un servicio llevado como
Dios espera y con buen espíritu. De este modo los ministros, los «ancianos»
de la comunidad, o sea, los presbíteros, podrán ser «modelo» de la grey del
Señor que, a su vez, está llamada a asumir ante el mundo entero esta actitud
sacerdotal de servicio a la plenitud de la vida del hombre y a su liberación
integral.
22. La imagen de Jesucristo, Pastor de la Iglesia, su grey, vuelve a
proponer, con matices nuevos y más sugestivos, los mismos contenidos de la
imagen de Jesucristo, Cabeza y Siervo. Verificándose el anuncio profético
del Mesías Salvador, cantado gozosamente por el salmista y por el profeta
Ezequiel (cf. Sal 22-23; Ez 34, 11ss), Jesús se presenta a sí mismo como «el
buen Pastor» (Jn 10, 11.14), no sólo de Israel, sino de todos los hombres
(cf. Jn 10, 16). Y su vida es una manifestación ininterrumpida, es más, una
realización diaria de su «caridad pastoral». Él siente compasión de las
gentes, porque están cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor (cf. Mt 9,
35-36); él busca las dispersas y las descarriadas (cf. Mt 18, 12-14) y hace
fiesta al encontrarlas, las recoge y defiende, las conoce y llama una a una
(cf. Jn 10, 3), las conduce a los pastos frescos y a las aguas tranquilas
(cf. Sal 22-23), para ellas prepara una mesa, alimentándolas con su propia
vida. Esta vida la ofrece el buen Pastor con su muerte y resurrección, como
canta la liturgia romana de la Iglesia: «Ha resucitado el buen Pastor que
dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey. Aleluya»[48].
Pedro llama a Jesús el «supremo Pastor» (1 Pe 5, 4), porque su obra y misión
continúan en la Iglesia a través de los apóstoles (cf. Jn 21, 15-17) y sus
sucesores (cf.1 Pe 5, 1ss), y a través de los presbíteros. En virtud de su
consagración, los presbíteros están configurados con Jesús, buen Pastor, y
llamados a imitar y revivir su misma caridad pastoral.
La entrega de Cristo a la Iglesia, fruto de su amor, se caracteriza por
aquella entrega originaria que es propia del esposo hacia su esposa, como
tantas veces sugieren los textos sagrados. Jesús es el verdadero esposo, que
ofrece el vino de la salvación a la Iglesia (cf. Jn 2, 11). Él, que es
«Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo» (Ef 5, 23), «amó a la Iglesia
y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante
el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela a sí mismo
resplandeciente; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que
sea santa e inmaculada» (Ef 5, 25-27). La Iglesia es, desde luego, el cuerpo
en el que está presente y operante Cristo Cabeza, pero es también la Esposa
que nace, como nueva Eva, del costado abierto del Redentor en la cruz; por
esto Cristo está «al frente» de la Iglesia, «la alimenta y la cuida» (Ef 5,
29) mediante la entrega de su vida por ella. El sacerdote está llamado a ser
imagen viva de Jesucristo Esposo de la Iglesia[49]. Ciertamente es siempre
parte de la comunidad a la que pertenece como creyente, junto con los otros
hermanos y hermanas convocados por el Espíritu, pero en virtud de su
configuración con Cristo, Cabeza y Pastor, se encuentra en esta situación
esponsal ante la comunidad. «En cuanto representa a Cristo, Cabeza, Pastor y
Esposo de la Iglesia, el sacerdote está no sólo en la Iglesia, sino también
al frente de la Iglesia»[50]. Por tanto, está llamado a revivir en su vida
espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia esposa. Su vida debe
estar iluminada y orientada también por este rasgo esponsal, que le pide ser
testigo del amor de Cristo como Esposo y, por eso, ser capaz de amar a la
gente con un corazón nuevo, grande y puro, con auténtica renuncia de sí
mismo, con entrega total, continua y fiel, y a la vez con una especie de
«celo» divino (cf.2 Cor 11, 2), con una ternura que incluso asume matices
del cariño materno, capaz de hacerse cargo de los «dolores de parto» hasta
que «Cristo no sea formado» en los fieles (cf. Gál 4, 19).
23. El principio interior, la virtud que anima y guía la vida espiritual del
presbítero en cuanto configurado con Cristo Cabeza y Pastor es la caridad
pastoral, participación de la misma caridad pastoral de Jesucristo: don
gratuito del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, deber y llamada a la
respuesta libre y responsable del presbítero.
El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de sí, la total
donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen.
«La caridad pastoral es aquella virtud con la que nosotros imitamos a Cristo
en su entrega de sí mismo y en su servicio. No es sólo aquello que hacemos,
sino la donación de nosotros mismos lo que muestra el amor de Cristo por su
grey. La caridad pastoral determina nuestro modo de pensar y de actuar,
nuestro modo de comportarnos con la gente. Y resulta particularmente
exigente para nosotros...»[51].
El don de nosotros mismos, raíz y síntesis de la caridad pastoral, tiene
como destinataria la Iglesia. Así lo ha hecho Cristo «que amó a la Iglesia y
se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25); así debe hacerlo el sacerdote.
Con la caridad pastoral, que caracteriza el ejercicio del ministerio
sacerdotal como «amoris officium»,[52] «el sacerdote, que recibe la vocación
al ministerio, es capaz de hacer de éste una elección de amor, para el cual
la Iglesia y las almas constituyen su principal interés y, con esta
espiritualidad concreta, se hace capaz de amar a la Iglesia universal y a
aquella porción de Iglesia que le ha sido confiada, con toda la entrega de
un esposo hacia su esposa»[53]. El don de sí no tiene límites, ya que está
marcado por la misma fuerza apostólica y misionera de Cristo, el buen
Pastor, que ha dicho: «también tengo otras ovejas, que no son de este redil;
también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo
rebaño, un solo pastor» (Jn 10, 16).
Dentro de la comunidad eclesial, la caridad pastoral del sacerdote le pide y
exige de manera particular y específica una relación personal con el
presbiterio, unido en y con el Obispo, come dice expresamente el Concilio:
«La caridad pastoral pide que, para no correr en vano, trabajen siempre los
presbíteros en vínculo de comunión con los Obispos y con los otros hermanos
en el sacerdocio»[54].
El don de sí mismo a la Iglesia se refiere a ella como cuerpo y esposa de
Jesucristo. Por esto la caridad del sacerdote se refiere primariamente a
Jesucristo: solamente si ama y sirve a Cristo, Cabeza y Esposo, la caridad
se hace fuente, criterio, medida, impulso del amor y del servicio del
sacerdote a la Iglesia, cuerpo y esposa de Cristo. Ésta ha sido la
conciencia clara y profunda del apóstol Pablo, que escribe a los cristianos
de la Iglesia de Corinto: somos «siervos vuestros por Jesús» (2 Cor 4, 5).
Ésta es, sobre todo, la enseñanza explícita y programática de Jesús, cuando
confía a Pedro el ministerio de apacentar la grey sólo después de su triple
confesión de amor e incluso de un amor de predilección: «Le dice por tercera
vez: "Simón de Juan, ¿me quieres?"... Pedro... le dijo: "Señor, tú lo sabes
todo; tú sabes que te quiero". Le dice Jesús: "Apacienta mis ovejas"» (Jn
21, 17).
La caridad pastoral, que tiene su fuente específica en el sacramento del
Orden, encuentra su expresión plena y su alimento supremo en la Eucaristía:
«Esta caridad pastoral —dice el Concilio— fluye ciertamente, sobre todo, del
sacrificio eucarístico, que es, por ello, centro y raíz de toda la vida del
presbítero, de suerte que el alma sacerdotal se esfuerce en reproducir en sí
misma lo que se hace en el ara sacrificial»[55]. En efecto, en la Eucaristía
es donde se representa, es decir, se hace de nuevo presente el sacrificio de
la cruz, el don total de Cristo a su Iglesia, el don de su cuerpo entregado
y de su sangre derramada, como testimonio supremo de su ser Cabeza y Pastor,
Siervo y Esposo de la Iglesia. Precisamente por esto la caridad pastoral del
sacerdote no sólo fluye de la Eucaristía, sino que encuentra su más alta
realización en su celebración, así como también recibe de ella la gracia y
la responsabilidad de impregnar de manera «sacrificial» toda su existencia.
Esta misma caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico
capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del sacerdote.
Gracias a la misma puede encontrar respuesta la exigencia esencial y
permanente de unidad entre la vida interior y tantas tareas y
responsabilidades del ministerio, exigencia tanto más urgente en un contexto
sociocultural y eclesial fuertemente marcado por la complejidad, la
fragmentación y la dispersión. Solamente la concentración de cada instante y
de cada gesto en torno a la opción fundamental y determinante de «dar la
vida por la grey» puede garantizar esta unidad vital, indispensable para la
armonía y el equilibrio espiritual del sacerdote: «La unidad de vida —nos
recuerda el Concilio— pueden construirla los presbíteros si en el
cumplimiento de su ministerio siguieren el ejemplo de Cristo, cuyo alimento
era hacer la voluntad de Aquel que lo envió para que llevara a cabo su obra
... Así, desempeñando el oficio de buen Pastor, en el mismo ejercicio de la
caridad pastoral hallarán el vínculo de la perfección sacerdotal, que
reduzca a unidad su vida y acción»[56].
La vida espiritual en el ejercicio del ministerio
24. El Espíritu del Señor ha consagrado a Cristo y lo ha enviado a anunciar
el Evangelio (cf. Lc 4, 18). La misión no es un elemento extrínseco o
yuxtapuesto a la consagración, sino que constituye su finalidad intrínseca y
vital: la consagración es para la misión. De esta manera, no sólo la
consagración, sino también la misión está bajo el signo del Espíritu, bajo
su influjo santificador.
Así fue en Jesús. Así fue en los apóstoles y en sus sucesores. Así es en
toda la Iglesia y en sus presbíteros: todos reciben el Espíritu como don y
llamada a la santificación en el cumplimiento de la misión y a través de
ella[57].
Existe por tanto una relación íntima entre la vida espiritual del presbítero
y el ejercicio de su ministerio[58], descrita así por el Concilio: «Al
ejercer el ministerio del Espíritu y de la justicia (cf. 2 Cor 3, 8-9), (los
presbíteros) si son dóciles al Espíritu de Cristo, que los vivifica y guía,
se afirman en la vida del espíritu. Ya que por las mismas acciones sagradas
de cada día, como por todo su ministerio, que ejercen unidos con el Obispo y
los presbíteros, ellos mismos se ordenan a la perfección de vida. Por otra
parte, la santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al
ejercicio fructuoso del propio ministerio»[59].
«Conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor». Ésta es la
invitación, la exhortación que la Iglesia hace al presbítero en el rito de
la ordenación, cuando se le entrega las ofrendas del pueblo santo para el
sacrificio eucarístico. El «misterio», cuyo «dispensador» es el presbítero
(cf. 1 Cor 4,1), es, en definitiva, Jesucristo mismo, que en el Espíritu
Santo es fuente de santidad y llamada a la santificación. El «misterio»
requiere ser vivido por el presbítero. Por esto exige gran vigilancia y viva
conciencia. Y así, el rito de la ordenación antepone a esas palabras la
recomendación: «Considera lo que realizas». Ya exhortaba Pablo al obispo
Timoteo: «No descuides el carisma que hay en ti» (1 Tim 4, 14; cf. 2 Tim 1,
6).
La relación entre la vida espiritual y el ejercicio del ministerio
sacerdotal puede encontrar su explicación también a partir de la caridad
pastoral otorgada por el sacramento del Orden. El ministerio del sacerdote,
precisamente porque es una participación del ministerio salvífico de
Jesucristo, Cabeza y Pastor, expresa y revive su caridad pastoral, que es a
la vez fuente y espíritu de su servicio y del don de sí mismo. En su
realidad objetiva el ministerio sacerdotal es «amoris officium», según la ya
citada expresión de San Agustín. Precisamente esta realidad objetiva es el
fundamento y la llamada para un ethos correspondiente, que es el vivir el
amor, como dice el mismo San Agustín: «Sit amoris officium pascere dominicum
gregem»[60]. Este ethos, y también la vida espiritual, es la acogida de la
«verdad» del ministerio sacerdotal como «amoris officium» en la conciencia y
en la libertad, y por tanto en la mente y el corazón, en las decisiones y
las acciones.
25. Es esencial, para una vida espiritual que se desarrolla a través del
ejercicio del ministerio, que el sacerdote renueve continuamente y
profundice cada vez más la conciencia de ser ministro de Jesucristo, en
virtud de la consagración sacramental y de la configuración con Él, Cabeza y
Pastor de la Iglesia.
Esa conciencia no sólo corresponde a la verdadera naturaleza de la misión
que el sacerdote desarrolla en favor de la Iglesia y de la humanidad, sino
que influye también en la vida espiritual del sacerdote que cumple esa
misión. En efecto, el sacerdote es escogido por Cristo no como una «cosa»,
sino como una «persona» No es un instrumento inerte y pasivo, sino un
«instrumento vivo», como dice el Concilio, precisamente al hablar de la
obligación de tender a la perfección[61]. Y el mismo Concilio habla de los
sacerdotes como «compañeros y colaboradores» del Dios «santo y
santificador»[62].
En este sentido, en el ejercicio del ministerio está profundamente
comprometida la persona consciente, libre y responsable del sacerdote. Su
relación con Jesucristo, asegurada por la consagración y configuración del
sacramento del Orden, instaura y exige en el sacerdote una posterior
relación que procede de la intención, es decir, de la voluntad consciente y
libre de hacer, mediante los gestos ministeriales, lo que quiere hacer la
Iglesia. Semejante relación tiende, por su propia naturaleza, a hacerse lo
más profunda posible, implicando la mente, los sentimientos, la vida, o sea,
una serie de «disposiciones» morales y espirituales correspondientes a los
gestos ministeriales que el sacerdote realiza.
No hay duda de que el ejercicio del ministerio sacerdotal, especialmente la
celebración de los Sacramentos, recibe su eficacia salvífica de la acción
misma de Jesucristo, hecha presente en los Sacramentos. Pero por un designio
divino, que quiere resaltar la absoluta gratuidad de la salvación, haciendo
del hombre un «salvado» a la vez que un «salvador» —siempre y sólo con
Jesucristo—, la eficacia del ejercicio del ministerio está condicionada
también por la mayor o menor acogida y participación humana[63]. En
particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el
anuncio de la Palabra, en la celebración de los Sacramentos y en la
dirección de la comunidad en la caridad. Lo afirma con claridad el Concilio:
«La santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio
fructuoso del propio ministerio; pues, si es cierto que la gracia de Dios
puede llevar a cabo la obra de salvación aun por medio de ministros
indignos, sin embargo, Dios prefiere mostrar normalmente sus maravillas por
obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo,
por su íntima unión con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el
Apóstol: "Pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Gál 2, 20)»[64].
La conciencia de ser ministro de Jesucristo, Cabeza y Pastor, lleva consigo
también la conciencia agradecida y gozosa de una gracia singular recibida de
Jesucristo: la gracia de haber sido escogido gratuitamente por el Señor como
«instrumento vivo» de la obra de salvación. Esta elección demuestra el amor
de Jesucristo al sacerdote. Precisamente este amor, más que cualquier otro
amor, exige correspondencia. Después de su resurrección Jesús hace a Pedro
una pregunta fundamental sobre el amor: «Simón de Juan, ¿me amas más que
éstos?». Y a la respuesta de Pedro sigue la entrega de la misión: «Apacienta
mis corderos» (Jn 21, 15). Jesús pregunta a Pedro si lo ama, antes de
entregarle su grey. Pero es, en realidad, el amor libre y precedente de
Jesús mismo el que origina su pregunta al apóstol y la entrega de «sus»
ovejas. Y así, todo gesto ministerial, a la vez que lleva a amar y servir a
la Iglesia, ayuda a madurar cada vez más en el amor y en el servicio a
Jesucristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia; en un amor que se
configura siempre como respuesta al amor precedente, libre y gratuito, de
Dios en Cristo. A su vez, el crecimiento del amor a Jesucristo determina el
crecimiento del amor a la Iglesia: «Somos vuestros pastores (pascimus
vobis), con vosotros somos apacentados (pascimur vobiscum). El Señor nos dé
la fuerza de amaros hasta el punto de poder morir real o afectivamente por
vosotros (aut effectu aut affectu)»[65].
26. Gracias a la preciosa enseñanza del Concilio Vaticano II[66], podemos
recordar las condiciones y exigencias, las modalidades y frutos de la íntima
relación que existe entre la vida espiritual del sacerdote y el ejercicio de
su triple ministerio: la Palabra, el Sacramento y el servicio de la Caridad.
El sacerdote es, ante todo, ministro de la Palabra de Dios; es el ungido y
enviado para anunciar a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre
a la obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a un conocimiento y
comunión cada vez más profundos del misterio de Dios, revelado y comunicado
a nosotros en Cristo. Por eso, el sacerdote mismo debe ser el primero en
tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta
conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario;
necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella
penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí
una mentalidad nueva: «la mente de Cristo» (1 Cor 2, 16), de modo que sus
palabras, sus opciones y sus actitudes sean cada vez más una transparencia,
un anuncio y un testimonio del Evangelio. Solamente «permaneciendo» en la
Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad
y será verdaderamente libre, superando todo condicionamiento contrario o
extraño al Evangelio (cf. Jn 8, 31-32). El sacerdote debe ser el primer
«creyente» de la Palabra, con la plena conciencia de que las palabras de su
ministerio no son «suyas», sino de Aquel que lo ha enviado. Él no es el
dueño de esta Palabra: es su servidor. Él no es el único poseedor de esta
Palabra: es deudor ante el Pueblo de Dios. Precisamente porque evangeliza y
para poder evangelizar, el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la
conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizado[67]. Él anuncia la
Palabra en su calidad de ministro, partícipe de la autoridad profética de
Cristo y de la Iglesia. Por esto, por tener en sí mismo y ofrecer a los
fieles la garantía de que transmite el Evangelio en su integridad, el
sacerdote ha de cultivar una sensibilidad, un amor y una disponibilidad
particulares hacia la Tradición viva de la Iglesia y de su Magisterio, que
no son extraños a la Palabra, sino que sirven para su recta interpretación y
para custodiar su sentido auténtico[68].
Es sobre todo en la celebración de los Sacramentos, y en la celebración de
la Liturgia de las Horas, donde el sacerdote está llamado a vivir y
testimoniar la unidad profunda entre el ejercicio de su ministerio y su vida
espiritual: el don de gracia ofrecido a la Iglesia se hace principio de
santidad y llamada a la santificación. También para el sacerdote el lugar
verdaderamente central, tanto de su ministerio como de su vida espiritual,
es la Eucaristía, porque en ella «se contiene todo el bien espiritual de la
Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo, que mediante su
carne, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da la vida a los
hombres. Así son ellos invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus
trabajos y todas sus cosas en unión con Él mismo»[69].
De los diversos Sacramentos y, en particular, de la gracia específica y
propia de cada uno de ellos, la vida espiritual del presbítero recibe unas
connotaciones particulares. En efecto, se estructura y es plasmada por las
múltiples características y exigencias de los diversos Sacramentos
celebrados y vividos.
Quiero dedicar unas palabras al Sacramento de la Penitencia, cuyos ministros
son los sacerdotes, pero deben ser también sus beneficiarios, haciéndose
testigos de la misericordia de Dios por los pecadores. Repito cuanto escribí
en la Exhortación Reconciliatio et paenitentia: «La vida espiritual y
pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos,
depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica
personal del Sacramento de la Penitencia. La celebración de la Eucaristía y
el ministerio de los otros Sacramentos, el celo pastoral, la relación con
los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con el Obispo, la
vida de oración, en una palabra toda la existencia sacerdotal sufre un
inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro
motivo, el recurso periódico e inspirado en una auténtica fe y devoción al
Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se
confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy
pronto, y se daría cuenta también la Comunidad de la que es pastor»[70].
Por último, el sacerdote está llamado a revivir la autoridad y el servicio
de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, animando y guiando la
comunidad eclesial, o sea, reuniendo «la familia de Dios, como una
fraternidad animada en la unidad» y conduciéndola «al Padre por medio de
Cristo en el Espíritu Santo»[71]. Este «munus regendi» es una misión muy
delicada y compleja, que incluye, además de la atención a cada una de las
personas y a las diversas vocaciones, la capacidad de coordinar todos los
dones y carismas que el Espíritu suscita en la comunidad, examinándolos y
valorándolos para la edificación de la Iglesia, siempre en unión con los
Obispos. Se trata de un ministerio que pide al sacerdote una vida espiritual
intensa, rica de aquellas cualidades y virtudes que son típicas de la
persona que preside y «guía» una comunidad; del «anciano» en el sentido más
noble y rico de la palabra. En él se esperan ver virtudes como la fidelidad,
la coherencia, la sabiduría, la acogida de todos, la afabilidad, la firmeza
doctrinal en las cosas esenciales, la libertad sobre los puntos de vista
subjetivos, el desprendimiento personal, la paciencia, el gusto por el
esfuerzo diario, la confianza en la acción escondida de la gracia que se
manifiesta en los sencillos y en los pobres (cf. Tit 1, 7-8).
Existencia sacerdotal y radicalismo evangélico
27. «El Espíritu del Señor sobre mí» (Lc 4, 18). El Espíritu Santo recibido
en el sacramento del Orden es fuente de santidad y llamada a la
santificación, no sólo porque configura al sacerdote con Cristo, Cabeza y
Pastor de la Iglesia, y le confía la misión profética, sacerdotal y real
para que la lleve a cabo personificando a Cristo, sino también porque anima
y vivifica su existencia de cada día, enriqueciéndola con dones y
exigencias, con virtudes y fuerzas, que se compendian en la caridad
pastoral. Esta caridad es síntesis unificante de los valores y de las
virtudes evangélicas y, a la vez, fuerza que sostiene su desarrollo hasta la
perfección cristiana[72].
Para todos los cristianos, sin excepciones, el radicalismo evangélico es una
exigencia fundamental e irrenunciable, que brota de la llamada de Cristo a
seguirlo e imitarlo, en virtud de la íntima comunión de vida con él,
realizada por el Espíritu (cf. Mt 8, 18ss; 10, 37ss; Mc 8, 34-38; 10, 17-21;
Lc 9, 57ss). Esta misma exigencia se presenta a los sacerdotes, no sólo
porque están «en» la Iglesia, sino también porque están «al frente» de ella,
al estar configurados con Cristo, Cabeza y Pastor, capacitados y
comprometidos para el ministerio ordenado, vivificados por la caridad
pastoral. Ahora bien, dentro del radicalismo evangélico y como manifestación
del mismo se encuentra un rico florecimiento de múltiples virtudes y
exigencias éticas, que son decisivas para la vida pastoral y espiritual del
sacerdote, como, por ejemplo, la fe, la humildad ante el misterio de Dios,
la misericordia, la prudencia. Expresión privilegiada del radicalismo son
los varios consejos evangélicos que Jesús propone en el Sermón de la Montaña
(cf. Mt 5-7), y entre ellos los consejos, íntimamente relacionados entre sí,
de obediencia, castidad y pobreza:[73] el sacerdote está llamado a vivirlos
según el estilo, es más, según las finalidades y el significado original que
nacen de la identidad propia del presbítero y la expresan.
28. «Entre las virtudes más necesarias en el ministerio de los presbíteros,
recordemos la disposición de ánimo para estar siempre prontos para buscar no
la propia voluntad, sino el cumplimiento de la voluntad de aquel que los ha
enviado (cf. Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38)»[74]. Se trata de la obediencia, que,
en el caso de la vida espiritual del sacerdote, presenta algunas
características peculiares.
Es, ante todo, una obediencia «apostólica», en cuanto que reconoce, ama y
sirve a la Iglesia en su estructura jerárquica. En verdad no se da
ministerio sacerdotal sino en la comunión con el Sumo Pontífice y con el
Colegio episcopal, particularmente con el propio Obispo diocesano, hacia los
que debe observarse la «obediencia y respeto» filial, prometidos en el rito
de la ordenación. Esta sumisión a cuantos están revestidos de la autoridad
eclesial no tiene nada de humillante, sino que nace de la libertad
responsable del presbítero, que acoge no sólo las exigencias de una vida
eclesial orgánica y organizada, sino también aquella gracia de
discernimiento y de responsabilidad en las decisiones eclesiales, que Jesús
ha garantizado a sus apóstoles y a sus sucesores, para que sea guardado
fielmente el misterio de la Iglesia, y para que el conjunto de la comunidad
cristiana sea servida en su camino unitario hacia la salvación.
La obediencia cristiana, auténtica, motivada y vivida rectamente sin
servilismos, ayuda al presbítero a ejercer con transparencia evangélica la
autoridad que le ha sido confiada en relación con el Pueblo de Dios: sin
autoritarismos y sin decisiones demagógicas. Sólo el que sabe obedecer en
Cristo, sabe cómo pedir, según el Evangelio, la obediencia de los demás.
La obediencia del presbítero presenta además una exigencia comunitaria; en
efecto, no se trata de la obediencia de alguien que se relaciona
individualmente con la autoridad, sino que el presbítero está profundamente
inserto en la unidad del presbiterio, que, como tal, está llamado a vivir en
estrecha colaboración con el Obispo y, a través de él, con el sucesor de
Pedro[75].
Este aspecto de la obediencia del sacerdote exige una gran ascesis, tanto en
el sentido de capacidad a no dejarse atar demasiado a las propias
preferencias o a los propios puntos de vista, como en el sentido de permitir
a los hermanos que puedan desarrollar sus talentos y sus aptitudes, más allá
de todo celo, envidia o rivalidad. La obediencia del sacerdote es una
obediencia solidaria, que nace de su pertenencia al único presbiterio y que
siempre dentro de él y con él aporta orientaciones y toma decisiones
corresponsables.
Por último, la obediencia sacerdotal tiene un especial «carácter de
pastoralidad». Es decir, se vive en un clima de constante disponibilidad a
dejarse absorber, y casi «devorar», por las necesidades y exigencias de la
grey. Es verdad que estas exigencias han de tener una justa racionalidad, y
a veces han de ser seleccionadas y controladas; pero es innegable que la
vida del presbítero está ocupada, de manera total, por el hambre del
evangelio, de la fe, la esperanza y el amor de Dios y de su misterio, que de
modo más o menos consciente está presente en el Pueblo de Dios que le ha
sido confiado.
29. Entre los consejos evangélicos —dice el Concilio—, «destaca el precioso
don de la divina gracia, concedido a algunos por el Padre (cf. Mt 19, 11; 1
Cor 7, 7), para que se consagren sólo a Dios con un corazón que en la
virginidad y el celibato se mantiene más fácilmente indiviso (cf. 1 Cor 7,
32-34). Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido
tenida en la más alta estima por la Iglesia, como señal y estímulo de la
caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el
mundo»[76]. En la virginidad y el celibato la castidad mantiene su
significado original, a saber, el de una sexualidad humana vivida como
auténtica manifestación y precioso servicio al amor de comunión y de
donación interpersonal. Este significado subsiste plenamente en la
virginidad, que realiza, en la renuncia al matrimonio, el «significado
esponsalicio» del cuerpo mediante una comunión y una donación personal a
Jesucristo y a su Iglesia, que prefiguran y anticipan la comunión y la
donación perfectas y definitivas del más allá: «En la virginidad el hombre
está a la espera, incluso corporalmente, de las bodas escatológicas de
Cristo con la Iglesia, dándose totalmente a la Iglesia con la esperanza de
que Cristo se dé a ésta en la plena verdad de la vida eterna»[77].
A esta luz se pueden comprender y apreciar más fácilmente los motivos de la
decisión multisecular que la Iglesia de Occidente tomó y sigue manteniendo
—a pesar de todas las dificultades y objeciones surgidas a través de los
siglos—, de conferir el orden presbiteral sólo a hombres que den pruebas de
ser llamados por Dios al don de la castidad en el celibato absoluto y
perpetuo.
Los Padres sinodales han expresado con claridad y fuerza su pensamiento con
una Proposición importante, que merece ser transcrita íntegra y
literalmente: «Quedando en pie la disciplina de las Iglesias Orientales, el
Sínodo, convencido de que la castidad perfecta en el celibato sacerdotal es
un carisma, recuerda a los presbíteros que ella constituye un don
inestimable de Dios a la Iglesia y representa un valor profético para el
mundo actual. Este Sínodo afirma nuevamente y con fuerza cuanto la Iglesia
Latina y algunos ritos orientales determinan, a saber, que el sacerdocio se
confiera solamente a aquellos hombres que han recibido de Dios el don de la
vocación a la castidad célibe (sin menoscabo de la tradición de algunas
Iglesias orientales y de los casos particulares del clero casado proveniente
de las conversiones al catolicismo, para los que se hace excepción en la
encíclica de Pablo VI sobre el celibato sacerdotal, n. 42). El Sínodo no
quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la
Iglesia de mantener la ley que exige el celibato libremente escogido y
perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino.
El Sínodo solicita que el celibato sea presentado y explicado en su plena
riqueza bíblica, teológica y espiritual, como precioso don dado por Dios a
su Iglesia y como signo del Reino que no es de este mundo, signo también del
amor de Dios a este mundo, y del amor indiviso del sacerdote a Dios y al
Pueblo de Dios, de modo que el celibato sea visto como enriquecimiento
positivo del sacerdocio»[78].
Es particularmente importante que el sacerdote comprenda la motivación
teológica de la ley eclesiástica sobre el celibato. En cuanto ley, ella
expresa la voluntad de la Iglesia, antes aún que la voluntad que el sujeto
manifiesta con su disponibilidad. Pero esta voluntad de la Iglesia encuentra
su motivación última en la relación que el celibato tiene con la ordenación
sagrada, que configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la
Iglesia. La Iglesia, como Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el
sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo, Cabeza y Esposo, la ha
amado. Por eso el celibato sacerdotal es un don de sí mismo en y con Cristo
a su Iglesia y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el
Señor.
Para una adecuada vida espiritual del sacerdote es preciso que el celibato
sea considerado y vivido no como un elemento aislado o puramente negativo,
sino como un aspecto de una orientación positiva, específica y
característica del sacerdote: él, dejando padre y madre, sigue a Jesús, buen
Pastor, en una comunión apostólica, al servicio del Pueblo de Dios. Por
tanto, el celibato ha de ser acogido con libre y amorosa decisión, que debe
ser continuamente renovada, como don inestimable de Dios, como «estímulo de
la caridad pastoral»[79], como participación singular en la paternidad de
Dios y en la fecundidad de la Iglesia, como testimonio ante el mundo del
Reino escatológico. Para vivir todas las exigencias morales, pastorales y
espirituales del celibato sacerdotal es absolutamente necesaria la oración
humilde y confiada, como nos recuerda el Concilio: «Cuanto más imposible se
considera por no pocos hombres la perfecta continencia en el mundo de hoy,
tanto más humilde y perseverantemente pedirán los presbíteros, a una con la
Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca se niega a los que la piden,
empleando, al mismo tiempo, todos los medios sobrenaturales y naturales, que
están al alcance de todos»[80]. Será la oración, unida a los Sacramentos de
la Iglesia y al esfuerzo ascético, los que infundan esperanza en las
dificultades, perdón en las faltas, confianza y ánimo en el volver a
comenzar.
30. De la pobreza evangélica los Padres sinodales han dado una descripción
muy concisa y profunda, presentándola como «sumisión de todos los bienes al
Bien supremo de Dios y de su Reino»[81]. En realidad, sólo el que contempla
y vive el misterio de Dios como único y sumo Bien, como verdadera y
definitiva Riqueza, puede comprender y vivir la pobreza, que no es
ciertamente desprecio y rechazo de los bienes materiales, sino el uso
agradecido y cordial de estos bienes y, a la vez, la gozosa renuncia a ellos
con gran libertad interior, esto es, hecha por Dios y obedeciendo sus
designios.
La pobreza del sacerdote, en virtud de su configuración sacramental con
Cristo, Cabeza y Pastor, tiene características «pastorales» bien precisas,
en las que se han fijado los Padres sinodales, recordando y desarrollando
las enseñanzas conciliares[82]. Afirman, entre otras cosas: «Los sacerdotes,
siguiendo el ejemplo de Cristo que, siendo rico, se ha hecho pobre por
nuestro amor (cf. 2 Cor 8, 9), deben considerar a los pobres y a los más
débiles como confiados a ellos de un modo especial y deben ser capaces de
testimoniar la pobreza con una vida sencilla y austera, habituados ya a
renunciar generosamente a las cosas superfluas (Optatam totius, 9; C.I.C.,
can. 282)»[83].
Es verdad que «el obrero merece su salario» (Lc 10, 7) y que «el Señor ha
ordenado que los que predican el Evangelio vivan del Evangelio» (1 Cor 9,
14); pero también es verdad que este derecho del apóstol no puede
absolutamente confundirse con una especie de pretensión de someter el
servicio del evangelio y de la Iglesia a las ventajas e intereses que del
mismo puedan derivarse. Sólo la pobreza asegura al sacerdote su
disponibilidad a ser enviado allí donde su trabajo sea más útil y urgente,
aunque comporte sacrificio personal. Ésta es una condición y una premisa
indispensable a la docilidad que el apóstol ha de tener al Espíritu, el cual
lo impulsa para «ir», sin lastres y sin ataduras, siguiendo sólo la voluntad
del Maestro (cf. Lc 9, 57-62; Mc 10, 17-22).
Inserto en la vida de la comunidad y responsable de la misma, el sacerdote
debe ofrecer también el testimonio de una total «transparencia» en la
administración de los bienes de la misma comunidad, que no tratará jamás
como un patrimonio propio, sino como algo de lo que debe rendir cuentas a
Dios y a los hermanos, sobre todo a los pobres. Además, la conciencia de
pertenecer al único presbiterio lo llevará a comprometerse para favorecer
una distribución más justa de los bienes entre los hermanos, así como un
cierto uso en común de los bienes (cf. Hch 2, 42-47).
La libertad interior, que la pobreza evangélica custodia y alimenta, prepara
al sacerdote para estar al lado de los más débiles; para hacerse solidario
con sus esfuerzos por una sociedad más justa; para ser más sensible y más
capaz de comprensión y de discernimiento de los fenómenos relativos a los
aspectos económicos y sociales de la vida; para promover la opción
preferencial por los pobres; ésta, sin excluir a nadie del anuncio y del don
de la salvación, sabe inclinarse ante los pequeños, ante los pecadores, ante
los marginados de cualquier clase, según el modelo ofrecido por Jesús en su
ministerio profético y sacerdotal (cf. Lc 4, 18).
No hay que olvidar el significado profético de la pobreza sacerdotal,
particularmente urgente en las sociedades opulentas y de consumo, pues «el
sacerdote verdaderamente pobre es ciertamente un signo concreto de la
separación, de la renuncia y de la no sumisión a la tiranía del mundo
contemporáneo, que pone toda su confianza en el dinero y en la seguridad
material»[84].
Jesucristo, que en la cruz lleva a perfección su caridad pastoral con un
total despojo exterior e interior, es el modelo y fuente de las virtudes de
obediencia, castidad y pobreza que el sacerdote está llamado a vivir como
expresión de su amor pastoral por los hermanos. Como escribe San Pablo a los
Filipenses, el sacerdote debe tener «los mismos sentimientos» de Jesús,
despojándose de su propio «yo», para encontrar, en la caridad obediente,
casta y pobre, la vía maestra de la unión con Dios y de la unidad con los
hermanos (cf. Flp 2, 5).
Pertenencia y dedicación a la Iglesia particular
31. Como toda vida espiritual auténticamente cristiana, también la del
sacerdote posee una esencial e irrenunciable dimensión eclesial: es
participación en la santidad de la misma Iglesia, que en el Credo profesamos
como «Comunión de los Santos». La santidad del cristiano deriva de la de la
Iglesia, la expresa y al mismo tiempo la enriquece. Esta dimensión eclesial
reviste modalidades, finalidades y significados particulares en la vida
espiritual del presbítero, en razón de su relación especial con la Iglesia,
basándose siempre en su configuración con Cristo, Cabeza y Pastor, en su
ministerio ordenado, en su caridad pastoral.
En esta perspectiva es necesario considerar como valor espiritual del
presbítero su pertenencia y su dedicación a la Iglesia particular, lo cual
no está motivado solamente por razones organizativas y disciplinares; al
contrario, la relación con el Obispo en el único presbiterio, la
coparticipación en su preocupación eclesial, la dedicación al cuidado
evangélico del Pueblo de Dios en las condiciones concretas históricas y
ambientales de la Iglesia particular, son elementos de los que no se puede
prescindir al dibujar la configuración propia del sacerdote y de su vida
espiritual. En este sentido la «incardinación» no se agota en un vínculo
puramente jurídico, sino que comporta también una serie de actitudes y de
opciones espirituales y pastorales, que contribuyen a dar una fisonomía
específica a la figura vocacional del presbítero.
Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su «estar en una
Iglesia particular» constituye, por su propia naturaleza, un elemento
calificativo para vivir una espiritualidad cristiana. Por ello, el
presbítero encuentra, precisamente en su pertenencia y dedicación a la
Iglesia particular, una fuente de significados, de criterios de
discernimiento y de acción, que configuran tanto su misión pastoral, como su
vida espiritual.
En el caminar hacia la perfección pueden ayudar también otras inspiraciones
o referencias a otras tradiciones de vida espiritual, capaces de enriquecer
la vida sacerdotal de cada uno y de animar el presbiterio con ricos dones
espirituales. Es éste el caso de muchas asociaciones eclesiales —antiguas y
nuevas—, que acogen en su seno también a sacerdotes: desde las sociedades de
vida apostólica a los institutos seculares presbiterales; desde las varias
formas de comunión y participación espiritual a los movimientos eclesiales.
Los sacerdotes que pertenecen a Órdenes y a Congregaciones religiosas son
una riqueza espiritual para todo el presbiterio diocesano, al que
contribuyen con carismas específicos y ministerios especializados; con su
presencia estimulan la Iglesia particular a vivir más intensamente su
apertura universal[85].
La pertenencia del sacerdote a la Iglesia particular y su dedicación, hasta
el don de la propia vida, para la edificación de la Iglesia —«in persona
Christi», Cabeza y Pastor—, al servicio de toda la comunidad cristiana, en
cordial y filial relación con el Obispo, han de ser favorecidas por todo
carisma que forme parte de una existencia sacerdotal o esté cercano a la
misma[86].
Para que la abundancia de los dones del Espíritu Santo sea acogida con gozo
y dé frutos para gloria de Dios y bien de la Iglesia entera, se exige por
parte de todos, en primer lugar, el conocimiento y discernimiento de los
carismas propios y ajenos, y un ejercicio de los mismos acompañado siempre
por la humildad cristiana, la valentía de la autocrítica y la intención —por
encima de cualquier otra preocupación—, de ayudar a la edificación de toda
la comunidad, a cuyo servicio está puesto todo carisma particular. Se pide,
además, a todos un sincero esfuerzo de estima recíproca, de respeto mutuo y
de valoración coordinada de todas las diferencias positivas y justificadas,
presentes en el presbiterio. Todo esto forma parte también de la vida
espiritual y de la constante ascesis del sacerdote.
32. La pertenencia y dedicación a una Iglesia particular no circunscriben la
actividad y la vida del presbítero, pues, dada la misma naturaleza de la
Iglesia particular[87] y del ministerio sacerdotal, aquellas no pueder
reducirse a estrechos límites. El Concilio enseña sobre esto: «El don
espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a
una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de
salvación "hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8), pues cualquier
ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión
confiada por Cristo a los Apóstoles»[88].
Se sigue de esto que la vida espiritual de los sacerdotes debe estar
profundamente marcada por el anhelo y el dinamismo misionero. Corresponde a
ellos, en el ejercicio del ministerio y en el testimonio de su vida, plasmar
la comunidad que se les ha confiado para que sea una comunidad
auténticamente misionera. Como he señalado en la encíclica Redemptoris
missio, «todos los sacerdotes deben de tener corazón y mentalidad de
misioneros, estar abiertos a las necesidades de la Iglesia y del mundo,
atentos a los más lejanos y, sobre todo, a los grupos no cristianos del
propio ambiente. Que en la oración y, particularmente, en el sacrificio
eucarístico sientan la solicitud de toda la Iglesia por la humanidad
entera»[89].
Si este espíritu misionero anima generosamente la vida de los sacerdotes,
será fácil la respuesta a una necesidad cada día más grave en la Iglesia,
que nace de una desigual distribución del clero. En este sentido ya el
Concilio se mostró preciso y enérgico: «Recuerden, pues, los presbíteros que
deben llevar en su corazón la solicitud por todas las Iglesias. Por tanto,
los presbíteros de aquellas diócesis que son más ricas en abundancia de
vocaciones, muéstrense de buen grado dispuestos, con permiso o por
exhortación de su propio Obispo, a ejercer su ministerio en regiones,
misiones u obras que padecen escasez de clero»[90].
«Renueva en sus corazones el Espíritu de santidad»
33. «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar
a los pobres la Buena Nueva...» (Lc 4, 18). Jesús hace resonar también hoy
en nuestro corazón de sacerdotes las palabras que pronunció en la sinagoga
de Nazaret. Efectivamente, nuestra fe nos revela la presencia operante del
Espíritu de Cristo en nuestro ser, en nuestro actuar y en nuestro vivir, tal
como lo ha configurado, capacitado y plasmado el sacramento del Orden.
Ciertamente, el Espíritu del Señor es el gran protagonista de nuestra vida
espiritual. Él crea el «corazón nuevo», lo anima y lo guía con la «ley
nueva» de la caridad, de la caridad pastoral. Para el desarrollo de la vida
espiritual es decisiva la certeza de que no faltará nunca al sacerdote la
gracia del Espíritu Santo, como don totalmente gratuito y como mandato de
responsabilidad. La conciencia del don infunde y sostiene la confianza
indestructible del sacerdote en las dificultades, en las tentaciones, en las
debilidades con que puede encontrarse en el camino espiritual.
Vuelvo a proponer a todos los sacerdotes lo que, en otra ocasión, dije a un
numeroso grupo de ellos, «La vocación sacerdotal es esencialmente una
llamada a la santidad, que nace del sacramento del Orden. La santidad es
intimidad con Dios, es imitación de Cristo, pobre, casto, humilde; es amor
sin reservas a las almas y donación a su verdadero bien; es amor a la
Iglesia que es santa y nos quiere santos, porque ésta es la misión que
Cristo le ha encomendado. Cada uno de vosotros debe ser santo, también para
ayudar a los hermanos a seguir su vocación a la santidad...
»¿Cómo no reflexionar... sobre la función esencial que el Espíritu Santo
ejerce en la específica llamada a la santidad, propia del ministerio
sacerdotal? Recordemos las palabras del rito de la Ordenación sacerdotal,
que se consideran centrales en la fórmula sacramental: "Te pedimos, Padre
todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del
presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de
Ti el sacerdocio de segundo grado y sean, con su conducta, ejemplo de vida".
»Mediante la Ordenación, amadísimos hermanos, habéis recibido el mismo
Espíritu de Cristo, que os hace semejantes a Él, para que podáis actuar en
su nombre y vivir en vosotros sus mismos sentimientos. Esta íntima comunión
con el Espíritu de Cristo, a la vez que garantiza la eficacia de la acción
sacramental que realizáis "in persona Christi", debe expresarse también en
el fervor de la oración, en la coherencia de vida, en la caridad pastoral de
un ministerio dirigido incansablemente a la salvación de los hermanos.
Requiere, en una palabra, vuestra santificación personal»[91].
CAPÍTULO IV
VENID Y LO VERÉIS
La vocación sacerdotal en la pastoral de la Iglesia
Buscar, seguir, permanecer
34. «Venid y lo veréis» (Jn 1, 39). De esta manera responde Jesús a los dos
discípulos de Juan el Bautista, que le preguntaban donde vivía. En estas
palabras encontramos el significado de la vocación.
Así cuenta el evangelista la llamada a Andrés y a Pedro: «Al día siguiente,
Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus discípulos. De pronto
vio a Jesús, que pasaba por allí, y dijo: "¡Éste es el cordero de Dios!" Los
dos discípulos le oyeron decir esto y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y,
viendo que lo seguían, les preguntó: "¿Qué buscáis?" Ellos contestaron:
"Rabbí, (que quiere decir Maestro) ¿dónde vives?" Él les respondió: "Venid y
lo veréis". Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él.
Eran como las cuatro de la tarde. Uno de los dos que siguieron a Jesús era
Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró Andrés en primer lugar a su
propio hermano Simón y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías (que quiere
decir Cristo)". Y lo llevó a Jesús. Jesús, al verlo, le dijo: "Tú eres
Simón, hijo de Juan: en adelante te llamarás Cefas, (es decir, Pedro)"» (Jn
1, 35-42).
Esta página del Evangelio es una de tantas de la Biblia en las que se
describe el «misterio» de la vocación; en nuestro caso, el misterio de la
vocación a ser apóstoles de Jesús. La página de san Juan, que tiene también
un significado para la vocación cristiana como tal, adquiere un valor
simbólico para la vocación sacerdotal. La Iglesia, como comunidad de los
discípulos de Jesús, está llamada a fijar su mirada en esta escena que, de
alguna manera, se renueva continuamente en la historia. Se le invita a
profundizar el sentido original y personal de la vocación al seguimiento de
Cristo en el ministerio sacerdotal y el vínculo inseparable entre la gracia
divina y la responsabilidad humana contenido y revelado en esas dos palabras
que tantas veces encontramos en el Evangelio: ven y sígueme (cf. Mt 19, 21).
Se le invita a interpretar y recorrer el dinamismo propio de la vocación, su
desarrollo gradual y concreto en las fases del buscar a Jesús, seguirlo y
permanecer con Él.
La Iglesia encuentra en este Evangelio de la vocación el modelo, la fuerza y
el impulso de su pastoral vocacional, o sea, de su misión destinada a cuidar
el nacimiento, el discernimiento y el acompañamiento de las vocaciones, en
especial de las vocaciones al sacerdocio. Precisamente porque «la falta de
sacerdotes es ciertamente la tristeza de cada Iglesia»[92], la pastoral
vocacional exige ser acogida, sobre todo hoy, con nuevo, vigoroso y más
decidido compromiso por parte de todos los miembros de la Iglesia, con la
conciencia de que no es un elemento secundario o accesorio, ni un aspecto
aislado o sectorial, como si fuera algo sólo parcial, aunque importante, de
la pastoral global de la Iglesia. Como han afirmado repetidamente los Padres
sinodales, se trata más bien de una actividad íntimamente inserta en la
pastoral general de cada Iglesia particular[93], de una atención que debe
integrarse e identificarse plenamente con la llamada "cura de almas"
ordinaria[94], de una dimensión connatural y esencial de la pastoral
eclesial, o sea, de su vida y de su misión[95].
La dimensión vocacional es esencial y connatural a la pastoral de la
Iglesia. La razón se encuentra en el hecho de que la vocación define, en
cierto sentido, el ser profundo de la Iglesia, incluso antes que su actuar.
En el mismo vocablo de Iglesia (Ecclesia) se indica su fisonomía vocacional
íntima, porque es verdaderamente «convocatoria», esto es, asamblea de los
llamados: «Dios ha convocado la asamblea de aquellos que miran en la fe a
Jesús, autor de la salvación y principio de unidad y de paz, y así ha
constituido la Iglesia, para que sea para todos y para cada uno el
sacramento visible de esta unidad salvífica»[96].
Una lectura propiamente teológica de la vocación sacerdotal y de su
pastoral, puede nacer sólo de la lectura del misterio de la Iglesia como
mysterium vocationis.
La Iglesia y el don de la vocación
35. Toda vocación cristiana encuentra su fundamento en la elección gratuita
y precedente de parte del Padre, «que desde lo alto del cielo nos ha
bendecido por medio de Cristo con toda clase de bienes espirituales. Él nos
eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuéramos su pueblo
y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia. Llevado de su amor, él nos
destinó de antemano, conforme al beneplácito de su voluntad, a ser adoptados
como hijos suyos, por medio de Jesucristo» (Ef 1, 3-5).
Toda vocación cristiana viene de Dios, es don de Dios. Sin embargo nunca se
concede fuera o independientemente de la Iglesia, sino que siempre tiene
lugar en la Iglesia y mediante ella, porque, como nos recuerda el Concilio
Vaticano II, «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no
aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un
pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente»[97].
La Iglesia no sólo contiene en sí todas las vocaciones que Dios le otorga en
su camino de salvación, sino que ella misma se configura como misterio de
vocación, reflejo luminoso y vivo del misterio de la Santísima Trinidad. En
realidad la Iglesia, «pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo»[98], lleva en sí el misterio del Padre que, sin ser
llamado ni enviado por nadie (cf.Rom 11, 33-35), llama a todos para
santificar su nombre y cumplir su voluntad; ella custodia dentro de sí el
misterio del Hijo, llamado por el Padre y enviado para anunciar a todos el
Reino de Dios, y que llama a todos a su seguimiento; y es depositaria del
misterio del Espíritu Santo que consagra para la misión a los que el Padre
llama mediante su Hijo Jesucristo.
La Iglesia, que por propia naturaleza es «vocación», es generadora y
educadora de vocaciones. Lo es en su ser de «sacramento», en cuanto «signo»
e «instrumento» en el que resuena y se cumple la vocación de todo cristiano;
y lo es en su actuar, o sea, en el desarrollo de su ministerio de anuncio de
la Palabra, de celebración de los Sacramentos y de servicio y testimonio de
la caridad.
Ahora se puede comprender mejor la esencial dimensión eclesial de la
vocación cristiana: ésta no sólo deriva «de» la Iglesia y de su mediación,
no sólo se reconoce y se cumple «en» la Iglesia, sino que —en el servicio
fundamental de Dios— se configura necesariamente como servicio «a» la
Iglesia. La vocación cristiana, en todas sus formas, es un don destinado a
la edificación de la Iglesia, al crecimiento del Reino de Dios en el
mundo[99].
Esto que decimos de toda vocación cristiana se realiza de un modo específico
en la vocación sacerdotal. Ésta es una llamada, a través del sacramento del
Orden recibido en la Iglesia, a ponerse al servicio del Pueblo de Dios con
una peculiar pertenencia y configuración con Jesucristo y que da también la
autoridad para actuar en su nombre «et in persona» de quien es Cabeza y
Pastor de la Iglesia.
En esta perspectiva se comprende lo que manifiestan los Padres sinodales:
«La vocación de cada uno de los presbíteros existe en la Iglesia y para la
Iglesia, y se realiza para ella. De ahí se sigue que todo presbítero recibe
del Señor la vocación a través de la Iglesia como un don gratuito, una
gratia gratis data (charisma). Es tarea del Obispo o del superior competente
no sólo examinar la idoneidad y la vocación del candidato, sino también
reconocerla. Este elemento eclesiástico pertenece a la vocación, al
ministerio presbiteral como tal. El candidato al presbiterado debe recibir
la vocación sin imponer sus propias condiciones personales, sino aceptando
las normas y condiciones que pone la misma Iglesia, por la responsabilidad
que a ella compete»[100].
El diálogo vocacional: iniciativa de Dios y respuesta del hombre
36. La historia de toda vocación sacerdotal, como también de toda vocación
cristiana, es la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre,
entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde a Dios
en el amor. Estos dos aspectos inseparables de la vocación, el don gratuito
de Dios y la libertad responsable del hombre, aparecen de manera clara y
eficaz en las brevísimas palabras con las que el evangelista san Marcos
presenta la vocación de los doce: Jesús «subió a un monte, y llamando a los
que quiso, vinieron a él» (3, 13). Por un lado está la decisión
absolutamente libre de Jesús y por otro, el «venir» de los doce, o sea, el
«seguir» a Jesús.
Éste es el modelo constante, el elemento imprescindible de toda vocación; la
de los profetas, apóstoles, sacerdotes, religiosos, fieles laicos, la de
toda persona.
Ahora bien, la intervención libre y gratuita de Dios que llama es
absolutamente prioritaria, anterior y decisiva. Es suya la iniciativa de
llamar. Por ejemplo, ésta es la experiencia del profeta Jeremías: «El Señor
me habló así: "Antes de formarte en el vientre te conocí; antes que salieras
del seno te consagré, te constituí profeta de las naciones"» (Jr 1, 4-5). Y
es la misma verdad presentada por el apóstol Pablo, que fundamenta toda
vocación en la elección eterna en Cristo, hecha «antes de la creación del
mundo» y «conforme al beneplácito de su voluntad» (Ef 1, 4. 5). La primacía
absoluta de la gracia en la vocación encuentra su proclamación perfecta en
la palabra de Jesús: «No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a
vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto
permanezca» (Jn 15, 16).
Si la vocación sacerdotal testimonia, de manera inequívoca, la primacía de
la gracia, la decisión libre y soberana de Dios de llamar al hombre exige
respeto absoluto, y en modo alguno puede ser forzada por presiones humanas,
ni puede ser sustituida por decisión humana alguna. La vocación es un don de
la gracia divina y no un derecho del hombre, de forma que «nunca se puede
considerar la vida sacerdotal como una promoción simplemente humana, ni la
misión del ministro como un simple proyecto personal»[101]. De este modo,
queda excluida radicalmente toda vanagloria y presunción por parte de los
llamados (cf. Heb 5, 4 ss) los cuales han de sentir profundamente una
gratitud admirada y conmovida, una confianza y una esperanza firmes, porque
saben que están apoyados no en sus propias fuerzas, sino en la fidelidad
incondicional de Dios que llama.
«Llamó a los que él quiso y vinieron a él» (Mc 3, 13). Este «venir», que se
identifica con el «seguir» a Jesús, expresa la respuesta libre de los doce a
la llamada del Maestro. Así sucede con Pedro y Andrés; les dijo: «'Venid
conmigo y os haré pescadores de hombres'. Y ellos al instante, dejaron las
redes y le siguieron» (Mt 4, 19-20). Idéntica fue la experiencia de Santiago
y Juan (cf. Mt 4, 21-22). Así sucede siempre: en la vocación brillan a la
vez el amor gratuito de Dios y la exaltación de la libertad del hombre; la
adhesión a la llamada de Dios y su entrega a Él.
En realidad, gracia y libertad no se oponen entre sí. Al contrario, la
gracia anima y sostiene la libertad humana, liberándola de la esclavitud del
pecado (cf. Jn 8, 34-36), sanándola y elevándola en sus capacidades de
apertura y acogida del don de Dios. Y si no se puede atentar contra la
iniciativa absolutamente gratuita de Dios que llama, tampoco se puede
atentar contra la extrema seriedad con la que el hombre es desafiado en su
libertad. Así, al «ven y sígueme» de Jesús, el joven rico contesta con el
rechazo, signo —aunque sea negativo— de su libertad: «Pero él, abatido por
estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10,
22).
Por tanto, la libertad es esencial para la vocación, una libertad que en la
respuesta positiva se califica como adhesión personal profunda, como
donación de amor —o mejor como re-donación al Donador: Dios que llama—, esto
es, como oblación. «A la llamada —decía Pablo VI— corresponde la respuesta.
No puede haber vocaciones, si no son libres, es decir, si no son ofrendas
espontáneas de sí mismo, conscientes, generosas, totales... Oblaciones; éste
es prácticamente el verdadero problema... Es la voz humilde y penetrante de
Cristo, que dice, hoy como ayer y más que ayer: ven. La libertad se sitúa en
su raíz más profunda: la oblación, la generosidad y el sacrificio»[102].
La oblación libre, que constituye el núcleo íntimo y más precioso de la
respuesta del hombre a Dios que llama, encuentra su modelo incomparable, más
aún, su raíz viva, en la oblación libérrima de Jesucristo —primero de los
llamados— a la voluntad del Padre: «Por eso, al entrar en este mundo, dice
Cristo: "No has querido sacrificio ni oblación, pero me has formado un
cuerpo ... Entonces yo dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu
voluntad"» (Heb 10, 5.7).
En íntima unión con Cristo, María, la Virgen Madre, ha sido la criatura que
más ha vivido la plena verdad de la vocación, porque nadie como Ella ha
respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios[103].
37. «Abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos
bienes» (Mc 10, 22). El joven rico del Evangelio, que no sigue la llamada de
Jesús, nos recuerda los obstáculos que pueden bloquear o apagar la respuesta
libre del hombre: no sólo los bienes materiales pueden cerrar el corazón
humano a los valores del espíritu y a las exigencias radicales del Reino de
Dios, sino que también algunas condiciones sociales y culturales de nuestro
tiempo pueden representar no pocas amenazas e imponer visiones desviadas y
falsas sobre la verdadera naturaleza de la vocación, haciendo difíciles,
cuando no imposibles, su acogida y su misma comprensión.
Muchos tienen una idea de Dios tan genérica y confusa que deriva en formas
de religiosidad sin Dios, en las cuales la voluntad de Dios se concibe como
un destino inmutable e inevitable, al que el hombre debe simplemente
adaptarse y resignarse con total pasividad. Pero no es éste el rostro de
Dios, que Jesucristo ha venido a revelarnos. En efecto, Dios es el Padre
que, con amor eterno y precedente, llama al hombre y lo sitúa en un
maravilloso y permanente diálogo con Él, invitándolo a compartir su misma
vida divina como hijo. Es cierto que, con una visión equivocada de Dios, el
hombre no puede reconocer ni siquiera la verdad sobre sí mismo, de tal forma
que la vocación no puede ser ni percibida ni vivida en su valor auténtico;
puede ser sentida solamente como un peso impuesto e insoportable.
También algunas ideas equivocadas sobre el hombre, sostenidas con frecuencia
con aparentes argumentos filosóficos o «científicos», inducen a veces al
hombre a interpretar la propia existencia y libertad como totalmente
determinadas y condicionadas por factores externos de orden educativo,
psicológico, cultural o ambiental. Otras veces se entiende la libertad en
términos de absoluta autonomía pretendiendo que sea la única e inexplorable
fuente de opciones personales y considerándola a toda costa como afirmación
de sí mismo. Pero, de ese modo, se cierra el camino para entender y vivir la
vocación como libre diálogo de amor, que nace de la comunicación de Dios al
hombre y se concluye con el don sincero de sí, por parte del hombre.
En el contexto actual no falta tampoco la tendencia a concebir la relación
del hombre con Dios de un modo individualista e intimista, como si la
llamada de Dios llegase a cada persona por vía directa, sin mediación
comunitaria alguna, y tuviese como meta una ventaja, o la salvación misma de
cada uno de los llamados y no la dedicación total a Dios en el servicio a la
comunidad. Encontramos así otra amenaza, más profunda y a la vez más sutil,
que hace imposible reconocer y aceptar con gozo la dimensión eclesial
inscrita originariamente en toda vocación cristiana, y en particular en la
vocación presbiteral. En efecto, como nos recuerda el Concilio, el
sacerdocio ministerial adquiere su auténtico significado y realiza la plena
verdad de sí mismo en el servir y hacer crecer la comunidad cristiana y el
sacerdocio común de los fieles[104].
El contexto cultural al que aludimos, cuyo influjo no está ausente entre los
mismos cristianos y especialmente entre los jóvenes, ayuda a comprender la
difusión de la crisis de las mismas vocaciones sacerdotales, originadas y
acompañadas por crisis de fe más radicales. Lo han declarado explícitamente
los Padres sinodales, reconociendo que la crisis de las vocaciones al
presbiterado tiene profundas raíces en el ambiente cultural y en la
mentalidad y praxis de los cristianos[105].
De aquí la urgencia de que la pastoral vocacional de la Iglesia se dirija
decididamente y de modo prioritario hacia la reconstrucción de la
«mentalidad cristiana», tal como la crea y sostiene la fe. Más que nunca es
necesaria una evangelización que no se canse de presentar el verdadero
rostro de Dios —el Padre que en Jesucristo nos llama a cada uno de nosotros—
así como el sentido genuino de la libertad humana como principio y fuerza
del don responsable de sí mismo. Solamente de esta manera se podrán sentar
las bases indispensables para que toda vocación, incluida la sacerdotal,
pueda ser percibida en su verdad, amada en su belleza y vivida con entrega
total y con gozo profundo.
Contenidos y medios de la pastoral vocacional
38. Ciertamente la vocación es un misterio inescrutable que implica la
relación que Dios establece con el hombre, como ser único e irrepetible, un
misterio percibido y sentido como una llamada que espera una respuesta en lo
profundo de la conciencia, esto es, en aquel «sagrario del hombre, en el que
éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en la propia
intimidad»[106]. Pero esto no elimina la dimensión comunitaria y, más en
concreto, eclesial de la vocación: la Iglesia está realmente presente y
operante en la vocación de cada sacerdote.
En el servicio a la vocación sacerdotal y a su camino, o sea, al nacimiento,
discernimiento y acompañamiento de la vocación, la Iglesia puede encontrar
un modelo en Andrés, uno de los dos primeros discípulos que siguieron a
Jesús. Es el mismo Andrés el que va a contar a su hermano lo que le había
sucedido: «Hemos encontrado al Mesías (que quiere decir el Cristo)» (Jn 1,
41). Y la narración de este «descubrimiento» abre el camino al encuentro: «Y
lo llevó a Jesús» (Jn 1, 42). No hay ninguna duda sobre la iniciativa
absolutamente libre ni sobre la decisión soberana de Jesús: es Jesús el que
llama a Simón y le da un nuevo nombre: «Jesús, fijando su mirada en él, le
dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que quiere
decir Pedro)"» (Jn 1, 42). Pero también Andrés ha tenido su iniciativa: ha
favorecido el encuentro del hermano con Jesús.
«Y lo llevó a Jesús». Éste es el núcleo de toda la pastoral vocacional de la
Iglesia, con la que cuida del nacimiento y crecimiento de las vocaciones,
sirviéndose de los dones y responsabilidades, de los carismas y del
ministerio recibidos de Cristo y de su Espíritu. La Iglesia, como pueblo
sacerdotal, profético y real, está comprometida en promover y ayudar el
nacimiento y la maduración de las vocaciones sacerdotales con la oración y
la vida sacramental, con el anuncio de la Palabra y la educación en la fe,
con la guía y el testimonio de la caridad.
En su dignidad y responsabilidad de pueblo sacerdotal, la Iglesia encuentra
en la oración y en la celebración de la liturgia los momentos esenciales y
primarios de la pastoral vocacional. En efecto, la oración cristiana,
alimentándose de la Palabra de Dios, crea el espacio ideal para que cada uno
pueda descubrir la verdad de su ser y la identidad del proyecto de vida,
personal e irrepetible, que el Padre le confía. Por eso es necesario educar,
especialmente a los muchachos y a los jóvenes, para que sean fieles a la
oración y meditación de la Palabra de Dios. En el silencio y en la escucha
podrán percibir la llamada del Señor al sacerdocio y seguirla con prontitud
y generosidad.
La Iglesia debe acoger cada día la invitación persuasiva y exigente de
Jesús, que nos pide que «roguemos al dueño de la mies que envíe obreros a su
mies» (Mt 9, 38). Obedeciendo al mandato de Cristo, la Iglesia hace, antes
que nada, una humilde profesión de fe, pues al rogar por las vocaciones
—mientras toma conciencia de su gran urgencia para su vida y misión—
reconoce que son un don de Dios y, como tal, hay que pedirlo con súplica
incesante y confiada. Ahora bien, esta oración, centro de toda la pastoral
vocacional, debe comprometer no sólo a cada persona sino también a todas las
comunidades eclesiales. Nadie duda de la importancia de cada una de las
iniciativas de oración y de los momentos especiales reservados a ésta
—comenzando por la Jornada Mundial anual por las Vocaciones— así como el
compromiso explícito de personas y grupos particularmente sensibles al
problema de las vocaciones sacerdotales. Pero hoy, la espera suplicante de
nuevas vocaciones debe ser cada vez más una práctica constante y difundida
en la comunidad cristiana y en toda realidad eclesial. Así se podrá revivir
la experiencia de los apóstoles, que en el Cenáculo, unidos con María,
esperan en oración la venida del Espíritu (cf. Hch 1, 14), que no dejará de
suscitar también hoy en el Pueblo de Dios «dignos ministros del altar,
testigos valientes y humildes del Evangelio»[107].
También la liturgia, culmen y fuente de la vida de la Iglesia[108] y, en
particular, de toda oración cristiana, tiene un papel indispensable así como
una incidencia privilegiada en la pastoral de las vocaciones. En efecto, la
liturgia constituye una experiencia viva del don de Dios y una gran escuela
de la respuesta a su llamada. Como tal, toda celebración litúrgica, y sobre
todo la eucarística, nos descubre el verdadero rostro de Dios; nos pone en
comunicación con el misterio de la Pascua, o sea, con la «hora» por la que
Jesús vino al mundo y hacia la que se encaminó libre y voluntariamente en
obediencia a la llamada del Padre (cf. Jn 13, 1); nos manifiesta el rostro
de la Iglesia como pueblo de sacerdotes y comunidad bien compacta en la
variedad y complementariedad de los carismas y vocaciones. El sacrificio
redentor de Cristo, que la Iglesia celebra sacramentalmente, da un valor
particularmente precioso al sufrimiento vivido en unión con el Señor Jesús.
Los Padres sinodales nos han invitado a no olvidar nunca que «a través de la
oblación de los sufrimientos, tan frecuentes en la vida de los hombres, el
cristiano enfermo se ofrece a sí mismo como víctima a Dios, a imagen de
Cristo, que se inmoló a sí mismo por todos nosotros (cf. Jn 17, 19)», y que
«el ofrecimiento de los sufrimientos con esta intención es de gran provecho
para la promoción de las vocaciones»[109].
39. En el ejercicio de su misión profética, la Iglesia siente como urgente e
irrenunciable el deber de anunciar y testimoniar el sentido cristiano de la
vocación: lo que podríamos llamar «el Evangelio de la vocación». También en
este campo descubre la urgencia de las palabras del apóstol: «¡Ay de mí si
no evangelizara!» (1 Cor 9, 16). Esta exclamación resuena principalmente
para nosotros pastores y se refiere, juntamente con nosotros, a todos los
educadores en la Iglesia. La predicación y la catequesis deben manifestar
siempre su intrínseca dimensión vocacional: la Palabra de Dios ilumina a los
creyentes para valorar la vida como respuesta a la llamada de Dios y los
acompaña para acoger en la fe el don de la vocación personal.
Pero todo esto, aun siendo importante y esencial, no basta. Es necesaria una
predicación directa sobre el misterio de la vocación en la Iglesia, sobre el
valor del sacerdocio ministerial, sobre su urgente necesidad para el Pueblo
de Dios[110]. Una catequesis orgánica y difundida a todos los niveles en la
Iglesia, además de disipar dudas y contrastar ideas unilaterales o desviadas
sobre el ministerio sacerdotal, abre los corazones de los creyentes a la
espera del don y crea condiciones favorables para el nacimiento de nuevas
vocaciones. Ha llegado el tiempo de hablar valientemente de la vida
sacerdotal como de un valor inestimable y una forma espléndida y
privilegiada de vida cristiana. Los educadores, especialmente los
sacerdotes, no deben temer el proponer de modo explícito y firme la vocación
al presbiterado como una posibilidad real para aquellos jóvenes que muestren
tener los dones y las cualidades necesarias para ello. No hay que tener
ningún miedo de condicionarles o limitar su libertad; al contrario, una
propuesta concreta, hecha en el momento oportuno, puede ser decisiva para
provocar en los jóvenes una respuesta libre y auténtica. Por lo demás, la
historia de la Iglesia y la de tantas vocaciones sacerdotales, surgidas
incluso en tierna edad, demuestran ampliamente el valor providencial de la
cercanía y de la palabra de un sacerdote; no sólo de la palabra sino también
de la cercanía, o sea, de un testimonio concreto y gozoso, capaz de motivar
interrogantes y conducir a decisiones incluso definitivas.
40. Como Pueblo real, la Iglesia se sabe enraizada y animada por la «ley del
Espíritu que da la vida» (Rom 8, 2), que es esencialmente la ley regia de la
caridad (cf. Sant 2, 8) o la ley perfecta de la libertad (cf. Sant 1, 25).
Por eso cumple su misión cuando orienta a cada uno de los fieles a descubrir
y vivir la propia vocación en la libertad y a realizarla en la caridad.
En su misión educativa, la Iglesia procura con especial atención suscitar en
los niños, adolescentes y jóvenes el deseo y la voluntad de un seguimiento
integral y atrayente de Jesucristo. La tarea educativa, que corresponde
también a la comunidad cristiana como tal, debe dirigirse a cada persona. En
efecto, Dios con su llamada toca el corazón de cada hombre, y el Espíritu,
que habita en lo íntimo de cada discípulo (cf. 1 Jn 3, 24), es infundido a
cada cristiano con carismas diversos y con manifestaciones particulares. Por
tanto, cada uno ha de ser ayudado para poder acoger el don que se le ha dado
a él en particular, como persona única e irrepetible, y para escuchar las
palabras que el Espíritu de Dios le dirige.
En esta perspectiva, la atención a las vocaciones al sacerdocio se debe
concretar también en una propuesta decidida y convincente de dirección
espiritual. Es necesario redescubrir la gran tradición del acompañamiento
espiritual individual, que ha dado siempre tantos y tan preciosos frutos en
la vida de la Iglesia. En determinados casos y bajo precisas condiciones,
este acompañamiento podrá verse ayudado, pero nunca sustituido, con formas
de análisis o de ayuda psicológica[111]. Invítese a los niños, los
adolescentes y los jóvenes a descubrir y apreciar el don de la dirección
espiritual, a buscarlo y experimentarlo, a solicitarlo con insistencia
confiada a sus educadores en la fe. Por su parte, los sacerdotes sean los
primeros en dedicar tiempo y energías a esta labor de educación y de ayuda
espiritual personal. No se arrepentirán jamás de haber descuidado o relegado
a segundo plano otras muchas actividades también buenas y útiles, si esto lo
exigía la fidelidad a su ministerio de colaboradores del Espíritu en la
orientación y guía de los llamados.
Finalidad de la educación del cristiano es llegar, bajo el influjo del
Espíritu, a la «plena madurez de Cristo» (Ef 4, 13). Esto se verifica
cuando, imitando y compartiendo su caridad, se hace de toda la vida propia
un servicio de amor (cf. Jn 13, 14-15), ofreciendo un culto espiritual
agradable a Dios (cf. Rom 12, 1) y entregándose a los hermanos. El servicio
de amor es el sentido fundamental de toda vocación, que encuentra una
realización específica en la vocación del sacerdote. En efecto, él es
llamado a revivir, en la forma más radical posible, la caridad pastoral de
Jesús, o sea, el amor del buen Pastor, que «da su vida por las ovejas» (Jn
10, 11).
Por eso una pastoral vocacional auténtica no se cansará jamás de educar a
los niños, adolescentes y jóvenes al compromiso, al significado del servicio
gratuito, al valor del sacrificio, a la donación incondicionada de sí
mismos. En este sentido, se manifiesta particularmente útil la experiencia
del voluntariado, hacia el cual está creciendo la sensibilidad de tantos
jóvenes. En efecto, se trata de un voluntariado motivado evangélicamente,
capaz de educar al discernimiento de las necesidades, vivido con entrega y
fidelidad cada día, abierto a la posibilidad de un compromiso definitivo en
la vida consagrada, alimentado por la oración; dicho voluntariado podrá
ayudar a sostener una vida de entrega desinteresada y gratuita y, al que lo
practica, le hará más sensible a la voz de Dios que lo puede llamar al
sacerdocio. A diferencia del joven rico, el voluntario podría aceptar la
invitación, llena de amor, que Jesús le dirige (cf. Mc 10, 21); y la podría
aceptar porque sus únicos bienes consisten ya en darse a los otros y
«perder» su vida.
Todos somos responsables de las vocaciones sacerdotales
41. La vocación sacerdotal es un don de Dios, que constituye ciertamente un
gran bien para quien es su primer destinatario. Pero es también un don para
toda la Iglesia, un bien para su vida y misión. Por eso la Iglesia está
llamada a custodiar este don, a estimarlo y amarlo. Ella es responsable del
nacimiento y de la maduración de las vocaciones sacerdotales. En
consecuencia, la pastoral vocacional tiene como sujeto activo, como
protagonista, a la comunidad eclesial como tal, en sus diversas expresiones:
desde la Iglesia universal a la Iglesia particular y, análogamente, desde
ésta a la parroquia y a todos los estamentos del Pueblo de Dios.
Es muy urgente, sobre todo hoy, que se difunda y arraigue la convicción de
que todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la
responsabilidad de cuidar las vocaciones. El Concilio Vaticano II ha sido
muy explícito al afirmar que «el deber de fomentar las vocaciones afecta a
toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo, ante todo, con una
vida plenamente cristiana»[112]. Solamente sobre la base de esta convicción,
la pastoral vocacional podrá manifestar su rostro verdaderamente eclesial,
desarrollar una acción coordinada, sirviéndose también de organismos
específicos y de instrumentos adecuados de comunión y de corresponsabilidad.
La primera responsabilidad de la pastoral orientada a las vocaciones
sacerdotales es del Obispo[113], que está llamado a vivirla en primera
persona, aunque podrá y deberá suscitar abundantes tipos de colaboraciones.
A él, que es padre y amigo en su presbiterio, le corresponde, ante todo, la
solicitud de dar continuidad al carisma y al ministerio presbiteral,
incorporando a él nuevos miembros con la imposición de las manos. Él se
preocupará de que la dimensión vocacional esté siempre presente en todo el
ámbito de la pastoral ordinaria, es más, que esté plenamente integrada y
como identificada con ella. A él compete el deber de promover y coordinar
las diversas iniciativas vocacionales[114].
El Obispo sabe que puede contar ante todo con la colaboración de su
presbiterio. Todos los sacerdotes son solidarios y corresponsables con él en
la búsqueda y promoción de las vocaciones presbiterales. En efecto, como
afirma el Concilio, «a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, atañe
procurar, por sí mismos o por otros, que cada uno de los fieles sea llevado
en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación»[115]. «Este deber
pertenece a la misión misma sacerdotal, por la que el presbítero se hace
ciertamente partícipe de la solicitud de toda la Iglesia, para que aquí en
la tierra nunca falten operarios en el Pueblo de Dios»[116]. La vida misma
de los presbíteros, su entrega incondicional a la grey de Dios, su
testimonio de servicio amoroso al Señor y a su Iglesia —un testimonio
sellado con la opción por la cruz, acogida en la esperanza y en el gozo
pascual—, su concordia fraterna y su celo por la evangelización del mundo,
son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacional[117].
Una responsabilidad particularísima está confiada a la familia cristiana,
que en virtud del sacramento del matrimonio participa, de modo propio y
original, en la misión educativa de la Iglesia, maestra y madre. Como han
afirmado los Padres sinodales, «la familia cristiana, que es verdaderamente
"como iglesia doméstica" (Lumen gentium, 11), ha ofrecido siempre y continúa
ofreciendo las condiciones favorables para el nacimiento de las vocaciones.
Y puesto que hoy la imagen de la familia cristiana está en peligro, se debe
dar gran importancia a la pastoral familiar, de modo que las mismas
familias, acogiendo generosamente el don de la vida humana, formen "como un
primer seminario" (Optatam totius, 2) en el que los hijos puedan adquirir,
desde el comienzo, el sentido de la piedad y de la oración y el amor a la
Iglesia»[118]. En continuidad y en sintonía con la labor de los padres y de
la familia está la escuela, llamada a vivir su identidad de «comunidad
educativa» incluso con una propuesta cultural capaz de iluminar la dimensión
vocacional como valor propio y fundamental de la persona humana. En este
sentido, si es oportunamente enriquecida de espíritu cristiano (sea a través
de presencias eclesiales significativas en la escuela estatal, según las
diversas legislaciones nacionales, sea sobre todo en el caso de la escuela
católica), puede infundir «en el alma de los muchachos y de los jóvenes el
deseo de cumplir la voluntad de Dios en el estado de vida más idóneo a cada
uno, sin excluir nunca la vocación al ministerio sacerdotal»[119].
También los fieles laicos, en particular los catequistas, los profesores,
los educadores, los animadores de la pastoral juvenil, cada uno con los
medios y modalidades propios, tienen una gran importancia en la pastoral de
las vocaciones sacerdotales. Cuanto más profundicen en el sentido de su
propia vocación y misión en la Iglesia, tanto más podrán reconocer el valor
y el carácter insustituible de la vocación y de la misión sacerdotal.
En el ámbito de las comunidades diocesanas y parroquiales hay que apreciar y
promover aquellos grupos vocacionales, cuyos miembros ofrecen su ayuda de
oración y de sufrimiento por las vocaciones sacerdotales y religiosas, así
como su apoyo moral y material.
También hay que mencionar aquí a los numerosos grupos, movimientos y
asociaciones de fieles laicos que el Espíritu Santo hace surgir y crecer en
la Iglesia, con vistas a una presencia cristiana más misionera en el mundo.
Estas diversas agrupaciones de laicos están resultando un campo
particularmente fértil para el nacimiento de vocaciones consagradas y son
ambientes propicios de oferta y crecimiento vocacional. En efecto, no pocos
jóvenes, precisamente en el ambiente de estas agrupaciones y gracias a
ellas, han sentido la llamada del Señor a seguirlo en el camino del
sacerdocio ministerial y han respondido a ella con generosidad[120]. Por
consiguiente, hay que valorarlas para que, en comunión con toda la Iglesia y
para el crecimiento de ésta, presten su colaboración específica al
desarrollo de la pastoral vocacional.
Los diversos integrantes y miembros de la Iglesia comprometidos en la
pastoral vocacional harán tanto más eficaz su trabajo, cuanto más estimulen
a la comunidad eclesial como tal —empezando por la parroquia-— para que
sientan que el problema de las vocaciones sacerdotales no puede ser
encomendado en exclusiva a unos «encargados» (los sacerdotes en general, los
sacerdotes del Seminario en particular), pues, por tratarse de «un problema
vital que está en el corazón mismo de la Iglesia»[121], debe hallarse en el
centro del amor que todo cristiano tiene a la misma.
CAPÍTULO V
INSTITUYÓ DOCE PARA QUE ESTUVIERAN CON ÉL
Formación de los candidatos al sacerdocio
Vivir, como los apóstoles, en el seguimiento de Cristo
42. «Subió al monte y llamó a los que él quiso: y vinieron donde él.
Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con
poder de expulsar los demonios» (Mc 3, 13-15).
«Que estuvieran con él». No es difícil entender el significado de estas
palabras, esto es, «el acompañamiento vocacional» de los apóstoles por parte
de Jesús. Después de haberlos llamado y antes de enviarlos, es más, para
poder mandarlos a predicar, Jesús les pide un «tiempo» de formación,
destinado a desarrollar una relación de comunión y de amistad profundas con
Él. Dedica a ellos una catequesis más intensa que al resto de la gente (cf.
Mt 13, 11) y quiere que sean testigos de su oración silenciosa al Padre (cf.
Jn 17, 1-26; Lc 22, 39-45).
En su solicitud por las vocaciones sacerdotales la Iglesia de todos los
tiempos se inspira en el ejemplo de Cristo. Han sido —y en parte lo son
todavía— muy diversas las formas concretas con las que la Iglesia se ha
dedicado a la pastoral vocacional, destinada no sólo a discernir, sino
también a «acompañar» las vocaciones al sacerdocio. Pero el espíritu que
debe animarlas y sostenerlas es idéntico: el de promover al sacerdocio
solamente los que han sido llamados y llevarlos debidamente preparados, esto
es, mediante una respuesta consciente y libre que implica a toda la persona
en su adhesión a Jesucristo, que llama a su intimidad de vida y a participar
en su misión salvífica. En este sentido el Seminario en sus diversas formas
y, de modo análogo, la casa de formación de los sacerdotes religiosos, antes
que ser un lugar o un espacio material, debe ser un ambiente espiritual, un
itinerario de vida, una atmósfera que favorezca y asegure un proceso
formativo, de manera que el que ha sido llamado por Dios al sacerdocio pueda
llegar a ser, con el sacramento del Orden, una imagen viva de Jesucristo,
Cabeza y Pastor de la Iglesia. Los Padres sinodales, en su Mensaje final,
han expuesto de forma inmediata y profunda el significado original y
específico de la formación de los candidatos al sacerdocio, diciendo que
«vivir en el seminario, escuela del Evangelio, es vivir en el seguimiento de
Cristo como los apóstoles; es dejarse educar por Él para el servicio del
Padre y de los hombres, bajo la conducción del Espíritu Santo. Más aún, es
dejarse configurar con Cristo, buen Pastor, para un mejor servicio
sacerdotal en la Iglesia y en el mundo. Formarse para el sacerdocio es
aprender a dar una respuesta personal a la pregunta fundamental de Cristo:
"¿Me amas?" (Jn 21, 15). Para el futuro sacerdote, la respuesta no puede ser
sino el don total de su vida»[122].
Se trata pues de encarnar este espíritu —que nunca deberá faltar en la
Iglesia— en las condiciones sociales, psicológicas, políticas y culturales
del mundo actual, tan variadas y complejas, como han puesto de relieve los
Padres sinodales en relación con las Iglesias particulares. Los mismos
Padres, manifestando su grave preocupación, pero también su grande
esperanza, han podido conocer y reflexionar ampliamente sobre el esfuerzo de
búsqueda y actualización de los métodos de formación de los aspirantes al
sacerdocio, puestos en práctica en todas sus Iglesias.
La presente Exhortación intenta recoger el fruto de los trabajos sinodales,
señalando algunos objetivos logrados, mostrando algunas metas
irrenunciables, poniendo a disposición de todos la riqueza de experiencias y
de procesos formativos experimentados ya en modo positivo. En esta
Exhortación se exponen separadamente la formación «inicial» y la formación
«permanente», pero sin olvidar nunca la profunda relación que tienen entre
sí y que debe hacer de las dos un solo proyecto orgánico de vida cristiana y
sacerdotal. La Exhortación trata sobre las diversas dimensiones de la
formación, humana, espiritual, intelectual y pastoral, como también sobre
los ambientes y sobre los responsables de la formación de los candidatos al
sacerdocio.
I. DIMENSIONES DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL
La formación humana, fundamento de toda la formación sacerdotal
43. «Sin una adecuada formación humana, toda la formación sacerdotal estaría
privada de su fundamento necesario»[123]. Esta afirmación de los Padres
sinodales expresa no solamente un dato sugerido diariamente por la razón y
comprobado por la experiencia, sino una exigencia que encuentra sus motivos
más profundos y específicos en la naturaleza misma del presbítero y de su
ministerio.
El presbítero, llamado a ser «imagen viva» de Jesucristo, Cabeza y Pastor de
la Iglesia, debe procurar reflejar en sí mismo, en la medida de lo posible,
aquella perfección humana que brilla en el Hijo de Dios hecho hombre y que
se transparenta con singular eficacia en sus actitudes hacia los demás, tal
como nos las presentan los evangelistas. Además, el ministerio del sacerdote
consiste en anunciar la Palabra, celebrar el Sacramento, guiar en la caridad
a la comunidad cristiana «personificando a Cristo y en su nombre», pero todo
esto dirigiéndose siempre y sólo a hombres concretos: «Todo Sumo Sacerdote
es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo
que se refiere a Dios» (Heb 5, 1). Por esto la formación humana del
sacerdote expresa una particular importancia en relación con los
destinatarios de su misión: precisamente para que su ministerio sea
humanamente lo más creíble y aceptable, es necesario que el sacerdote plasme
su personalidad humana de manera que sirva de puente y no de obstáculo a los
demás en el encuentro con Jesucristo Redentor del hombre; es necesario que,
a ejemplo de Jesús que «conocía lo que hay en el hombre» (Jn 2, 25; cf. 8,
3-11), el sacerdote sea capaz de conocer en profundidad el alma humana,
intuir dificultades y problemas, facilitar el encuentro y el diálogo,
obtener la confianza y colaboración, expresar juicios serenos y objetivos.
Por tanto, no sólo para una justa y necesaria maduración y realización de sí
mismo, sino también con vistas a su ministerio, los futuros presbíteros
deben cultivar una serie de cualidades humanas necesarias para la formación
de personalidades equilibradas, sólidas y libres, capaces de llevar el peso
de las responsabilidades pastorales. Se hace así necesaria la educación a
amar la verdad, la lealtad, el respeto por la persona, el sentido de la
justicia, la fidelidad a la palabra dada, la verdadera compasión, la
coherencia y, en particular, el equilibrio de juicio y de
comportamiento[124]. Un programa sencillo y exigente para esta formación lo
propone el apóstol Pablo a los Filipenses: «Todo cuanto hay de verdadero, de
noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y
cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4, 8). Es interesante
señalar cómo Pablo se presenta a sí mismo como modelo para sus fieles
precisamente en estas cualidades profundamente humanas: «Todo cuanto habéis
aprendido —sigue diciendo— y recibido y oído y visto en mí, ponedlo por
obra» (Flp 4, 9).
De particular importancia es la capacidad de relacionarse con los demás,
elemento verdaderamente esencial para quien ha sido llamado a ser
responsable de una comunidad y «hombre de comunión». Esto exige que el
sacerdote no sea arrogante ni polémico, sino afable, hospitalario, sincero
en sus palabras y en su corazón[125], prudente y discreto, generoso y
disponible para el servicio, capaz de ofrecer personalmente y de suscitar en
todos relaciones leales y fraternas, dispuesto a comprender, perdonar y
consolar (cf. 1 Tim 3, 1-5; Tit 1, 7-9). La humanidad de hoy, condenada
frecuentemente a vivir en situaciones de masificación y soledad sobre todo
en las grandes concentraciones urbanas, es sensible cada vez más al valor de
la comunión: éste es hoy uno de los signos más elocuentes y una de las vías
más eficaces del mensaje evangélico.
En dicho contexto se encuadra, como cometido determinante y decisivo, la
formación del candidato al sacerdocio en la madurez afectiva, como resultado
de la educación al amor verdadero y responsable.
44. La madurez afectiva supone ser conscientes del puesto central del amor
en la existencia humana. En realidad, como señalé en la encíclica Redemptor
hominis, «el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un
ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el
amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace
propio, si no participa en él vivamente»[126].
Se trata de un amor que compromete a toda la persona, a nivel físico,
psíquico y espiritual, y que se expresa mediante el significado «esponsal»
del cuerpo humano, gracias al cual una persona se entrega a otra y la acoge.
La educación sexual bien entendida tiende a la comprensión y realización de
esta verdad del amor humano. Es necesario constatar una situación social y
cultural difundida que «"banaliza" en gran parte la sexualidad humana,
porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida,
relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta»[127]. Con
frecuencia las mismas situaciones familiares, de las que proceden las
vocaciones sacerdotales, presentan al respecto no pocas carencias y a veces
incluso graves desequilibrios.
En un contexto tal se hace más difícil, pero también más urgente, una
educación en la sexualidad que sea verdadera y plenamente personal y que,
por ello, favorezca la estima y el amor a la castidad, como «virtud que
desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y
promover el "significado esponsal" del cuerpo»[128].
Ahora bien, la educación para el amor responsable y la madurez afectiva de
la persona son muy necesarias para quien, como el presbítero, está llamado
al celibato, o sea, a ofrecer, con la gracia del Espíritu y con la respuesta
libre de la propia voluntad, la totalidad de su amor y de su solicitud a
Jesucristo y a la Iglesia. A la vista del compromiso del celibato, la
madurez afectiva ha de saber incluir, dentro de las relaciones humanas de
serena amistad y profunda fraternidad, un gran amor, vivo y personal, a
Jesucristo. Como han escrito los Padres sinodales, «al educar para la
madurez afectiva, es de máxima importancia el amor a Jesucristo, que se
prolonga en una entrega universal. Así, el candidato llamado al celibato,
encontrará en la madurez afectiva una base firme para vivir la castidad con
fidelidad y alegría»[129].
Puesto que el carisma del celibato, aun cuando es auténtico y probado, deja
intactas las inclinaciones de la afectividad y los impulsos del instinto,
los candidatos al sacerdocio necesitan una madurez afectiva que capacite a
la prudencia, a la renuncia a todo lo que pueda ponerla en peligro, a la
vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, a la estima y respeto en las
relaciones interpersonales con hombres y mujeres. Una ayuda valiosa podrá
hallarse en una adecuada educación para la verdadera amistad, a semejanza de
los vínculos de afecto fraterno que Cristo mismo vivió en su vida (cf. Jn
11, 5).
La madurez humana, y en particular la afectiva, exigen una formación clara y
sólida para una libertad, que se presenta como obediencia convencida y
cordial a la «verdad» del propio ser, al significado de la propia
existencia, o sea, al «don sincero de sí mismo», como camino y contenido
fundamental de la auténtica realización personal[130]. Entendida así, la
libertad exige que la persona sea verdaderamente dueña de sí misma, decidida
a combatir y superar las diversas formas de egoísmo e individualismo que
acechan a la vida de cada uno, dispuesta a abrirse a los demás, generosa en
la entrega y en el servicio al prójimo. Esto es importante para la respuesta
que se ha de dar a la vocación, y en particular a la sacerdotal, y para ser
fieles a la misma y a los compromisos que lleva consigo, incluso en los
momentos difíciles. En este proceso educativo hacia una madura libertad
responsable puede ser de gran ayuda la vida comunitaria del Seminario[131].
Íntimamente relacionada con la formación para la libertad responsable está
también la educación de la conciencia moral; la cual, al requerir desde la
intimidad del propio «yo» la obediencia a las obligaciones morales, descubre
el sentido profundo de esa obediencia, a saber, ser una respuesta consciente
y libre —y, por tanto, por amor— a las exigencias de Dios y de su amor. «La
madurez humana del sacerdote —afirman los Padres sinodales— debe incluir
especialmente la formación de su conciencia. En efecto, el candidato, para
poder cumplir sus obligaciones con Dios y con la Iglesia y guiar con
sabiduría las conciencias de los fieles, debe habituarse a escuchar la voz
de Dios, que le habla en su corazón, y adherirse con amor y firmeza a su
voluntad»[132].
La formación espiritual: en comunión con Dios y a la búsqueda de Cristo
45. La misma formación humana, si se desarrolla en el contexto de una
antropología que abarca toda la verdad sobre el hombre, se abre y se
completa en la formación espiritual. Todo hombre, creado por Dios y redimido
con la sangre de Cristo, está llamado a ser regenerado «por el agua y el
Espíritu» (cf. Jn 3, 5) y a ser «hijo en el Hijo». En este designio eficaz
de Dios está el fundamento de la dimensión constitutivamente religiosa del
ser humano, intuida y reconocida también por la simple razón: el hombre está
abierto a lo trascendente, a lo absoluto; posee un corazón que está inquieto
hasta que no descanse en el Señor[133].
De esta exigencia religiosa fundamental e irrenunciable arranca y se
desarrolla el proceso educativo de una vida espiritual entendida como
relación y comunión con Dios. Según la revelación y la experiencia
cristiana, la formación espiritual posee la originalidad inconfundible que
proviene de la «novedad» evangélica. En efecto, «es obra del Espíritu y
empeña a la persona en su totalidad; introduce en la comunión profunda con
Jesucristo, buen Pastor; conduce a una sumisión de toda la vida al Espíritu,
en una actitud filial respecto al Padre y en una adhesión confiada a la
Iglesia. Ella se arraiga en la experiencia de la cruz para poder llevar, en
comunión profunda, a la plenitud del misterio pascual»[134].
Como se ve, se trata de una formación espiritual común a todos los fieles,
pero que requiere ser estructurada según los significados y características
que derivan de la identidad del presbítero y de su ministerio. Así como para
todo fiel la formación espiritual debe ser central y unificadora en su ser y
en su vida de cristiano, o sea, de criatura nueva en Cristo que camina en el
Espíritu, de la misma manera, para todo presbítero la formación espiritual
constituye el centro vital que unifica y vivifica su ser sacerdote y su
ejercer el sacerdocio. En este sentido, los Padres del Sínodo afirman que
«sin la formación espiritual, la formación pastoral estaría privada de
fundamento»[135] y que la formación espiritual constituye «un elemento de
máxima importancia en la educación sacerdotal»[136].
El contenido esencial de la formación espiritual, dentro del itinerario bien
preciso hacia el sacerdocio, está expresado en el decreto conciliar Optatam
totius: «La formación espiritual... debe darse de tal forma que los alumnos
aprendan a vivir en trato familiar y asiduo con el Padre por su Hijo
Jesucristo en el Espíritu Santo. Habiendo de configurarse a Cristo Sacerdote
por la sagrada ordenación, habitúense a unirse a Él, como amigos, con el
consorcio íntimo de toda su vida. Vivan el misterio pascual de Cristo de tal
manera que sepan iniciar en él al pueblo que ha de encomendárseles.
Enséñeseles a buscar a Cristo en la fiel meditación de la Palabra de Dios,
en la activa comunicación con los sacrosantos misterios de la Iglesia, sobre
todo en la Eucaristía y el Oficio divino; en el Obispo, que los envía, y en
los hombres a quienes son enviados, principalmente en los pobres, los niños,
los enfermos, los pecadores y los incrédulos. Amen y veneren con filial
confianza a la Santísima Virgen María, a la que Cristo, muriendo en la cruz,
entregó como madre al discípulo»[137].
46. El texto conciliar merece una meditación detenida y amorosa, de la que
fácilmente se pueden sacar algunos valores y exigencias fundamentales del
camino espiritual del candidato al sacerdocio.
Se requiere, ante todo, el valor y la exigencia de «vivir íntimamente
unidos» a Jesucristo. La unión con el Señor Jesús, fundada en el Bautismo y
alimentada con la Eucaristía, exige que sea expresada en la vida de cada
día, renovándola radicalmente. La comunión íntima con la Santísima Trinidad,
o sea, la vida nueva de la gracia que hace hijos de Dios, constituye la
«novedad» del creyente: una novedad que abarca el ser y el actuar.
Constituye el «misterio» de la existencia cristiana que está bajo el influjo
del Espíritu; en consecuencia, debe encarnar el «ethos» de la vida del
cristiano. Jesús nos ha enseñado este maravilloso contenido de la vida
cristiana, que es también el centro de la vida espiritual, con la alegoría
de la vid y los sarmientos: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el
viñador... Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento
no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco
vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El
que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí
no podéis hacer nada» (Jn 15, 1. 4-5).
Cierto que, en la cultura actual, no faltan valores espirituales y
religiosos, y el hombre —a pesar de toda apariencia contraria— sigue siendo
incansablemente un hambriento y sediento de Dios. Pero con frecuencia la
religión cristiana corre el peligro de ser considerada como una religión
entre tantas o quedar reducida a una pura ética social al servicio del
hombre. En efecto, no siempre aparece su inquietante novedad en la historia:
es «misterio»; es el acontecimiento del Hijo de Dios que se hace hombre y da
a cuantos lo acogen el «poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12); es el
anuncio, más aún, el don de una alianza personal de amor y de vida de Dios
con el hombre. Los futuros sacerdotes solamente podrán comunicar a los demás
este anuncio sorprendente y gratificante si, a través de una adecuada
formación espiritual, logran el conocimiento profundo y la experiencia
creciente de este «misterio» (cf. 1 Jn 1, 1-4).
El texto conciliar, aun consciente de la absoluta trascendencia del misterio
cristiano, relaciona la íntima comunión de los futuros presbíteros con Jesús
con una forma de amistad. No es ésta una pretensión absurda del hombre. Es
simplemente el don inestimable de Cristo, que dice a sus apóstoles: «No os
llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os
he llamado amigos, porque todo lo que oído a mi Padre os lo he dado a
conocer» (Jn 15, 15).
El texto conciliar prosigue indicando un segundo gran valor espiritual: la
búsqueda de Jesús. «Enséñeseles a buscar a Cristo». Es éste, junto al
quaerere Deum, un tema clásico de la espiritualidad cristiana, que encuentra
su aplicación específica precisamente en el contexto de la vocación de los
apóstoles. Juan, cuando nos narra el seguimiento por parte de los dos
primeros discípulos, muestra el lugar que ocupa esta «búsqueda». Es el mismo
Jesús el que pregunta: «¿Qué buscáis?» Y los dos responden: «Rabbí... ¿Dónde
vives?» Sigue el evangelista: «Les respondió: "Venid y lo veréis". Fueron,
pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día» (Jn 1, 37-39). En
cierto modo la vida espiritual del que se prepara al sacerdocio está
dominada por esta búsqueda: por ella y por el «encuentro» con el Maestro,
para seguirlo, para estar en comunión con Él. También en el ministerio y en
la vida sacerdotal deberá continuar esta «búsqueda», pues es inagotable el
misterio de la imitación y participación en la vida de Cristo. Así como
también deberá continuar este «encontrar» al Maestro, para poder mostrarlo a
los demás y, mejor aún, para suscitar en los demás el deseo de buscar al
Maestro. Pero esto es realmente posible si se propone a los demás una
«experiencia» de vida, una experiencia que vale la pena compartir. Éste ha
sido el camino seguido por Andrés para llevar a su hermano Simón a Jesús:
Andrés, escribe el evangelista Juan, «se encuentra primeramente con su
hermano Simón y le dice: "Hemos encontrado al Mesías" —que quiere decir
Cristo—. Y le llevó donde Jesús» (Jn 1, 41-42). Y así también Simón es
llamado —como apóstol— al seguimiento de Cristo: «Jesús, al verlo, le dijo:
"Tú eres Simón, el hijo de Juan; en adelante te llamarás Cefas" —que quiere
decir, "Pedro"—» (Jn 1, 42).
Pero, ¿qué significa, en la vida espiritual, buscar a Cristo? y ¿dónde
encontrarlo? «Maestro, ¿dónde vives?» El decreto conciliar Optatam totius
parece indicar un triple camino: la meditación fiel de la palabra de Dios,
la participación activa en los sagrados misterios de la Iglesia, el servicio
de la caridad a los «más pequeños». Se trata de tres grandes valores y
exigencias que nos delimitan ulteriormente el contenido de la formación
espiritual del candidato al sacerdocio.
47. Elemento esencial de la formación espiritual es la lectura meditada y
orante de la Palabra de Dios (lectio divina); es la escucha humilde y llena
de amor que se hace elocuente. En efecto, a la luz y con la fuerza de la
Palabra de Dios es como puede descubrirse, comprenderse, amarse y seguirse
la propia vocación; y también cumplirse la propia misión, hasta tal punto
que toda la existencia encuentra su significado unitario y radical en ser el
fin de la Palabra de Dios que llama al hombre, y el principio de la palabra
del hombre que responde a Dios. La familiaridad con la Palabra de Dios
facilitará el itinerario de la conversión, no solamente en el sentido de
apartarse del mal para adherirse al bien, sino también en el sentido de
alimentar en el corazón los pensamientos de Dios, de forma que la fe, como
respuesta a la Palabra, se convierta en el nuevo criterio de juicio y
valoración de los hombres y de las cosas, de los acontecimientos y
problemas.
Pero es necesario acercarse y escuchar la Palabra de Dios tal como es, pues
hace encontrar a Dios mismo, a Dios que habla al hombre; hace encontrar a
Cristo, el Verbo de Dios, la Verdad que a la vez es Camino y Vida (cf. Jn
14, 6). Se trata de leer las «escrituras» escuchando las «palabras», la
«Palabra» de Dios, como nos recuerda el Concilio: «La Sagrada Escritura
contiene la Palabra de Dios, y en cuanto inspirada es realmente Palabra de
Dios»[138]. Y el mismo Concilio: «En esta revelación Dios invisible (cf. Col
1, 15; 1 Tim 1,17), movido de amor, habla a los hombres como a amigos (cf.
Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y
recibirlos en su compañía»[139].
El conocimiento amoroso y la familiaridad orante con la Palabra de Dios
revisten un significado específico en el ministerio profético del sacerdote,
para cuyo cumplimiento adecuado son una condición imprescindible,
principalmente en el contexto de la «nueva evangelización», a la que hoy la
Iglesia está llamada. El Concilio exhorta: «Todos los clérigos,
especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al
ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura
para no volverse "predicadores vacíos de la palabra, que no la escucha por
dentro" (San Agustín, Serm. 179, 1: PL 38, 966)»[140].
La forma primera y fundamental de respuesta a la Palabra es la oración, que
constituye sin duda un valor y una exigencia primarios de la formación
espiritual. Ésta debe llevar a los candidatos al sacerdocio a conocer y
experimentar el sentido auténtico de la oración cristiana, el de ser un
encuentro vivo y personal con el Padre por medio del Hijo unigénito bajo la
acción del Espíritu; un diálogo que participa en el coloquio filial que
Jesús tiene con el Padre. Un aspecto, ciertamente no secundario, de la
misión del sacerdote es el de ser «maestro de oración». Pero el sacerdote
solamente podrá formar a los demás en la escuela de Jesús orante, si él
mismo se ha formado y continúa formándose en la misma escuela. Esto es lo
que piden los hombres al sacerdote: «El sacerdote es el hombre de Dios, el
que pertenece a Dios y hace pensar en Dios. Cuando la Carta a los Hebreos
habla de Cristo, lo presenta como un Sumo Sacerdote "misericordioso y fiel
en lo que toca a Dios" (Heb 2, 17)... Los cristianos esperan encontrar en el
sacerdote no sólo un hombre que los acoja, que los escuche con gusto y les
muestre una sincera amistad, sino también y sobre todo un hombre que les
ayude a mirar a Dios, a subir hacia Él. Es preciso, pues, que el sacerdote
esté formado en una profunda intimidad con Dios. Los que se preparan para el
sacerdocio deben comprender que todo el valor de su vida sacerdotal
dependerá del don de sí mismos que sepan hacer a Cristo y, por medio de
Cristo, al Padre»[141].
En un contexto de agitación y bullicio como el de nuestra sociedad, un
elemento pedagógico necesario para la oración es la educación en el
significado humano profundo y en el valor religioso del silencio, como
atmósfera espiritual indispensable para percibir la presencia de Dios y
dejarse conquistar por ella (cf. 1 Re 19, 11ss.).
48. El culmen de la oración cristiana es la Eucaristía, que a su vez es «la
cumbre y la fuente» de los Sacramentos y de la Liturgia de las Horas. Para
la formación espiritual de todo cristiano, y en especial de todo sacerdote,
es muy necesaria la educación litúrgica, en el sentido pleno de una
inserción vital en el misterio pascual de Jesucristo, muerto y resucitado,
presente y operante en los sacramentos de la Iglesia. La comunión con Dios,
soporte de toda la vida espiritual, es un don y un fruto de los sacramentos;
y al mismo tiempo es un deber y una responsabilidad que los sacramentos
confían a la libertad del creyente, para que viva esa comunión en las
decisiones, opciones, actitudes y acciones de su existencia diaria. En este
sentido, la «gracia» que hace «nueva» la vida cristiana es la gracia de
Jesucristo muerto y resucitado, que sigue derramando su Espíritu santo y
santificador en los sacramentos; igualmente la «ley nueva», que debe ser
guía y norma de la existencia del cristiano, está escrita por los
sacramentos en el «corazón nuevo». Y es ley de caridad para con Dios y los
hermanos, como respuesta y prolongación del amor de Dios al hombre,
significada y comunicada por los sacramentos. Se entiende el valor de esta
participación «plena, consciente y activa»[142] en las celebraciones
sacramentales, gracias al don y acción de aquella «caridad pastoral» que
constituye el alma del ministerio sacerdotal.
Esto se aplica sobre todo a la participación en la Eucaristía, memorial de
la muerte sacrificial de Cristo y de su gloriosa resurrección, «sacramento
de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad»[143], banquete pascual en el
que «Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma
se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura»[144]. Ahora
bien, los sacerdotes, por su condición de ministros de las cosas sagradas,
son sobre todo los ministros del Sacrificio de la Misa[145]: su papel es
totalmente insustituible, porque sin sacerdote no puede haber sacrificio
eucarístico.
Esto explica la importancia esencial de la Eucaristía para la vida y el
ministerio sacerdotal y, por tanto, para la formación espiritual de los
candidatos al sacerdocio. Con gran sencillez y buscando la máxima concreción
deseo repetir que «es necesario que los seminaristas participen diariamente
en la celebración eucarística, de forma que luego tomen como regla de su
vida sacerdotal la celebración diaria. Además, han de ser educados a
considerar la celebración eucarística como el momento esencial de su
jornada, en el que participarán activamente, sin contentarse nunca con una
asistencia meramente habitual. Fórmese también a los aspirantes al
sacerdocio según aquellas actitudes íntimas que la Eucaristía fomenta: la
gratitud por los bienes recibidos del cielo, ya que la Eucaristía significa
acción de gracias; la actitud donante, que los lleve a unir su entrega
personal al ofrecimiento eucarístico de Cristo; la caridad, alimentada por
un sacramento que es signo de unidad y de participación; el deseo de
contemplación y adoración ante Cristo realmente presente bajo las especies
eucarísticas»[146].
Es necesario y también urgente invitar a redescubrir, en la formación
espiritual, la belleza y la alegría del Sacramento de la Penitencia. En una
cultura en la que, con nuevas y sutiles formas de autojustificación, se
corre el riesgo de perder el «sentido del pecado» y, en consecuencia, la
alegría consoladora del perdón (cf. Sal 51, 14) y del encuentro con Dios
«rico en misericordia» (Ef 2, 4), urge educar a los futuros presbíteros en
la virtud de la penitencia, alimentada con sabiduría por la Iglesia en sus
celebraciones y en los tiempos del año litúrgico, y que encuentra su
plenitud en el sacramento de la Reconciliación. De aquí provienen el
significado de la ascesis y de la disciplina interior, el espíritu de
sacrificio y de renuncia, la aceptación de la fatiga y de la cruz. Se trata
de elementos de la vida espiritual, que con frecuencia se presentan
particularmente difíciles para muchos candidatos al sacerdocio,
acostumbrados a condiciones de vida de relativa comodidad y bienestar, y
menos propensos y sensibles a estos elementos a causa de modelos de
comportamiento e ideales presentados por los medios de comunicación social,
incluso en los países donde las condiciones de vida son más pobres y la
situación de los jóvenes más austera. Por esta razón, pero sobre todo para
poner en práctica —a ejemplo de Cristo, buen Pastor— «la donación radical de
sí mismo» propia del sacerdote, los Padres sinodales señalan que «es
necesario inculcar el sentido de la cruz, que es el centro del misterio
pascual. Gracias a esta identificación con Cristo crucificado, como siervo,
el mundo puede volver a encontrar el valor de la austeridad, del dolor y
también del martirio, dentro de la actual cultura imbuida de secularismo,
codicia y hedonismo»[147].
49. La formación espiritual comporta también buscar a Cristo en los hombres.
En efecto, la vida espiritual, es vida interior, vida de intimidad con Dios,
vida de oración y contemplación. Pero del encuentro con Dios y con su amor
de Padre de todos, nace precisamente la exigencia indeclinable del encuentro
con el prójimo, de la propia entrega a los demás, en el servicio humilde y
desinteresado que Jesús ha propuesto a todos como programa de vida en el
lavatorio de los pies a los apóstoles: «Os he dado ejemplo, para que también
vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 15).
La formación de la propia entrega generosa y gratuita, favorecida también
por la vida comunitaria seguida en la preparación al sacerdocio, representa
una condición irrenunciable para quien está llamado a hacerse epifanía y
transparencia del buen Pastor, que da la vida (cf. Jn 10, 11.15). Bajo este
aspecto la formación espiritual tiene y debe desarrollar su dimensión
pastoral o caritativa intrínseca, y puede servirse útilmente de una justa
—profunda y tierna, a la vez— devoción al Corazón de Cristo, como han
indicado los Padres del Sínodo: «Formar a los futuros sacerdotes en la
espiritualidad del Corazón del Señor supone llevar una vida que corresponda
al amor y al afecto de Cristo, Sacerdote y buen Pastor: a su amor al Padre
en el Espíritu Santo, a su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su
vida»[148].
Por tanto, el sacerdote es el hombre de la caridad y está llamado a educar a
los demás en la imitación de Cristo y en el mandamiento nuevo del amor
fraterno (cf. Jn 15, 12). Pero esto exige que él mismo se deje educar
continuamente por el Espíritu en la caridad del Señor. En este sentido, la
preparación al sacerdocio tiene que incluir una seria formación en la
caridad, en particular en el amor preferencial por los «pobres», en los
cuales, mediante la fe, descubre la presencia de Jesús (cf. Mt 25, 40) y en
el amor misericordioso por los pecadores.
En la perspectiva de la caridad, que consiste en el don de sí mismo por
amor, encuentra su lugar en la formación espiritual del futuro sacerdote la
educación en la obediencia, en el celibato y en la pobreza[149]. En este
sentido invitaba el Concilio: «Entiendan con toda claridad los alumnos que
su destino no es el mando ni son los honores, sino la entrega total al
servicio de Dios y al ministerio pastoral. Con singular cuidado edúqueseles
en la obediencia sacerdotal, en el tenor de vida pobre y en el espíritu de
la propia abnegación, de suerte que se habitúen a renunciar con prontitud a
las cosas que, aun siendo lícitas, no convienen, y a asemejarse a Cristo
crucificado»[150].
50. La formación espiritual de quien es llamado a vivir el celibato debe
dedicar una atención particular a preparar al futuro sacerdote para conocer,
estimar, amar y vivir el celibato en su verdadera naturaleza y en su
verdadera finalidad, y, por tanto, en sus motivaciones evangélicas,
espirituales y pastorales. Presupuesto y contenido de esta preparación es la
virtud de la castidad, que determina todas las relaciones humanas y lleva a
experimentar y manifestar... un amor sincero, humano, fraterno, personal y
capaz de sacrificios, siguiendo el ejemplo de Cristo, con todos y con cada
uno»[151].
El celibato de los sacerdotes reviste a la castidad con algunas
características de las cuales ellos, «renunciando a la sociedad conyugal por
el reino de los cielos (cf. Mt 19, 12), se unen al Señor con un amor
indiviso, que está íntimamente en consonancia con el Nuevo Testamento; dan
testimonio de la resurrección en el siglo futuro (cf. Lc 20, 36) y tienen a
mano una ayuda importantísima para el ejercicio continuo de aquella perfecta
caridad que les capacita para hacerse todo a todos en su ministerio
sacerdotal»[152]. En este sentido el celibato sacerdotal no se puede
considerar simplemente como una norma jurídica ni como una condición
totalmente extrínseca para ser admitidos a la ordenación, sino como un valor
profundamente ligado con la sagrada Ordenación, que configura a Jesucristo,
buen Pastor y Esposo de la Iglesia, y, por tanto, como la opción de un amor
más grande e indiviso a Cristo y a su Iglesia, con la disponibilidad plena y
gozosa del corazón para el ministerio pastoral. El celibato ha de ser
considerado como una gracia especial, como un don que «no todos
entienden..., sino sólo aquéllos a quienes se les ha concedido» (Mt 19, 11).
Ciertamente es una gracia que no dispensa de la respuesta consciente y libre
por parte de quien la recibe, sino que la exige con una fuerza especial.
Este carisma del Espíritu lleva consigo también la gracia para que el que lo
recibe permanezca fiel durante toda su vida y cumpla con generosidad y
alegría los compromisos correspondientes. En la formación del celibato
sacerdotal deberá asegurarse la conciencia del «don precioso de Dios»[153],
que llevará a la oración y la vigilancia para que el don sea protegido de
todo aquello que pueda amenazarlo.
Viviendo su celibato el sacerdote podrá ejercer mejor su ministerio en el
pueblo de Dios. En particular, dando testimonio del valor evangélico de la
virginidad, podrá ayudar a los esposos cristianos a vivir en plenitud el
«gran sacramento» del amor de Cristo Esposo hacia la Iglesia su esposa, así
como su fidelidad en el celibato servirá también de ayuda para la fidelidad
de los esposos[154].
La importancia y delicadeza de la preparación al celibato sacerdotal,
especialmente en las situaciones sociales y culturales actuales, han llevado
a los Padres sinodales a una serie de cuestiones, cuya validez permanente
está confirmada por la sabiduría de la madre Iglesia. Las propongo
autorizadamente como criterios que deben seguirse en la formación de la
castidad en el celibato: «Los Obispos, junto con los rectores y directores
espirituales de los seminarios, establezcan principios, ofrezcan criterios y
proporcionen ayudas para el discernimiento en esta materia. Son de máxima
importancia para la formación de la castidad en el celibato la solicitud del
Obispo y la vida fraterna entre los sacerdotes. En el seminario, o sea, en
su programa de formación, debe presentarse el celibato con claridad, sin
ninguna ambigüedad y de forma positiva. El seminarista debe tener un
adecuado grado de madurez psíquica y sexual, así como una vida asidua y
auténtica de oración, y debe ponerse bajo la dirección de un padre
espiritual. El director espiritual debe ayudar al seminarista para que
llegue a una decisión madura y libre, que esté fundada en la estima de la
amistad sacerdotal y de la autodisciplina, como también en la aceptación de
la soledad y en un correcto estado personal físico y psicológico. Para ello
los seminaristas deben conocer bien la doctrina del Concilio Vaticano II, la
encíclica Sacerdotalis caelibatus y la Instrucción para la formación del
celibato sacerdotal, publicada por la Congregación para la Educación
Católica en 1974. Para que el seminarista pueda abrazar con libre decisión
el celibato por el Reino de los cielos, es necesario que conozca la
naturaleza cristiana y verdaderamente humana, y el fin de la sexualidad en
el matrimonio y en el celibato. También es necesario instruir y educar a los
fieles laicos sobre las motivaciones evangélicas, espirituales y pastorales
propias del celibato sacerdotal, de modo que ayuden a los presbíteros con la
amistad, comprensión y colaboración»[155].
Formación intelectual: inteligencia de la fe
51. La formación intelectual, aun teniendo su propio carácter específico, se
relaciona profundamente con la formación humana y espiritual, constituyendo
con ellas un elemento necesario; en efecto, es como una exigencia
insustituible de la inteligencia con la que el hombre, participando de la
luz de la inteligencia divina, trata de conseguir una sabiduría que, a su
vez, se abre y avanza al conocimiento de Dios y a su adhesión[156].
La formación intelectual de los candidatos al sacerdocio encuentra su
justificación específica en la naturaleza misma del ministerio ordenado y
manifiesta su urgencia actual ante el reto de la nueva evangelización a la
que el Señor llama a su Iglesia a las puertas del tercer milenio. «Si todo
cristiano —afirman los Padres sinodales— debe estar dispuesto a defender la
fe y a dar razón de la esperanza que vive en nosotros (cf. 1 Pe 3, 15),
mucho más los candidatos al sacerdocio y los presbíteros deben cuidar
diligentemente el valor de la formación intelectual en la educación y en la
actividad pastoral, dado que, para la salvación de los hermanos y hermanas,
deben buscar un conocimiento más profundo de los misterios divinos»[157].
Además, la situación actual, marcada gravemente por la indiferencia
religiosa y por una difundida desconfianza en la verdadera capacidad de la
razón para alcanzar la verdad objetiva y universal, así como por los
problemas y nuevos interrogantes provocados por los descubrimientos
científicos y tecnológicos, exige un excelente nivel de formación
intelectual, que haga a los sacerdotes capaces de anunciar —precisamente en
ese contexto— el inmutable Evangelio de Cristo y hacerlo creíble frente a
las legítimas exigencias de la razón huma na. Añádase, además, que el actual
fenómeno del pluralismo, acentuado más que nunca en el ámbito no sólo de la
sociedad humana sino también de la misma comunidad eclesial, requiere una
aptitud especial para el discernimiento crítico: es un motivo ulterior que
demuestra la necesidad de una formación intelectual más sólida que nunca.
Esta exigencia «pastoral» de la formación intelectual confirma cuanto se ha
dicho ya sobre la unidad del proceso educativo en sus varias dimensiones. La
dedicación al estudio, que ocupa una buena parte de la vida de quien se
prepara al sacerdocio, no es precisamente un elemento extrínseco y
secundario de su crecimiento humano, cristiano, espiritual y vocacional; en
realidad, a través del estudio, sobre todo de la teología, el futuro
sacerdote se adhiere a la palabra de Dios, crece en su vida espiritual y se
dispone a realizar su ministerio pastoral. Es ésta la finalidad múltiple y
unitaria del estudio teológico indicada por el Concilio[158] y propuesta
nuevamente por el Instrumentum laboris del Sínodo con las siguientes
palabras: «Para que pueda ser pastoralmente eficaz, la formación intelectual
debe integrarse en un camino espiritual marcado por la experiencia personal
de Dios, de tal manera que se pueda superar una pura ciencia nocionística y
llegar a aquella inteligencia del corazón que sabe "ver" primero y es capaz
después de comunicar el misterio de Dios a los hermanos»[159].
52. Un momento esencial de la formación intelectual es el estudio de la
filosofía, que lleva a un conocimiento y a una interpretación más profundos
de la persona, de su libertad, de sus relaciones con el mundo y con Dios.
Ello es muy urgente, no sólo por la relación que existe entre los argumentos
filosóficos y los misterios de la salvación estudiados en teología a la luz
superior de la fe[160], sino también frente a una situación cultural muy
difundida, que exalta el subjetivismo como criterio y medida de la verdad.
Sólo una sana filosofía puede ayudar a los candidatos al sacerdocio a
desarrollar una conciencia refleja de la relación constitutiva que existe
entre el espíritu humano y la verdad, la cual se nos revela plenamente en
Jesucristo. Tampoco hay que infravalorar la importancia de la filosofía para
garantizar aquella «certeza de verdad», la única que puede estar en la base
de la entrega personal total a Jesús y a la Iglesia. No es difícil entender
cómo algunas cuestiones muy concretas —como lo son la identidad del
sacerdote y su compromiso apostólico y misionero— están profundamente
ligadas a la cuestión, nada abstracta, de la verdad: si no se está seguro de
la verdad, ¿cómo se podrá poner en juego la propia vida y tener fuerzas para
interpelar seriamente la vida de los demás?
La filosofía ayuda no poco al candidato a enriquecer su formación
intelectual con el «culto de la verdad», es decir, una especie de veneración
amorosa de la verdad, la cual lleva a reconocer que ésta no es creada y
medida por el hombre, sino que es dada al hombre como don por la Verdad
suprema, Dios; que, aun con limitaciones y a veces con dificultades, la
razón humana puede alcanzar la verdad objetiva y universal, incluso la que
se refiere a Dios y al sentido radical de la existencia; y que la fe misma
no puede prescindir de la razón ni del esfuerzo de «pensar» sus contenidos,
como testimoniaba la gran mente de Agustín: «He deseado ver con el
entendimiento aquello que he creído, y he discutido y trabajado mucho»[161].
Para una comprensión más profunda del hombre y de los fenómenos y líneas de
evolución de la sociedad, en orden al ejercicio, «encarnado» lo más posible,
del ministerio pastoral, pueden ser de gran utilidad las llamadas «ciencias
del hombre», como la sociología, la psicología, la pedagogía, la ciencia de
la economía y de la política, y la ciencia de la comunicación social. Aunque
sólo sea en el ámbito muy concreto de las ciencias positivas o descriptivas,
éstas ayudan al futuro sacerdote a prolongar la «contemporaneidad» vivida
por Cristo. «Cristo, decía Pablo VI, se ha hecho contemporáneo a algunos
hombres y ha hablado su lenguaje. La fidelidad a Él requiere que continúe
esta contemporaneidad»[162].
53. La formación intelectual del futuro sacerdote se basa y se construye
sobre todo en el estudio de la sagrada doctrina y de la teología. El valor y
la autenticidad de la formación teológica dependen del respeto escrupuloso
de la naturaleza propia de la teología, que los Padres sinodales han
resumido así: «La verdadera teología proviene de la fe y trata de conducir a
la fe»[163]. Ésta es la concepción que constantemente ha enseñado la Iglesia
católica mediante su Magisterio. Ésta es también la línea seguida por los
grandes teólogos, que enriquecieron el pensamiento de la Iglesia católica a
través de los siglos. Santo Tomás es muy explícito cuando afirma que la fe
es como el habitus de la teología, o sea, su principio operativo
permanente[164], y que «toda la teología está ordenada a alimentar la
fe»[165].
Por tanto, el teólogo es ante todo un creyente, un hombre de fe. Pero es un
creyente que se pregunta sobre su fe (fides quaerens intellectum), que se
pregunta para llegar a una comprensión más profunda de la fe misma. Los dos
aspectos, la fe y la reflexión madura, están profundamente relacionados
entre sí; precisamente su íntima coordinación y compenetración es decisiva
para la verdadera naturaleza de la teología, y, por consiguiente, es
decisiva para los contenidos, modalidades y espíritu según los cuales hay
que elaborar y estudiar la sagrada doctrina.
Además, ya que la fe, punto de partida y de llegada de la teología, opera
una relación personal del creyente con Jesucristo en la Iglesia, la teología
tiene también características cristológicas y eclesiales intrínsecas, que el
candidato al sacerdocio debe asumir conscientemente, no sólo por las
implicaciones que afectan a su vida personal, sino también por aquellas que
afectan a su ministerio pastoral. Por ser la fe aceptación de la Palabra de
Dios, lleva a un «sí» radical del creyente a Jesucristo, Palabra plena y
definitiva de Dios al mundo (cf. Heb 1, 1ss.). Por consiguiente, la
reflexión teológica tiene su centro en la adhesión a Jesucristo, Sabiduría
de Dios. La misma reflexión madura debe considerarse como una participación
de la «mente» de Cristo (cf. 1 Cor 2, 16) en la forma humana de una ciencia
(scientia fidei). Al mismo tiempo la fe introduce al creyente en la Iglesia
y lo hace partícipe de su vida, como comunidad de fe. En consecuencia, la
teología posee una dimensión eclesial, porque es una reflexión madura sobre
la fe de la Iglesia hecha por el teólogo, que es miembro de la Iglesia[166].
Estas perspectivas cristológicas y eclesiales, que son connaturales a la
teología, ayudan a desarrollar en los candidatos al sacerdocio, además del
rigor científico, un grande y vivo amor a Jesucristo y a su Iglesia: este
amor, a la vez que alimenta su vida espiritual, les sirve de pauta para el
ejercicio generoso de su ministerio. Tal era precisamente la intención del
Concilio Vaticano II, cuando pedía la reforma de los estudios eclesiásticos,
mediante una más adecuada estructuración de las diversas disciplinas
filosóficas y teológicas para hacer que «concurran armoniosamente a abrir
cada vez más las inteligencias de los alumnos al misterio de Cristo, que
afecta a toda la humanidad, influye constantemente en la Iglesia y actúa
sobre todo por obra del ministerio sacerdotal»[167].
La formación intelectual teológica y la vida espiritual —en particular la
vida de oración— se encuentran y refuerzan mutuamente, sin quitar por ello
nada a la seriedad de la investigación ni al gusto espiritual de la oración.
San Buenaventura advierte: «Nadie crea que le baste la lectura sin la
unción, la especulación sin la devoción, la búsqueda sin el asombro, la
observación sin el júbilo, la actividad sin la piedad, la ciencia sin la
caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia divina,
la investigación sin la sabiduría de la inspiración sobrenatural»[168].
54. La formación teológica es una tarea sumamente compleja y comprometida.
Ella debe llevar al candidato al sacerdocio a poseer una visión completa y
unitaria de las verdades reveladas por Dios en Jesucristo y de la
experiencia de fe de la Iglesia; de ahí la doble exigencia de conocer
«todas» las verdades cristianas y conocerlas de manera orgánica, sin hacer
selecciones arbitrarias. Esto exige ayudar al alumno a elaborar una síntesis
que sea fruto de las aportaciones de las diversas disciplinas teológicas,
cuyo carácter específico alcanza auténtico valor sólo en la profunda
coordinación de todas ellas.
En su reflexión madura sobre la fe, la teología se mueve en dos direcciones.
La primera es la del estudio de la Palabra de Dios: la palabra escrita en el
Libro sagrado, celebrada y transmitida en la Tradición viva de la Iglesia e
interpretada auténticamente por su Magisterio. De aquí el estudio de la
Sagrada Escritura, «la cual debe ser como el alma de toda la teología»[169]:
de los Padres de la Iglesia y de la liturgia, de la historia eclesiástica,
de las declaraciones del Magisterio. La segunda dirección es la del hombre,
interlocutor de Dios: el hombre llamado a «creer», a «vivir» y a «comunicar»
a los demás la fides y el ethos cristiano. De aquí el estudio de la
dogmática, de la teología moral, de la teología espiritual, del derecho
canónico y de la teología pastoral.
La referencia al hombre creyente lleva la teología a dedicar una particular
atención, por un lado, a las consecuencias fundamentales y permanentes de la
relación fe-razón; por otro, a algunas exigencias más relacionadas con la
situación social y cultural de hoy. Bajo el primer punto de vista se sitúa
el estudio de la teología fundamental, que tiene como objeto el hecho de la
revelación cristiana y su transmisión en la Iglesia. En la segunda
perspectiva se colocan aquellas disciplinas que han tenido y tienen un
desarrollo más decisivo como respuestas a problemas hoy intensamente
vividos, como por ejemplo el estudio de la doctrina social de la Iglesia,
que «pertenece al ámbito... de la teología y especialmente de la teología
moral»[170], y que es uno de los «componentes esenciales» de la «nueva
evangelización», de la que es instrumento[171]; igualmente el estudio de la
misión, del ecumenismo, del judaísmo, del Islam y de otras religiones no
cristianas.
55. La formación teológica actual debe prestar particular atención a algunos
problemas que no pocas veces suscitan dificultades, tensiones,
desorientación en la vida de la Iglesia. Piénsese en la relación entre las
declaraciones del Magisterio y las discusiones teológicas; relación que no
siempre se desarrolla como debería ser, o sea, en la perspectiva de la
colaboración. Ciertamente «el Magisterio vivo de la Iglesia y la teología
—aun desempeñado funciones diversas— tienen en definitiva el mismo fin:
mantener al Pueblo de Dios en la verdad que hace libres y hacer de él la
"luz de las naciones". Dicho servicio a la comunidad eclesial pone en
relación recíproca al teólogo con el Magisterio. Este último enseña
auténticamente la doctrina de los Apóstoles y, sacando provecho del trabajo
teológico, replica a las objeciones y deformaciones de la fe, proponiendo
además, con la autoridad recibida de Jesucristo, nuevas profundizaciones,
explicitaciones y aplicaciones de la doctrina revelada. La teología, en
cambio, adquiere, de modo reflejo, una comprensión cada vez más profunda de
la Palabra de Dios, contenida en la Escritura y transmitida fielmente por la
Tradición viva de la Iglesia bajo la guía del Magisterio, a la vez que se
esfuerza por aclarar esta enseñanza de la Revelación frente a las instancias
de la razón y le da una forma orgánica y sistemática»[172]. Pero cuando, por
una serie de motivos, disminuye esta colaboración, es preciso no prestarse a
equívocos y confusiones, sabiendo distinguir cuidadosamente «la doctrina
común de la Iglesia, de las opiniones de los teólogos y de las tendencias
que se desvanecen con el pasar del tiempo (las llamadas "modas")»[173]. No
existe un magisterio «paralelo», porque el único magisterio es el de Pedro y
los apóstoles, el del Papa y los Obispos[174].
Otro problema, que se da principalmente donde los estudios seminarísticos
están encomendados a instituciones académicas, se refiere a la relación
entre el rigor científico de la teología y su aplicación pastoral, y, por
tanto, la naturaleza pastoral de la teología. En realidad, se trata de dos
características de la teología y de su enseñanza que no sólo no se oponen
entre sí, sino que coinciden, aunque sea bajo aspectos diversos, en el plano
de una más completa «inteligencia de la fe». En efecto, el caracter pastoral
de la teología no significa que ésta sea menos doctrinal o incluso que esté
privada de su carácter científico; por el contrario, significa que prepara a
los futuros sacerdotes para anunciar el mensaje evangélico a través de los
medios culturales de su tiempo y a plantear la acción pastoral según una
auténtica visión teológica. Y así, por un lado, un estudio respetuoso del
carácter rigurosamente científico de cada una de las disciplinas teológicas
contribuirá a la formación más completa y profunda del pastor de almas como
maestro de la fe; por otro lado, una adecuada sensibilidad en su aplicación
pastoral hará que sea el estudio serio y científico de la teología
verdaderamente formativo para los futuros presbíteros.
Un problema ulterior nace de la exigencia —hoy intensamente sentida— de la
evangelización de las culturas y de la inculturación del mensaje de la fe.
Es éste un problema eminentemente pastoral, que debe ser incluido con mayor
amplitud y particular sensibilidad en la formación de los candidatos al
sacerdocio: «En las actuales circunstancias, en que en algunas regiones del
mundo la religión cristiana se considera como algo extraño a las culturas,
tanto antiguas como modernas, es de gran importancia que en toda la
formación intelectual y humana se considere necesaria y esencial la
dimensión de la inculturación[175]. Pero esto exige previamente una teología
auténtica, inspirada en los principios católicos sobre esa inculturación.
Estos principios se relacionan con el misterio de la encarnación del Verbo
de Dios y con la antropología cristiana e iluminan el sentido auténtico de
la inculturación; ésta, ante las culturas más dispares y a veces
contrapuestas, presentes en las distintas partes del mundo, quiere ser una
obediencia al mandato de Cristo de predicar el Evangelio a todas las gentes
hasta los últimos confines de la tierra. Esta obediencia no significa
sincretismo, ni simple adaptación del anuncio evangélico, sino que el
Evangelio penetra vitalmente en las culturas, se encarna en ellas, superando
sus elementos culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana y
elevando sus valores al misterio de la salvación, que proviene de
Cristo[176]. El problema de esta inculturación puede tener un interés
específico cuando los candidatos al sacerdocio provienen de culturas
autóctonas; entonces, necesitarán métodos adecuados de formación, sea para
superar el peligro de ser menos exigentes y desarrollar una educación más
débil de los valores humanos, cristianos y sacerdotales, sea para
revalorizar los elementos buenos y auténticos de sus culturas y
tradiciones»[177].
56. Siguiendo las enseñanzas y orientaciones del Concilio Vaticano II y las
normas de aplicación de la Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis,
ha tenido lugar en la Iglesia una amplia actualización de la enseñanza de
las disciplinas filosóficas y, sobre todo, teológicas en los seminarios. Aun
necesitando en algunos casos ulteriores enmiendas o desarrollos, esta
actualización ha contribuido en su conjunto a destacar cada vez más el
proyecto educativo en el ámbito de la formación intelectual. A este
respecto, «los Padres sinodales han afirmado de nuevo, con frecuencia y
claridad, la necesidad —más aún, la urgencia-— de que se aplique en los
seminarios y en las casas de formación el plan fundamental de estudios,
tanto el universal como el de cada nación o Conferencia episcopal»[178].
Es necesario contrarrestar decididamente la tendencia a reducir la seriedad
y el esfuerzo en los estudios, que se deja sentir en algunos ambientes
eclesiales, como consecuencia de una preparación básica insuficiente y con
lagunas en los alumnos que comienzan el período filosófico y teológico. Esta
misma situación contemporánea exige cada vez más maestros que estén
realmente a la altura de la complejidad de los tiempos y sean capaces de
afrontar, con competencia, claridad y profundidad los interrogantes vitales
del hombre de hoy, a los que sólo el Evangelio de Jesús da la plena y
definitiva respuesta.
La formación pastoral: comunicar la caridad de Jesucristo, buen Pastor
57. Toda la formación de los candidatos al sacerdocio está orientada a
prepararlos de una manera específica para comunicar la caridad de Cristo,
buen Pastor. Por tanto, esta formación, en sus diversos aspectos, debe tener
un carácter esencialmente pastoral. Lo afirma claramente el decreto
conciliar Optatam totius, refiriéndose a los seminarios mayores: «La
educación de los alumnos debe tender a la formación de verdaderos pastores
de las almas, a ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y
Pastor. Por consiguiente, deben prepararse para el ministerio de la Palabra:
para comprender cada vez mejor la palabra revelada por Dios, poseerla con la
meditación y expresarla con la palabra y la conducta; deben prepararse para
el ministerio del culto y de la santificación, a fin de que, orando y
celebrando las sagradas funciones litúrgicas, ejerzan la obra de salvación
por medio del sacrificio eucarístico y los sacramentos; deben prepararse
para el ministerio del Pastor: para que sepan representar delante de los
hombres a Cristo, que "no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida
para redención del mundo" (Mc 10, 45; cf. Jn 13, 12-17), y, hechos
servidores de todos, ganar a muchos (cf. 1 Cor 9,19)»[179].
El texto conciliar insiste en la profunda coordinación que hay entre los
diversos aspectos de la formación humana, espiritual e intelectual; y, al
mismo tiempo, en su finalidad pastoral específica. En este sentido, la
finalidad pastoral asegura a la formación humana, espiritual e intelectual
algunos contenidos y características concretas, a la vez que unifica y
determina toda la formación de los futuros sacerdotes.
Como cualquier otra formación, también la formación pastoral se desarrolla
mediante la reflexión madura y la aplicación práctica, y tiene sus raíces
profundas en un espíritu que es el soporte y la fuerza impulsora y de
desarrollo de todo.
Por tanto, es necesario el estudio de una verdadera y propia disciplina
teológica: la teología pastoral o práctica, que es una reflexión científica
sobre la Iglesia en su vida diaria, con la fuerza del Espíritu, a través de
la historia; una reflexión, sobre la Iglesia como «sacramento universal de
salvación»[180], como signo e instrumento vivo de la salvación de Jesucristo
en la Palabra, en los Sacramentos y en el servicio de la caridad. La
pastoral no es solamente un arte ni un conjunto de exhortaciones,
experiencias y métodos; posee una categoría teológica plena, porque recibe
de la fe los principios y criterios de la acción pastoral de la Iglesia en
la historia, de una Iglesia que «engendra» cada día a la Iglesia misma,
según la feliz expresión de San Beda el Venerable: «Nam et Ecclesia quotidie
gignit Ecclesiam»[181]. Entre estos principios y criterios se encuentra
aquel especialmente importante del discernimiento evangélico sobre la
situación sociocultural y eclesial, en cuyo ámbito se desarrolla la acción
pastoral.
El estudio de la teología pastoral debe iluminar la aplicación práctica
mediante la entrega y algunos servicios pastorales, que los candidatos al
sacerdocio deben realizar, de manera progresiva y siempre en armonía con las
demás tareas formativas; se trata de «experiencias» pastorales, que han de
confluir en un verdadero «aprendizaje pastoral», que puede durar incluso
algún tiempo y que requiere una verificación de manera metódica.
Mas el estudio y la actividad pastoral se apoyan en una fuente interior, que
la formación deberá custodiar y valorizar: se trata de la comunión cada vez
más profunda con la caridad pastoral de Jesús, la cual, así como ha sido el
principio y fuerza de su acción salvífica, también, gracias a la efusión del
Espíritu Santo en el sacramento del Orden, debe ser principio y fuerza del
ministerio del presbítero. Se trata de una formación destinada no sólo a
asegurar una competencia pastoral científica y una preparación práctica,
sino también, y sobre todo, a garantizar el crecimiento de un modo de estar
en comunión con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, buen Pastor:
«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2, 5).
58. Entendida así, la formación pastoral no puede reducirse a un simple
aprendizaje, dirigido a familiarizarse con una técnica pastoral. El proyecto
educativo del seminario se encarga de una verdadera y propia iniciación en
la sensibilidad del pastor, a asumir de manera consciente y madura sus
responsabilidades, en el hábito interior de valorar los problemas y
establecer las prioridades y los medios de solución, fundados siempre en
claras motivaciones de fe y según las exigencias teológicas de la pastoral
misma.
A través de la experiencia inicial y progresiva en el ministerio, los
futuros sacerdotes podrán ser introducidos en la tradición pastoral viva de
su Iglesia particular; aprenderán a abrir el horizonte de su mente y de su
corazón a la dimensión misionera de la vida eclesial; se ejercitarán en
algunas formas iniciales de colaboración entre sí y con los presbíteros a
los cuales serán enviados. En estos últimos recae —en coordinación con el
programa del seminario— una responsabilidad educativa pastoral de no poca
importancia.
En la elección de los lugares y servicios adecuados para la experiencia
pastoral se debe prestar especial atención a la parroquia[182], célula vital
de dichas experiencias sectoriales y especializadas, en la que los
candidatos al sacerdocio se encontrarán frente a los problemas inherentes a
su futuro ministerio. Los Padres sinodales han propuesto una serie de
ejemplos concretos, como la visita a los enfermos, la atención a los
emigrantes, exiliados y nómadas, el celo de la caridad que se traduce en
diversas obras sociales. En particular dicen: «Es necesario que el
presbítero sea testigo de la caridad de Cristo mismo que «pasó haciendo el
bien» (Hch 10, 38); el presbítero debe ser también el signo visíble de la
solicitud de la Iglesia, que es Madre y Maestra. Y puesto que el hombre de
hoy está afectado por tantas desgracias, especialmente los que viven
sometidos a una pobreza inhumana, a la violencia ciega o al poder abusivo,
es necesario que el hombre de Dios, bien preparado para toda obra buena (cf.
2 Tim 3, 17), reivindique los derechos y la dignidad del hombre. Pero evite
adherirse a falsas ideologías y olvidar, cuando trata de promover el bien,
que el mundo es redimido sólo por la cruz de Cristo»[183].
El conjunto de estas y de otras actividades pastorales educa al futuro
sacerdote a vivir como «servicio» la propia misión de «autoridad» en la
comunidad, alejándose de toda actitud de superioridad o ejercicio de un
poder que no esté siempre y exclusivamente justificado por la caridad
pastoral.
Para una adecuada formación es necesario que las diversas experiencias de
los candidatos al sacerdocio asuman un claro carácter «ministerial», siempre
en íntima conexión con todas las exigencias propias de la preparación al
presbiterado y (por supuesto, sin menoscabo del estudio) relacionadas con el
triple servicio de la Palabra, del culto y de presidir la comunidad. Estos
servicios pueden ser la traducción concreta de los ministerios del
Lectorado, Acolitado y Diaconado.
59. Ya que la actividad pastoral está destinada por su naturaleza a animar
la Iglesia, que es esencialmente «misterio», «comunión», y «misión», la
formación pastoral deberá conocer y vivir estas dimensiones eclesiales en el
ejercicio del ministerio.
Es fundamental el ser conscientes de que la Iglesia es «misterio», obra
divina, fruto del Espíritu de Cristo, signo eficaz de la gracia, presencia
de la Trinidad en la comunidad cristiana; esta conciencia, a la vez que no
disminuirá el sentido de responsabilidad propio del pastor, lo convencerá de
que el crecimiento de la Iglesia es obra gratuita del Espíritu y que su
servicio —encomendado por la misma gracia divina a la libre responsabilidad
humana— es el servicio evangélico del «siervo inútil» (cf. Lc 17, 10).
En segundo lugar, la conciencia de la Iglesia como «comunión» ayudará al
candidato al sacerdocio a realizar una pastoral comunitaria, en colaboración
cordial con los diversos agentes eclesiales: sacerdotes y Obispo, sacerdotes
diocesanos y religiosos, sacerdotes y laicos. Pero esta colaboración supone
el conocimiento y la estima de los diversos dones y carismas, de las
diversas vocaciones y responsabilidades que el Espíritu ofrece y confía a
los miembros del Cuerpo de Cristo; requiere un sentido vivo y preciso de la
propia identidad y de la de las demás personas en la Iglesia; exige mutua
confianza, paciencia, dulzura, capacidad de comprensión y de espera; se basa
sobre todo en un amor a la Iglesia más grande que el amor a sí mismos y a
las agrupaciones a las cuales se pertenece. Es especialmente importante
preparar a los futuros sacerdotes para la colaboración con los laicos.
«Oigan de buen grado —dice el Concilio— a los laicos, considerando
fraternalmente sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los
diversos campos de la actividad humana, a fin de que, juntamente con ellos,
puedan conocer los signos de los tiempos»[184]. El Sínodo ha insistido
también en la atención pastoral a los laicos: «Es necesario que el alumno
sea capaz de proponer y ayudar a vivir a los fieles laicos, especialmente
los jóvenes, las diversas vocaciones (matrimonio, servicios sociales,
apostolado, ministerios y responsabilidades en las actividades pastorales,
vida consagrada, dirección de la vida política y social, investigación
científica, enseñanza). Sobre todo es necesario enseñar y ayudar a los
laicos en su vocación de impregnar y transformar el mundo con la luz del
Evangelio, reconociendo su propio cometido y respetándolo»[185].
Por último, la conciencia de la Iglesia como comunión «misionera» ayudará al
candidato al sacerdocio a amar y vivir la dimensión misionera esencial de la
Iglesia y de las diversas actividades pastorales; a estar abierto y
disponible para todas las posibilidades ofrecidas hoy para el anuncio del
Evangelio, sin olvidar la valiosa ayuda que pueden y deben dar al respecto
los medios de comunicación social[186]; y a prepararse para un ministerio
que podrá exigirle la disponibilidad concreta al Espíritu Santo y al Obispo
para ser enviado a predicar el Evangelio fuera de su país[187].
II. AMBIENTES PROPIOS DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL
La comunidad formativa del Seminario mayor
60. La necesidad del Seminario mayor —y de una análoga Casa religiosa de
formación— para la preparación de los candidatos al sacerdocio, como fue
afirmada categóricamente por el Concilio Vaticano II[188], ha sido reiterada
por el Sínodo con estas palabras: «La institución del Seminario mayor, como
lugar óptimo de formación, debe ser confirmada como ambiente normal, incluso
material, de una vida comunitaria y jerárquica, es más, como casa propia
para la formación de los candidatos al sacerdocio, con superiores
verdaderamente consagrados a esta tarea. Esta institución ha dado muchísimos
frutos a través de los siglos y continúa dándolos en todo el mundo»[189].
El seminario, que representa como un tiempo y un espacio geográfico, es
sobre todo una comunidad educativa en camino: la comunidad promovida por el
Obispo para ofrecer, a quien es llamado por el Señor para el servicio
apostólico, la posibilidad de revivir la experiencia formativa que el Señor
dedicó a los Doce. En realidad, los Evangelios nos presentan la vida de
trato íntimo y prolongado con Jesús como condición necesaria para el
ministerio apostólico. Esa vida exige a los Doce llevar a cabo, de un modo
particularmente claro y específico, el desprendimiento —propuesto en cierta
medida a todos los discípulos— del ambiente de origen, del trabajo habitual,
de los afectos más queridos (cf. Mc 1,16-20; 10, 28; Lc 9, 11. 27-28; 9,
57-62; 14, 25-27). Se ha citado varias veces la narración de Marcos, que
subraya la relación profunda que une a los apóstoles con Cristo y entre sí;
antes de ser enviados a predicar y curar, son llamados «para que estuvieran
con él» (Mc 3, 14).
La identidad profunda del seminario es ser, a su manera, una continuación en
la Iglesia de la íntima comunidad apostólica formada en torno a Jesús, en la
escucha de su Palabra, en camino hacia la experiencia de la Pascua, a la
espera del don del Espíritu para la misión. Esta identidad constituye el
ideal formativo que —en las muy diversas formas y múltiples vicisitudes que
como institución humana ha tenido en la historia— estimula al seminario a
encontrar su realización concreta, fiel a los valores evangélicos en los que
se inspira y capaz de responder a las situaciones y necesidades de los
tiempos.
El seminario es, en sí mismo, una experiencia original de la vida de la
Iglesia; en él el Obispo se hace presente a través del ministerio del rector
y del servicio de corresponsabilidad y de comunión con los demás educadores,
para el crecimiento pastoral y apostólico de los alumnos. Los diversos
miembros de la comunidad del seminario, reunidos por el Espíritu en una sola
fraternidad, colaboran, cada uno según su propio don, al crecimiento de
todos en la fe y en la caridad, para que se preparen adecuadamente al
sacerdocio y por tanto a prolongar en la Iglesia y en la historia la
presencia redentora de Jesucristo, el buen Pastor.
Incluso desde un punto de vista humano, el Seminario mayor debe tratar de
ser «una comunidad estructurada por una profunda amistad y caridad, de modo
que pueda ser considerada una verdadera familia que vive en la
alegría»[190]. Desde un punto de vista cristiano, el Seminario debe
configurarse —continúan los Padres sinodales—, como «comunidad eclesial»,
como «comunidad de discípulos del Señor, en la que se celebra una misma
liturgia (que impregna la vida del espíritu de oración), formada cada día en
la lectura y meditación de la Palabra de Dios y con el sacramento de la
Eucaristía, en el ejercicio de la caridad fraterna y de la justicia; una
comunidad en la que, en el progreso de la vida comunitaria y en la vida de
cada miembro, resplandezcan el Espíritu de Cristo y el amor a la
Iglesia»[191]. Confirmando y desarrollando concretamente esta esencial
dimensión eclesial del Seminario, los Padres sinodales afirman: «como
comunidad eclesial, sea diocesana o interdiocesana, o también religiosa, el
Seminario debe alimentar el sentido de comunión de los candidatos con su
Obispo y con su Presbiterio, de modo que participen en su esperanza y en sus
angustias, y sepan extender esta apertura a las necesidades de la Iglesia
universal»[192].
Es esencial para la formación de los candidatos al sacerdocio y al
ministerio pastoral —eclesial por naturaleza— que se viva en el Seminario no
de un modo extrínseco y superficial, como si fuera un simple lugar de
habitación y de estudio, sino de un modo interior y profundo: como una
comunidad específicamente eclesial, una comunidad que revive la experiencia
del grupo de los Doce unidos a Jesús[193].
61. El Seminario es, por tanto, una comunidad eclesial educativa, más aún,
es una especial comunidad educativa. Y lo que determina su fisonomía es el
fin específico, o sea, el acompañamiento vocacional de los futuros
sacerdotes, y por tanto el discernimiento de la vocación, la ayuda para
corresponder a ella y la preparación para recibir el sacramento del Orden
con las gracias y responsabilidades propias, por las que el sacerdote se
configura con Jesucristo, Cabeza y Pastor, y se prepara y compromete para
compartir su misión de salvación en la Iglesia y en el mundo.
En cuanto comunidad educativa, toda la vida del Seminario, en sus más
diversas expresiones, está intensamente dedicada a la formación humana,
espiritual, intelectual y pastoral de los futuros presbíteros; se trata de
una formación que, aun teniendo tantos aspectos comunes con la formación
humana y cristiana de todos los miembros de la Iglesia, presenta contenidos,
modalidades y características que nacen de manera específica de la finalidad
que se persigue, esto es, de preparar al sacerdocio.
Ahora bien, los contenidos y formas de la labor educativa exigen que el
Seminario tenga definido su propio plan, o sea, un programa de vida que se
caracterice tanto por ser orgánico-unitario, como por su sintonía o
correspondencia con el único fin que justifica la existencia del Seminario:
la preparación de los futuros presbíteros.
En este sentido, escriben los Padres sinodales: «en cuanto comunidad
educativa, (el Seminario) está al servicio de un programa claramente
definido que, como nota característica, tenga la unidad de dirección,
manifestada en la figura del Rector y sus colaboradores, en la coherencia de
toda la ordenación de la vida y actividad formativa y de las exigencias
fundamentales de la vida comunitaria, que lleva consigo también aspectos
esenciales de la labor de formación. Este programa debe estar al servicio
—sin titubeos ni vaguedades— de la finalidad específica, la única que
justifica la existencia del Seminario, a saber, la formación de los futuros
presbíteros, pastores de la Iglesia[194]. Y para que la programación sea
verdaderamente adecuada y eficaz, es preciso que las grandes líneas del
programa se traduzcan más concretamente y al detalle, mediante algunas
normas particulares destinadas a ordenar la vida comunitaria, estableciendo
determinados instrumentos y algunos ritmos temporales precisos.
Otro aspecto que hay que subrayar aquí es la labor educativa que, por su
naturaleza, es el acompañamiento de estas personas históricas y concretas
que caminan hacia la opción y la adhesión a determinados ideales de vida.
Precisamente por esto la labor educativa debe saber conciliar armónicamente
la propuesta clara de la meta que se quiere alcanzar, la exigencia de
caminar con seriedad hacia ella, la atención al «viandante», es decir al
sujeto concreto empeñado en esta aventura y, consiguientemente, a una serie
de situaciones, problemas, dificultades, ritmos diversos de andadura y de
crecimiento. Esto exige una sabia elasticidad, que no significa precisamente
transigir ni sobre los valores ni sobre el compromiso consciente y libre,
sino que quiere decir amor verdadero y respeto sincero a las condiciones
totalmente personales de quien camina hacia el sacerdocio. Esto vale no sólo
respecto a cada una de las personas, sino también en relación con los
diversos contextos sociales y culturales en los que se desenvuelven los
Seminarios y con la diversa historia que cada uno de ellos tienen. En este
sentido la obra educativa exige una constante renovación. Por ello, los
Padres sinodales han subrayado también con fuerza, en relación con la
configuración de los Seminarios: «Salva la validez de las formas clásicas
del Seminario, el Sínodo desea que continúe el trabajo de consulta de las
Conferencias Episcopales sobre las necesidades actuales de la formación,
como se mandaba en el decreto Optatam totius (n. 1) y en el Sínodo de 1967.
Revísense oportunamente las Rationes de cada nación o rito, ya sea con
ocasión de las consultas hechas por las Conferencias Episcopales, ya sea en
las visitas apostólicas a los Seminarios de las diversas naciones, para
integrar en ellas diversos modelos comprobados de formación, que respondan a
las necesidades de los pueblos de cultura así llamada indígena, de las
vocaciones de adultos, de las vocaciones misioneras, etc».[195]
62. La finalidad y la forma educativa específica del Seminario mayor exige
que los candidatos al sacerdocio entren en él con alguna preparación previa.
Esta preparación no creaba —al menos hasta hace algún decenio— problemas
particulares, ya que los aspirantes provenían habitualmente de los
Seminarios menores y la vida cristiana de las comunidades eclesiales ofrecía
con facilidad a todos indistintamente una discreta instrucción y educación
cristiana.
La situación en muchos lugares ha cambiado bastante. En efecto, se da una
fuerte discrepancia entre el estilo de vida y la preparación básica, de los
chicos, adolescentes y jóvenes —aunque sean cristianos e incluso
comprometidos en la vida de la Iglesia—, por un lado, y, por otro, el estilo
de vida del Seminario y sus exigencias formativas. En este punto, en
comunión con los Padres sinodales, pido que haya un período adecuado de
preparación que preceda la formación del Seminario: «Es útil que haya un
período de preparación humana, cristiana, intelectual y espiritual para los
candidatos al Seminario mayor. Estos candidatos deben tener determinadas
cualidades: la recta intención, un grado suficiente de madurez humana, un
conocimiento bastante amplio de la doctrina de la fe, alguna introducción a
los métodos de oración y costumbres conformes con la tradición cristiana.
Tengan también las aptitudes propias de sus regiones, mediante las cuales se
expresa el esfuerzo de encontrar a Dios y la fe (cf. Evangelii nuntiandi,
48)[196].
«Un conocimiento bastante amplio de la doctrina de la fe», de que hablan los
Padres sinodales, se exige igualmente antes de la teología, pues no se puede
desarrollar una «intelligentia fidei» si no se conoce la «fides» en su
contenido. Una tal laguna podrá ser más fácilmente colmada mediante el
próximo Catecismo universal.
Mientras que, por una parte, se hace común el convencimiento de la necesidad
de esta preparación previa al Seminario mayor, por otra, se da diversa
valoración de sus contenidos y características, o sea: si la finalidad
prioritaria ha de ser la formación espiritual para el discernimiento
vocacional, o la formación intelectual o cultural. Además, no pueden
olvidarse las muchas y profundas diversidades que existen, no sólo en
relación con cada uno de los candidatos, sino también en relación con las
varias regiones y países. Esto aconseja una fase todavía de estudio y
experimentación, para que puedan definirse de una manera más oportuna y
detallada los diversos elementos de esta preparación previa o «período
propedéutico»: tiempo, lugar, forma, temas de este período, que desde luego
han de estar en coordinación con los años sucesivos de la formación en el
Seminario.
En este sentido, asumo y propongo a la Congregación para la Educación
Católica la petición hecha por los Padres sinodales: «El Sínodo pide que la
Congregación para la Educación Católica recoja todas las informaciones sobre
las primeras experiencias ya hechas o que se están haciendo. En su momento,
la Congregación comunique a las Conferencias Episcopales las informaciones
sobre este tema»[197].
El Seminario menor y otras formas de acompañamiento vocacional
63. Como demuestra una larga experiencia, la vocación sacerdotal tiene, con
frecuencia, un primer momento de manifestación en los años de la
preadolescencia o en los primerísimos años de la juventud. E incluso en
quienes deciden su ingreso en el Seminario más adelante, no es raro
constatar la presencia de la llamada de Dios en períodos muy anteriores. La
historia de la Iglesia es un testimonio continuo de llamadas que el Señor
hace en edad tierna todavía. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, explica la
predilección de Jesús hacia el apóstol Juan «por su tierna edad» y saca de
ahí la siguiente conclusión: «esto nos da a entender cómo ama Dios de modo
especial a aquellos que se entregan a su servicio desde la primera
juventud»[198].
La Iglesia, con la institución de los Seminarios menores, toma bajo su
especial cuidado, discerniendo y acompañando, estos brotes de vocación
sembrados en los corazones de los muchachos. En varias partes del mundo
estos Seminarios continúan desarrollando una preciosa labor educativa,
dirigida a custodiar y desarrollar los brotes de vocación sacerdotal, para
que los alumnos la puedan reconocer más fácilmente y se hagan más capaces de
corresponder a ella. Su propuesta educativa tiende a favorecer oportuna y
gradualmente aquella formación humana, cultural y espiritual que llevará al
joven a iniciar el camino en el Seminario mayor con una base adecuada y
sólida.
Prepararse «a seguir a Cristo Redentor con espíritu de generosidad y pureza
de intención»: éste es el fin del Seminario menor indicado por el Concilio
en el decreto Optatam totius, donde se describe de la siguiente forma su
carácter educativo: los alumnos «bajo la dirección paterna de sus
superiores, secundada por la oportuna cooperación de los padres, lleven un
género de vida que se avenga bien con la edad, espíritu y evolución de los
adolescentes, y se adapte de lleno a las normas de la sana psicología, sin
dejar a un lado la razonable experiencia de las cosas humanas y el trato con
la propia familia»[199].
El Seminario menor podrá ser también en la diócesis un punto de referencia
de la pastoral vocacional, con oportunas formas de acogida y oferta de
informaciones para aquellos adolescentes que están en búsqueda de la
vocación o que, decididos ya a seguirla, se ven obligados a retrasar el
ingreso en el Seminario por diversas circunstancias, familiares o escolares.
64. Donde no se dé la posibilidad de tener el Seminario menor -—«necesario y
muy útil en muchas regiones»— es preciso crear otras «instituciones»[200],
como podrían ser los grupos vocacionales para adolescentes y jóvenes. Aunque
no sean permanentes, estos grupos podrán ofrecer en un ambiente comunitario
una guía sistemática para el análisis y el crecimiento vocacional. Incluso
viviendo en familia y frecuentando la comunidad cristiana que les ayude en
su camino formativo, estos muchachos y estos jóvenes no deben ser dejados
solos. Ellos tienen necesidad de un grupo particular o de una comunidad de
referencia en la que apoyarse para seguir el itinerario vocacional concreto
que el don del Espíritu Santo ha comenzado en ellos.
Como siempre ha sucedido en la historia de la Iglesia, y con alguna
característica de esperanzadora novedad y frecuencia en las actuales
circunstancias, se constata el fenómeno de vocaciones sacerdotales que se
dan en la edad adulta, después de una más o menos larga experiencia de vida
laical y de compromiso profesional. No siempre es posible, y con frecuencia
no es ni siquiera conveniente, invitar a los adultos a seguir el itinerario
educativo del Seminario mayor. Se debe más bien programar, después de un
cuidadoso discernimiento sobre la autenticidad de estas vocaciones,
cualquier forma específica de acompañamiento formativo, de modo que se
asegure, mediante adaptaciones oportunas, la necesaria formación espiritual
e intelectual[201]. Una adecuada relación con los otros aspirantes al
sacerdocio y los períodos de presencia en la comunidad del Seminario mayor,
podrán garantizar la inserción plena de estas vocaciones en el único
presbiterio, y su íntima y cordial comunión con el mismo.
III. PROTAGONISTAS DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL
La Iglesia y el Obispo
65. Puesto que la formación de los aspirantes al sacerdocio pertenece a la
pastoral vocacional de la Iglesia, se debe decir que la Iglesia como tal es
el sujeto comunitario que tiene la gracia y la responsabilidad de acompañar
a cuantos el Señor llama a ser sus ministros en el sacerdocio.
En este sentido, la lectura del misterio de la Iglesia nos ayuda a precisar
mejor el puesto y la misión que sus diversos miembros —individualmente y
también como miembros de un cuerpo— tienen en la formación de los aspirantes
al presbiterado.
Ahora bien, la Iglesia es por su propia naturaleza la «memoria», el
«sacramento» de la presencia y de la acción de Jesucristo en medio de
nosotros y para nosotros. A su misión salvadora se debe la llamada al
sacerdocio; y no sólo la llamada, sino también el acompañamiento para que la
persona que se siente llamada pueda reconocer la gracia del Señor y responda
a ella con libertad y con amor. Es el Espíritu de Jesús el que da la luz y
la fuerza en el discernimiento y en el camino vocacional. No hay, por tanto,
auténtica labor formativa para el sacerdocio sin el influjo del Espíritu de
Cristo. Todo formador humano debe ser plenamente consciente de esto. ¿Cómo
no ver una «riqueza» totalmente gratuita y radicalmente eficaz, que tiene su
«peso» decisivo en el trabajo formativo hacia el sacerdocio? ¿Y cómo no
gozar ante la dignidad de todo formador humano, que, en cierto sentido, se
presenta al aspirante al sacerdocio como visible representante de Cristo? Si
la preparación al sacerdocio es esencialmente la formación del futuro pastor
a imagen de Jesucristo, buen Pastor ¿quién mejor que el mismo Jesús,
mediante la infusión de su Espíritu, puede donar y llevar hasta la madurez
aquella caridad pastoral que Él ha vivido hasta el don total de sí mismo
(cf. Jn 15, 13; 10, 11) y que quiere que sea vivida también por todos los
presbíteros?
El primer representante de Cristo en la formación sacerdotal es el Obispo.
Del Obispo, de cada Obispo, se podría afirmar lo que el evangelista Marcos
nos dice en el texto reiteradamente citado: «Llamó a los que él quiso: y
vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para
enviarlos...» (Mc 3, 13-14). En realidad la llamada interior del Espíritu
tiene necesidad de ser reconocida por el Obispo como auténtica llamada. Si
todos pueden «acercarse» al Obispo, porque es Pastor y Padre de todos, lo
pueden de un modo particular sus presbíteros, por la común participación al
mismo sacerdocio y ministerio. El Obispo —dice el Concilio— debe
considerarlos y tratarlos como «hermanos y amigos»[202]. Y esto se puede
decir, por analogía, de cuantos se preparan al sacerdocio. Por lo que se
refiere al «estar con él» —del texto evangélico—, esto es, con el Obispo, es
ya un gran signo de la responsabilidad formativa de éste para con los
aspirantes al sacerdocio el hecho de que los visite con frecuencia y en
cierto modo «esté» con ellos.
La presencia del Obispo tiene un valor particular, no sólo porque ayuda a la
comunidad del Seminario a vivir su inserción en la Iglesia particular y su
comunión con el Pastor que la guía, sino también porque autentifica y
estimula la finalidad pastoral, que constituye lo específico de toda la
formación de los aspirantes al sacerdocio. Sobre todo, con su presencia y
con la co-participación con los aspirantes al sacerdocio de todo cuanto se
refiere a la pastoral de la Iglesia particular, el Obispo contribuye
fundamentalmente a la formación del «sentido de Iglesia», como valor
espiritual y pastoral central en el ejercicio del ministerio sacerdotal.
La comunidad educativa del Seminario
66. La comunidad educativa del Seminario se articula en torno a los diversos
formadores: el rector, el director o padre espiritual, los superiores y los
profesores. Ellos se deben sentir profundamente unidos al Obispo, al que,
con diverso título y de modo distinto representan, y entre ellos debe
existir una comunión y colaboración convencida y cordial. Esta unidad de los
educadores no sólo hace posible una realización adecuada del programa
educativo, sino que también y sobre todo ofrece a los futuros sacerdotes el
ejemplo significativo y el acceso a aquella comunión eclesial que constituye
un valor fundamental de la vida cristiana y del ministerio pastoral.
Es evidente que gran parte de la eficacia formativa depende de la
personalidad madura y recia de los formadores, bajo el punto de visto humano
y evangélico. Por esto son particularmente importantes, por un lado, la
selección cuidada de los formadores y, por otro, el estimularles para que se
hagan cada vez más idóneos para la misión que les ha sido confiada.
Conscientes de que precisamente en la selección y formación de los
formadores radica el porvenir de la preparación de los candidatos al
sacerdocio, los Padres sinodales se han detenido ampliamente a precisar la
identidad de los educadores. En particular, han escrito: «La misión de la
formación de los aspirantes al sacerdocio exige ciertamente no sólo una
preparación especial de los formadores, que sea verdaderamente técnica,
pedagógica, espiritual, humana y teológica, sino también el espíritu de
comunión y colaboración en la unidad para desarrollar el programa, de modo
que siempre se salve la unidad en la acción pastoral del Seminario bajo la
guía del rector. El grupo de formadores dé testimonio de una vida
verdaderamente evangélica y de total entrega al Señor. Es oportuno que tenga
una cierta estabilidad, que resida habitualmente en la comunidad del
Seminario y que esté íntimamente unido al Obispo, como primer responsable de
la formación de los sacerdotes»[203].
Son los Obispos los primeros que deben sentir su grave responsabilidad en la
formación de los encargados de la educación de los futuros presbíteros. Para
este ministerio deben elegirse sacerdotes de vida ejemplar y con
determinadas cualidades: «la madurez humana y espiritual, la experiencia
pastoral, la competencia profesional, la solidez en la propia vocación, la
capacidad de colaboración, la preparación doctrinal en las ciencias humanas
(especialmente la psicología), que son propias de su oficio, y el
conocimiento del estilo peculiar del trabajo en grupo»[204].
Respetando la distinción entre foro interno y externo, la conveniente
libertad para escoger confesores, y la prudencia y discreción del ministerio
del director espiritual, la comunidad presbiteral de los educadores debe
sentirse solidaria en la responsabilidad de educar a los aspirantes al
sacerdocio. A ella, siempre contando con la conjunta valoración del Obispo y
del rector, corresponde en primer lugar la misión de procurar y comprobar la
idoneidad de los aspirantes en lo que se refiere a las dotes espirituales,
humanas e intelectuales, principalmente en cuanto al espíritu de oración,
asimilación profunda de la doctrina de la fe, capacidad de auténtica
fraternidad y carisma del celibato[205].
Teniendo presente —como también lo han recordado los Padres sinodales— las
indicaciones de la Exhortación Christifideles laici[206] y de la Carta
Apostólica Mulieris dignitatem, que advierten la utilidad de un sano influjo
de la espiritualidad laical y del carisma de la feminidad en todo itinerario
educativo, es oportuno contar también —de forma prudente y adaptada a los
diversos contextos culturales— con la colaboración de fieles laicos, hombres
y mujeres, en la labor formativa de los futuros sacerdotes. Habrán de ser
escogidos con particular atención, en el cuadro de las leyes de la Iglesia y
conforme a sus particulares carismas y probadas competencias. De su
colaboración, oportunamente coordenada e integrada en las responsabilidades
educativas primarias de los formadores de los futuros presbíteros, es lícito
esperar buenos frutos para un crecimiento equilibrado del sentido de Iglesia
y para una percepción más exacta de la propia identidad sacerdotal, por
parte de los aspirantes al presbiterado[207].
Los profesores de teología
67. Cuantos introducen y acompañan a los futuros sacerdotes en la sagrada
doctrina mediante la enseñanza teológica tienen una particular
responsabilidad educativa, que con frecuencia —como enseña la experiencia—
es más decisiva que la de los otros educadores, en el desarrollo de la
personalidad presbiteral.
La responsabilidad de los profesores de teología, antes que en la relación
de docencia que deben entablar con los aspirantes al sacerdocio, radica en
la concepción que ellos deben tener de la naturaleza de la teología y del
ministerio sacerdotal, como también en el espíritu y estilo con el que deben
desarrollar su enseñanza teológica. En este sentido, los Padres sinodales
han afirmado justamente que el «teólogo debe ser siempre consciente de que a
su enseñanza no le viene la autoridad de él mismo, sino que debe abrir y
comunicar la inteligencia de la fe últimamente en el nombre del Señor Jesús
y de la Iglesia. Así, el teólogo, aun en el uso de todas las posibilidades
científicas, ejerce su misión por mandato de la Iglesia y colabora con el
Obispo en el oficio de enseñar. Y porque los teólogos y los Obispos están al
servicio de la misma Iglesia en la promoción de la fe, deben desarrollar y
cultivar una confianza recíproca y, con este espíritu, superar también las
tensiones y los conflictos (cf. más ampliamente la Instrucción de la
Congregación para la Doctrina de la Fe sobre La vocación eclesial del
teólogo)»[208].
El profesor de teología, como cualquier otro educador, debe estar en
comunión y colaborar abiertamente con todas las demás personas dedicadas a
la formación de los futuros sacerdotes, y presentar con rigor científico,
generosidad, humildad y entusiasmo su aportación original y cualificada, que
no es sólo la simple comunicación de una doctrina —aunque ésta sea la
doctrina sagrada—, sino que es sobre todo la oferta de la perspectiva que,
en el designio de Dios, unifica todos los diversos saberes humanos y las
diversas expresiones de vida.
En particular, la fuerza específica e incisiva de los profesores de teología
se mide, sobre todo, por ser «hombres de fe y llenos de amor a la Iglesia,
convencidos de que el sujeto adecuado del conocimiento del misterio
cristiano es la Iglesia como tal, persuadidos por tanto de que su misión de
enseñar es un auténtico ministerio eclesial, llenos de sentido pastoral para
discernir no sólo los contenidos, sino también las formas mejores en el
ejercicio de este ministerio. De modo especial, a los profesores se les pide
la plena fidelidad al Magisterio porque enseñan en nombre de la Iglesia y
por esto son testigos de la fe»[209].
Comunidades de origen, asociaciones, movimientos juveniles
68. Las comunidades de las que proviene el aspirante al sacerdocio, aun
teniendo en cuenta la separación que la opción vocacional lleva consigo,
siguen ejerciendo un influjo no indiferente en la formación del futuro
sacerdote. Por eso deben ser conscientes de su parte específica de
responsabilidad.
Recordemos, en primer lugar, a la familia: los padres cristianos, como
también los hermanos, hermanas y otros miembros del núcleo familiar, no
deben nunca intentar llevar al futuro presbítero a los límites estrechos de
una lógica demasiado humana, cuando no mundana, aunque a esto sea un sincero
afecto lo que los impulse (cf. Mc 3, 20-21. 31-35). Al contrario, animados
ellos mismos por el mismo propósito de «cumplir la voluntad de Dios», sepan
acompañar el camino formativo con la oración, el respeto, el buen ejemplo de
las virtudes domésticas y la ayuda espiritual y material, sobre todo en los
momentos difíciles. La experiencia enseña que, en muchos casos, esta ayuda
múltiple ha sido decisiva para el aspirante al sacerdocio. Incluso en el
caso de padres y familiares indiferentes o contrarios a la opción
vocacional, la confrontación clara y serena con la posición del joven y los
incentivos que de ahí se deriven, pueden ser de gran ayuda para que la
vocación sacerdotal madure de un modo más consciente y firme.
En estrecha relación con las familias está la comunidad parroquial: ambas se
unen en el plano de la educación en la fe; además, con frecuencia, la
parroquia, mediante una específica pastoral juvenil y vocacional, ejerce un
papel de suplencia de la familia. Sobre todo, por ser la realización local
más inmediata del misterio de la Iglesia, la parroquia ofrece una aportación
original y particularmente preciosa a la formación del futuro sacerdote. La
comunidad parroquial debe continuar sintiendo como parte viva de sí misma al
joven en camino hacia el sacerdocio, lo debe acompañar con la oración,
acogerlo entrañablemente en los tiempos de vacaciones, respetar y favorecer
la formación de su identidad presbiteral, ofreciéndole ocasiones oportunas y
estímulos vigorosos para probar su vocación a la misión.
También las asociaciones y los movimientos juveniles, signo y confirmación
de la vitalidad que el Espíritu asegura a la Iglesia, pueden y deben
contribuir a la formación de los aspirantes al sacerdocio, en particular de
aquellos que surgen de la experiencia cristiana, espiritual y apostólica de
estas instituciones. Los jóvenes que han recibido su formación de base en
ellas y las tienen como punto de referencia para su experiencia de Iglesia,
no deben sentirse invitados a apartarse de su pasado y cortar las relaciones
con el ambiente que ha contribuido a su decisión vocacional ni tienen por
qué cancelar los rasgos característicos de la espiritualidad que allí
aprendieron y vivieron, en todo aquello que tienen de bueno, edificante y
enriquecedor[210]. También para ellos este ambiente de origen continúa
siendo fuente de ayuda y apoyo en el camino formativo hacia el sacerdocio.
Las oportunidades de educación en la fe y de crecimiento cristiano y
eclesial que el Espíritu ofrece a tantos jóvenes a través de las múltiples
formas de grupos, movimientos y asociaciones de variada inspiración
evangélica, deben ser sentidas y vividas como regalo del espíritu que anima
la institución eclesial y está a su servicio. En efecto, un movimiento o una
espiritualidad particular «no es una estructura alternativa a la
institución. Al contrario, es fuente de una presencia que continuamente
regenera en ella la autenticidad existencial e histórica. Por esto, el
sacerdote debe encontrar en el movimiento eclesial la luz y el calor que lo
hacen ser fiel a su Obispo y dispuesto a los deberes de la institución y
atento a la disciplina eclesiástica, de modo que sea más fértil la vibración
de su fe y el gusto de su fidelidad»[211].
Por tanto, es necesario que, en la nueva comunidad del Seminario —que el
Obispo ha congregado—, los jóvenes provenientes de asociaciones y
movimientos eclesiales aprendan «el respeto a los otros caminos espirituales
y el espíritu de diálogo y cooperación», se atengan con coherencia y
cordialidad a las indicaciones formativas del Obispo y de los educadores del
Seminario, confiándose con actitud sincera a su dirección y a sus
valoraciones[212]. Dicha actitud prepara y, de algún modo, anticipa la
genuina opción presbiteral de servicio a todo el Pueblo de Dios, en la
comunión fraterna del presbiterio y en obediencia al Obispo.
La participación del seminarista y del presbítero diocesano en
espiritualidades particulares o instituciones eclesiales es ciertamente, en
sí misma, un factor beneficioso de crecimiento y de fraternidad sacerdotal.
Pero esta participación no debe obstaculizar sino ayudar el ejercicio del
ministerio y la vida espiritual que son propios del sacerdote diocesano, el
cual «sigue siendo siempre pastor de todo el conjunto. No sólo es el "hombre
permanente", siempre disponible para todos, sino el que va al encuentro de
todos —en particular está a la cabeza de las parroquias— para que todos
descubran en él la acogida que tienen derecho a esperar en la comunidad y en
la Eucaristía que los congrega, sea cual sea su sensibilidad religiosa y su
dedicación pastoral»[213].
El mismo aspirante
69. Por último, no se puede olvidar que el mismo aspirante al sacerdocio es
también protagonista necesario e insustituible de su formación: toda
formación -incluida la sacerdotal es en definitiva una auto-formación. Nadie
nos puede sustituir en la libertad responsable que tenemos cada uno como
persona.
Ciertamente también el futuro sacerdote —él el primero— debe crecer en la
conciencia de que el Protagonista por antonomasia de su formación es el
Espíritu Santo, que, con el don de un corazón nuevo, configura y hace
semejante a Jesucristo, el buen Pastor; en este sentido, el aspirante
fortalecerá de una manera más radical su libertad acogiendo la acción
formativa del Espíritu. Pero acoger esta acción significa también, por parte
del aspirante al sacerdocio, acoger las «mediaciones» humanas de las que el
Espíritu se sirve. Por esto la acción de los varios educadores resulta
verdadera y plenamente eficaz sólo si el futuro sacerdote ofrece su
colaboración personal, convencida y cordial.
CAPÍTULO VI
TE RECOMIENDO QUE REAVIVES EL CARISMA DE DIOS QUE ESTÁ EN TI
Formación permanente de los sacerdotes
Razones teológicas de la formación permanente
70. «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti» (2 Tim 1,
6).
Las palabras del Apóstol al obispo Timoteo se pueden aplicar legítimamente a
la formación permanente a la que están llamados todos los sacerdotes en
razón del «don de Dios» que han recibido con la ordenación sagrada. Ellas
nos ayudan a entender el contenido real y la originalidad inconfundible de
la formación permanente de los presbíteros. También contribuye a ello otro
texto de san Pablo en la otra carta a Timoteo: «No descuides el carisma que
hay en ti, que se te comunicó por intervención profética mediante la
imposición de las manos del colegio de presbíteros. Ocúpate en estas cosas;
vive entregado a ellas para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos.
Vela por ti mismo y por la enseñanza; persevera en estas disposiciones, pues
obrando así, te salvarás a ti mismo y a los que te escuchen» (1 Tim 4,
14-16).
El Apóstol pide a Timoteo que «reavive», o sea, que vuelva a encender el don
divino, como se hace con el fuego bajo las cenizas, en el sentido de
acogerlo y vivirlo sin perder ni olvidar jamás aquella «novedad permanente»
que es propia de todo don de Dios, —que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap
21, 5)— y, consiguientemente, vivirlo en su inmarcesible frescor y belleza
originaria.
Pero este «reavivar» no es sólo el resultado de una tarea confiada a la
responsabilidad personal de Timoteo ni es sólo el resultado de un esfuerzo
de su memoria y de su voluntad. Es el efecto de un dinamismo de la gracia,
intrínseco al don de Dios: es Dios mismo, pues, el que reaviva su propio
don, más aún, el que distribuye toda la extraordinaria riqueza de gracia y
de responsabilidad que en él se encierran.
Con la efusión sacramental del Espíritu Santo que consagra y envía, el
presbítero queda configurado con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia,
y es enviado a ejercer el ministerio pastoral. Y así, al sacerdote, marcado
en su ser de una manera indeleble y para siempre como ministro de Jesús y de
la Iglesia, e inserto en una condición de vida permanente e irreversible, se
le confía un ministerio pastoral que, enraizado en su propio ser y abarcando
toda su existencia, es también permanente. El sacramento del Orden confiere
al sacerdote la gracia sacramental, que lo hace partícipe no sólo del
«poder» y del «ministerio» salvífico de Jesús, sino también de su «amor»; al
mismo tiempo, le asegura todas aquellas gracias actuales que le serán
concedidas cada vez que le sean necesarias y útiles para el digno
cumplimiento del ministerio recibido.
De esta manera, la formación permanente encuentra su propio fundamento y su
razón de ser original en el dinamismo del sacramento del Orden.
Ciertamente no faltan también razones simplemente humanas que han de
impulsar al sacerdote a la formación permanente. Ello es una exigencia de la
realización personal progresiva, pues toda vida es un camino incesante hacia
la madurez y ésta exige la formación continua. Es también una exigencia del
ministerio sacerdotal, visto incluso bajo su naturaleza genérica y común a
las demás profesiones, y por tanto como servicio hecho a los demás; porque
no hay profesión, cargo o trabajo que no exija una continua actualización,
si se quiere estar al día y ser eficaz. La necesidad de «mantener el paso»
con la marcha de la historia es otra razón humana que justifica la formación
permanente.
Pero estas y otras razones quedan asumidas y especificadas por las razones
teológicas que se han recordado y que se pueden profundizar ulteriormente.
El sacramento del Orden, por su naturaleza de «signo», propia de todos los
sacramentos, puede considerarse —como realmente es— Palabra de Dios. Palabra
de Dios que llama y envía es la expresión más profunda de la vocación y de
la misión del sacerdote. Mediante el sacramento del Orden Dios llama 'coram
Ecclesia' al candidato al sacerdocio. El «ven y sígueme» de Jesús encuentra
su proclamación plena y definitiva en la celebración del sacramento de su
Iglesia: se manifiesta y se comunica mediante la voz de la Iglesia, que
resuena en los labios del Obispo que ora e impone las manos. Y el sacerdote
da respuesta, en la fe, a la llamada de Jesús: «vengo y te sigo». Desde este
momento comienza aquella respuesta que, como opción fundamental, deberá
renovarse y reafirmarse continuamente durante los años del sacerdocio en
otras numerosísimas respuestas, enraizadas todas ellas y vivificadas por el
«sí» del Orden sagrado.
En este sentido, se puede hablar de una vocación «en» el sacerdocio. En
realidad, Dios sigue llamando y enviando, revelando su designio salvífico en
el desarrollo histórico de la vida del sacerdote y de las vicisitudes de la
Iglesia y de la sociedad. Y precisamente en esta perspectiva emerge el
significado de la formación permanente; ésta es necesaria para discernir y
seguir esta continua llamada o voluntad de Dios. Así, el apóstol Pedro es
llamado a seguir a Jesús incluso después de que el Resucitado le ha confiado
su grey: «Le dice Jesús: 'Apacienta mis ovejas'. 'En verdad, en verdad te
digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero
cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a
donde tú no quieras'. Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a
glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: 'Sígueme'» (Jn 21, 17-19). Por tanto,
hay un «sígueme» que acompaña toda la vida y misión del apóstol. Es un
«sígueme» que atestigua la llamada y la exigencia de fidelidad hasta la
muerte (cf. Jn 21, 22), un «sígueme» que puede significar una «sequela
Christi» con el don total de sí en el martirio[214].
Los Padres sinodales han expuesto la razón que muestra la necesidad de la
formación permanente y que, al mismo tiempo, descubre su naturaleza
profunda, considerándola como «fidelidad» al ministerio sacerdotal y como
«proceso de continua conversión»[215]. Es el Espíritu Santo, infundido con
el sacramento, el que sostiene al presbítero en esta fidelidad y el que lo
acompaña y estimula en este camino de conversión constante. El don del
Espíritu Santo no excluye, sino que estimula la libertad del sacerdote para
que coopere responsablemente y asuma la formación permanente como un deber
que se le confía. De esta manera, la formación permanente es expresión y
exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio, es más, a su propio
ser. Es, pues, amor a Jesucristo y coherencia consigo mismo. Pero es también
un acto de amor al Pueblo de Dios, a cuyo servicio está puesto el sacerdote.
Más aún, es un acto de justicia verdadera y propia: él es deudor para con el
Pueblo de Dios, pues ha sido llamado a reconocer y promover el «derecho»
fundamental de ser destinatario de la Palabra de Dios, de los Sacramentos y
del servicio de la caridad, que son el contenido original e irrenunciable
del ministerio pastoral del sacerdote. La formación permanente es necesaria
para que el sacerdote pueda responder debidamente a este derecho del Pueblo
de Dios.
Alma y forma de la formación permanente del sacerdote es la caridad
pastoral: el Espíritu Santo, que infunde la caridad pastoral, inicia y
acompaña al sacerdote a conocer cada vez más profundamente el misterio de
Cristo, insondable en su riqueza (cf. Ef 3, 14 ss.) y, consiguientemente, a
conocer el misterio del sacerdocio cristiano. La misma caridad pastoral
empuja al sacerdote a conocer cada vez más las esperanzas, necesidades,
problemas, sensibilidad de los destinatarios de su ministerio, los cuales
han de ser contemplados en sus situaciones personales concretas, familiares
y sociales.
A todo esto tiende la formación permanente, entendida como opción consciente
y libre que impulse el dinamismo de la caridad pastoral y del Espíritu
Santo, que es su fuente primera y su alimento continuo. En este sentido la
formación permanente es una exigencia intrínseca del don y del ministerio
sacramental recibido, que es necesaria en todo tiempo, pero hoy lo es
particularmente urgente, no sólo por los rápidos cambios de las condiciones
sociales y culturales de los hombres y los pueblos, en los que se desarrolla
el ministerio presbiteral, sino también por la «nueva evangelización», que
es la tarea esencial e improrrogable de la Iglesia en este final del segundo
milenio.
Los diversos aspectos de la formación permanente
71. La formación permanente de los sacerdotes, tanto diocesanos como
religiosos, es la continuación natural y absolutamente necesaria de aquel
proceso de estructuración de la personalidad presbiteral iniciado y
desarrollado en el Seminario o en la Casa religiosa, mediante el proceso
formativo para la Ordenación.
Es de mucha importancia darse cuenta y respetar la intrínseca relación que
hay entre la formación que precede a la Ordenación y la que le sigue. En
efecto, si hubiese una discontinuidad o incluso una deformación entre estas
dos fases formativas, se seguirían inmediatamente consecuencias graves para
la actividad pastoral y para la comunión fraterna entre los presbíteros,
particularmente entre los de diferente edad. La formación permanente no es
una repetición de la recibida en el Seminario y que ahora es sometida a
revisión o ampliada con nuevas sugerencias prácticas, sino que se desarrolla
con contenidos y sobre todo a través de métodos relativamente nuevos, como
un hecho vital unitario que, en su progreso —teniendo sus raíces en la
formación del Seminario— requiere adaptaciones, actualizaciones y
modificaciones, pero sin rupturas ni solución de continuidad.
Y viceversa, desde el Seminario mayor es preciso preparar la futura
formación permanente y fomentar el ánimo y el deseo de los futuros
presbíteros en relación con ella, demostrando su necesidad, ventajas y
espíritu, y asegurando las condiciones de su realización.
Precisamente porque la formación permanente es una continuación de la del
Seminario, su finalidad no puede ser una mera actitud, que podría decirse,
«profesional», conseguida mediante el aprendizaje de algunas técnicas
pastorales nuevas. Debe ser más bien el mantener vivo un proceso general e
integral de continua maduración, mediante la profundización, tanto de los
diversos aspectos de la formación —humana, espiritual, intelectual y
pastoral—, como de su específica orientación vital e íntima, a partir de la
caridad pastoral y en relación con ella.
72. Una primera profundización se refiere a la dimensión humana de la
formación sacerdotal. En el trato con los hombres y en la vida de cada día,
el sacerdote debe acrecentar y profundizar aquella sensibilidad humana que
le permite comprender las necesidades y acoger los ruegos, intuir las
preguntas no expresadas, compartir las esperanzas y expectativas, las
alegrías y los trabajos de la vida ordinaria; ser capaz de encontrar a todos
y dialogar con todos. Sobre todo conociendo y compartiendo, es decir,
haciendo propia, la experiencia humana del dolor en sus múltiples
manifestaciones, desde la indigencia a la enfermedad, desde la marginación a
la ignorancia, a la soledad, a las pobrezas materiales y morales, el
sacerdote enriquece su propia humanidad y la hace más auténtica y
transparente, en un creciente y apasionado amor al hombre.
Al hacer madurar su propia formación humana, el sacerdote recibe una ayuda
particular de la gracia de Jesucristo; en efecto, la caridad del buen Pastor
se manifestó no sólo con el don de la salvación a los hombres, sino también
con la participación de su vida, de la que el Verbo, que se ha hecho «carne»
(cf. Jn 1, 14), ha querido conocer la alegría y el sufrimiento, experimentar
la fatiga, compartir las emociones, consolar las penas. Viviendo como hombre
entre los hombres y con los hombres, Jesucristo ofrece la más absoluta,
genuina y perfecta expresión de humanidad; lo vemos festejar las bodas de
Caná, visitar a una familia amiga, conmoverse ante la multitud hambrienta
que lo sigue, devolver a sus padres hijos que estaban enfermos o muertos,
llorar la pérdida de Lázaro...
Del sacerdote, cada vez más maduro en su sensibilidad humana, ha de poder
decir el Pueblo de Dios algo parecido a lo que de Jesús dice la Carta a los
Hebreos: «No tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras
flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado»
(Heb 4, 15).
La formación del presbítero en su dimensión espiritual es una exigencia de
la vida nueva y evangélica a la que ha sido llamado de manera específica por
el Espíritu Santo infundido en el sacramento del Orden. El Espíritu,
consagrando al sacerdote y configurándolo con Jesucristo, Cabeza y Pastor,
crea una relación que, en el ser mismo del sacerdote, requiere ser asimilada
y vivida de manera personal, esto es, consciente y libre, mediante una
comunión de vida y amor cada vez más rica, y una participación cada vez más
amplia y radical de los sentimientos y actitudes de Jesucristo. En esta
relación entre el Señor Jesús y el sacerdote —relación ontológica y
psicológica, sacramental y moral— está el fundamento y a la vez la fuerza
para aquella «vida según el Espíritu» y para aquel «radicalismo evangélico»
al que está llamado todo sacerdote y que se ve favorecido por la formación
permanente en su aspecto espiritual. Esta formación es necesaria también
para el ministerio sacerdotal, su autenticidad y fecundidad espiritual.
«¿Ejerces la cura de almas?», preguntaba san Carlos Borromeo. Y respondía
así en el discurso dirigido a los sacerdotes: «No olvides por eso el cuidado
de ti mismo, y no te entregues a los demás hasta el punto de que no quede
nada tuyo para ti mismo. Debes tener ciertamente presente a las almas, de
las que eres pastor, pero sin olvidarte de ti mismo. Comprended, hermanos,
que nada es tan necesario a los eclesiásticos como la meditación que
precede, acompaña y sigue todas nuestras acciones: Cantaré, dice el profeta,
y meditaré (cf. Sal 100, 1). Si administras los sacramentos, hermano, medita
lo que haces. Si celebras la Misa, medita lo que ofreces. Si recitas los
salmos en el coro, medita a quién y de qué cosa hablas. Si guías a las
almas, medita con qué sangre han sido lavadas; y todo se haga entre vosotros
en la caridad (1 Cor 16, 14). Así podremos superar las dificultades que
encontramos cada día, que son innumerables. Por lo demás, esto lo exige la
misión que se os ha confiado. Si así lo hacemos, tendremos la fuerza para
engendrar a Cristo en nosotros y en los demás»[216].
En concreto, la vida de oración debe ser «renovada» constantemente en el
sacerdote. En efecto, la experiencia enseña que en la oración no se vive de
rentas; cada día es preciso no sólo reconquistar la fidelidad exterior a los
momentos de oración, sobre todo los destinados a la celebración de la
Liturgia de las Horas y los dejados a la libertad personal y no sometidos a
tiempos fijos o a horarios del servicio litúrgico, sino que también se
necesita, y de modo especial, reanimar la búsqueda continuada de un
verdadero encuentro personal con Jesús, de un coloquio confiado con el
Padre, de una profunda experiencia del Espíritu.
Lo que el apóstol Pablo dice de los creyentes, que deben llegar «al estado
de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13), se
puede aplicar de manera especial a los sacerdotes, llamados a la perfección
de la caridad y por tanto a la santidad, porque su mismo ministerio pastoral
exige que sean modelos vivientes para todos los fieles.
También la dimensión intelectual de la formación requiere que sea continuada
y profundizada durante toda la vida del sacerdote, concretamente mediante el
estudio y la actualización cultural seria y comprometida. El sacerdote,
participando de la misión profética de Jesús e inserto en el misterio de la
Iglesia, Maestra de verdad, está llamado a revelar a los hombres el rostro
de Dios en Jesucristo y, por ello, el verdadero rostro del hombre[217]. Pero
esto exige que el mismo sacerdote busque este rostro y lo contemple con
veneración y amor (cf. Sal 26, 8; 41, 2); sólo así puede darlo a conocer a
los demás. En particular, la perseverancia en el estudio teológico resulta
también necesaria para que el sacerdote pueda cumplir con fidelidad el
ministerio de la Palabra, anunciándola sin titubeos ni ambigüedades,
distinguiéndola de las simples opiniones humanas, aunque sean famosas y
difundidas. Así, podrá ponerse de verdad al servicio del Pueblo de Dios,
ayudándolo a dar razón de la esperanza cristiana a cuantos se la pidan (cf.
1 Pe 3, 15). Además, «el sacerdote, al aplicarse con conciencia y constancia
al estudio teológico, es capaz de asimilar, de forma segura y personal, la
genuina riqueza eclesial. Puede, por tanto, cumplir la misión que lo
compromete a responder a las dificultades de la auténtica doctrina católica
y superar la inclinación, propia y de otros, al disenso y a la actitud
negativa hacia el magisterio y hacia la tradición»[218].
El aspecto pastoral de la formación permanente queda bien expresado en las
palabras del apóstol Pedro: «Que cada cual ponga al servicio de los demás la
gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias
de Dios» (1 Pe 4, 10). Para vivir cada día según la gracia recibida, es
necesario que el sacerdote esté cada vez más abierto a acoger la caridad
pastoral de Jesucristo, que le confirió su Espíritu Santo con el sacramento
recibido. Así como toda la actividad del Señor ha sido fruto y signo de la
caridad pastoral, de la misma manera debe ser también para la actividad
ministerial del sacerdote. La caridad pastoral es un don y un deber, una
gracia y una responsabilidad, a la que es preciso ser fieles, es decir, hay
que asumirla y vivir su dinamismo hasta las exigencias más radicales. Esta
misma caridad pastoral, como se ha dicho, empuja y estimula al sacerdote a
conocer cada vez mejor la situación real de los hombres a quienes ha sido
enviado; a discernir la voz del Espíritu en las circunstancias históricas en
las que se encuentra; a buscar los métodos más adecuados y las formas más
útiles para ejercer hoy su ministerio. De este modo, la caridad pastoral
animará y sostendrá los esfuerzos humanos del sacerdote para que su
actividad pastoral sea actual, creíble y eficaz. Mas esto exige una
formación pastoral permanente.
El camino hacia la madurez no requiere sólo que el sacerdote continúe
profundizando los diversos aspectos de su formación sino que exige también,
y sobre todo, que sepa integrar cada vez más armónicamente estos mismos
aspectos entre sí, alcanzando progresivamente la unidad interior, que la
caridad pastoral garantiza. De hecho, ésta no sólo coordina y unifica los
diversos aspectos, sino que los concretiza como propios de la formación del
sacerdote, en cuanto transparencia, imagen viva y ministro de Jesús, buen
Pastor.
La formación permanente ayuda al sacerdote a superar la tentación de llevar
su ministerio a un activismo finalizado en sí mismo, a una prestación
impersonal de servicios, sean espirituales o sagrados, a una especie de
empleo en la organización eclesiástica. Sólo la formación permanente ayuda
al «sacerdote» a custodiar con amor vigilante el «misterio» del que es
portador para el bien de la Iglesia y de la humanidad.
Significado profundo de la formación permanente
73. Los aspectos diversos y complementarios de la formación permanente nos
ayudan a captar su significado profundo que es el de ayudar al sacerdote a
ser y a desempeñar su función en el espíritu y según el estilo de Jesús buen
Pastor.
¡La verdad hay que vivirla! El apóstol Santiago nos exhorta de esta manera:
«Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a
vosotros mismos» (Sant 1, 22). Los sacerdotes están llamados a «vivir la
verdad» de su ser, o sea, a vivir «en la caridad» (cf. Ef 4, 15) su
identidad y su ministerio en la Iglesia y para la Iglesia; están llamados a
tomar conciencia cada vez más viva del don de Dios y a recordarlo
continuamente. He aquí la invitación de Pablo a Timoteo: «Conserva el buen
depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim 1, 14).
En el contexto eclesial, tantas veces recordado, podemos considerar el
profundo significado de la formación permanente del sacerdote en orden a su
presencia y acción en la Iglesia «mysterium, communio et missio».
En la Iglesia «misterio» el sacerdote está llamado, mediante la formación
permanente, a conservar y desarrollar en la fe la conciencia de la verdad
entera y sorprendente de su propio ser, pues él es «ministro de Cristo y
administrador de los misterios de Dios» (cf. 1 Cor 4, 1). Pablo pide
expresamente a los cristianos que lo consideren según esta identidad; pero
él mismo es el primero en ser consciente del don sublime recibido del Señor.
Así debe ser para todo sacerdote si quiere permanecer en la verdad de su
ser. Pero esto es posible sólo en la fe, sólo con la mirada y los ojos de
Cristo.
En este sentido, se puede decir que la formación permanente tiende, desde
luego, a hacer que el sacerdote sea una persona profundamente creyente y lo
sea cada vez más; que pueda verse con los ojos de Cristo en su verdad
completa. Debe custodiar esta verdad con amor agradecido y gozoso; debe
renovar su fe cuando ejerce el ministerio sacerdotal: sentirse ministro de
Jesucristo, sacramento del amor de Dios al hombre, cada vez que es mediador
e instrumento vivo de la gracia de Dios a los hombres; debe reconocer esta
misma verdad en sus hermanos sacerdotes. Este es el principio de la estima y
del amor hacia ellos.
74. La formación permanente ayuda al sacerdote, en la Iglesia «comunión», a
madurar la conciencia de que su ministerio está radicalmente ordenado a
congregar a la familia de Dios como fraternidad animada por la caridad y a
llevarla al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo[219].
El sacerdote debe crecer en la conciencia de la profunda comunión que lo
vincula al Pueblo de Dios; él no está sólo «al frente de» la Iglesia, sino
ante todo «en» la Iglesia. Es hermano entre hermanos. Revestido por el
bautismo con la dignidad y libertad de los hijos de Dios en el Hijo
unigénito, el sacerdote es miembro del mismo y único cuerpo de Cristo (cf.
Ef 4, 16). La conciencia de esta comunión lleva a la necesidad de suscitar y
desarrollar la corresponsabilidad en la común y única misión de salvación,
con la diligente y cordial valoración de todos los carismas y tareas que el
Espíritu otorga a los creyentes para la edificación de la Iglesia. Es sobre
todo en el cumplimiento del ministerio pastoral, ordenado por su propia
naturaleza al bien del Pueblo de Dios, donde el sacerdote debe vivir y
testimoniar su profunda comunión con todos, como escribía Pablo VI: «Hace
falta hacerse hermanos de los hombres en el momento mismo que queremos ser
sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más
todavía, el servicio»[220].
Concretamente, el sacerdote está llamado a madurar la conciencia de ser
miembro de la Iglesia particular en la que está incardinado, o sea,
incorporado con un vínculo a la vez jurídico, espiritual y pastoral. Esta
conciencia supone y desarrolla el amor especial a la propia Iglesia. Ésta
es, en realidad, el objetivo vivo y permanente de la caridad pastoral que
debe acompañar la vida del sacerdote y que lo lleva a compartir la historia
o experiencia de vida de esta Iglesia particular en sus valores y
debilidades, en sus dificultades y esperanzas, y a trabajar en ella para su
crecimiento. Sentirse, pues, enriquecidos por la Iglesia particular y
comprometidos activamente en su edificación, prolongando cada sacerdote, y
unido a los demás, aquella actividad pastoral que ha distinguido a los
hermanos que les han precedido. Una exigencia imprescindible de la caridad
pastoral hacia la propia Iglesia particular y hacia su futuro ministerial es
la solicitud del sacerdote por dejar a alguien que tome su puesto en el
servicio sacerdotal.
El sacerdote debe madurar en la conciencia de la comunión que existe entre
las diversas Iglesias particulares, una comunión enraizada en su propio ser
de Iglesias que viven en un lugar determinado la Iglesia única y universal
de Cristo. Esta conciencia de comunión intereclesial favorecerá el
«intercambio de dones», comenzando por los dones vivos y personales, como
son los mismos sacerdotes. De aquí la disponibilidad, es más, el empeño
generoso por llegar a una justa distribución del clero[221]. Entre estas
Iglesias particulares hay que recordar a las que, «privadas de libertad, no
pueden tener vocaciones propias», como también las «Iglesias recientemente
salidas de la persecución y las Iglesias pobres a las que, ya desde hace
tiempo, muchos, con espíritu generoso y fraterno, han enviado ayudas y
continúan enviándolas»[222].
Dentro de la comunión eclesial, el sacerdote está llamado de modo
particular, mediante su formación permanente, a crecer en y con el propio
presbiterio unido al Obispo. El presbiterio en su verdad plena es un
mysterium: es una realidad sobrenatural, porque tiene su raíz en el
sacramento del Orden. Es su fuente, su origen; es el «lugar» de su
nacimiento y de su crecimiento. En efecto, «los presbíteros, mediante el
sacramento del Orden, están unidos con un vínculo personal e indisoluble a
Cristo, único Sacerdote. El Orden se confiere a cada uno en singular, pero
quedan insertos en la comunión del presbiterio unido con el Obispo (Lumen
gentium, 28; Presbyterorum Ordinis, 7 y 8)»[223].
Este origen sacramental se refleja y se prolonga en el ejercicio del
ministerio presbiteral: del mysterium al ministerium. «La unidad de los
presbíteros con el Obispo y entre sí no es algo añadido desde fuera a la
naturaleza propia de su servicio, sino que expresa su esencia como solicitud
de Cristo Sacerdote por su Pueblo congregado por la unidad de la Santísima
Trinidad»[224]. Esta unidad del presbiterio, vivida en el espíritu de la
caridad pastoral, hace a los sacerdotes testigos de Jesucristo, que ha orado
al Padre «para que todos sean uno» (Jn 17, 21).
La fisonomía del presbiterio es, por tanto, la de una verdadera familia,
cuyos vínculos no provienen de carne y sangre, sino de la gracia del Orden:
una gracia que asume y eleva las relaciones humanas, psicológicas,
afectivas, amistosas y espirituales entre los sacerdotes; una gracia que se
extiende, penetra, se revela y se concreta en las formas más variadas de
ayuda mutua, no sólo espirituales sino también materiales. La fraternidad
presbiteral no excluye a nadie, pero puede y debe tener sus preferencias:
las preferencias evangélicas reservadas a quienes tienen mayor necesidad de
ayuda o de aliento. Esta fraternidad «presta una atención especial a los
presbíteros jóvenes, mantiene un diálogo cordial y fraterno con los de media
edad y los mayores, y con los que, por razones diversas, pasan por
dificultades. También a los sacerdotes que han abandonado esta forma de vida
o que no la siguen, no sólo no los abandona, sino que los acompaña aún con
mayor solicitud fraterna»[225].
También forman parte del único presbiterio, por razones diversas, los
presbíteros religiosos residentes o que trabajan en una Iglesia particular.
Su presencia supone un enriquecimiento para todos los sacerdotes y los
diferentes carismas particulares que ellos viven, a la vez que son una
invitación para que los presbíteros crezcan en la comprensión del mismo
sacerdocio, contribuyen a estimular y acompañar la formación permanente de
los sacerdotes.
El don de la vida religiosa, en la comunidad diocesana, cuando va acompañado
de sincera estima y justo respeto de las particularidades de cada Instituto
y de cada espiritualidad tradicional, amplía el horizonte del testimonio
cristiano y contribuye de diversa manera a enriquecer la espiritualidad
sacerdotal, sobre todo respecto a la correcta relación y recíproco influjo
entre los valores de la Iglesia particular y los de la universalidad del
Pueblo de Dios. Por su parte, los religiosos procuren garantizar un espíritu
de verdadera comunión eclesial, una participación cordial en la marcha de la
diócesis y en los proyectos pastorales del Obispo, poniendo a disposición el
propio carisma para la edificación de todos en la caridad[226].
Por último, en el contexto de la Iglesia comunión y del presbiterio, se
puede afrontar mejor el problema de la soledad del sacerdote, sobre la que
han reflexionado los Padres sinodales. Hay una soledad que forma parte de la
experiencia de todos y que es algo absolutamente normal. Pero hay también
otra soledad que nace de dificultades diversas y que, a su vez, provoca
nuevas dificultades. En este sentido, «la participación activa en el
presbiterio diocesano, los contactos periódicos con el Obispo y con los
demás sacerdotes, la mutua colaboración, la vida común o fraterna entre los
sacerdotes, como también la amistad y la cordialidad con los fieles laicos
comprometidos en las parroquias, son medios muy útiles para superar los
efectos negativos de la soledad que algunas veces puede experimentar el
sacerdote»[227].
Pero la soledad no crea sólo dificultades, sino que ofrece también
oportunidades positivas para la vida del sacerdote: «aceptada con espíritu
de ofrecimiento y buscada en la intimidad con Jesucristo, el Señor, la
soledad puede ser una oportunidad para la oración y el estudio, como también
una ayuda para la santificación y el crecimiento humano»[228]. Se podría
decir que una cierta forma de soledad es elemento necesario para la
formación permanente. Jesús con frecuencia se retiraba solo a rezar (cf. Mt
14, 23). La capacidad de mantener una soledad positiva es condición
indispensable para el crecimiento de la vida interior. Se trata de una
soledad llena de la presencia del Señor, que nos pone en contacto con el
Padre a la luz del Espíritu. En este sentido, fomentar el silencio y buscar
espacios y tiempos «de desierto» es necesario para la formación permanente,
tanto en el campo intelectual, como en el espiritual y pastoral. De este
modo, se puede afirmar que no es capaz de verdadera y fraterna comunión el
que no sabe vivir bien la propia soledad.
75. La formación permanente está destinada a hacer crecer en el sacerdote la
conciencia de su participación en la misión salvífica de la Iglesia. En la
Iglesia como misión, la formación permanente del sacerdote es no sólo
condición necesaria, sino también medio indispensable para centrar
constantemente el sentido de la misión y garantizar su realización fiel y
generosa. Con esta formación se ayuda al sacerdote a descubrir toda la
gravedad, pero al mismo tiempo toda la maravillosa gracia de una obligación
que no puede dejarlo tranquilo —como decía Pablo: «Predicar el Evangelio no
es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y
¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 6, 16)— y es también, una
exigencia, explícita o implícita, que surge fuertemente de los hombres, a
los que Dios llama incansablemente a la salvación.
Sólo una adecuada formación permanente logra mantener al sacerdote en lo que
es esencial y decisivo para su ministerio, o sea, como dice el apóstol
Pablo, la fidelidad: «Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los
administradores es que sean fieles» (1 Cor 4, 2). A pesar de las diversas
dificultades que encuentra, el sacerdote ha de ser fiel —incluso en las
condiciones más adversas o de comprensible cansancio—, poniendo en ello
todas las energías disponibles; fiel hasta el final de su vida. El
testimonio de Pablo debe ser ejemplo y estímulo para todo sacerdote: «A
nadie damos ocasión alguna de tropiezo —escribe a los cristianos de
Corinto—, para que no se haga mofa del ministerio, antes bien, nos
recomendamos en todo como ministros de Dios: con mucha constancia en
tribulaciones, necesidades y angustias; en azotes, cárceles, sediciones; en
fatigas, desvelos, ayunos; en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en el
Espíritu Santo, en caridad sincera, en la palabra de verdad, en el poder de
Dios; mediante las armas de la justicia: las de la derecha y las de la
izquierda; en gloria e ignominia, en calumnia y en buena fama; tenidos por
impostores, siendo veraces; como desconocidos, aunque bien conocidos; como
quienes están a la muerte, pero vivos; como castigados, aunque no condenados
a muerte; como tristes, pero siempre alegres; como pobres, aunque
enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos» (2
Cor 6, 3-10).
En cualquier edad y situación
76. La formación permanente, precisamente porque es «permanente», debe
acompañar a los sacerdotes siempre, esto es, en cualquier período y
situación de su vida, así como en los diversos cargos de responsabilidad
eclesial que se les confíen; todo ello, teniendo en cuenta, naturalmente,
las posibilidades y características propias de la edad, condiciones de vida
y tareas encomendadas.
La formación permanente es un deber, ante todo, para los sacerdotes jóvenes
y ha de tener aquella frecuencia y programación de encuentros que, a la vez
que prolongan la seriedad y solidez de la formación recibida en el
Seminario, lleven progresivamente a los jóvenes presbíteros a comprender y
vivir la singular riqueza del «don» de Dios —el sacerdocio— y a desarrollar
sus potencialidades y aptitudes ministeriales, también mediante una
inserción cada vez más convencida y responsable en el presbiterio, y por
tanto en la comunión y corresponsabilidad con todos los hermanos.
Si bien es comprensible una cierta sensación de «saciedad», que ante
ulteriores momentos de estudio y de reuniones puede afectar al joven
sacerdote apenas salido del Seminario, ha de rechazarse como absolutamente
falsa y peligrosa la idea de que la formación presbiteral concluya con su
estancia en el Seminario.
Participando en los encuentros de la formación permanente, los jóvenes
sacerdotes podrán ofrecerse una ayuda mutua, mediante el intercambio de
experiencias y reflexiones sobre la aplicación concreta del ideal
presbiteral y ministerial que han asimilado en los años del Seminario. Al
mismo tiempo, su participación activa en los encuentros formativos del
presbiterio podrá servir de ejemplo y estímulo a los otros sacerdotes que
les aventajan en años, testimoniando así el propio amor a todo el
presbiterio y su afecto por la Iglesia particular necesitada de sacerdotes
bien preparados.
Para acompañar a los sacerdotes jóvenes en esta primera delicada fase de su
vida y ministerio, es más que nunca oportuno —e incluso necesario hoy— crear
una adecuada estructura de apoyo, con guías y maestros apropiados, en la que
ellos puedan encontrar, de manera orgánica y continua, las ayudas necesarias
para comenzar bien su ministerio sacerdotal. Con ocasión de encuentros
periódicos, suficientemente prolongados y frecuentes, vividos si es posible
en ambiente comunitario y en residencia, se les garantizarán buenos momentos
de descanso, oración, reflexión e intercambio fraterno. Así será más fácil
para ellos dar, desde el principio, una orientación evangélicamente
equilibrada a su vida presbiteral. Y si algunas Iglesias particulares no
pudieran ofrecer este servicio a sus sacerdotes jóvenes, sería oportuno que
colaboraran entre sí las Iglesias vecinas para juntar recursos y elaborar
programas adecuados.
77. La formación permanente constituye también un deber para los presbíteros
de media edad. En realidad, son muchos los riesgos que pueden correr,
precisamente en razón de la edad, como por ejemplo un activismo exagerado y
una cierta rutina en el ejercicio del ministerio. Así, el sacerdote puede
verse tentado de presumir de sí mismo como si la propia experiencia
personal, ya demostrada, no tuviese que ser contrastada con nada ni con
nadie. Frecuentemente el sacerdote sufre una especie de cansancio interior
peligroso, fruto de dificultades y fracasos. La respuesta a esta situación
la ofrece la formación permanente, una continua y equilibrada revisión de sí
mismo y de la propia actividad, una búsqueda constante de motivaciones y
medios para la propia misión; de esta manera, el sacerdote mantendrá el
espíritu vigilante y dispuesto a las constantes y siempre nuevas peticiones
de salvación que recibe como «hombre de Dios».
La formación permanente debe interesar también a los presbíteros que, por la
edad avanzada, podemos denominar ancianos, y que en algunas Iglesias son la
parte más numerosa del presbiterio; éste deberá mostrarles gratitud por el
fiel servicio que han prestado a Cristo y a la Iglesia, y una solidaridad
particular dada su situación. Para estos presbíteros la formación permanente
no significará tanto un compromiso de estudio, actualización o diálogo
cultural, cuanto la confirmación serena y alentadora de la misión que
todavía están llamados a llevar a cabo en el presbiterio; no sólo porque
continúan en el ministerio pastoral, aunque de maneras diversas, sino
también por la posibilidad que tienen, gracias a su experiencia de vida y
apostolado, de ser valiosos maestros y formadores de otros sacerdotes.
También los sacerdotes que, por cansancio o enfermedad, se encuentran en una
condición de debilidad física o de cansancio moral, pueden ser ayudados con
una formación permanente que los estimule a continuar, de manera serena y
decidida, su servicio a la Iglesia; a no aislarse de la comunidad ni del
presbiterio; a reducir la actividad externa para dedicarse a aquellos actos
de relación pastoral y de espiritualidad personal, capaces de sostener las
motivaciones y la alegría de su sacerdocio. La formación permanente les
ayudará, en particular, a mantener vivo el convencimiento que ellos mismos
han inculcado a los fieles, a saber, la convicción de seguir siendo miembros
activos en la edificación de la Iglesia, especialmente en virtud de su unión
con Jesucristo doliente y con tantos hermanos y hermanas que en la Iglesia
participan en la Pasión del Señor, reviviendo la experiencia espiritual de
Pablo que decía: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por
vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo»
(Col 1, 24).(229)
Los responsables de la formación permanente
78. Las condiciones en las que, con frecuencia y en muchos lugares, se
desarrolla actualmente el ministerio de los presbíteros no hacen fácil un
compromiso serio de formación: el multiplicarse de tareas y servicios; la
complejidad de la vida humana en general y de las comunidades cristianas en
particular; el activismo y el ajetreo típico de tantos sectores de nuestra
sociedad, privan con frecuencia a los sacerdotes del tiempo y energías
indispensables para «velar por sí mismos» (cf. 1 Tim 4, 16).
Esto ha de hacer crecer en todos la responsabilidad para que se superen las
dificultades e incluso que éstas sean un reto para programar y llevar a cabo
un plan de formación permanente, que responda de modo adecuado a la grandeza
del don de Dios y a la gravedad de las expectativas y exigencias de nuestro
tiempo.
Por ello, los responsables de la formación permanente de los sacerdotes hay
que individuarlos en la Iglesia «comunión». En este sentido, es toda la
Iglesia particular la que, bajo la guía del Obispo, tiene la responsabilidad
de estimular y cuidar de diversos modos la formación permanente de los
sacerdotes. Éstos no viven para sí mismos, sino para el Pueblo de Dios; por
eso, la formación permanente, a la vez que asegura la madurez humana,
espiritual, intelectual y pastoral de los sacerdotes, representa un bien
cuyo destinatario es el mismo Pueblo de Dios. Además, el mismo ejercicio del
ministerio pastoral lleva a un continuo y fecundo intercambio recíproco
entre la vida de fe de los presbíteros y la de los fieles. Precisamente la
participación de vida entre el presbítero y la comunidad, si se ordena y
lleva a cabo con sabiduría, supone una aportación fundamental a la formación
permanente, que no se puede reducir a un episodio o iniciativa aislada, sino
que comprende todo el ministerio y vida del presbítero.
En efecto, la experiencia cristiana de las personas sencillas y humildes,
los impulsos espirituales de las personas enamoradas de Dios, la valiente
aplicación de la fe a la vida por parte de los cristianos comprometidos en
las diversas responsabilidades sociales y civiles, son acogidas por el
presbítero y, a la vez que las ilumina con su servicio sacerdotal, encuentra
en ellas un precioso alimento espiritual. Incluso las dudas, crisis y
demoras ante las más variadas situaciones personales y sociales; las
tentaciones de rechazo o desesperación en momentos de dolor, enfermedad o
muerte; en fin, todas las circunstancias difíciles que los hombres
encuentran en el camino de su fe, son vividas fraternalmente y soportadas
sinceramente en el corazón del presbítero que, buscando respuestas para los
demás, se siente estimulado continuamente a encontrarlas primero para sí
mismo.
De esta manera, todos los miembros del Pueblo de Dios pueden y deben ofrecer
una valiosa ayuda a la formación permanente de sus sacerdotes. A este
respecto, deben dejar a los sacerdotes espacios de tiempo para el estudio y
la oración; pedirles aquello para lo que han sido enviados por Cristo y no
otras cosas; ofrecerles colaboración en los diversos ámbitos de la misión
pastoral, especialmente en lo que atañe a la promoción humana y al servicio
de la caridad; establecer relaciones cordiales y fraternas con ellos; ayudar
a los sacerdotes a ser conscientes de que no son «dueños de la fe», sino
«colaboradores del gozo» de todos los fieles (cf. 2 Cor 1, 24).
La responsabilidad formativa de la Iglesia particular en relación con los
sacerdotes se concretiza y especifica en relación con los diversos miembros
que la componen, comenzando por el sacerdote mismo.
79. En cierto modo, es precisamente cada sacerdote el primer responsable en
la Iglesia de la formación permanente, pues sobre cada uno recae el deber
—derivado del sacramento del Orden— de ser fiel al don de Dios y al
dinamismo de conversión diaria que nace del mismo don. Los reglamentos o
normas de la autoridad eclesiástica al respecto, como también el mismo
ejemplo de los demás sacerdotes, no bastan para hacer apetecible la
formación permanente si el individuo no está personalmente convencido de su
necesidad y decidido a valorar sus ocasiones, tiempos y formas. La formación
permanente mantiene la juventud del espíritu, que nadie puede imponer desde
fuera, sino que cada uno debe encontrar continuamente en su interior. Sólo
el que conserva siempre vivo el deseo de aprender y crecer posee esta
«juventud».
Fundamental es la responsabilidad del Obispo y, con él, la del presbiterio.
La del Obispo se basa en el hecho de que los presbíteros reciben su
sacerdocio a través de él y comparten con él la solicitud pastoral por el
Pueblo de Dios. El Obispo es el responsable de la formación permanente,
destinada a hacer que todos sus presbíteros sean generosamente fieles al don
y al ministerio recibido, como el Pueblo de Dios los quiere y tiene el
«derecho» de tenerlos. Esta responsabilidad lleva al Obispo, en comunión con
el presbiterio, a hacer un proyecto y establecer un programa, capaces de
estructurar la formación permanente no como un mero episodio, sino como una
propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene
modalidades precisas. El Obispo vivirá su responsabilidad no sólo asegurando
a su presbiterio lugares y momentos de formación permanente, sino haciéndose
personalmente presente y participando en ellos convencido y de modo cordial.
Con frecuencia será oportuno, o incluso necesario, que los Obispos de varias
Diócesis vecinas o de una Región eclesiástica se pongan de acuerdo entre sí
y unan sus fuerzas para poder ofrecer iniciativas de mayor calidad y
verdaderamente atrayentes para la formación permanente, como son cursos de
actualización bíblica, teológica y pastoral, semanas de convivencia, ciclos
de conferencias, momentos de reflexión y revisión del programa pastoral del
presbiterio y de la comunidad eclesial.
El Obispo cumplirá con su responsabilidad pidiendo también la ayuda que
puedan dar las facultades y los institutos teológicos y pastorales, los
Seminarios, los organismos o federaciones que agrupan a las personas
—sacerdotes, religiosos y fieles laicos— comprometidas en la formación
presbiteral.
En el ámbito de la Iglesia particular corresponde a las familias un papel
significativo; ellas, como «Iglesias domésticas», tienen una relación
concreta con la vida de las comunidades eclesiales animadas y guiadas por
los sacerdotes. En particular, hay que citar el papel de la familia de
origen, pues ella, en unión y comunión de esfuerzos, puede ofrecer a la
misión del hijo una ayuda específica importante. Llevando a cabo el plan
providencial que la ha hecho ser cuna de la semilla vocacional, e
indispensable ayuda para su crecimiento y desarrollo, la familia del
sacerdote, en el más absoluto respeto de este hijo que ha decidido darse a
Dios y a sus hermanos, debe seguir siendo siempre testigo fiel y alentador
de su misión, sosteniéndola y compartiéndola con entrega y respeto.
Momentos, formas y medios de la formación permanente
80. Si todo momento puede ser un «tiempo favorable» (cf. 2 Cor 6, 2) en el
que el Espíritu Santo lleva al sacerdote a un crecimiento directo en la
oración, el estudio y la conciencia de las propias responsabilidades
pastorales, hay sin embargo momentos «privilegiados», aunque sean más
comunes y establecidos previamente.
Hay que recordar, ante todo, los encuentros del Obispo con su presbiterio,
tanto litúrgicos (en particular la concelebración de la Misa Crismal el
Jueves Santo), como pastorales y culturales, dedicados a la revisión de la
actividad pastoral o al estudio sobre determinados problemas teológicos.
Están asimismo los encuentros de espiritualidad sacerdotal, como los
Ejercicios espirituales, los días de retiro o de espiritualidad. Son ocasión
para un crecimiento espiritual y pastoral; para una oración más prolongada y
tranquila; para una vuelta a las raíces de la identidad sacerdotal; para
encontrar nuevas motivaciones para la fidelidad y la acción pastoral.
Son también importantes los encuentros de estudio y de reflexión común, que
impiden el empobrecimiento cultural y el aferrarse a posiciones cómodas
incluso en el campo pastoral, fruto de pereza mental; aseguran una síntesis
más madura entre los diversos elementos de la vida espiritual, cultural y
apostólica; abren la mente y el corazón a los nuevos retos de la historia y
a las nuevas llamadas que el Espíritu dirige a la Iglesia.
81. Son muchas las ayudas y los medios que se pueden usar para que la
formación permanente sea cada vez más una valiosa experiencia vital para los
sacerdotes. Entre éstos hay que recordar las diversas formas de vida común
entre los sacerdotes, siempre presentes en la historia de la Iglesia, aunque
con modalidades y compromisos diferentes: «Hoy no se puede dejar de
recomendarlas vivamente, sobre todo entre aquellos que viven o están
comprometidos pastoralmente en el mismo lugar. Además de favorecer la vida y
la acción apostólica, esta vida común del clero ofrece a todos, presbíteros
y laicos, un ejemplo luminoso de caridad y de unidad»[230].
También pueden ser de ayuda las asociaciones sacerdotales, en particular los
institutos seculares sacerdotales, que tienen como nota específica la
diocesaneidad, en virtud de la cual los sacerdotes se unen más estrechamente
al Obispo y forman «un estado de consagración en el que los sacerdotes,
mediante votos u otros vínculos sagrados, se consagran a encarnar en la vida
los consejos evangélicos»[231]. Todas las formas de «fraternidad sacerdotal»
aprobadas por la Iglesia son útiles no sólo para la vida espiritual, sino
también para la vida apostólica y pastoral.
Igualmente, la práctica de la dirección espiritual contribuye no poco a
favorecer la formación permanente de los sacerdotes. Se trata de un medio
clásico, que no ha perdido nada de su valor, no sólo para asegurar la
formación espiritual, sino también para promover y mantener una continua
fidelidad y generosidad en el ejercicio del ministerio sacerdotal. Como
decía el Cardenal Montini, futuro Pablo VI, «la dirección espiritual tiene
una función hermosísima y, podría decirse indispensable, para la educación
moral y espiritual de la juventud, que quiera interpretar y seguir con
absoluta lealtad la vocación, sea cual fuese, de la propia vida; ésta
conserva siempre una importancia beneficiosa en todas las edades de la vida,
cuando, junto a la luz y a la caridad de un consejo piadoso y prudente, se
busca la revisión de la propia rectitud y el aliento para el cumplimiento
generoso de los propios deberes. Es medio pedagógico muy delicado, pero de
grandísimo valor; es arte pedagógico y psicológico de grave responsabilidad
en quien la ejerce; es ejercicio espiritual de humildad y de confianza en
quien la recibe»[232].
CONCLUSIÓN
82. «Os daré pastores según mi corazón» (Jer 3, 15).
Esta promesa de Dios está, todavía hoy, viva y operante en la Iglesia, la
cual se siente, en todo tiempo, destinataria afortunada de estas palabras
proféticas y ve cómo se cumplen diariamente en tantas partes del mundo,
mejor aún, en tantos corazones humanos, sobre todo de jóvenes. Y desea, ante
las graves y urgentes necesidades propias y del mundo, que en los umbrales
del tercer milenio se cumpla esta promesa divina de un modo nuevo, más
amplio, intenso, eficaz: como una extraordinaria efusión del Espíritu de
Pentecostés.
La promesa del Señor suscita en el corazón de la Iglesia la oración, la
petición confiada y ardiente en el amor del Padre que, igual que ha enviado
a Jesús, el buen Pastor, a los Apóstoles, a sus sucesores y a una multitud
de presbíteros, siga así manifestando a los hombres de hoy su fidelidad y su
bondad.
Y la Iglesia está dispuesta a responder a esta gracia. Siente que el don de
Dios exige una respuesta comunitaria y generosa: todo el Pueblo de Dios debe
orar intensamente y trabajar por las vocaciones sacerdotales; los candidatos
al sacerdocio deben prepararse con gran seriedad a acoger y vivir el don de
Dios, conscientes de que la Iglesia y el mundo tienen absoluta necesidad de
ellos; deben enamorarse de Cristo, buen Pastor; modelar el propio corazón a
imagen del suyo; estar dispuestos a salir por los caminos del mundo como
imagen suya para proclamar a todos a Cristo, que es Camino, Verdad y Vida.
Una llamada particular dirijo a las familias: que los padres, y
especialmente las madres, sean generosos en entregar sus hijos al Señor, que
los llama al sacerdocio, y que colaboren con alegría en su itinerario
vocacional, conscientes de que así será más grande y profunda su fecundidad
cristiana y eclesial, y que pueden experimentar, en cierto modo, la
bienaventuranza de María, la Virgen Madre: «Bendita tú entre las mujeres y
bendito el fruto de tu seno» (Lc 1, 42).
También digo a los jóvenes de hoy: sed más dóciles a la voz del Espíritu;
dejad que resuenen en la intimidad de vuestro corazón las grandes
expectativas de la Iglesia y de la humanidad; no tengáis miedo en abrir
vuestro espíritu a la llamada de Cristo, el Señor; sentid sobre vosotros la
mirada amorosa de Jesús y responded con entusiasmo a la invitación de un
seguimiento radical.
La Iglesia responde a la gracia mediante el compromiso que los sacerdotes
asumen para llevar a cabo aquella formación permanente que exige la dignidad
y responsabilidad que el sacramento del Orden les confirió. Todos los
sacerdotes están llamados a ser conscientes de la especial urgencia de su
formación en la hora presente: la nueva evangelización tiene necesidad de
nuevos evangelizadores, y éstos son los sacerdotes que se comprometen a
vivir su sacerdocio como camino específico hacia la santidad.
La promesa de Dios asegura a la Iglesia no unos pastores cualesquiera, sino
unos pastores «según su corazón». El «corazón» de Dios se ha revelado
plenamente a nosotros en el Corazón de Cristo, buen Pastor. Y el Corazón de
Cristo sigue hoy teniendo compasión de las muchedumbres y dándoles el pan de
la verdad, del amor y de la vida (cf. Mc 6, 30 ss.), y desea palpitar en
otros corazones —los de los sacerdotes—: «Dadles vosotros de comer» (Mc 6,
37). La gente necesita salir del anonimato y del miedo; ser conocida y
llamada por su nombre; caminar segura por los caminos de la vida; ser
encontrada si se pierde; ser amada; recibir la salvación como don supremo
del amor de Dios; precisamente esto es lo que hace Jesús, el buen Pastor; Él
y sus presbíteros con Él.
Y ahora, al terminar esta Exhortación, dirijo mi mirada a la multitud de
aspirantes al sacerdocio, de seminaristas y de sacerdotes que —en todas las
partes del mundo, en situaciones incluso las más difíciles y a veces
dramáticas, y siempre en el gozoso esfuerzo de fidelidad al Señor y del
incansable servicio a su grey— ofrecen a diario su propia vida por el
crecimiento de la fe, de la esperanza y de la caridad en el corazón y en la
historia de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Vosotros, amadísimos sacerdotes, hacéis esto porque el mismo Señor, con la
fuerza de su Espíritu, os ha llamado a presentar de nuevo, en los vasos de
barro de vuestra vida sencilla, el tesoro inestimable de su amor de buen
Pastor.
En comunión con los Padres sinodales y en nombre de todos los Obispos del
mundo y de toda la comunidad eclesial, os expreso todo el reconocimiento que
vuestra fidelidad y vuestro servicio se merecen[233].
Y mientras deseo a todos vosotros la gracia de renovar cada día el carisma
de Dios recibido con la imposición de las manos (cf. 2 Tim 1, 6); de sentir
el consuelo de la profunda amistad que os vincula con Cristo y os une entre
vosotros; de experimentar el gozo del crecimiento de la grey de Dios en un
amor cada vez más grande a Él y a todos los hombres; de cultivar el sereno
convencimiento de que el que ha comenzado en vosotros esta obra buena la
llevará a cumplimiento hasta el día de Cristo Jesús (cf. Flp 1, 6); con
todos y cada uno de vosotros me dirijo en oración a María, madre y educadora
de nuestro sacerdocio.
Cada aspecto de la formación sacerdotal puede referirse a María como la
persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios;
que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su
corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad; que
ha sido llamada a la educación del único y eterno Sacerdote, dócil y sumiso
a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen
santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida
sacerdotal en la Iglesia.
Por eso, nosotros los sacerdotes estamos llamados a crecer en una sólida y
tierna devoción a la Virgen María, testimoniándola con la imitación de sus
virtudes y con la oración frecuente.
O
h María,
Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes:
acepta este título con el que hoy te honramos
para exaltar tu maternidad
y contemplar contigo
el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos,
oh Santa Madre de Dios.
Madre de Cristo,
que al Mesías Sacerdote diste un cuerpo de carne
por la unción del Espíritu Santo
para salvar a los pobres y contritos de corazón:
custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes,
oh Madre del Salvador.
Madre de la fe,
que acompañaste al templo al Hijo del hombre,
en cumplimiento de las promesas
hechas a nuestros Padres:
presenta a Dios Padre, para su gloria,
a los sacerdotes de tu Hijo,
oh Arca de la Alianza.
Madre de la Iglesia,
que con los discípulos en el Cenáculo
implorabas el Espíritu
para el nuevo Pueblo y sus Pastores:
alcanza para el orden de los presbíteros
la plenitud de los dones,
oh Reina de los Apóstoles.
Madre de Jesucristo,
que estuviste con Él al comienzo de su vida
y de su misión,
lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,
lo acompañaste en la cruz,
exhausto por el sacrificio único y eterno,
y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo:
acoge desde el principio
a los llamados al sacerdocio,
protégelos en su formación
y acompaña a tus hijos
en su vida y en su ministerio,
oh Madre de los sacerdotes. Amén.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo —solemnidad de la
Anunciación del Señor— del año 1992, décimo cuarto de mi Pontificado.
JOANNES PAULUS PP. II
NOTAS
[1] Proposición 2.
[2] Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990),
5: L'Osservatore Romano,edición en lengua española, 2 de noviembre de 1990,
pág. 11
[3] Cf. Proposición 1.
[4] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 28; Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros
Presbyterorum Ordinis, Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius.
[5] Ratio fundamentalis institutionis
sacerdotalis (6 enero 1970): AAS 62 (1970), 321-384.
[6] Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990),
3: l.c.
[7] Ibid., 1: l.c.
[8] Mensaje de los Padres sinodales al Pueblo de
Dios (28 octubre 1990), III: L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 2 de noviembre de 1990, pág. 12.
[9] Ángelus (14 enero 1990), 2: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 21 de enero de 1990, pág. 4.
[10] Ibid., 3: l.c.
[11] Cf. Proposición 3.
[12] Pablo VI, Homilía en la IX sesión pública
del Conc. Ecum. Vat. II (7 diciembre 1965): AAS 58 (1966), 55.
[13] Cf. Proposición 3.
[14] Cf. ibid.
[15] Cf. Sínodo de los Obispos, La formación de
los sacerdotes en las circunstancias actuales - Lineamenta, 5-6.
[16] Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 4.
[17] Cf. Sínodo de los Obispos, VIII Asam. Gen.
Ord. Mensaje de los Padres sinodales al pueblo de Dios (28 octubre 1990), I:
l.c.
[18] Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990),
4: l.c.; cf. Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del
Jueves Santo 1991 (10 marzo 1991): L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 15 marzo de 1991.
[19] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium; Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
Ordinis; Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius; S.
Congregación para la Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis
sacerdotalis (6 enero 1970): l.c. 321-384; Sínodo de los Obispos, II Asam.
Gen. Ord., 1971.
[20] Proposición 7.
[21] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 5.
[22] Exhort. ap. post-sinodal Christifideles
laici (30 diciembre 1988), 8: AAS 81 (1989), 405; cf. Sínodo de los Obispos
II Asam. Gen. Extraord., 1985.
[23] Cf. Proposición7.
[24] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el
ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 7-8.
[25] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre
la Iglesia Lumen gentium, 1.
[26] Cf. Proposición 7.
[27] Ibid.
[28] Proposición 7.
[29] Sínodo de los Obispos VIII Asam. Gen. Ord.,
La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, «Instrumentum
laboris», 16; cf. Proposición 7.
[30] Ángelus (25 febrero 1990): L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 4 de marzo de 1990, pág. 12.
[31] Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de
los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 7-9.
[32] Ibid, 8; cf. Proposición 7.
[33] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el
ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 9.
[34] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre
la Iglesia Lumen gentium, 10.
[35] Cf. Proposición 7.
[36] Decreto sobre el ministerio y vida de los
presbíteros Presbyterorum Ordinis, 10.
[37] Decreto sobre la formación sacerdotal
Optatam totius, 20.
[38] Cf. Proposición 12.
[39] Mensaje de los Padres sinodales al Pueblo de
Dios (28 octubre 1990), III: l.c.
[40] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
40.
[41] Decreto sobre el ministerio y vida de los
presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.
[42] Sermo 340, 1: PL 38, 1483.
[43] Ibid.: l.c.
[44] Cf. Proposición 8.
[45] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el
ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 2; 12.
[46] Cf. Proposición 8.
[47] Sermo Morin Guelferbytanus, 32, 1: PLS 2,
637.
[48] Misal Romano, Antífona de comunión de la
Misa del IV domingo de Pascua.
[49] Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto
1988), 26: AAS 80 (1988), 1715-1716.
[50] Proposición 7.
[51] Homilía durante la adoración eucarística en
Seúl (7 octubre 1989), 2: Insegnamenti XII/2 (1989), 785; L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 15 de octubre de 1989, pág. 2.
[52] S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus
123,5: CCL 36, 678.
[53] A los sacerdotes participantes en un
encuentro convocado por la Conf. Episcopal Italiana (4 noviembre 1980):
Insegnamenti, III/ 2 (1980), 1055.
[54] Decreto sobre el ministerio y vida de los
presbíteros Presbyterorum Ordinis, 14.
[55] Ibid.
[56] Ibid.
[57] Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii
nuntiandi (8 diciembre 1975), 75: AAS 68 (1976), 64-67.
[58] Cf. Proposición 8.
[59] Decreto sobre el ministerio y vida de los
presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.
[60] In Iohannis Evangelium Tractatus 123, 5:
l.c.
[61] Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de
los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.
[62] Ibid. 5.
[63] Cf. Conc. Ecum. Trident. Decretum de
iustificatione, cap. 7; Decretum de sacramentis, can. 6, (DS 1529; 1606).
[64] Decreto sobre el ministerio y vida de los
presbíteros Presbyterorum Ordinis, 12.
[65] S. Agustín, Sermo de Nat. sanct. Apost.
Petri et Pauli ex Evangelio in quo ait: Simon Iohannis diligis me?: ex
Bibliot. Casin. in Miscellanea Augustiniana, vol. I, dir. G. Morin O.S.B.,
Roma, Tip. Poligl. Vat., 1930, p. 404.
[66] Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de
los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 4-6; 13.
[67] Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii
nuntiandi (8 diciembre 1975). 15: l.c., 13-15.
[68] Cf. Const. dogm. sobre la divina revelación
Dei Verbum, 8; 10.
[69]Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el
ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 5.
[70] Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et
paenitentia (2 diciembre 1984), 31, VI: AAS 77 (1985), 265-266.
[71] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el
ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 6.
[72] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre
la Iglesia Lumen gentium, 42.
[73] Cf. Proposición 9.
[74] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el
ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 15.
[75] Cf. ibid.
[76] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
42.
[77] Exhort. ap. Familiaris consortio (22
noviembre 1981), 16: AAS 74 (1982), 98.
[78] Proposición 11.
[79] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el
ministerio y vida de los presbíteros, Presbyterorum Ordinis, 16.
[80] Ibid.
[81] Proposición 8.
[82] Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de
los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 17.
[83] Proposición 10.
[84] Ibid.
[85] Cf. S. Congregación para los Religiosos y
los Institutos Seculares y S. Congregación para los Obispos, Notas
directivas para las relaciones mutuas entre los Obispos y los religiosos en
la Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978), 18: AAS 70 (1978), 484-485.
[86] Cf. Proposición 25; 38.
[87] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre
la sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 10.
[88] cf. Proposición 12.
[89] Carta Enc. Redemptoris missio, (7 diciembre
1990), 67: AAS 83 (1991) 315-316.
[90] Decreto sobre el ministerio y vida de los
presbíteros Presbyterorum Ordinis, 10.
[91] Homilía a 5.000 sacerdotes provenientes de
todo el mundo (9 octubre 1984), 2: Insegnamenti, VII/2 (1984), 839;
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de octubre de 1984,
pág. 9.
[92] Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990),
5: l.c.
[93] Cf. Proposición 6.
[94] Cf. Proposición 13.
[95] Cf. Proposición 4.
[96] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 9.
[97] Ibid.
[98] S. Cipriano, De dominica Oratione, 23: CCL
3/A, 105.
[99] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el
apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem, 3.
[100] Proposición 5.
[101] Ángelus (3 diciembre 1989), 2:
Insegnamenti, XII/2 (1989), 1417;L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 10 de dicembre de 1989, pág. 4
[102] Mensaje para la V Jornada mundial de
oración por las vocaciones sacerdotales (19 abril 1968): Insegnamenti, VI
(1968), 134-135.
[103] Cf. Proposición 5.
[104] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 10; Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros
Presbyterorum Ordinis, 12.
[105] Cf. Proposición, 13.
[106] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la
Iglesia el mundo actual Gaudium et spes, 16.
[107] Misal Romano, Colecta de la Misa por las
vocaciones a las Órdenes sagradas.
[108] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la
sagrada liturgia Sacrosanctum concilium, 10.
[109] Proposición 15.
[110] Ibid.
[111] Cf. C.I.C can. 220: «A nadie es lícito
(...) violar el derecho de cada persona a proteger su propia intimidad»; cf.
can. 642.
[112] Decreto sobre la formación sacerdotal
Optatam totius, 2.
[113] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el
oficio pastoral de los obispos en la Iglesia Christus Dominus, 15.
[114] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la
formación sacerdotal Optatam totius 2.
[115] Decreto sobre el ministerio vida de los
presbíteros Presbyterorum Ordinis, 6.
[116] Ibid., 11.
[117] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la
formación sacerdotal Optatam totius, 2.
[118] Proposición 14.
[119] Proposición 15.
[120] Cf. Proposición 16.
[121] Mensaje para la XXII Jornada mundial de
oración por las vocaciones sacerdotales (13 abril 1985) 1: AAS 77 (1985)
982.
[122] Mensaje de los Padres sinodales al Pueblo
de Dios (28 octubre 1990) IV: l.c.
[123] Proposición 21.
[124] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la
formación sacerdotal Optatam totius, 11; Decreto sobre el ministerio y vida
de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 3; S. Congregación para la
Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero
1970), 51: l.c., 356-357.
[125] Cf. Proposición 21.
[126] Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979)
10: AAS 71 (1979), 274.
[127] Exhort. ap. Familiaris consortio (22
noviembre 1981) 37: l.c., 128.
[128] Ibid.
[129] Proposición 21.
[130] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre
la Iglesia el mundo actual Gaudium et spes, 24.
[131] Cf. Proposición 21.
[132] Proposición 22.
[133] Cf. S. Agustín, Confes., I. 1: CSEL 33, 1.
[134]Sínodo de los Obispos, VIII Asam. Gen. Ord.
La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales «Instrumentum
laboris», 30.
[135] Proposición 22.
[136] Proposición 23.
[137] Decreto sobre la formación sacerdotal
Optatam totius, 8.
[138] Const. dogm. sobre la divina rivelación Dei
Verbum, 24.
[139] Ibid., 2.
[140] Const. dogm. sobre la divina revelación Dei
Verbum, 25.
[141] Ángelus (4 marzo 1990), 2-3: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 11 de marzo de 1990, pág. 1.
[142] Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la
sagrada liturgia Sacrosanctum concilium, 14.
[143] S. Agustín, In Iohannis Evangelium
Tractatus 26, 13:l.c., 266.
[144] Liturgia de las Horas, Antífona al
«Magnificat» de las segundas Vísperas en la Solemnidad del S. Cuerpo y
Sangre de Cristo.
[145] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el
ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 13.
[146] Ángelus (1 julio 1990), 3: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 8 de julio de 1990, pág. 12.
[147] Proposición 23.
[148] Ibid.
[149] Cf. Ibid.
[150] Decreto sobre la formación sacerdotal
Optatam totius, 9.
[151] S. Congregación para la Educación Católica,
Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero 1970), l.c., 354.
[152] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la
formación sacerdotal Optatam totius, 10.
[153] Ibid.
[154] Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia
con ocasión del Jueves Santo (8 abril 1979): Insegnamenti II/I (1979),
841-862; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de abril de
1979, pág. 1.
[155] Proposición 24.
[156] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la
Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 15.
[157] Proposición 26.
[158] Cf. Decreto sobre la formación sacerdotal
Optatam totius, 16.
[159] La formación de los sacerdotes en las
circunstancias actuales «Instrumentum laboris», 39.
[160]. Cf. Congregación para la Educación
Católica, Carta a los obispos sobre la enseñanza de la filosofía en los
seminarios (20 enero 1972).
[161] «Desideravi intellectu videre quod credidi
et multum disputavi et laboravi», De Trinitate XV, 28: CCL 50/A, 534.
[162] Discurso a los participantes en la XXI
Semana Bíblica italiana (25 septiembre 1970): AAS 62 (1970), 618.
[163] Proposición 26.
[164]«Fides, quae est quasi habitus theologiae»:
In Lib. Boetii de Trinitate V, 4, ad 8.
[165] Cf. S. Tomás de Aquino, In I Sent., Q. 1,
a. 2.
[166] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo Donum veritatis (24 mayo
1990), 11; 40: AAS 82 (1990), 1554-1555; 1568-1569.
[167] Decreto sobre la formación sacerdotal
Optatam totius, 14.
[168] Itineranium mentis in Deum, Prol., n. 4:
Opera omnia, tomus V, Ad Claras Aquas 1891, 296.
[169] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la
formación sacerdotal Optatam totius, 16.
[170] Carta Enc. Sollicitudo rei socialis (30
diciembre 1987), 41: AAS 80 (1988), 571.
[171] Cf. Carta Enc. Centesimus annus (1 mayo
1991), 54: AAS 83 (1991), 859-860.
[172] Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo Donum veritatis (24 mayo
1990), 21: l.c., 1559.
[173] Proposición 26.
[174] Así, por ejemplo, escribía S. Tomás de
Aquino: «Es necesario atenerse más a la autoridad de la Iglesia que a la
autoridad de Agustín o de Jerónimo o de cualquier otro Doctor»: Summa
Theol., II-II, q. 10, a. 12; añade que nadie puede defenderse con la
autoridad de Jerónimo o de Agustín o de cualquier otro Doctor en contra de
la autoridad de Pedro: cf. Ibid. II-II, q. 11, a. 2 ad 3.
[175] Proposición 32.
[176] Cf. Carta Enc. Redemptoris missio (7
diciembre 1990) 67: l.c., 315-316.
[177] Cf. Proposición 32.
[178]Proposición 27.
[179] Decreto sobre la formación sacerdotal
Optatam totius, 4.
[180] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dog. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 48.
[181] Explanatio Apocalypsis, lib. II, 12: PL 93,
166.
[182] Cf. Proposición 28.
[183] Ibid.
[184] Decreto sobre el ministerio y vida de los
presbíteros Presbyterorum Ordinis, 9; cf. Exhort. Ap. Christifideles laici
(30 diciembre 1988), 61: l.c., 512-514.
[185] Proposición 28.
[186] Cf. Ibid.
[187] Cf. Carta Enc. Redemptoris missio (7
diciembre 1990) 678: l.c., 315-316.
[188] Cf. Decreto sobre la formación sacerdotal
Optatam totius, 4.
[189] Proposición 20.
[190] Ibid.
[191] Ibid.
[192] Ibid.
[193] Cf. Discurso a los alumnos y ex-alumnos del
Colegio Capránica (21 enero 1983): Insegnamenti VI/I (1983) 173-178;
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de abril de 1983, pág.
11.
[194] Proposición 20.
[195] Ibid.
[196] Proposición 19.
[197] Ibid.
[198] In Iohannem Evangelistam Expositio, c. 21,
lect. V, 2.
[199] Decreto sobre la formación sacerdotal
Optatam totius, 3.
[200] Cf. Proposición 17.
[201] Cf. Congregación para la Educación
Católica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero 1970) 19:
l.c., 342.
[202] Decreto sobre el ministerio y vida de los
presbíteros Presbyterorum Ordinis, 7.
[203] Proposición 29.
[204] Ibid.
[205] Cf. Proposición 23.
[206] Cf. Exhort. Ap. post-sinodal Christifideles
laici (30 diciembre 1988), 61; 63: l.c., 512-514; 517-518; Cart. ap.
Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 29-31: l.c., 1721-1729.
[207] Cf. Proposición 29.
[208] Proposición 30.
[209] Ibid.
[210] Cf. Proposición 25.
[211] Discurso a los sacerdotes colaboradores con
el movimiento «Comunión y Liberación» (12 septiembre 1985): AAS 78 (1986),
256; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de septiembre de
1985, pág. 11.
[212] Cf. Proposición 25.
[213] Encuentro con los representantes del clero
suizo en Einsiedeln (15 junio 1984), 10: Insegnamenti VII/I (1984), 1798;
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de julio de 1984, pág.
14.
[214] Cf. S. Agustín, In Iohannis Evangelium
Tractatus. 123, 5: l.c., 678-680.
[215] Cf. Proposición 31.
[216] S. Carlos Borromeo, Acta Ecclesiae
Mediolanensis, Milán 1559, 1178.
[217] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre
la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.
[218] Sínodo de los Obispos Asam. Gen. Ord., La
formación de los presbíteros en las circunstancias actuales «Instrumentum
laboris», 55.
[219] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el
ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 6.
[220] Carta Enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964)
III: AAS 56 (1964), 647.
[221] Cf. Congregación para el Clero, Notas
directivas para la promoción de la cooperación mutua entre las Iglesias
particulares y especialmente para la distribución más adecuada del clero
Postquam apostoli (25 marzo 1980): AAS 72 (1980), 343-364.
[222] Proposición 39.
[223] Proposición 34.
[224] Ibid.
[225] Ibid.
[226] Cf. Proposición 38; Conc. Ecum. Vat. II,
Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis,
1; Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 1; Congregación
para los Religiosos y los Institutos Seculares y Congregación para los
Obispos, Notas directivas para las relaciones mutuas entre los Obispos y los
religiosos en la Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978) 2; 10: l.c., 475;
479-480.
[227] Proposición 35.
[228] Ibid.
[229] Cf. Proposición 36.
[230] Sínodo de los Obispos VIII Asam. Gen. Ord.,
La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales, «Instrumentum
laboris», 60; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el oficio pastoral de
los Obispos en la Iglesia Christus Dominus, 30; Decreto sobre el ministerio
y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 8; C.I.C., can. 550, 2.
[231] Proposición 37.
[232] J. B. Montini, Carta pastoral Sobre el
sentido moral, 1961.
[233] Cf. Proposición 40.