El Purgatorio purificación necesaria para el encuentro con Dios
Catequesis de Juan Pablo II
Miércoles 4 de agosto
1.
Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, a partir de la opción
definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una
alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece
alejado de su presencia.
Para cuantos se encuentran en la condición de apertura
a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena
requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la
doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la Iglesia católica,nn.
1030‑1032).
2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos
elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no
esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede
acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.
Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad física es particularmente exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17‑23). A esta integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de las personas como de la colectividad (cf. 1R 8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las obras (cf . Dt 10, 12 s).
La exigencia de integridad se impone evidentemente
después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con
Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación. Un
texto de san Pablo lo sugiere.
El Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que
se revelará el día del juicio, v dice: «Aquel, cuya obra, construida sobre
el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra
quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como
quien pasa a través del fuego» (1Co 3, 14‑15).
3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta es
necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por
ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que
evoca la obra salvífica rea izada por Dios en el pasado e invoca si
fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11‑13). La
figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se
caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de
muchos; al término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a
muchos», cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13‑53, 12, especialmente, 53,
11).
El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del
Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el pecador
confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser
purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la alabanza
divina (v. 17).
4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el
intercesor, que desempeña las funciones del sumo sacerdote el día de la
expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en él el sacerdocio presenta una
configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez en el santuario
celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 23‑26,
especialmente el v. 24). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, «v��ctima de
propiciación» por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).
Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros,
se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el
ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para
quien rechaza el amor y el perdón del Padre.
El ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de
presentarnos puros o íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo
llama «vínculo de la perfección» (Col 3, 14).
5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la
exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5,
48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e
irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de
nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1Ts 3, 12 s). Por otra
parte, estamos invitados a «purificamos de toda mancha de la carne y del
espíritu» (2Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere
una pureza absoluta.
Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y
corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y
precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el
purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida.
Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en
el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (cf.
concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis:
Denzinger‑Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de
justificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).
Hay que precisar que el estado de purificación no es
una prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se
diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de
la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el
concilio Vaticano 11, que enseña: «Como no sabemos ni el día ni la hora, es
necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así,
terminada
única carrera que es nuestra vida en tierra (cf. Hb 9,
27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y
no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las
tinieblas exteriores, donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt 22, 13
y 25, 30)» (Lumen gentium, 48).
6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto
importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la
dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de
purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan
plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo
hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032).
Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.