El cristianismo, religión del amor: Mensaje de Juan Pablo II, Varsovia, en la fiesta del Sagrado Corazón
Mensaje de Juan Pablo II, Varsovia, en la fiesta del Sagrado Corazón, 11 de
junio de 1999 en el
Centenario de la consagración del género humano al Sagrado Corazón realizada
por León XIII
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. La celebración del centenario de la consagración del género humano al
Sagrado Corazón de Jesús, establecida para toda la Iglesia por mi predecesor
León XIII con la carta encíclica Annum sacrum (25 de mayo de 1899: Leonis
XIII P. M. Acta, XIX [1899] 71-80), y que tuvo lugar el 11 de junio de 1899,
nos impulsa en primer lugar a dar gracias «al que nos ama y nos ha librado
de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho
sacerdotes de Dios, su Padre» (Ap 1,5-6).
Esta feliz circunstancia es, además, muy oportuna para reflexionar en el
significado y el valor de ese importante acto eclesial. Con la
encíclicaAnnum sacrum, el Papa León XIII confirmó cuanto habían hecho sus
predecesores para conservar religiosamente y dar mayor relieve al culto y a
la espiritualidad del Sagrado Corazón. Además, con la consagración quería
conseguir «insignes frutos en primer lugar para la cristiandad, pero también
para toda la sociedad humana» (ib., o.c., p.71). Al pedir que no sólo fueran
consagrados los creyentes, sino también todos los hombres, imprimía una
orientación y un sentido nuevos a la consagración que, desde hacía ya dos
siglos, practicaban personas, grupos, diócesis y naciones.
Por tanto, la consagración del género humano al Corazón de Jesús fue
presentada por León XIII como «cima y coronación de todos los honores que se
solían tributar al Sacratísimo Corazón» (ib., o.c., p.72). Como explica la
encíclica, esa consagración se debe a Cristo Redentor del género humano, por
lo que él es en sí y por cuanto ha hecho por todos los hombres. El creyente,
al encontrar en el Sagrado Corazón el símbolo y la imagen viva de la
infinita caridad de Cristo, que por sí misma nos mueve a amarnos unos a
otros, no puede menos de sentir la exigencia de participar personalmente en
la obra de la salvación. Por eso, todo miembro de la Iglesia está invitado a
ver en la consagración una entrega y una obligación con respecto a
Jesucristo, Rey «de los hijos pródigos», Rey que llama a todos «al puerto de
la verdad y a la unidad de la fe», y Rey de todos los que esperan ser
introducidos «en la luz de Dios y en su reino» (Fórmula de consagración). La
consagración así entendida se ha de poner en relación con la acción
misionera de la Iglesia misma, porque responde al deseo del Corazón de Jesús
de propagar en el mundo, a través de los miembros de su Cuerpo, su entrega
total al Reino, y unir cada vez más a la Iglesia en su ofrenda al Padre y en
su ser para los demás.
La validez de cuanto tuvo lugar el 11 de junio de 1899 ha sido confirmada
con autoridad en lo que han escrito mis predecesores, ofreciendo
profundizaciones doctrinales acerca del culto al Sagrado Corazón y
disponiendo la renovación periódica del acto de consagración. Entre ellos,
me complace recordar al santo sucesor de León XIII, el Papa Pío X, que en
1906 dispuso renovarla todos los años; al Papa Pío XI, de venerada memoria,
que se refirió a ella en las encíclicas Quas primas, en el marco del Año
santo 1925, y Miserentissimus Redemptor, y a su sucesor, el siervo Dios Pío
XII, que trató de ella en las encíclicas Summi Pontificatus y Haurietis
aquas. De igual modo, el siervo de Dios Pablo VI, a la luz del concilio
Vaticano II, habló de ella en la carta apostólica Investigabiles divitias y
en la carta Diserti interpretes, que dirigió el 25 de mayo de 1965 a los
superiores mayores de los institutos dedicados al Corazón de Jesús.
También yo he invitado muchas veces a mis hermanos en el episcopado, a los
presbíteros, a los religiosos y a los fieles a cultivar en su vida las
formas más genuinas del culto al Corazón de Cristo. En este año dedicado a
Dios Padre, recuerdo cuanto escribí en la encíclica Dives in misericordia:
«La Iglesia parece profesar de manera particular la misericordia de Dios y
venerarla dirigiéndose al Corazón de Cristo. En efecto, precisamente al
acercarnos a Cristo en el misterio de su corazón nos permite detenernos en
este punto -en cierto sentido central y al mismo tiempo accesible en el
plano humano- de la revelación del amor misericordioso del Padre, que ha
constituido el núcleo central de la misión mesiánica del Hijo del Hombre»
(n. 13). Con ocasión de la solemnidad del Sagrado Corazón y del mes de
junio, he exhortado a menudo a los fieles a perseverar en la práctica de
este culto, que «en nuestros días, cobra una actualidad extraordinaria»,
porque «precisamente del Corazón del Hijo de Dios, muerto en la cruz, ha
brotado la fuente perenne de la vida que da esperanza a todo hombre. Del
Corazón de Cristo crucificado nace la nueva humanidad, redimida del pecado.
El hombre del año 2000 tiene necesidad del Corazón de Cristo para conocer a
Dios y para conocerse a sí mismo; tiene necesidad de él para construir la
civilización del amor». (Catequesis durante la audiencia general del
miércoles 8 de junio de 1994, n.2: L’Osservatore Romano, edición en lengua
española, 10 de junio de 1994, p.3).
La consagración del género humano realizada en el año 1899 constituye un
paso extraordinario relieve en el camino de la Iglesia, y todavía hoy se
puede renovar cada año en la fiesta del Sagrado Corazón. Esto vale también
para el acto de reparación que se suele rezar en la fiesta de Cristo Rey.
Siguen siendo actuales las palabras de León XIII: «Así pues, se debe
recurrir a Aquel que es el camino, la verdad y la vida. Si nos hemos
desviado: debemos volver al camino; si se han ofuscado las mentes, es
preciso disipar la oscuridad con la luz de la verdad; y si la muerte ha
prevalecido, hay que hacer que triunfe la vida» (Annum sacrum, o.c., p. 78).
¿No es éste el programa del concilio Vaticano II y el de mi pontificado?
2. En nuestra preparación para celebrar el gran jubileo del año 2000, este
centenario nos ayuda a contemplar con esperanza nuestra humanidad y a
vislumbrar el tercer milenio iluminado con la luz del misterio de Cristo,
«camino, verdad y vida» (Jn 14, 6).
Al constatar que «los desequilibrios que sufre el mundo moderno están
relacionados con aquel otro desequilibrio más fundamental que tiene sus
raíces en el corazón del hombre» (Gaudium et spes, 10), la fe descubre
felizmente que «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del
Verbo encarnado» (ib., 22), puesto que «el Hijo de Dios, con su encarnación,
se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre,
pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre y amó con
corazón de hombre» (ib.). Dios ha dispuesto que el bautizado, «asociado al
misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo y fortalecido por la
esperanza, llegue a la resurrección. Esto vale no sólo para los cristianos,
sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón actúa
la gracia de modo invisible» (ib.). «Todos los hombres -como recuerda
también el Concilio- están llamados a esta unión con Cristo, que es la luz
del mundo. De él venimos, por él vivimos y hacia él caminamos» (Lumen
gentium, 3).
En la constitución dogmática sobre la Iglesia, se dice magistralmente que
«los bautizados, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo,
quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para que
ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios
espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a
su luz admirable (cf. 1 P 2, 4-10). Por tanto, todos los discípulos de
Cristo, en oración continua y en alabanza a Dios (cf. Hch 2, 42-47), han de
ofrecerse a sí mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm
12,1). Deben dar testimonio de Cristo en todas partes y han de dar razón de
su esperanza de la vida eterna a quienes se la pidan (cf. 1 P 3,15)» (ib.,
10).
Frente a la tarea de la nueva evangelización, el cristiano que, contemplando
el Corazón de Cristo, Señor del tiempo y de la historia, se consagra a él y
la vez consagra a sus hermanos, se redescubre portador de su luz. Animado
por su espíritu de servicio, contribuye a abrir a todos los seres humanos la
perspectiva de ser elevados hacia su plenitud personal y comunitaria. «Junto
al Corazón de Cristo, el corazón del hombre aprende a conocer el sentido
verdadero y único de su vida y de su destino, a comprender el valor de una
vida auténticamente cristiana, a evitar ciertas perversiones del corazón
humano, a unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo» (Carta al
prepósito general de la Compañía de Jesús, 5 de octubre de 1986:
L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de octubre de 1986, p.
4).
Deseo expresar mi aprobación y mi aliento a cuantos, de cualquier manera,
siguen cultivando, profundizando y promoviendo en la Iglesia el culto al
Corazón de Cristo, con lenguaje y formas adecuados a nuestro tiempo, para
poder transmitirlo a las generaciones futuras con el espíritu que siempre lo
ha animado. Se trata aún hoy de guiar a los fieles para que contemplen con
sentido de adoración el misterio de Cristo, Hombre-Dios, a fin de que
lleguen a ser hombres y mujeres de vida interior, personas que sientan y
vivan la llamada a la vida nueva, a la santidad y a la reparación, que es
cooperación apostólica a la salvación del mundo; personas que se preparen
para la nueva evangelización, reconociendo que el Corazón de Cristo es el
corazón de la Iglesia: urge que el mundo comprenda que el cristianismo es la
religión del amor.
El corazón del Salvador invita a remontarse al amor del Padre, que es el
manantial de todo amor auténtico: «En esto consiste el amor: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo
como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). Jesús recibe
incesantemente del Padre, rico en misericordia y compasión, el amor que él
prodiga a los hombres (cf. Ef 2, 4; St 5, 11). Su Corazón revela
particularmente la generosidad de Dios con el pecador. Dios, reaccionando
ante el pecado, no disminuye su amor, sino que lo ensancha en un movimiento
de misericordia que se transforma en iniciativa de redención.
La contemplación del Corazón de Jesús en la Eucaristía impulsará a los
fieles a buscar en este Corazón el misterio inagotable del sacerdocio de
Cristo y de la Iglesia. Les hará gustar, en comunión con sus hermanos, la
suavidad espiritual de la caridad en su misma fuente. Ayudando a cada uno a
redescrubrir su bautismo, los hará más conscientes de su dimensión
apostólica, que deben vivir difundiendo la caridad y cumpliendo la misión
evangelizadora. Cada uno se empeñará más en pedir al Dueño de la mies (cf.
Mt 9, 38) que envíe a la Iglesia «pastores según su corazón» (Jr 3,15), los
cuales, enamorados de Cristo, buen Pastor, modelen su propio corazón a
imagen del suyo y estén dispuestos a ir por los senderos del mundo para
proclamar a todos que él es camino, verdad y vida (cf. Pastores dabo vobis,
82). A esto se añadirá la acción concreta, para que también muchos jóvenes
de hoy, dóciles a la voz del Espíritu Santo, aprendan a permitir que
resuenen en la intimidad de su corazón las grandes expectativas de la
Iglesia y de la humanidad, y respondan a la invitación de Cristo a
consagrarse juntamente con él, entusiastas y alegres, «por la vida del
mundo» (Jn 6, 51).
3. La coincidencia de este centenario con el último año de preparación para
el gran jubileo del año 2000, que tiene la «función de ampliar los
horizontes del creyente según la visión misma de Cristo: la visión del
“Padre celestial” (cf. Mt 5, 45)» (Tertio millennio adveniente, 49)
constituye una ocasión oportuna para presentar el Corazón de Jesús, «hoguera
ardiente de caridad, (...) símbolo e imagen expresiva del amor eterno con el
que “Dios tanto amó el mundo que le dio su Hijo unigénito” (Jn 3, 16)»
(Pablo VI, Investigabiles divitias, 5: AAS 57 [1965] 268). El Padre «es
amor» (1 Jn 4, 8.16), y el Hijo unigénito, Cristo, manifiesta su misterio,
al mismo tiempo que revela plenamente el hombre al hombre.
En el culto al Corazón de Jesús se ha cumplido la palabra profética a la que
se refiere san Juan: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37; cf. Za12, 10).
Es una mirada contemplativa, que se esfuerza por penetrar en la intimidad de
los sentimientos de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. En este culto
el creyente confirma y profundiza la acogida del misterio de la Encarnación,
en la que el Verbo se hizo solidario con los hombres y testigo de que Dios
los busca. Esta búsqueda nace en la intimidad de Dios, que «ama» al hombre
«eternamente en el Verbo y en Cristo lo quiere elevar a la dignidad de hijo
adoptivo» (Tertio millennio adveniente, 7).
Al mismo tiempo, la devoción al Corazón de Jesús escruta el misterio de la
Redención, para descubrir en él la dimensión de amor que animó su sacrificio
de salvación.
En el Corazón de Cristo es continua la acción del Espíritu Santo, a la que
Jesús atribuyó la inspiración de su misión (cf. Lc 4, 18; Is 61, 1) y cuyo
envío había prometido durante la última cena. Es el Espíritu el que ayuda a
captar la riqueza del signo del costado traspasado de Cristo, del que nació
la Iglesia (cf. Sacrosanctum Concilium, 5). «En efecto -como escribió Pablo
VI-, la Iglesia nació del Corazón abierto del Redentor y de ese Corazón se
alimenta, ya que Cristo “se entregó a sí mismo por ella, para santificarla,
purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra” (Ef 5,
25-26)» (Carta Diserti interpretes, a los superiores mayores de los
institutos dedicados al Corazón de Jesús, 25 de mayo de 1965). De igual
modo, por medio del Espíritu Santo, el amor del Corazón de Jesús se derrama
en los corazones de los hombres (cf. Rm 5, 5) y los impulsa a la adoración
de su «inescrutable riqueza» (Ef 3, 8) y a la súplica filial y confiada al
Padre (cf. Rm 8, 15-16), a través del Resucitado, «siempre vivo para
interceder en su favor» (Hb 7, 25).
4. El culto al Corazón de Cristo, «sede universal de la comunión de Dios
Padre (...), sede del Espíritu Santo» (Catequesis durante la audiencia
general del miércoles 8 de junio de 1994, n. 2: L’Osservatore Romano,
edición en lengua española, 10 de junio de 1994, p. 3), tiende a reforzar
nuestros vínculos con la santísima Trinidad. Por tanto, la celebración del
centenario de la consagración del género humano al Sagrado Corazón prepara a
los fieles para el gran jubileo, no sólo por lo que se refiere a su objetivo
de «glorificación de la Trinidad, de la que todo procede y a la que todo se
dirige en el mundo y en la historia» (Tertio millennio adveniente, 55), sino
también por lo que atañe a su orientación a la Eucaristía (cf. ib), en que
la vida que Cristo vino a traer en abundancia (cf. Jn 10, 10) se comunica a
quienes comerán de él para vivir de él (cf. Jn 6,57). Toda la devoción al
Corazón de Jesús en sus diversas manifestaciones es profundamente
eucarística: se expresa en ejercicios piadosos que estimulan a los fieles a
vivir en sintonía con Cristo, «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29), y se
profundiza en la adoración. Está arraigada y encuentra su culminación en la
participación en la santa misa, sobre todo en la dominical, en la que los
creyentes, reunidos fraternalmente en la alegría y escuchando la palabra de
Dios, aprenden a realizar con Cristo la entrega de sí y de toda su vida (cf.
Sacrosanctum Concilium, 48), se alimentan del banquete pascual del Cuerpo y
la Sangre del Redentor y, compartiendo plenamente el amor que palpita en su
Corazón, se esfuerzan por ser cada vez más evangelizadores y testigos de
solidaridad y esperanza.
Demos gracias a Dios, nuestro Padre, que nos ha revelado su amor en el
Corazón de Cristo y nos ha consagrado con la unción del Espíritu Santo (cf.
Lumen gentium, 10), de modo que, unidos a Cristo, adorándolo en todo lugar y
actuando santamente, le consagremos el mundo (cf. ib., 34) y el nuevo
milenio.
Conscientes del gran desafío que tenemos ante nosotros, invoquemos la ayuda
de la santísima Virgen, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia. Que ella guíe
al pueblo de Dios más allá del umbral del milenio que está a punto de
comenzar; lo ilumine por los caminos de la fe, la esperanza y la caridad; y,
especialmente, ayude a todos los cristianos a vivir con generosa coherencia
su consagración a Cristo, que tiene su fundamento en el sacramento del
bautismo y que se confirma oportunamente en la consagración personal al
Sacratísimo Corazón de Jesús, el único en quien la humanidad puede encontrar
perdón y salvación.
L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de julio de 1999.