«Pastores Gregis»: Exhortación apostólica postsinodal de Juan Pablo II
SOBRE EL OBISPO SERVIDOR
DEL EVANGELIO DE JESUCRISTO
PARA LA ESPERANZA DEL MUNDO
INTRODUCCIÓN
1. Los Pastores de la grey son conscientes de que, en el cumplimiento de su
ministerio de Obispos, cuentan con una gracia divina especial. En el
Pontifical Romano, durante la solemne oración de ordenación, el Obispo
ordenante principal, después de invocar la efusión del Espíritu que gobierna
y guía, repite las palabras del antiguo texto de la Tradición Apostólica:
«Padre Santo, tú que conoces los corazones, concede a este servidor tuyo, a
quien elegiste para el episcopado, que sea un buen pastor de tu santa
grey».1 Sigue cumpliéndose así la voluntad del Señor Jesús, el Pastor
eterno, que envió a los Apóstoles como Él fue enviado por el Padre (cf. Jn
20, 21), y ha querido que sus sucesores, es decir los Obispos, fueran los
pastores de su Iglesia hasta el fin de los siglos.2
La imagen del Buen Pastor, tan apreciada ya por la iconografía cristiana
primitiva, estuvo muy presente en los Obispos venidos de todo el mundo, los
cuales se reunieron del 30 de septiembre al 27 de octubre de 2001 para la X
Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos. Cerca de la tumba del
apóstol Pedro, reflexionaron conmigo sobre la figura del Obispo, servidor
del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo. Todos estuvieron de
acuerdo en que la figura de Jesús, el Buen Pastor, es una imagen
privilegiada en la cual hay que inspirarse continuamente. En efecto, nadie
puede considerarse un pastor digno de este nombre «nisi per caritatem
efficiatur unum cum Christo».3 Ésta es la razón fundamental por la que «la
figura ideal del obispo con la que la Iglesia sigue contando es la del
pastor que, configurado con Cristo en la santidad de vida, se entrega
generosamente por la Iglesia que se le ha encomendado, llevando al mismo
tiempo en el corazón la solicitud por todas las Iglesias del mundo (cf. 2 Co
11, 28)».4
X Asamblea del Sínodo de los Obispos
2. Agradecemos, pues, al Señor que nos haya concedido la gracia de celebrar
una vez más una Asamblea del Sínodo de los Obispos y tener en ella una
profunda experiencia de ser Iglesia. A la X Asamblea General Ordinaria del
Sínodo de los Obispos, que tuvo lugar cuando estaba aún vivo el clima del
Gran Jubileo del año dos mil, al comienzo del tercer milenio cristiano, se
llegó después de una larga serie de asambleas; unas especiales, con la
perspectiva común de la evangelización en los diferentes continentes:
África, América, Asia, Oceanía y Europa; y otras ordinarias, las más
recientes, dedicadas a reflexionar sobre la gran riqueza que suponen para la
Iglesia las diversas vocaciones suscitadas por el Espíritu en el Pueblo de
Dios. En esta perspectiva, la atención prestada al ministerio propio de los
Obispos ha completado el cuadro de esa eclesiología de comunión y misión que
es necesario tener siempre presente.
A este respeto, los trabajos sinodales hicieron constantemente referencia a
la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el episcopado y el ministerio de
los Obispos, especialmente en el capítulo tercero de la Constitución
dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium y en el Decreto sobre el ministerio
pastoral de los Obispos Christus Dominus. De esta preclara doctrina, que
resume y desarrolla los elementos teológicos y jurídicos tradicionales, mi
predecesor de venerada memoria Pablo VI pudo afirmar justamente: «Nos parece
que la autoridad episcopal sale del Concilio reafirmada en su institución
divina, confirmada en su función insustituible, revalorizada en su potestad
pastoral de magisterio, santificación y gobierno, dignificada en su
prolongación a la Iglesia universal mediante la comunión colegial, precisada
en su propio lugar jerárquico, reconfortada por la corresponsabilidad
fraterna con los otros Obispos respecto a las necesidades universales y
particulares de la Iglesia, y más asociada, en espíritu de unión subordinada
y colaboración solidaria, a la cabeza de la Iglesia, centro constitutivo del
Colegio episcopal».5
Al mismo tiempo, según lo establecido por el tema señalado, los Padres
sinodales examinaron de nuevo el propio ministerio a la luz de la esperanza
teologal. Este cometido se consideró en seguida especialmente apropiado para
la misión del pastor, que en la Iglesia es ante todo portador del testimonio
pascual y escatológico.
Una esperanza fundada en Cristo
3. En efecto, cada Obispo tiene el cometido de anunciar al mundo la
esperanza, partiendo de la predicación del Evangelio de Jesucristo: la
esperanza «no solamente en lo que se refiere a las realidades penúltimas
sino también, y sobre todo, la esperanza escatológica, la que espera la
riqueza de la gloria de Dios (cf. Ef 1, 18) que supera todo lo que jamás ha
entrado en el corazón del hombre (cf. 1 Co 2, 9) y en modo alguno es
comparable a los sufrimientos del tiempo presente (cf. Rm 8, 18)».6 La
perspectiva de la esperanza teologal, junto con la de la fe y la caridad, ha
de moldear por completo el ministerio pastoral del Obispo.
A él corresponde, en particular, la tarea de ser profeta, testigo y servidor
de la esperanza.
Tiene el deber de infundir confianza y proclamar ante todos las razones de
la esperanza cristiana (cf. 1 P 3, 15). El Obispo es profeta, testigo y
servidor de dicha esperanza sobre todo donde más fuerte es la presión de una
cultura inmanentista, que margina toda apertura a la trascendencia. Donde
falta la esperanza, la fe misma es cuestionada. Incluso el amor se debilita
cuando la esperanza se apaga. Ésta, en efecto, es un valioso sustento para
la fe y un incentivo eficaz para la caridad, especialmente en tiempos de
creciente incredulidad e indiferencia. La esperanza toma su fuerza de la
certeza de la voluntad salvadora universal de Dios (cf. 1 Tm 2, 3) y de la
presencia constante del Señor Jesús, el Emmanuel, siempre con nosotros hasta
al final del mundo (cf. Mt 28, 20).
Sólo con la luz y el consuelo que provienen del Evangelio consigue un Obispo
mantener viva la propia esperanza (cf. Rm 15, 4) y alimentarla en quienes
han sido confiados a sus cuidados de pastor. Por tanto, ha de imitar a la
Virgen María, Mater spei, la cual creyó que las palabras del Señor se
cumplirían (cf. Lc 1, 45). Basándose en la Palabra de Dios y aferrándose con
fuerza a la esperanza, que es como ancla segura y firme que penetra en el
cielo (cf. Hb 6, 18-20), el Obispo es en su Iglesia como centinela atento,
profeta audaz, testigo creíble y fiel servidor de Cristo, «esperanza de la
gloria» (cf. Col 1, 27), gracias al cual «no habrá ya muerte ni habrá
llanto, ni gritos ni fatigas» (Ap 21, 4).
La Esperanza, cuando fracasan las esperanzas
4. Todos recordarán que las sesiones del Sínodo de los Obispos se
desarrollaron durante días muy dramáticos. En los Padres sinodales estaba
aún muy vivo el eco de los terribles acontecimientos del 11 de septiembre de
2001, que causaron innumerables víctimas inocentes e hicieron surgir en el
mundo graves e inusitadas situaciones de incertidumbre y de temor por la
civilización humana misma y la pacífica convivencia entre las naciones. Se
perfilaban nuevos horizontes de guerra y muerte que, sumándose a las
situaciones de conflicto ya existentes, manifestaban en toda su urgencia la
necesidad de invocar al Príncipe de la Paz para que los corazones de los
hombres volvieran a estar disponibles para la reconciliación, la solidaridad
y la paz.7
Junto con la plegaria, la Asamblea sinodal hizo oír su voz para condenar
toda forma de violencia e indicar en el pecado del hombre sus últimas
raíces. Ante el fracaso de las esperanzas humanas que, basándose en
ideologías materialistas, inmanentistas y economicistas, pretenden medir
todo en términos de eficiencia y relaciones de fuerza o de mercado, los
Padres sinodales reafirmaron la convicción de que sólo la luz del Resucitado
y el impulso del Espíritu Santo ayudan al hombre a poner sus propias
expectativas en la esperanza que no defrauda. Por eso proclamaron: «no
podemos dejarnos intimidar por las diversas formas de negación del Dios vivo
que, con mayor o menor autosuficiencia, buscan minar la esperanza cristiana,
parodiarla o ridiculizarla. Lo confesamos en el gozo del Espíritu: Cristo ha
resucitado verdaderamente. En su humanidad glorificada ha abierto el
horizonte de la vida eterna para todos los hombres que aceptan
convertirse».8
La certeza de esta profesión de fe ha de ser capaz de hacer cada día más
firme la esperanza de un Obispo, llevándole a confiar en que la bondad
misericordiosa de Dios nunca dejará de abrir caminos de salvación y de
ofrecerlos a la libertad de cada hombre. La esperanza le anima a discernir,
en el contexto donde ejerce su ministerio, los signos de vida capaces de
derrotar los gérmenes nocivos y mortales. La esperanza le anima también a
transformar incluso los conflictos en ocasiones de crecimiento, proponiendo
la perspectiva de la reconciliación. En fin, la esperanza en Jesús, el Buen
Pastor, es la que llena su corazón de compasión impulsándolo a acercarse al
dolor de cada hombre y mujer que sufre, para aliviar sus llagas, confiando
siempre en que podrá encontrar la oveja extraviada. De este modo el Obispo
será cada vez más claramente signo de Cristo, Pastor y Esposo de la Iglesia.
Actuando como padre, hermano y amigo de todos, estará al lado de cada uno
como imagen viva de Cristo, nuestra esperanza, en el que se realizan todas
las promesas de Dios y se cumplen todas las esperanzas de la creación.9
Servidor del Evangelio para la esperanza del mundo
5. Así pues, al entregar esta Exhortación apostólica, en la cual tomo en
consideración el acervo de reflexión madurado con ocasión de la X Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, desde los primeros Lineamenta
al Instrumentum Laboris; desde las intervenciones de los Padres sinodales en
el Aula a las dos Relaciones que las han introducido y compendiado; desde el
enriquecimiento de ideas y de experiencia pastoral, puesto de manifiesto en
los circuli minores, a las Propositiones que me han presentado al final de
los trabajos sinodales para que ofreciera a toda la Iglesia un documento
sobre el tema sinodal: El Obispo, servidor del Evangelio de Jesucristo para
la esperanza del mundo,10 dirijo un saludo fraterno y envío un beso de paz a
todos los Obispos que están en comunión con esta Cátedra, confiada primero a
Pedro para que fuera garante de la unidad y, como es reconocidos por todos,
presidiera en el amor.11
Venerados y queridos Hermanos, os repito la invitación que he dirigido a
toda la Iglesia al principio del nuevo milenio: Duc in altum! Más aún, es
Cristo mismo quien la repite a los Sucesores de aquellos Apóstoles que la
escucharon de sus propios labios y, confiando en Él, emprendieron la misión
por los caminos del mundo: Duc in altum (Lc 5, 4). A la luz de esta
insistente invitación del Señor «podemos releer el triple munus que se nos
ha confiado en la Iglesia: munus docendi, sanctificandi et regendi. Duc in
docendo. 'Proclama la palabra –diremos con el Apóstol–, insiste a tiempo y a
destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina' (2 Tm
4, 2). Duc in sanctificando. Las redes que estamos llamados a echar entre
los hombres son ante todo los sacramentos, de los cuales somos los
principales dispensadores, reguladores, custodios y promotores. Forman una
especie de red salvífica que libera del mal y conduce a la plenitud de la
vida. Duc in regendo. Como pastores y verdaderos padres, con la ayuda de los
sacerdotes y de otros colaboradores, tenemos el deber de reunir la familia
de los fieles y fomentar en ella la caridad y la comunión fraterna... Aunque
se trate de una misión ardua y difícil, nadie debe desalentarse. Con san
Pedro y con los primeros discípulos, también nosotros renovemos confiados
nuestra sincera profesión de fe: 'Señor, ¡en tu nombre, echaré las redes!'
(Lc 5, 5). ¡En tu nombre, oh Cristo, queremos servir a tu Evangelio para la
esperanza del mundo!».12
De este modo, viviendo como hombres de esperanza y reflejando en el propio
ministerio la eclesiología de comunión y misión, los Obispos deben ser
verdaderamente motivo de esperanza para su grey. Sabemos que el mundo
necesita de la «esperanza que no defrauda» (Rm 5, 5). Sabemos que esta
esperanza es Cristo. Lo sabemos, y por eso predicamos la esperanza que brota
de la Cruz.
Ave Crux spes unica! Que este saludo pronunciado en el Aula sinodal en el
momento central de los trabajos de la X Asamblea General del Sínodo de los
Obispos, resuene siempre en nuestros labios, porque la Cruz es misterio de
muerte y de vida. La Cruz se ha convertido para la Iglesia en «árbol de la
vida». Por eso anunciamos que la vida ha vencido la muerte.
En este anuncio pascual nos ha precedido una muchedumbre de santos Pastores
que in medio Ecclesiae han sido signos elocuentes del Buen Pastor. Por ello,
nosotros alabamos y damos gracias sin cesar a Dios omnipotente y eterno
porque, como cantamos en la liturgia, nos fortalecen con su ejemplo, nos
instruyen con su palabra y nos protegen con su intercesión.13 El rostro de
cada uno de estos santos Obispos, desde los comienzos de la vida de la
Iglesia hasta nuestros días, como dije al final de los trabajos sinodales,
es como una tesela que, colocada en una especie de mosaico místico, compone
el rostro de Cristo Buen Pastor. En Él, pues, ponemos nuestra mirada, siendo
también modelos de santidad para la grey que el Pastor de los Pastores nos
ha confiado, para ser cada vez con mayor empeño ministros del Evangelio para
la esperanza del mundo.
Contemplando el rostro de nuestro Maestro y Señor en el momento en que «amó
a los suyos hasta el extremo», todos nosotros, como el apóstol Pedro, nos
dejamos lavar los pies para tener parte con Él (cf. Jn 13, 1-9). Y, con la
fuerza que en la Santa Iglesia proviene de Él, repetimos en voz alta ante
nuestros presbíteros y diáconos, las personas consagradas y todos los
queridos fieles laicos: «vuestra esperanza no esté en nosotros, no esté en
los hombres. Si somos buenos, somos siervos; si somos malos, somos siervos;
pero si somos buenos, somos servidores fieles, servidores de verdad».14
Ministros del Evangelio para la esperanza del mundo.
CAPÍTULO I
MISTERIO Y MINISTERIO DEL OBISPO
«... y eligió doce de entre ellos» (Lc 6, 13)
6. El Señor Jesús, durante su peregrinación terrena, anunció el Evangelio
del Reino y lo inauguró en sí mismo, revelando su misterio a todos los
hombres.15 Llamó a hombres y mujeres para que lo siguieran y eligió entre
sus discípulos a doce para que «estuvieran con Él» (Mc 3, 14). El Evangelio
según san Lucas precisa que Jesús hizo esta elección tras una noche de
oración en el monte (cf. Lc 6, 12). El Evangelio según san Marcos, por su
parte, parece calificar dicha acción de Jesús como una decisión soberana, un
acto constitutivo que otorga identidad a los elegidos: «Instituyó Doce» (Mc
3, 14). Se desvela así el misterio de la elección de los Doce: es un acto de
amor, querido libremente por Jesús en unión profunda con el Padre y con el
Espíritu Santo.
La misión confiada por Jesús a los Apóstoles debe durar hasta el fin del
mundo (cf. Mt 28, 20), ya que el Evangelio que se les encargó transmitir es
la vida para la Iglesia de todos los tiempos. Precisamente por esto los
Apóstoles se preocuparon de instituir sucesores, de modo que, como dice san
Ireneo, se manifestara y conservara la tradición apostólica a través de los
siglos.16
La especial efusión del Espíritu Santo que recibieron los Apóstoles por obra
de Jesús resucitado (cf. Hch 1, 5.8; 2, 4; Jn 20, 22-23), ellos la
transmitieron a sus colaboradores con el gesto de la imposición de las manos
(cf. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6-7). Éstos, a su vez, con el mismo gesto, la
transmitieron a otros y éstos últimos a otros más. De este modo, el don
espiritual de los comienzos ha llegado hasta nosotros mediante la imposición
de las manos, es decir, la consagración episcopal, que otorga la plenitud
del sacramento del orden, el sumo sacerdocio, la totalidad del sagrado
ministerio. Así, a través de los Obispos y de los presbíteros que los
ayudan, el Señor Jesucristo, aunque está sentado a la derecha de Dios Padre,
continúa estando presente entre los creyentes. En todo tiempo y lugar Él
predica la palabra de Dios a todas las gentes, administra los sacramentos de
la fe a los creyentes y dirige al mismo tiempo el pueblo del Nuevo
Testamento en su peregrinación hacia la bienaventuranza eterna. El Buen
Pastor no abandona su rebaño, sino que lo custodia y lo protege siempre
mediante aquéllos que, en virtud de su participación ontológica en su vida y
su misión, desarrollando de manera eminente y visible el papel de maestro,
pastor y sacerdote, actúan en su nombre en el ejercicio de las funciones que
comporta el ministerio pastoral y son constituidos como vicarios y
embajadores suyos.17
Fundamento trinitario del ministerio episcopal
7. Considerada en profundidad, la dimensión cristológica del ministerio
pastoral lleva a comprender el fundamento trinitario del ministerio mismo.
La vida de Cristo es trinitaria. Él es el Hijo eterno y unigénito del Padre
y el ungido por el Espíritu Santo, enviado al mundo; es Aquél que, junto con
el Padre, envía el Espíritu a la Iglesia. Esta dimensión trinitaria, que se
manifiesta en todo el modo de ser y de obrar de Cristo, configura también el
ser y el obrar del Obispo. Con razón, pues, los Padres sinodales quisieron
ilustrar explícitamente la vida y el ministerio del Obispo a la luz de la
eclesiología trinitaria de la doctrina del Concilio Vaticano II.
Es muy antigua la tradición que presenta al Obispo como imagen del Padre, el
cual, como escribió san Ignacio de Antioquía, es como el Obispo invisible,
el Obispo de todos. Por consiguiente, cada Obispo ocupa el lugar del Padre
de Jesucristo, de tal modo que, precisamente por esta representación, debe
ser respetado por todos.18 Por esta estructura simbólica, la cátedra
episcopal, que especialmente en la tradición de la Iglesia de Oriente
recuerda la autoridad paterna de Dios, sólo puede ser ocupada por el Obispo.
De esta misma estructura se deriva para cada Obispo el deber de cuidar con
amor paternal al pueblo santo de Dios y conducirlo, junto con los
presbíteros, colaboradores del Obispo en su ministerio, y con los diáconos,
por la vía de la salvación.19 Viceversa, como exhorta un texto antiguo, los
fieles deben amar a los Obispos, que son, después de Dios, padres y
madres.20 Por eso, según una costumbre común en algunas culturas, se besa la
mano al Obispo, como si fuera la del Padre amoroso, dador de vida.
Cristo es el icono original del Padre y la manifestación de su presencia
misericordiosa entre los hombres. El Obispo, actuando en persona y en nombre
de Cristo mismo, se convierte, para la Iglesia a él confiada, en signo vivo
del Señor Jesús, Pastor y Esposo, Maestro y Pontífice de la Iglesia.21 En
eso está la fuente del ministerio pastoral, por lo cual, como sugiere el
esquema de homilía propuesto por el Pontifical Romano, ha de ejercer la tres
funciones de enseñar, santificar y gobernar al Pueblo de Dios con los rasgos
propios del Buen Pastor: caridad, conocimiento de la grey, solicitud por
todos, misericordia para con los pobres, peregrinos e indigentes, ir en
busca de las ovejas extraviadas y devolverlas al único redil.
La unción del Espíritu Santo, en fin, al configurar al Obispo con Cristo, lo
capacita para continuar su misterio vivo en favor de la Iglesia. Por el
carácter trinitario de su ser, cada Obispo se compromete en su ministerio a
velar con amor sobre toda la grey en medio de la cual lo ha puesto el
Espíritu Santo para regir a la Iglesia de Dios: en el nombre del Padre, cuya
imagen hace presente; en el nombre de Jesucristo, su Hijo, por el cual ha
sido constituido maestro, sacerdote y pastor; en el nombre del Espíritu
Santo, que vivifica la Iglesia y con su fuerza sustenta la debilidad
humana.22
Carácter colegial del ministerio episcopal
8. «Instituyó Doce» (Mc 3, 14). La Constitución dogmática Lumen gentium
introduce con esta cita evangélica la doctrina sobre el carácter colegial
del grupo de los Doce, constituidos «a modo de Colegio, es decir, de grupo
estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos».23
De manera análoga, al suceder el Obispo de Roma a san Pedro y los demás
Obispos en su conjunto a los Apóstoles, el Romano Pontífice y los otros
Obispos están unidos entre sí como Colegio.24
La unión colegial entre los Obispos está basada, a la vez, en la Ordenación
episcopal y en la comunión jerárquica; atañe por tanto a la profundidad del
ser de cada Obispo y pertenece a la estructura de la Iglesia como Cristo la
ha querido. En efecto, la plenitud del ministerio episcopal se alcanza por
la Ordenación episcopal y la comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio y
con sus miembros, es decir, con el Colegio que está siempre en sintonía con
su Cabeza. Así se forma parte del Colegio episcopal,25 por lo cual las tres
funciones recibidas en la Ordenación episcopal –santificar, enseñar y
gobernar– deben ejercerse en la comunión jerárquica, aunque, por su
diferente finalidad inmediata, de manera distinta.26
Esto es lo que se llama «afecto colegial», o colegialidad afectiva, de la
cual se deriva la solicitud de los Obispos por las otras Iglesias
particulares y por la Iglesia universal.27 Así pues, si debe decirse que un
Obispo nunca está solo, puesto que está siempre unido al Padre por el Hijo
en el Espíritu Santo, se debe añadir también que nunca se encuentra solo
porque está unido siempre y continuamente a sus hermanos en el episcopado y
a quien el Señor ha elegido como Sucesor de Pedro.
Dicho afecto colegial se realiza y se expresa en diferentes grados y de
diversas maneras, incluso institucionalizadas, como son, por ejemplo, el
Sínodo de los Obispos, los Concilios particulares, las Conferencias
Episcopales, la Curia Romana, las Visitas ad limina, la colaboración
misionera, etc. No obstante, el afecto colegial se realiza y manifiesta de
manera plena sólo en la actuación colegial en sentido estricto, es decir, en
la actuación de todos los Obispos junto con su Cabeza, con la cual ejercen
la plena y suprema potestad sobre toda la Iglesia.28
Esta índole colegial del ministerio apostólico ha sido querida por Cristo
mismo. El afecto colegial, por tanto, o colegialidad afectiva (collegialitas
affectiva) está siempre vigente entre los Obispos como communio episcoporum;
pero sólo en algunos actos se manifiesta como colegialidad efectiva
(collegialitas effectiva). Las diversas maneras de actuación de la
colegialidad afectiva en colegialidad efectiva son de orden humano, pero
concretan en grado diverso la exigencia divina de que el episcopado se
exprese de modo colegial.29 Además, la suprema potestad del Colegio sobre
toda la Iglesia se ejerce de manera solemne en los Concilios ecuménicos.30
La dimensión colegial da al episcopado el carácter de universalidad. Así
pues, se puede establecer un paralelismo entre la Iglesia una y universal, y
por tanto indivisa, y el episcopado uno e indiviso, y por ende universal.
Principio y fundamento de esta unidad, tanto de la Iglesia como del Colegio
de los Obispos, es el Romano Pontífice. En efecto, como enseña el Concilio
Vaticano II, el Colegio, «en cuanto compuesto de muchos, expresa la
diversidad y la universalidad del Pueblo de Dios; en cuanto reunido bajo una
única Cabeza, expresa la unidad del rebaño de Cristo».31 Por eso, «la unidad
del Episcopado es uno de los elementos constitutivos de la unidad de la
Iglesia».32
La Iglesia universal no es la suma de las Iglesias particulares ni una
federación de las mismas, como tampoco el resultado de su comunión, por
cuanto, según las expresiones de los antiguos Padres y de la Liturgia, en su
misterio esencial precede a la creación misma.33 A la luz de esta doctrina
se puede añadir que la relación de mutua interioridad que hay entre la
Iglesia universal y la Iglesia particular, se reproduce en la relación entre
el Colegio episcopal en su totalidad y cada uno de los Obispos. En efecto,
las Iglesias particulares están «formadas a imagen de la Iglesia universal.
En ellas y a partir de ellas existe la Iglesia católica, una y única».34 Por
eso, «el Colegio episcopal no se ha de entender como la suma de los Obispos
puestos al frente de las Iglesias particulares, ni como el resultado de su
comunión, sino que, en cuanto elemento esencial de la Iglesia universal, es
una realidad previa al oficio de presidir las Iglesias particulares».35
Podemos comprender mejor este paralelismo entre la Iglesia universal y el
Colegio de los Obispos a la luz de lo que afirma el Concilio: «Los Apóstoles
fueron la semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía
sagrada».36 En los Apóstoles, como Colegio y no individualmente
considerados, estaba contenida tanto la estructura de la Iglesia que, en
ellos, fue constituida en su universalidad y unidad, como del Colegio de los
Obispos sucesores suyos, signo de dicha universalidad y unidad.37
Por eso, «la potestad del Colegio episcopal sobre toda la Iglesia no
proviene de la suma de las potestades de los Obispos sobre sus Iglesias
particulares, sino que es una realidad anterior en la que participa cada uno
de los Obispos, los cuales no pueden actuar sobre toda la Iglesia si no es
colegialmente».38 Los Obispos participan solidariamente en dicha potestad de
enseñar y gobernar de manera inmediata, por el hecho mismo de que son
miembros del Colegio episcopal, en el cual perdura realmente el Colegio
apostólico.39
Así como la Iglesia universal es una e indivisible, el Colegio episcopal es
asimismo un «sujeto teológico indivisible» y, por tanto, también la potestad
suprema, plena y universal a la que está sometido el Colegio, como es el
Romano Pontífice personalmente, es una e indivisible. Precisamente porque el
Colegio episcopal es una realidad previa al oficio de ser Cabeza de una
Iglesia particular, hay muchos Obispos que, aunque ejercen tareas
específicamente episcopales, no están al frente de una Iglesia particular.40
Cada Obispo, siempre en unión con todos los Hermanos en el episcopado y con
el Romano Pontífice, representa a Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia: no
sólo de manera propia y específica cuando recibe el encargo de pastor de una
Iglesia particular, sino también cuando colabora con el Obispo diocesano en
el gobierno de su Iglesia,41 o bien participa en el ministerio de pastor
universal del Romano Pontífice en el gobierno de la Iglesia universal.
Puesto que a lo largo de su historia la Iglesia, además de la forma propia
de la presidencia de una Iglesia particular, ha admitido también otras
formas de ejercicio del ministerio episcopal, como la de Obispo auxiliar o
bien la de representante del Romano Pontífice en los Dicasterios del Santa
Sede o en las Representaciones pontificias, hoy, según las normas del
derecho, admite también dichas formas cuando son necesarias.42
Carácter misionero y unitario del ministerio episcopal
9. El Evangelio según san Lucas narra que Jesús dio a los Doce el nombre de
Apóstoles, que literalmente significa enviados, mandados (cf. 6, 13). En el
Evangelio según san Marcos leemos también que Jesús instituyó a los Doce
«para enviar los a predicar» (3, 14). Eso significa que la elección y la
institución de los Doce como Apóstoles tiene como fin la misión. Este primer
envío (cf. Mt 10, 5; Mc 6, 7; Lc 9, 1-2), alcanza su plenitud en la misión
que Jesús les confía, después de la Resurrección, en el momento de la
Ascensión al Cielo. Son palabras que conservan toda su actualidad: «Id,
pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que
yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta
el fin del mundo» (Mt 28, 18-20). Esta misión apostólica fue confirmada
solemnemente el día de Pentecostés con la efusión del Espíritu Santo.
En el texto del Evangelio de san Mateo, se puede ver cómo todo el ministerio
pastoral se articula según la triple función de enseñar, santificar y regir.
Es un reflejo de la triple dimensión del servicio y de la misión de Cristo.
En efecto, nosotros, como cristianos y, de manera cualitativamente nueva,
como sacerdotes, participamos en la misión de nuestro Maestro, que es
Profeta, Sacerdote y Rey, y estamos llamados a dar un testimonio peculiar de
Él en la Iglesia y ante el mundo.
Estas tres funciones (triplex munus), y las potestades subsiguientes,
expresan el ministerio pastoral en su ejercicio (munus pastorale), que cada
Obispo recibe con la Consagración episcopal. Por esta consagración se
comunica el mismo amor de Cristo, que se concretiza en el anuncio del
Evangelio de la esperanza a todas las gentes (cf. Lc 4, 16-19), en la
administración de los Sacramentos a quien acoge la salvación y en la guía
del Pueblo santo hacia la vida eterna. En efecto, se trata de funciones
relacionadas íntimamente entre sí, que se explican recíprocamente, se
condicionan y se esclarecen.43
Precisamente por eso el Obispo, cuando enseña, al mismo tiempo santifica y
gobierna el Pueblo de Dios; mientras santifica, también enseña y gobierna;
cuando gobierna, enseña y santifica. San Agustín define la totalidad de este
ministerio episcopal como amoris officium.44 Esto da la seguridad de que en
la Iglesia nunca faltará la caridad pastoral de Jesucristo.
«...llamó a los que él quiso» (Mc 3, 13)
10. La muchedumbre seguía a Jesús cuando Él decidió subir al monte y llamar
hacia sí a los Apóstoles. Los discípulos eran muchos, pero Él eligió
solamente a Doce para el cometido específico de Apóstoles (cf. Mc 3, 13-19).
En el Aula Sinodal se escuchó frecuentemente el dicho de san Agustín: «Soy
Obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros».45
Como don que el Espíritu da a la Iglesia, el Obispo es ante todo, como
cualquier otro cristiano, hijo y miembro de la Iglesia. De esta Santa Madre
ha recibido el don de la vida divina en el sacramento del Bautismo y la
primera enseñanza de la fe. Comparte con todos los demás fieles la
insuperable dignidad de hijo de Dios, que ha de vivir en comunión y espíritu
de gozosa hermandad. Por otro lado, por la plenitud del sacramento del
Orden, el Obispo es también quien, ante los fieles, es maestro, santificador
y pastor, encargado de actuar en nombre y en la persona de Cristo.
Evidentemente, no se trata de dos relaciones simplemente superpuestas entre
sí, sino en recíproca e íntima conexión, al estar ordenadas una a otra, dado
que ambas se alimentan de Cristo, único y sumo sacerdote. No obstante, el
Obispo se convierte en «padre» precisamente porque es plenamente «hijo» de
la Iglesia. Se plantea así la relación entre el sacerdocio común de los
fieles y el sacerdocio ministerial: dos modos de participación en el único
sacerdocio de Cristo, en el que hay dos dimensiones que se unen en el acto
supremo del sacrificio de la cruz.
Esto se refleja en la relación que, en la Iglesia, hay entre el sacerdocio
común y el sacerdocio ministerial. El hecho de que, aunque difieran
esencialmente entre sí, estén ordenados uno al otro,46 crea una reciprocidad
que estructura armónicamente la vida de la Iglesia como lugar de
actualización histórica de la salvación realizada por Cristo. Dicha
reciprocidad se da precisamente en la persona misma del Obispo, que es y
sigue siendo un bautizado, pero constituido en la plenitud del sacerdocio.
Esta realidad profunda del Obispo es el fundamento de su «ser entre» los
otros fieles y de su «ser ante» ellos.
Lo recuerda el Concilio Vaticano II en un texto muy bello: «Aunque en la
Iglesia no todos vayan por el mismo camino, sin embargo todos están llamados
a la santidad y les ha tocado en suerte la misma fe por la justicia de Dios
(cf. 2 P 1, 1). Aunque algunos por voluntad de Cristo sean maestros,
administradores de los misterios y pastores de los demás, sin embargo existe
entre todos una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y la actividad
común para todos los fieles en la construcción del Cuerpo de Cristo. En
efecto, la diferencia que estableció el Señor entre los ministros sagrados y
el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la unión, pues los Pastores y
demás fieles están unidos entre sí porque se necesitan mutuamente. Los
Pastores de la Iglesia, a ejemplo de su Señor, deben estar al servicio los
unos de los otros y al servicio de los demás fieles. Éstos, por su parte,
han de colaborar con entusiasmo con los maestros y los pastores».47
El ministerio pastoral recibido en la consagración, que pone al Obispo
«ante» los demás fieles, se expresa en un «ser para» los otros fieles, lo
cual no lo separa de «ser con» ellos. Eso vale tanto para su santificación
personal, que ha de buscar en el ejercicio de su ministerio, como para el
estilo con que lleva a cabo el ministerio mismo en todas sus funciones.
La reciprocidad que existe entre sacerdocio común de los fieles y sacerdocio
ministerial, y que se encuentra en el mismo ministerio episcopal, muestra
una especie de «circularidad» entre las dos formas de sacerdocio:
circularidad entre el testimonio de fe de todos los fieles y el testimonio
de fe auténtica del Obispo en sus actuaciones magisteriales; circularidad
entre la vida santa de los fieles y los medios de santificación que el
Obispo les ofrece; circularidad, por fin, entre la responsabilidad personal
del Obispo respecto al bien de la Iglesia que se le ha confiado y la
corresponsabilidad de todos los fieles respecto al bien de la misma.
CAPÍTULO II
LA VIDA ESPIRITUAL DEL OBISPO
«Instituyó Doce, para que estuvieran con él» (Mc 3, 14)
11. Con el mismo acto de amor con el que libremente los instituye Apóstoles,
Jesús llama a los Doce a compartir su misma vida. Esta participación, que es
comunión de sentimientos y deseos con Él, es también una exigencia inherente
a la participación en su misma misión. Las funciones del Obispo no se deben
reducir a una tarea meramente organizativa. Precisamente para evitar este
riesgo, tanto los documentos preparatorios del Sínodo como numerosas
intervenciones en el Aula de los Padres sinodales insistieron sobre lo que
comporta, para la vida personal del Obispo y el ejercicio del ministerio a
él confiado, la realidad del episcopado como plenitud del sacramento del
Orden, en sus fundamentos teológicos, cristológicos y pneumatólogicos.
La santificación objetiva, que por medio de Cristo se recibe en el
Sacramento con la efusión del Espíritu, se ha de corresponder con la
santidad subjetiva, en la que, con la ayuda de la gracia, el Obispo debe
progresar cada día más con el ejercicio de su ministerio. La transformación
ontológica realizada por la consagración, como configuración con Cristo,
requiere un estilo de vida que manifieste el «estar con él». En
consecuencia, en el Aula del Sínodo se insistió varias veces en la caridad
pastoral, tanto como fruto del carácter impreso por el sacramento como de la
gracia que le es propia. La caridad, se dijo, es como el alma del ministerio
del Obispo, el cual se ve implicado en un proceso de pro-existentia
pastoral, que le impulsa a vivir en el don cotidiano de sí para el Padre y
para los hermanos como Cristo, el Buen Pastor.
El Obispo está llamado a santificarse y a santificar sobre todo en el
ejercicio de su ministerio, visto como la imitación de la caridad del Buen
Pastor, teniendo como principio unificador la contemplación del rostro de
Cristo y el anuncio del Evangelio de la salvación.48 Su espiritualidad,
pues, además del sacramento del Bautismo y de la Confirmación, toma
orientación e impulso de la Ordenación episcopal misma, que lo compromete a
vivir en fe, esperanza y caridad el propio ministerio de evangelizador,
sacerdote y guía en la comunidad. Por tanto, la espiritualidad del Obispo es
una espiritualidad eclesial, porque todo en su vida se orienta a la
edificación amorosa de la Santa Iglesia.
Esto exige en el Obispo una actitud de servicio caracterizada por la fuerza
de ánimo, el espíritu apostólico y un confiado abandono a la acción interior
del Espíritu. Por tanto, se esforzará en adoptar un estilo de vida que imite
la kénosis de Cristo siervo, pobre y humilde, de manera que el ejercicio de
su ministerio pastoral sea un reflejo coherente de Jesús, Siervo de Dios, y
lo lleve a ser, como Él, cercano a todos, desde el más grande al más
pequeño. En definitiva, una vez más con una especie de reciprocidad, el
ejercicio fiel y afable del ministerio santifica al Obispo y lo transforma
en el plano subjetivo cada vez más conforme a la riqueza ontológica de
santidad que el Sacramento le ha infundido.
No obstante, la santidad personal del Obispo nunca se limita al mero ámbito
subjetivo, puesto que su frutos redundan siempre en beneficio de los fieles
confiados a su cura pastoral. Al practicar la caridad propia del ministerio
pastoral recibido, el Obispo se convierte en signo de Cristo y adquiere la
autoridad moral necesaria para que, en el ejercicio de la autoridad
jurídica, incida eficazmente en su entorno. En efecto, si el oficio
episcopal no se apoya en el testimonio de santidad manifestado en la caridad
pastoral, en la humildad y en la sencillez de vida, acaba por reducirse a un
papel casi exclusivamente funcional y pierde fatalmente credibilidad ante el
clero y los fieles.
Vocación a la santidad en la Iglesia de nuestro tiempo
12. Hay una figura bíblica que parece particularmente idónea para ilustrar
la semblanza del Obispo como amigo de Dios, pastor y guía del pueblo. Se
trata de Moisés. Fijándose en él, el Obispo puede encontrar inspiración para
su ser y actuar como pastor, elegido y enviado por el Señor, valiente al
conducir su pueblo hacia la tierra prometida, intérprete fiel de la palabra
y de la ley del Dios vivo, mediador de la alianza, ferviente y confiado en
la oración en favor de su gente. Como Moisés, que tras el coloquio con Dios
en la montaña santa volvió a su pueblo con el rostro radiante (cf. Ex 34,
29-30), el Obispo podrá también llevar a sus hermanos los signos de su ser
padre, hermano y amigo sólo si ha entrado en la nube oscura y luminosa del
misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Iluminado por la luz de
la Trinidad, será signo de la bondad misericordiosa del Padre, imagen viva
de la caridad del Hijo, transparente hombre del Espíritu, consagrado y
enviado para conducir al Pueblo de Dios por las sendas del tiempo en la
peregrinación hacia la eternidad.
Los Padres sinodales destacaron la importancia del compromiso espiritual en
la vida, el ministerio y el itinerario del Obispo. Yo mismo he indicado esta
prioridad, en sintonía con las exigencias de la vida de la Iglesia y la
llamada del Espíritu Santo, que en estos años ha recordado a todos la
primacía de la gracia, la gran exigencia de espiritualidad y la urgencia de
testimoniar la santidad.
La llamada a la espiritualidad surge de la consideración de la acción del
Espíritu Santo en la historia de la salvación. Su presencia es activa y
dinámica, profética y misionera. El don de la plenitud del Espíritu Santo,
que el Obispo recibe en la Ordenación episcopal, es una llamada valiosa y
urgente a cooperar con su acción en la comunión eclesial y en la misión
universal.
La Asamblea sinodal, celebrada tras el Gran Jubileo del 2000, asumió desde
el principio el proyecto de una vida santa que yo mismo he indicado a toda
la Iglesia: «La perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el
de la santidad [...]. Terminado el Jubileo empieza de nuevo el camino
ordinario, pero hacer hincapié en la santidad es más que nunca una urgencia
pastoral».49 La acogida entusiasta y generosa de mi exhortación a poner en
primer lugar la vocación a la santidad fue el clima en que se desarrollaron
los trabajos sinodales y el contexto que, en cierto modo, unificó las
intervenciones y las reflexiones de los Padres. Parecían vibrar en sus
corazones aquellas palabras de san Gregorio Nacianzeno: «Antes purificarse,
después purificar; antes dejarse instruir por la sabiduría, después
instruir; convertirse primero en luz y después iluminar; primero acercarse a
Dios y después conducir los otros a Él; primero ser santos y después
santificar».50
Por esta razón surgió repetidamente en la Asamblea sinodal el deseo de
definir claramente la especificidad «episcopal» del camino de santidad de un
Obispo. Será siempre una santidad vivida con el pueblo y por el pueblo, en
una comunión que se convierte en estímulo y edificación recíproca en la
caridad. No se trata de aspectos secundarios o marginales. En efecto, la
vida espiritual del Obispo favorece precisamente la fecundidad de su obra
pastoral. El fundamento de toda acción pastoral eficaz, ¿no reside acaso en
la meditación asidua del misterio de Cristo, en la contemplación apasionada
de su rostro, en la imitación generosa de la vida del Buen Pastor? Si bien
es cierto que nuestra época está en continuo movimiento y frecuentemente
agitada con el riesgo fácil del «hacer por hacer», el Obispo debe ser el
primero en mostrar, con el ejemplo de su vida, que es preciso restablecer la
primacía del «ser» sobre el «hacer» y, más aún, la primacía de la gracia,
que en la visión cristiana de la vida es también principio esencial para una
«programación» del ministerio pastoral.51
El camino espiritual del Obispo
13. Sólo cuando camina en la presencia del Señor, el Obispo puede
considerarse verdaderamente ministro de la comunión y de la esperanza para
el pueblo santo de Dios. En efecto, no es posible estar al servicio de los
hombres sin ser antes «siervo de Dios». Y no se puede ser siervo de Dios si
antes no se es «hombre de Dios». Por eso dije en la homilía de apertura del
Sínodo: «El pastor debe ser hombre de Dios; su existencia y su ministerio
están completamente bajo el señorío divino, y en el excelso misterio de Dios
encuentran luz y fuerza».52
Para el Obispo, la llamada a la santidad proviene del mismo hecho
sacramental que da origen a su ministerio, o sea, la Ordenación episcopal.
El antiguo Eucologio de Serapión formula la invocación ritual de la
consagración en estos términos: «Dios de la verdad, haz de tu siervo un
Obispo vital, un Obispo santo en la sucesión de los santos apóstoles».53 No
obstante, dado que la Ordenación episcopal no infunde la perfección de las
virtudes, «el Obispo está llamado a proseguir su camino de santificación con
mayor intensidad, para alcanzar la estatura de Cristo, hombre perfecto».54
La misma índole cristológica y trinitaria de su misterio y ministerio exige
del Obispo un camino de santidad, que consiste en avanzar progresivamente
hacia a una madurez espiritual y apostólica cada vez más profunda,
caracterizada por la primacía de la caridad pastoral. Un camino vivido,
evidentemente, en unión con su pueblo, en un itinerario que es al mismo
tiempo personal y comunitario, como la vida misma de la Iglesia. En este
recorrido, el Obispo se convierte además, en íntima comunión con Cristo y
solícita docilidad al Espíritu, en testigo, modelo, promotor y animador. Así
se expresa también la ley canónica: «El Obispo diocesano, consciente de que
está obligado a dar ejemplo de santidad con su caridad, humildad y sencillez
de vida, debe procurar con todas sus fuerzas promover la santidad de los
fieles, según la vocación propia de cada uno; y, por ser el dispensador
principal de los misterios de Dios, ha de cuidar incesantemente de que los
fieles que le están encomendados crezcan en la gracia por la celebración de
los sacramentos, y conozcan y vivan el misterio pascual».55
El proceso espiritual del Obispo, como el de cada fiel cristiano, tiene
ciertamente su raíz en la gracia sacramental del Bautismo y de la
Confirmación. Esta gracia lo acomuna a todos los fieles, ya que, como hace
notar el Concilio Vaticano II, «todos los cristianos, de cualquier estado o
condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección del amor».56 Puede aplicarse a este propósito la notoria
afirmación de san Agustín, llena de realismo y sabiduría sobrenatural: «Mas,
si por un lado me aterroriza lo que soy para vosotros, por otro me consuela
lo que soy con vosotros. Soy obispo para vosotros, soy cristiano con
vosotros. La condición de obispo connota una obligación, la del cristiano un
don; la primera comporta un peligro, la segunda una salvación».57 Aun así,
merced a la caridad pastoral, la obligación se transforma en servicio y el
peligro en oportunidad de progreso y maduración. El ministerio episcopal no
sólo es fuente de santidad para los otros, sino también motivo de
santificación para quien deja pasar por su propio corazón y su propia vida
la caridad de Dios.
Los Padres sinodales sintetizaron algunas exigencias de este proceso. Ante
todo resaltaron el carácter bautismal y crismal que, ya desde el inicio de
la existencia cristiana, mediante las virtudes teologales, capacita para
creer en Dios, esperar en Él y amarlo. El Espíritu Santo, por su parte,
infunde sus dones favoreciendo que se crezca en el bien a través del
ejercicio de las virtudes morales, que dan a la vida espiritual una
concreción también humana.58 Gracias al Bautismo que ha recibido, el Obispo
participa, como todo cristiano, de la espiritualidad que se arraiga en la
incorporación a Cristo y se manifiesta en su seguimiento según el Evangelio.
Por eso comparte la vocación de todos los fieles a la santidad. Debe, por
tanto, cultivar una vida de oración y de fe profunda, y poner toda su
confianza en Dios, dando testimonio del Evangelio, obedeciendo dócilmente a
las sugerencias del Espíritu Santo y manifestando una especial preferencia y
filial devoción a la Virgen María, que es maestra perfecta de vida
espiritual.59
La espiritualidad del Obispo debe ser, pues, una espiritualidad de comunión,
vivida en sintonía con los demás bautizados, hijos, igual que él, del único
Padre del cielo y de la única Madre sobre la tierra, la Santa Iglesia. Como
todos los creyentes en Cristo, necesita alimentar su vida espiritual con la
palabra viva y eficaz del Evangelio y el pan de vida de la santa Eucaristía,
alimento de vida eterna. Por su fragilidad humana, el Obispo también ha de
recurrir frecuente y regularmente al sacramento de la Penitencia para
obtener el don de esa misericordia, de la cual él mismo ha sido instituido
también ministro. Consciente, pues, de la propia debilidad humana y de los
propios pecados, el Obispo, al igual que sus sacerdotes, vive el sacramento
de la Reconciliación ante todo para sí mismo, como una exigencia profunda y
una gracia siempre esperada, para dar un renovado impulso al propio deber de
santificación en el ejercicio del ministerio. De este modo, expresa además
visiblemente el misterio de una Iglesia santa en sí misma, pero compuesta
también de pecadores que necesitan ser perdonados.
Como todos los sacerdotes y, obviamente, en especial comunión con los del
presbiterio diocesano, el Obispo se ha de esforzar en seguir un camino
específico de espiritualidad. En efecto, él está llamado a la santidad por
el nuevo título que deriva del Orden sagrado. Por tanto, vive de fe,
esperanza y caridad en cuanto es ministro de la palabra del Señor, de la
santificación y del progreso espiritual del Pueblo de Dios. Debe ser santo
porque tiene que servir a la Iglesia como maestro, santificador y guía. Y,
en cuanto tal, debe amar también profunda e intensamente a la Iglesia. El
Obispo es configurado con Cristo para amar a la Iglesia con el amor de
Cristo esposo y para ser en la Iglesia ministro de su unidad, esto es, para
hacer de ella «un pueblo convocado por la unidad del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo».60
Los Padres sinodales subrayaron repetidamente que la espiritualidad
específica del Obispo se enriquece ulteriormente con la gracia inherente a
la plenitud del Sacerdocio y que se le otorga en el momento de su
Ordenación. En cuanto pastor de la grey y siervo del Evangelio de Jesucristo
en la esperanza, el Obispo debe reflejar y en cierto modo hacer transparente
en sí mismo la persona de Cristo, Pastor supremo. En el Pontifical Romano se
recuerda explícitamente esta exigencia: «Recibe la mitra, brille en ti el
resplandor de la santidad, para que, cuando aparezca el Príncipe de los
pastores, merezcas recibir la corona de gloria que no se marchita».61
Para ello el Obispo necesita constantemente la gracia de Dios, que refuerce
y perfeccione su naturaleza humana. Puede afirmar con el apóstol Pablo:
«Nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de
una nueva Alianza» (2 Co 3, 5-6). Por esto, se debe subrayar que el
ministerio apostólico es una fuente de espiritualidad para el Obispo, el
cual debe encontrar en él los recursos espirituales que lo hagan crecer en
la santidad y le permitan descubrir la acción del Espíritu Santo en el
Pueblo de Dios confiado a sus cuidados pastorales.62
En esta perspectiva, el camino espiritual del Obispo coincide con la misma
caridad pastoral, que debe considerarse fundadamente como el alma de su
apostolado, como lo es también para el presbítero y el diácono. No se trata
solamente de una existentia, sino también de una pro-existentia, esto es, de
un vivir inspirado en el modelo supremo que es Cristo Señor, y que, por
tanto, se entrega totalmente a la adoración del Padre y al servicio de los
hermanos. A este respecto, el Concilio Vaticano II afirma precisamente que
los Pastores, a imagen de Cristo, deben realizar con santidad y valentía,
con humildad y fortaleza, el propio ministerio, el cual será así para ellos
«un excelente medio de santificación».63 Ningún Obispo puede ignorar que la
meta de la santidad siempre es Cristo crucificado, en su entrega total al
Padre y a los hermanos en el Espíritu Santo. Por eso la configuración con
Cristo y la participación en sus sufrimientos (cf. 1 P 4, 13), es el camino
real de la santidad del Obispo en medio de su pueblo.
María, Madre de la esperanza y maestra de vida espiritual
14. La presencia maternal de la Virgen María, Mater spei et spes nostra,
como la invoca la Iglesia, debe ser también un apoyo para la vida espiritual
del Obispo. Ha de sentir, pues, por ella una devoción auténtica y filial,
considerándose llamado a hacer suyo el fiat de María, a revivir y actualizar
cada día la entrega que hizo Jesús de María al discípulo, al pie de la Cruz,
así como la del discípulo amado a María (cf. Jn 19, 26-27). Igualmente, ha
de sentirse reflejado en la oración unánime y perseverante de los discípulos
y apóstoles del Hijo, con su Madre, cuando esperaban Pentecostés. En este
icono de la Iglesia naciente se expresa la unión indisoluble entre María y
los sucesores de los apóstoles (cf. Hch 1, 14).
La santa Madre de Dios debe ser, pues, para el Obispo maestra en escuchar y
cumplir prontamente la Palabra de Dios, en ser discípulo fiel al único
Maestro, en la estabilidad de la fe, en la confiada esperanza y en la
ardiente caridad. Como María, «memoria» de la encarnación del Verbo en la
primera comunidad cristiana, el Obispo ha de ser custodio y transmisor de la
Tradición viva de la Iglesia, en comunión con los demás Obispos, unidos bajo
la autoridad del Sucesor de Pedro.
La sólida devoción mariana del Obispo debe estar siempre orientada por la
Liturgia, en la cual la Virgen María está particularmente presente en la
celebración de los misterios de la salvación y es para toda la Iglesia
modelo ejemplar de escucha y de oración, de entrega y de maternidad
espiritual. Más aún, el Obispo debe procurar que «con respecto a la piedad
mariana del pueblo de Dios, la Liturgia aparezca como 'forma ejemplar',
fuente de inspiración, punto de referencia constante y meta última».64
Respetando este principio, el Obispo ha de alimentar su piedad mariana
personal y comunitaria con los ejercicios piadosos aprobados y recomendados
por la Iglesia, especialmente con el rezo de ese compendio del Evangelio que
es el Santo Rosario. Además de experto de esta oración, basada en la
contemplación de los acontecimientos salvadores de la vida de Cristo, a los
que su santa Madre estuvo íntimamente asociada, cada Obispo está invitado
también a promoverla diligentemente.65
Encomendarse a la Palabra
15. La Asamblea del Sínodo de los Obispos indicó algunos medios necesarios
para alimentar y hacer progresar la propia vida espiritual.66 Entre ellos
está, en primer lugar, la lectura y meditación de la Palabra de Dios. Todo
Obispo debe encomendarse siempre y sentirse encomendado «a Dios y a la
Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la
herencia con todos los santificados» (Hch 20, 32). Por tanto, antes de ser
transmisor de la Palabra, el Obispo, al igual que sus sacerdotes y los
fieles, e incluso como la Iglesia misma,67 tiene que ser oyente de la
Palabra. Ha de estar como «dentro de» la Palabra, para dejarse proteger y
alimentar como en un regazo materno. Con san Ignacio de Antioquía, el Obispo
exclama también: «me he refugiado en el Evangelio, como si en él estuviera
corporalmente presente el mismo Cristo».68 Así pues, tendrá siempre presente
aquella conocida exhortación de san Jerónimo, citada por el Concilio
Vaticano II: «Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo».69 En efecto,
no hay primacía de la santidad sin escucha de la Palabra de Dios, que es
guía y alimento de la santidad.
Encomendarse a la Palabra de Dios y custodiarla, como la Virgen María que
fue Virgo audiens,70 comporta algunas prácticas útiles que la tradición y la
experiencia espiritual de la Iglesia han sugerido siempre. Se trata, ante
todo, de la lectura personal frecuente y del estudio atento y asiduo de la
Sagrada Escritura. El Obispo sería un predicador vano de la Palabra hacia
fuera, si antes no la escuchara en su interior.71 Sería incluso un ministro
poco creíble de la esperanza sin el contacto frecuente con la Sagrada
Escritura, pues, como exhorta san Pablo, «con la paciencia y el consuelo que
dan las Escrituras mantengamos la esperanza» (Rm 15, 4). Así pues, sigue
siendo válido lo que escribió Orígenes: «Estas son las dos actividades del
Pontífice: o aprender de Dios, leyendo las Escrituras divinas y meditándolas
repetidamente, o enseñar al pueblo. En todo caso, que enseñe lo que él mismo
ha aprendido de Dios».72
El Sínodo recordó la importancia de la lectio y de la meditatio de la
Palabra de Dios en la vida de los Pastores y en su ministerio al servicio de
la comunidad. Como he escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte,
«es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en
un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio
divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que
interpela, orienta y modela la existencia».73 En los momentos de la
meditación y de la lectio, el corazón que ya ha acogido la Palabra se abre a
la contemplación de la obra de Dios y, por consiguiente, a la conversión a
Él tanto de pensamiento como de obra, acompañada por la petición suplicante
de su perdón y su gracia.
Alimentarse de la Eucaristía
16. Así como el misterio pascual es el centro de la vida y misión del Buen
Pastor, la Eucaristía es también el centro de la vida y misión del Obispo,
como la de todo sacerdote.
Con la celebración cotidiana de la Santa Misa, el Obispo se ofrece a sí
mismo junto con Cristo. Cuando esta celebración se hace en la catedral, o en
otras iglesias, especialmente parroquiales, con asistencia y participación
activa de los fieles, el Obispo aparece además ante todos tal cual es, es
decir, como Sacerdos et Pontifex, ya que actúa en la persona de Cristo y con
la fuerza de su Espíritu, y como el hiereus, el sacerdote santo, dedicado a
realizar los sagrados misterios del altar, que anuncia y explica con la
predicación.74
El Obispo muestra también su amor a la Eucaristía cuando, durante el día,
dedica largos ratos de su tiempo a la adoración ante el Sagrario. Entonces
abre su alma al Señor para impregnarse totalmente y configurarse por la
caridad derramada en la Cruz por el gran Pastor de las ovejas, que dio su
sangre por ellas al entregar la propia vida. A Él eleva también su oración,
intercediendo por las ovejas que le han sido confiadas.
Oración y Liturgia de las Horas
17. Un segundo medio indicado por los Padres sinodales es la oración,
especialmente la que se dirige al Señor con el rezo de la Liturgia de las
Horas, que es siempre y específicamente oración de la comunidad cristiana en
nombre de Cristo y bajo la guía del Espíritu.
La oración es en sí misma un deber particular para el Obispo, como lo es
para cuantos «han recibido el don de la vocación a una vida de especial
consagración [...]: por su naturaleza, la consagración les hace más
disponibles para la experiencia contemplativa».75 El Obispo no puede olvidar
que es sucesor de aquellos Apóstoles que fueron instituidos por Cristo ante
todo «para que estuvieran con él» (Mc 3, 14) y que, al comienzo de su
misión, hicieron una declaración solemne, que es todo un programa de vida:
«nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra» (Hch 6, 4). Así
pues, el Obispo sólo llegará a ser maestro de oración para los fieles si
tiene experiencia propia de diálogo personal con Dios. Debe poder dirigirse
a Dios en cada momento con las palabras del Salmista: «Yo espero en tu
palabra» (Sal 119, 114). Precisamente en la oración podrá obtener la
esperanza con la cual debe contagiar en cierto modo a los fieles. En efecto,
en la oración se manifiesta y se alimenta de manera privilegiada la
esperanza, pues, según una expresión de santo Tomás de Aquino, es la
«intérprete de la esperanza».76
La oración personal del Obispo ha de ser especialmente una plegaria
típicamente «apostólica», es decir, elevada al Padre como intercesión por
todas las necesidades del pueblo que le ha sido confiado. En el Pontifical
Romano, éste es el último compromiso que asume el elegido al episcopado
antes de la imposición de la manos: «¿Perseverarás en la oración a Dios
Padre Todopoderoso y ejercerás el sumo sacerdocio con toda fidelidad?».77 El
Obispo ora muy en particular por la santidad de sus sacerdotes, por las
vocaciones al ministerio ordenado y a la vida consagrada y para que en la
Iglesia sea cada vez más ardiente la entrega misionera y apostólica.
Por lo que se refiere a la Liturgia de las Horas, destinada a consagrar y
orientar toda la jornada mediante la alabanza de Dios, ¿cómo no recordar las
magníficas palabras del Concilio?: «Cuando los sacerdotes y los que han sido
destinados a esta tarea por la Iglesia, o los fieles juntamente con el
sacerdote, oran en la forma establecida, entonces realmente es la voz de la
misma Esposa la que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con
su mismo cuerpo, al Padre. Por eso, todos los que ejercen esta función no
sólo cumplen el oficio de la Iglesia, sino que también participan del sumo
honor de la Esposa de Cristo, porque, al alabar a Dios, están ante su trono
en nombre de la Madre Iglesia».78 Escribiendo sobre el rezo del Oficio
Divino, mi predecesor Pablo VI decía que es «oración de la Iglesia local»,
en la cual se manifiesta «la verdadera naturaleza de la Iglesia orante».79
En la consecratio temporis, que hace la Liturgia de las Horas, se realiza
esa laus perennis que anticipa y prefigura la Liturgia celeste, vínculo de
unión con los ángeles y los santos que glorifican por siempre el nombre de
Dios. Así pues, el Obispo, cuanto más se imbuye del dinamismo escatológico
de la oración del salterio, tanto más se manifiesta y realiza como hombre de
esperanza. En los Salmos resuena la Vox sponsae que invoca al Esposo.
Cada Obispo, pues, ora con su pueblo y por su pueblo. A su vez, es edificado
y ayudado por la oración de sus fieles, sacerdotes, diáconos, personas de
vida consagrada y laicos de toda edad. Para ellos es educador y promotor de
la oración. No solamente transmite lo que ha contemplado, sino que abre a
los cristianos el camino mismo de la contemplación. De este modo, el
conocido lema contemplata aliis tradere se convierte así en contemplationem
aliis tradere.
La vía de los consejos evangélicos y de las bienaventuranzas
18. El Señor propone a todos sus discípulos, pero de modo particular a
quienes ya durante esta vida quieren seguirlo más de cerca, como los
Apóstoles, la vía de los consejos evangélicos. Éstos, además de ser un don
de la Trinidad a la Iglesia, son un reflejo de la vida trinitaria en el
creyente.80 Lo son de manera especial en el Obispo que, como sucesor de los
Apóstoles, está llamado a seguir a Cristo por la vía de la perfección de la
caridad. Por esto él es consagrado como es consagrado Jesús. Su vida es
dependencia radical de Él y total transparencia suya ante la Iglesia y el
mundo. En la vida del Obispo debe resplandecer la vida de Jesús y, por
tanto, su obediencia al Padre hasta la muerte y muerte de cruz (cf. Flp 2,
8), su amor casto y virginal, su pobreza que es libertad absoluta ante los
bienes terrenos.
De este modo, los Obispos pueden guiar con su ejemplo no sólo a los que en
la Iglesia han sido llamados a seguir a Cristo en la vida consagrada, sino
también a los presbíteros, a los cuales se les propone también el
radicalismo de la santidad según el espíritu de los consejos evangélicos.
Dicho radicalismo, por lo demás, concierne a todos los fieles, incluso a los
laicos, puesto que «es una exigencia fundamental e irrenunciable, que brota
de la llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo, en virtud de la íntima
comunión de vida con Él, realizada por el Espíritu».81
En definitiva, en el rostro del Obispo los fieles han de contemplar las
cualidades que son don de la gracia y que, en las Bienaventuranzas, son como
un autorretrato de Cristo: el rostro de la pobreza, de la mansedumbre y de
la pasión por la justicia; el rostro misericordioso del Padre y del hombre
pacífico y pacificador; el rostro de la pureza de quien pone su atención
constante y únicamente en Dios. Los fieles han de poder ver también en su
Obispo el rostro de quien vive la compasión de Jesús con los afligidos y, a
veces, como ha ocurrido en la historia y ocurre también hoy, el rostro lleno
de fortaleza y gozo interior de quien es perseguido a causa de la verdad del
Evangelio.
La virtud de la obediencia
19. Reflejando en sí mismo estos rasgos tan humanos de Jesús, el Obispo se
convierte además en modelo y promotor de una espiritualidad de comunión,
orientada con solícita atención a construir la Iglesia, de modo que todo,
palabras y obras, se realice bajo el signo de la sumisión filial en Cristo y
en el Espíritu al amoroso designio del Padre. Como maestro de santidad y
ministro de la santificación de su pueblo, el Obispo está llamado a cumplir
fielmente la voluntad del Padre. La obediencia del Obispo ha de ser vivida
teniendo como modelo –y no podría ser de otro modo– la obediencia misma de
Cristo, el cual dijo varias veces que había bajado del cielo no para hacer
su voluntad, sino la de Quien la había enviado (cf. Jn 6, 38; 8, 29; Flp 2,
7-8).
Siguiendo las huellas de Cristo, el Obispo es obediente al Evangelio y a la
Tradición de la Iglesia; sabe interpretar los signos de los tiempos y
reconocer la voz del Espíritu Santo en el ministerio petrino y en la
colegialidad episcopal. En la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis
puse de relieve el carácter apostólico, comunitario y pastoral de la
obediencia presbiteral.82 Como es obvio, estas características se encuentran
de manera más intensa en la obediencia del Obispo. En efecto, la plenitud
del sacramento del Orden que él ha recibido lo sitúa en una relación
especial con el Sucesor de Pedro, con los miembros del Colegio episcopal y
con su misma Iglesia particular. Debe sentirse comprometido a vivir
intensamente estas relaciones con el Papa y con sus hermanos Obispos en un
estrecho vínculo de unidad y colaboración, respondiendo de este modo al
designio divino que ha querido unir inseparablemente a los Apóstoles en
torno a Pedro. Esta comunión jerárquica del Obispo con el Sumo Pontífice
refuerza, gracias al Orden recibido, su capacidad de hacer presente a
Jesucristo, Cabeza invisible de toda la Iglesia.
Al aspecto apostólico de la obediencia ha de añadirse también el
comunitario, ya que el episcopado es por su naturaleza «uno e indiviso».83
Gracias a este carácter comunitario, el Obispo está llamado a vivir su
obediencia venciendo toda tentación de individualismo y haciéndose cargo, en
el conjunto de la misión del Colegio episcopal, de la solicitud por el bien
de toda la Iglesia.
Como modelo de escucha, el Obispo ha de estar también atento a comprender,
por medio de la oración y el discernimiento, la voluntad de Dios a través de
lo que el Espíritu dice a la Iglesia. Ejerciendo evangélicamente su
autoridad, debe saber dialogar con sus colaboradores y con los fieles para
hacer crecer eficazmente el entendimiento recíproco.84 Esto le permitirá
valorar pastoralmente la dignidad y responsabilidad de cada miembro del
Pueblo de Dios, favoreciendo con equilibrio y serenidad el espíritu de
iniciativa de cada uno. En efecto, se ha de ayudar a los fieles a progresar
en una obediencia responsable que los haga activos a nivel pastoral.85 A
este respecto, es siempre actual la exhortación que san Ignacio de Antioquía
dirigía a Policarpo: «Que no se haga nada sin tu consentimiento, pero tú no
debes hacer nada sin el consentimiento de Dios».86
Espíritu y práctica de la pobreza en el Obispo
20. Los Padres sinodales, como signo de sintonía colegial, acogieron la
invitación que hice en la Liturgia de apertura del Sínodo, para que la
biena- venturanza evangélica de la pobreza fuese considerada como una de las
condiciones necesarias, en la situación actual, para llevar a cabo un
fecundo ministerio episcopal. También en esta ocasión, en la asamblea de los
Obispos quedó como impresa la figura de Cristo el Señor, que «realizó la
obra de la redención en la pobreza y en la persecución» e invita a la
Iglesia, con sus pastores al frente, «a seguir el mismo camino para
comunicar a los hombres los frutos de la salvación».87
Por tanto, el Obispo, que quiere ser auténtico testigo y ministro del
evangelio de la esperanza, ha de ser vir pauper. Lo exige el testimonio que
debe dar de Cristo pobre; lo exige también la solicitud de la Iglesia para
con los pobres, por los cuales se debe hacer una opción preferencial. La
opción del Obispo de vivir el propio ministerio en la pobreza contribuye
decididamente a hacer de la Iglesia la «casa de los pobres».
Además, dicha opción da al Obispo una gran libertad interior en el ejercicio
del ministerio, favoreciendo una comunicación eficaz de los frutos de la
salvación. La autoridad episcopal se ha de ejercer con una incansable
generosidad y una inagotable gratuidad. Eso requiere por parte del Obispo
una confianza plena en la providencia del Padre celestial, una comunión
magnánima de bienes, un estilo de vida austero y una conversión personal
permanente. Sólo de este modo podrá participar en las angustias y los
sufrimientos del Pueblo de Dios, al que no sólo debe guiar y alentar, sino
con el cual debe ser solidario, compartiendo sus problemas y alentando su
esperanza.
Llevará a cabo este servicio con eficacia si su vida es sencilla, sobria y,
a la vez, activa y generosa, y si pone en el centro de la comunidad
cristiana, y no al margen, a quienes son considerados como los últimos de
nuestra sociedad.88 Debe favorecer casi de modo natural la «fantasía de la
caridad», que pondrá de relieve, más que la eficacia de las ayudas
prestadas, la capacidad de compartir de manera fraterna. En efecto, en la
Iglesia apostólica, como atestiguan abundantemente los Hechos, la pobreza de
algunos provocaba la solidaridad de los otros con el resultado sorprendente
de que «no había entre ellos ningún necesitado» (Hch 4, 34). La Iglesia es
deudora de esta profecía a un mundo angustiado por los problemas del hambre
y de la desigualdad entre los pueblos. En esta perspectiva de compartir y de
sencillez, el Obispo administra los bienes de la Iglesia como el «buen padre
de familia» y vigila que sean empleados según los fines propios de la
Iglesia: el culto de Dios, la manutención de sus ministros, las obras de
apostolado y las iniciativas de caridad con los pobres.
Procurator pauperum ha sido siempre un título de los pastores de la Iglesia
y debe serlo también hoy de manera concreta, para hacer presente y elocuente
el mensaje del Evangelio de Jesucristo como fundamento de la esperanza de
todos, pero especialmente de los que sólo pueden esperar de Dios una vida
más digna y un futuro mejor. Atraídas por el ejemplo de los Pastores, la
Iglesia y las Iglesias han de poner en práctica la «opción preferencial por
los pobres», que he indicado como programa para el tercer milenio.89
Con la castidad al servicio de una Iglesia que refleja la pureza de Cristo
21. «Recibe este anillo, signo de fidelidad, y permanece fiel a la Iglesia,
Esposa santa de Dios». Con estas palabras del Pontifical Romano de la
Ordenación,90 se invita al Obispo a tomar conciencia de que asume el
compromiso de reflejar en sí mismo el amor virginal de Cristo por todos sus
fieles. Está llamado ante todo a suscitar entre ellos relaciones recíprocas
inspiradas en el respeto y la estima propias de una familia donde florece el
amor en el sentido de la exhortación del apóstol Pedro: «Amaos unos a otros
de corazón e intensamente. Mirad que habéis vuelto a nacer, y no de un padre
mortal, sino de uno inmortal, por medio de la Palabra de Dios viva y
duradera» (1 P 1, 22).
Mientras con su ejemplo y su palabra exhorta a los cristianos a ofrecer sus
cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12, 1),
recuerda a todos que «la apariencia de este mundo pasa» (1 Co 7, 31), y por
esto se debe vivir «aguardando la feliz esperanza» del retorno glorioso de
Cristo (cf. Tt 2, 13). En particular, en su solicitud pastoral está cercano
con su afecto paterno a cuantos han abrazado la vida religiosa con la
profesión de los consejos evangélicos y ofrecen su precioso servicio a la
Iglesia. Además, sostiene y anima a los sacerdotes que, llamados por la
divina gracia, han asumido libremente el compromiso del celibato por el
Reino de los cielos, recordándoles a ellos y a sí mismo las motivaciones
evangélicas y espirituales de dicha opción, tan importante para el servicio
del Pueblo de Dios. En la Iglesia actual y en el mundo, el testimonio del
amor casto es, por un lado, una especie de terapia espiritual para la
humanidad y, por otro, una denuncia de la idolatría del instinto sexual.
En el contexto social actual, el Obispo debe estar particularmente cercano a
su grey, y ante todo a sus sacerdotes, atento paternalmente a sus
dificultades ascéticas y espirituales, dándoles el apoyo oportuno para
favorecer su fidelidad a la vocación y a las exigencias de una ejemplar
santidad de vida en el ejercicio del ministerio. Además, en los casos de
faltas graves y sobre todo de delitos que perjudican el testimonio mismo del
Evangelio, especialmente por parte de los ministros de la Iglesia, el Obispo
ha de ser firme y decidido, justo y sereno. Debe intervenir en seguida,
según establecen las normas canónicas, tanto para la corrección y el bien
espiritual del ministro sagrado, como para la reparación del escándalo y el
restablecimiento de la justicia, así como por lo que concierne a la
protección y ayuda de las víctimas.
Con su palabra y su actuación atenta y paternal, el Obispo cumple el
compromiso de ofrecer al mundo la verdad de una Iglesia santa y casta en sus
ministros y en sus fieles. Actuando de este modo, el pastor va delante de su
grey como hizo Cristo, el Esposo, que entregó su vida por nosotros y dejó a
todos el ejemplo de un amor puro y virginal y, por eso mismo, también
fecundo y universal.
Animador de una espiritualidad de comunión y de misión
22. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he subrayado la necesidad
de «hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión».91 Esta
observación ha tenido amplio eco y ha sido recogida en la Asamblea sinodal.
Obviamente, el Obispo es el primero que, en su camino espiritual, tiene el
cometido de ser promotor y animador de una espiritualidad de comunión,
esforzándose incansablemente para que ésta sea uno de los principios
educativos de fondo en todos los ámbitos en que se modela al hombre y al
cristiano: en la parroquia, asociaciones católicas, movimientos eclesiales,
escuelas católicas o los oratorios. De modo particular el Obispo ha de
cuidar que la espiritualidad de comunión se favorezca y desarrolle donde se
educan los futuros presbíteros, es decir, en los seminarios, así como en los
noviciados y casas religiosas, en los Institutos y en las Facultades
teológicas.
Los puntos más importantes de esta promoción de la espiritualidad de
comunión los he indicado sintéticamente en la misma Carta apostólica. Ahora
es suficiente añadir que el Obispo ha de alentarla de manera especial en su
presbiterio, como también entre los diáconos, los consagrados y las
consagradas. Lo ha de hacer en el diálogo y encuentro personal, pero también
en encuentros comunitarios, por lo que debe favorecer en la propia Iglesia
particular momentos especiales para disponerse mejor a la escucha de «lo que
el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2, 7.11, etc.). Así ocurre en los
retiros, ejercicios espirituales y jornadas de espiritualidad, como también
con el uso prudente de los nuevos instrumentos de comunicación social, si
eso fuere oportuno para una mayor eficacia.
Para un Obispo, cultivar una espiritualidad de comunión quiere decir también
alimentar la comunión con el Romano Pontífice y con los demás hermanos
Obispos, especialmente dentro de la misma Conferencia Episcopal y Provincia
eclesiástica. Además, para superar el riesgo de la soledad y el desaliento
ante la magnitud y la desproporción de los problemas, el Obispo necesita
recurrir de buen grado, no sólo a la oración, sino también a la amistad y
comunión fraterna con sus Hermanos en el episcopado.
Tanto en su fuente como en su modelo trinitario, la comunión se manifiesta
siempre en la misión, que es su fruto y consecuencia lógica. Se favorece el
dinamismo de comunión cuando se abre al horizonte y a las urgencias de la
misión, garantizando siempre el testimonio de la unidad para que el mundo
crea y ampliando la perspectiva del amor para que todos alcancen la comunión
trinitaria, de la cual proceden y a la cual están destinados. Cuanto más
intensa es la comunión, tanto más se favorece la misión, especialmente
cuando se vive en la pobreza del amor, que es la capacidad de ir al
encuentro de cada persona, grupo y cultura sólo con la fuerza de la Cruz,
spes unica y testimonio supremo del amor de Dios, que se manifiesta también
como amor de fraternidad universal.
Caminar en lo cotidiano
23. El realismo espiritual lleva a reconocer que el Obispo ha de vivir la
propia vocación a la santidad en el contexto de dificultades externas e
internas, de debilidades propias y ajenas, de imprevistos cotidianos, de
problemas personales e institucionales. Ésta es una situación constante en
la vida de los pastores, de la que san Gregorio Magno da testimonio cuando
constata con dolor: «Desde que he cargado sobre mis hombros la
responsabilidad, me es imposible guardar el recogimiento que yo querría,
solicitado como estoy por tantos asuntos. Me veo, en efecto, obligado a
dirimir las causas, ora de las diversas Iglesias, ora de los monasterios, y
a juzgar con frecuencia de la vida y actuación de los individuos en
particular [...]. Estando mi espíritu disperso y desgarrado con tan diversas
preocupaciones, ¿cómo voy a poder reconcentrarme para dedicarme por entero a
la predicación y al ministerio de la palabra? [...] ¿Qué soy yo, por tanto,
o qué clase de atalaya soy, que no estoy situado, por mis obras, en lo alto
de la montaña?».92
Para contrarrestar las tendencias dispersivas que intentan fragmentar la
unidad interior, el Obispo necesita cultivar un ritmo de vida sereno, que
favorezca el equilibrio mental, psicológico y afectivo, y lo haga capaz de
estar abierto para acoger a las personas y sus interrogantes, en un contexto
de auténtica participación en las situaciones más diversas, alegres o
tristes. El cuidado de la propia salud en todas sus dimensiones es también
para el Obispo un acto de amor a los fieles y una garantía de mayor apertura
y disponibilidad a las mociones del Espíritu. A este respecto, son conocidas
las recomendaciones de san Carlos Borromeo, brillante figura de pastor, en
el discurso que pronunció en su último Sínodo: «¿Ejerces la cura de almas?
No por ello olvides la cura de ti mismo, ni te entregues tan pródigamente a
los demás que no quede para ti nada de ti mismo; porque es necesario,
ciertamente, que te acuerdes de las almas a cuyo frente estás, pero no de
manera que te olvides de ti».93
El Obispo debe afrontar, pues, con equilibrio los múltiples compromisos
armonizándolos entre sí: la celebración de los misterios divinos y la
oración privada, el estudio personal y la programación pastoral, el
recogimiento y el descanso necesario. Con la ayuda de estos medios para su
vida espiritual, encontrará la paz del corazón experimentando la profundidad
de la comunión con la Trinidad, que lo ha elegido y consagrado. Con la
gracia que Dios le concede, debe desempeñar cada día su ministerio, atento a
las necesidades de la Iglesia y del mundo, como testigo de la esperanza.
Formación permanente del Obispo
24. En estrecha relación con el deber del Obispo de seguir incansablemente
la vía de la santidad viviendo una espiritualidad cristocéntrica y eclesial,
la Asamblea sinodal planteó también la cuestión de su formación permanente.
Ésta, necesaria para todos los fieles, como se subrayó en los Sínodos
anteriores y recordaron las sucesivas Exhortaciones apostólicas
Christifideles laici, Pastores dabo vobis y Vita consecrata, debe
considerarse necesaria especialmente para el Obispo, que tiene la
responsabilidad del progreso común y concorde de la Iglesia.
Como en el caso de los sacerdotes y las personas de vida consagrada, la
formación permanente es también para el Obispo una exigencia intrínseca de
su vocación y misión. En efecto, le permite discernir mejor las nuevas
indicaciones con las que Dios precisa y actualiza la llamada inicial. El
apóstol Pedro, después del «sígueme» del primer encuentro con Cristo (cf. Mt
4, 19), volvió a oír que el Resucitado, antes de dejar la tierra, le repetía
la misma invitación, anunciándole las fatigas y tribulaciones del futuro
ministerio, añadiendo: «Tú, sígueme» (Jn 21, 22). «Por tanto, hay un
'sígueme' que acompaña toda la vida y la misión del apóstol. Es un 'sígueme'
que atestigua la llamada y la exigencia de fidelidad hasta a la muerte (cf.
ibíd.), un 'sígueme' que puede significar una sequela Christi con el don
total de sí en el martirio».94 Evidentemente, no se trata sólo de una
adecuada puesta al día, como exige un conocimiento realista de la situación
de la Iglesia y del mundo, que capacite al Pastor a vivir el presente con
mente abierta y corazón compasivo. A esta buena razón para una formación
permanente actualizada, se añaden otros motivos tanto de índole
antropológica, derivados del hecho de que la vida misma es un incesante
camino hacia la madurez, como de índole teológica, vinculados profundamente
a la naturaleza sacramental. En efecto, el Obispo debe «custodiar con amor
vigilante el 'misterio' del que es portador para el bien de la Iglesia y de
la humanidad».95
Para una puesta al día periódica, especialmente sobre algunos temas de gran
importancia, se requieren tiempos sosegados de escucha atenta, comunión y
diálogo con personas expertas –Obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos,
laicos–, en un intercambio de experiencias pastorales, conocimientos
doctrinales y recursos espirituales que proporcionarán un auténtico
enriquecimiento personal. Para ello, los Padres sinodales subrayaron la
utilidad de cursos especiales de formación para los Obispos, como los
encuentros anuales promovidos por la Congregación para los Obispos o por la
de la Evangelización de los Pueblos, para los Obispos ordenados
recientemente. Al mismo tiempo, se estimó conveniente que los Sínodos
patriarcales, las Conferencias nacionales y regionales, e incluso las
Asambleas continentales de Obispos organicen breves cursos de formación o
jornadas de estudio, o de actualización, así como también de ejercicios
espirituales para los Obispos.
Convendrá que la misma Presidencia de la Conferencia episcopal asuma la
tarea de preparar y realizar dichos programas de formación permanente,
animando a los Obispos a participar en estos cursos, a fin de alcanzar
también de este modo una más estrecha comunión entre los Pastores, con
vistas a una mayor eficacia pastoral en cada diócesis.96
En cualquier caso, es evidente que, como la vida de la Iglesia, el estilo de
actuar, las iniciativas pastorales y las formas del ministerio del Obispo
evolucionan con el tiempo. Desde este punto de vista se necesitaría también
una actualización, en conformidad con las disposiciones del Código de
Derecho Canónico y en relación con los nuevos desafíos y compromisos de la
Iglesia en la sociedad. En este contexto, la Asamblea sinodal propuso que se
revisara el Directorio Ecclesiae imago, publicado ya por la Congregación
para los Obispos el 22 de febrero de 1973, adaptándolo a las nuevas
exigencias de los tiempos y a los cambios producidos en la Iglesia y en la
vida pastoral.97
El ejemplo de los Obispos santos
25. Los Obispos encuentran siempre aliento en el ejemplo de Pastores santos,
tanto para su vida y su ministerio como para la propia espiritualidad y su
esfuerzo por adaptar la acción apostólica. En la homilía de la Celebración
eucarística de clausura del Sínodo, yo mismo propuse la figura de santos
Pastores, canonizados durante el último siglo, como testimonio de una gracia
del Espíritu que nunca ha faltado y jamás faltará a la Iglesia.98
La historia de la Iglesia, ya desde los Apóstoles, está plagada de Pastores
cuya doctrina y santidad, pueden iluminar y orientar el camino espiritual de
los Obispos del tercer milenio. Los testimonios gloriosos de los grandes
Pastores de los primeros siglos de la Iglesia, los Fundadores de Iglesias
particulares, los confesores de la fe y los mártires que han dado la vida
por Cristo en tiempos de persecución, siguen siendo punto de referencia
luminoso para los Obispos de nuestro tiempo y en los que pueden encontrar
indicaciones y estímulos en su servicio al Evangelio.
En particular, muchos de ellos han sido ejemplares en la virtud de la
esperanza, cuando han alentado a su pueblo en tiempos difíciles, han
reconstruido las iglesias tras épocas de persecución y calamidad, edificado
hospicios para acoger a peregrinos y menesterosos, abierto hospitales donde
atender a enfermos y ancianos. Muchos Obispos han sido guías clarividentes,
que han abierto nuevos derroteros para su pueblo; con la mirada fija en
Cristo crucificado y resucitado, esperanza nuestra, han dado respuestas
positivas y creativas a los desafíos del momento durante tiempos difíciles.
Al principio del tercer milenio hay también Pastores como éstos, que tienen
una historia que contar, hecha de fe anclada firmemente en la Cruz. Pastores
que saben percibir las aspiraciones humanas, asumirlas, purificarlas e
interpretarlas a la luz del Evangelio y que, por tanto, tienen también una
historia que construir junto con todo el pueblo confiado a ellos.
Por eso, cada Iglesia particular procurará celebrar a sus propios santos
Obispos y recordar también a los Pastores que han dejado en el pueblo una
huella especial de admiración y cariño por su vida santa y su preclara
doctrina. Ellos son los vigías espirituales que desde el cielo orientan el
camino de la Iglesia peregrina en el tiempo. Por eso la Asamblea sinodal,
para que se conserve siempre viva la memoria de la fidelidad de los Obispos
eminentes en el ejercicio de su ministerio, recomendó que las Iglesias
particulares o, según el caso, las Conferencias episcopales, se preocupasen
de dar a conocer su figura a los fieles con biografías actualizadas y, en
los casos oportunos, tomen en consideración la conveniencia de introducir
sus causas de canonización.99
El testimonio de una vida espiritual y apostólica plenamente realizada sigue
siendo hoy la gran prueba de la fuerza del Evangelio para transformar a las
personas y comunidades, dando entrada en el mundo y en la historia a la
santidad misma de Dios. Esto es también un motivo de esperanza,
especialmente para las nuevas generaciones, que esperan de la Iglesia
propuestas estimulantes en las cuales inspirarse para el compromiso de
renovar en Cristo a la sociedad de nuestro tiempo.
CAPÍTULO III
MAESTRO DE LA FE
Y HERALDO DE LA PALABRA
«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva» (Mc 16, 15)
26. Jesús resucitado confió a sus apóstoles la misión de «hacer discípulos»
a todas las gentes, enseñándoles a guardar todo lo que Él mismo había
mandado. Así pues, se ha encomendado solemnemente a la Iglesia, comunidad de
los discípulos del Señor crucificado y resucitado, la tarea de predicar el
Evangelio a todas las criaturas. Es un cometido que durará hasta al final de
los tiempos. Desde aquel primer momento, ya no es posible pensar en la
Iglesia sin esta misión evangelizadora. Es una convicción que el apóstol
Pablo expresó con las conocidas palabras: «Predicar el Evangelio no es para
mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí
si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16).
Aunque el deber de anunciar el Evangelio es propio de toda la Iglesia y de
cada uno de sus hijos, lo es por un título especial de los Obispos que, en
el día de la sagrada Ordenación, la cual los introduce en la sucesión
apostólica, asumen como compromiso principal predicar el Evangelio a los
hombres y hacerlo «invitándoles a creer por la fuerza del Espíritu o
confirmándolos en la fe viva».100
La actividad evangelizadora del Obispo, orientada a conducir a los hombres a
la fe o robustecerlos en ella, es una manifestación preeminente de su
paternidad. Por tanto, puede repetir con Pablo: «Pues aunque hayáis tenido
diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo
quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús» (1 Co 4, 15).
Precisamente por este dinamismo generador de vida nueva según el Espíritu,
el ministerio episcopal se manifiesta en el mundo como un signo de esperanza
para los pueblos y para cada persona.
Por eso, los Padres sinodales recordaron muy oportunamente que el anuncio de
Cristo ocupa siempre el primer lugar y que el Obispo es el primer predicador
del Evangelio con la palabra y con el testimonio de vida. Debe ser
consciente de los desafíos que el momento actual lleva consigo y tener la
valentía de afrontarlos. Todos los Obispos, como ministros de la verdad, han
de cumplir este cometido con vigor y confianza.101
Cristo, en el corazón del Evangelio y del hombre
27. El tema del anuncio del Evangelio predominó en las intervenciones de los
Padres sinodales, que en repetidas ocasiones y de varios modos afirmaron
cómo el centro vivo del anuncio del Evangelio es Cristo crucificado y
resucitado para la salvación de todos los hombres.102
En efecto, Cristo es el corazón de la evangelización, cuyo programa «se
centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e
imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia
hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no
cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene en cuenta el
tiempo y la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz.
Este programa de siempre es el nuestro para el tercer milenio».103
De Cristo, corazón del Evangelio, arrancan todas las demás verdades de la fe
y se irradia también la esperanza para todos los seres humanos. En efecto,
es la luz que ilumina a todo hombre y quien es regenerado en Él recibe las
primicias del Espíritu, que le hace capaz de cumplir la ley nueva del
amor.104
Por eso el Obispo, en virtud de su misión apostólica, está capacitado para
introducir a su pueblo en el corazón del misterio de la fe, donde podrá
encontrar a la persona viva de Jesucristo. Los fieles comprenderán así que
toda la experiencia cristiana tiene su fuente y su punto de referencia
ineludible en la Pascua de Jesús, vencedor del pecado y de la muerte.105
El anuncio de la muerte y resurrección del Señor «no puede por menos de
incluir el anuncio profético de un más allá, vocación profunda y definitiva
del hombre, en continuidad y discontinuidad a la vez con la situación
presente: más allá del tiempo y de la historia, más allá de la realidad de
este mundo, cuya imagen pasa [...]. La evangelización comprende además la
predicación de la esperanza en las promesas hechas por Dios mediante la
nueva alianza en Jesucristo».106
El Obispo, oyente y custodio de la Palabra
28. El Concilio Vaticano II, siguiendo la línea indicada por la tradición de
la Iglesia, afirma que la misión de enseñar propia de los Obispos consiste
en conservar santamente y anunciar con audacia la fe.107
Desde este punto de vista se manifiesta toda la riqueza del gesto previsto
en el Rito Romano de Ordenación episcopal, cuando se pone el Evangeliario
abierto sobre la cabeza del electo. Con ello se quiere expresar, de una
parte, que la Palabra arropa y protege el ministerio del Obispo y, de otra,
que ha de vivir completamente sumiso a la Palabra de Dios mediante la
dedicación cotidiana a la predicación del Evangelio con toda paciencia y
doctrina (cf. 2 Tm 4, 2). Los Padres sinodales recordaron también varias
veces que el Obispo es quien conserva con amor la Palabra de Dios y la
defiende con valor, testimoniando su mensaje de salvación. Efectivamente, el
sentido del munus docendi episcopal surge de la naturaleza misma de lo que
se debe custodiar, esto es, el depósito de la fe.
En la Sagrada Escritura de ambos Testamentos y en la Tradición, nuestro
Señor Jesucristo confió a su Iglesia el único depósito de la Revelación
divina, que es como «el espejo en que la Iglesia peregrina contempla a Dios,
de quien todo lo recibe, hasta el día en que llegue a verlo cara a cara,
como Él es».108 Esto es lo que ha ocurrido a lo largo de los siglos hasta
hoy: las diversas comunidades, acogiendo la Palabra siempre nueva y eficaz a
través de los tiempos, han escuchado dócilmente la voz del Espíritu Santo,
comprometiéndose a hacerla viva y activa en cada uno de los períodos de la
historia. Así, la Palabra transmitida, la Tradición, se ha hecho cada vez
más conscientemente Palabra de vida y, entre tanto, la tarea de anunciarla y
custodiarla se ha realizado progresivamente, bajo la guía y la asistencia
del Espíritu de Verdad, como una transmisión incesante de todo lo que la
Iglesia es y de todo lo que ella cree.109
Esta Tradición, que tiene su origen en los Apóstoles, progresa en la vida de
la Iglesia, como ha enseñado el Concilio Vaticano II. De modo similar crece
y se desarrolla la comprensión de las cosas y las palabras transmitidas, de
manera que al creer, practicar y profesar la fe transmitida, se establece
una maravillosa concordia entre Obispos y fieles.110 Así pues, en la
búsqueda de la fidelidad al Espíritu, que habla en la Iglesia, fieles y
pastores se encuentran y establecen los vínculos profundos de fe que son el
primer momento del sensus fidei. A este respecto, es útil oír de nuevo las
palabras del Concilio: «La totalidad de los fieles que tienen la unción del
Santo (cf. 1 Jn 2, 20 y 27) no puede equivocarse en la fe. Se manifiesta
esta propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de
todo el pueblo: cuando 'desde los obispos hasta el último de los laicos
cristianos' muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de
moral».111
Por eso, para el Obispo, la vida de la Iglesia y la vida en la Iglesia es
una condición para el ejercicio de su misión de enseñar. El Obispo tiene su
identidad y su puesto dentro de la comunidad de los discípulos del Señor,
donde ha recibido el don de la vida divina y la primera enseñanza de la fe.
Todo Obispo, especialmente cuando desde su Cátedra episcopal ejerce ante la
asamblea de los fieles su función de maestro en la Iglesia, debe poder decir
como san Agustín: «considerando el puesto que ocupamos, somos vuestros
maestros, pero respecto al único maestro, somos con vosotros condiscípulos
en la misma escuela».112 En la Iglesia, escuela del Dios vivo, Obispos y
fieles son todos condiscípulos y todos necesitan ser instruidos por el
Espíritu.
El Espíritu imparte su enseñanza interior de muchas maneras. En el corazón
de cada uno, ante todo, en la vida de las Iglesias particulares, donde
surgen y se hacen oír las diversas necesidades de las personas y de las
varias comunidades eclesiales, mediante lenguajes conocidos, pero también
diversos y nuevos.
También se escucha al Espíritu cuando suscita en la Iglesia diferentes
formas de carismas y servicios. Por este motivo, en el Aula sinodal se
pronunciaron reiteradamente palabras que exhortaban al Obispo al encuentro
directo y al contacto personal con los fieles de las comunidades confiadas a
su cuidado pastoral, siguiendo el modelo del Buen Pastor que conoce a sus
ovejas y las llama a cada una por su nombre. En efecto, el encuentro
frecuente del Obispo con sus presbíteros, en primer lugar, con los diáconos,
los consagrados y sus comunidades, con los fieles laicos, tanto
personalmente como en las diversas asociaciones, tiene gran importancia para
el ejercicio de un ministerio eficaz entre el Pueblo de Dios.
El servicio auténtico y autorizado de la Palabra
29. Con la Ordenación episcopal cada Obispo ha recibido la misión
fundamental de anunciar autorizadamente la Palabra. El Obispo, en virtud de
la sagrada Ordenación, es maestro auténtico que predica al pueblo a él
confiado la fe que se ha de creer y aplicar a la vida moral. Eso quiere
decir que los Obispos están revestidos de la autoridad misma de Cristo y
que, por esta razón fundamental, «cuando enseñan en comunión con el Romano
Pontífice, merecen el respeto de todos, pues son los testigos de la verdad
divina y católica. Los fieles, por su parte, deben adherirse a la decisión
que sobre materia de fe y costumbres ha tomado su Obispo en nombre de Cristo
y aceptarla con espíritu de obediencia religiosa».113 En este servicio a la
Verdad, el Obispo se sitúa ante la comunidad y es para ella, a la cual
orienta su solicitud pastoral y por la cual eleva insistentemente sus
plegarias a Dios.
Así pues, el Obispo transmite a sus hermanos, a los que cuida como el Buen
Pastor, lo que escucha y recibe del corazón de la Iglesia. En él se completa
el sensus fidei. En efecto, el Concilio Vaticano II enseña: «El Espíritu de
la verdad suscita y sostiene ese sentido de la fe. Con él, el Pueblo de
Dios, bajo la dirección del magisterio al que obedece con fidelidad, recibe,
no ya una simple palabra humana, sino la palabra de Dios (cf. 1 Ts 2, 13).
Así se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez
para siempre (Judas 3), la profundiza con un juicio recto y la aplica cada
día más plenamente a la vida».114 Es, pues, una palabra que, en el seno de
la comunidad y ante ella, ya no es simplemente palabra del Obispo como
persona privada, sino del Pastor que confirma en la fe, reúne en torno al
misterio de Dios y engendra vida.
Los fieles necesitan la palabra de su Obispo; necesitan confirmar y
purificar su fe. La Asamblea sinodal subrayó esto, indicando algunos ámbitos
específicos en los que más se advierte esta necesidad. Uno de ellos es el
primer anuncio o kerygma, siempre necesario para suscitar la obediencia de
la fe, pero que es más urgente aún en la situación actual, caracterizada por
la indiferencia y la ignorancia religiosa de muchos cristianos.115 También
es evidente que, en el ámbito de la catequesis, el Obispo es el catequista
por excelencia. La gran influencia que han tenido grandes y santos Obispos,
cuyos textos catequéticos se consultan aún hoy con admiración, es un motivo
más para subrayar que la tarea del Obispo de asumir la alta dirección de la
catequesis es siempre actual. En este cometido, debe referirse al Catecismo
de la Iglesia Católica.
Por esto sigue siendo válido lo que escribí en la Exhortación apostólica
Catechesi tradendae: «En el campo de la catequesis tenéis vosotros,
queridísimos Hermanos [Obispos], una misión particular en vuestras Iglesias:
en ellas sois los primeros responsables de la catequesis».116 Por eso el
Obispo debe ocuparse de que la propia Iglesia particular dé prioridad
efectiva a una catequesis activa y eficaz. Más aún, él mismo ha de ejercer
su solicitud mediante intervenciones directas que susciten y conserven
también una auténtica pasión por la catequesis.117
Consciente de su responsabilidad en la transmisión y educación de la fe, el
Obispo se ha de esforzar para que tengan una disposición similar cuantos,
por su vocación y misión, están llamados a transmitir la fe. Se trata de los
sacerdotes y diáconos, personas consagradas, padres y madres de familia,
agentes pastorales y, especialmente los catequistas, así como los profesores
de teología y de ciencias eclesiásticas, o los que imparten clases de
religión católica.118 Por eso, el Obispo cuidará la formación inicial y
permanente de todos ellos.
Para este cometido resulta especialmente útil el diálogo abierto y la
colaboración con los teólogos, a los que corresponde profundizar con métodos
apropiados la insondable riqueza del misterio de Cristo. El Obispo ha de
ofrecerles aliento y apoyo, tanto a ellos como a las instituciones escolares
y académicas en que trabajan, para que desempeñen su tarea al servicio del
Pueblo de Dios con fidelidad a la Tradición y teniendo en cuenta las
cuestiones actuales.119 Cuando se vea oportuno, los Obispos deben defender
con firmeza la unidad y la integridad de la fe, juzgando con autoridad lo
que está o no conforme con la Palabra de Dios.120
Los Padres sinodales llamaron también la atención de los Obispos sobre su
responsabilidad magisterial en materia de moral. Las normas que propone la
Iglesia reflejan los mandamientos divinos, que se sintetizan y culminan en
el mandamiento evangélico de la caridad. Toda norma divina tiende al mayor
bien del ser humano, y hoy vale también la recomendación del Deuteronomio:
«Seguid en todo el camino que el Señor vuestro Dios os ha trazado: así
viviréis, seréis felices» (5, 33). Por otro lado, no se ha de olvidar que
los mandamientos del Decálogo tienen un firme arraigo en la naturaleza
humana misma y que, por tanto, los valores que defienden tienen validez
universal. Esto vale especialmente por lo que se refiere a la vida humana,
que se ha de proteger desde la concepción hasta a su término con la muerte
natural, la libertad de las personas y de las naciones, la justicia social y
las estructuras para ponerla en práctica.121
Ministerio episcopal e inculturación del Evangelio
30. La evangelización de la cultura y la inculturación del Evangelio forman
parte de la nueva evangelización y, por tanto, son un cometido propio de la
función episcopal. A este respecto, tomando algunas de mis expresiones
anteriores, el Sínodo repitió: «Una fe que no se convierte en cultura, es
una fe no acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida».122
En realidad, éste es un cometido antiguo y siempre nuevo, que tiene su
origen en el misterio mismo de la Encarnación y su razón de ser en la
capacidad intrínseca del Evangelio para arraigar, impregnar y promover toda
cultura, purificándola y abriéndola a la plenitud de la verdad y la vida que
se ha realizado en Cristo Jesús. A este tema se ha prestado mucha atención
durante los Sínodos continentales, que han dado valiosas indicaciones. Yo
mismo me he referido a él en varias ocasiones.
Por tanto, considerando los valores culturales del territorio en que vive su
Iglesia particular, el Obispo ha de esforzarse para que se anuncie el
Evangelio en su integridad, de modo que llegue a modelar el corazón de los
hombres y las costumbres de los pueblos. En esta empresa evangelizadora
puede ser preciosa la contribución de los teólogos, así como la de los
expertos en el patrimonio cultural, artístico e histórico de la diócesis,
que tanto en la antigua como en la nueva evangelización, es un instrumento
pastoral eficaz.123
Los medios de comunicación social tienen también gran importancia para
transmitir la fe y anunciar el Evangelio en los «nuevos areópagos»; los
Padres sinodales pusieron su atención en ello y alentaron a los Obispos para
que haya una mayor colaboración entre las Conferencias episcopales, tanto en
el ámbito nacional como internacional, con el fin de que se llegue a una
actividad de mayor cualidad en este delicado y precioso ámbito de la vida
social.124
En realidad, cuando se trata del anuncio del Evangelio, es importante
preocuparse de que la propuesta, además de ortodoxa, sea incisiva y promueva
su escucha y acogida. Evidentemente, esto comporta el compromiso de dedicar,
especialmente en los Seminarios, un espacio adecuado para la formación de
los candidatos al sacerdocio sobre el empleo de los medios de comunicación
social, de manera que los evangelizadores sean buenos predicadores y buenos
comunicadores.
Predicar con la palabra y el ejemplo
31. El ministerio del Obispo, como pregonero del Evangelio y custodio de la
fe en el Pueblo de Dios, no quedaría completamente descrito si faltara una
referencia al deber de la coherencia personal: su enseñanza ha de proseguir
con el testimonio y con el ejemplo de una auténtica vida de fe. Si el
Obispo, que enseña a la comunidad la Palabra escuchada con una autoridad
ejercida en el nombre de Jesucristo,125 no vive lo que enseña, transmite a
la comunidad misma un mensaje contradictorio.
Así resulta claro que todas las actividades del Obispo deben orientarse a
proclamar el Evangelio, «que es una fuerza de Dios para la salvación de todo
el que cree» (Rm 1, 16). Su cometido esencial es ayudar al Pueblo de Dios a
que corresponda a la Revelación con la obediencia de la fe (cf. Rm 1, 5) y
abrace íntegramente la enseñanza de Cristo. Podría decirse que, en el
Obispo, misión y vida se unen de tal de manera que no se puede pensar en
ellas como si fueran dos cosas distintas: Nosotros, Obispos, somos nuestra
propia misión. Si no la realizáramos, no seríamos nosotros mismos. Con el
testimonio de la propia fe nuestra vida se convierte en signo visible de la
presencia de Cristo en nuestras comunidades.
El testimonio de vida es para el Obispo como un nuevo título de autoridad,
que se añade al título objetivo recibido en la consagración. A la autoridad
se une el prestigio. Ambos son necesarios. En efecto, de una se deriva la
exigencia objetiva de la adhesión de los fieles a la enseñanza auténtica del
Obispo; por el otro se facilita la confianza en su mensaje. A este respecto,
parece oportuno recordar las palabras escritas por un gran Obispo de la
Iglesia antigua, san Hilario de Poitiers: «El bienaventurado apóstol Pablo,
queriendo definir el tipo ideal de Obispo y formar con su enseñanza un
hombre de Iglesia completamente nuevo, explicó lo que, por decirlo así,
debía ser su máxima perfección. Dijo que debía profesar una doctrina segura,
acorde con la enseñanza, de tal modo que pudiera exhortar a la sana doctrina
y refutar a quienes la contradijeran [...]. Por un lado, un ministro de vida
irreprochable, si no es culto, conseguirá sólo ayudarse a sí mismo; por
otro, un ministro culto pierde la autoridad que proviene de su cultura si su
vida no es irreprensible».126
El apóstol Pablo nos indica una vez más la conducta a seguir con estas
palabras: «Muéstrate dechado de buenas obras: pureza de doctrina, dignidad,
palabra sana, intachable, para que el adversario se avergüence, no teniendo
nada malo que decir de nosotros» (Tt 2, 7-8).
CAPÍTULO IV
MINISTRO DE LA GRACIA
DEL SUPREMO SACERDOCIO
«Santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos» (1 Co 1, 2)
32. Al tratar sobre una de las funciones primeras y fundamentales del
Obispo, el ministerio de la santificación, pienso en las palabras que el
apóstol Pablo dirigió a los fieles de Corinto, como poniendo ante sus ojos
el misterio de su vocación: «Santificados en Cristo Jesús, llamados a ser
santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo,
Señor nuestro» (1 Co 1, 2). La santificación del cristiano se realiza en el
baño bautismal, se corrobora en el sacramento de la Confirmación y de la
Reconciliación, y se alimenta con la Eucaristía, el bien más precioso de la
Iglesia, el sacramento que la edifica constantemente como Pueblo de Dios,
cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo.127
El Obispo es ministro de esta santificación, que se difunde en la vida de la
Iglesia, sobre todo a través de la santa liturgia. De ésta, y especialmente
de la celebración eucarística, se dice que es «cumbre y fuente de la vida de
la Iglesia».128 Es una afirmación que se corresponde en cierto modo con el
ministerio litúrgico del Obispo, que es el centro de su actividad dirigida a
la santificación del Pueblo de Dios.
De esto se desprende claramente la importancia de la vida litúrgica en la
Iglesia particular, en la que el Obispo ejerce su ministerio de
santificación proclamando y predicando la Palabra de Dios, dirigiendo la
oración por su pueblo y con su pueblo, presidiendo la celebración de los
Sacramentos. Por esta razón, la Constitución dogmática Lumen gentium aplica
al Obispo un bello título, tomado de la oración de consagración episcopal en
el ritual bizantino, es decir, el de «administrador de la gracia del sumo
sacerdocio, sobre todo en la Eucaristía que él mismo celebra o manda
celebrar y por la que la Iglesia crece y se desarrolla sin cesar».129
Hay una íntima correspondencia entre el ministerio de la santificación y los
otros dos, el de la palabra y de gobierno. En efecto, la predicación se
ordena a la participación de la vida divina en la mesa de la Palabra y de la
Eucaristía. Esta vida se desarrolla y manifiesta en la existencia cotidiana
de los fieles, puesto que todos están llamados a plasmar en el
comportamiento lo que han recibido en la fe.130 A su vez, el ministerio de
gobierno se expresa en funciones y actos que, como las de Jesús, Buen
Pastor, tienden a suscitar en la comunidad de los fieles la plenitud de vida
en la caridad, para gloria de la Santa Trinidad y testimonio de su amorosa
presencia en el mundo.
Todo Obispo, pues, cuando ejerce el ministerio de la santificación (munus
sanctificandi), pone en práctica lo que se propone el ministerio de enseñar
(munus docendi) y, al mismo tiempo, obtiene la gracia para el ministerio de
gobernar (munus regendi), modelando sus actitudes a imagen de Cristo Sumo
Sacerdote, de manera que todo se ordene a la edificación de la Iglesia y a
la gloria de la Trinidad Santa.
Fuente y cumbre de la Iglesia particular
33. El Obispo ejerce el ministerio de la santificación a través de la
celebración de la Eucaristía y de los demás Sacramentos, la alabanza divina
de la Liturgia de las Horas, la presidencia de los otros ritos sagrados y
también mediante la promoción de la vida litúrgica y de la auténtica piedad
popular. Entre las celebraciones presididas por el Obispo destacan
especialmente aquellas en las que se manifiesta la peculiaridad del
ministerio episcopal como plenitud del sacerdocio. Así sucede en la
administración del sacramento de la Confirmación, de las Órdenes sagradas,
en la celebración solemne de la Eucaristía en que el Obispo está rodeado de
su presbiterio y de los otros ministros –como en la liturgia de la Misa
crismal–, en la dedicación de las iglesias y de los altares, en la
consagración de las vírgenes, así como en otros ritos importantes para la
vida de la Iglesia particular. Se presenta visiblemente en estas
celebraciones como el padre y pastor de los fieles, el «Sumo Sacerdote» de
su pueblo (cf. Hb 10, 21), que ora y enseña a orar, intercede por sus
hermanos y, junto con el pueblo, implora y da gracias a Dios, resaltando la
primacía de Dios y de su gloria.
En estas ocasiones brota, como de una fuente, la gracia divina que inunda
toda la vida de los hijos de Dios durante su peregrinación terrena,
encaminándola hacia su culminación y plenitud en la patria celestial. Por
eso, el ministerio de la santificación es fundamental para la promoción de
la esperanza cristiana. El Obispo no sólo anuncia con la predicación de la
palabra las promesas de Dios y abre caminos hacia al futuro, sino que anima
al Pueblo de Dios en su camino terreno y, mediante la celebración de los
sacramentos, prenda de la gloria futura, le hace pregustar su destino final,
en comunión con la Virgen María y los Santos, en la certeza inquebrantable
de la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, así
como de su venida gloriosa.
Importancia de la iglesia catedral
34. Aunque el Obispo ejerce su ministerio de santificación en toda la
diócesis, éste tiene su centro en la iglesia catedral, que es como la
iglesia madre y el punto de convergencia de la Iglesia particular.
En efecto, la catedral es el lugar donde el Obispo tiene su Cátedra, desde
la cual educa y hace crecer a su pueblo por la predicación, y donde preside
las principales celebraciones del año litúrgico y de los sacramentos.
Precisamente cuando está sentado en su Cátedra, el Obispo se muestra ante la
asamblea de los fieles como quien preside in loco Dei Patris; por eso, como
ya he recordado, según una antiquísima tradición, tanto de oriente como de
occidente, solamente el Obispo puede sentarse en la Cátedra episcopal.
Precisamente la presencia de ésta hace de la iglesia catedral el centro
material y espiritual de unidad y comunión para el presbiterio diocesano y
para todo el Pueblo santo de Dios.
No se ha de olvidar a este propósito la enseñanza del Concilio Vaticano II
sobre la gran importancia que todos deben dar «a la vida litúrgica de la
diócesis en torno al obispo, sobre todo en la iglesia catedral, persuadidos
de que la principal manifestación de la Iglesia tiene lugar en la
participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas
celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma Eucaristía, en una misma
oración, junto a un único altar, que el obispo preside rodeado por su
presbiterio y sus ministros».131 En la catedral, pues, donde se realiza lo
más alto de la vida de la Iglesia, se ejerce también el acto más excelso y
sagrado del munus sanctificandi del Obispo, que comporta a la vez, como la
liturgia misma que él preside, la santificación de las personas y el culto y
la gloria de Dios.
Algunas celebraciones particulares manifiestan de manera especial este
misterio de la Iglesia. Entre ellas, recuerdo la liturgia anual de la Misa
crismal, que «ha de ser tenida como una de las principales manifestaciones
de la plenitud sacerdotal del Obispo y un signo de la unión estrecha de los
presbíteros con él».132 Durante esta celebración, junto con el Óleo de los
enfermos y el de los catecúmenos, se bendice el santo Crisma, signo
sacramental de salvación y vida perfecta para todos los renacidos por el
agua y el Espíritu Santo. También se han de citar entre las liturgias más
solemnes aquéllas en que se confieren las sagradas Órdenes, cuyos ritos
tienen en la iglesia catedral su lugar propio y normal.133 A estos casos se
han de añadir algunas otras circunstancias, como la celebración del
aniversario de su dedicación y las fiestas de los santos Patronos de la
diócesis.
Éstas y otras ocasiones, según el calendario litúrgico de cada diócesis, son
circunstancias preciosas para consolidar los vínculos de comunión con los
presbíteros, las personas consagradas y los fieles laicos, así como para dar
nuevo impulso a la misión de todos los miembros de la Iglesia particular.
Por eso el Caeremoniale Episcoporum destaca la importancia de la iglesia
catedral y de las celebraciones que se desarrollan en ella para el bien y el
ejemplo de toda la Iglesia particular.134
Moderador de la liturgia como pedagogía de la fe
35. En las actuales circunstancias, los Padres sinodales han querido llamar
la atención sobre la importancia del ministerio de la santificación que se
ejerce en la Liturgia, la cual debe celebrarse de tal modo que haga efectiva
su fuerza didáctica y educativa.135 Esto requiere que las celebraciones
litúrgicas sean verdaderamente epifanía del misterio. Deberán expresar con
claridad, pues, la naturaleza del culto divino, reflejando el sentido
genuino de la Iglesia que ora y celebra los misterios divinos. Además, si
todos participan convenientemente en la liturgia, según los diversos
ministerios, ésta resplandecerá por su dignidad y belleza.
En el ejercicio de mi ministerio, yo mismo he querido dar una prioridad a
las celebraciones litúrgicas, tanto en Roma como durante mis viajes
apostólicos en los diferentes continentes y naciones. Haciendo brillar la
belleza y la dignidad de la liturgia cristiana en todas sus expresiones he
tratado promover el auténtico sentido de la santificación del nombre de
Dios, con el fin de educar el sentimiento religioso de los fieles y abrirlo
a la trascendencia.
Exhorto, pues, a mis hermanos Obispos, a que, como maestros de la fe y
partícipes del supremo sacerdocio de Cristo, procuren con todas sus fuerzas
promover auténticamente la liturgia. Ésta exige que por la manera en que se
celebra anuncie con claridad la verdad revelada, transmita fielmente la vida
divina y exprese sin ambigüedad la auténtica naturaleza de la Iglesia. Todos
han de ser conscientes de la importancia de las sagradas celebraciones de
los misterios de la fe católica. La verdad de la fe y de la vida cristiana
no se transmite sólo con palabras, sino también con signos sacramentales y
el conjunto de ritos litúrgicos. Es bien conocido, a este propósito, el
antiguo axioma que vincula estrechamente la lex credendi a la lex orandi.136
Por tanto, todo Obispo ha de ser ejemplar en el arte del presidir,
consciente de tractare mysteria. Debe tener también una vida teologal
profunda que inspire su comportamiento en cada contacto con el Pueblo santo
de Dios. Debe ser capaz de transmitir el sentido sobrenatural de las
palabras, oraciones y ritos, de modo que implique a todos en la
participación en los santos misterios. Además, por medio de una adecuada y
concreta promoción de la pastoral litúrgica en la diócesis, ha de procurar
que los ministros y el pueblo adquieran una auténtica comprensión y
experiencia de la liturgia, de modo los fieles lleguen a la plena,
consciente, activa y fructuosa participación en los santos misterios, como
propuso el Vaticano II.137
De este modo, las celebraciones litúrgicas, especialmente las que son
presididas por el Obispo en su catedral, serán proclamaciones diáfanas de la
fe de la Iglesia, momentos privilegiados en que el Pastor presenta el
misterio de Cristo a los fieles y los ayuda a entrar progresivamente en él,
para que se convierta en una gozosa experiencia, que han de testimoniar
después con las obras de caridad (cf. Ga 5, 6).
Dada la importancia que tiene la correcta transmisión de la fe en la santa
liturgia de la Iglesia, el Obispo deberá vigilar atentamente, por el bien de
los fieles, que se observen siempre, por todos y en todas partes, las normas
litúrgicas vigentes. Esto comporta también corregir firme y tempestivamente
los abusos, así como excluir cualquier arbitrariedad en el campo litúrgico.
Además, el Obispo mismo debe estar atento, en lo que de él depende o en
colaboración con las Conferencias episcopales y las Comisiones litúrgicas
pertinentes, a que se observe esa misma dignidad y autenticidad de los actos
litúrgicos en los programas radiofónicos y televisivos.
Carácter central del Día del Señor y del año litúrgico
36. La vida y el ministerio del Obispo han de estar impregnados de la
presencia del Señor y de su misterio. En efecto, la promoción en toda la
diócesis de la convicción de que la liturgia es el centro espiritual,
catequético y pastoral depende en buena medida del ejemplo del Obispo.
La celebración del misterio pascual de Cristo en el Día del Señor o domingo
ocupa el centro de este ministerio. Como he repetido varias veces, algunas
recientemente, para remarcar la identidad cristiana en nuestro tiempo hace
falta dar renovada centralidad a la celebración del Día del Señor y, en él,
a la celebración de la Eucaristía. Debe sentirse el domingo como «día
especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu,
verdadera Pascua de la semana».138
La presencia del Obispo que el domingo, día también de la Iglesia, preside
la Eucaristía en su catedral o en las parroquias de la diócesis, puede ser
un signo ejemplar de fidelidad al misterio de la Resurrección y un motivo de
esperanza para el Pueblo de Dios en su peregrinación, de domingo en domingo,
hasta el octavo día, día que no conoce ocaso, de la Pascua eterna.139
Durante el año litúrgico la Iglesia revive todo el misterio de Cristo, desde
la Encarnación y el Nacimiento del Señor hasta la Ascensión y el día de
Pentecostés, a la espera de su venida gloriosa.140 Naturalmente, el Obispo
dará especial importancia a la preparación y celebración del Triduo Pascual,
corazón de todo el año litúrgico, con la solemne Vigilia pascual y su
prolongación durante los cincuenta días del tiempo pascual.
El año litúrgico, con su cadencia cíclica, puede ser valorizado con una
programación pastoral de la vida de la diócesis en torno al misterio de
Cristo. En cuanto itinerario de fe, la Iglesia es alentada por la memoria de
la Virgen María que, «glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma [...],
brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de
consuelo».141 Es una espera sustentada también con la memoria de los
mártires y demás santos que, «llevados a la perfección por medio de la
multiforme gracia de Dios y habiendo alcanzado ya la salvación eterna,
entonan la perfecta alabanza a Dios en los cielos e interceden por
nosotros».142
Ministro de la celebración eucarística
37. En el centro del munus sanctificandi del Obispo está la Eucaristía, que
él mismo ofrece o encarga ofrecer, y en la que se manifiesta especialmente
su función de «ecónomo» o ministro de la gracia del supremo sacerdocio.143
El Obispo contribuye a la edificación de la Iglesia, misterio de comunión y
misión, sobre
todo presidiendo la asamblea eucarística. En efecto, la Eucaristía no sólo
es el principio esencial de la vida cada fiel, sino también de la comunidad
misma en Cristo. Reunidos por la predicación del Evangelio, los fieles
forman comunidades en las que está realmente presente la Iglesia de Cristo,
y eso se pone de manifiesto particularmente en la celebración misma del
Sacrificio eucarístico.144 Es conocido a este respecto lo que enseña el
Concilio: «En toda comunidad en torno al altar, presidida por el ministerio
sagrado del Obispo, se manifiesta el símbolo de aquel gran amor y de 'la
unidad del cuerpo místico sin la que no puede uno salvarse'. En estas
comunidades, aunque muchas veces sean pequeñas y pobres o vivan dispersas,
está presente Cristo, quien con su poder constituye a la Iglesia una, santa,
católica y apostólica. En efecto, 'la participación en el cuerpo y la sangre
de Cristo hace precisamente que nos convirtamos en aquello que
recibimos'».145
Además, de la celebración eucarística, que es «la fuente y la cumbre de toda
evangelización»,146 brota todo compromiso misionero de la Iglesia, que
tiende a manifestar a otros, con el testimonio de vida, el misterio vivido
en la fe.
El deber de celebrar la Eucaristía es el cometido principal y más apremiante
del ministerio pastoral del Obispo. A él corresponde también, como una de
sus principales tareas, procurar que los fieles tengan la posibilidad de
acceder a la mesa del Señor, sobre todo el domingo que, como acabamos de
recordar, es el día en que la Iglesia, comunidad y familia de los hijos de
Dios, expresa su específica identidad cristiana en torno a sus propios
presbíteros.147
No obstante, bien por falta de sacerdotes, bien por otras razones graves y
persistentes, puede ser que en ciertas regiones no sea posible celebrar la
Eucaristía con la debida regularidad. Esta eventualidad agudiza el deber del
Obispo, como padre de familia y ministro de la gracia, de estar siempre
atento para discernir las necesidades efectivas y la gravedad de las
situaciones. Así, será preciso recurrir a una mejor distribución de los
miembros del presbiterio, de modo que, incluso en casos semejantes, las
comunidades no se vean privadas de la celebración eucarística durante
demasiado tiempo.
A falta de la Santa Misa, el Obispo ha de procurar que la comunidad, aun
estando siempre en espera de la plenitud del encuentro con Cristo en la
celebración del Misterio pascual, pueda tener una celebración especial al
menos los domingos y días festivos. En estos casos los fieles, presididos
por ministros responsables, pueden beneficiarse del don de la Palabra
proclamada y de la comunión eucarística mediante celebraciones de asambleas
dominicales, previstas y adecuadas, en ausencia de un presbítero.148
Responsable de la iniciación cristiana
38. En las circunstancias actuales de la Iglesia y del mundo, tanto en las
Iglesias jóvenes como en los Países donde el cristianismo se ha establecido
desde siglos, resulta providencial la recuperación, sobre todo para los
adultos, de la gran tradición de la disciplina sobre la iniciación
cristiana. Ésta ha sido una disposición oportuna del Concilio Vaticano
II,149 que de este modo quiso ofrecer un camino de encuentro con Cristo y
con la Iglesia a muchos hombres y mujeres tocados por la gracia del Espíritu
y deseosos de entrar en comunión con el misterio de la salvación en Cristo,
muerto y resucitado por nosotros.
Mediante el itinerario de la iniciación cristiana se introduce
progresivamente a los catecúmenos en el conocimiento del misterio de Cristo
y de la Iglesia, análogamente a lo que ocurre en el origen, desarrollo y
maduración de la vida natural. En efecto, por el Bautismo los fieles renacen
y participan del sacerdocio real. Por la Confirmación, cuyo ministro
originario es el Obispo, se corrobora su fe y reciben una especial efusión
de los dones del Espíritu. Al participar de la Eucaristía, se alimentan con
el manjar de vida eterna y se insertan plenamente en la Iglesia, Cuerpo
místico de Cristo. De este modo, «por medio de estos sacramentos de la
iniciación cristiana, están en disposición de gustar cada vez más y mejor
los tesoros de la vida divina y progresar hasta la consecución de la
perfección de la caridad».150
Así pues, los Obispos, teniendo en cuenta las circunstancias actuales han de
poner en práctica las prescripciones del Rito de la iniciación cristiana de
adultos. Por tanto, han de procurar que en cada diócesis existan las
estructuras y agentes de pastoral necesarios para asegurar de la manera más
digna y eficaz la observancia de las disposiciones y disciplina litúrgica,
catequética y pastoral de la iniciación cristiana, adaptada a las
necesidades de nuestros tiempos.
Por su propia naturaleza de inserción progresiva en el misterio de Cristo y
de la Iglesia, misterio que vive y actúa en cada Iglesia particular, el
itinerario de la iniciación cristiana requiere la presencia y el ministerio
del Obispo diocesano, especialmente en su fase final, es decir, en la
administración de los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la
Eucaristía, como tiene lugar normalmente en la Vigilia pascual.
El Obispo debe regular también, según las leyes de la Iglesia, lo que se
refiere a la iniciación cristiana de los niños y jóvenes, dando
disposiciones sobre su apropiada preparación catequética y su compromiso
gradual en la vida de la comunidad. Además, ha de estar atento a que
eventuales itinerarios de catecumenado, de recuperación y fortalecimiento
del camino de la iniciación cristiana o de acercamiento a los fieles que se
han alejado de la vida normal de fe comunitaria, se desarrollen según las
normas de la Iglesia y en plena sintonía con la vida de las comunidades
parroquiales en la diócesis.
Finalmente, el Obispo, ministro originario del Sacramento de la
Confirmación, ha de ser quien lo administre normalmente. Su presencia en la
comunidad parroquial que, por la pila bautismal y la Mesa eucarística, es el
ambiente natural y ordinario del camino de la iniciación cristiana, evoca
eficazmente el misterio de Pentecostés y se demuestra sumamente útil para
consolidar los vínculos de comunión eclesial entre el pastor y los fieles.
Responsabilidad del Obispo en la disciplina penitencial
39. En sus intervenciones, los Padres sinodales pusieron especial atención
en la disciplina penitencial, subrayando su importancia y el cuidado
especial que los Obispos, como sucesores de los Apóstoles, deben prestar a
la pastoral y a la disciplina del sacramento de la Penitencia. Me complace
haber oído de ellos lo que es una profunda convicción mía, esto es, que se
ha de poner sumo interés en la pastoral de este sacramento de la Iglesia,
fuente de reconciliación, de paz y alegría para todos nosotros, necesitados
de la misericordia del Señor y de la curación de las heridas del pecado.
Como primer responsable de la disciplina penitencial en su Iglesia
particular, corresponde ante todo al Obispo dirigir una invitación
kerygmatica a la conversión y a la penitencia. Tiene el deber de proclamar
con libertad evangélica la presencia triste y dañosa del pecado en la vida
de los hombres y en la historia de las comunidades. Al mismo tiempo, ha de
anunciar el misterio insondable de la misericordia que Dios nos ha prodigado
en la Cruz y en la Resurrección de su Hijo, Jesucristo, y en la efusión del
Espíritu, para la remisión de los pecados. Este anuncio, invitación a la
reconciliación y llamada a la esperanza, está en el corazón del Evangelio.
Es el primer anuncio de los Apóstoles el día del Pentecostés, anuncio en que
se revela el sentido mismo de la gracia y de la salvación comunicada por los
Sacramentos.
El Obispo ha de ser un ministro ejemplar del sacramento de la Penitencia y
debe recurrir asidua y fielmente al mismo. No se cansará de exhortar a sus
sacerdotes a que tengan en gran estima el ministerio de la reconciliación
recibido en la Ordenación sacerdotal, animándolos a ejercerlo con
generosidad y sentido sobrenatural, imitando al Padre que acoge a los que
vuelven a la casa paterna y a Cristo, Buen Pastor, que lleva sobre sus
hombros a la oveja extraviada.151
La responsabilidad del Obispo incluye también el deber de velar para que la
absolución general no se imparta más allá de las normas del derecho. A este
respecto, en el Motu proprio Misericordia Dei he subrayado que los Obispos
han de insistir en la disciplina vigente, según la cual la confesión,
individual e íntegra, y la absolución son el único modo ordinario por el que
el fiel consciente de pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia.
Sólo una imposibilidad física o moral dispensa de este modo ordinario, en
cuyo caso la reconciliación se puede obtener de otras maneras. Además, el
Obispo ha de recordar a todos los que por oficio tienen cura de almas el
deber de brindar a los fieles la oportunidad de acudir a la confesión
individual.152 Y se cuidará de verificar que se den a los fieles las máximas
facilidades para poder confesarse.
Considerada a la luz de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia la
íntima unión entre el sacramento de la Reconciliación y la participación en
la Eucaristía, es cada vez más necesario formar la conciencia de los fieles
para que participen digna y fructuosamente en el Banquete eucarístico en
estado de gracia.153
Es útil recordar también que corresponde al Obispo el cometido de
reglamentar, convenientemente y con una cuidadosa elección de los ministros
adecuados, la disciplina sobre el ejercicio de los exorcismos y de las
celebraciones de oración para obtener curaciones, respetando los recientes
documentos de la Santa Sede.154
Cuidado de la piedad popular
40. Los Padres sinodales confirmaron la importancia de la piedad popular en
la transmisión y el desarrollo de la fe. En efecto, como dijo mi predecesor
Pablo VI, ésta piedad comporta grandes valores, tanto respecto a Dios como a
los hermanos,155 llegando a constituir así un verdadero tesoro de
espiritualidad en la vida de las comunidades cristianas.
En nuestro tiempo, en que se nota una gran sed de espiritualidad, que a
veces induce a muchos a hacerse adeptos de sectas religiosas o de otras
formas vagas de espiritualismo, los Obispos han de discernir y favorecer
también los valores y las formas de la auténtica piedad popular.
Sigue siendo actual lo que se dice en la Exhortación apostólica Evangelii
nuntiandi: «La caridad pastoral debe dictar, a cuantos el Señor ha colocado
como jefes de las comunidades eclesiales, las normas de conducta con
respecto a esta realidad, a la vez tan rica y tan amenazada. Ante todo hay
que ser sensibles a ella, saber percibir sus dimensiones interiores y sus
valores innegables, estar dispuestos a ayudarla a superar sus riesgos de
desviación. Bien orientada, esta religiosidad popular puede ser cada vez
más, para nuestras masas populares, un verdadero encuentro con Dios en
Jesucristo».156
Es preciso, pues, orientar esta religiosidad, purificando eventualmente sus
formas expresivas según los principios de la fe y de la vida cristiana. Por
medio de la piedad popular, se ha de conducir a los fieles al encuentro
personal con Cristo, a la comunión con la Santísima Virgen María y los
Santos, mediante la escucha de la palabra de Dios, la vida de oración, la
participación en los sacramentos, el testimonio de la caridad y de las obras
de misericordia.157
Para una reflexión más amplia a este respecto, me complace indicar los
documentos emanados por esta Sede Apostólica, en los que, además de contener
valiosas sugerencias teológicas, pastorales y espirituales, se recuerda que
todas las manifestaciones de piedad popular están bajo la responsabilidad
del Obispo, en su propia diócesis. A él compete regularlas, animarlas en su
función de ayuda a los fieles para la vida cristiana, purificarlas en lo que
fuere necesario y evangelizarlas.158
Promover la santidad de todos los fieles
41. La santidad del pueblo de Dios, a la cual se ordena el ministerio de
santificación del Obispo, es don de la gracia divina y manifestación de la
primacía de Dios en la vida de la Iglesia. Por eso, en su ministerio debe
promover incansablemente una auténtica pastoral y pedagogía de la santidad,
para realizar así el programa propuesto en el capítulo quinto de la
Constitución Lumen gentium sobre la vocación universal a la santidad.
Yo mismo he propuesto este programa a toda la Iglesia al principio del
tercer milenio como prioridad pastoral y fruto del gran Jubileo de la
Encarnación.159 En efecto, también hoy la santidad es un signo de los
tiempos, una prueba de la verdad del cristianismo que brilla en sus mejores
fieles, tanto en los muchos que han sido elevados al honor de los altares
como en aquellos, más numerosos aún, que calladamente han vivificado y
vivifican la historia humana con la humilde y gozosa santidad cotidiana. De
hecho, en nuestro tiempo hay también testimonios preciosos de santidad
personal y comunitaria que son para todos, incluidas las nuevas
generaciones, un signo de esperanza.
Así pues, para resaltar el testimonio de la santidad, exhorto a mis Hermanos
Obispos a buscar y destacar los signos de santidad y virtudes heroicas que
también hoy se dan, sobre todo cuando se refieren a fieles laicos de sus
diócesis y, especialmente, a esposos cristianos. En los casos en que se
considere verdaderamente oportuno, les animo a promover los correspondientes
procesos de canonización.160 Eso sería para todos un signo de esperanza y un
impulso en el camino del Pueblo de Dios, un motivo que estimula su
testimonio de la perenne presencia de la gracia en las vicisitudes humanas,
ante al mundo.
CAPÍTULO V
GOBIERNO PASTORAL DEL OBISPO
«Os he dado ejemplo...» (Jn 13, 15)
42. El Concilio Vaticano II, al tratar del deber de gobernar la familia de
Dios y de cuidar habitual y cotidianamente la grey del Señor Jesús, explica
que los Obispos, en el ejercicio de su ministerio de padres y pastores de
sus fieles, han de comportarse como «quien sirve», inspirándose siempre en
el ejemplo del Buen Pastor, que vino no para ser servido sino para servir y
dar su vida por las ovejas (cf. Mt 20, 28; Mc 10, 45; Lc 22, 26-27; Jn 10,
11).161
Esta imagen de Jesús, modelo supremo para el Obispo, tiene una elocuente
expresión en el gesto del lavatorio de los pies, narrado en el Evangelio
según san Juan: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había
llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos
que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando... se
levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe;
luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los
discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido... Cuando acabó
de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo... os he
dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo
hagáis» (Jn 13, 1-15).
Contemplemos, pues, a Jesús en este gesto que parece darnos la clave para
comprender su propio ser y su misión, su vida y su muerte. Contemplemos
además el amor de Jesús, que se traduce en acción, en gestos concretos.
Contemplemos a Jesús que asume totalmente, con radicalidad absoluta, la
forma de siervo (cf. Flp 2, 7). Él, el Maestro y Señor, que ha recibido todo
del Padre, nos ha amado hasta al final, hasta ponerse enteramente en manos
de los hombres, aceptando todo lo que después harían con Él. El gesto de
Jesús indica un amor completo, en el contexto de la institución de la
Eucaristía y en la clara perspectiva de su pasión y muerte. Un gesto que
revela el sentido de la Encarnación y, más aún, de la esencia misma de Dios.
Dios es amor y por eso ha asumido la condición de siervo: Dios se pone al
servicio del hombre para llevar al hombre a la plena comunión con Él.
Por tanto, si éste es el Maestro y Señor, el sentido del ministerio y del
ser mismo de quien, como los Doce, ha sido llamado a tener mayor intimidad
con Jesús, debe consistir en la disponibilidad entera e incondicional para
con los demás, tanto para con los que ya son parte de la grey como los que
todavía no lo son (cf. Jn 10, 16).
Autoridad del servicio pastoral del Obispo
43. El Obispo es enviado como pastor, en nombre de Cristo, para cuidar de
una porción del Pueblo de Dios. Por medio del Evangelio y la Eucaristía debe
hacerla crecer como una realidad de comunión en el Espíritu Santo.162 De
esto se deriva que el Obispo representa y gobierna la Iglesia confiada a él,
con la potestad necesaria para ejercer el ministerio pastoral
sacramentalmente recibido («munus pastorale»), que es participación en la
misma consagración y misión de Cristo.163 Por eso, los Obispos «como
vicarios y legados de Cristo gobiernan las Iglesias particulares que se les
han confiado, no sólo con sus proyectos, con sus consejos y con sus
ejemplos, sino también con su autoridad y potestad sagrada, que ejercen, sin
embargo, únicamente para construir su rebaño en la verdad y santidad,
recordando que el mayor debe hacerse como el menor y el superior como el
servidor (cf. Lc 22, 26-27)».164
Este texto conciliar sintetiza admirablemente la doctrina católica sobre el
gobierno pastoral del Obispo, que se encuentra también en el rito de la
Ordenación episcopal: «El episcopado es un servicio, no un honor [...]. El
que es mayor, según el mandato del Señor, debe aparecer como el más pequeño,
y el que preside, como quien sirve».165 Se aplica, pues, el principio
fundamental según el cual, como afirma san Pablo, la autoridad en la Iglesia
tiene como objeto la edificación del Pueblo de Dios, no su ruina (cf. 2 Co
10, 8). Como se repitió varias veces en el Aula sinodal, la edificación de
la grey de Cristo en la verdad y la santidad exige ciertas cualidades del
Obispo, como una vida ejemplar, capacidad de relación auténtica y
constructiva con las personas, aptitud para impulsar y desarrollar la
colaboración, bondad de ánimo y paciencia, comprensión y compasión ante las
miserias del alma y del cuerpo, indulgencia y perdón. En efecto, se trata de
expresar del mejor modo posible el modelo supremo, que es Jesús, Buen
Pastor.
El Obispo tiene una verdadera potestad, pero una potestad iluminada por la
luz del Buen Pastor y forjada según este modelo. Se ejerce en nombre de
Cristo y «es propia, ordinaria e inmediata. Su ejercicio, sin embargo, está
regulado en último término por la suprema autoridad de la Iglesia, que puede
ponerle ciertos límites con vistas al bien común de la Iglesia o de los
fieles. En virtud de esta potestad, los obispos tienen el sagrado derecho y
el deber ante Dios de dar leyes a sus súbditos, de juzgarlos y de regular
todo lo referente al culto y al apostolado».166 El Obispo, pues, en virtud
del oficio recibido, tiene una potestad jurídica objetiva que tiende a
manifestarse en los actos potestativos mediante los cuales ejerce el
ministerio de gobierno («munus pastorale») recibido en el Sacramento.
No obstante, el gobierno del Obispo será pastoralmente eficaz –conviene
recordarlo también en este caso– si se apoya en la autoridad moral que le da
su santidad de vida. Ésta dispondrá los ánimos para acoger el Evangelio que
proclama en su Iglesia, así como las normas que establezca para el bien del
Pueblo de Dios. Por eso advertía san Ambrosio: «No se busca en los
sacerdotes nada de vulgar, nada propio de las aspiraciones, las costumbres o
los modales de la gente grosera. La dignidad sacerdotal requiere una
compostura que se aleja de los alborotos, una vida austera y una especial
autoridad moral».167
El ejercicio de la autoridad en la Iglesia no se puede entender como algo
impersonal y burocrático, precisamente porque se trata de una autoridad que
nace del testimonio. Todo lo que dice y hace el Obispo ha de revelar la
autoridad de la palabra y los gestos de Cristo. Si faltara la ascendencia de
la santidad de vida del Obispo, es decir, su testimonio de fe, esperanza y
caridad, el Pueblo de Dios acogería difícilmente su gobierno como
manifestación de la presencia activa de Cristo en su Iglesia.
Al ser ministros de la apostolicidad de la Iglesia por voluntad del Señor y
revestidos del poder del Espíritu del Padre, que rige y guía (Spiritus
principalis), los Obispos son sucesores de los Apóstoles no sólo en la
autoridad y en la potestad sagrada, sino también en la forma de vida
apostólica, en saber sufrir por anunciar y difundir el Evangelio, en cuidar
con ternura y misericordia de los fieles a él confiados, en la defensa de
los débiles y en la constante dedicación al Pueblo de Dios.
En el Aula sinodal se recordó que, después del Concilio Vaticano II, con
frecuencia resulta difícil ejercer la autoridad en la Iglesia. Es una
situación que aún perdura, aunque algunas de las mayores dificultades
parecen haberse superado. Así pues, se plantea la cuestión de cómo conseguir
que el servicio necesario de la autoridad se comprenda mejor, se acepte y se
cumpla. A este respecto, una primera respuesta proviene de la naturaleza
misma de la autoridad eclesial: es –y así ha de manifestarse lo más
claramente posible– participación en la misión de Cristo, que se ha de vivir
y ejercer con humildad, dedicación y servicio.
El valor de la autoridad del Obispo no se manifiesta en las apariencias,
sino profundizando el sentido teológico, espiritual y moral de su
ministerio, fundado en el carisma de la apostolicidad. Lo que se dijo en el
aula sinodal sobre el gesto del lavatorio de los pies y la conexión que se
estableció en dicho contexto entre la figura del siervo y la del pastor, da
a entender que el episcopado es realmente un honor cuando es servicio. Por
tanto, todo Obispo debe aplicarse a sí mismo las palabras de Jesús: «Sabéis
que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores
absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así
entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros,
será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será
esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido,
sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 42- 45).
Recordando estas palabras del Señor, el Obispo gobierna con el corazón
propio del siervo humilde y del pastor afectuoso que guía su rebaño buscando
la gloria de Dios y la salvación de las almas (cf. Lc 22, 26-27). Vivida
así, la forma de gobierno del Obispo es verdaderamente única en el mundo.
Se ha recordado ya el texto de la Lumen gentium donde se afirma que los
Obispos rigen las Iglesias particulares confiadas a ellos como vicarios y
legados de Cristo, «con sus proyectos, con sus consejos y con sus
ejemplos».168 Eso no contradice las palabras que siguen, cuando el Concilio
añade que los Obispos gobiernan ciertamente «con sus proyectos, con sus
consejos y con sus ejemplos», pero «también con autoridad y potestad
sagrada».169 En efecto, se trata de una "potestad sagrada" que hunde sus
raíces en la autoridad moral que le da al Obispo su santidad de vida.
Precisamente ésta facilita la recepción de toda su acción de gobierno y hace
que sea eficaz.
Estilo pastoral de gobierno y comunión diocesana
44. La comunión eclesial vivida llevará al Obispo a un estilo pastoral cada
vez más abierto a la colaboración de todos. Hay una cierta interrelación
entre lo que el Obispo debe decidir bajo su responsabilidad personal para el
bien de la Iglesia confiada a sus cuidados y la aportación que los fieles
pueden ofrecerle a través de los órganos consultivos, como el sínodo
diocesano, el consejo presbiteral, el consejo episcopal y el consejo
pastoral.170
Los Padres sinodales se refirieron a esta modalidad de ejercer el gobierno
episcopal mediante la cual se organiza la actividad pastoral en la
diócesis.171 En efecto, la Iglesia particular hace referencia no sólo al
triple oficio episcopal (munus episcopale), sino también a la triple función
profética, sacerdotal y real de todo el Pueblo de Dios.
En virtud del Bautismo todos los fieles participan, del modo que les es
propio, del triple munus de Cristo. Por su igualdad real en la dignidad y en
el actuar están llamados a cooperar en la edificación del Cuerpo de Cristo
y, por tanto, a realizar la misión que Dios ha confiado a la Iglesia en el
mundo, cada uno según su propia condición y sus propios cometidos.172
Cualquier forma de diferenciación entre los fieles, basada en los diversos
carismas, funciones o ministerios, está ordenada al servicio de los otros
miembros del Pueblo de Dios. La diferenciación ontológica y funcional que
sitúa al Obispo «ante» los demás fieles, sobre la base de la plenitud del
sacramento del Orden que ha recibido, consiste en ser para los otros fieles,
que no lo desarraiga de su ser con ellos.
La Iglesia es una comunión orgánica que se realiza coordinando los diversos
carismas, ministerios y servicios para la consecución del fin común que es
la salvación. El Obispo es responsable de lograr esta unidad en la
diversidad, favoreciendo, como se dijo en la Asamblea sinodal, la sinergia
de los diferentes agentes, de tal modo que sea posible recorrer juntos el
camino común de fe y misión.173
Una vez dicho esto, es necesario añadir que el ministerio del Obispo en modo
alguno se puede reducir al de un simple moderador. Por su naturaleza, el
munus episcopale implica un claro e inequívoco derecho y deber de gobierno,
que incluye también el aspecto jurisdiccional. Los Pastores son testigos
públicos y su potestas testandi fidem alcanza su plenitud en la potestas
iudicandi: el Obispo no sólo está llamado a testimoniar la fe, sino también
a examinarla y disciplinar sus manifestaciones en los creyentes confiados a
su cuidado pastoral. Al cumplir este cometido, hará todo lo posible para
suscitar el consenso de sus fieles, pero al final debe saber asumir la
responsabilidad de las decisiones que, en su conciencia de pastor, vea
necesarias, preocupado sobre todo del juicio futuro de Dios.
La comunión eclesial en su organicidad requiere la responsabilidad personal
del Obispo, pero supone también la participación de todas las categorías de
fieles, en cuanto corresponsables del bien de la Iglesia particular, de la
cual ellos mismos forman parte. Lo que garantiza la autenticidad de esta
comunión orgánica es la acción del Espíritu, que actúa tanto en la
responsabilidad personal del Obispo como en la participación de los fieles
en ella. En efecto, es el Espíritu quien, dando origen tanto a la igualdad
bautismal de todos los fieles como a la diversidad carismática y ministerial
de cada uno, es capaz de realizar eficazmente la comunión. En base a estos
principios se regulan los Sínodos diocesanos, cuyos aspectos canónicos,
establecidos por los cc. 460-468 del Código de Derecho Canónico, han sido
precisados por la instrucción interdicasterial del 19 de marzo de 1997.174
Al sentido de estas normas han de atenerse también las demás asambleas
diocesanas, que ha de presidir el Obispo sin abdicar nunca de su
responsabilidad específica.
Si en el Bautismo todo cristiano recibe el amor de Dios por la efusión del
Espíritu Santo, el Obispo –recordó oportunamente la Asamblea sinodal– recibe
en su corazón la caridad pastoral de Cristo por el sacramento del Orden.
Esta caridad pastoral tiene como finalidad crear comunión.175 Antes de
concretar este amor-comunión en líneas de acción, el Obispo ha de hacerlo
presente en su propio corazón y en el corazón de la Iglesia mediante una
vida auténticamente espiritual.
Puesto que la comunión expresa la esencia de la Iglesia, es normal que la
espiritualidad de comunión tienda a manifestarse tanto en el ámbito personal
como comunitario, suscitando siempre nuevas formas de participación y
corresponsabilidad en las diversas categorías de fieles. Por tanto, el
Obispo debe esforzarse en suscitar en su Iglesia particular estructuras de
comunión y participación que permitan escuchar al Espíritu que habla y vive
en los fieles, para impulsarlos a poner en práctica lo que el mismo Espíritu
sugiere para el auténtico bien de la Iglesia.
Estructuras de la Iglesia particular
45. Muchas intervenciones de los Padres sinodales se refirieron a varios
aspectos y momentos de la vida de la diócesis. Así, se prestó la debida
atención a la Curia diocesana como estructura de la cual se sirve el Obispo
para expresar la propia caridad pastoral en sus diversos aspectos.176 Se
volvió a subrayar la conveniencia de que la administración económica de la
diócesis se confíe a personas que, además de honestas, sean competentes, de
manera que sea ejemplo de trasparencia para las demás instituciones
eclesiásticas análogas. Si en la diócesis se vive una espiritualidad de
comunión se prestará una atención privilegiada a las parroquias y
comunidades más pobres, haciendo además lo posible para destinar parte de
las disponibilidades económicas para las Iglesias más indigentes,
especialmente en tierras de misión y migración.177
No obstante, lo que más centró la atención de los Padres sinodales fue la
parroquia, recordando que el Obispo es responsable de esta comunidad,
eminente entre todas las demás en la diócesis. Por tanto, debe cuidarse
sobre todo de ella.178 En efecto –como muchos dijeron–, la parroquia sigue
siendo el núcleo fundamental en la vida cotidiana de la diócesis.
La visita pastoral
46. Precisamente en esta perspectiva resalta la importancia de la visita
pastoral, auténtico tiempo de gracia y momento especial, más aún, único,
para el encuentro y diálogo del Obispo con los fieles.179 El Obispo
Bartolomeu dos Mártires, que yo mismo beatifiqué a los pocos días de
concluir el Sínodo, en su obra clásica Stimulus Pastorum, muy estimada
también por san Carlos Borromeo, define la visita pastoral quasi anima
episcopalis regiminis y la describe elocuentemente como una expansión de la
presencia espiritual del Obispo entre sus fieles.180
En su visita pastoral a la parroquia, dejando a otros delegados el examen de
las cuestiones de tipo administrativo, el Obispo ha de dar prioridad al
encuentro con las personas, empezando por el párroco y los demás sacerdotes.
Es el momento en que ejerce más cerca de su pueblo el ministerio de la
palabra, la santificación y la guía pastoral, en contacto más directo con
las angustias y las preocupaciones, las alegrías y las expectativas de la
gente, con la posibilidad de exhortar a todos a la esperanza. En esta
ocasión, el Obispo tiene sobre todo un contacto directo con las personas más
pobres, los ancianos y los enfermos. Realizada así, la visita pastoral
muestra lo que es, un signo de la presencia del Señor que visita a su pueblo
en la paz.
El Obispo con su presbiterio
47. Al describir la Iglesia particular, el decreto conciliar Christus
Dominus la define con razón como comunidad de fieles confiada a la cura
pastoral del Obispo «cum cooperatione presbyterii».181 En efecto, entre el
Obispo y los presbíteros hay una communio sacramentalis en virtud del
sacerdocio ministerial o jerárquico, que es participación en el único
sacerdocio de Cristo y, por tanto, aunque en grado diferente, en virtud del
único ministerio eclesial ordenado y de la única misión apostólica.
Los presbíteros, y especialmente los párrocos, son pues los más estrechos
colaboradores del ministerio del Obispo. Los Padres sinodales renovaron las
recomendaciones y exhortaciones sobre la relación especial entre el Obispo y
sus presbíteros, que ya habían hecho los documentos conciliares y reiterado
más recientemente la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis.182 El
Obispo ha de tratar de comportarse siempre con sus sacerdotes como padre y
hermano que los quiere, escucha, acoge, corrige, conforta, pide su
colaboración y hace todo lo posible por su bienestar humano, espiritual,
ministerial y económico.183
El afecto especial del Obispo por sus sacerdotes se manifiesta como
acompañamiento paternal y fraterno en las etapas fundamentales de su vida
ministerial, comenzando ya en los primeros pasos de su ministerio pastoral.
Es fundamental la formación permanente de los presbíteros, que para todos
ellos es una «vocación en la vocación», puesto que, con la variedad y
complementariedad de los aspectos que abarca, tiende a ayudarles a ser y
actuar como sacerdotes al estilo de Jesús.
Uno de los primeros deberes del Obispo diocesano es la atención espiritual a
su presbiterio: «El gesto del sacerdote que, el día de la ordenación
presbiteral, pone sus manos en las manos del obispo prometiéndole 'respeto y
obediencia filial', puede parecer a primera vista un gesto con sentido
único. En realidad, el gesto compromete a ambos: al sacerdote y al obispo.
El joven presbítero decide encomendarse al obispo y, por su parte, el obispo
se compromete a custodiar esas manos».184
En otros dos momentos, quisiera añadir, el presbítero puede esperar
razonablemente una muestra de especial cercanía de su Obispo. El primero, al
confiarle una misión pastoral, tanto si es la primera, como en el caso del
sacerdote recién ordenado, como si se trata de un cambio o la encomienda de
un nuevo encargo pastoral. La asignación de una misión pastoral es para el
Obispo mismo una muestra significativa de responsabilidad paterna para con
uno de sus presbíteros. Bien se pueden aplicar a esto aquellas palabras de
san Jerónimo: «Sabemos que la misma relación que había entre Aarón y sus
hijos se da también entre el Obispo y sus sacerdotes. Hay un sólo Señor, un
único templo: haya pues unidad en el ministerio [...]. ¿Acaso no es orgullo
de padre tener un hijo sabio? Felicítese el Obispo por haber tenido acierto
al elegir sacerdotes así para Cristo».185
El otro momento es aquel en que un sacerdote deja por motivos de edad la
dirección pastoral efectiva de una comunidad o los cargos con
responsabilidad directa. En ésta, como en otras circunstancias análogas, el
Obispo debe hacer presente al sacerdote tanto la gratitud de la Iglesia
particular por los trabajos apostólicos realizados hasta entonces como la
dimensión específica de su nueva condición en el presbiterio diocesano. En
efecto, en esta nueva situación no sólo se mantienen sino que aumentan sus
posibilidades de contribuir a la edificación de la Iglesia mediante el
testimonio ejemplar de una oración más asidua y una disponibilidad generosa
para ayudar a los hermanos más jóvenes con la experiencia adquirida. El
Obispo ha de mostrar también su cercanía fraterna a los que se encuentran en
la misma situación por enfermedad grave u otras formas persistentes de
debilidad, ayudándolos a «mantener vivo el convencimiento que ellos mismos
han inculcado en los fieles, a saber, la convicción de seguir siendo
miembros activos en la edificación de la Iglesia, especialmente en virtud de
su unión con Jesucristo doliente y con tantos hermanos y hermanas que en la
Iglesia participan de la Pasión del Señor».186
Asimismo, el Obispo debe seguir de cerca, con la oración y una caridad
efectiva, a los sacerdotes que por cualquier motivo dudan en su vocación y
su fidelidad a la llamada del Señor, y de algún modo han faltado a sus
deberes.187
Finalmente, no debe dejar de examinar los signos de virtudes heroicas que
eventualmente se hubieren dado entre los sacerdotes diocesanos y, cuando lo
crea oportuno, proceder a su reconocimiento público, dando los pasos
necesarios para introducir la causa de canonización.188
Formación de los candidatos al presbiterado
48. Al profundizar el tema del ministerio de los presbíteros, los Padres
sinodales centraron su atención en la formación de los candidatos al
sacerdocio, que se desarrolla en el Seminario.189 Esta formación, con todo
lo que conlleva de oración, dedicación y esfuerzo, es una preocupación de
importancia capital para el Obispo. Los Padres sinodales, a este respecto,
sabiendo bien que el Seminario es uno de los bienes más preciosos para la
diócesis, trataron con detenimiento del mismo, reafirmando la necesidad
indiscutible del Seminario Mayor, sin descuidar la relevancia que tiene
también el Menor para la transmisión de los valores cristianos con vistas al
seguimiento de Cristo.190
Por tanto, el Obispo debe manifestar su solicitud, ante todo, eligiendo con
el máximo cuidado a los educadores de los futuros presbíteros y determinando
el modo más oportuno y apropiado para que reciban la preparación que
necesitan para desempeñar este ministerio en un ámbito tan fundamental para
la vida de la comunidad cristiana. Asimismo, ha de visitar con frecuencia el
Seminario, aun cuando las circunstancias concretas le hubieran hecho optar
junto con otros Obispos por un Seminario interdiocesano, en muchos casos
necesario e incluso preferible.191 El conocimiento personal y profundo de
los candidatos al presbiterado en la propia Iglesia particular es un
elemento del cual el Obispo no puede prescindir. En base a dichos contactos
directos se ha de esforzar para que en los Seminarios se forme una
personalidad madura y equilibrada, capaz de establecer relaciones humanas y
pastorales sólidas, teológicamente competente, con honda vida espiritual y
amante de la Iglesia. También ha de ocuparse de promover y alentar
iniciativas de carácter económico para el sustentamiento y la ayuda a los
jóvenes candidatos al presbiterado.
Es evidente, sin embargo, que la fuerza para suscitar y formar vocaciones
está ante todo en la oración. Las vocaciones necesitan una amplia red de
intercesores ante el «Dueño de la mies». Cuanto más se afronte el problema
de la vocación en el contexto de la oración, tanto más la oración ayudará al
elegido a escuchar la voz de Aquél que lo llama.
Llegado el momento de conferir las Órdenes sagradas, el Obispo hará el
escrutinio prescrito.192 A este respecto, consciente de su grave
responsabilidad al conferir el Orden presbiteral, sólo acogerá en su propia
diócesis candidatos procedentes de otra o de un Instituto religioso después
de una cuidadosa investigación y una amplia consulta, según las normas del
derecho.193
El Obispo y los diáconos permanentes
49. Como dispensadores de las sagradas Órdenes, los Obispos tienen también
una responsabilidad directa respecto a los Diáconos permanentes, que la
Asamblea sinodal reconoce como auténticos dones de Dios para anunciar el
Evangelio, instruir a las comunidades cristianas y promover el servicio de
la caridad en la familia de Dios.194
Por tanto, el Obispo debe cuidar de estas vocaciones, de cuyo discernimiento
y formación es el último responsable. Aunque normalmente tenga que ejercer
esta responsabilidad a través de colaboradores de su total confianza,
comprometidos en actuar conforme a las disposiciones de la Santa Sede,195 el
Obispo ha de tratar en lo posible de conocer personalmente a cuantos se
preparan para el Diaconado. Después de haberlos ordenado, seguirá siendo
para ellos un verdadero padre, animándolos al amor del Cuerpo y la Sangre de
Cristo, de los que son ministros, y a la Santa Iglesia que han aceptado
servir; a los que estén casados, les exhortará a una vida familiar ejemplar.
Solicitud para con las personas de vida consagrada
50. La Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata ya subrayó la
importancia que tiene la vida consagrada en el ministerio del Obispo.
Apoyándose en aquel testo, los Padres recordaron en este último Sínodo que,
en la Iglesia como comunión, el Obispo ha de estimar y promover la vocación
y misión específicas de la vida consagrada, que pertenece estable y
firmemente a la vida y a la santidad de la Iglesia.196
También en la Iglesia particular ha de ser presencia ejemplar y ejercer una
misión carismática. Por tanto, el Obispo ha de comprobar cuidadosamente si
hay personas consagradas que hayan vivido en la diócesis y dado muestras de
un ejercicio heroico de las virtudes y, si lo cree oportuno, proceder a
iniciar el proceso de canonización.
En su atenta solicitud por todas las formas de vida consagrada, que se
expresa tanto en la animación como en la vigilancia, el Obispo ha de tener
una consideración especial con la vida contemplativa. A su vez, los
consagrados, deben acoger cordialmente las indicaciones pastorales del
Obispo, con vistas a una comunión plena con la vida y la misión de la
Iglesia particular en la que se encuentran. En efecto, el Obispo es el
responsable de la actividad pastoral en la diócesis: con él han de colaborar
los consagrados y consagradas para enriquecer, con su presencia y su
ministerio, la comunión eclesial. A este propósito, se ha de tener presente
el documento Mutuae relationes y todo lo que concierne al derecho vigente.
También se recomendó un cuidado particular con los Institutos de derecho
diocesano, sobre todo con los que se encuentran en serias dificultades: el
Obispo ha de tener con ellos una especial atención paterna. En fin, en el
iter para aprobar nuevos Institutos nacidos en su diócesis, el Obispo ha de
esmerarse en proceder según lo indicado y prescrito en la Exhortación Vita
consecrata y en las otras instrucciones de los Dicasterios competentes de la
Santa Sede.197
Los fieles laicos en el cuidado pastoral del Obispo
51. En los fieles laicos, que son la mayoría del Pueblo de Dios, debe
sobresalir la fuerza misionera del Bautismo. Para ello necesitan el apoyo,
aliento y ayuda de sus Obispos, que los lleven a desarrollar el apostolado
según su propia índole secular, basándose en la gracia de los sacramentos
del Bautismo y de la Confirmación. Por eso es necesario promover programas
específicos de formación que los capaciten para asumir responsabilidades en
la Iglesia dentro de las estructuras de participación diocesana y
parroquial, así como en los diversos servicios de animación litúrgica,
catequesis, enseñanza de la religión católica en las escuelas, etc.
Corresponde sobre todo a los laicos –y se les debe alentar en este sentido–
la evangelización de las culturas, la inserción de la fuerza del Evangelio
en la familia, el trabajo, los medios de comunicación social, el deporte y
el tiempo libre, así como la animación cristiana del orden social y de la
vida pública nacional e internacional. En efecto, al estar en el mundo, los
fieles laicos pueden ejercer una gran influencia en los ambientes de su
entorno, ampliando las perspectivas del horizonte de la esperanza a muchos
hombres y mujeres. Por otra parte, ocupados por su opción de vida en las
realidades temporales, los fieles laicos están llamados, como corresponde a
su condición secular específica, a dar cuenta de la esperanza (cf. 1 Pe 3,
15) en sus respectivos campos de trabajo, cultivando en el corazón la
«espera de una tierra nueva».198 Los Obispos, por su parte, han de estar
cerca de los fieles laicos que, insertos directamente en el torbellino de
los complejos problemas del mundo, están particularmente expuestos a la
desorientación y al sufrimiento, y los deben de apoyar para que sean
cristianos de firme esperanza, anclados sólidamente en la seguridad de que
Dios está siempre con sus hijos.
Se debe tener en cuenta también la importancia del apostolado laical, tanto
el de antigua tradición como el de los nuevos movimientos eclesiales. Todas
estas realidades asociativas enriquecen a la Iglesia, pero necesitan siempre
de una labor de discernimiento que es propia del Obispo, a cuya misión
pastoral corresponde favorecer la complementariedad entre movimientos de
diversa inspiración, velando por su desarrollo, la formación teológica y
espiritual de sus animadores, su inserción en la comunidad diocesana y en
las parroquias, de las cuales no deben separarse.199 El Obispo ha de
procurar también que las asociaciones laicales apoyen la pastoral vocacional
en la diócesis, favoreciendo la acogida de todas las vocaciones,
especialmente al ministerio ordenado, la vida consagrada y el compromiso
misionero.200
Solicitud por la familia
52. Los Padres sinodales hablaron muchas veces en favor de la familia,
llamada justamente «iglesia doméstica», espacio abierto a la presencia del
Señor Jesús, santuario de la vida. Fundada en el sacramento del Matrimonio,
es una comunidad de primordial importancia, pues en ella tanto los esposos
como sus hijos viven su propia vocación y se perfeccionan en la caridad. La
familia cristiana –se subrayó en el Sínodo– es comunidad apostólica, abierta
a la misión.201
Es cometido del Obispo preocuparse de que en la sociedad civil se defiendan
y apoyen los valores del matrimonio mediante opciones políticas y económicas
apropiadas. En el seno de la comunidad cristiana ha de impulsar la
preparación de los novios al matrimonio, el acompañamiento de los jóvenes
esposos, así como la formación de grupos de familias que apoyen la pastoral
familiar y estén dispuestas a ayudar a las familias en dificultad. La
cercanía del Obispo a los esposos y a sus hijos, incluso mediante
iniciativas diocesanas de diverso tipo, será un gran apoyo para ellos.
Refiriéndose a las tareas educativas de la familia, los Padres sinodales
reconocieron unánimemente el valor de las escuelas católicas para la
formación integral de las nuevas generaciones, la inculturación de la fe y
el diálogo entre las diversas culturas. Por tanto, es necesario que el
Obispo apoye y ponga de relieve la obra de las escuelas católicas,
promoviendo su constitución donde no existan y urgiendo, en lo que de él
dependa, a las instituciones civiles para que favorezcan una efectiva
libertad de enseñanza en el País.202
Los jóvenes, una prioridad pastoral de cara al futuro
53. El Obispo, pastor y padre de la comunidad cristiana, ha de prestar una
atención particular a la evangelización y acompañamiento espiritual de los
jóvenes. Un ministerio de esperanza no puede dejar de construir el futuro
junto con aquellos a quienes está confiado el porvenir, es decir, los
jóvenes. Como «centinelas de la mañana», esperan la aurora de un mundo
nuevo. La experiencia de las Jornadas Mundiales de la Juventud, que los
Obispos apoyan con entusiasmo, nos enseña cuántos jóvenes están dispuestos a
comprometerse en la Iglesia y en el mundo si se les propone una auténtica
responsabilidad y se les ofrece una formación cristiana integral.
En esta perspectiva, haciéndome intérprete del pensamiento de los Padres
sinodales, hago un llamamiento especial a las personas consagradas de los
numerosos Institutos empeñados en la formación y educación de los niños y
jóvenes para que no se desanimen ante las dificultades del momento y no
cejen en su benemérita obra, sino que la intensifiquen dando cada vez mayor
calidad a sus esfuerzos.203
Mediante una relación personal con sus pastores y formadores, se ha de
impulsar a los jóvenes a crecer en la caridad, educándolos para una vida
generosa, disponible al servicio de los otros, sobre todo de los necesitados
y enfermos. Así es más fácil hablarles también de las otras virtudes
cristianas, especialmente de la castidad. De este modo llegarán a entender
que una vida es «bella» cuando se entrega, a ejemplo de Jesús. Y estarán en
condiciones de hacer opciones responsables y definitivas, tanto respecto al
matrimonio como al ministerio sagrado o la vida consagrada.
Pastoral vocacional
54. Es preciso promover una cultura vocacional en su más amplio sentido, es
decir, hay que educar a los jóvenes a descubrir la vida misma como vocación.
Por tanto, conviene que el Obispo inste a las familias, comunidades
parroquiales e institutos educativos para que ayuden a los jóvenes a
descubrir el proyecto de Dios sobre su vida, acogiendo la llamada a la
santidad que Dios dirige a cada uno de manera original.204
A este propósito, es muy importante fortalecer la dimensión vocacional de
toda la acción pastoral. Por eso, el Obispo ha de procurar que se confíe la
pastoral juvenil y vocacional a sacerdotes y personas capaces de transmitir,
con entusiasmo y con el ejemplo de su vida, el amor a Jesús. Su cometido es
acompañar a los jóvenes mediante una relación personal de amistad y, si es
posible, de dirección espiritual, para ayudarlos a percibir los signos de la
llamada de Dios y buscar la fuerza necesaria para corresponder a ella con la
gracia de los Sacramentos y la vida de oración, que es ante todo escuchar a
Dios que habla.
Estos son algunos de los ámbitos en los que el Obispo ejerce su ministerio
de gobierno y manifiesta a la porción del Pueblo de Dios que le ha sido
confiada la caridad pastoral que lo anima. Una de las formas características
de dicha caridad es la compasión, a imitación de Cristo, Sumo Sacerdote, el
cual supo compadecerse de las flaquezas, puesto que él mismo fue probado en
todo igual que nosotros, aunque, a diferencia nuestra, no en el pecado (cf.
Hb 4, 15). Dicha compasión está siempre unida a la responsabilidad que el
Obispo ha asumido ante Dios y la Iglesia. De este modo realiza las promesas
y los deberes asumidos el día de su Ordenación episcopal, cuando ha dado su
libre consentimiento a la llamada de la Iglesia para que cuide, con amor de
padre, del Pueblo santo de Dios y lo guíe por la vía de la salvación; para
que sea siempre acogedor y misericordioso, en nombre de Dios, para con los
pobres, los enfermos y todos los que necesitan consuelo y ayuda, y esté
dispuesto también, como buen pastor, a ir en busca de las ovejas extraviadas
para devolverlas al redil del Señor.205
CAPÍTULO VI
EN LA COMUNIÓN DE LAS IGLESIAS
«La preocupación por todas las Iglesias» (2 Co 11, 28)
55. Escribiendo a los cristianos de Corinto, el apóstol Pablo recuerda
cuánto ha sufrido por el Evangelio: «Viajes frecuentes; peligros de ríos;
peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los
gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar;
peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas
veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de
otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las
Iglesias» (2 Co 11, 26-28). De esto saca una conclusión apasionada: «¿Quién
desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me
abrase?» (2 Co 11, 29). Este mismo interrogante interpela la conciencia de
cada Obispo en cuanto miembro del Colegio episcopal.
Lo recuerda expresamente el Concilio Vaticano II cuando afirma que todos los
Obispos, en cuanto miembros del Colegio episcopal y legítimos sucesores de
los Apóstoles por institución y mandato de Cristo, han de extender su
preocupación a toda la Iglesia. «Todos los Obispos, en efecto, deben
impulsar y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la
Iglesia y enseñar a todos los fieles a amar a todo el Cuerpo místico de
Cristo, sobre todo a los pobres, a los que sufren y a los perseguidos a
causa de la justicia (cf. Mt 5, 10). Finalmente han de promover todas las
actividades comunes a toda la Iglesia, sobre todo para que la fe se extienda
y brille para todos la luz de la verdad plena. Por lo demás, queda como
principio sagrado que, dirigiendo bien su propia Iglesia, como porción de la
Iglesia universal, contribuyen eficazmente al bien de todo el Cuerpo
místico, que también es el cuerpo de las Iglesias».206
Así, cada Obispo está simultáneamente en relación con su Iglesia particular
y con la Iglesia universal. En efecto, el mismo Obispo que es principio
visible y fundamento de la unidad en la propia Iglesia particular, es
también el vínculo visible de la comunión eclesial entre su Iglesia
particular y la Iglesia universal. Por tanto, todos los Obispos, residiendo
en sus Iglesias particulares repartidas por el mundo, pero manteniendo
siempre la comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio episcopal y con el
mismo Colegio, dan consistencia y expresan la catolicidad de la Iglesia, al
mismo tiempo que dan a su Iglesia particular este carácter de catolicidad.
De este modo, cada Obispo es como el punto de engarce de su Iglesia
particular con la Iglesia universal y testimonio visible de la presencia de
la única Iglesia de Cristo en su Iglesia particular. Por tanto, en la
comunión de las Iglesias el Obispo representa a su Iglesia particular y, en
ésta, representa la comunión de las Iglesias. En efecto, mediante el
ministerio episcopal, las portiones Ecclesiae participan en la totalidad de
la Una y Santa, mientras que ésta, siempre mediante dicho ministerio, se
hace presente en cada Ecclesiae portio.207
La dimensión universal del ministerio episcopal se manifiesta y realiza
plenamente cuando todos los Obispos, en comunión jerárquica con el Romano
Pontífice, actúan como Colegio. Reunidos solemnemente en un Concilio
Ecuménico o esparcidos por el mundo, pero siempre en comunión jerárquica con
el Romano Pontífice, constituyen la continuidad del Colegio apostólico.208
No obstante, todos los Obispos colaboran entre sí y con el Romano Pontífice
in bonum totius Ecclesiae también de otras maneras, y esto se hace, sobre
todo, para que el Evangelio se anuncie en toda la tierra, así como para
afrontar los diversos problemas que pesan sobre muchas Iglesias
particulares. Al mismo tiempo, tanto el ejercicio del ministerio del Sucesor
de Pedro para el bien de toda la Iglesia y de cada Iglesia particular, como
la acción del Colegio en cuanto tal, son una valiosa ayuda para que se
salvaguarden la unidad de la fe y la disciplina común a toda la Iglesia en
las Iglesias particulares confiadas a la atención de cada uno de los Obispos
diocesanos. Los Obispos, sea individualmente que unidos entre sí como
Colegio, tienen en la Cátedra de Pedro el principio y fundamento perpetuo y
visible de la unidad de la fe y de la comunión.209
El Obispo diocesano en relación con la Autoridad suprema
56. El Concilio Vaticano II enseña que «los Obispos, como sucesores de los
Apóstoles, tienen de por sí, en las diócesis que les han sido encomendadas,
toda la potestad ordinaria, propia e inmediata que se requiere para el
ejercicio de su función pastoral sin perjuicio de la potestad que tiene el
Romano Pontífice, en virtud de su función, de reservar algunas causas para
sí o para otra autoridad».210
En el Aula sinodal alguno planteó la cuestión sobre la posibilidad de tratar
la relación entre el Obispo y la Autoridad suprema a la luz del principio de
subsidiaridad, especialmente en lo que se refiere a las relaciones entre el
Obispo y la Curia romana, expresando el deseo de que dichas relaciones, en
línea con una eclesiología de comunión, se desarrollen en el respeto de las
competencias de cada uno y, por lo tanto, llevando a cabo una mayor
descentralización. Se pidió también que se estudie la posibilidad de aplicar
dicho principio a la vida de la Iglesia, quedando firme en todo caso que el
principio constitutivo para el ejercicio de la autoridad episcopal es la
comunión jerárquica de cada Obispo con el Romano Pontífice y con el Colegio
episcopal.
Como es sabido, el principio de subsidiaridad fue formulado por mi
predecesor de venerada memoria Pío XI para la sociedad civil.211 El Concilio
Vaticano II, que nunca usó el término «subsidiaridad», impulsó no obstante
la participación entre los organismos de la Iglesia, desarrollando una nueva
reflexión sobre la teología del episcopado que está dando sus frutos en la
aplicación concreta del principio de colegialidad en la comunión eclesial.
Los Padres sinodales estimaron que, por lo que concierne al ejercicio de la
autoridad episcopal, el concepto de subsidiaridad resulta ambiguo, e
insistieron en profundizar teológicamente la naturaleza de la autoridad
episcopal a la luz del principio de comunión.212
En la Asamblea sinodal se habló varias veces del principio de comunión.213
Se trata de una comunión orgánica, que se inspira en la imagen del Cuerpo de
Cristo de la que habla el apóstol Pablo cuando subraya las funciones de
complementariedad y ayuda mutua entre los diversos miembros del único cuerpo
(cf. 1 Co 12, 12-31).
Por tanto, para recurrir correcta y eficazmente al principio de comunión,
son indispensables algunos puntos de referencia. Ante todo, se ha de tener
en cuenta que el Obispo diocesano, en su Iglesia particular, posee toda la
potestad ordinaria, propia e inmediata necesaria para cumplir su ministerio
pastoral. Le compete, por tanto, un ámbito propio, reconocido y tutelado por
la legislación universal, en que ejerce autónomamente dicha autoridad.214
Por otro lado, la potestad del Obispo coexiste con la potestad suprema del
Romano Pontífice, también episcopal, ordinaria e inmediata sobre todas y
cada una de Iglesias, las agrupaciones de las mismas y sobre todos los
pastores y fieles.215
Se ha de tener presente otro punto firme: la unidad de la Iglesia radica en
la unidad del episcopado, el cual, para ser uno, necesita una Cabeza del
Colegio. Análogamente, la Iglesia, para ser una, exige tener una Iglesia
como Cabeza de las Iglesias, que es la de Roma, cuyo Obispo, Sucesor de
Pedro, es la Cabeza del Colegio.216 Por tanto, «para que cada Iglesia
particular sea plenamente Iglesia, es decir, presencia particular de la
Iglesia universal con todos sus elementos esenciales, y por lo tanto
constituida a imagen de la Iglesia universal, debe hallarse presente en
ella, como elemento propio, la suprema autoridad de la Iglesia [...]. El
Primado del Obispo de Roma y el Colegio episcopal son elementos propios de
la Iglesia universal 'no derivados de la particularidad de las Iglesias',
pero interiores a cada Iglesia particular [...]. Que el ministerio del
Sucesor de Pedro sea interior a cada Iglesia particular es expresión
necesaria de aquella fundamental mutua interioridad entre Iglesia universal
e Iglesia particular».217
La Iglesia de Cristo, por su catolicidad, se realiza plenamente en cada
Iglesia particular, la cual recibe todos los medios naturales y
sobrenaturales para llevar a término la misión que Dios le ha encomendado a
la Iglesia llevar a cabo en el mundo. Uno de ellos es la potestad ordinaria,
propia e inmediata del Obispo, requerida para cumplir su ministerio pastoral
(munus pastorale), pero cuyo ejercicio está sometido a las leyes universales
y a lo que el derecho o un decreto del Sumo Pontífice reserve a la suprema
autoridad o a otra autoridad eclesiástica.218
La capacidad del propio gobierno, que incluye también el ejercicio del
magisterio auténtico,219 que pertenece intrínsecamente al Obispo en su
diócesis, se encuentra dentro de esa realidad mistérica de la Iglesia, por
la cual en la Iglesia particular está inmanente la Iglesia universal, que
hace presente la suprema autoridad, es decir, el Romano Pontífice y el
Colegio de los Obispos con su potestad suprema, plena, ordinaria e inmediata
sobre todos los fieles y pastores.220
En conformidad con la doctrina del Concilio Vaticano II, se debe afirmar que
la función de enseñar (munus docendi) y la de gobernar (munus regendi) –y
por tanto la respectiva potestad de magisterio y gobierno– son ejercidas en
la Iglesia particular por cada Obispo diocesano, por su naturaleza en
comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio y con el Colegio mismo.221
Esto no debilita la autoridad episcopal sino que más bien la refuerza, en
cuanto los lazos de comunión jerárquica que unen a los Obispos con la Sede
Apostólica requieren una necesaria coordinación, exigida por la naturaleza
misma de la Iglesia, entre la responsabilidad del Obispo diocesano y la de
la suprema autoridad. El derecho divino mismo es quien pone los límites al
ejercicio de una y de otra. Por eso, la potestad de los Obispos «no queda
suprimida por el poder supremo y universal, sino, al contrario, afirmada,
consolidada y protegida, ya que el Espíritu Santo, en efecto, conserva
indefectiblemente la forma de gobierno establecida por Cristo en su
Iglesia».222
A este respecto, se expresó bien el Papa Pablo VI cuando en la apertura del
tercer período del Concilio Vaticano II, afirmó: «Viviendo en diversas
partes del mundo, para realizar y mostrar la verdadera catolicidad de la
Iglesia, necesitáis absolutamente de un centro y un principio de fe y de
comunión que tenéis en esta Cátedra de Pedro. De la misma manera, Nos
siempre buscamos, a través de vuestra actividad, que el rostro de la Sede
Apostólica resplandezca y no carezca de su fuerza e importancia humana
histórica, más aún, para que su fe se conserve en armonía, para que sus
deberes se realicen de manera ejemplar, para encontrar consuelo en las
penas».223
La realidad de la comunión, que es la base de todas las relaciones
intraeclesiales 224 y que se destacó también en la discusión sinodal, es una
relación de reciprocidad entre el Romano Pontífice y los Obispos. En efecto,
si por un lado el Obispo, para expresar en plenitud su propio oficio y
fundar la catolicidad de su Iglesia, tiene que ejercer la potestad de
gobierno que le es propia (munus regendi) en comunión jerárquica con el
Romano Pontífice y con el Colegio episcopal, de otro lado, el Romano
Pontífice, Cabeza del Colegio, en el ejercicio de su ministerio de pastor
supremo de la Iglesia (munus supremi Ecclesiae pastoris), actúa siempre en
comunión con todos los demás Obispos, más aún, con toda la Iglesia.225 En la
comunión eclesial, pues, así como el Obispo no está solo, sino en continua
relación con el Colegio y su Cabeza, y sostenido por ellos, tampoco el
Romano Pontífice está solo, sino siempre en relación con los Obispos y
sostenido por ellos. Ésta es otra de las razones por las que el ejercicio de
la potestad suprema del Romano Pontífice no anula, sino que afirma,
corrobora y protege la potestad ordinaria misma, propia e inmediata del
Obispo en su Iglesia particular.
Visitas «ad limina Apostolorum»
57. Las visitas ad limina Apostolorum son a la vez una manifestación y un
medio de comunión entre los Obispos y la Cátedra de Pedro.226 En efecto,
constan de tres momentos principales, cada uno con su significado propio.227
Ante todo la peregrinación a la tumba de los príncipes de los Apóstoles
Pedro y Pablo, que indica la referencia a la única fe, de la cual ambos
dieron testimonio en Roma con su martirio.
El encuentro con el Sucesor de Pedro está en relación con este momento.
Efectivamente, con ocasión de la visita ad limina los Obispos se reúnen en
torno a él y, según el principio de catolicidad, realizan una comunicación
de dones entre todos los bienes que, por obra del Espíritu, hay en la
Iglesia, tanto en ámbito particular y local como universal.228 Lo que
entonces se produce no es una simple información recíproca, sino, sobre
todo, la afirmación y consolidación de la colegialidad (collegialis
confirmatio) del cuerpo de la Iglesia, por la que se obtiene la unidad en la
diversidad, dando lugar a una especie de «perichoresis» entre la Iglesia
universal y las Iglesias particulares, que se puede comparar al flujo de la
sangre, que parte del corazón hacia las extremidades del cuerpo y de ellas
vuelve al corazón.229 La savia vital que viene de Cristo une todas las
partes como la savia de la vid que llega a los sarmientos (cf. Jn 15, 5).
Esto se pone de manifiesto particularmente en la Celebración eucarística de
los Obispos con el Papa. En efecto, cada Eucaristía se celebra en comunión
con el propio Obispo, con el Romano Pontífice y con el Colegio Episcopal y,
a través de ellos, con los fieles de cada Iglesia particular y de toda la
Iglesia, de modo que la Iglesia universal está presente en la particular y
ésta se inserta, junto con las demás Iglesias particulares, en la comunión
de la Iglesia universal.
Ya desde los primeros siglos la referencia última de la comunión está en la
Iglesia de Roma, donde Pedro y Pablo dieron su testimonio de fe. En efecto,
por su posición preeminente, es necesario que cada una de las Iglesias
concuerde con ella, porque es la garantía última de la integridad de la
tradición transmitida por los Apóstoles.230 La Iglesia de Roma preside la
comunión universal en la caridad,231 tutela las legítimas diversidades y, al
mismo tiempo, vigila para que la particularidad no sólo no dañe a la unidad,
sino que la sirva.232 Todo eso comporta la necesidad de la comunión de las
diversas Iglesias con la Iglesia de Roma, para que todas se puedan encontrar
en la integridad de la Tradición apostólica y en la unidad de la disciplina
canónica para la salvaguardia de la fe, de los Sacramentos y del camino
concreto hacia la santidad. Dicha comunión de las Iglesias se expresa por la
comunión jerárquica entre cada Obispo y el Romano Pontífice.233 De la
comunión de todos los Obispos cum Petro et sub Petro, realizada en la
caridad, surge el deber de que todos ellos colaboren con el Sucesor de Pedro
para el bien de la Iglesia entera y, por tanto, de cada Iglesia particular.
La visita ad limina tiene precisamente esta finalidad.
El tercer aspecto de las visitas ad limina es el encuentro con los
responsables de los Dicasterios de la Curia romana. Tratando con ellos, los
Obispos tienen un contacto directo con los problemas que competen a cada
Dicasterio, siendo de este modo introducidos en los diversos aspectos de la
común solicitud pastoral. A este respecto, los Padres sinodales pidieron
que, en el contexto del conocimiento y confianza mutua, fueran más
frecuentes las relaciones entre Obispos, individualmente o unidos en las
Conferencias episcopales, y los Dicasterios de la Curia romana,234 de manera
que éstos, informados directamente de los problemas concretos de las
Iglesias, puedan desempeñar mejor su servicio universal.
Sin duda, las visitas ad limina, junto con las relaciones quinquenales sobre
la situación de las diócesis,235 son medios eficaces para cumplir con la
exigencia de conocimiento recíproco que surge de la comunión entre los
Obispos y el Romano Pontífice. Además, la presencia de los Obispos en Roma
para la visita puede ser una ocasión oportuna, de una parte, para acelerar
la respuesta a las cuestiones que han presentado a los Dicasterios y, de
otra, para favorecer, de acuerdo con los deseos manifestados, una consulta
individual o colectiva con vistas a la preparación de documentos de cierta
importancia general; puede ser también una ocasión para ilustrar
oportunamente a los Obispos sobre eventuales documentos que la Santa Sede
tuviera intención de dirigir a la Iglesia en su conjunto, o específicamente
a sus Iglesias particulares, antes de su publicación.
El Sínodo de los Obispos
58. Según una experiencia ya consolidada, cada Asamblea General del Sínodo
de los Obispos, que de algún modo es expresión del episcopado, muestra de
manera peculiar el espíritu de comunión que une a los Obispos con el Romano
Pontífice y a los Obispos entre sí, dando la oportunidad de expresar un
juicio eclesial profundo, bajo la acción del Espíritu, sobre los diversos
problemas que afectan a la vida de la Iglesia.236
Como es sabido, durante el Concilio Vaticano II se manifestó la exigencia de
que los Obispos pudieran ayudar mejor al Romano Pontífice en el ejercicio de
su función. Precisamente en consideración de esto, mi predecesor de venerada
memoria Pablo VI instituyó el Sínodo de los Obispos,237 aún teniendo en
cuenta la aportación que el Colegio de los Cardenales ya proporcionaba al
Romano Pontífice. Así, mediante el nuevo organismo se podía expresar más
eficazmente el afecto colegial y la solicitud de los Obispos por el bien de
toda la Iglesia.
Los años transcurridos han mostrado cómo los Obispos, en unión de fe y
caridad, pueden prestar con sus consejos una valiosa ayuda al Romano
Pontífice en el ejercicio de su ministerio apostólico, tanto para la
salvaguardia de la fe y de las costumbres, como para la observancia de la
disciplina eclesiástica. En efecto, el intercambio de información sobre las
Iglesias particulares, al facilitar la concordancia de juicio incluso sobre
cuestiones doctrinales, es un modo eficaz para reforzar la comunión.238
Cada Asamblea General del Sínodo de los Obispos es una experiencia eclesial
intensa, aunque sigue siendo perfectible en lo que se refiere a las
modalidades de sus procedimientos.239 Los Obispos reunidos en el Sínodo
representan, ante todo, a sus propias Iglesias, pero tienen presente también
la aportación de las Conferencias episcopales que los han designado y son
portadores de su parecer sobre las cuestiones a tratar. Expresan así el voto
del Cuerpo jerárquico de la Iglesia y, en cierto modo, el del pueblo
cristiano, del cual son sus pastores.
El Sínodo es un acontecimiento en el que resulta evidente de manera especial
que el Sucesor de Pedro, en el cumplimiento de su misión, está siempre unido
en comunión con los demás Obispos y con toda la Iglesia.240 «Corresponde al
Sínodo de los Obispos –establece el Código de Derecho Canónico– debatir las
cuestiones que han de ser tratadas, y manifestar su parecer pero no dirimir
esas cuestiones ni dar decretos acerca de ellas, a no ser que en casos
determinados le haya sido otorgada potestad deliberativa por el Romano
Pontífice, a quien compete en este caso ratificar las decisiones del
Sínodo».241 El hecho de que el Sínodo tenga normalmente sólo una función
consultiva no disminuye su importancia. En efecto, en la Iglesia, el
objetivo de cualquier órgano colegial, sea consultivo o deliberativo, es
siempre la búsqueda de la verdad o del bien de la Iglesia. Además, cuando se
trata de verificar la fe misma, el consensus Ecclesiae no se da por el
cómputo de los votos, sino que es el resultado de la acción del Espíritu,
alma de la única Iglesia de Cristo.
Precisamente porque el Sínodo está al servicio de la verdad y de la Iglesia,
como expresión de la verdadera corresponsabilidad en el bien de la Iglesia
por parte de todo el episcopado en unión con su Cabeza, los Obispos, al
emitir el voto consultivo o deliberativo, expresan en todo caso, junto con
los demás miembros del Sínodo, la participación en el gobierno de la Iglesia
universal. Como mi predecesor de venerada memoria Pablo VI, también yo he
recibido siempre las propuestas y opiniones expresadas por los Padres
sinodales, incluyéndolas en el proceso de elaboración del documento que
recoge los resultados del Sínodo y que, precisamente por ello, me complace
denominar «postsinodal».
Comunión entre los Obispos y entre las Iglesias en el ámbito local
59. Además del ámbito universal, hay muchas y variadas formas en que se
puede expresar, y de hecho se expresa, la comunión episcopal y, por tanto,
la solicitud por todas las Iglesias hermanas. Asimismo, las relaciones
recíprocas entre los Obispos van mucho más allá de sus encuentros
institucionales. El ser bien conscientes de la dimensión colegial del
ministerio que les ha sido conferido ha de impulsarlos a practicar entre
ellos, sobre todo en el seno de la propia Conferencia episcopal, de su
Provincia y Región eclesiástica, las diversas formas de hermandad
sacramental, que van desde la acogida y consideración recíprocas hasta las
atenciones de caridad y la colaboración concreta.
Como he escrito anteriormente, «se ha hecho mucho, desde el Concilio
Vaticano II, en lo que se refiere a la reforma de la Curia romana, la
organización de los Sínodos y el funcionamiento de las Conferencias
Episcopales. Pero queda ciertamente aún mucho por hacer para expresar de la
mejor manera las potencialidades de estos instrumentos de la comunión,
particularmente necesarios hoy ante la exigencia de responder con prontitud
y eficacia a los problemas que la Iglesia tiene que afrontar en los cambios
rápidos de nuestro tiempo».242 En el nuevo siglo, pues, todos hemos de
comprometernos más que nunca en valorar y desarrollar los ámbitos y los
instrumentos que sirven para asegurar y garantizar la comunión entre los
Obispos y entre las Iglesias.
Toda acción del Obispo realizada en el ejercicio del propio ministerio
pastoral es siempre una acción realizada en el Colegio. Sea que se trate del
ministerio de la Palabra o del gobierno de la propia Iglesia particular, o
bien de una decisión tomada con los demás Hermanos en el episcopado sobre
las otras Iglesias particulares de la misma Conferencia episcopal, en el
ámbito provincial o regional, siempre será una acción en el Colegio, porque,
además de empeñar la propia responsabilidad pastoral, se lleva a cabo
manteniendo la comunión con los demás Obispos y con la Cabeza del Colegio.
Todo esto obedece no tanto a una conveniencia humana de coordinación, sino a
una preocupación por las demás Iglesias, que se deriva de que cada Obispo
está integrado y forma parte de un Cuerpo o Colegio. En efecto, cada Obispo
es simultáneamente responsable, aunque de modos diversos, de la Iglesia
particular, de las Iglesias hermanas más cercanas y de la Iglesia universal.
Los Padres sinodales reiteraron oportunamente que «viviendo la comunión
episcopal, cada Obispo ha de sentir como propias las dificultades y los
sufrimientos de sus Hermanos en el episcopado. Para reforzar esta comunión
episcopal y hacerla cada vez más consistente, cada uno de los Obispos y las
Conferencias episcopales han de examinar cuidadosamente las posibilidades
que tienen sus Iglesias de ayudar a las más pobres».243 Sabemos que dicha
pobreza puede consistir tanto en una seria escasez de sacerdotes u otros
agentes pastorales como en una grave carencia de medios materiales. En uno u
otro caso, lo que se resiente es el anuncio del Evangelio. Por eso,
siguiendo la exhortación que ya hiciera el Concilio Vaticano II,244 asumo la
consideración de los Padres sinodales en su deseo de que se favorezcan las
relaciones de solidaridad fraterna entre las Iglesias de antigua
evangelización y las llamadas «Iglesias jóvenes», estableciendo incluso
«hermanamientos» que se concreticen en la comunicación de experiencias y de
agentes pastorales, además de ayudas económicas. En efecto, eso confirma la
imagen de la Iglesia como «familia de Dios», en la que los más fuertes
sustentan a los más débiles para el bien de todos.245
De este modo, la comunión de los Obispos se traduce en comunión de las
Iglesias, que se manifiesta también en atenciones cordiales respecto a
aquellos Pastores que, más que otros Hermanos, han sufrido o,
lamentablemente, sufren aún, la mayor parte de las veces al compartir las
dificultades de sus fieles. Un grupo de Pastores que merece una particular
atención, por su creciente número, es la de los Obispos eméritos. Los he
recordado yo mismo, junto con los Padres sinodales, en la Liturgia
conclusiva de la X Asamblea General Ordinaria. Toda la Iglesia tiene en gran
consideración a estos queridos Hermanos, que siguen siendo miembros
importantes del Colegio episcopal, y les queda reconocida por el servicio
pastoral que han desarrollado y todavía realizan, poniendo su sabiduría y
experiencia a disposición de la comunidad. La autoridad competente ha de
valorar este patrimonio espiritual personal, en el que se ha depositado una
parte preciosa de la memoria de las Iglesias que han presidido durante años.
Resulta obligado poner todo cuidado para asegurarles condiciones de
serenidad espiritual y económica, en el contexto humano que razonablemente
deseen. Además, se ha de estudiar la posibilidad de que sus competencias
sean aprovechadas aún en el ámbito de los diversos organismos de las
Conferencias episcopales.246
Las Iglesias católicas orientales
60. En la misma perspectiva de la comunión entre los Obispos y entre las
Iglesias, los Padres sinodales prestaron una atención del todo particular a
las Iglesias católicas orientales, volviendo a considerar las venerables y
antiguas riquezas de sus tradiciones, que son un tesoro vivo que coexiste
con expresiones análogas de la Iglesia latina. Desde ambas se ilumina mejor
la unidad católica del Pueblo santo de Dios.247
Además, no cabe duda de que las Iglesias católicas de Oriente, por su
afinidad espiritual, histórica, teológica, litúrgica y disciplinar con las
Iglesias ortodoxas y las otras Iglesias orientales que aún no están en plena
comunión con la Iglesia católica, tienen un papel muy especial en la
promoción de la unidad de los cristianos, sobre todo en Oriente. Deben
desempeñarlo, como todas las Iglesias, con la oración y con una vida
cristiana ejemplar; asimismo, como una contribución específicamente suya,
están llamadas a aportar su religiosa fidelidad a las antiguas tradiciones
orientales.248
Las Iglesias patriarcales y su Sínodo
61. Entre las instituciones propias de las Iglesias católicas orientales
destacan las Iglesias patriarcales. Pertenecen a esas agrupaciones de
Iglesias que, como afirma el Concilio Vaticano II,249 por divina
Providencia, a lo largo del tiempo se han constituido orgánicamente y gozan
tanto de una disciplina y costumbres litúrgicas propias como de un
patrimonio teológico y espiritual común, conservando siempre la unidad de la
fe y la única constitución divina de la Iglesia universal. Su dignidad
particular proviene de que, como matrices de fe, han dado origen a otras
Iglesias, las cuales son como hijas suyas y, por tanto, vinculadas a ellas
hasta nuestros tiempos por lazos más estrechos de caridad en la vida
sacramental y en el mutuo respeto de derechos y deberes.
La institución patriarcal es muy antigua en la Iglesia. De ella da
testimonio ya el primer Concilio ecuménico de Nicea, fue reconocida por los
primeros Concilios ecuménicos y aún hoy es la forma tradicional de gobierno
en las Iglesias orientales.250 Por tanto, en su origen y estructura
particular, es de institución eclesiástica. Precisamente por eso el Concilio
ecuménico Vaticano II ha manifestado el deseo de que «donde sea necesario,
se erijan nuevos patriarcados, cuya constitución se reserva al Sínodo
ecuménico o al Romano Pontífice».251 Todo aquel que ejerce una potestad
supraepiscopal y supralocal en las Iglesias Orientales –como los Patriarcas
y los Sínodos de los Obispos de las Iglesias patriarcales– participa de la
autoridad suprema que el Sucesor de Pedro tiene sobre toda la Iglesia y
ejerce dicha potestad respetando, además del Primado del Romano
Pontífice,252 la función de cada Obispo, sin invadir el campo de su
competencia ni limitar el libre ejercicio de sus propias funciones.
En efecto, las relaciones entre los Obispos de una Iglesia patriarcal y el
Patriarca, que a su vez es el Obispo de la eparquía patriarcal, se
desarrollan sobre la base establecida ya antigüamente en los Cánones de los
Apóstoles: «Es necesario que los Obispos de cada nación sepan quién es el
primero entre ellos y lo consideren como jefe suyo, y no hagan nada
importante sin su consentimiento; cada uno se ocupará de lo que concierne a
su demarcación y al territorio que depende de ella; pero tampoco él haga
nada sin el consentimiento de todos; así reinará la concordia y Dios será
glorificado, por Cristo en el Espíritu Santo».253 Este canon expresa la
antigua praxis de la sinodalidad en las Iglesias de Oriente, ofreciendo al
mismo tiempo su fundamento teológico y el significado doxológico, pues se
afirma claramente que la acción sinodal de los Obispos en la concordia
ofrece culto y gloria a Dios Uno y Trino.
Se debe reconocer, pues, en la vida sinodal de las Iglesias patriarcales,
una realización efectiva de la dimensión colegial del ministerio episcopal.
Todos los Obispos legítimamente consagrados participan en el Sínodo de su
Iglesia patriarcal como pastores de una porción del Pueblo de Dios. Sin
embargo, se reconoce el papel del primero, esto es, el Patriarca, como un
elemento a su manera constitutivo de la acción colegial. En efecto, no se da
acción colegial alguna sin un «primero» reconocido como tal. Por otro lado,
la sinodalidad no anula ni disminuye la autonomía legítima de cada Obispo en
el gobierno de su propia Iglesia; afirma, sin embargo, el afecto colegial de
los Obispos, corresponsables de todas las Iglesias particulares que abarca
el Patriarcado.
Al Sínodo patriarcal se le reconoce una verdadera potestad de gobierno. En
efecto, elige al Patriarca y a los Obispos para las funciones dentro del
territorio de la Iglesia patriarcal, así como a los candidatos al episcopado
para las funciones fuera de los confines de la Iglesia patriarcal, que han
de ser propuestos al Santo Padre para su nombramiento.254 Además del
consentimiento o parecer necesarios para la validez de ciertos actos de
competencia del Patriarca, corresponde al Sínodo emanar leyes que tienen
vigor dentro de los confines de la Iglesia patriarcal y, en el caso de leyes
litúrgicas, también fuera de ellos.255 Asimismo, el Sínodo, respetando la
competencia de la Sede Apostólica, es el tribunal superior dentro de los
confines de la propia Iglesia patriarcal.256 Por lo demás, el Patriarca y
también el Sínodo patriarcal se sirven de la colaboración consultiva de la
asamblea patriarcal, que el Patriarca convoca al menos cada cinco años, para
la gestión de los asuntos más importantes, especialmente los que conciernen
la actualización de las formas y de los modos de apostolado y de la
disciplina eclesiástica.257
La organización metropolitana y de las Provincias eclesiásticas
62. Un modo concreto de favorecer la comunión entre los Obispos y la
solidaridad entre las Iglesias es dar nueva vitalidad a la antiquísima
institución de las Provincias eclesiásticas, donde los Arzobispos son
instrumento y signo tanto de la hermandad entre los Obispos de la Provincia
como de su comunión con el Romano Pontífice.258 En efecto, dada la similitud
de los problemas que debe afrontar cada Obispo, así como el hecho de que un
número limitado facilita un consenso mayor y más efectivo, se puede
ciertamente programar un trabajo pastoral común en las asambleas de los
Obispos de la misma Provincia y, sobre todo, en los Concilios provinciales.
Donde, por el bien común, se crea conveniente la erección de Regiones
eclesiásticas, una función semejante puede ser desarrollada por las
asambleas de los Obispos de la misma Región o, en todo caso, por los
Concilios plenarios. A este respecto, se ha de recordar lo que ya dijo el
Concilio Vaticano II: «Las venerables instituciones de los Sínodos y de los
Concilios florezcan con nuevo vigor. Así se procurará más adecuada y
eficazmente el crecimiento de la fe y la conservación de la disciplina en
las diversas Iglesias, según las circunstancias de la época».259 En ellos,
los Obispos podrán actuar no sólo manifestando la comunión entre sí, sino
también con todos los miembros de la porción de Pueblo de Dios que se les ha
confiado; dichos miembros serán representados en los Concilios según las
normas del derecho.
En efecto, en los Concilios particulares, precisamente porque en ellos
participan también, presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos,
aunque sea sólo con voto consultivo, se manifiesta de modo inmediato no sólo
la comunión entre los Obispos, sino también entre las Iglesias. Además, como
momento eclesial solemne, los Concilios particulares requieren una cuidadosa
reflexión en su preparación, que implica a todas las categorías de fieles,
haciendo que dichos Concilios sean momento adecuado para las decisiones más
importantes, especialmente las que se refieren a la fe. Por eso, las
Conferencias Episcopales no pueden ocupar el puesto de los Concilios
particulares, como puntualiza el mismo Concilio Vaticano II cuando desea que
éstos adquieran nuevo vigor. Las Conferencias episcopales, sin embargo,
pueden ser un instrumento valioso para la preparación de los Concilios
plenarios.260
Las Conferencias episcopales
63. En modo alguno se pretende con esto disminuir la importancia y la
utilidad de las Conferencias de los Obispos, cuya configuración
institucional fue trazada ya en el último Concilio y precisada ulteriormente
en el Código de Derecho Canónico y en el reciente Motu proprio Apostolos
suos.261 En las Iglesias católicas orientales existen Instituciones
análogas, como las Asambleas de los Jerarcas de diversas Iglesias sui iuris,
previstas por el Código de los Cánones de las Iglesias Orientales «a fin de
que, comunicándose las luces de prudencia y experiencia e intercambiando
pareceres, se obtenga una santa cooperación de fuerzas para el bien común de
las Iglesias, mediante la cual se fomente la unidad de acción, se apoyen
obras comunes, se promueva mejor el bien de la religión y se observe más
eficazmente la disciplina eclesiástica».262
Estas asambleas de Obispos son hoy, como decían también los Padres
sinodales, un instrumento válido para expresar y poner en práctica el
espíritu colegial de los Obispos. Por eso se han de revalorizar aún más las
Conferencias episcopales en todas sus potencialidades.263 En efecto, éstas
«se han desarrollado notablemente y han asumido el papel de órgano preferido
por los Obispos de una nación o de un determinado territorio para el
intercambio de puntos de vista, la consulta recíproca y la colaboración en
favor del bien común de la Iglesia: 'se han constituido en estos años en una
realidad concreta, viva y eficiente en todas las partes del mundo'. Su
importancia obedece al hecho de que contribuye eficazmente a la unidad entre
los Obispos y, por tanto, a la unidad de la Iglesia, al ser un instrumento
muy válido para afianzar la comunión eclesial».264
Dado que las Conferencias episcopales están formadas sólo por los Obispos y
los que por derecho son equiparados a ellos, aunque no tengan carácter
episcopal,265 su fundamento teológico, a diferencia de los Concilios
particulares, reside directamente en la dimensión colegial de la
responsabilidad del gobierno episcopal. Sólo indirectamente lo es la
comunión entre las Iglesias.
En todo caso, siendo las Conferencias episcopales un órgano permanente que
se reúne periódicamente, su función será eficaz si se la considera una ayuda
auxiliar a la función que cada Obispo desarrolla por derecho divino en su
propia Iglesia. En efecto, en cada Iglesia el Obispo diocesano apacienta en
nombre del Señor la grey que se le ha confiado, como pastor propio,
ordinario e inmediato, y su actuación es estrictamente personal, no
colegial, aunque esté animado por el espíritu de comunión. Por tanto, por lo
que se refiere a las agrupaciones de Iglesias particulares por zonas
geográficas (nación, región, etc.), los Obispos que presiden las Iglesias no
ejercen conjuntamente su solicitud pastoral con actos colegiales iguales a
los del Colegio episcopal, el cual, como sujeto teológico, es
indivisible.266 Por eso, los Obispos de cada Conferencia episcopal, reunidos
en Asamblea, ejercen conjuntamente para el bien de sus fieles y en los
límites de las competencias que les otorgan el derecho o un mandato de la
Sede Apostólica, sólo algunas de las funciones que se desprenden de su
ministerio pastoral (munus pastorale).267
Es verdad que las Conferencias episcopales más numerosas requieren una
organización compleja, precisamente para ofrecer su servicio a cada uno de
los Obispos que forman parte de ella, y por tanto a cada Iglesia. No
obstante, se ha de evitar «la burocratización de los oficios y de las
comisiones que actúan entre las reuniones plenarias».268 En efecto, las
Conferencias episcopales «con sus comisiones y oficios existen para ayudar a
los Obispos y no para sustituirlos».269 Y, menos aún, para constituir una
estructura intermedia entre la Sede Apostólica y cada uno de los Obispos.
Las Conferencias episcopales pueden ofrecer una ayuda válida a la Sede
Apostólica expresando su parecer sobre problemas específicos de carácter más
general.270
Las Conferencias episcopales expresan y ponen en práctica el espíritu
colegial que une a los Obispos y, por consiguiente, la comunión entre las
diversas Iglesias, estableciendo entre ellas, especialmente entre las más
cercanas, estrechas relaciones para buscar un bien mayor.271 Esto puede
hacerse de varias formas, mediante consejos, simposios o federaciones. Las
reuniones continentales de los Obispos tienen una importancia notable,
aunque nunca asumen las competencias que se reconocen a las Conferencias
episcopales. Dichas reuniones ayudan mucho a fomentar entre las Conferencias
episcopales de las diversas naciones esa colaboración que, en este tiempo de
«globalización», resulta tan necesaria para afrontar sus desafíos y poner en
marcha una verdadera «globalización de la solidaridad».272
Unidad de la Iglesia y diálogo ecuménico
64. La oración del Señor Jesús por la unidad entre todos sus discípulos (ut
unum sint: Jn 17, 21) es una llamada apremiante a cada Obispo para un deber
apostólico específico. No puede esperarse que dicha unidad sea fruto de
nuestros esfuerzos; es sobre todo un don de la Trinidad Santa a la Iglesia.
No obstante, eso no exime a los cristianos de hacer todo esfuerzo para ello,
comenzando por la oración, para acelerar el camino hacia la unidad plena.
Como respuesta a las oraciones e intenciones del Señor, y a su oblación en
la Cruz para reunir a los hijos extraviados (cf. Jn 11, 52), la Iglesia
católica se siente comprometida irreversiblemente en el diálogo ecuménico,
cuya eficacia depende de su testimonio en el mundo. Hace falta, pues,
perseverar en la vía del diálogo de la verdad y del amor.
Muchos Padres sinodales se refirieron a la vocación específica que tiene
todo Obispo de promover en la propia diócesis este diálogo y llevarlo
adelante in veritate et caritate (cf. Ef 4, 15). En efecto, el escándalo de
la división entre los cristianos es percibido por todos como un signo
contrario a la esperanza cristiana. Como formas concretas para promover el
diálogo ecuménico se indicaron un mejor conocimiento recíproco entre la
Iglesia católica y las otras Iglesias y Comunidades eclesiales que no están
en plena comunión con ella; encuentros e iniciativas apropiadas y, sobre
todo, el testimonio de la caridad. Efectivamente, existe un ecumenismo de la
vida cotidiana, hecho de acogida recíproca, escucha y colaboración, que
tiene una poderosa eficacia.
Por otro lado, los Padres sinodales advirtieron sobre el riesgo de gestos
poco ponderados, signos de un «ecumenismo impaciente», que pueden dañar el
proceso actual hacia la plena unidad. Por eso, es muy importante que todos
acepten y pongan en práctica los rectos principios del diálogo ecuménico, y
que se insista sobre ellos en los seminarios con los candidatos al
ministerio sagrado, en las parroquias y en las otras estructuras eclesiales.
Por lo demás, la misma vida interior de la Iglesia ha de dar testimonio de
unidad, respetando y ampliando cada vez más los ámbitos en que se acojan y
desarrollen las grandes riquezas de las diversas tradiciones teológicas,
espirituales, litúrgicas y disciplinares.273
Índole misionera del ministerio episcopal
65. Los Obispos, como miembros del Colegio episcopal, no sólo son
consagrados para una diócesis, sino para la salvación de todos los
hombres.274 Los Padres sinodales volvieron a recordar esta doctrina expuesta
en el Concilio Vaticano II para destacar que cada Obispo ha de ser
consciente de la índole misionera del propio ministerio pastoral. Toda su
acción pastoral, pues, debe estar caracterizada por un espíritu misionero,
para suscitar y conservar en el ánimo de los fieles el ardor por la difusión
del Evangelio. Por eso es tarea del Obispo suscitar, promover y dirigir en
la propia diócesis actividades e iniciativas misioneras, incluso bajo el
aspecto económico.275
Además, como se ha afirmado en el Sínodo, es sumamente importante animar la
dimensión misionera en la propia Iglesia particular promoviendo, según las
diversas situaciones, valores fundamentales tales como el reconocimiento del
prójimo, el respeto de la diversidad cultural y una sana interacción entre
culturas diferentes. Por otro lado, el carácter cada vez más multicultural
de las ciudades y grupos sociales, sobre todo como resultado de la
emigración internacional, crea situaciones nuevas en las que surge un
desafío misionero peculiar.
En el Aula sinodal hubo también intervenciones que pusieron de relieve
algunas cuestiones sobre la relación entre los Obispos diocesanos y las
Congregaciones religiosas misioneras, subrayando la necesidad de un
reflexión más profunda al respecto. Al mismo tiempo, se reconoció la gran
aportación de experiencia que puede recibir una Iglesia particular de las
Congregaciones de vida consagradas para mantener viva entre los fieles la
dimensión misionera.
El Obispo ha de mostrarse en este aspecto como siervo y testigo de la
esperanza. En efecto, la misión es sin duda el indicador exacto de la fe en
Cristo y en su amor por nosotros: 276 ella mueve al hombre de todos los
tiempos hacia una vida nueva, animada por la esperanza. Al anunciar a Cristo
resucitado, los cristianos presentan a Aquél que inaugura un nueva era de la
historia y proclaman al mundo la buena noticia de una salvación integral y
universal, que contiene en sí la prenda de un mundo nuevo, donde el dolor y
la injusticia darán paso a la alegría y a la belleza. Al principio de un
nuevo milenio, cuando la conciencia de la universalidad de la salvación se
ha acentuado y se comprueba que se debe renovar cada día el anuncio del
Evangelio, la Asamblea sinodal lanza una invitación a no disminuir el
compromiso misionero, sino más bien a ampliarlo en una cooperación misionera
cada vez más profunda.
CAPÍTULO VII
EL OBISPO
ANTE LOS RETOS ACTUALES
«¡Ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33)
66. En la Sagrada Escritura la Iglesia se compara a un rebaño, «cuyo pastor
será el mismo Dios, como Él mismo anunció. Aunque son pastores humanos
quienes gobiernan las ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar
las guía y alimenta; Él, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores».277 ¿Acaso
no es Jesús mismo quien llama a sus discípulos pusillus grex y les exhorta a
no tener miedo, sino a cultivar la esperanza? (cf. Lc 12, 32).
Jesús repitió varias veces esta exhortación a sus discípulos: «En el mundo
tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
Cuando estaba para volver al Padre, después de lavar los pies a los
Apóstoles, les dijo: «No se turbe vuestro corazón», y añadió, «yo soy el
Camino [...]. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 1-6). El pequeño
rebaño, la Iglesia, ha emprendido este Camino, que es Cristo, y guiada por
Él, el Buen Pastor que «cuando ha sacado todas las suyas, va delante de
ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz» (Jn 10, 4).
A imagen de Jesucristo y siguiendo sus huellas, el Obispo sale también a
anunciarlo al mundo como Salvador del hombre, de todos los hombres. Como
misionero del Evangelio, actúa en nombre de la Iglesia, experta en humanidad
y cercana a los hombres de nuestro tiempo. Por eso, afianzado en el
radicalismo evangélico, tiene además el deber de desenmascarar las falsas
antropologías, rescatar los valores despreciados por los procesos
ideológicos y discernir la verdad. Sabe que puede repetir con el Apóstol:
«Si nos fatigamos y luchamos es porque tenemos puesta la esperanza en Dios
vivo, que es el Salvador de todos los hombres, principalmente de los
creyentes» (1 Tm 4, 10).
La labor del Obispo se ha de caracterizar, pues, por la parresía, que es
fruto de la acción del Espíritu (cf. Hch 4, 31). De este modo, saliendo de
sí mismo para anunciar a Jesucristo, el Obispo asume con confianza y
valentía su misión, factus pontifex, convertido realmente en «puente»
tendido a todo ser humano. Con pasión de pastor, sale a buscar las ovejas,
siguiendo a Jesús, que dice: «También tengo otras ovejas, que no son de este
redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un
solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10, 16).
Artífice de justicia y de paz
67. En este ámbito de espíritu misionero, los Padres sinodales se refirieron
al Obispo como profeta de justicia. Hoy más que ayer, la guerra de los
poderosos contra los débiles ha abierto profundas divisiones entre ricos y
pobres. ¡Los pobres son legión! En el seno de un sistema económico injusto,
con disonancias estructurales muy fuertes, la situación de los marginados se
agrava de día en día. En la actualidad hay hambre en muchas partes de la
tierra, mientras en otras hay opulencia. Las víctimas de estas dramáticas
desigualdades son sobre todo los pobres, los jóvenes, los refugiados. En
muchos lugares, también la mujer es envilecida en su dignidad de persona,
víctima de una cultura hedonista y materialista.
Ante estas situaciones de injusticia, y muchas veces sumidos en ellas, que
abren inevitablemente la puerta a conflictos y a la muerte, el Obispo es
defensor de los derechos del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios.
Predica la doctrina moral de la Iglesia, defiende el derecho a la vida desde
la concepción hasta su término natural; predica la doctrina social de la
Iglesia, fundada en el Evangelio, y asume la defensa de los débiles,
haciéndose la voz de quien no tiene voz para hacer valer sus derechos. No
cabe duda de que la doctrina social de la Iglesia es capaz de suscitar
esperanza incluso en las situaciones más difíciles, porque, si no hay
esperanza para los pobres, no la habrá para nadie, ni siquiera para los
llamados ricos.
Los Obispos condenaron enérgicamente el terrorismo y el genocidio, y
levantaron su voz por los que lloran a causa de injusticias, sufren
persecución, están sin trabajo; por los niños ultrajados de innumerables y
gravísimas maneras. Como la santa Iglesia, que en el mundo es sacramento de
la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano,278 el
Obispo es también defensor y padre de los pobres, se preocupa por la
justicia y los derechos humanos, es portador de esperanza.279
La palabra de los Padres sinodales, junto con la mía, fue explícita y
fuerte. «No hemos podido cerrar nuestros oídos al eco de tantos otros dramas
colectivos [...]. Se impone un cambio de orden moral [...]. Algunos males
endémicos, sub- estimados durante mucho tiempo, pueden conducir a la
desesperación de poblaciones enteras. ¿Cómo callarse frente al drama
persistente del hambre y la pobreza extrema en una época en la cual la
humanidad posee como nunca los medios para un reparto equitativo? No podemos
dejar de expresar nuestra solidaridad con la masa de refugiados e
inmigrantes que, como consecuencia de la guerra, de la opresión política o
de la discriminación económica, se ven forzados a abandonar su tierra, en
busca de un trabajo y con la esperanza de paz. Los estragos del paludismo,
la expansión del sida, el analfabetismo, la falta de porvenir para tantos
niños y jóvenes abandonados en la calle, la explotación de mujeres, la
pornografía, la intolerancia, la instrumentalización inaceptable de la
religión para fines violentos, el tráfico de droga y el comercio de las
armas,... ¡La lista no es exhaustiva! Sin embargo, en medio de todas estas
calamidades, los humildes levantan la cabeza. El Señor los mira y los apoya:
"Por la opresión del humilde y el gemido del pobre me levantaré, dice el
Señor" (Sal 12, 6)».280
Es obvio que, ante este cuadro dramático, resulta urgente un llamamiento a
la paz y un compromiso en favor suyo. En efecto, siguen aún activos los
focos de conflicto heredados del siglo anterior y de todo el milenio.
Tampoco faltan conflictos locales que crean heridas profundas entre culturas
y nacionalidades. Y, ¿cómo callar sobre los fundamentalismos religiosos,
siempre enemigos del diálogo y de la paz? En muchas regiones del mundo la
tierra se parece a un polvorín a punto de explotar y diseminar sobre la
familia humana enormes sufrimientos.
En esta situación la Iglesia sigue anunciando la paz de Cristo, que en el
sermón de la montaña ha proclamado bienaventurados a «los que trabajan por
la paz» (Mt 5, 9). La paz es una responsabilidad universal que pasa por los
mil pequeños actos de la vida cotidiana. Espera en sus profetas y artífices,
que no han de faltar, sobre todo en las comunidades eclesiales, de las que
el Obispo es pastor. A ejemplo de Jesús, que ha venido para anunciar la
libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor (cf. Lc 4,
16-21), estará siempre dispuesto para enseñar que la esperanza cristiana
está íntimamente unida al celo por la promoción integral del hombre y la
sociedad, como enseña la doctrina social de la Iglesia.
Por lo demás, el Obispo, cuando se encuentra en una eventual situación de
conflicto armado, que lamentablemente no faltan, aun cuando exhorte al
pueblo a defender sus derechos, debe advertir siempre que todo cristiano
tiene la obligación de excluir la venganza y estar dispuesto al perdón y al
amor de los enemigos.281 En efecto, no hay justicia sin perdón. Por más que
sea difícil de aceptar, ésta es una afirmación que cualquier persona sensata
da por descontada: una verdadera paz sólo es posible por el perdón.282
El diálogo interreligioso, sobre todo en favor de la paz en el mundo
68. Como he repetido en otras circunstancias, el diálogo entre las
religiones debe estar al servicio de la paz entre los pueblos. En efecto,
las tradiciones religiosas tienen recursos necesarios para superar rupturas
y favorecer la amistad recíproca y el respeto entre los pueblos. El Sínodo
hizo un llamamiento para que los Obispos fueran promotores de encuentros con
los representantes de los pueblos para reflexionar atentamente sobre las
discordias y las guerras que laceran el mundo, con el fin de encontrar los
caminos posibles para un compromiso común de justicia, concordia y paz.
Los Padres sinodales resaltaron la importancia del diálogo interreligioso
para la paz y pidieron a los Obispos que se comprometieran en este sentido
en las respetivas diócesis. Pueden abrirse nuevas perspectivas de paz con la
afirmación de la libertad religiosa, de la que habló el Concilio Vaticano II
en el Decreto Dignitatis humanae, como también mediante la labor educativa
de las nuevas generaciones y el empleo correcto de los medios de
comunicación social.283
No obstante, la perspectiva del diálogo interreligioso es indudablemente más
amplia y, por eso, los Padres sinodales reiteraron que éste forma parte de
la nueva evangelización, sobre todo en estos tiempos en que, más que en el
pasado, conviven en una misma región, ciudad, puesto de trabajo y ambiente
cotidiano personas pertenecientes a religiones diversas. Por tanto, el
diálogo interreligioso es necesario en la vida cotidiana de muchas familias
cristianas y, por eso mismo, también para los Obispos que, como maestros de
la fe y pastores del Pueblo de Dios, deben prestar una adecuada atención a
este aspecto.
De este contexto de convivencia con personas de otras religiones surge para
el cristiano un deber especial de dar testimonio de la unidad y
universalidad del misterio salvífico de Jesucristo y, consecuentemente, de
la necesidad de la Iglesia como instrumento de salvación para toda la
humanidad. «Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia
considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo
excluye esa mentalidad indiferentista marcada por un relativismo religioso
que termina por pensar que 'una religión es tan buena como otra'».284
Resulta claro, pues, que el diálogo inter- religioso nunca puede sustituir
el anuncio y la propagación de la fe, que son la finalidad prioritaria de la
predicación, de la catequesis y de la misión de la Iglesia.
Afirmar con franqueza y sin ambigüedad que la salvación del hombre depende
de la redención de Cristo no impide el diálogo con las otras religiones.
Además, en la perspectiva de la profesión de la esperanza cristiana no se
puede olvidar que precisamente ésta es la que funda el diálogo
interreligioso. En efecto, como dice la Declaración conciliar Nostra aetate,
«todos los pueblos forman una única comunidad y tienen un mismo origen,
puesto que Dios hizo habitar a todo género humano sobre la entera faz de la
tierra;
tienen también un único fin último, Dios, cuya providencia, testimonio de
bondad y designios de salvación se extienden a todos hasta que los elegidos
se unan en la Ciudad Santa, que el resplandor de Dios iluminará y en la que
los pueblos caminarán a su luz».285
La vida civil, social y económica
69. En la acción pastoral del Obispo no ha de faltar una atención especial a
las exigencias de amor y justicia que se derivan de las condiciones sociales
y económicas de las personas más pobres, abandonadas, maltratadas, en las
que el creyente percibe particulares imágenes de Jesús. Su presencia en las
comunidades eclesiales y civiles pone a prueba la autenticidad de nuestra fe
cristiana.
Deseo referirme brevemente también al complejo fenómeno de la llamada
globalización, una de las características del mundo actual. En efecto,
existe una «globalización» de la economía, las finanzas y también de la
cultura, que se impone progresivamente por efecto de los rápidos progresos
vinculados a las tecnologías informáticas. Como he tenido ocasión de decir
en otras circunstancias, la globalización requiere un discernimiento atento
para identificar sus aspectos positivos y negativos, así como las
consecuencias que pueden derivarse para la Iglesia y para todo el género
humano. En dicha tarea es importante la aportación de los Obispos, los
cuales han de insistir siempre en la necesidad urgente de que se logre una
globalización en la caridad y sin marginaciones. También los Padres
sinodales volvieron a indicar el deber de promover una «globalización de la
caridad», examinando en este contexto las cuestiones relativas a la remisión
de la deuda externa, que compromete la economía de poblaciones enteras,
frenando su progreso social y político.286
Sin afrontar de nuevo una problemática tan grave, reitero sólo algunos
puntos fundamentales expuestos ya en otros lugares: la visión de la Iglesia
en esta materia tiene tres puntos de referencia esenciales y concomitantes,
que son la dignidad de la persona humana, la solidaridad y la subsidiaridad.
Por tanto, «la economía globalizada debe ser analizada a la luz de los
principios de la justicia social, respetando la opción preferencial por los
pobres, que han de ser capacitados para protegerse en una economía
globalizada, y ante las exigencias del bien común internacional».287 Inserta
en el dinamismo de la solidaridad, la globalización ya no es causa de
marginación. La globalización de la solidaridad, en efecto, es consecuencia
directa de esa caridad universal que es el alma del Evangelio.
Respeto del ambiente y salvaguardia de la creación
70. Los Padres sinodales recordaron además los aspectos éticos de la
cuestión ecológica.288 Efectivamente, el sentido profundo del llamamiento a
globalizar la solidaridad incluye también, y con urgencia, la cuestión de la
creación y de los recursos de la tierra. El «gemido de la creación» al que
alude el apóstol (cf. Rm 8, 22) parece presentarse hoy en una perspectiva
inversa, pues no se trata ya de una tensión escatológica en espera de la
revelación de los hijo de Dios (cf. Rm 8, 19), sino más bien de un espasmo
de muerte que tiende a atrapar al hombre mismo para destruirlo.
Efectivamente, en esto se manifiesta en su forma más insidiosa y perversa la
cuestión ecológica. Pues «el signo más profundo y grave de las implicaciones
morales, inherentes a la cuestión ecológica, es la falta de respeto a la
vida, como se ve en muchos comportamientos contaminantes. Las razones de
producción prevalecen a menudo sobre la dignidad del trabajador, y los
intereses económicos se anteponen al bien de cada persona, o incluso al de
poblaciones enteras. En estos casos, la contaminación o la destrucción del
ambiente son fruto de una visión reductiva y antinatural, que configura a
veces un verdadero y propio desprecio del hombre».289
Evidentemente, no sólo está en juego una ecología física, es decir,
preocupada por la tutela del hábitat de los diversos seres vivientes, sino
también una ecología humana, que proteja el bien radical de la vida en todas
sus manifestaciones y prepare a las generaciones futuras un entorno que se
acerque lo más posible al proyecto del Creador. Se necesita, pues, una
conversión ecológica, a la cual los Obispos darán su propia contribución
enseñando la relación correcta del hombre con la naturaleza. Esta relación,
a la luz de la doctrina sobre Dios Padre, creador del cielo y de la tierra,
es de tipo «ministerial». En efecto, el hombre ha sido puesto en el centro
de la creación como ministro del Creador.
Ministerio del Obispo respecto a la salud
71. La preocupación por el hombre impulsa al Obispo a imitar a Jesús, el
auténtico «buen Samaritano», lleno de compasión y misericordia, que cuida
del hombre sin discriminación alguna. El cuidado de la salud ocupa un lugar
relevante entre los desafíos actuales. Por desgracia hay todavía muchas
formas de enfermedad en las diversas partes del mundo y, aunque la ciencia
humana progrese de manera exponencial en la investigación de nuevas
soluciones o ayudas para afrontarlas mejor, siempre aparecen nuevas
situaciones que socavan la salud física y psíquica.
En el ámbito de su diócesis, el Obispo, con ayuda de personas cualificadas,
ha de esforzarse por anunciar integralmente el «Evangelio de la vida». El
compromiso por humanizar la medicina y la asistencia a los enfermos por
parte de cristianos que dan testimonio de la propia cercanía a los que
sufren, despierta en el ánimo de cada uno la figura de Jesús, médico de los
cuerpos y de las almas. Entre las instrucciones a sus apóstoles, no dejó de
incluir la exhortación de curar a los enfermos (cf. Mt 10, 8).290 Por tanto,
la organización y promoción de un adecuada pastoral para los agentes
sanitarios merecen ser una auténtica prioridad en el corazón del Obispo.
Los Padres sinodales sintieron la necesidad de resaltar especialmente su
preocupación por promover una auténtica «cultura de la vida» en la sociedad
contemporánea: «Quizá lo que más lastima nuestro corazón de pastores es el
desprecio de la vida, desde su concepción hasta su término, y la
disgregación de la familia. El no de la Iglesia al aborto y a la eutanasia
es un sí a la vida, un sí a la bondad radical de la creación, un sí que
puede alcanzar a todo ser humano en el santuario de su conciencia, un sí a
la familia, primera célula de esperanza, en la que Dios se complace hasta
llamarla a convertirse en "iglesia doméstica"».291
Atención pastoral del Obispo a los emigrantes
72. Los movimientos de población han adquirido hoy proporciones inéditas y
se presentan como movimientos de masa que afectan a un gran número de
personas. Muchas de ellas han sido desalojadas o huyen del propio país a
causa de conflictos armados, precarias condiciones económicas, catástrofes
naturales o enfrentamientos políticos, étnicos y sociales. Aunque las
situaciones sean diversas, todas estas migraciones plantean serios
interrogativos a nuestras comunidades por lo que se refiere a problemas
pastorales, como la evangelización y el diálogo interreligioso.
Por tanto, es oportuno que se procure instituir estructuras pastorales
adecuadas para la acogida y la atención pastoral apropiada de estas personas
en las diócesis, según las diversas condiciones en que se encuentran. Hace
falta favorecer también la colaboración entre diócesis limítrofes, para
garantizar un servicio más eficaz y competente, preocupándose incluso de
formar sacerdotes y agentes laicos particularmente generosos y disponibles
para este laborioso servicio, sobre todo en lo que refiere a los problemas
de naturaleza legal que pueden surgir en la inserción de estas personas en
el nuevo ambiente social.292
En este contexto, los Padres sinodales procedentes de las Iglesias católicas
orientales replantearon el problema de la emigración de los fieles de sus
Comunidades, nuevo en algunos aspectos y con graves consecuencias para la
vida concreta. En efecto, un relevante número de fieles procedentes de las
Iglesias católicas orientales residen habitual y establemente fuera de las
tierras de origen y de las sedes de las Jerarquías orientales. Como es
comprensible, se trata de una situación que interpela cotidianamente la
responsabilidad de los Pastores.
Por eso, el Sínodo de los Obispos creyó necesario también estudiar más
profundamente la manera en que las Iglesias católicas, tanto Orientales como
Occidentales, puedan establecer estructuras pastorales adecuadas y oportunas
capaces de dar cauce a las exigencias de estos fieles en condición de
«diáspora».293 En todo caso, es siempre un deber para los Obispos del lugar,
aunque de rito diverso, ser verdaderos padres para estos fieles de rito
oriental, garantizando en su atención pastoral la salvaguardia de los
valores religiosos y culturales específicos en que han nacido y recibido su
formación cristiana inicial.
Estos son algunos campos en que el testimonio cristiano y el ministerio
episcopal están implicados con especial urgencia. Asumir responsabilidades
ante el mundo, sus problemas, sus desafíos y sus esperanzas, forma parte del
compromiso de anunciar el Evangelio de la esperanza. En efecto, siempre está
en juego el futuro del hombre en cuanto «ser de esperanza».
Es comprensible que, ante la acumulación de retos a los que la esperanza
está expuesta, surja la tentación del escepticismo y la desconfianza. Pero
el cristiano sabe que puede afrontar incluso las situaciones más difíciles,
porque el fundamento de su esperanza es el misterio de la cruz y la
resurrección del Señor. Solamente en Él puede encontrar fuerzas para ponerse
y permanecer al servicio de Dios, que quiere la salvación y la liberación
integral del hombre.
CONCLUSIÓN
73. Ante un panorama tan complejo humanamente para el anuncio del Evangelio,
viene a la memoria, casi espontáneamente, el episodio de la multiplicación
de los panes narrado en los Evangelios. Los discípulos exponen a Jesús su
perplejidad ante la muchedumbre que, hambrienta de su palabra, lo ha seguido
hasta el desierto, y le proponen: «Dimitte turbas... Despide a la gente» (Lc
9, 12). Quizás tienen miedo y verdaderamente no saben cómo saciar a un
número tan grande de personas.
Una actitud análoga podría surgir en nuestro ánimo, como desalentado ante la
magnitud de los problemas que interpelan a las Iglesias y a nosotros, los
Obispos, personalmente. En este caso, hay que recurrir a esa nueva fantasía
de la caridad que ha de promover no tanto y no sólo la eficacia de la ayuda
prestada sino la capacidad de hacerse cercano a quien está necesitado, de
modo que los pobres se sientan en cada comunidad cristiana como en su propia
casa.294
No obstante, Jesús tiene su propia manera de solucionar los problemas. Como
provocando a los Apóstoles, les dice: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9, 13).
Conocemos bien la conclusión del episodio: «Comieron todos hasta saciarse.
Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce canastos» (Lc 9, 17).
¡Quedan todavía muchas de aquellas sobras en la vida de la Iglesia!
Se pide a los Obispos del tercer milenio que hagan lo que muchos Obispos
santos supieron hacer a lo largo de la historia hasta a hoy. Como san
Basilio, por ejemplo, que quiso incluso construir a las puertas de Cesarea
una vasta estructura de acogida para los pobres, una verdadera ciudadela de
la caridad, que en su nombre se llamó Basiliade. En eso se ve claramente que
«la caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras».295 También
nosotros hemos de seguir este camino: el Buen Pastor ha confiado su grey a
cada Obispo para que la alimente con la palabra y la forme con el ejemplo.
Así pues, nosotros, los Obispos, ¿de dónde sacaremos el pan necesario para
responder a tantas cuestiones dentro y fuera de las Iglesias y de la
Iglesia? Podríamos lamentarnos, como los Apóstoles con Jesús: «¿Cómo
hacernos en un desierto con pan suficiente para saciar a una multitud tan
grande?» (Mt 15, 33). ¿En qué «sitios» encontraremos los recursos? Podemos
insinuar al menos algunas respuestas fundamentales.
Nuestro primer y trascendental recurso es la caridad de Dios infundida en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (cf. Rm 5, 5).
El amor con que Dios nos ha amado es tan grande que siempre nos puede ayudar
a encontrar el modo apropiado para llegar al corazón del hombre y la mujer
de hoy. En cada instante el Señor, con la fuerza de su Espíritu, nos da la
capacidad de amar y de inventar formas más justas y hermosas de amar.
Llamados a ser servidores del Evangelio para la esperanza del mundo, sabemos
que esta esperanza no proviene de nosotros sino del Espíritu Santo, que «no
deja de ser el custodio de la esperanza en el corazón del hombre: la
esperanza de todas las criaturas humanas y, especialmente, de aquellas que
'poseen las primicias del Espíritu' y 'esperan la redención de su
cuerpo'».296
Otro recurso que tenemos es la Iglesia, en la que estamos insertados por el
Bautismo junto con tantos otros hermanos y hermanas nuestros, con los cuales
confesamos al único Padre celeste y nos alimentamos del único Espíritu de
santidad.297 La situación presente nos invita, si queremos responder a las
esperanzas del mundo, a comprometernos a hacer de la Iglesia «la casa y la
escuela de la comunión».298
También nuestra comunión en el cuerpo episcopal, del que formamos parte por
la consagración, es una formidable riqueza, puesto que es una ayuda
inapreciable para leer con atención los signos de los tiempos y discernir
con claridad lo que el Espíritu dice a las Iglesias. En el corazón del
Colegio de los Obispos está el apoyo y la solidaridad del Sucesor del
apóstol Pedro, cuya potestad suprema y universal no anula, sino que afirma,
refuerza y protege la potestad de los Obispos, sucesores de los Apóstoles.
En esta perspectiva, es importante potenciar los instrumentos de comunión,
siguiendo las directrices del Concilio Vaticano II. En efecto, no cabe duda
de que hay circunstancias –y hoy abundan– en que una Iglesia particular por
sí sola, o incluso varias Iglesias colindantes, se ven incapaces o
prácticamente imposibilitadas para intervenir adecuadamente sobre problemas
de la mayor importancia. Sobre todo en dichas circunstancias es cuando puede
ser una auténtica ayuda recurrir a los instrumentos de la comunión
episcopal.
Por último, un recurso inmediato para un Obispo que busca el «pan» para
saciar el hambre de sus hermanos es la propia Iglesia particular, en la
medida en que la espiritualidad de la comunión se consolide en ella como
«principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el
cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas
y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las
comunidades».299 En este punto se manifiesta nuevamente la conexión entre la
X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos y las otras tres
Asambleas generales que la han precedido. Pues un Obispo nunca está solo: no
lo está en el Iglesia universal y tampoco en su Iglesia particular.
74. Queda delineado así el compromiso del Obispo al principio de un nuevo
milenio. Es el de siempre: anunciar el Evangelio de Cristo, salvación para
mundo. Pero es un compromiso caracterizado por novedades que urgen, que
exigen la dedicación concorde de todos los miembros del Pueblo de Dios. El
Obispo debe poder contar con miembros del presbiterio diocesano y con los
diáconos, ministros de la sangre de Cristo y de la caridad; con las hermanas
y hermanos consagrados, llamados a ser en la Iglesia y en el mundo testigos
elocuentes de la primacía de Dios en la vida cristiana y del poder de su
amor en la fragilidad de la condición humana; en fin, con los fieles laicos,
que son para los Pastores una fuente particular de apoyo y un motivo
especial de aliento.
Al término de las reflexiones expuestas en estas páginas nos damos cuenta de
cómo el tema de la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo nos conduce a
nosotros, Obispos, hacia todos nuestros hermanos y hermanas en la Iglesia y
hacia todos los hombres y mujeres del mundo. A ellos nos envía Cristo, como
un día envió a los Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20). Nuestro cometido es ser
para cada persona, de manera eminente y visible, un signo vivo de
Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor.300
Cristo Jesús, pues, es el icono al que, venerados Hermanos en el episcopado,
dirigimos la mirada para realizar nuestro ministerio de heraldos de
esperanza. Como Él, también nosotros hemos de saber ofrecer nuestra
existencia por la salvación de los que nos han sido confiados, anunciando y
celebrando la victoria del amor misericordioso de Dios sobre el pecado y la
muerte.
Invocamos sobre esta nuestra tarea la intercesión de la Virgen María, Madre
de la Iglesia y Reina de los Apóstoles. Que Ella, que mantuvo la oración del
Colegio apostólico en el Cenáculo, nos alcance la gracia de no frustrar
jamás la entrega de amor que Cristo nos ha confiado. Como testigo de la
verdadera vida, María, «hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el
Pueblo de Dios en marcha –y especialmente ante nosotros, sus Pastores– como
señal de esperanza cierta y de consuelo».301
Roma, junto a San Pedro, 16 de octubre del año 2003, vigésimo quinto
aniversario de mi elección al Pontificado.
JOANNES PAULUS PP. II
______________________________________________________
1Ordenación episcopal: Oración consecratoria.
2Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 18.
3S. Tomás de Aquino, Super Ev. Joh., X, 3.
4Homilía durante la Misa de clausura de la X
Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos (27 octubre 2001), 3:
AAS 94 (2002), 114.
5Discurso a los Cardenales, Arzobispos y Obispos
de Italia (6 diciembre 1965): AAS 58 (1966), 68.
6Propositio 3.
7Cf. Oración al final de la audiencia general (11
septiembre 2001): L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (14
septiembre 2001), p. 12.
8Sínodo de los Obispos, X Asamblea General
Ordinaria, Mensaje (25 octubre 2001), 8: L'Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española (2 noviembre 2001), p. 9; cf. Pablo VI, Carta ap.
Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 41: AAS 63 (1971), 429-430.
9Cf. Propositio 6.
10Cf. Propositio 1.
11Cf. Optato de Milevi, Contra Parmenianum donat.
2,2: PL 11, 947; S. Ignacio de Antioquía, A los Romanos, 1, 1: PG 5, 685.
12Homilía en la Misa de apertura de la X Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (30 septiembre 2001), 6: AAS 94
(2002), 111-112.
13Cf. Misal Romano, Prefacio de los santos
pastores.
14S. Agustín, Sermo 340/A,9: PLS 2, 644.
15Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 3.
16Cf. Ireneo, Contra las herejías. III, 2,2; III,
3,1: PG 7, 847-848; Propositio 2.
17Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 21; 27.
18Cf. A los Magnesios, 6,1: PG 5,764; A los
Trallanos, 3,1: PG 5,780; A los Esmirniotas, 8,1: PG 5,852.
19Cf. Pontifical Romano, Ordenación Episcopal:
Examen.
20Cf. Didascalia Apostolorum, II, 33, 1: ed. F.X.
Funk, I, 115.
21Cf. Propositio 6.
22Cf. Pontifical Romano, Ordenación Episcopal:
Alocución.
23N. 19.
24Cf. ibíd., 22; Código de Derecho Canónico, c.
330; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 42.
25Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 22; Código de Derecho Canónico, c. 336; Código de
los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 49.
26Cf. Propositio 20; Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 21; Código de Derecho Canónico, c.
375 § 2.
27Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 23; Decr. Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los Obispos, 3; 5; 6; Juan Pablo II, Motu proprio Apostolos suos
(21 mayo 1998), 13: AAS 90 (1998), 650-651.
28Cf. Const. ap. Pastor Bonus (28 junio 1988),
Adnexum I, 4: AAS 80 (1988), 914-915; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 22; Código de Derecho Canónico, c. 337 §§
1,2; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 50 §§ 1,2.
29Cf. Alocución al final de la VII Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (29 octubre 1987): AAS 80
(1988), 610; Const. ap. Pastor Bonus, Adnexum I (28 junio 1988): AAS 80
(1988) 915-916; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 22.
30Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 22.
31 Ibíd.
32Motu proprio Apostolos suos (21 mayo 1998), 8:
AAS 90 (1998), 647.
33Cf. Sacramentario de Agulema, In dedicatione
basilicae novae: «Dirige, Domine, ecclesiam tuam dispensatione cælesti, ut,
quae ante mundi principium in tua semper est praesentia præparata, usque ad
plenitudinem gloriamque promissam te moderante perveniat»: CCSL 159, rubr.
1851; Catecismo de la Iglesia Católica, 758-760. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Carta Comunionis notio (28 mayo 1992), 9: AAS 85 (1993),
843.
34Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 23.
35Cf. Motu proprio Apostolos suos (21 mayo
1998),12: AAS 90 (1998), 649-650.
36Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera
de la Iglesia, 5.
37Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 22.
38Motu proprio Apostolos suos (21 mayo 1998), 12:
AAS 90 (1998), 650.
39Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 22.
40Cf. Motu proprio Apostolos suos (21 mayo 1998),
12: AAS 90 (1998), 649-650.
41Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus
Dominus, sobre la función pastoral de los Obispos, 25-26.
42Cf. Propositio 33.
43Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 21, 27; Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes (8
abril 1979), 3: AAS 71 (1979), 397.
44Cf. In Io tract. 123, 5: PL 35,1967.
45Sermo 340,1: PL 38, 1483: «Vobis enim sum
episcopus; vobiscum sum christianus».
46Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 10.
47Ibíd., 32.
48Cf. Propositio 8.
49Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero
2001), 30: AAS 93 (2001), 287.
50Oración II, n. 71: PG 35, 479.
51Cf. Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero
2001), 15.31: AAS 93 (2001), 276.288.
52N. 5: AAS 94 (2002), 111.
53Sacramentarium Serapionis, 28: ed. F.X. Funk,
II, 191.
54Homilía en la Misa de apertura de la X Asamblea
general ordinaria del Sínodo de los Obispos (30 septiembre 2001), 5: AAS 94
(2002), 111.
55Código de Derecho Canónico, c. 387; cf. Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 197.
56Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
40.
57Sermo 340, 1: PL 38, 1483.
58Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
1804.1839.
59Cf. Propositio 7.
60S. Cipriano, De oratione dominica, 23: PL
4,553; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 4.
61Ordenación Episcopal: imposición de la mitra.
62Cf. Propositio 7.
63Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
41.
64Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y la
liturgia. Principios y orientaciones, (17 diciembre 2001), 184.
65Cf. Carta ap. Rosarium Virginis Mariae (16
octubre 2002), 43: AAS 95 (2003), 35-36.
66Cf. Propositio 8.
67Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi
(8 diciembre 1975), 59: AAS 68 (1976), 50.
68A los Filadelfios, 5: PG 5, 700.
69Comm. in Is., Prol.: PL 24, 17; cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Cost. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 25.
70Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Marialis cultus (2
febrero 1974), 17: AAS 66 (1974), 128.
71Cf. S. Agustín, Sermo 179, 1: PL 38, 966.
72Homilías sobre Lev., VI: PG 12, 474 C.
73N. 39: AAS 93 (2001), 294.
74Cf. Pseudo Dionisio Areopagita, Sobre la
jerarquía eclesiástica, III: PG 3, 512; S. Tomás de Aquino, S. Th. II-II, q.
184, a. 5.
75Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 34: AAS
93 (2001), 290.
76S. Th. II-II, q. 17, a. 2.
77Ordenación episcopal: examen.
78Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada
liturgia, 84-85.
79Const. ap. Laudis canticum (1 noviembre 1970):
AAS 63 (1971), 532.
80Cf. Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata (25
marzo 1996), 20-21: AAS 88 (1996), 393-395.
81Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25
marzo 1992), 27: AAS 84 (1992), 701.
82Cf. n. 28: l.c., 701-703.
83Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 18.
84Cf. ibíd., 27.37.
85Cf. Propositio 10
86A Policarpo, IV: PG 5, 721.
87 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 8.
88Cf. Propositio 9.
89Cf. Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero
2001), 49: AAS 93 (2001), 302.
90Ordenación episcopal: Imposición del anillo.
91N. 43: AAS 93 (2001), 296.
92Hom. in Ez., I, 11: PL 76, 908.
93Acta Ecclesiae Mediolanensis, Milán, 1599, p.
1178.
94Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25
marzo 1992), 70: AAS 84 (1992), 781.
95Ibíd., 72: l.c. 787.
96Cf. Propositio 12.
97Cf. Propositio 13.
98Cf. n. 6: AAS 94 (2002), 116.
99Cf. Propositio 11.
100Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus,
sobre la función pastoral de los Obispos, 12; cf. Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 25.
101Cf. Propositiones 14 y 15.
102Cf. Propositio 14.
103Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero
2001), 29: AAS 93 (2001), 285-286.
104Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
105Cf. Propositio 15.
106Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8
diciembre 1975), 28: AAS 68 (1976), 24.
107Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 25; Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 10; Código de Derecho Canónico, c. 747 § 1; Código de los
Cánones de las Iglesias Orientales, c. 595 § 1.
108Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum,
sobre la divina revelación, 7.
109Cf. ibíd., 8.
110Cf. ibíd., 10.
111Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 12.
112En. In Ps. 126, 3: PL 37,1669.
113Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 25.
114Ibíd., 12.
115Cf. Propositio 15.
116N. 63: AAS 71 (1979), 1329.
117Cf. Congregación para el Clero, Directorio
General para la Catequesis (15 agosto 1997), 233: Ench. Vat. 16,1065.
118Cf. Propositio 15.
119Cf. Propositio 47.
120Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr.
Donum veritatis (24 mayo 1990), 19; Código de Derecho Canónico, c. 386 § 2;
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 196 § 2.
121Cf. Propositio 16.
122Discurso a los participantes en el I Congreso
nacional italiano del Movimiento eclesial de Compromiso Cultural (16 enero
1982), 2: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (2 mayo
1982), p. 19; cf. Propositio 64.
123Cf. Propositio 65.
124Cf. Propositio 66.
125Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei
Verbum, sobre la divina revelación, 10.
126De Trinitate, VIII,1: PL 10,236.
127Cf. Carta Enc. Ecclesia de Eucharistia (17
abril 2003), 22-24: AAS 95 (2003), 448-449.
128Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.
129N. 26.
130Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.
131Ibíd., 41.
132Pontifical Romano, Bendición de los óleos,
Premisas, 1.
133Cf. ibíd., Ordenación del Obispo, de los
Presbíteros y de los Diáconos, Premisas, 21, 120, 202.
134Cf. nn. 42-54.
135Cf. Propositio 17.
136«Legem credendi lex statuat supplicandi»: S.
Celestino, Ad Galliarum episcopos, 12: PL 45, 1759.
137Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 11.14.
138Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero
2001), 35: AAS 93 (2001), 291.
139Cf. Propositio 17.
140Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 102.
141Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 68.
142Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 104.
143Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 26.
144Cf. Carta Enc. Ecclesia de Eucharistia (17
abril 2003), 21: AAS 95 (2003), 447-448.
145Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
26.
146Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum
ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5.
147Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 28; Juan Pablo II, Carta Enc. Ecclesia de
Eucharistia (17 abril 2003), 41-42: AAS 95 (2003), 460-461.
148Cf. Congregación para el Clero (et aliae),
Instr. interdicasterial Ecclesiae de mysterio, sobre algunas cuestiones
acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de
los sacerdotes (15 agosto 1997), «Disposiciones prácticas», art. 7: AAS 89
(1997), 869-870.
149Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 64.
150Pablo VI, Const. ap. Divinae consortium
naturae (15 agosto 1971): AAS 63 (1971), 657.
151Cf. Propositio 18.
152Cf. Motu proprio Misericordia Dei (7 abril
2002), 1: AAS 94 (2002), 453-454.
153Cf. Propositio 18.
154Cf. Ritual Romano, Rito de los exorcismos (22
noviembre 1998); Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre
las oraciones para obtener de Dios la curación (14 septiembre 2000):
L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (1 diciembre 2001), pp.
17-19.
155Cf. Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8
diciembre 1975), 48: AAS 68 (1976), 37-38.
156Ibíd.
157Cf. propositio 19.
158Cf. Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y la
liturgia (17 diciembre 2001), 21.
159Cf. Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero
2001), nn. 29-41: AAS 93 (2001), 285-295.
160Cf. propositio 48.
161Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 27; Decr. Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los Obispos, 16.
162Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus
Dominus, sobre la función pastoral de los Obispos, 11; Código de Derecho
Canónico, c. 369; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 177 §
1.
163Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 27; Decr. Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los Obispos, 18; Código de Derecho Canónico, c. 381 § 1; Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 178.
164Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 27.
165Pontifical Romano, Ordenación Episcopal:
Alocución.
166Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 27; cf. Código de Derecho Canónico, c. 381 § 1;
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 178.
167S. Ambrosio, Epistulae, Ad Ireneum, lib. I, ep
VI: Sancti Ambrosii episcopi Mediolanensis opera, Milano-Roma 1988, 19, p.
66.
168N. 27.
169Ibíd.
170Cf. Código de Derecho Canónico, cc. 204 § 1;
208; 212 §§ 2,3; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, cc 7 § 1;
11; 15 §§ 2,3.
171Cf. Propositio 35.
172Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 32; Código de Derecho Canónico, cc. 204 § 1; 208.
173Cf. Propositio 35.
174Cf. AAS 89 (1997), 706-727. Una consideración
análoga se debe hacer respecto a las Asambleas eparchiales, de las que
tratan los cc. 235-242 del Código de los Cánones de las Iglesias Orientales.
175Cf. Propositio 35.
176Cf. Propositio 36.
177Cf. Propositio 39.
178Cf. Propositio 37.
179Cf. ibíd.
180Cf. Romae 1572, p. 52 v.
181N. 11.
182Cf. nn. 16-17: AAS 84 (1992), 681-684.
183Cf. Propositio 40.
184Discurso a un grupo de obispos recientemente
nombrados (23 septiembre 2002), 4: L'Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española (27 septiembre 2002), p. 5.
185Ep. ad Nepotianum presb., LII, 7: PL 22, 534.
186 Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis
(25 marzo 1992), 77: AAS 84 (1992), 795.
187Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus
Dominus, sobre la función pastoral de los Obispos, 16.
188Cf. Propositio 40.
189Cf. Propositio 41.
190Cf. ibíd.; Exhort. ap. postsinodal Pastores
dabo vobis (25 marzo 1992), 60-63: AAS 84 (1992), 762-769.
191Cf. Ibíd., 65: l.c., 771-772.
192Cf. Código de Derecho Canónico, c. 1051.
193Cf. Propositio 41.
194Cf. Propositio 42.
195Cf. Congregación para la Educación Católica,
Ratio fundamentalis institutionis Diaconorum permanentium (22 febrero 1998):
AAS 90 (1998), 843-879; Congregación para el Clero, Directorium pro
ministerio et vita Diaconorum permanentium (22 febrero 1998): AAS 90
(1998),879-926.
196Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 44.
197Cf. Propositio 43.
198Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 39.
199Cf. Propositiones 45, 46 y 49.
200Cf. Propositio 52.
201Cf. Propositio 51.
202Cf. ibíd.
203Cf. Propositio 53.
204Cf. Propositio 52.
205Cf. Pontifical Romano, Ordenación Episcopal:
Examen.
206Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
23.
207Cf. Pablo VI, Discurso en la apertura de la
tercera sesión del Concilio (14 septiembre 1964): AAS 56 (1964), 813;
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28 mayo
1992), 9. 11-14: AAS 85 (1993), 843-845.
208Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 22; Código de Derecho Canónico, cc. 337; 749 § 2;
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, cc. 50; 597 § 2.
209Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 23.
210Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus,
sobre la función pastoral de los Obispos en la Iglesia, 8.
211Cf. Carta enc. Quadragesimo anno (15 mayo
1931): AAS 23 (1931), 203.
212Cf. Propositio 20.
213Cf. Relatio post disceptationem, 15-16:
L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (14 octubre 2001), p 4;
Propositio 20.
214Cf. Código de Derecho Canónico, can. 381 § 1;
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 178.
215Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 22; Código de Derecho Canónico, cc. 331; 333;
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, cc. 43; 45 § 1.
216Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Carta Communionis notio (28 mayo 1992),12: AAS 85 (1993), 845-846.
217Ibíd., 13: l.c., 846.
218Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 27; Decr. Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los Obispos en la Iglesia, 8; Código de Derecho Canónico, c. 381
§ 1; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 178.
219Cf. Código de Derecho Canónico, c. 753; Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 600.
220Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 22; Código de Derecho Canónico, cc. 333 § 1; 336;
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, cc. 43; 45 § 1, 49.
221Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 21; Código de Derecho Canónico, c. 375 § 2.
222Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 27; Código de Derecho Canónico, c. 333 § 1;
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 45 § 1.
223Pablo VI, Discurso en la apertura de la
tercera sesión del Concilio (14 septiembre 1964): AAS 56 (1964), 813.
224Cf. Sínodo de los Obispos, II Asamblea General
Extraordinaria, Relación final Exeunte coetu (7 diciembre 1985), C. 1:
L'Osservatore Romano (10 dicembre 1985), 7.
225Cf. Código de Derecho Canónico, c. 333 § 2;
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 45 § 2.
226Cf. Propositio 27.
227Cf. Const. ap. Pastor Bonus (28 junio 1988)
art. 31: AAS 80 (1988), 868; Adnexum I, 6: ibíd., 916-917; Código de Derecho
Canónico, c. 400 § 1; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c.
208.
228Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 13.
229Cf. Const. ap. Pastor Bonus, Adnexum (28 junio
1988) I, 2; I, 5: AAS 80 (1988), 913; 915.
230Cf. S. Ireneo, Contra las herejías, 3, 3, 2:
PG 7, 848.
231Cf. S. Ignacio de Antioquía, A los Romanos,
1,1: PG 5, 685.
232Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 13.
233Cf. ibíd., 21-22; Decr. Christus Dominus,
sobre la función pastoral de los Obispos, 4.
234Cf. Propositiones 26 y 27.
235Cf. Código de Derecho Canónico, c. 399; Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 206.
236Cf. Propositio 25.
237Cf. Motu proprio Apostolica sollicitudo (15
septiembre 1965): AAS 57 (1965), 775-780; Conc. Ecum. Vat. II., Decr.
Christus Dominus, sobre la función pastoral de los Obispos, 5.
238Cf. Paolo VI, Motu proprio Apostolica
sollicitudo (15 septiembre 1965), II: AAS 57 (1965), 776-777; Alocución a
los Padres sinodales (30 septiembre 1967): AAS 59 (1967), 970- 971.
239Cf. Propositio 25.
240Cf. Código de Derecho Canónico, c. 333 § 2;
Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 45 § 2.
241C. 343.
242Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero
2001), 44: AAS 93 (2001), 298.
243Propositio 31; cf. Motu proprio Apostolos suos
(21 mayo 1998), 13: AAS 90 (1998), 650-651.
244Cf. Decr. Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los Obispos, 6.
245Cf. Propositio 32.
246Cf. Propositio 33.
247Cf. Propositio 21.
248Cf. Propositio 22.
249Cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 23; Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales
católicas, 11.
250Cf. Const. ap. Sacri canones (18 octubre
1990): AAS 82 (1990) 1037.
251Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las
Iglesias orientales católicas, 11.
252Cf. Código de los Cánones de las Iglesias
Orientales, cc. 76; 77.
253Cf. Canones Apostolorum, VIII, 47, 34: ed.
F.X. Funk, I, 572-574.
254Cf. Código de los Cánones de las Iglesias
Orientales, cc. 110 § 3; 149.
255Cf. ibid., cc. 110 § 1; 150 §§ 2,3.
256Cf. ibid., cc. 110 § 2; 1062.
257Cf. ibid., cc. 140-143.
258Cf. Propositio 28; Código de Derecho Canónico,
c. 437 § 1; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 156 § 1.
259Decr. Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los Obispos, 36.
260Cf. Código de Derecho Canónico, cc. 441; 443.
261Cf. AAS 90 (1998), 641-658.
262C. 322.
263Cf. Propositiones 29 y 30.
264Motu proprio Apostolos suos (21 mayo 1998), 6:
AAS 90 (1998), 645-646.
265Cf. Código de Derecho Canónico, c. 450.
266Cf. Motu proprio Apostolos suos (21 mayo
1998), 10.12: AAS 90 (1998), 648-650.
267Cf. ibíd., nn. 12; 13; 19: l.c.,
649-651.653-654; Código de Derecho Canónico, cc. 381 § 1; 447; 455 § 1.
268Motu proprio Apostolos suos (21 mayo 1998),
18: AAS 90 (1998), 653.
269Ibíd.
270Cf. Propositio 25.
271Cf. Código de Derecho Canónico, c. 459 § 1.
272Cf. Propositio 30.
273Cf. Propositio 60.
274Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes,
sobre la actividad misionera de la Iglesia, 38.
275Cf. Propositio 63.
276Cf. Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre
1990), 11: AAS 83 (1991), 259-260.
277Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 6.
278Cf. ibíd., 1.
279Cf. Propositiones 54-55.
280Sínodo de los Obispos, X Asamblea General
Ordinaria, Mensaje (25 octubre 2001), 10-11: L'Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española (2 noviembre 2001), p. 9.
281Cf. Propositio 55.
282Cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz
2002 (8 diciembre 2001), 8: AAS 94 (2002), 137.
283Cf. Propositiones 61 y 62.
284Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl.
Dominus Iesus (6 agosto 2000), 22: AAS 92 (2000), 763.
285N. 1.
286Cf. Propositio 56.
287Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in America
(22 enero 1999), 55: AAS 91 (1999), 790-791.
288Cf. Propositio 56.
289Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990
(8 diciembre 1989), 7: AAS 82 (1990), 150.
290 Cf. Propositio 57.
291Sínodo de los Obispos, X Asamblea General
Ordinaria, Mensaje (25 octubre 2001), 12: L'Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española (2 noviembre 2001), p. 9.
292Cf. Propositio 58.
293Cf. Propositio 23.
294Cf. Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero
2001), 50: AAS 93 (2001), 303.
295Cf. ibíd.
296Carta enc. Dominum et Vivificantem (18 mayo
1986), 67: AAS 78 (1986), 898.
297Cf. Tertuliano, Apologeticum, 39, 9: CCL 1,
151.
298Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero
2001), 43: AAS 93 (2001), 296.
299Ibíd.
300Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 21.
301Ibíd., 68.