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S.S. Juan Pablo II - Catequesis: La Iglesia pide perdón por las culpas de sus hijos

 

Juan Pablo II - pidiendo perdón por los pecados de los católicos

 

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Catequesis de S.S. Juan Pablo II en la audiencia general de los miércoles 1 de setiembre de 1999

1. «Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres (...). Hemos pecado y cometido iniquidad, apartándonos de ti, y en todo hemos delinquido, y no hemos obedecido a tus preceptos» (Dn 3, 26. 29). Así oraban los judíos después del exilio (cf. también Ba 2, 11-13), asumiendo las culpas cometidas por sus padres. La Iglesia imita su ejemplo y pide perdón por las culpas también históricas de sus hijos.

En efecto, en nuestro siglo el acontecimiento del concilio Vaticano II ha suscitado un notable impulso de renovación de la Iglesia, para que, como comunidad de los salvados, se convierta cada vez más en transparencia viva del mensaje de Jesús en medio del mundo. La Iglesia, fiel a la enseñanza del último concilio, toma cada vez mayor conciencia de que sólo con una continua purificación de sus miembros e instituciones puede dar al mundo un testimonio coherente del Señor. Por eso, «santa y siempre necesitada de purificación, busca sin cesar la conversión y la renovación» (Lumen gentium, 8).

2. El reconocimiento de las implicaciones comunitarias del pecado impulsa a la Iglesia a pedir perdón por las culpas históricas de sus hijos. A ello la induce la magnífica ocasión del gran jubileo del año 2000, el cual, siguiendo las enseñanzas del Vaticano II, quiere iniciar una nueva página de historia, superando los obstáculos que aún dividen entre sí a los seres humanos y, en particular, a los cristianos.

Por eso, en la carta apostólica Tertio millennio adveniente pedí que, al final de este segundo milenio, «la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos, recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo» (n. 33).

3. El reconocimiento de los pecados históricos supone una toma de posición con respecto a los acontecimientos, tal como realmente sucedieron y que sólo reconstrucciones históricas serenas y completas pueden reproducir. Por otra parte, el juicio sobre acontecimientos históricos no puede prescindir de una consideración realista de los condicionamientos constituidos por los diversos contextos culturales, antes de atribuir a los individuos responsabilidades morales específicas.

Ciertamente, la Iglesia no teme la verdad que se desprende de la historia y está dispuesta a reconocer los errores, si quedan demostrados, sobre todo cuando se trata del respeto debido a las personas y a las comunidades. Es propensa a desconfiar de afirmaciones generalizadas de absolución o condena con respecto a las diversas épocas históricas. Encomienda la investigación sobre el pasado a la paciente y honrada reconstrucción científica, sin prejuicios de tipo confesional o ideológico, tanto por lo que respecta a las culpas que se le achacan, como por lo que atañe a las injusticias que ha sufrido.

Cuando son demostradas por una seria investigación histórica, la Iglesia siente el deber de reconocer las culpas de sus miembros y pedir perdón a Dios y a los hermanos por ellas. Esta petición de perdón no debe entenderse como ostentación de fingida humildad, ni como rechazo de su historia bimilenaria, ciertamente llena de méritos en los campos de la caridad, de la cultura y de la santidad. Al contrario, responde a una irrenunciable exigencia de verdad, que, además de los aspectos positivos, reconoce los límites y las debilidades humanas de las diferentes generaciones de los discípulos de Cristo.

4. La cercanía del jubileo atrae la atención hacia algunos tipos de pecados presentes y pasados sobre los que, de modo particular, es preciso invocar la misericordia del Padre.
Pienso, ante todo, en la dolorosa realidad de la división entre los cristianos. Las laceraciones del pasado, en las que ciertamente tienen culpa ambas partes siguen siendo un escándalo ante el mundo. Un segundo acto de arrepentimiento atañe a la aceptación de métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad (cf. ib., 35). Aunque muchos lo hicieron de buena fe, ciertamente no fue evangélico pensar que la verdad se debía imponer con la fuerza. Luego está la falta de discernimiento de no pocos cristianos con respecto a situaciones de violación de los derechos humanos fundamentales.

La petición de perdón vale para todo lo que se ha omitido o callado por debilidad o por evaluación errónea, para lo que se ha hecho o dicho de modo indeciso o poco idóneo.
Sobre estos puntos, y sobre otros, «la consideración de las circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su Señor crucificado, testigo insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre», (ib.).

Así pues, la actitud penitencial de la Iglesia de nuestro tiempo, en el umbral del tercer milenio, no pretende ser un revisionismo histórico de conveniencia que, por lo demás, sería tan sospechoso como inútil. Más bien, dirige la mirada al pasado, reconociendo las culpas, para que sirva de lección para un futuro de testimonio más puro.


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