Redemptor hominis: Juan Pablo II, encíclica
Ioannes Paulus PP. II
El Redentor del Hombre
a los venerables Hermanos en el Episcopado
a los Sacerdotes
a las Familias religiosas
a los Hijos e Hijas de la Iglesia
y a todos los Hombres de Buena Voluntad
al principio de su Ministerio Pontifical
1979.03.04
I. HERENCIA
Venerables Hermanos y Hermanas, Amadísimos Hijos e Hijas:
Salud y Bendición Apostólica
1. A finales del segundo Milenio
EL REDENTOR DEL HOMBRE, Jesucristo,
es el centro del cosmos y de la historia. A Él se vuelven mi pensamiento y
mi corazón en esta hora solemne que está viviendo la Iglesia y la entera
familia humana contemporánea. En efecto, este tiempo en el que, después del
amado Predecesor Juan Pablo I, Dios me ha confiado por misterioso designio
el servicio universal vinculado con la Cátedra de San Pedro en Roma, está ya
muy cercano al año dos mil. Es difícil decir en estos momentos lo que ese
año indicará en el cuadrante de la historia humana y cómo será para cada uno
de los pueblos, naciones, países y continentes, por más que ya desde ahora
se trate de prever algunos acontecimientos. Para la Iglesia, para el Pueblo
de Dios que se ha extendido —aunque de manera desigual— hasta los más
lejanos confines de la tierra, aquel año será el año de un gran Jubileo. Nos
estamos acercando ya a tal fecha que —aun respetando todas las correcciones
debidas a la exactitud cronológica— nos hará recordar y renovar de manera
particular la conciencia de la verdad-clave de la fe, expresada por San Juan
al principio de su evangelio: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros»,1 y en otro pasaje: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su
unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga
la vida eterna».2
También nosotros estamos, en cierto modo, en el tiempo de un nuevo Adviento,
que es tiempo de espera: «Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en
otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente,
en estos días, nos habló por su Hijo...»,3 por medio del Hijo-Verbo, que se
hizo hombre y nació de la Virgen María. En este acto redentor, la historia
del hombre ha alcanzado su cumbre en el designio de amor de Dios. Dios ha
entrado en la historia de la humanidad y en cuanto hombre se ha convertido
en sujeto suyo, uno de los millones y millones, y al mismo tiempo Único. A
través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que
quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado de manera definitiva
—de modo peculiar a él solo, según su eterno amor y su misericordia, con
toda la libertad divina— y a la vez con una magnificencia que, frente al
pecado original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente
a los errores del entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos
permite repetir con estupor las palabras de la Sagrada Liturgia: «¡Feliz la
culpa que mereció tal Redentor!».4
2. Primeras palabras del nuevo Pontificado
A Cristo Redentor he elevado mis sentimientos y mi pensamiento el día 16 de
octubre del año pasado, cuando después de la elección canónica, me fue hecha
la pregunta: «¿Aceptas?». Respondí entonces: «En obediencia de fe a Cristo,
mi Señor, confiando en la Madre de Cristo y de la Iglesia, no obstante las
graves dificultades, acepto». Quiero hacer conocer públicamente esta mi
respuesta a todos sin excepción, para poner así de manifiesto que con esa
verdad primordial y fundamental de la Encarnación, ya recordada, está
vinculado el ministerio, que con la aceptación de la elección a Obispo de
Roma y Sucesor del Apóstol Pedro, se ha convertido en mi deber específico en
su misma Cátedra.
He escogido los mismos nombres que había escogido mi amadísimo Predecesor
Juan Pablo I. En efecto, ya el día 26 de agosto de 1978, cuando él declaró
al Sacro Colegio que quería llamarse Juan Pablo —un binomio de este género
no tenía precedentes en la historia del Papado— divisé en ello un auspicio
elocuente de la gracia para el nuevo pontificado. Dado que aquel pontificado
duró apenas 33 días, me toca a mí no sólo continuarlo sino también, en
cierto modo, asumirlo desde su mismo punto de partida. Esto precisamente
quedó corroborado por mi elección de aquellos dos nombres. Con esta
elección, siguiendo el ejemplo de mi venerado Predecesor, deseo al igual que
él expresar mi amor por la singular herencia dejada a la Iglesia por los
Pontífices Juan XXIII y Pablo VI y al mismo tiempo mi personal
disponibilidad a desarrollarla con la ayuda de Dios.
A través de estos dos nombres y dos pontificados conecto con toda la
tradición de esta Sede Apostólica, con todos los Predecesores del siglo xx y
de los siglos anteriores, enlazando sucesivamente, a lo largo de las
distintas épocas hasta las más remotas, con la línea de la misión y del
ministerio que confiere a la Sede de Pedro un puesto absolutamente singular
en la Iglesia. Juan XXIII y Pablo VI constituyen una etapa, a la que deseo
referirme directamente como a umbral, a partir del cual quiero, en cierto
modo en unión con Juan Pablo I, proseguir hacia el futuro, dejándome guiar
por la confianza ilimitada y por la obediencia al Espíritu que Cristo ha
prometido y enviado a su Iglesia. Decía Él, en efecto, a los Apóstoles la
víspera de su Pasión: «Os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere,
el Abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré».5 «Cuando
venga el Abogado que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de
verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí, y vosotros daréis
también testimonio, porque desde el principio estáis conmigo».6 «Pero cuando
viniere aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa,
porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará
las cosas venideras».7
3. Confianza en el Espíritu de Verdad y de Amor
Con plena confianza en el Espíritu de Verdad entro pues en la rica herencia
de los recientes pontificados. Esta herencia está vigorosamente enraizada en
la conciencia de la Iglesia de un modo totalmente nuevo, jamás conocido
anteriormente, gracias al Concilio Vaticano II, convocado e inaugurado por
Juan XXIII y, después, felizmente concluido y actuado con perseverancia por
Pablo VI, cuya actividad he podido observar de cerca. Me maravillaron
siempre su profunda prudencia y valentía, así como su constancia y paciencia
en el difícil período postconciliar de su pontificado. Como timonel de la
Iglesia, barca de Pedro, sabía conservar una tranquilidad y un equilibrio
providencial incluso en los momentos más críticos, cuando parecía que ella
era sacudida desde dentro, manteniendo una esperanza inconmovible en su
compactibilidad. Lo que, efectivamente, el Espíritu dijo a la Iglesia
mediante el Concilio de nuestro tiempo, lo que en esta Iglesia dice a todas
las Iglesias8 no puede —a pesar de inquietudes momentáneas— servir más que
para una mayor cohesión de todo el Pueblo de Dios, consciente de su misión
salvífica.
Precisamente de esta conciencia contemporánea de la Iglesia, Pablo VI hizo
el tema primero de su fundamental Encíclica que comienza con las palabras
Ecclesiam suam; a esta Encíclica séame permitido, ante todo, referirme en
este primero y, por así decirlo, documento inaugural del actual pontificado.
Iluminada y sostenida por el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una conciencia
cada vez más profunda, sea respecto de su misterio divino, sea respecto de
su misión humana, sea finalmente respecto de sus mismas debilidades humanas:
es precisamente esta conciencia la que debe seguir siendo la fuente
principal del amor de esta Iglesia, al igual que el amor por su parte
contribuye a consolidar y profundizar esa conciencia. Pablo VI nos ha dejado
el testimonio de esa profundísima conciencia de Iglesia. A través de los
múltiples y frecuentemente dolorosos acontecimientos de su pontificado, nos
ha enseñado el amor intrépido a la Iglesia, la cual, como enseña el
Concilio, es «sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con
Dios y de la unidad de todo el género humano».9
4. En relación con la primera Encíclica de Pablo VI
Precisamente por esta razón, la conciencia de la Iglesia debe ir unida con
una apertura universal, a fin de que todos puedan encontrar en ella «la
insondable riqueza de Cristo»,10 de que habla el Apóstol de las gentes. Tal
apertura, orgánicamente unida con la conciencia de la propia naturaleza, con
la certeza de la propia verdad, de la que dijo Cristo: «no es mía, sino del
Padre que me ha enviado»,11 determina el dinamismo apostólico, es decir,
misionero de la Iglesia, profesando y proclamando íntegramente toda la
verdad transmitida por Cristo. Ella debe conducir, al mismo tiempo, a aquel
diálogo que Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam suam llamó «diálogo de la
salvación», distinguiendo con precisión los diversos ámbitos dentro de los
cuales debe ser llevado a cabo.12 Cuando hoy me refiero a este documento
programático del pontificado de Pablo VI, no ceso de dar gracias a Dios,
porque este gran Predecesor mío y al mismo tiempo verdadero padre, no
obstante las diversas debilidades internas que han afectado a la Iglesia en
el período posconciliar, ha sabido presentar «ad extra», al exterior, su
auténtico rostro. De este modo, también una gran parte de la familia humana,
en los distintos ámbitos de su múltiple existencia, se ha hecho, a mi
parecer, más consciente de cómo sea verdaderamente necesaria para ella la
Iglesia de Cristo, su misión y su servicio. Esta conciencia se ha demostrado
a veces más fuerte que las diversas orientaciones críticas, que atacaban «ab
intra», desde dentro, a la Iglesia, a sus instituciones y estructuras, a los
hombres de la Iglesia y a su actividad. Tal crítica creciente ha tenido sin
duda causas diversas y estamos seguro, por otra parte, de que no ha estado
siempre privado de un sincero amor a la Iglesia. Indudablemente, se ha
manifestado en él, entre otras cosas, la tendencia a superar el así llamado
triunfalismo, del que se discutía frecuentemente en el Concilio. Pero si es
justo que la Iglesia, siguiendo el ejemplo de su Maestro que era «humilde de
corazón»,13 esté fundada asimismo en la humildad, que tenga el sentido
crítico respecto a todo lo que constituye su carácter y su actividad humana,
que sea siempre muy exigente consigo misma, del mismo modo el criticismo
debe tener también sus justos límites. En caso contrario, deja de ser
constructivo, no revela la verdad, el amor y la gratitud por la gracia, de
la que nos hacemos principal y plenamente partícipes en la Iglesia y
mediante la Iglesia. Además el espíritu crítico no sería expresión de la
actitud de servicio, sino más bien de la voluntad de dirigir la opinión de
los demás según la opinión propia, divulgada a veces de manera demasiado
desconsiderada.
Se debe gratitud a Pablo VI porque, respetando toda partícula de verdad
contenida en las diversas opiniones humanas, ha conservado igualmente el
equilibrio providencial del timonel de la Barca.14 La Iglesia que —a través
de Juan Pablo I— me ha sido confiada casi inmediatamente después de él, no
está ciertamente exenta de dificultades y de tensiones internas. Pero al
mismo tiempo se siente interiormente más inmunizada contra los excesos del
autocriticismo: se podría decir que es más crítica frente a las diversas
críticas desconsideradas, que es más resistente respecto a las variadas
«novedades», más madura en el espíritu de discernimiento, más idónea a
extraer de su perenne tesoro «cosas nuevas y cosas viejas»,15 más centrada
en el propio misterio y, gracias a todo esto, más disponible para la misión
de la salvación de todos: «Dios quiere que todos los hombres sean salvos y
vengan al conocimiento de la verdad».16
5. Colegialidad y apostolado
Esta Iglesia está —contra todas las apariencias— mucho más unida en la
comunión de servicio y en la conciencia del apostolado. Tal unión brota de
aquel principio de colegialidad, recordado por el Concilio Vaticano II, que
Cristo mismo injertó en el Colegio apostólico de los Doce con Pedro a la
cabeza y que renueva continuamente en el Colegio de los Obispos, que crece
cada vez más en toda la tierra, permaneciendo unido con el Sucesor de San
Pedro y bajo su guía. El Concilio no sólo ha recordado este principio de
colegialidad de los Obispos, sino que lo ha vivificado inmensamente, entre
otras cosas propiciando la institución de un organismo permanente que Pablo
VI estableció al crear el Sínodo de los Obispos, cuya actividad no sólo ha
dado una nueva dimensión a su pontificado, sino que se ha reflejado
claramente después, desde los primeros días, en el pontificado de Juan Pablo
I y en el de su indigno Sucesor.
El principio de colegialidad se ha demostrado particularmente actual en el
difícil período posconciliar, cuando la postura común y unánime del Colegio
de los Obispos —la cual, sobre todo a través del Sínodo, ha manifestado su
unión con el Sucesor de Pedro— contribuía a disipar dudas e indicaba al
mismo tiempo los caminos justos para la renovación de la Iglesia, en su
dimensión universal. Del Sínodo ha brotado, entre otras cosas, ese impulso
esencial para la evangelización que ha encontrado su expresión en la
Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi,17 acogida con tanta alegría como
programa de renovación de carácter apostólico y también pastoral. La misma
línea se ha seguido en los trabajos de la última sesión ordinaria del Sínodo
de los Obispos, que tuvo lugar casi un año antes de la desaparición del
Pontífice Pablo VI y que fue dedicada —como es sabido— a la catequesis. Los
resultados de aquellos trabajos requieren aún una sistematización y un
enunciado por parte de la Sede Apostólica.
Dado que estamos tratando del evidente desarrollo de la forma en que se
expresa la colegialidad episcopal, hay que recordar al menos el proceso de
consolidación de las Conferencias Episcopales Nacionales en toda la Iglesia
y de otras estructuras colegiales de carácter internacional o continental.
Refiriéndonos por otra parte a la tradición secular de la Iglesia, conviene
subrayar la actividad de los diversos Sínodos locales.
Fue en efecto idea del Concilio, coherentemente ejecutada por Pablo VI, que
las estructuras de este tipo, experimentadas desde hace siglos por la
Iglesia, así como otras formas de colaboración colegial de los Obispos, por
ejemplo, la provincia eclesiástica, por no hablar ya de cada una de las
diócesis, pulsasen con plena conciencia de la propia identidad y a la vez de
la propia originalidad, en la unidad universal de la Iglesia. El mismo
espíritu de colaboración y de corresponsabilidad se está difundiendo también
entre los sacerdotes, lo cual se confirma por los numerosos Consejos
Presbiterales que han surgido después del Concilio. Este espíritu se ha
extendido asimismo entre los laicos, confirmando no sólo las organizaciones
de apostolado seglar ya existentes, sino también creando otras nuevas con
perfil muchas veces distinto y con un dinamismo excepcional. Por otra parte,
los laicos, conscientes de su responsabilidad en la Iglesia, se han empeñado
de buen grado en la colaboración con los Pastores, con los representantes de
los Institutos de vida consagrada en el ámbito de los Sínodos diocesanos o
de los Consejos pastorales en las parroquias y en las diócesis.
Me es necesario tener en la mente todo esto al comienzo de mi pontificado,
para dar gracias a Dios, para dar nuevos ánimos a todos los Hermanos y
Hermanas y para recordar además con viva gratitud la obra del Concilio
Vaticano II y a mis grandes Predecesores que han puesto en marcha esta nueva
«ola» de la vida de la Iglesia, movimiento mucho más potente que los
síntomas de duda, de derrumbamiento y de crisis.
6. Hacia la unión de los cristianos
Y ¿qué decir de todas las iniciativas brotadas de la nueva orientación
ecuménica? El inolvidable Papa Juan XXIII, con claridad evangélica, planteó
el problema de la unión de los cristianos como simple consecuencia de la
voluntad del mismo Jesucristo, nuestro Maestro, afirmada varias veces y
expresada de manera particular en la oración del Cenáculo, la víspera de su
muerte: «para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti».18
El Concilio Vaticano II respondió a esta exigencia de manera concisa con el
Decreto sobre el ecumenismo. El Papa Pablo VI, valiéndose de la actividad
del Secretariado para la unión de los Cristianos inició los primeros pasos
difíciles por el camino de la consecución de tal unión. ¿Hemos ido lejos por
este camino? Sin querer dar una respuesta concreta podemos decir que hemos
conseguido unos progresos verdaderos e importantes. Una cosa es cierta:
hemos trabajado con perseverancia, coherencia y valentía, y con nosotros se
han empeñado también los representantes de otras Iglesias y de otras
Comunidades cristianas, por lo cual les estamos sinceramente reconocidos. Es
cierto además que, en la presente situación histórica de la cristiandad y
del mundo, no se ve otra posibilidad de cumplir la misión universal de la
Iglesia, en lo concerniente a los problemas ecuménicos, que la de buscar
lealmente, con perseverancia, humildad y con valentía, las vías de
acercamiento y de unión, tal como nos ha dado ejemplo personal el Papa Pablo
VI. Debemos por tanto buscar la unión sin desanimarnos frente a las
dificultades que pueden presentarse o acumularse a lo largo de este camino;
de otra manera no seremos fieles a la palabra de Cristo, no cumpliremos su
testamento. ¿Es lícito correr este riesgo?
Hay personas que, encontrándose frente a las dificultades o también juzgando
negativos los resultados de los trabajos iniciales ecuménicos, hubieran
preferido echarse atrás. Algunos incluso expresan la opinión de que estos
esfuerzos son dañosos para la causa del evangelio, conducen a una ulterior
ruptura de la Iglesia, provocan confusión de ideas en las cuestiones de la
fe y de la moral, abocan a un específico indiferentismo. Posiblemente será
bueno que los portavoces de tales opiniones expresen sus temores; no
obstante, también en este aspecto hay que mantener los justos límites. Es
obvio que esta nueva etapa de la vida de la Iglesia exige de nosotros una fe
particularmente consciente, profunda y responsable. La verdadera actividad
ecuménica significa apertura, acercamiento, disponibilidad al diálogo,
búsqueda común de la verdad en el pleno sentido evangélico y cristiano; pero
de ningún modo significa ni puede significar renunciar o causar perjuicio de
alguna manera a los tesoros de la verdad divina, constantemente confesada y
enseñada por la Iglesia. A todos aquellos que por cualquier motivo quisieran
disuadir a la Iglesia de la búsqueda de la unidad universal de los
cristianos hay que decirles una vez más: ¿Nos es lícito no hacerlo? ¿Podemos
no tener confianza —no obstante toda la debilidad humana, todas las
deficiencias acumuladas a lo largo de los siglos pasados— en la gracia de
nuestro Señor, tal cual se ha revelado en los últimos tiempos a través de la
palabra del Espíritu Santo, que hemos escuchado durante el Concilio? Obrando
así, negaríamos la verdad que concierne a nosotros mismos y que el Apóstol
ha expresado de modo tan elocuente: «Mas por gracia de Dios soy lo que soy,
y la gracia que me confirió no resultó vana».19
Aunque de modo distinto y con las debidas diferencias, hay que aplicar lo
que se ha dicho a la actividad que tiende al acercamiento con los
representantes de las religiones no cristianas, y que se expresa a través
del diálogo, los contactos, la oración comunitaria, la búsqueda de los
tesoros de la espiritualidad humana que —como bien sabemos— no faltan
tampoco a los miembros de estas religiones. ¿No sucede quizá a veces que la
creencia firme de los seguidores de las religiones no cristianas, —creencia
que es efecto también del Espíritu de verdad, que actúa más allá de los
confines visibles del Cuerpo Místico— haga quedar confundidos a los
cristianos, muchas veces tan dispuestos a dudar en las verdades reveladas
por Dios y proclamadas por la Iglesia, tan propensos al relajamiento de los
principios de la moral y a abrir el camino al permisivismo ético? Es cosa
noble estar predispuestos a comprender a todo hombre, a analizar todo
sistema, a dar razón a todo lo que es justo; esto no significa absolutamente
perder la certeza de la propia fe,20 o debilitar los principios de la moral,
cuya falta se hará sentir bien pronto en la vida de sociedades enteras,
determinando entre otras cosas consecuencias deplorables.
II. EL MISTERIO DE LA REDENCIÓN
7. En el Misterio de Cristo
Si las vías por las que el Concilio de nuestro siglo ha encaminado a la
Iglesia —vías indicadas en su primera Encíclica por el llorado Papa Pablo
VI— permanecen por largo tiempo las vías que todos nosotros debemos seguir,
a la vez, en esta nueva etapa podemos justamente preguntarnos: ¿Cómo? ¿De
qué modo hay que proseguir? ¿Qué hay que hacer a fin de que este nuevo
adviento de la Iglesia, próximo ya al final del segundo milenio, nos acerque
a Aquel que la Sagrada Escritura llama: «Padre sempiterno», Pater futuri
saeculi?21 Esta es la pregunta fundamental que el nuevo Pontífice debe
plantearse, cuando, en espíritu de obediencia de fe, acepta la llamada según
el mandato de Cristo dirigido más de una vez a Pedro: «Apacienta mis
corderos»,22 que quiere decir: Sé pastor de mi rebaño; y después: «... una
vez convertido, confirma a tus hermanos». 23
Es precisamente aquí, carísimos Hermanos, Hijos e Hijas, donde se impone una
respuesta fundamental y esencial, es decir, la única orientación del
espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón
es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo,
Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de
Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro «Señor, ¿a quién
iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna».24
A través de la conciencia de la Iglesia, tan desarrollada por el Concilio, a
todos los niveles de esta conciencia y a través también de todos los campos
de la actividad en que la Iglesia se expresa, se encuentra y se confirma,
debemos tender constantemente a Aquel «que es la cabeza»,25 a Aquel «de
quien todo procede y para quien somos nosotros»,26 a Aquel que es al mismo
tiempo «el camino, la verdad»27 y «la resurrección y la vida»,28 a Aquel que
viéndolo nos muestra al Padre,29 a Aquel que debía irse de nosotros30 —se
refiere a la muerte en Cruz y después a la Ascensión al cielo— para que el
Abogado viniese a nosotros y siga viniendo constantemente como Espíritu de
verdad.31 En Él están escondidos «todos los tesoros de la sabiduría y de la
ciencia»,32 y la Iglesia es su Cuerpo.33 La Iglesia es en Cristo como un
«sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la
unidad de todo el género humano»34 y de esto es Él la fuente. ¡Él mismo!
¡Él, el Redentor!
La Iglesia no cesa de escuchar sus palabras, las vuelve a leer
continuamente, reconstruye con la máxima devoción todo detalle particular de
su vida. Estas palabras son escuchadas también por los no cristianos. La
vida de Cristo habla al mismo tiempo a tantos hombres que no están aún en
condiciones de repetir con Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios
vivo».35 Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es
su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor
que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz, esto es, la insondable
profundidad de su sufrimiento y de su abandono. La Iglesia no cesa jamás de
revivir su muerte en Cruz y su Resurrección, que constituyen el contenido de
la vida cotidiana de la Iglesia. En efecto, por mandato del mismo Cristo, su
Maestro, la Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, encontrando en
ella la «fuente de la vida y de la santidad»,36 el signo eficaz de la gracia
y de la reconciliación con Dios, la prenda de la vida eterna. La Iglesia
vive su misterio, lo alcanza sin cansarse nunca y busca continuamente los
caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a
los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a
todo hombre en particular, como si repitiese siempre a ejemplo del Apóstol:
«que nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo,
y éste crucificado».37 La Iglesia permanece en la esfera del misterio de la
Redención que ha llegado a ser precisamente el principio fundamental de su
vida y de su misión
8. Redención: creación renovada
¡Redentor del mundo! En Él se ha revelado de un modo nuevo y más admirable
la verdad fundamental sobre la creación que testimonia el Libro del Génesis
cuando repite varias veces: «Y vio Dios ser bueno».38 El bien tiene su
fuente en la Sabiduría y en el Amor. En Jesucristo, el mundo visible, creado
por Dios para el hombre39 —el mundo que, entrando el pecado está sujeto a la
vanidad— 40 adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente
divina de la Sabiduría y del Amor. En efecto, «amó Dios tanto al mundo, que
le dio su unigénito Hijo».41 Así como en el hombre-Adán este vínculo quedó
roto, así en el Hombre-Cristo ha quedado unido de nuevo.42 ¿ Es posible que
no nos convenzan, a nosotros hombres del siglo XX, las palabras del Apóstol
de las gentes, pronunciadas con arrebatadora elocuencia, acerca de «la
creación entera que hasta ahora gime y siente dolores de parto»43 y «está
esperando la manifestación de los hijos de Dios»,44 acerca de la creación
que está sujeta a la vanidad? El inmenso progreso, jamás conocido, que se ha
verificado particularmente durante este nuestro siglo, en el campo de
dominación del mundo por parte del hombre, ¿no revela quizá el mismo, y por
lo demás en un grado jamás antes alcanzado, esa multiforme sumisión «a la
vanidad»? Baste recordar aquí algunos fenómenos como la amenaza de
contaminación del ambiente natural en los lugares de rápida
industrialización, o también los conflictos armados que explotan y se
repiten continuamente, o las perspectivas de autodestrucción a través del
uso de las armas atómicas: al hidrógeno, al neutrón y similares, la falta de
respeto a la vida de los no-nacidos. El mundo de la nueva época, el mundo de
los vuelos cósmicos, el mundo de las conquistas científicas y técnicas,
jamás logradas anteriormente, ¿no es al mismo tiempo que «gime y sufre»45 y
«está esperando la manifestación de los hijos de Dios»?46
El Concilio Vaticano II, en su análisis penetrante «del mundo
contemporáneo», llegaba al punto más importante del mundo visible: el hombre
bajando —como Cristo— a lo profundo de las conciencias humanas, tocando el
misterio interior del hombre, que en el lenguaje bíblico, y no bíblico
también, se expresa con la palabra «corazón». Cristo, Redentor del mundo, es
Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del
hombre y ha entrado en su «corazón». Justamente pues enseña el Concilio
Vaticano II: «En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el
misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del
que había de venir (Rom 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el
nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor,
manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación». Y más adelante: «Él, que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15),
es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la
semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él la naturaleza humana
asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin
igual. El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con
todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre,
amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente
uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado».47
¡Él, el Redentor del hombre!
9. Dimensión divina del misterio de la Redención
Al reflexionar nuevamente sobre este texto maravilloso del Magisterio
conciliar, no olvidamos ni por un momento que Jesucristo, Hijo de Dios vivo,
se ha convertido en nuestra reconciliación ante el Padre.48 Precisamente Él,
solamente Él ha dado satisfacción al amor eterno del Padre, a la paternidad
que desde el principio se manifestó en la creación del mundo, en la donación
al hombre de toda la riqueza de la creación, en hacerlo «poco menor que
Dios»,49 en cuanto creado «a imagen y semejanza de Dios»;50 e igualmente ha
dado satisfacción a la paternidad de Dios y al amor, en cierto modo
rechazado por el hombre con la ruptura de la primera Alianza51 y de las
posteriores que Dios «ha ofrecido en diversas ocasiones a los hombres».52 La
redención del mundo —ese misterio tremendo del amor, en el que la creación
es renovada53— es en su raíz más profunda «la plenitud de la justicia en un
Corazón humano: en el Corazón del Hijo Primogénito, para que pueda hacerse
justicia de los corazones de muchos hombres, los cuales, precisamente en el
Hijo Primogénito, han sido predestinados desde la eternidad a ser hijos de
Dios54 y llamados a la gracia, llamados al amor. La Cruz sobre el Calvario,
por medio de la cual Jesucristo —Hombre, Hijo de María Virgen, hijo putativo
de José de Nazaret— «deja» este mundo, es al mismo tiempo una nueva
manifestación de la eterna paternidad de Dios, el cual se acerca de nuevo en
Él a la humanidad, a todo hombre, dándole el tres veces santo «Espíritu de
verdad».55
Con esta revelación del Padre y con la efusión del Espíritu Santo, que
marcan un sello imborrable en el misterio de la Redención, se explica el
sentido de la cruz y de la muerte de Cristo. El Dios de la creación se
revela como Dios de la redención, como Dios que es fiel a sí mismo,56 fiel a
su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación. El suyo es
amor que no retrocede ante nada de lo que en él mismo exige la justicia. Y
por esto al Hijo «a quien no conoció el pecado le hizo pecado por nosotros
para que en Él fuéramos justicia de Dios».57 Si «trató como pecado» a Aquel
que estaba absolutamente sin pecado alguno, lo hizo para revelar el amor que
es siempre más grande que todo lo creado, el amor que es Él mismo, porque
«Dios es amor».58 Y sobre todo el amor es más grande que el pecado, que la
debilidad, que la «vanidad de la creación»,59 más fuerte que la muerte; es
amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar, siempre dispuesto a ir al
encuentro con el hijo pródigo,60 siempre a la búsqueda de la «manifestación
de los hijos de Dios»,61 que están llamados a la gloria.62 Esta revelación
del amor es definida también misericordia,63 y tal revelación del amor y de
la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se
llama Jesucristo.
10. Dimensión humana del misterio de la Redención
El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser
incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor,
si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no
participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor, como se
ha dicho anteriormente, revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es
—si se puede expresar así— la dimensión humana del misterio de la Redención.
En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el
valor propios de su humanidad. En el misterio de la Redención el hombre es
«confirmado» y en cierto modo es nuevamente creado. ¡Él es creado de nuevo!
«Ya no es judío ni griego: ya no es esclavo ni libre; no es ni hombre ni
mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús».64 El hombre que
quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo —no solamente según criterios
y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e
incluso aparentes— debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su
debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo.
Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe «apropiarse» y
asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para
encontrarse a sí mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces él da
frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí
mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha
«merecido tener tan grande Redentor»,65 si «Dios ha dado a su Hijo», a fin
de que él, el hombre, «no muera sino que tenga la vida eterna»!66
En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del
hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también
cristianismo. Este estupor justifica la misión de la Iglesia en el mundo,
incluso, y quizá aún más, «en el mundo contemporáneo». Este estupor y al
mismo tiempo persuasión y certeza que en su raíz profunda es la certeza de
la fe, pero que de modo escondido y misterioso vivifica todo aspecto del
humanismo auténtico, está estrechamente vinculado con Cristo. Él determina
también su puesto, su —por así decirlo— particular derecho de ciudadanía en
la historia del hombre y de la humanidad. La Iglesia que no cesa de
contemplar el conjunto del misterio de Cristo, sabe con toda la certeza de
la fe que la Redención llevada a cabo por medio de la Cruz, ha vuelto a dar
definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el
mundo, sentido que había perdido en gran medida a causa del pecado. Por esta
razón la Redención se ha cumplido en el misterio pascual que a través de la
cruz y la muerte conduce a la resurrección.
El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas y particularmente
en la nuestra es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la
experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos
los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la Redención, que se
realiza en Cristo Jesús. Contemporáneamente, se toca también la más profunda
obra del hombre, la esfera —queremos decir— de los corazones humanos, de las
conciencias humanas y de las vicisitudes humanas.
11. El Misterio de Cristo en la base de la misión de la Iglesia y del
cristianismo
El Concilio Vaticano II ha llevado a cabo un trabajo inmenso para formar la
conciencia plena y universal de la Iglesia, a la que se refería el Papa
Pablo VI en su primera Encíclica. Tal conciencia —o más bien, autoconciencia
de la Iglesia— se forma «en el diálogo», el cual, antes de hacerse coloquio,
debe dirigir la propia atención al «otro», es decir, a aquél con el cual
queremos hablar. El Concilio ecuménico ha dado un impulso fundamental para
formar la autoconciencia de la Iglesia, dándonos, de manera tan adecuada y
competente, la visión del orbe terrestre como de un «mapa» de varias
religiones. Además, ha demostrado cómo a este mapa de las religiones del
mundo se sobrepone en estratos —antes nunca conocidos y característicos de
nuestro tiempo— el fenómeno del ateísmo en sus diversas formas, comenzando
por el ateísmo programado, organizado y estructurado en un sistema político.
Por lo que se refiere a la religión, se trata ante todo de la religión como
fenómeno universal, unido a la historia del hombre desde el principio;
seguidamente de las diversas religiones no cristianas y finalmente del mismo
cristianismo. El documento conciliar dedicado a las religiones no cristianas
está particularmente lleno de profunda estima por los grandes valores
espirituales, es más, por la primacía de lo que es espiritual y que en la
vida de la humanidad encuentra su expresión en la religión y después en la
moralidad que refleja en toda la cultura. Justamente los Padres de la
Iglesia veían en las distintas religiones como otros tantos reflejos de una
única verdad «como gérmenes del Verbo»,67 los cuales testimonian que, aunque
por diversos caminos, está dirigida sin embargo en una única dirección la
más profunda aspiración del espíritu humano, tal como se expresa en la
búsqueda de Dios y al mismo tiempo en la búsqueda, mediante la tensión hacia
Dios, de la plena dimensión de la humanidad, es decir, del pleno sentido de
la vida humana. El Concilio ha dedicado una atención especial a la religión
judía, recordando el gran patrimonio espiritual y común a los cristianos y a
los judíos, y ha expresado su estima hacia los creyentes del Islam, cuya fe
se refiere también a Abrahán. Es sabido por otra parte que la religión de
Israel tiene un pasado en común con la historia del cristianismo: el pasado
relativo a la Antigua Alianza.68
Con la apertura realizada por el Concilio Vaticano II, la Iglesia y todos
los cristianos han podido alcanzar una conciencia más completa del misterio
de Cristo, «misterio escondido desde los siglos»69 en Dios, para ser
revelado en el tiempo: en el Hombre Jesucristo, y para revelarse
continuamente, en todos los tiempos. En Cristo y por Cristo, Dios se ha
revelado plenamente a la humanidad y se ha acercado definitivamente a ella
y, al mismo tiempo, en Cristo y por Cristo, el hombre ha conseguido plena
conciencia de su dignidad, de su elevación, del valor transcendental de la
propia humanidad, del sentido de su existencia.
Es necesario por tanto que todos nosotros, cuantos somos seguidores de
Cristo, nos encontremos y nos unamos en torno a Él mismo. Esta unión, en los
diversos sectores de la vida, de la tradición, de las estructuras y
disciplinas de cada una de las Iglesias y Comunidades eclesiales, no puede
actuarse sin un valioso trabajo que tienda al conocimiento recíproco y a la
remoción de los obstáculos en el camino de una perfecta unidad. No obstante
podemos y debemos, ya desde ahora, alcanzar y manifestar al mundo nuestra
unidad: en el anuncio del misterio de Cristo, en la revelación de la
dimensión divina y humana también de la Redención, en la lucha con
perseverancia incansable en favor de esta dignidad que todo hombre ha
alcanzado y puede alcanzar continuamente en Cristo, que es la dignidad de la
gracia de adopción divina y también dignidad de la verdad interior de la
humanidad, la cual —si ha alcanzado en la conciencia común del mundo
contemporáneo un relieve tan fundamental— sobresale aún más para nosotros a
la luz de la realidad que es él: Cristo Jesús.
Jesucristo es principio estable y centro permanente de la misión que Dios
mismo ha confiado al hombre. En esta misión debemos participar todos, en
ella debemos concentrar todas nuestras fuerzas, siendo ella necesaria más
que nunca al hombre de nuestro tiempo. Y si tal misión parece encontrar en
nuestra época oposiciones más grandes que en cualquier otro tiempo, tal
circunstancia demuestra también que es en nuestra época aún más necesaria y
—no obstante las oposiciones— es más esperada que nunca. Aquí tocamos
indirectamente el misterio de la economía divina que ha unido la salvación y
la gracia con la Cruz. No en vano Jesucristo dijo que el «reino de los
cielos está en tensión, y los esforzados lo arrebatan»;70 y además que «los
hijos de este siglo son más avisados... que los hijos de la luz».71
Aceptamos gustosamente este reproche para ser como aquellos «violentos de
Dios» que hemos visto tantas veces en la historia de la Iglesia y que
descubrimos todavía hoy para unirnos conscientemente a la gran misión, es
decir: revelar a Cristo al mundo, ayudar a todo hombre para que se encuentre
a sí mismo en él, ayudar a las generaciones contemporáneas de nuestros
hermanos y hermanas, pueblos, naciones, estados, humanidad, países en vías
de desarrollo y países de la opulencia, a todos en definitiva, a conocer las
«insondables riquezas de Cristo»,72 porque éstas son para todo hombre y
constituyen el bien de cada uno.
12. Misión de la Iglesia y libertad del
hombre
En esta unión la misión, de la que decide sobre todo Cristo mismo, todos los
cristianos deben descubrir lo que les une, incluso antes de que se realice
su plena comunión. Esta es la unión apostólica y misionera, misionera y
apostólica. Gracias a esta unión podemos acercarnos juntos al magnífico
patrimonio del espíritu humano, que se ha manifestado en todas las
religiones, como dice la Declaración del Concilio Vaticano II Nostra
aetate.73 Gracias a ella, nos acercamos igualmente a todas las culturas, a
todas las concepciones ideológicas, a todos los hombres de buena voluntad.
Nos aproximamos con aquella estima, respeto y discernimiento que, desde los
tiempos de los Apóstoles, distinguía la actitud misionera y del misionero.
Basta recordar a San Pablo y, por ejemplo, su discurso en el Areópago de
Atenas.74 La actitud misionera comienza siempre con un sentimiento de
profunda estima frente a lo que «en el hombre había»,75 por lo que él mismo,
en lo íntimo de su espíritu, ha elaborado respecto a los problemas más
profundos e importantes; se trata de respeto por todo lo que en él ha obrado
el Espíritu, que «sopla donde quiere».76 La misión no es nunca una
destrucción, sino una purificación y una nueva construcción por más que en
la práctica no siempre haya habido una plena correspondencia con un ideal
tan elevado. La conversión que de ella ha de tomar comienzo, sabemos bien
que es obra de la gracia, en la que el hombre debe hallarse plenamente a sí
mismo.
Por esto la Iglesia de nuestro tiempo da gran importancia a todo lo que el
Concilio Vaticano II ha expuesto en la Declaración sobre la libertad
religiosa, tanto en la primera como en la segunda parte del documento.77
Sentimos profundamente el carácter empeñativo de la verdad que Dios nos ha
revelado. Advertimos en particular el gran sentido de responsabilidad ante
esta verdad. La Iglesia, por institución de Cristo, es su custodia y
maestra, estando precisamente dotada de una singular asistencia del Espíritu
Santo para que pueda custodiarla fielmente y enseñarla en su más exacta
integridad.78 Cumpliendo esta misión, miramos a Cristo mismo, que es el
primer evangelizador79 y miramos también a los Apóstoles, Mártires y
Confesores. La Declaración sobre la libertad religiosa nos muestra de manera
convincente cómo Cristo y, después sus Apóstoles, al anunciar la verdad que
no proviene de los hombres sino de Dios («mi doctrina no es mía, sino del
que me ha enviado»,80 esto es, del Padre), incluso actuando con toda la
fuerza del espíritu, conservan una profunda estima por el hombre, por su
entendimiento, su voluntad, su conciencia y su libertad.81 De este modo, la
misma dignidad de la persona humana se hace contenido de aquel anuncio,
incluso sin palabras, a través del comportamiento respecto de ella. Tal
comportamiento parece corresponder a las necesidades particulares de nuestro
tiempo. Dado que no en todo aquello que los diversos sistemas, y también los
hombres en particular, ven y propagan como libertad está la verdadera
libertad del hombre, tanto más la Iglesia, en virtud de su misión divina, se
hace custodia de esta libertad que es condición y base de la verdadera
dignidad de la persona humana.
Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de nuestra
época, con las mismas palabras: «Conoceréis la verdad y la verdad os
librará».82 Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo
tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a
la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia,
además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad
superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la
verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil
años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad
basada sobre la verdad, como Aquel que libera al hombre de lo que limita,
disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del
hombre, en su corazón, en su conciencia. ¡Qué confirmación tan estupenda de
lo que han dado y no cesan de dar aquellos que, gracias a Cristo y en
Cristo, han alcanzado la verdadera libertad y la han manifestado hasta en
condiciones de constricción exterior!
Jesucristo mismo, cuando compareció como prisionero ante el tribunal de
Pilatos y fue preguntado por él acerca de la acusación hecha contra él por
los representantes del Sanedrín, ¿no respondió acaso: «Yo para esto he
venido al mundo, para dar testimonio de la verdad»?83 Con estas palabras
pronunciadas ante el juez, en el momento decisivo, era como si confirmase,
una vez más, la frase ya dicha anteriormente: «Conoced la verdad y la verdad
os hará libres». En el curso de tantos siglos y de tantas generaciones,
comenzando por los tiempos de los Apóstoles, ¿no es acaso Jesucristo mismo
el que tantas veces ha comparecido junto a hombres juzgados a causa de la
verdad y no ha ido quizá a la muerte con hombres condenados a causa de la
verdad? ¿Acaso cesa el de ser continuamente portavoz y abogado del hombre
que vive «en espíritu y en verdad»?84 Del mismo modo que no cesa de serlo
ante el Padre, así lo es también con respecto a la historia del hombre. La
Iglesia a su vez, no obstante todas las debilidades que forman parte de la
historia humana, no cesa de seguir a Aquel que dijo: «ya llega la hora y es
ésta, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en
verdad, pues tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu,
y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad».85
III. EL HOMBRE REDIMIDO Y SU SITUACIÓN EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO
13. Cristo se ha unido a todo hombre
Cuando, a través de la experiencia de la familia humana que aumenta
continuamente a ritmo acelerado, penetramos en el misterio de Jesucristo,
comprendemos con mayor claridad que, en la base de todos estos caminos a lo
largo de los cuales en conformidad con las sabias indicaciones del Pontífice
Pablo VI 86 debe proseguir la Iglesia de nuestro tiempo, hay un solo camino:
es el camino experimentado desde hace siglos y es al mismo tiempo el camino
del futuro. Cristo Señor ha indicado estos caminos sobre todo cuando —como
enseña el Concilio— «mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en
cierto modo a todo hombre».87 La Iglesia divisa por tanto su cometido
fundamental en lograr que tal unión pueda actuarse y renovarse
continuamente. La Iglesia desea servir a este único fin: que todo hombre
pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el
camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del
mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la
potencia del amor que irradia de ella. En el trasfondo de procesos siempre
crecientes en la historia, que en nuestra época parecen fructificar de
manera particular en el ámbito de varios sistemas, concepciones ideológicas
del mundo y regímenes, Jesucristo se hace en cierto modo nuevamente
presente, a pesar de todas sus aparentes ausencias, a pesar de todas las
limitaciones de la presencia o de la actividad institucional de la Iglesia.
Jesucristo se hace presente con la potencia de la verdad y del amor, que se
han manifestado en Él como plenitud única e irrepetible, por más que su vida
en la tierra fuese breve y más breve aún su actividad pública.
Jesucristo es el camino principal de la Iglesia. Él mismo es nuestro camino
«hacia la casa del Padre»88 y es también el camino hacia cada hombre. En
este camino que conduce de Cristo al hombre, en este camino por el que
Cristo se une a todo hombre, la Iglesia no puede ser detenida por nadie.
Esta es la exigencia del bien temporal y del bien eterno del hombre. La
Iglesia, en consideración de Cristo y en razón del misterio, que constituye
la vida de la Iglesia misma, no puede permanecer insensible a todo lo que
sirve al verdadero bien del hombre, como tampoco puede permanecer
indiferente a lo que lo amenaza. El Concilio Vaticano II, en diversos
pasajes de sus documentos, ha expresado esta solicitud fundamental de la
Iglesia, a fin de que «la vida en el mundo (sea) más conforme a la eminente
dignidad del hombre»,89 en todos sus aspectos, para hacerla «cada vez más
humana».90 Esta es la solicitud del mismo Cristo, el buen Pastor de todos
los hombres. En nombre de tal solicitud, como leemos en la Constitución
pastoral del Concilio, «la Iglesia que por razón de su ministerio y de su
competencia, de ninguna manera se confunde con la comunidad política y no
está vinculada a ningún sistema político, es al mismo tiempo el signo y la
salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana».91
Aquí se trata por tanto del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión.
No se trata del hombre «abstracto» sino real, del hombre «concreto»,
«histórico». Se trata de «cada» hombre, porque cada uno ha sido comprendido
en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo, para
siempre, por medio de este ministerio. Todo hombre viene al mundo concebido
en el seno materno, naciendo de madre y es precisamente por razón del
misterio de la Redención por lo que es confiado a la solicitud de la
Iglesia. Tal solicitud afecta al hombre entero y está centrada sobre él de
manera del todo particular. El objeto de esta premura es el hombre en su
única e irrepetible realidad humana, en la que permanece intacta la imagen y
semejanza con Dios mismo.92 El Concilio indica esto precisamente, cuando,
hablando de tal semejanza, recuerda que «el hombre es en la tierra la única
criatura que Dios ha querido por sí misma».93 El hombre tal como ha sido
«querido» por Dios, tal como Él lo ha «elegido» eternamente, llamado,
destinado a la gracia y a la gloria, tal es precisamente «cada» hombre, el
hombre «más concreto», el «más real»; éste es el hombre, en toda la plenitud
del misterio, del que se ha hecho partícipe en Jesucristo, misterio del cual
se hace partícipe cada uno de los cuatro mil millones de hombres vivientes
sobre nuestro planeta, desde el momento en que es concebido en el seno de la
madre.
14. Todos los caminos de la Iglesia conducen al hombre
La Iglesia no puede abandonar al hombre, cuya «suerte», es decir, la
elección, la llamada, el nacimiento y la muerte, la salvación o la
perdición, están tan estrecha e indisolublemente unidas a Cristo. Y se trata
precisamente de cada hombre de este planeta, en esta tierra que el Creador
entregó al primer hombre, diciendo al hombre y a la mujer: «henchid la
tierra; sometedla»;94 todo hombre, en toda su irrepetible realidad del ser y
del obrar, del entendimiento y de la voluntad, de la conciencia y del
corazón. El hombre en su realidad singular (porque es «persona»), tiene una
historia propia de su vida y sobre todo una historia propia de su alma. El
hombre que conforme a la apertura interior de su espíritu y al mismo tiempo
a tantas y tan diversas necesidades de su cuerpo, de su existencia temporal,
escribe esta historia suya personal por medio de numerosos lazos, contactos,
situaciones, estructuras sociales que lo unen a otros hombres; y esto lo
hace desde el primer momento de su existencia sobre la tierra, desde el
momento de su concepción y de su nacimiento. El hombre en la plena verdad de
su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social
—en el ámbito de la propia familia, en el ámbito de la sociedad y de
contextos tan diversos, en el ámbito de la propia nación, o pueblo (y
posiblemente sólo aún del clan o tribu), en el ámbito de toda la humanidad—
este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el
cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la
Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, vía que inmutablemente conduce a
través del misterio de la Encarnación y de la Redención.
A este hombre precisamente en toda la verdad de su vida, en su conciencia,
en su continua inclinación al pecado y a la vez en su continua aspiración a
la verdad, al bien, a la belleza, a la justicia, al amor, a este hombre
tenía ante sus ojos el Concilio Vaticano II cuando, al delinear su situación
en el mundo contemporáneo, se trasladaba siempre de los elementos externos
que componen esta situación a la verdad inmanente de la humanidad: «Son
muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A
fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente
sin embargo ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraido
por muchas solicitaciones, tiene que elegir y renunciar. Más aún, como
enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere hacer y deja de hacer
lo que quería llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división que
tantas y tan graves discordias provocan en la sociedad».95
Este hombre es el camino de la Iglesia, camino que conduce en cierto modo al
origen de todos aquellos caminos por los que debe caminar la Iglesia, porque
el hombre —todo hombre sin excepción alguna— ha sido redimido por Cristo,
porque con el hombre —cada hombre sin excepción alguna— se ha unido Cristo
de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de ello, «Cristo,
muerto y resucitado por todos, da siempre al hombre» —a todo hombre y a
todos los hombres— «... su luz y su fuerza para que pueda responder a su
máxima vocación».96
Siendo pues este hombre el camino de la Iglesia, camino de su vida y
experiencia cotidianas, de su misión y de su fatiga, la Iglesia de nuestro
tiempo debe ser, de manera siempre nueva, consciente de la «situación» de
él. Es decir, debe ser consciente de sus posibilidades, que toman siempre
nueva orientación y de este modo se manifiestan; la Iglesia, al mismo
tiempo, debe ser consciente de las amenazas que se presentan al hombre. Debe
ser consciente también de todo lo que parece ser contrario al esfuerzo para
que «la vida humana sea cada vez más humana»,97 para que todo lo que compone
esta vida responda a la verdadera dignidad del hombre. En una palabra, debe
ser consciente de todo lo que es contrario a aquel proceso.
15. De qué tiene miedo el hombre contemporáneo
Conservando pues viva en la memoria la imagen que de modo perspicaz y
autorizado ha trazado el Concilio Vaticano II, trataremos una vez más de
adaptar este cuadro a los «signos de los tiempos», así como a las exigencias
de la situación que cambia continuamente y se desenvuelve en determinadas
direcciones.
El hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es
decir, por el resultado del trabajo de sus manos y más aún por el trabajo de
su entendimiento, de las tendencias de su voluntad. Los frutos de esta
múltiple actividad del hombre se traducen muy pronto y de manera a veces
imprevisible en objeto de «alienación», es decir, son pura y simplemente
arrebatados a quien los ha producido; pero, al menos parcialmente, en la
línea indirecta de sus efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo
hombre; ellos están dirigidos o pueden ser dirigidos contra él. En esto
parece consistir el capítulo principal del drama de la existencia humana
contemporánea en su dimensión más amplia y universal. El hombre por tanto
vive cada vez más en el miedo. Teme que sus productos, naturalmente no todos
y no la mayor parte sino algunos y precisamente los que contienen una parte
especial de su genialidad y de su iniciativa, puedan ser dirigidos de manera
radical contra él mismo; teme que puedan convertirse en medios e
instrumentos de una autodestrucción inimaginable, frente a la cual todos los
cataclismos y las catástrofes de la historia que conocemos parecen
palidecer. Debe nacer pues un interrogante: ¿por qué razón este poder, dado
al hombre desde el principio —poder por medio del cual debía él dominar la
tierra98— se dirige contra sí mismo, provocando un comprensible estado de
inquietud, de miedo consciente o inconsciente, de amenaza que de varios
modos se comunica a toda la familia humana contemporánea y se manifiesta
bajo diversos aspectos?
Este estado de amenaza para el hombre, por parte de sus productos, tiene
varias direcciones y varios grados de intensidad. Parece que somos cada vez
más conscientes del hecho de que la explotación de la tierra, del planeta
sobre el cual vivimos, exige una planificación racional y honesta. Al mismo
tiempo, tal explotación para fines no solamente industriales, sino también
militares, el desarrollo de la técnica no controlado ni encuadrado en un
plan a radio universal y auténticamente humanístico, llevan muchas veces
consigo la amenaza del ambiente natural del hombre, lo enajenan en sus
relaciones con la naturaleza y lo apartan de ella. El hombre parece, a
veces, no percibir otros significados de su ambiente natural, sino solamente
aquellos que sirven a los fines de un uso inmediato y consumo. En cambio era
voluntad del Creador que el hombre se pusiera en contacto con la naturaleza
como «dueño» y «custodio» inteligente y noble, y no como «explotador» y
«destructor» sin ningún reparo.
El progreso de la técnica y el desarrollo de la civilización de nuestro
tiempo, que está marcado por el dominio de la técnica, exigen un desarrollo
proporcional de la moral y de la ética. Mientras tanto, éste último parece,
por desgracia, haberse quedado atrás. Por esto, este progreso, por lo demás
tan maravilloso en el que es difícil no descubrir también auténticos signos
de la grandeza del hombre que nos han sido revelados en sus gérmenes
creativos en las páginas del Libro del Génesis, en la descripción de la
creación,99 no puede menos de engendrar múltiples inquietudes. La primera
inquietud se refiere a la cuestión esencial y fundamental: ¿este progreso,
cuyo autor y fautor es el hombre, hace la vida del hombre sobre la tierra,
en todos sus aspectos, «más humana»?; ¿la hace más «digna del hombre»? No
puede dudarse de que, bajos muchos aspectos, la haga así. No obstante esta
pregunta vuelve a plantearse obstinadamente por lo que se refiere a lo
verdaderamente esencial: si el hombre, en cuanto hombre, en el contexto de
este progreso, se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente,
más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto
a los demás, particularmente a los más necesitados y a los más débiles, más
disponible a dar y prestar ayuda a todos.
Esta es la pregunta que deben hacerse los cristianos, precisamente porque
Jesucristo les ha sensibilizado así universalmente en torno al problema del
hombre. La misma pregunta deben formularse además todos los hombres,
especialmente los que pertenecen a los ambientes sociales que se dedican
activamente al desarrollo y al progreso en nuestros tiempos. Observando
estos procesos y tomando parte en ellos, no podemos dejarnos llevar
solamente por la euforia ni por un entusiasmo unilateral por nuestras
conquistas, sino que todos debemos plantearnos, con absoluta lealtad,
objetividad y sentido de responsabilidad moral, los interrogantes esenciales
que afectan a la situación del hombre hoy y en el mañana. Todas las
conquistas, hasta ahora logradas y las proyectadas por la técnica para el
futuro ¿van de acuerdo con el progreso moral y espiritual del hombre? En
este contexto, el hombre en cuanto hombre, ¿se desarrolla y progresa, o por
el contrario retrocede y se degrada en su humanidad? ¿Prevalece entre los
hombres, «en el mundo del hombre» que es en sí mismo un mundo de bien y de
mal moral, el bien sobre el mal? ¿Crecen de veras en los hombres, entre los
hombres, el amor social, el respeto de los derechos de los demás —para todo
hombre, nación o pueblo—, o por el contrario crecen los egoísmos de varias
dimensiones, los nacionalismos exagerados, al puesto del auténtico amor de
patria, y también la tendencia a dominar a los otros más allá de los propios
derechos y méritos legítimos, y la tendencia a explotar todo el progreso
material y técnico-productivo exclusivamente con finalidad de dominar sobre
los demás o en favor de tal o cual imperialismo?
He ahí los interrogantes esenciales que la Iglesia no puede menos de
plantearse, porque de manera más o menos explícita se los plantean millones
y millones de hombres que viven hoy en el mundo. El tema del desarrollo y
del progreso está en boca de todos y aparece en las columnas de periódicos y
publicaciones, en casi todas las lenguas del mundo contemporáneo. No
olvidemos sin embargo que este tema no contiene solamente afirmaciones o
certezas, sino también preguntas e inquietudes angustiosas. Estas últimas no
son menos importantes que las primeras. Responden a la naturaleza del
conocimiento humano y más aún responden a la necesidad fundamental de la
solicitud del hombre por el hombre, por la misma humanidad, por el futuro de
los hombres sobre la tierra. La Iglesia, que está animada por la fe
escatológica, considera esta solicitud por el hombre, por su humanidad, por
el futuro de los hombres sobre la tierra y, consiguientemente, también por
la orientación de todo el desarrollo y del progreso, como un elemento
esencial de su misión, indisolublemente unido con ella. Y encuentra el
principio de esta solicitud en Jesucristo mismo, como atestiguan los
Evangelios. Y por esta razón desea acrecentarla continuamente en él,
«redescubriendo» la situación del hombre en el mundo contemporáneo, según
los más importantes signos de nuestro tiempo.
16. ¿Progreso o amenaza?
Consiguientemente, si nuestro tiempo, el tiempo de nuestra generación, el
tiempo que se está acercando al final del segundo Milenio de nuestra era
cristiana, se nos revela como tiempo de gran progreso, aparece también como
tiempo de múltiples amenazas para el hombre, de las que la Iglesia debe
hablar a todos los hombres de buena voluntad y en torno a las cuales debe
mantener siempre un diálogo con ellos. En efecto, la situación del hombre en
el mundo contemporáneo parece distante tanto de las exigencias objetivas del
orden moral, como de las exigencias de la justicia o aún más del amor
social. No se trata aquí más que de aquello que ha encontrado su expresión
en el primer mensaje del Creador, dirigido al hombre en el momento en que le
daba la tierra para que la «sometiese».100 Este primer mensaje quedó
confirmado, en el misterio de la Redención, por Cristo Señor. Esto está
expresado por el Concilio Vaticano II en los bellísimos capítulos de sus
enseñanzas sobre la «realeza» del hombre, es decir, sobre su vocación a
participar en el ministerio regio —munus regale— de Cristo mismo.101 El
sentido esencial de esta «realeza» y de este «dominio» del hombre sobre el
mundo visible, asignado a él como cometido por el mismo Creador, consiste en
la prioridad de la ética sobre la técnica, en el primado de la persona sobre
las cosas, en la superioridad del espíritu sobre la materia.
Por esto es necesario seguir atentamente todas las fases del progreso
actual: es necesario hacer, por decirlo así, la radiografía de cada una de
las etapas, precisamente desde este punto de vista. Se trata del desarrollo
de las personas y no solamente de la multiplicación de las cosas, de las que
los hombres pueden servirse. Se trata —como ha dicho un filósofo
contemporáneo y como ha afirmado el Concilio— no tanto de «tener más» cuanto
de «ser más».102 En efecto, existe ya un peligro real y perceptible de que,
mientras avanza enormemente el dominio por parte del hombre sobre el mundo
de las cosas; de este dominio suyo pierda los hilos esenciales, y de
diversos modos su humanidad esté sometida a ese mundo, y él mismo se haga
objeto de múltiple manipulación, aunque a veces no directamente perceptible,
a través de toda la organización de la vida comunitaria, a través del
sistema de producción, a través de la presión de los medios de comunicación
social. El hombre no puede renunciar a sí mismo, ni al puesto que le es
propio en el mundo visible, no puede hacerse esclavo de las cosas, de los
sistemas económicos, de la producción y de sus propios productos. Una
civilización con perfil puramente materialista condena al hombre a tal
esclavitud, por más que tal vez, indudablemente, esto suceda contra las
intenciones y las premisas de sus pioneros. En la raíz de la actual
solicitud por el hombre está sin duda este problema. No se trata aquí
solamente de dar una respuesta abstracta a la pregunta: quién es el hombre;
sino que se trata de todo el dinamismo de la vida y de la civilización. Se
trata del sentido de las diversas iniciativas de la vida cotidiana y al
mismo tiempo de las premisas para numerosos programas de civilización,
programas políticos, económicos, sociales, estatales y otros muchos.
Si nos atrevemos a definir la situación del hombre en el mundo contemporáneo
como distante de las exigencias objetivas del orden moral, distante de las
exigencias de justicia y, más aún, del amor social, es porque esto está
confirmado por hechos bien conocidos y confrontaciones que más de una vez
han hallado eco en las páginas de las formulaciones pontificias, conciliares
y sinodales.103 La situación del hombre en nuestra época no es ciertamente
uniforme, sino diferenciada de múltiples modos. Estas diferencias tienen sus
causas históricas, pero tienen también una gran resonancia ética propia. En
efecto, es bien conocido el cuadro de la civilización consumística, que
consiste en un cierto exceso de bienes necesarios al hombre, a las
sociedades enteras —y aquí se trata precisamente de las sociedades ricas y
muy desarrolladas— mientras las demás, al menos amplios estratos de las
mismas, sufren el hambre, y muchas personas mueren a diario por inedia y
desnutrición. Asimismo se da entre algunos un cierto abuso de la libertad,
que va unido precisamente a un comportamiento consumístico no controlado por
la moral, lo cual limita contemporáneamente la libertad de los demás, es
decir, de aquellos que sufren deficiencias relevantes y son empujados hacia
condiciones de ulterior miseria e indigencia.
Esta confrontación, universalmente conocida, y el contraste al que se han
remitido en los documentos de su magisterio los Pontífices de nuestro siglo,
más recientemente Juan XXIII como también Pablo VI,104 representan como el
gigantesco desarrollo de la parábola bíblica del rico epulón y del pobre
Lázaro.105
La amplitud del fenómeno pone en tela de juicio las estructuras y los
mecanismos financieros, monetarios, productivos y comerciales que, apoyados
en diversas presiones políticas, rigen la economía mundial: ellos se revelan
casi incapaces de absorber las injustas situaciones sociales heredadas del
pasado y de enfrentarse a los urgentes desafíos y a las exigencias éticas.
Sometiendo al hombre a las tensiones creadas por él mismo, dilapidando a
ritmo acelerado los recursos materiales y energéticos, comprometiendo el
ambiente geofísico, estas estructuras hacen extenderse continuamente las
zonas de miseria y con ella la angustia, frustración y amargura.106
Nos encontramos ante un grave drama que no puede dejarnos indiferentes: el
sujeto que, por un lado, trata de sacar el máximo provecho y el que, por
otro lado, sufre los daños y las injurias es siempre el hombre. Drama
exacerbado aún más por la proximidad de grupos sociales privilegiados y de
los de países ricos que acumulan de manera excesiva los bienes cuya riqueza
se convierte de modo abusivo, en causa de diversos males. Añádanse la fiebre
de la inflación y la plaga del paro; son otros tantos síntomas de este
desorden moral, que se hace notar en la situación mundial y que reclama por
ello innovaciones audaces y creadoras, de acuerdo con la auténtica dignidad
del hombre.107
La tarea no es imposible. El principio de solidaridad, en sentido amplio,
debe inspirar la búsqueda eficaz de instituciones y de mecanismos adecuados,
tanto en el orden de los intercambios, donde hay que dejarse guiar por las
leyes de una sana competición, como en el orden de una más amplia y más
inmediata repartición de las riquezas y de los controles sobre las mismas,
para que los pueblos en vías de desarrollo económico puedan no sólo colmar
sus exigencias esenciales, sino también avanzar gradual y eficazmente.
No se avanzará en este camino difícil de las indispensables transformaciones
de las estructuras de la vida económica, si no se realiza una verdadera
conversión de las mentalidades y de los corazones. La tarea requiere el
compromiso decidido de hombres y de pueblos libres y solidarios. Demasiado
frecuentemente se confunde la libertad con el instinto del interés
—individual o colectivo—, o incluso con el instinto de lucha y de dominio,
cualesquiera sean los colores ideológicos que revisten. Es obvio que tales
instintos existen y operan, pero no habrá economía humana si no son
asumidos, orientados y dominados por las fuerzas más profundas que se
encuentran en el hombre y que deciden la verdadera cultura de los pueblos.
Precisamente de estas fuentes debe nacer el esfuerzo con el que se expresará
la verdadera libertad humana, y que será capaz de asegurarla también en el
campo de la economía. El desarrollo económico, con todo lo que forma parte
de su adecuado funcionamiento, debe ser constantemente programado y
realizado en una perspectiva de desarrollo universal y solidario de los
hombres y de los pueblos, como lo recordaba de manera convincente mi
predecesor Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio. Sin ello la mera
categoría del «progreso» económico se convierte en una categoría superior
que subordina el conjunto de la existencia humana a sus exigencias
parciales, sofoca al hombre, disgrega la sociedad y acaba por ahogarse en
sus propias tensiones y en sus mismos excesos.
Es posible asumir este deber; lo atestiguan hechos ciertos y resultados, que
es difícil enumerar aquí analíticamente. Una cosa es cierta: en la base de
este gigantesco campo hay que establecer, aceptar y profundizar el sentido
de la responsabilidad moral, que debe asumir el hombre. Una vez más y
siempre, el hombre.
Para nosotros los cristianos esta responsabilidad se hace particularmente
evidente, cuando recordamos —y debemos recordarlo siempre— la escena del
juicio final, según las palabras de Cristo transmitidas en el evangelio de
San Mateo.108
Esta escena escatológica debe ser aplicada siempre a la historia del hombre,
debe ser siempre «medida» de los actos humanos como un esquema esencial de
un examen de conciencia para cada uno y para todos: «tuve hambre, y no me
disteis de comer; ... estuve desnudo, y no me vestisteis; ... en la cárcel,
y no me visitasteis».109 Estas palabras adquieren una mayor carga
amonestadora, si pensamos que, en vez del pan y de la ayuda cultural a los
nuevos estados y naciones que se están despertando a la vida independiente,
se les ofrece a veces en abundancia armas modernas y medios de destrucción,
puestos al servicio de conflictos armados y de guerras que no son tanto una
exigencia de la defensa de sus justos derechos y de su soberanía sino más
bien una forma de «patriotería», de imperialismo, de neocolonialismo de
distinto tipo. Todos sabemos bien que las zonas de miseria o de hambre que
existen en nuestro globo, hubieran podido ser «fertilizadas» en breve
tiempo, si las gigantescas inversiones de armamentos que sirven a la guerra
y a la destrucción, hubieran sido cambiadas en inversiones para el alimento
que sirvan a la vida.
Es posible que esta consideración quede parcialmente «abstracta», es posible
que ofrezca la ocasión a una y otra parte para acusarse recíprocamente,
olvidando cada una las propias culpas. Es posible que provoque también
nuevas acusaciones contra la Iglesia. Esta, en cambio, no disponiendo de
otras armas, sino las del espíritu, de la palabra y del amor, no puede
renunciar a anunciar «la palabra... a tiempo y a destiempo».110 Por esto no
cesa de pedir a cada una de las dos partes, y de pedir a todos en nombre de
Dios y en nombre del hombre: ¡no matéis! ¡No preparéis a los hombres
destrucciones y exterminio! ¡Pensad en vuestros hermanos que sufren hambre y
miseria! ¡Respetad la dignidad y la libertad de cada uno!
17. Derechos del hombre: "letra" o "espíritu"
Nuestro siglo ha sido hasta ahora un siglo de grandes calamidades para el
hombre, de grandes devastaciones no sólo materiales, sino también morales,
más aún, quizá sobre todo morales. Ciertamente, no es fácil comparar bajo
este aspecto, épocas y siglos, porque esto depende de los criterios
históricos que cambian. No obstante, sin aplicar estas comparaciones, es
necesario constatar que hasta ahora este siglo ha sido un siglo en el que
los hombres se han preparado a sí mismos muchas injusticias y sufrimientos.
¿Ha sido frenado decididamente este proceso? En todo caso no se puede menos
de recordar aquí, con estima y profunda esperanza para el futuro, el
magnífico esfuerzo llevado a cabo para dar vida a la Organización de las
Naciones Unidas, un esfuerzo que tiende a definir y establecer los derechos
objetivos e inviolables del hombre, obligándose recíprocamente los Estados
miembros a una observancia rigurosa de los mismos. Este empeño ha sido
aceptado y ratificado por casi todos los Estados de nuestro tiempo y esto
debería constituir una garantía para que los derechos del hombre lleguen a
ser en todo el mundo, principio fundamental del esfuerzo por el bien del
hombre.
La Iglesia no tiene necesidad de confirmar cuán estrechamente vinculado está
este problema con su misión en el mundo contemporáneo. En efecto, él está en
las bases mismas de la paz social e internacional, como han declarado al
respecto Juan XXIII, el Concilio Vaticano II y posteriormente Pablo VI en
documentos específicos. En definitiva, la paz se reduce al respeto de los
derechos inviolables del hombre, —«opus iustitiae pax»—, mientras la guerra
nace de la violación de estos derechos y lleva consigo aún más graves
violaciones de los mismos. Si los derechos humanos son violados en tiempo de
paz, esto es particularmente doloroso y, desde el punto de vista del
progreso, representa un fenómeno incomprensible de la lucha contra el
hombre, que no puede concordarse de ningún modo con cualquier programa que
se defina «humanístico». Y ¿qué tipo de programa social, económico,
político, cultural podría renunciar a esta definición? Nutrimos la profunda
convicción de que no hay en el mundo ningún programa en el que, incluso
sobre la plataforma de ideologías opuestas acerca de la concepción del
mundo, no se ponga siempre en primer plano al hombre.
Ahora bien, si a pesar de tales premisas, los derechos del hombre son
violados de distintos modos, si en práctica somos testigos de los campos de
concentración, de la violencia, de la tortura, del terrorismo o de múltiples
discriminaciones, esto debe ser una consecuencia de otras premisas que
minan, o a veces anulan casi toda la eficacia de las premisas humanísticas
de aquellos programas y sistemas modernos. Se impone entonces necesariamente
el deber de someter los mismos programas a una continua revisión desde el
punto de vista de los derechos objetivos e inviolables del hombre.
La Declaración de estos derechos, junto con la institución de la
Organización de las Naciones Unidas, no tenía ciertamente sólo el fin de
separarse de las horribles experiencias de la última guerra mundial, sino el
de crear una base para una continua revisión de los programas, de los
sistemas, de los regímenes, y precisamente desde este único punto de vista
fundamental que es el bien del hombre —digamos de la persona en la
comunidad— y que como factor fundamental del bien común debe constituir el
criterio esencial de todos los programas, sistemas, regímenes. En caso
contrario, la vida humana, incluso en tiempo de paz, está condenada a
distintos sufrimientos y al mismo tiempo, junto con ellos se desarrollan
varias formas de dominio totalitario, neocolonialismo, imperialismo, que
amenazan también la convivencia entre las naciones. En verdad, es un hecho
significativo y confirmado repetidas veces por las experiencias de la
historia, cómo la violación de los derechos del hombre va acompañada de la
violación de los derechos de la nación, con la que el hombre está unido por
vínculos orgánicos como a una familia más grande.
Ya desde la primera mitad de este siglo, en el período en que se estaban
desarrollando varios totalitarismos de Estado, los cuales —como es sabido—
llevaron a la horrible catástrofe bélica, la Iglesia había delineado
claramente su postura frente a estos regímenes que en apariencia actuaban
por un bien superior, como es el bien del Estado, mientras la historia
demostraría en cambio que se trataba solamente del bien de un partido,
identificado con el estado.111 En realidad aquellos regímenes habían
coartado los derechos de los ciudadanos, negándoles el reconocimiento debido
de los inviolables derechos del hombre que, hacia la mitad de nuestro siglo,
han obtenido su formulación en sede internacional. Al compartir la alegría
de esta conquista con todos los hombres de buena voluntad, con todos los
hombres que aman de veras la justicia y la paz, la Iglesia, consciente de
que la sola «letra» puede matar, mientras solamente «el espíritu da
vida»,112 debe preguntarse continuamente junto con estos hombres de buena
voluntad si la Declaración de los derechos del hombre y la aceptación de su
«letra» significan también por todas partes la realización de su «espíritu».
Surgen en efecto temores fundados de que muchas veces estamos aún lejos de
esta realización y que tal vez el espíritu de la vida social y pública se
halla en una dolorosa oposición con la declarada «letra» de los derechos del
hombre. Este estado de cosas, gravoso para las respectivas sociedades, haría
particularmente responsable, frente a estas sociedades y a la historia del
hombre, a aquellos que contribuyen a determinarlo.
El sentido esencial del Estado como comunidad política, consiste en el hecho
de que la sociedad y quien la compone el pueblo, es soberano de la propia
suerte. Este sentido no llega a realizarse, si en vez del ejercicio del
poder mediante la participación moral de la sociedad o del pueblo, asistimos
a la imposición del poder por parte de un determinado grupo a todos los
demás miembros de esta sociedad. Estas cosas son esenciales en nuestra época
en que ha crecido enormemente la conciencia social de los hombres y con ella
la necesidad de una correcta participación de los ciudadanos en la vida
política de la comunidad, teniendo en cuenta las condiciones de cada pueblo
y del vigor necesario de la autoridad pública.113 Estos son, pues, problemas
de primordial importancia desde el punto de vista del progreso del hombre
mismo y del desarrollo global de su humanidad.
La Iglesia ha enseñado siempre el deber de actuar por el bien común y, al
hacer esto, ha educado también buenos ciudadanos para cada Estado. Ella,
además, ha enseñado siempre que el deber fundamental del poder es la
solicitud por el bien común de la sociedad; de aquí derivan sus derechos
fundamentales. Precisamente en nombre de estas premisas concernientes al
orden ético objetivo, los derechos del poder no pueden ser entendidos de
otro modo más que en base al respeto de los derechos objetivos e inviolables
del hombre. El bien común al que la autoridad sirve en el Estado se realiza
plenamente sólo cuando todos los ciudadanos están seguros de sus derechos.
Sin esto se llega a la destrucción de la sociedad, a la oposición de los
ciudadanos a la autoridad, o también a una situación de opresión, de
intimidación, de violencia, de terrorismo, de los que nos han dado bastantes
ejemplos los totalitarismos de nuestro siglo. Es así como el principio de
los derechos del hombre toca profundamente el sector de la justicia social y
se convierte en medida para su verificación fundamental en la vida de los
Organismos políticos.
Entre estos derechos se incluye, y justamente, el derecho a la libertad
religiosa junto al derecho de la libertad de conciencia. El Concilio
Vaticano II ha considerado particularmente necesaria la elaboración de una
Declaración más amplia sobre este tema. Es el documento que se titula
Dignitatis humanae,114 en el cual se expresa no sólo la concepción teológica
del problema, sino también la concepción desde el punto de vista del derecho
natural, es decir, de la postura «puramente humana», sobre la base de las
premisas dictadas por la misma experiencia del hombre, por su razón y por el
sentido de su dignidad. Ciertamente, la limitación de la libertad religiosa
de las personas o de las comunidades no es sólo una experiencia dolorosa,
sino que ofende sobre todo a la dignidad misma del hombre,
independientemente de la religión profesada o de la concepción que ellas
tengan del mundo. La limitación de la libertad religiosa y su violación
contrastan con la dignidad del hombre y con sus derechos objetivos. El
mencionado Documento conciliar dice bastante claramente lo que es tal
limitación y violación de la libertad religiosa, Indudablemente, nos
encontramos en este caso frente a una injusticia radical respecto a lo que
es particularmente profundo en el hombre, respecto a lo que es
auténticamente humano. De hecho, hasta el mismo fenómeno de la incredulidad,
arreligiosidad y ateísmo, como fenómeno humano, se comprende solamente en
relación con el fenómeno de la religión y de la fe. Es por tanto difícil,
incluso desde un punto de vista «puramente humano», aceptar una postura
según la cual sólo el ateísmo tiene derecho de ciudadanía en la vida pública
y social, mientras los hombres creyentes, casi por principio, son apenas
tolerados, o también tratados como ciudadanos de «categoría inferior», e
incluso —cosa que ya ha ocurrido— son privados totalmente de los derechos de
ciudadanía.
Hay que tratar también, aunque sea brevemente, este tema porque entra dentro
del complejo de situaciones del hombre en el mundo actual, porque da
testimonio de cuánto se ha agravado esta situación debido a prejuicios e
injusticias de distinto orden. Prescindiendo de entrar en detalles
precisamente en este campo, en el que tendríamos un especial derecho y deber
de hacerlo, es sobre todo porque, juntamente con todos los que sufren los
tormentos de la discriminación y de la persecución por el nombre de Dios,
estamos guiados por la fe en la fuerza redentora de la cruz de Cristo. Sin
embargo, en el ejercicio de mi ministerio específico, deseo, en nombre de
todos los hombres creyentes del mundo entero, dirigirme a aquellos de
quienes, de algún modo, depende la organización de la vida social y pública,
pidiéndoles ardientemente que respeten los derechos de la religión y de la
actividad de la Iglesia. No se trata de pedir ningún privilegio, sino el
respeto de un derecho fundamental. La actuación de este derecho es una de
las verificaciones fundamentales del auténtico progreso del hombre en todo
régimen, en toda sociedad sistema o ambiente.
IV. LA MISIÓN DE LA IGLESIA Y LA SUERTE
DEL HOMBRE
18. La Iglesia solícita por la vocación del
hombre en Cristo
Esta mirada, necesariamente sumaria, a la situación del hombre en el mundo
contemporáneo nos hace dirigir aún más nuestros pensamientos y nuestros
corazones a Jesucristo, hacia el misterio de la Redención, donde el problema
del hombre está inscrito con una fuerza especial de verdad y de amor. Si
Cristo «se ha unido en cierto modo a todo hombre»,115 la Iglesia, penetrando
en lo íntimo de este misterio, en su lenguaje rico y universal, vive también
más profundamente la propia naturaleza y misión. No en vano el Apóstol habla
del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.116 Si este Cuerpo Místico es Pueblo
de Dios —como dirá enseguida el Concilio Vaticano II, basándose en toda la
tradición bíblica y patrística— esto significa que todo hombre está
penetrado por aquel soplo de vida que proviene de Cristo. De este modo,
también el fijarse en el hombre, en sus problemas reales, en sus esperanzas
y sufrimientos, conquistas y caídas, hace que la Iglesia misma como cuerpo,
como organismo, como unidad social perciba los mismos impulsos divinos, las
luces y las fuerzas del Espíritu que provienen de Cristo crucificado y
resucitado, y es así como ella vive su vida. La Iglesia no tiene otra vida
fuera de aquella que le da su Esposo y Señor. En efecto, precisamente porque
Cristo en su misterio de Redención se ha unido a ella, la Iglesia debe estar
fuertemente unida con todo hombre.
Esta unión de Cristo con el hombre es en sí misma un misterio, del que nace
el «hombre nuevo»,117 llamado a participar en la vida de Dios, creado
nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y verdad.118 La unión de
Cristo con el hombre es la fuerza y la fuente de la fuerza, según la
incisiva expresión de San Juan en el prólogo de su Evangelio: «Dios dioles
poder de venir a ser hijos».119 Esta es la fuerza que transforma
interiormente al hombre, como principio de una vida nueva que no se
desvanece y no pasa, sino que dura hasta la vida eterna.120 Esta vida
prometida y dada a cada hombre por el Padre en Jesucristo, Hijo eterno y
unigénito, encarnado y nacido «al llegar la plenitud de los tiempos»121 de
la Virgen María, es el final cumplimiento de la vocación del hombre. Es de
algún modo cumplimiento de la «suerte» que desde la eternidad Dios le ha
preparado. Esta «suerte divina» se hace camino, por encima de todos los
enigmas, incógnitas, tortuosidades, curvas de la «suerte humana» en el mundo
temporal. En efecto, si todo esto lleva, aun con toda la riqueza de la vida
temporal, por inevitable necesidad a la frontera de la muerte y a la meta de
la destrucción del cuerpo humano, Cristo se nos aparece más allá de esta
meta: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí ... no morirá
para siempre».122 En Jesucristo crucificado, depositado en el sepulcro y
después resucitado, «brilla para nosotros la esperanza de la feliz
resurrección ..., la promesa de la futura inmortalidad»,123 hacia la cual el
hombre, a través de la muerte del cuerpo, va compartiendo con todo lo creado
visible esta necesidad a la que está sujeta la materia. Entendemos y
tratamos de profundizar cada vez más el lenguaje de esta verdad que el
Redentor del hombre ha encerrado en la frase: «El Espíritu es el que da
vida, la carne no aprovecha para nada».124 Estas palabras, no obstante las
apariencias, expresan la más alta afirmación del hombre: la afirmación del
cuerpo, al que vivifica el espíritu.
La Iglesia vive esta realidad, vive de esta verdad sobre el hombre, que le
permite atravesar las fronteras de la temporalidad y, al mismo tiempo,
pensar con particular amor y solicitud en todo aquello que, en las
dimensiones de esta temporalidad, incide sobre la vida del hombre, sobre la
vida del espíritu humano, en el que se manifiesta aquella perenne inquietud
de que hablaba San Agustín: «Nos has hecho, Señor, para ti e inquieto está
nuestro corazón hasta que descanse en ti».125 En esta inquietud creadora
bate y pulsa lo que es más profundamente humano: la búsqueda de la verdad,
la insaciable necesidad del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de
lo bello, la voz de la conciencia. La Iglesia, tratando de mirar al hombre
como con «los ojos de Cristo mismo», se hace cada vez más consciente de ser
la custodia de un gran tesoro, que no le es lícito estropear, sino que debe
crecer continuamente. En efecto, el Señor Jesús dijo: «El que no está
conmigo, está contra mí».126 El tesoro de la humanidad, enriquecido por el
inefable misterio de la filiación divina,127 de la gracia de «adopción»128
en el Unigénito Hijo de Dios, mediante el cual decimos a Dios «¡Abbá!,
¡Padre!»,129 es también una fuerza poderosa que unifica a la Iglesia, sobre
todo desde dentro, y da sentido a toda su actividad. Por esta fuerza, la
Iglesia se une con el Espíritu de Cristo, con el Espíritu Santo que el
Redentor había prometido, que comunica constantemente y cuya venida,
revelada el día de Pentecostés, perdura siempre. De este modo en los hombres
se revelan las fuerzas del Espíritu,130 los dones del Espíritu,131 los
frutos del Espíritu Santo.132 La Iglesia de nuestro tiempo parece repetir
con fervor cada vez mayor y con santa insistencia: ¡Ven, Espíritu Santo!
¡Ven! ¡Ven! ¡Riega la tierra en sequía! ¡sana el corazón enfermo! ¡Lava las
manchas, infunde calor de vida en el hielo! ¡Doma el espíritu indómito, guía
al que tuerce el sendero!».133
Esta súplica al Espíritu, dirigida precisamente a obtener el Espíritu, es la
respuesta a todos «los materialismos» de nuestra época. Son ellos los que
hacen nacer tantas formas de insaciabilidad del corazón humano. Esta súplica
se hace sentir en diversas partes y parece que fructifica también de modos
diversos. ¿Se puede decir que en esta súplica la Iglesia no está sola? Sí,
se puede decir porque «la necesidad» de lo que es espiritual es manifestada
también por personas que se encuentran fuera de los confines visibles de la
Iglesia.134 ¿No lo confirma quizá esto aquella verdad sobre la Iglesia,
puesta en evidencia con tanta agudeza por el reciente Concilio en la
Constitución dogmática Lumen gentium, allí donde enseña que la Iglesia es
«sacramento» o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la
unidad de todo el género humano?».135 Esta invocación al Espíritu y por el
Espíritu no es más que un constante introducirse en la plena dimensión del
misterio de la Redención, en que Cristo unido al Padre y con todo hombre nos
comunica continuamente el Espíritu que infunde en nosotros los sentimientos
del Hijo y nos orienta al Padre.136 Por esta razón la Iglesia de nuestro
tiempo —época particularmente hambrienta de Espíritu, porque está hambrienta
de justicia, de paz, de amor, de bondad, de fortaleza, de responsabilidad,
de dignidad humana— debe concentrarse y reunirse en torno a ese misterio,
encontrando en él la luz y la fuerza indispensables para la propria misión.
Si, en efecto, —como se dijo anteriormente— el hombre es el camino de vida
cotidiana de la Iglesia, es necesario que la misma Iglesia sea siempre
consciente de la dignidad de la adopción divina que obtiene el hombre en
Cristo, por la gracia del Espíritu Santo137 y de la destinación a la gracia
y a la gloria.138 Reflexionando siempre de nuevo sobre todo esto,
aceptándolo con una fe cada vez más consciente y con un amor cada vez más
firme, la Iglesia se hace al mismo tiempo más idónea al servicio del hombre,
al que Cristo Señor la llama cuando dice: «El Hijo del hombre no ha venido a
ser servido, sino a servir».139 La Iglesia cumple este ministerio suyo,
participando en el «triple oficio» que es propio de su mismo Maestro y
Redentor. Esta doctrina, con su fundamento bíblico, ha sido expuesta con
plena claridad, ha sido sacada a la luz de nuevo por el Concilio Vaticano
II, con gran ventaja para la vida de la Iglesia. Cuando, efectivamente, nos
hacemos conscientes de la participación en la triple misión de Cristo, en su
triple oficio —sacerdotal, profético y real—, 140 nos hacemos también más
conscientes de aquello a lo que debe servir toda la Iglesia, como sociedad y
comunidad del Pueblo de Dios sobre la tierra, comprendiendo asimismo cuál
debe ser la participación de cada uno de nosotros en esta misión y servicio.
19. La Iglesia responsable de la verdad
Así, a la luz de la sagrada doctrina del Concilio Vaticano II, la Iglesia se
presenta ante nosotros como sujeto social de la responsabilidad de la verdad
divina. Con profunda emoción escuchamos a Cristo mismo cuando dice: «La
palabra que oís no es mía, sino del Padre, que me ha enviado».141 En esta
afirmación de nuestro Maestro, ¿no se advierte quizás la responsabilidad por
la verdad revelada, que es «propiedad» de Dios mismo, si incluso Él, «Hijo
unigénito» que vive «en el seno del Padre»,142 cuando la transmite como
profeta y maestro, siente la necesidad de subrayar que actúa en fidelidad
plena a su divina fuente? La misma fidelidad debe ser una cualidad
constitutiva de la fe de la Iglesia, ya sea cuando enseña, ya sea cuando la
profesa. La fe, como virtud sobrenatural específica infundida en el espíritu
humano, nos hace partícipes del conocimiento de Dios, como respuesta a su
Palabra revelada. Por esto se exige de la Iglesia, cuando profesa y enseña
la fe, esté íntimamente unida a la verdad divina 143 y la traduzca en
conductas vividas de «rationabile obsequium»,144 obsequio conforme con la
razón. Cristo mismo, para garantizar la fidelidad a la verdad divina,
prometió a la Iglesia la asistencia especial del Espíritu de verdad, dio el
don de la infalibilidad 145 a aquellos a quienes ha confiado el mandato de
transmitir esta verdad y de enseñarla 146 —como había definido ya claramente
el Concilio Vaticano I 147 y, después, repitió el Concilio Vaticano II 148—
y dotó, además, a todo el Pueblo de Dios de un especial sentido de la fe.149
Por consiguiente, hemos sido hechos partícipes de esta misión de Cristo,
profeta, y en virtud de la misma misión, junto con Él servimos la verdad
divina en la Iglesia. La responsabilidad de esta verdad significa también
amarla y buscar su comprensión más exacta, para hacerla más cercana a
nosotros mismos y a los demás en toda su fuerza salvífica, en su esplendor,
en su profundidad y sencillez juntamente. Este amor y esta aspiración a
comprender la verdad deben ir juntas, como demuestran las vidas de los
Santos de la Iglesia. Ellos estaban iluminados por la auténtica luz que
aclara la verdad divina, porque se aproximaban a esta verdad con veneración
y amor: amor sobre todo a Cristo, Verbo viviente de la verdad divina y,
luego, amor a su expresión humana en el Evangelio, en la tradición y en la
teología. También hoy son necesarias, ante todo, esta comprensión y esta
interpretación de la Palabra divina; es necesaria esta teología. La teología
tuvo siempre y continúa teniendo una gran importancia, para que la Iglesia,
Pueblo de Dios, pueda de manera creativa y fecunda participar en la misión
profética de Cristo. Por esto, los teólogos, como servidores de la verdad
divina, dedican sus estudios y trabajos a una comprensión siempre más
penetrante de la misma, no pueden nunca perder de vista el significado de su
servicio en la Iglesia, incluido en el concepto del «intellectus fidei».
Este concepto funciona, por así decirlo, con ritmo bilateral, según la
expresión de S. Agustín: «intellege, ut credas; crede, ut intellegas»,150 y
funciona de manera correcta cuando ellos buscan servir al Magisterio,
confiado en la Iglesia a los Obispos, unidos con el vínculo de la comunión
jerárquica con el Sucesor de Pedro, y cuando ponen al servicio su solicitud
en la enseñanza y en la pastoral, como también cuando se ponen al servicio
de los compromisos apostólicos de todo el Pueblo de Dios.
Como en las épocas anteriores, así también hoy —y quizás todavía más— los
teólogos y todos los hombres de ciencia en la Iglesia están llamados a unir
la fe con la ciencia y la sabiduría, para contribuir a su recíproca
compenetración, como leemos en la oración litúrgica en la fiesta de San
Alberto, doctor de la Iglesia. Este compromiso hoy se ha ampliado
enormemente por el progreso de la ciencia humana, de sus métodos y de sus
conquistas en el conocimiento del mundo y del hombre. Esto se refiere tanto
a las ciencias exactas, como a las ciencias humanas, así como también a la
filosofía, cuya estrecha trabazón con la teología ha sido recordada por el
Concilio Vaticano II.151
En este campo del conocimiento humano, que continuamente se amplía y al
mismo tiempo se diferencia, también la fe debe profundizarse constantemente,
manifestando la dimensión del misterio revelado y tendiendo a la comprensión
de la verdad, que tiene en Dios la única fuente suprema. Si es lícito —y es
necesario incluso desearlo— que el enorme trabajo por desarrollar en este
sentido tome en consideración un cierto pluralismo de métodos, sin embargo
dicho trabajo no puede alejarse de la unidad fundamental en la enseñanza de
la Fe y de la Moral, como fin que le es propio. Es, por tanto, indispensable
una estrecha colaboración de la teología con el Magisterio. Cada teólogo
debe ser particularmente consciente de lo que Cristo mismo expresó, cuando
dijo: «La palabra que oís no es mía, sino del Padre, que me ha enviado».152
Nadie, pues, puede hacer de la teología una especie de colección de los
propios conceptos personales; sino que cada uno debe ser consciente de
permanecer en estrecha unión con esta misión de enseñar la verdad, de la que
es responsable la Iglesia.
La participación en la misión profética de Cristo mismo forja la vida de
toda la Iglesia, en su dimensión fundamental. Una participación particular
en esta misión compete a los Pastores de la Iglesia, los cuales enseñan y,
sin interrupción y de diversos modos, anuncian y transmiten la doctrina de
la fe y de la moral cristiana. Esta enseñanza, tanto bajo el aspecto
misionero como bajo el ordinario, contribuye a reunir al Pueblo de Dios en
torno a Cristo, prepara a la participación en la Eucaristía, indica los
caminos de la vida sacramental. El Sínodo de los Obispos, en 1977, dedicó
una atención especial a la catequesis en el mundo contemporáneo, y el fruto
maduro de sus deliberaciones, experiencias y sugerencias encontrará, dentro
de poco, su concreción —según la propuesta de los participantes en el
Sínodo— en un expreso Documento pontificio. La catequesis constituye,
ciertamente, una forma perenne y al mismo tiempo fundamental de la actividad
de la Iglesia, en la que se manifiesta su carisma profético: testimonio y
enseñanza van unidos. Y aunque aquí se habla en primer lugar de los
Sacerdotes, no es posible no recordar también el gran número de Religiosos y
Religiosas, que se dedican a la actividad catequística por amor al divino
Maestro. Sería, en fin, difícil no mencionar a tantos laicos, que en esta
actividad encuentran la expresión de su fe y de la responsabilidad
apostólica.
Además, es cada vez más necesario procurar que las distintas formas de
catequesis y sus diversos campos —empezando por la forma fundamental, que es
la catequesis «familiar», es decir, la catequesis de los padres a sus
propios hijos— atestigüen la participación universal de todo el Pueblo de
Dios en el oficio profético de Cristo mismo. Conviene que, unida a este
hecho, la responsabilidad de la Iglesia por la verdad divina sea cada vez
más, y de distintos modos, compartida por todos. ¿Y qué decir aquí de los
especialistas en las distintas materias, de los representantes de las
ciencias naturales, de las letras, de los médicos, de los juristas, de los
hombres del arte y de la técnica, de los profesores de los distintos grados
y especializaciones? Todos ellos —como miembros del Pueblo de Dios— tienen
su propia parte en la misión profética de Cristo, en su servicio a la verdad
divina, incluso mediante la actitud honesta respecto a la verdad, en
cualquier campo que ésta pertenezca, mientras educan a los otros en la
verdad y los enseñan a madurar en el amor y la justicia. Así, pues, el
sentido de responsabilidad por la verdad es uno de los puntos fundamentales
de encuentro de la Iglesia con cada hombre, y es igualmente una de las
exigencias fundamentales, que determinan la vocación del hombre en la
comunidad de la Iglesia. La Iglesia de nuestros tiempos, guiada por el
sentido de responsabilidad por la verdad, debe perseverar en la fidelidad a
su propia naturaleza, a la cual toca la misión profética que procede de
Cristo mismo: «Como me envió mi Padre, así os envío yo ... Recibid el
Espíritu Santo».153
20. Eucaristía y penitencia
En el misterio de la Redención, es decir, de la acción salvífica realizada
por Jesucristo, la Iglesia participa en el Evangelio de su Maestro no sólo
mediante la fidelidad a la Palabra y por medio del servicio a la verdad,
sino igualmente mediante la sumisión, llena de esperanza y de amor,
participa en la fuerza de la acción redentora, que Él había expresado y
concretado en forma sacramental, sobre todo en la Eucaristía.154 Este es el
centro y el vértice de toda la vida sacramental, por medio de la cual cada
cristiano recibe la fuerza salvífica de la Redención, empezando por el
misterio del Bautismo, en el que somos sumergidos en la muerte de Cristo,
para ser partícipes de su Resurrección155 como enseña el Apóstol. A la luz
de esta doctrina, resulta aún más clara la razón por la que toda la vida
sacramental de la Iglesia y de cada cristiano alcanza su vértice y su
plenitud precisamente en la Eucaristía. En efecto, en este Sacramento se
renueva continuamente, por voluntad de Cristo, el misterio del sacrificio,
que Él hizo de sí mismo al Padre sobre el altar de la Cruz: sacrificio que
el Padre aceptó, cambiando esta entrega total de su Hijo que se hizo
«obediente hasta la muerte»156 con su entrega paternal, es decir, con el don
de la vida nueva e inmortal en la resurrección, porque el Padre es el primer
origen y el dador de la vida desde el principio. Aquella vida nueva, que
implica la glorificación corporal de Cristo crucificado, se ha hecho signo
eficaz del nuevo don concedido a la humanidad, don que es el Espíritu Santo,
mediante el cual la vida divina, que el Padre tiene en sí y que da a su
Hijo,157 es comunicada a todos los hombres que están unidos a Cristo.
La Eucaristía es el Sacramento más perfecto de esta unión. Celebrando y al
mismo tiempo participando en la Eucaristía, nosotros nos unimos a Cristo
terrestre y celestial que intercede por nosotros al Padre,158 pero nos
unimos siempre por medio del acto redentor de su sacrificio, por medio del
cual Él nos ha redimido, de tal forma que hemos sido «comprados a
precio».159 El precio «de nuestra redención demuestra, igualmente, el valor
que Dios mismo atribuye al hombre, demuestra nuestra dignidad en Cristo.
Llegando a ser, en efecto, «hijos de Dios»,160 hijos de adopción,161 a su
semejanza llegamos a ser al mismo tiempo «reino y sacerdotes», obtenemos «el
sacerdocio regio»,162 es decir, participamos en la única e irreversible
devolución del hombre y del mundo al Padre, que Él, Hijo eterno163 y al
mismo tiempo verdadero Hombre, hizo de una vez para siempre. La Eucaristía
es el Sacramento en que se expresa más cabalmente nuestro nuevo ser, en el
que Cristo mismo, incesantemente y siempre de una manera nueva, «certifica»
en el Espíritu Santo a nuestro espíritu164 que cada uno de nosotros, como
partícipe del misterio de la Redención, tiene acceso a los frutos de la
filial reconciliación con Dios,165 que Él mismo había realizado y siempre
realiza entre nosotros mediante el ministerio de la Iglesia.
Es verdad esencial, no sólo doctrinal sino también existencial, que la
Eucaristía construye la Iglesia,166 y la construye como auténtica comunidad
del Pueblo de Dios, como asamblea de los fieles, marcada por el mismo
carácter de unidad, del cual participaron los Apóstoles y los primeros
discípulos del Señor. La Eucaristía la construye y la regenera a base del
sacrificio de Cristo mismo, porque conmemora su muerte en la cruz,167 con
cuyo precio hemos sido redimidos por Él. Por esto, en la Eucaristía tocamos
en cierta manera el misterio mismo del Cuerpo y de la Sangre del Señor, como
atestiguan las mismas palabras en el momento de la institución, las cuales,
en virtud de ésta, han llegado a ser las palabras de la celebración perenne
de la Eucaristía por parte de los llamados a este ministerio en la Iglesia.
La Iglesia vive de la Eucaristía, vive de la plenitud de este Sacramento,
cuyo maravilloso contenido y significado han encontrado a menudo su
expresión en el Magisterio de la Iglesia, desde los tiempos más remotos
hasta nuestros días.168
Sin embargo, podemos decir con certeza que esta enseñanza —sostenida por la
agudeza de los teólogos, por los hombres de fe profunda y de oración, por
los ascetas y místicos, en toda su fidelidad al misterio eucarístico— queda
casi sobre el umbral, siendo incapaz de alcanzar y de traducir en palabras
lo que es la Eucaristía en toda su plenitud, lo que expresa y lo que en ella
se realiza. En efecto, ella es el Sacramento inefable. El empeño esencial y,
sobre todo, la gracia visible y fuente de la fuerza sobrenatural de la
Iglesia como Pueblo de Dios, es el perseverar y el avanzar constantemente en
la vida eucarística, en la piedad eucarística, el desarrollo espiritual en
el clima de la Eucaristía. Con mayor razón, pues, no es lícito ni en el
pensamiento ni en la vida ni en la acción, quitar a este Sacramento,
verdaderamente santísimo, su dimensión plena y su significado esencial. Es
al mismo tiempo Sacramento-Sacrificio, Sacramento-Comunión,
Sacramento-Presencia. Y aunque es verdad que la Eucaristía fue siempre y
debe ser ahora la más profunda revelación y celebración de la fraternidad
humana de los discípulos y confesores de Cristo, no puede ser tratada sólo
como una «ocasión» para manifestar esta fraternidad. Al celebrar el
Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor, es necesario respetar la
plena dimensión del misterio divino, el sentido pleno de este signo
sacramental en el cual Cristo, realmente presente es recibido, el alma es
llenada de gracias y es dada la prenda de la futura gloria.169 De aquí
deriva el deber de una rigurosa observancia de las normas litúrgicas y de
todo lo que atestigua el culto comunitario tributado a Dios mismo, tanto más
porque, en este signo sacramental, Él se entrega a nosotros con confianza
ilimitada, como si no tomase en consideración nuestra debilidad humana,
nuestra indignidad, los hábitos, las rutinas o, incluso, la posibilidad de
ultraje. Todos en la Iglesia, pero sobre todo los Obispos y los Sacerdotes,
deben vigilar para que este Sacramento de amor sea el centro de la vida del
Pueblo de Dios, para que, a través de todas las manifestaciones del culto
debido, se procure devolver a Cristo «amor por amor», para que Él llegue a
ser verdaderamente «vida de nuestras almas».170 Ni, por otra parte, podremos
olvidar jamás las siguientes palabras de San Pablo: «Examínese, pues, el
hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz».171
Esta invitación del Apóstol indica, al menos indirectamente, la estrecha
unión entre la Eucaristía y la Penitencia. En efecto, si la primera palabra
de la enseñanza de Cristo, la primera frase del Evangelio-Buena Nueva, era
«arrepentíos y creed en el Evangelio»(metanoeîte),172 el Sacramento de la
Pasión, de la Cruz y Resurrección parece reforzar y consolidar de manera
especial esta invitación en nuestras almas. La Eucaristía y la Penitencia
toman así, en cierto modo, una dimensión doble, y al mismo tiempo
íntimamente relacionada, de la auténtica vida según el espíritu del
Evangelio, vida verdaderamente cristiana. Cristo, que invita al banquete
eucarístico, es siempre el mismo Cristo que exhorta a la penitencia, que
repite el «arrepentíos».173 Sin este constante y siempre renovado esfuerzo
por la conversión, la participación en la Eucaristía estaría privada de su
plena eficacia redentora, disminuiría o, de todos modos, estaría debilitada
en ella la disponibilidad especial para ofrecer a Dios el sacrificio
espiritual,174 en el que se expresa de manera esencial y universal nuestra
participación en el sacerdocio de Cristo. En Cristo, en efecto, el
sacerdocio está unido con el sacrificio propio, con su entrega al Padre; y
tal entrega, precisamente porque es ilimitada, hace nacer en nosotros
—hombres sujetos a múltiples limitaciones— la necesidad de dirigirnos hacia
Dios de forma siempre más madura y con una constante conversión, siempre más
profunda.
En los últimos años se ha hecho mucho para poner en evidencia —en
conformidad, por otra parte, con la antigua tradición de la Iglesia— el
aspecto comunitario de la penitencia y, sobre todo, del sacramento de la
Penitencia en la práctica de la Iglesia. Estas iniciativas son útiles y
servirán ciertamente para enriquecer la praxis penitencial de la Iglesia
contemporánea. No podemos, sin embargo, olvidar que la conversión es un acto
interior de una especial profundidad, en el que el hombre no puede ser
sustituido por los otros, no puede hacerse «reemplazar» por la comunidad.
Aunque la comunidad fraterna de los fieles, que participan en la celebración
penitencial, ayude mucho al acto de la conversión personal, sin embargo, en
definitiva, es necesario que en este acto se pronuncie el individuo mismo,
con toda la profundidad de su conciencia, con todo el sentido de su
culpabilidad y de su confianza en Dios, poniéndose ante Él, como el
salmista, para confesar: «contra ti solo he pecado».175 La Iglesia, pues,
observando fielmente la praxis plurisecular del Sacramento de la Penitencia
—la práctica de la confesión individual, unida al acto personal de dolor y
al propósito de la enmienda y satisfacción— defiende el derecho particular
del alma. Es el derecho a un encuentro del hombre más personal con Cristo
crucificado que perdona, con Cristo que dice, por medio del ministro del
sacramento de la Reconciliación: «tus pecados te son perdonados»;176 «vete y
no peques más».177 Como es evidente, éste es al mismo tiempo el derecho de
Cristo mismo hacia cada hombre redimido por Él. Es el derecho a encontrarse
con cada uno de nosotros en aquel momento-clave de la vida del alma, que es
el momento de la conversión y del perdón. La Iglesia, custodiando el
sacramento de la Penitencia, afirma expresamente su fe en el misterio de la
Redención, como realidad viva y vivificante, que corresponde a la verdad
interior del hombre, corresponde a la culpabilidad humana y también a los
deseos de la conciencia humana. «Bienaventurados los que tienen hambre y sed
de justicia, porque ellos serán hartos».178 El sacramento de la Penitencia
es el medio para saciar al hombre con la justicia que proviene del mismo
Redentor.
En la Iglesia, que especialmente en nuestro tiempo se reúne en torno a la
Eucaristía, y desea que la auténtica comunión eucarística sea signo de la
unidad de todos los cristianos —unidad que está madurando gradualmente— debe
ser viva la necesidad de la penitencia, tanto en su aspecto sacramental,179
como en lo referente a la penitencia como virtud. Este segundo aspecto fue
expresado por Pablo VI en la Constitución Apostólica Paenitemini.180 Una de
las tareas de la Iglesia es poner en práctica la enseñanza allí contenida.
Se trata de un tema que deberá ciertamente ser profundizado por nosotros en
la reflexión común, y hecho objeto de muchas decisiones posteriores, en
espíritu de colegialidad pastoral, respetando las diversas tradiciones a
este propósito y las diversas circunstancias de la vida de los hombres de
nuestro tiempo. Sin embargo, es cierto que la Iglesia del nuevo Adviento, la
Iglesia que se prepara continuamente a la nueva venida del Señor, debe ser
la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia. Sólo bajo ese aspecto
espiritual de su vitalidad y de su actividad, es esta la Iglesia de la
misión divina, la Iglesia in statu missionis, tal como nos la ha revelado el
Concilio Vaticano II.
21. Vocación cristiana: servir y reinar
El Concilio Vaticano II, construyendo desde la misma base la imagen de la
Iglesia como Pueblo de Dios —a través de la indicación de la triple misión
del mismo Cristo, participando en ella, nosotros formamos verdaderamente
parte del pueblo de Dios— ha puesto de relieve también esta característica
de la vocación cristiana, que puede definirse «real». Para presentar toda la
riqueza de la doctrina conciliar, haría falta citar numerosos capítulos y
párrafos de la Constitución Lumen gentium y otros documentos conciliares. En
medio de tanta riqueza, parece que emerge un elemento: la participación en
la misión real de Cristo, o sea el hecho de re-descubrir en sí y en los
demás la particular dignidad de nuestra vocación, que puede definirse como
«realeza». Esta dignidad se expresa en la disponibilidad a servir, según el
ejemplo de Cristo, que «no ha venido para ser servido, sino para servir».181
Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede
verdaderamente «reinar» sólo «sirviendo», a la vez el «servir» exige tal
madurez espiritual que es necesario definirla como el «reinar». Para poder
servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es
necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio. Nuestra
participación en la misión real de Cristo —concretamente en su «función
real» (munus) — está íntimamente unida a todo el campo de la moral cristiana
y a la vez humana.
El Concilio Vaticano II, presentando el cuadro completo del Pueblo de Dios,
recordando qué puesto ocupan en él no sólo los sacerdotes, sino también los
seglares, no sólo los representantes de la Jerarquía, sino además los de los
Institutos de vida consagrada, no ha sacado esta imagen únicamente de una
premisa sociológica. La Iglesia, como sociedad humana, puede sin duda ser
también examinada según las categorías de las que se sirven las ciencias en
sus relaciones hacia cualquier tipo de sociedad. Pero estas categorías son
insuficientes. Para la entera comunidad del Pueblo de Dios y para cada uno
de sus miembros, no se trata sólo de una específica «pertenencia social»,
sino que es más bien esencial, para cada uno y para todos, una concreta
«vocación».
En efecto, la Iglesia como Pueblo de Dios —según la enseñanza antes citada
de San Pablo y recordada admirablemente por Pío XII— es también «Cuerpo
Místico de Cristo».182 La pertenencia al mismo proviene de una llamada
particular, unida a la acción salvífica de la gracia. Si, por consiguiente,
queremos tener presente esta comunidad del Pueblo de Dios, tan amplia y tan
diversa, debemos sobre todo ver a Cristo, que dice en cierto modo a cada
miembro de esta comunidad: «Sígueme».183 Esta es la comunidad de los
discípulos; cada uno de ellos, de forma diversa, a veces muy consciente y
coherente, a veces con poca responsabilidad y mucha incoherencia, sigue a
Cristo. En esto se manifiesta también la faceta profundamente «personal» y
la dimensión de esta sociedad, la cual —a pesar de todas las deficiencias de
la vida comunitaria, en el sentido humano de la palabra— es una comunidad
por el mero hecho de que todos la constituyen con Cristo mismo, entre otras
razones por que llevan en sus almas el signo indeleble del ser cristiano.
El Concilio Vaticano II ha dedicado una especial atención a demostrar de qué
modo esta comunidad «ontológica» de los discípulos y de los confesores debe
llegar a ser cada vez más, incluso «humanamente», una comunidad consciente
de la propia vida y actividad. Las iniciativas del Concilio en este campo
han encontrado su continuidad en las numerosas y ulteriores iniciativas de
carácter sinodal, apostólico y organizativo. Debemos, sin embargo, ser
siempre conscientes de que cada iniciativa en tanto sirve a la verdadera
renovación de la Iglesia, y en tanto contribuye a aportar la auténtica luz
que es Cristo,184 en cuanto se basa en el adecuado conocimiento de la
vocación y de la responsabilidad por esta gracia singular, única e
irrepetible, mediante la cual todo cristiano en la comunidad del Pueblo de
Dios construye el Cuerpo de Cristo. Este principio, regla-clave de toda la
praxis cristiana —praxis apostólica y pastoral, praxis de la vida interior y
de la social— debe aplicarse de modo justo a todos los hombres y a cada uno
de los mismos. También el Papa, como cada Obispo, debe aplicarla en su vida.
Los sacerdotes, los religiosos y religiosas deben ser fieles a este
principio. En base al mismo, tienen que construir sus vidas los esposos, los
padres, las mujeres y los hombres de condición y profesión diversas,
comenzando por los que ocupan en la sociedad los puestos más altos y
finalizando por los que desempeñan las tareas más humildes. Este es
precisamente el principio de aquel «servicio real», que nos impone a cada
uno, según el ejemplo de Cristo, el deber de exigirnos exactamente aquello a
lo que hemos sido llamados, a lo que —para responder a la vocación— nos
hemos comprometido personalmente, con la gracia de Dios. Tal fidelidad a la
vocación recibida de Dios, a través de Cristo, lleva consigo aquella
solidaria responsabilidad por la Iglesia en la que el Concilio Vaticano II
quiere educar a todos los cristianos. En la Iglesia, en efecto, como en la
comunidad del Pueblo de Dios, guiada por la actuación del Espíritu Santo,
cada uno tiene «el propio don», como enseña San Pablo.185 Este «don», a
pesar de ser una vocación personal y una forma de participación en la tarea
salvífica de la Iglesia, sirve a la vez a los demás, construye la Iglesia y
las comunidades fraternas en las varias esferas de la existencia humana
sobre la tierra.
La fidelidad a la vocación, o sea la perseverante disponibilidad al
«servicio real», tiene un significado particular en esta múltiple
construcción, sobre todo en lo concerniente a las tareas más comprometidas,
que tienen una mayor influencia en la vida de nuestro prójimo y de la
sociedad entera. En la fidelidad a la propia vocación deben distinguirse los
esposos, como exige la naturaleza indisoluble de la institución sacramental
del matrimonio. En una línea de similar fidelidad a su propia vocación deben
distinguirse los sacerdotes, dado el carácter indeleble que el sacramento
del Orden imprime en sus almas. Recibiendo este sacramento, nosotros en la
Iglesia Latina nos comprometemos consciente y libremente a vivir el
celibato, y por lo tanto cada uno de nosotros debe hacer todo lo posible,
con la gracia de Dios, para ser agradecido a este don y fiel al vínculo
aceptado para siempre. Esto, al igual que los esposos, que deben con todas
sus fuerzas tratar de perseverar en la unión matrimonial, construyendo con
el testimonio del amor la comunidad familiar y educando nuevas generaciones
de hombres, capaces de consagrar también ellos toda su vida a la propia
vocación, o sea, a aquel «servicio real», cuyo ejemplo más hermoso nos lo ha
ofrecido Jesucristo. Su Iglesia, que todos nosotros formamos, es «para los
hombres» en el sentido que, basándonos en el ejemplo de Cristo186 y
colaborando con la gracia que Él nos ha alcanzado, podamos conseguir aquel
«reinar», o sea, realizar una humanidad madura en cada uno de nosotros.
Humanidad madura significa pleno uso del don de la libertad, que hemos
obtenido del Creador, en el momento en que Él ha llamado a la existencia al
hombre hecho a su imagen y semejanza. Este don encuentra su plena
realización en la donación sin reservas de toda la persona humana concreta,
en espíritu de amor nupcial a Cristo y, a través de Cristo, a todos aquellos
a los que Él envía, hombres o mujeres, que se han consagrado totalmente a Él
según los consejos evangélicos. He aquí el ideal de la vida religiosa,
aceptado por las Órdenes y Congregaciones, tanto antiguas como recientes, y
por los Institutos de vida consagrada.
En nuestro tiempo se considera a veces erróneamente que la libertad es fin
en sí misma, que todo hombre es libre cuando usa de ella como quiere, que a
esto hay que tender en la vida de los individuos y de las sociedades. La
libertad en cambio es un don grande sólo cuando sabemos usarla
responsablemente para todo lo que es el verdadero bien. Cristo nos enseña
que el mejor uso de la libertad es la caridad que se realiza en la donación
y en el servicio. Para tal «libertad nos ha liberado Cristo»187 y nos libera
siempre. La Iglesia saca de aquí la inspiración constante, la invitación y
el impulso para su misión y para su servicio a todos los hombres. La Iglesia
sirve de veras a la humanidad, cuando tutela esta verdad con atención
incansable, con amor ferviente, con empeño maduro y cuando en toda la propia
comunidad, mediante la fidelidad de cada uno de los cristianos a la
vocación, la transmite y la hace concreta en la vida humana. De este modo se
confirma aquello, a lo que ya hicimos referencia anteriormente, es decir,
que el hombre es y se hace siempre la «vía» de la vida cotidiana de la
Iglesia.
22. La Madre de nuestra confianza
Por tanto, cuando al comienzo de mi pontificado quiero dirigir al Redentor
del hombre mi pensamiento y mi corazón, deseo con ello entrar y penetrar en
el ritmo más profundo de la vida de la Iglesia. En efecto, si ella vive su
propia vida, es porque la toma de Cristo, el cual quiere siempre una sola
cosa, es decir, que tengamos vida y la tengamos abundante.188 Esta plenitud
de vida que está en Él, lo es contemporáneamente para el hombre. Por esto,
la Iglesia, uniéndose a toda la riqueza del misterio de la Redención, se
hace Iglesia de los hombres vivientes, porque son vivificados desde dentro
por obra del «Espíritu de verdad»,189 y visitados por el amor que el
Espíritu Santo infunde en sus corazones.190 La finalidad de cualquier
servicio en la Iglesia, bien sea apostólico, pastoral, sacerdotal o
episcopal, es la de mantener este vínculo dinámico del misterio de la
Redención con todo hombre.
Si somos conscientes de esta incumbencia, entonces nos parece comprender
mejor lo que significa decir que la Iglesia es madre191 y más aún lo que
significa que la Iglesia, siempre y en especial en nuestros tiempos, tiene
necesidad de una Madre. Debemos una gratitud particular a los Padres del
Concilio Vaticano II, que han expresado esta verdad en la Constitución Lumen
Gentium con la rica doctrina mariológica contenida en ella.192 Dado que
Pablo VI, inspirado por esta doctrina, proclamó a la Madre de Cristo «Madre
de la Iglesia»193 y dado que tal denominación ha encontrado una gran
resonancia, sea permitido también a su indigno Sucesor dirigirse a María,
como Madre de la Iglesia, al final de las presentes consideraciones, que era
oportuno exponer al comienzo de su ministerio pontifical. María es Madre de
la Iglesia, porque en virtud de la inefable elección del mismo Padre
Eterno194 y bajo la acción particular del Espíritu de Amor,195 ella ha dado
la vida humana al Hijo de Dios, «por el cual y en el cual son todas las
cosas»196 y del cual todo el Pueblo de Dios recibe la gracia y la dignidad
de la elección. Su propio Hijo quiso explícitamente extender la maternidad
de su Madre —y extenderla de manera fácilmente accesible a todas las almas y
corazones— confiando a ella desde lo alto de la Cruz a su discípulo
predilecto como hijo.197 El Espíritu Santo le sugirió que se quedase también
ella, después de la Ascensión de Nuestro Señor, en el Cenáculo, recogida en
oración y en espera junto con los Apóstoles hasta el día de Pentecostés, en
que debía casi visiblemente nacer la Iglesia, saliendo de la oscuridad.198
Posteriormente todas las generaciones de discípulos y de cuantos confiesan y
aman a Cristo —al igual que el apóstol Juan— acogieron espiritualmente en su
casa 199 a esta Madre, que así, desde los mismos comienzos, es decir, desde
el momento de la Anunciación, quedó inserida en la historia de la salvación
y en la misión de la Iglesia. Así pues todos nosotros que formamos la
generación contemporánea de los discípulos de Cristo, deseamos unirnos a
ella de manera particular. Lo hacemos con toda adhesión a la tradición
antigua y, al mismo tiempo, con pleno respeto y amor para con todos los
miembros de todas las Comunidades cristianas.
Lo hacemos impulsados por la profunda necesidad de la fe, de la esperanza y
de la caridad. En efecto, si en esta difícil y responsable fase de la
historia de la Iglesia y de la humanidad advertimos una especial necesidad
de dirigirnos a Cristo, que es Señor de su Iglesia y Señor de la historia
del hombre en virtud del misterio de la Redención, creemos que ningún otro
sabrá introducirnos como María en la dimensión divina y humana de este
misterio. Nadie como María ha sido introducido en él por Dios mismo. En esto
consiste el carácter excepcional de la gracia de la Maternidad divina. No
sólo es única e irrepetible la dignidad de esta Maternidad en la historia
del género humano, sino también única por su profundidad y por su radio de
acción es la participación de María, imagen de la misma Maternidad, en el
designio divino de la salvación del hombre, a través del misterio de la
Redención.
Este misterio se ha formado, podemos decirlo, bajo el corazón de la Virgen
de Nazaret, cuando pronunció su «fiat». Desde aquel momento este corazón
virginal y materno al mismo tiempo, bajo la acción particular del Espíritu
Santo, sigue siempre la obra de su Hijo y va hacia todos aquellos que Cristo
ha abrazado y abraza continuamente en su amor inextinguible. Y por ello,
este corazón debe ser también maternalmente inagotable. La característica de
este amor materno que la Madre de Dios infunde en el misterio de la
Redención y en la vida de la Iglesia, encuentra su expresión en su singular
proximidad al hombre y a todas sus vicisitudes. En esto consiste el misterio
de la Madre. La Iglesia, que la mira con amor y esperanza particularísima,
desea apropiarse de este misterio de manera cada vez más profunda. En
efecto, también en esto la Iglesia reconoce la vía de su vida cotidiana, que
es todo hombre.
El eterno amor del Padre, manifestado en la historia de la humanidad
mediante el Hijo que el Padre dio «para que quien cree en él no muera, sino
que tenga la vida eterna»,200 este amor se acerca a cada uno de nosotros por
medio de esta Madre y adquiere de tal modo signos más comprensibles y
accesibles a cada hombre. Consiguientemente, María debe encontrarse en todas
las vías de la vida cotidiana de la Iglesia. Mediante su presencia materna
la Iglesia se cerciora de que vive verdaderamente la vida de su Maestro y
Señor, que vive el misterio de la Redención en toda su profundidad y
plenitud vivificante. De igual manera la misma Iglesia, que tiene sus raíces
en numerosos y variados campos de la vida de toda la humanidad
contemporánea, adquiere también la certeza y, se puede decir, la experiencia
de estar cercana al hombre, a todo hombre, de ser «su» Iglesia: Iglesia del
Pueblo de Dios.
Frente a tales cometidos, que surgen a lo largo de las vías de la Iglesia, a
lo largo de la vías que el Papa Pablo VI nos ha indicado claramente en la
primera Encíclica de su pontificado, nosotros, conscientes de la absoluta
necesidad de todas estas vías, y al mismo tiempo de las dificultades que se
acumulan sobre ellas, sentimos tanto más la necesidad de una profunda
vinculación con Cristo. Resuenan como un eco sonoro las palabras dichas por
Él: «sin mí nada podéis hacer».201 No sólo sentimos la necesidad, sino
también un imperativo categórico por una grande, intensa, creciente oración
de toda la Iglesia. Solamente la oración puede lograr que todos estos
grandes cometidos y dificultades que se suceden no se conviertan en fuente
de crisis, sino en ocasión y como fundamento de conquistas cada vez más
maduras en el camino del Pueblo de Dios hacia la Tierra Prometida, en esta
etapa de la historia que se está acercando al final del segundo Milenio. Por
tanto, al terminar esta meditación con una calurosa y humilde invitación a
la oración, deseo que se persevere en ella unidos con María, Madre de
Jesús,202 al igual que perseveraban los Apóstoles y los discípulos del
Señor, después de la Ascensión, en el Cenáculo de Jerusalén.203 Suplico
sobre todo a María, la celestial Madre de la Iglesia, que se digne, en esta
oración del nuevo Adviento de la humanidad, perseverar con nosotros que
formamos la Iglesia, es decir, el Cuerpo Místico de su Hijo unigénito.
Espero que, gracias a esta oración, podamos recibir el Espíritu Santo que
desciende sobre nosotros 204 y convertirnos de este modo en testigos de
Cristo «hasta los últimos confines de la tierra»,205 como aquellos que
salieron del Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés.
Con la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 4 de marzo, primer domingo de
cuaresma del año 1979, primero de mi Pontificado.
----------------------------------------------
Notas
1. Jn 1, 14.
2. Jn 3, 16.
3. Heb 1, 1s.
4. Misal Romano, Himno Exsultet de la Vigilia pascual.
5. Jn 16, 7.
6. Jn 15, 26s.
7. Jn 16, 13.
8. Cfr. Ap 2, 7.
9. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1: AAS 57 (1965) 5.
10. Ef 3, 8.
11. Jn 14, 24.
12. Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 650 ss.
13. Mt 11, 29.
14. Hay que señalar aquí los documentos más salientes del pontificado de
Pablo VI, alguno de los cuales fue recordado por él mismo en la homilía
pronunciada durante la Misa de la Solemnidad de los Apóstoles San Pedro y
San Pablo, el año 1978: Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 609-659; Exhort.
apost. Investigabiles divitias Christi: AAS 57 (1965) 298-301; Enc.
Mysterium Fidei: AAS 57 (1965) 753-774; Enc. Sacerdotalis caelibatus: AAS 59
(1967) 657-697; Sollemnis professio Fidei: AAS 60 (1968) 433-445; Exhort.
apost. Quinque iam anni: AAS 63 (1971) 97-106; Exhort. apost. Evangelica
testificatio: AAS 63 (1971) 497-535; Exhort. apost. Paterna cum
benevolentia: AAS 67 (1975) 5-23; Exhort. apost. Gaudete in Domino: AAS 67
(1975) 289-322; Exhort. apost. Evangelii nuntiandi: AAS 68 (1976) 5-76.
15. Mt 13, 52.
16. 1 Tim 2, 4.
17. Cfr. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi: AAS 58 (1976) 5-76.
18. Jn 17, 21; cfr. ibid. 11, 22-23; 10, 16; Lc 9, 49-50.54.
19. 1 Cor 15, 10.
20. Cfr. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, can. III De fide, n. 6:
Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Ed. Istituto per le Scienze religiose,
Bologna 1973³, p. 811.
21. Is 9, 6.
22. Jn 21, 15.
23. Lc 22, 32.
24. Jn 6, 68; cfr. Heb 4, 8-12.
25. Cfr. Ef 1, 10.22; 4, 25; Col 1, 18.
26. 1 Cor 8, 6; Cfr. Col 1, 17.
27. Jn. 14:6.
28. Jn 11:25.
29. Cfr. Jn 14, 9.
30. Cfr. Jn 16, 7.
31. Cfr. Jn 16, 7.13.
32. Col 2, 3.
33. Cfr. Rom 12, 5; 1 Cor 6, 15; 10, 17; 12, 12.27; Ef 1, 23; 2, 16; 4, 4;
Col 1, 24; 3, 15.
34. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1: AAS 57 (1965) 5.
35. Mt 16, 16.
36. Cfr. Letanías del Sagrado Corazón.
37. 1 Cor 2, 2.
38. Cfr. Gén 1.
39. Cfr. Gén 1, 26-30.
40. Rom 8, 20; cfr. ibid. 8, 19-22; Conc Vat. II, Const. past. Gaudium et
spes, 2; 13: AAS 58 (1966) 1026; 1034 s.
41. Jn 3, 16.
42. Cfr. Rom 5, 12-21.
43. Rom 8, 22.
44. Rom 8, 19-20.
45. Rom 8, 22.
46. Rom 8, 19.
47. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042s.
48. Cfr. Rom 5, 11; Col 1, 20.
49. Sal 8, 6.
50. Cfr. Gén 1, 26.
51. Cfr. Gén 3, 6-13.
52. Cfr. IV Plegaria Eucarística.
53. Cfr. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 37: AAS 58 (1966)
1054s; Const. dogm. Lumen gentium, 48: AAS 57 (1965) 53s.
54. Cf. Rom 8, 29s; Ef 1,8.
55. Cf. Jn 16, 13.
56. Cf. 1 Tes 5, 24.
57. 2 Cor 5, 21; cf. Gál 3, 13.
58. 1 Jn 4, 8.16.
59. Cf. Rom 8, 20.
60. Cf. Lc 15, 11-32.
61. Rom 8, 19.
62. Cf. Rom 8, 18.
63. Cf. Santo Tomás, Summa Theol. III, q. 46, a. l ad 3.
64. Gál 3,28.
65. Misal Romano, himno Exultet de la Vigilia pascual.
66. Cf. Jn 3, 16.
67. Cf. S. Justino, I Apologia, 46, 1-4; II Apologia, 7 (8), 1-4; 10, 1-3;
13, 3-4; Florilegium Patristicum II, Bonn 1911², p. 81, 125, 129, 133;
Clemente Alejandrino, Stromata I, 19, 91.94: S. C. 30, p. 117s,.; 119 s.;
Conc. Vat. II, Decr. Ad gentes, 11: AAS 58 (1966) 960; Const. dogm. Lumen
gentium, 17: AAS 57 (1965) 21.
68. Cf. Conc. Vat. II, Decl. Nostra aetate, 3-4: AAS 58 (1966) 741-743.
69. Col 1,26.
70. Mt 11, 12.
71. Lc 16, 8.
72. Ef 3, 8.
73. Cf. Conc. Vat. II, Decl. Nostra aetate, l s: AAS 58 (1966) 740s.
74. Heb 17, 22-31.
75. Jn 2, 25.
76. Jn 3, 8.
77. Cf. AAS 58 (1966) 929-946.
78. Cf. Jn 14, 26.
79. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 6: AAS 68 (1976) 9.
80. Jn 7, 16.
81. Cf. AAS 58 (1966) 936 ss.
82. Jn 8, 32.
83. Jn 18, 37.
84. Cf. Jn 4, 23.
85. Jn 4, 23s.
86. Cf. Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 609-659.
87. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042.
88. Cf. Jn 14, 1 ss.
89. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 91: AAS 58 (1966) 1113.
90. Ibid., 38: l.c., p.1056.
91. Ibid., 76: l.c., p.1099.
92. Cf. Gén 1,27.
93. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 24: AAS 58 (1966) 1045.
94. Gén 1, 28.
95. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 10: AAS 58 (1966) 1032.
96. Ibid., 10: l.c., p.1033.
97. Ibid., 38: l.c., p.1056; Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 21: AAS 59
(1967) 267 s.
98. Cf. Gén 1, 28.
99. Cf. Gén 1-2.
100. Gén 1, 28; Conc. Vat. II, Decr. Inter mirifica, 6: AAS 56 (1964) 147;
Const. past. Gaudium et spes, 74, 78: AAS 58 (1966) 1095s; 1101 s.
101. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 10; 36: AAS 57 (1965) 14-15;
41-42.
102. Cf. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 35: AAS (1966) 1053;
Pablo VI, Discurso al Cuerpo diplomático, 7 enero 1965: AAS 57 (1965) 232;
Enc. Populorum progressio, 14: AAS 59 (1967) 264.
103. Cf. Pío XII, Radiomensaje para el 50 aniversario de la Encícl. «Rerum
novarum» de Leon XIII (1 de junio de 1941): AAS 33 (1941 ) 195-205;
Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1941): AAS 34 (1942) 10-21;
Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1942): AAS 35 (1943) 9-24;
Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1943): AAS 36 (1944) 1124;
Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1944): AAS 37 (1945) 10-23;
Discurso a los Cardenales (24 de diciembre de 1946): AAS 39 (1947) 7-17;
Radiomensaje de Navidad (24 de diciembre de 1947): AAS 40 (1948) 8-16; Juan
XXIII, Enc. Mater et Magistra: AAS 53 (1961 ) 401-464; Enc. Pacem in terris:
AAS 55 (1963) 257-304; Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964) 609-659;
Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (4 de octubre de
1965): AAS 57 (1965) 877-885; Populorum progressio: AAS 59 (1967) 257-299;
Discurso a los Campesinos colombianos (23 de agosto de 1968): AAS 60 (1968)
619-623; Discurso a la Asamblea General del Episcopado Latino-Americano (24
de agosto de 1968): AAS 60 (1968) 639-649; Discurso a la Conferencia de la
FAO (16 de noviembre de 1970): AAS 62 (1970) 830-838; Carta apost.
Octogesima adveniens: AAS 63 (1971) 401-441; Discurso a los Cardenales (23
de junio de 1972): AAS 64 (1972) 496-505; Juan Pablo II, Discurso a la III
Conferencia General del Episcopado Latino-Americano (28 de enero de 1979):
AAS 71 (1979) 187ss; Discurso a los Indios de Cuilapán (29 de enero de
1979): l.c., p.207ss; Discurso a los Obreros de Guadalajara (30 de enero de
1979): l.c., p.221ss; Discurso a los Obreros de Monterrey (31 de enero de
1979): l.c., p.240ss; Conc. VatT. II, Decl. Dignitatis humanae: AAS 58
(1966) 929-941; Const. past. Gaudium et spes: AAS 58 (1966) 1025-1115:
Documenta Synodi Episcoporum, De iustitia in mundo: AAS 63 (1971 ) 923-941.
104. Cf. Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra: AAS 53 (1961 ) 418ss; Enc.
Pacem in terris: AAS 55 (1963) 289ss; Pablo VI, Enc. Populorum progressio:
AAS 59 (1967) 257-299.
105. Cf. Lc 16,19-31.
106. Cf. Juan Pablo II, Homilla en Santo Domingo, 3: AAS 71 (1979) 157ss;
Discurso a los Indios y a los Campesinos de Oaxaca, 2: l.c., p.207ss;
Discurso a los Obreros de Monterrey, 4: l.c., p. 242.
107. Cf. Pablo VI, Carta apost. Octogesima adveniens, 42: AAS 63 (1971 )
431.
108. Cf. Mt 25,31-46.
109. Mt 25,42.43.
110. 2 Tim 4,2.
111. Pío XI, Enc. Quadragesimo anno: AAS 23 (1931 ) 213; Enc. Non abbiamo
bisogno: AAS 23 (1931) 285-312; Enc. Divini Redemptoris: AAS 29 (1937)
65-106; Enc. Mit brennender Sorge: AAS 29 (1937) 145-167; Pío XII, Enc.
Summi Pontificatus: AAS 31 (1934) 413-453.
112. Cf. 2 Cor 3, 6.
113. Cf. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 31: AAS 58 (1966)
1050.
114. Cf. AAS 58 (1966) 929-946.
115. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042.
116. Cf. 1 Cor 6, 15; 11, 3; 12, 12s; Ef 1, 22s; 2, 15s; 4, 4s; 5, 30; Col
1, 18; 3, 15; Rom 12, 4s; Gál 3, 28.
117. 2 Pe 1, 4.
118. Cf. Ef 2, 10; Jn 1,14. 16.
119. Jn 1, 12.
120. Cf. Jn 4, 14.
121. Cf. Gál 4.4.
122. Jn 11, 25s.
123. Misal Romano, Prefacio de difuntos I.
124. Jn 6, 63.
125. Confesiones, I, 1: CSL 33, p. 1.
126. Mt 12, 30.
127. Cf. Jn 1, 12.
128. Gál 4, 5.
129. Gál 4, 6; Rom 8, 15.
130.Cf. Rom 15,13; 1 Cor 1,24.
131. Cf. Is 11, 21; He 2, 38.
132. Cf. Gál 5, 22s.
133. Misal Romano, secuencia de la Misa de Pentecostés.
134. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 16: AAS 57 (1965) 20.
135. Ibid., 1: l.c., p.5.
136. Cf. Rom 8, 15; Gál 4,6.
137. Cf. Rom 8, 15.
138. Cf. Rom 8, 30.
139. Mt 20, 28.
140. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 31-36: AAS 57 (1965) 37-42.
141. Jn 14, 24.
142. Jn 1, 18.
143. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 5, 10, 21: AAS 58 (1966)
819; 822; 827s.
144. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, 3; Denz-Schönm., 3009.
145. Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus: l.c.
146. Cf. Mt 28, 19.
147. Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus: l.c.
148. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 18-27: AAS 57 (1965)
21-33.
149. Ibid., 12, 35: l.c., p.16-17; 40-41.
150. Cf. S. Agustín, Sermo 43, 7-9: PL 38,257s.
151.Cf. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 44.57.59.62: AAS 58
(1966) 1064s; 1077ss; 1079s; 1082ss; Decr. Optatam totius, 15: AAS 58 (1966)
722.
152. Jn 14, 24.
153. Jn 20, 21s.
154. Cf. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 10: AAS 56 (1964)
102.
155. Cf. Rom 6, 3ss.
156. Fil 2, 8.
157. Cf. Jn 5, 26; 1 Jn 5, 11.
158. Heb 9, 24; 1 Jn 2,1.
159. 1 Cor 6, 20.
160. Jn 1, 12.
161. Cf. Rom 8, 23; 1 Pe 2, 9.
162. 1 Pe 5, 10.
163. Cf. Jn 1, 1-4.18; Mt 3, 17; 11, 27; 17, 5; Mc 1, 11; Lc 1, 32.35; 3,
22; Rom 1, 4; 2 Cor 1, 19; 1 Jn 5, 5.20; 2 Pe 1, 17; Heb 1, 2.
164. Cf. 1 Jn 5, 5-11.
165. Cf. Rom 5, l0s; 2 Cor 5, 18s; Col 1, 20-22.
166. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 11: AAS 57 (1965) 15s; Pablo
VI, Discurso del 15 de septiembre de 1965: Ensenanzas de Pablo VI, III
(1965) 1036.
167. Cf. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47: AAS 56 (1964)
113.
168. Cf. Pablo VI, Enc. Mysterium fidei: AAS 57 (1965) 533-574.
169. Cf. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47: AAS 56 (1964)
113.
170. Cf. Jn 6, 52.58; 14, 6; Gál 2,20.
171. 1 Cor 11, 28.
172. Mc 1, 15.
173. Ibid.
174. Cf. 1 Pe 2, 5.
175. Psal 50 (51), 6.
176. Mc 2, 5.
177. Jn 8, 11.
178. Mt 5,6.
179. Cf. S. Congr. para la Doctrina de la Fe, Normae pastorales circa
absolutionem sacramentalem generali modo impertiendam: AAS 64 (1972)
510-514; Pablo VI, Discurso a un grupo de Obispos de Estados Unidos de
América, en su visita «ad liminam» (20 de abril de 1978): AAS 70 (1978)
328-332; Juan Pablo II, Discurso a un grupo de Obispos de Canadá durante su
visita «ad liminam» (17 de noviembre de 1978): AAS 71 (1979) 32-36.
180. Cf. AAS 58 (1966) 177-198.
181. Mt 20, 28.
182. Pío XII, Enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 193-248.
183. Jn 1, 43.
184. Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1: AAS 57 (1965) 5.
185. 1 Cor 7, 7; cfr. 12, 7. 27; Rom 12, 6; Ef 4, 7.
186. Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 36: AAS 57 (1965) 41 s.
187. Gál 5, 1; cfr. ibid 13.
188. Cfr. Jn 10, 10.
189. Jn 16, 13.
190. Cfr. Rom 5, 5.
191. Cfr Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 63-64: AAS 57 (1965) 64.
192. Cfr. cap. VIII, 52-69: AAS 57 (1965) 58-67.
193. Pablo VI, Discurso de Clausura de la III Sesión del Concilio Ecuménico
Vaticano II, 21 de noviembre de 1964: AAS 56 (1964) 1015.
194. Cfr. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 56: AAS 57 (1965) 60.
195. Ibid.
196. He 2, 10.
197. Cfr. Jn 19, 26.
198. Cfr. He 1, 14; 2.
199. Cfr. Jn 19, 27.
200. Jn 3, 16.
201. Jn 15, 5.
202. Cfr. He 1, 14.
203. Cfr. He 1, 13.
204. Cfr. He 1, 8.
205. Ibid.