TESTEM BENEVOLENTIAE
Carta de S.S. León XIII
al Emmo. Card. James Gibbons
sobre el 'Americanismo'
Carta de S.S. León XIII
al Emmo. Card. James Gibbons,
sobre el "Americanismo"
A nuestro querido hijo,
James Cardenal Gibbons,
Cardenal Presbítero del Título
de Santa María del Trastevere,
Arzobispo de Baltimore
Querido hijo, Salud y Bendición Apostólica.
Os enviamos por medio de esta carta una renovada expresión de esa buena
voluntad que no hemos dejado de manifestar frecuentemente a lo largo de
nuestro pontificado a vos, a vuestros colegas en el Episcopado y a todo el
pueblo americano, valiéndonos de toda oportunidad que nos ha sido ofrecida
por el progreso de vuestra Iglesia o por cuanto habéis hecho para
salvaguardar y promover los intereses católicos. Por otra parte, hemos
frecuentemente considerado y admirado los nobles regalos de vuestra nación,
los cuales permiten al pueblo americano estar sensible a todo buen trabajo
que promueve el bien de la humanidad y el esplendor de la civilización. Sin
embargo esta carta no pretende, como las anteriores, repetir las palabras de
alabanza tantas veces pronunciadas, sino más bien llamar la atención sobre
algunas cosas que han de ser evitadas y corregidas, y puesto que ha sido
concebida en el mismo espíritu de caridad apostólica que ha inspirado
nuestras anteriores cartas, podemos esperar que la toméis como otra prueba
de nuestro amor; esto más aun porque busca acabar con ciertas disputas que
han surgido últimamente entre vosotros para detrimento de la paz de muchas
almas.
Os es conocido, querido hijo, que el libro sobre la vida de Isaac Thomas
Hecker, debido principalmente a los esfuerzos de quienes emprendieron su
publicación y traducción a una lengua extranjera, ha suscitado serias
controversias por ciertas opiniones que presenta sobre el modo de vivir
cristiano.
Nos, por consiguiente, a causa de nuestro oficio apostólico, teniendo que
guardar la integridad de la fe y la seguridad de los fieles, estamos
deseosos de escribiros con mayor extensión sobre todo este asunto.
El fundamento sobre el que se fundan estas nuevas ideas es que, con el fin
de atraer más fácilmente a aquellos que disienten de ella, la Iglesia debe
adecuar sus enseñanzas más conforme con el espíritu de la época, aflojar
algo de su antigua severidad y hacer algunas concesiones a opiniones nuevas.
Muchos piensan que estas concesiones deben ser hechas no sólo en asuntos de
disciplina, sino también en las doctrinas pertenecientes al "depósito de la
fe". Ellos sostienen que sería oportuno, para ganar a aquellos que disienten
de nosotros, omitir ciertos puntos del magisterio de la Iglesia que son de
menor importancia, y de esta manera moderarlos para que no porten el mismo
sentido que la Iglesia constantemente les ha dado. No se necesitan muchas
palabras, querido hijo, para probar la falsedad de estas ideas si se trae a
la mente la naturaleza y el origen de la doctrina que la Iglesia propone. El
Concilio Vaticano dice al respecto: «La doctrina de la fe que Dios ha
revelado no ha sido propuesta, como una invención filosófica, para ser
perfeccionada por el ingenio humano, sino que ha sido entregada como un
divino depósito a la Esposa de Cristo para ser guardada fielmente y
declarada infaliblemente. De aquí que el significado de los sagrados dogmas
que Nuestra Madre, la Iglesia, declaró una vez debe ser mantenido
perpetuamente, y nunca hay que apartarse de ese significado bajo la
pretensión o el pretexto de una comprensión más profunda de los mismos»
(Constitutio de Fide Catholica, cap. IV).
No podemos considerar como enteramente inocente el silencio que
intencionalmente conduce a la omisión o desprecio de alguno de los
principios de la doctrina cristiana, ya que todos los principios vienen del
mismo Autor y Maestro, «el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre»
(Jn 1,18). Estos están adaptados a todos los tiempos y a todas las naciones,
como se ve claramente por las palabras de Nuestro Señor a sus apóstoles:
«Id, pues, enseñad a todas las naciones; enseñándoles a observar todo lo que
os he mandado, y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el
fin del mundo» (Mt 28,19). Sobre este punto dice el Concilio Vaticano:
«Deben ser creídas con fe divina y católica todo aquello que está contenido
en la Palabra de Dios, escrita o transmitida, y es propuesto por la Iglesia
para ser creído como divinamente revelado, ora por solemne juicio, ora por
su ordinario y universal magisterio» (Constitutio de Fide Catholica, cap.
III).
Lejos de la mente de alguno el disminuir o suprimir, por cualquier razón,
alguna doctrina que haya sido transmitida. Tal política tendería a separar a
los católicos de la Iglesia en vez de atraer a los que disienten. No hay
nada más cercano a nuestro corazón que tener de vuelta en el rebaño de
Cristo a los que se han separado de Él, pero no por un camino distinto al
señalado por Cristo.
La regla de vida afirmada para los católicos no es de tal naturaleza que no
pueda acomodarse a las exigencias de diversos tiempos y lugares. La Iglesia
tiene, guiada por su Divino Maestro, un espíritu generoso y misericordioso,
razón por la cual desde el comienzo ella ha sido lo que San Pablo dijo de sí
mismo: «Me he hecho todo con todos para salvarlos a todos» (1Cor 9,22).
La historia prueba claramente que la Sede Apostólica, a la cual ha sido
confiada la misión no sólo de enseñar, sino también de gobernar toda la
Iglesia, se ha mantenido «en una misma doctrina, en un mismo sentido y en
una misma sentencia» (Constitutio de Fide Catholica, cap. IV).
Ahora bien, en cuanto al modo de vivir, de tal manera se ha acostumbrado a
moderar su disciplina que, manteniendo intacto el divino principio de la
moral, nunca ha dejado de acomodarse al carácter y genio de las naciones que
ella abraza.
¿Quién puede dudar de que actuará de nuevo con este mismo espíritu si la
salvación de las almas lo requiere? En este asunto la Iglesia debe ser el
juez, y no los individuos particulares, que a menudo se engañan con la
apariencia de bien. En esto debe estar de acuerdo todo el que desee escapar
a la condena de nuestro predecesor, Pío VI. Él condenó como injuriosa para
la Iglesia y el Espíritu de Dios que la guía la doctrina contenida en la
proposición LXXVIII del Sínodo de Pistoia: «que la disciplina creada y
aprobada por la Iglesia debe ser sometida a examen, como si la Iglesia
pudiese formular un código de leyes inútil o más pesado de lo que la
libertad humana puede soportar».
Pero, querido hijo, en el presente asunto del que estamos hablando, hay aún
un peligro mayor, y una más manifiesta oposición a la doctrina y disciplina
católicas, en aquella opinión de los amantes de la novedad según la cual
sostienen que se debe admitir una suerte tal de libertad en la Iglesia que,
disminuyendo de alguna manera su supervisión y cuidado, se permita a los
fieles seguir más libremente la guía de sus propias mentes y el sendero de
su propia actividad. Aquellos son de la opinión de que dicha libertad tiene
su contraparte en la libertad civil recientemente dada, que es ahora el
derecho y fundamento de casi todo estado secular.
Hemos discutido largamente este punto en la carta apostólica sobre de la
Constitución de los Estados dada por nosotros a los Obispos de toda la
Iglesia, y allí hemos dado a conocer la diferencia que existe entre la
Iglesia, que es una sociedad divina, y todas las otras organizaciones
sociales humanas que dependen simplemente de la libre voluntad y opción de
los hombres.
Es bueno, entonces, dirigir particularmente la atención a la opinión que
sirve como el argumento a favor de esta mayor libertad buscada para los
católicos y recomendada a ellos.
Se alega que ahora que ha sido proclamado el Decreto Vaticano sobre a la
autoridad magisterial infalible del Romano Pontífice, ya no hay más de qué
preocuparse en esa línea, y por consiguiente, desde que esto ha sido
salvaguardado y puesto más allá de todo cuestionamiento, se abre a cada uno
un campo más ancho y libre, tanto para el pensamiento como para la acción.
Pero tal razonamiento es evidentemente defectuoso, ya que, si hemos de
llegar a alguna conclusión acerca de la autoridad magisterial infalible de
la Iglesia, esta sería más bien la de que nadie debería desear apartarse de
esta autoridad, y más aun, que llevadas y dirigidas de tal modo las mentes
de todos, gozarían todos de una mayor seguridad de no caer en error privado.
Y además, aquellos que se permiten tal modo de razonar, parecen alejarse
seriamente de la providente sabiduría del Altísimo, que se dignó dar a
conocer por solemnísima decisión la autoridad y derecho supremo de enseñar
de su Sede Apostólica, y entregó tal decisión precisamente para salvaguardar
las mentes de los hijos de la Iglesia de los peligros de los tiempos
presentes.
Estos peligros, a saber, la confusión de licencia y libertad, la pasión por
discutir y mostrar contumacia sobre cualquier asunto posible, el supuesto
derecho a sostener cualquier opinión que a uno le plazca sobre cualquier
asunto, y a darla a conocer al mundo por medio de publicaciones, tienen a
las mentes tan envueltas en la oscuridad que hay ahora más que nunca una
necesidad mayor del oficio magisterial de la Iglesia, no sea que las
personas se olviden tanto de la conciencia como del deber.
Nosotros ciertamente no pensamos rechazar todo cuanto han producido la
industria y el estudio modernos. Tan lejos estamos de eso, que damos la
bienvenida al patrimonio de la verdad y al ámbito cada vez más amplio del
bienestar público a todo lo que ayude al progreso del aprendizaje y la
virtud. Aun así, todo esto sólo podrá ser de algún sólido beneficio, es más,
sólo podrá tener una existencia y un crecimiento real, si se reconoce la
sabiduría y la autoridad de la Iglesia.
Ahora bien, con respecto a las conclusiones que han sido deducidas de las
opiniones arriba mencionadas, creemos de buena fe que en ellas no ha habido
intención de error o astucia, pero aún así, estos asuntos en sí mismos
merecen sin duda cierto grado de sospecha. En primer lugar, se deja de lado
toda guía externa por ser considerada superflua e incluso negativa para las
almas que luchan por la perfección cristiana —siendo su argumento que el
Espíritu Santo derrama gracias más ricas y abundantes que antes sobre las
almas de los fieles, de manera que, sin intervención humana, Él les enseña y
los guía por cierta inspiración oculta. Sin embargo, es signo de un no
pequeño exceso de confianza el querer medir y determinar el modo de la
comunicación divina a la humanidad, ya que ésta depende completamente de su
propio bien parecer y Él es el más libre dispensador de sus propios dones.
(«El Espíritu sopla donde quiere»—Jn 3,8. «Y a cada uno de nosotros la
gracia nos es dada de acuerdo a la medida de la donación de Cristo»—Ef 4,7).
¿Y quién que recuerde la historia de los Apóstoles, la fe de la Iglesia
naciente, los juicios y muertes de los mártires —y, sobre todo, aquellos
tiempos antiguos tan fructíferos en santos— osará comparar nuestra era con
aquellas, o afirmar que aquellos recibieron menos de aquel divino torrente
del Espíritu de Santidad? Para no extendernos en este asunto, no hay nadie
que ponga en cuestión la verdad de que el Espíritu Santo ciertamente actúa
mediante un misterioso descenso en las almas de los justos y que asimismo
los mueve con avisos e impulsos, ya que, a menos que éste fuera el caso,
toda defensa externa y autoridad sería ineficaz. «Si alguien se persuade de
que puede asentir a la verdad salvífica, esto es, evangélica, cuando ésta es
proclamada, sin la iluminación del Espíritu Santo, que da a todos suavidad
para asentir y perseverar, ese tal es engañado por un espíritu herético»
(Segundo Concilio de Orange, can. 7).
Más aun, como lo muestra la experiencia, estas mociones e impulsos del
Espíritu Santo son las más de las veces experimentados a través de la
mediación de la ayuda y luz de una autoridad magisterial externa. Para citar
a San Agustín: «Él (el Espíritu Santo) coopera con el fruto recogido de los
buenos árboles, ya que Él externamente los riega y los cultiva con el
ministerio exterior de los hombres, y por Sí mismo les confiere el
crecimiento interno» (De Gratia Christi, cap. XIX). Ciertamente pertenece a
la ley ordinaria de la providencia amorosa de Dios que, así como Él ha
decretado que los hombres se salven en su mayoría por el ministerio de los
hombres, ha querido también que aquellos a quienes Él llama a las alturas de
la santidad sean guiados hacia allá por hombres; y por eso declara San
Crisóstomo que «somos enseñados por Dios a través de la instrumentalidad de
los hombres» (Homilía I, in Inscr. Altar). Un claro ejemplo de esto nos es
dado en los primeros días de la Iglesia. Pues aunque Saulo, resuelto entre
venganzas y matanzas, escuchó la voz misma de nuestro Señor y preguntó,
"¿Qué quieres que yo haga?", le fue declarado que entrara a Damasco y
buscara a Ananías: «Entra en la ciudad y allí te será dicho lo que debes
hacer» (Hch 9,6).
Tampoco podemos dejar fuera de consideración el hecho de que quienes están
luchando por la perfección, y que por eso mismo no transitan un camino
trillado o bien conocido, son los más expuestos a extraviarse, y por eso
tienen mayor necesidad de un maestro y guía que otros. Dicha guía ha sido
siempre obtenida en la Iglesia, ésta ha sido la enseñanza universal de
quienes a través de los siglos han sido eminentes por su sabiduría y
santidad. Así pues, quienes la rechazan lo hacen ciertamente con temeridad y
peligro.
Para quien considera el problema a fondo, incluso bajo la suposición de que
no exista guía externa alguna, no es patente aún cuál es en las mentes de
los innovadores el propósito de ese influjo más abundante del Espíritu Santo
que tanto exaltan. Para practicar la virtud es absolutamente necesaria la
asistencia del Espíritu Santo, y sin embargo encontramos a aquellos
aficionados por la novedad dando una injustificada importancia a las
virtudes naturales, como si ellas respondiesen mejor a las necesidades y
costumbres de los tiempos, y como si estando adornado con ellas, el hombre
se hiciese más listo para obrar y más fuerte en la acción. No es fácil
entender cómo personas en posesión de la sabiduría cristiana pueden preferir
las virtudes naturales a las sobrenaturales o atribuirle a aquéllas una
mayor eficacia y fecundidad que a éstas. ¿Puede ser que la naturaleza unida
a la gracia sea más débil que cuando es abandonada a sí misma? ¿Puede ser
que aquellos hombres ilustres por su santidad, a quienes la Iglesia
distingue y rinde homenaje, sean deficientes, sean menos en el orden de la
naturaleza y sus talentos, porque sobresalieron en su fortaleza cristiana? Y
aunque se esté bien maravillarse momentáneamente ante actos dignos de
admiración que hayan sido resultado de la virtud natural —¿Cuántos hay
realmente fuertes en el hábito de las virtudes naturales? ¿Hay alguien cuya
alma no haya sido probada, y no en poco grado? Aún así, también para dominar
y preservar en su integridad la ley del orden natural se requiere de la
asistencia de lo alto. Estos notables actos singulares a los que hemos
aludido, desde una investigación más cercana mostrarán con frecuencia más
una apariencia que la realidad de la virtud. Incluso concediendo que sea
virtud, salvo que "corramos en vano" y nos olvidemos de la eterna
bienaventuranza a la que Dios en su bondad y misericordia nos ha destinado,
¿de qué nos aprovechan las virtudes naturales si no son secundadas por el
don de la gracia divina? Así pues, dice bien San Agustín: «Maravillosa es la
fuerza, y veloz el rumbo, pero fuera del verdadero camino». Pues así como la
naturaleza del hombre, debido a la caída primera está inclinada hacia el mal
y el deshonor, pero por el auxilio de la gracia es elevada, renovada con una
nueva grandeza y fortaleza, así también la virtud, que no es el producto de
la naturaleza sola, sino también de la gracia, es hecha fructífera para la
vida eterna y toma un carácter más fuerte y permanente.
Esta sobrestima de la virtud natural encuentra un modo de expresarse al
asumir una división de todas las virtudes en activas y pasivas, afirmándose
que mientras las virtudes pasivas encontraron un mejor lugar en tiempos
pasados, nuestra época debe estar caracterizada por las activas. Es evidente
que tal división y distinción no puede ser sostenida, ya que no hay, ni
puede haber, una virtud meramente pasiva. «Virtud —dice Santo Tomás de
Aquino— designa la perfección de una potencia, pero el fin de esa potencia
es un acto, y el acto de virtud no es otra cosa que el buen uso del libre
albedrío», actuando —hay que agregar— bajo la gracia de Dios, si el acto es
el de una virtud sobrenatural.
Sólo creerá que ciertas virtudes cristianas están adaptadas a ciertos
tiempos y otras a otros tiempos quien no recuerde las palabras del Apóstol:
«A quienes de antemano conoció, a éstos los predestinó para hacerse
conformes a la imagen de su Hijo» (Rom 8,29). Cristo es el maestro y
paradigma de toda santidad y a su medida deben conformarse todos los que
aspiran a la vida eterna. Cristo no conoce cambio alguno con el pasar de las
épocas, ya que «Él es el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8). A los
hombres de todas las edades fue dado el precepto: «Aprended de mí, que soy
manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Para toda época se ha manifestado Él
como obediente hasta la muerte; en toda época tiene fuerza la sentencia del
Apóstol: «Aquellos que son de Cristo han crucificado su carne con sus vicios
y concupiscencias» (Gál 5,24). Desearía Dios que hoy en día se practicase
más esas virtudes en el grado de los santos de tiempos pasados, quienes en
la humildad, obediencia y autodominio fueron poderosos "en palabra y en
obra" —para gran provecho no sólo de la religión sino del estado y el
bienestar público.
Dado este menosprecio de las virtudes evangélicas, erróneamente calificadas
como pasivas, faltaba un corto paso para llegar al desprecio de la vida
religiosa que en cierto grado se ha apoderado de algunas mentes. Que esto
sea sostenido por los defensores de estas nuevas visiones lo inferimos de
algunas afirmaciones suyas sobre los votos que profesan las órdenes
religiosas. Ellos dicen que estos votos se alejan del espíritu de nuestros
tiempos, ya que estrechan los límites de la libertad humana; que son más
propios de mentes débiles que de mentes fuertes; que lejos de ayudar al
perfeccionamiento humano y al bien de la organización humana, son dañinos
para uno y otra; pero cuán falsas son estas afirmaciones es algo evidente
desde la práctica y la doctrina de la Iglesia, que siempre ha aprobado
grandemente la vida religiosa. Y no sin una buena causa se han mostrado
prestos y valientes soldados de Cristo quienes bajo el llamado divino han
abrazado libremente ese estado de vida, no contentos con la observancia de
los preceptos sino yendo hasta los consejos evangélicos. ¿Debemos nosotros
juzgar esto como una característica de mentes débiles o podemos decir que es
algo inútil o dañino para un estado de vida más perfecto? Quienes atan de
esta manera sus vidas mediante los votos religiosos, lejos de haber sufrido
una disminución en su libertad, disfrutan de una libertad más plena y más
libre, a saber, aquella por la cual Cristo nos ha liberado (Gál 4,31).
Este otro parecer suyo, a saber, que la vida religiosa es o enteramente
inútil o de poca ayuda a la Iglesia, además de ser injuriosa para las
órdenes religiosas, no puede ser la opinión de nadie que haya leído los
anales de la Iglesia. ¿Acaso vuestro país, los Estados Unidos, no debe tanto
los comienzos de su fe como de su cultura a los hijos de estas familias
religiosas? —a uno de los cuales últimamente, cosa muy digna de alabanza,
habéis decretado le sea erigida públicamente una estatua. E incluso en los
tiempos presentes, dondequiera que las familias religiosas son fundadas,
¡qué rápida y fructuosa cosecha de buenos trabajos traen consigo! ¡Cuántos
dejan sus casas y buscan tierras extrañas para impartir allí la verdad del
Evangelio y ampliar los límites de la civilización! Y esto lo hacen con la
mayor alegría en medio de múltiples peligros. Entre ellos, no menos
ciertamente que en el resto del clero, el mundo cristiano encuentra a los
predicadores de la Palabra de Dios, los directores de las conciencias, los
maestros de la juventud, y la Iglesia misma los ejemplos de toda santidad.
Ninguna diferencia de dignidad debe hacerse entre quienes siguen un estado
de vida activa y quienes, encantados por la soledad, dan sus vidas a la
oración y mortificación corporal. Y ciertamente cuán buen reconocimiento han
merecido ellos, y merecen, es conocido con seguridad por quienes no olvidan
que "la plegaria continua del hombre justo" sirve para traer las bendiciones
del cielo cuando a tales plegarias se añade la mortificación corporal.
Pero si hay quienes prefieren formar un cuerpo sin la obligación de los
votos, dejadles seguir ese rumbo. No es algo nuevo en la Iglesia ni mucho
menos censurable. Tengan cuidado, de cualquier manera, de no colocar tal
estado por encima del de las órdenes religiosas. Por el contrario, ya que en
los tiempos presentes la humanidad es más propensa que en anteriores tiempos
a entregarse a sí misma a los placeres, dejad que sean tenidos en una mayor
estima aquellos "que habiendo dejado todo lo suyo han seguido a Cristo".
Finalmente, para no alargarnos más, se afirma que el camino y método que
hasta ahora se ha seguido entre los católicos para atraer de nuevo a los que
han caído fuera de la Iglesia debe ser dejado de lado y debe ser elegido
otro. Sobre este asunto, bastará evidenciar que no es prudente despreciar
aquello que la antigüedad en su larga experiencia ha aprobado y que es
enseñado además por autoridad apostólica. Las Escrituras nos enseñan (Eclo
17,4) que es deber de todos estar solícitos por la salvación de nuestro
vecino según las posibilidades y posición de cada uno. Los fieles realizan
esto por el religioso cumplimiento de los deberes de su estado de vida, la
rectitud de su conducta, sus obras de caridad cristiana, y su sincera y
continua oración a Dios.
Por otro lado, quienes pertenecen al clero deben realizar esto por el
instruido cumplimiento de su ministerio de predicación, por la pompa y
esplendor de las ceremonias, especialmente dando a conocer con sus propias
vidas la belleza de la doctrina que inculcó San Pablo a Tito y Timoteo. Pero
si, en medio de las diferentes maneras de predicar la Palabra de Dios,
alguna vez haya de preferirse la de dirigirse a los no católicos, no en las
iglesias sino en algún lugar adecuado, sin buscar las controversias sino
conversando amigablemente, ese método ciertamente no tiene problemas.
Pero dejad que quienes cumplan tal ministerio sean escogidos por la
autoridad de los obispos y que sean hombres cuya ciencia y virtud hayan sido
previamente probadas. Pensamos que hay muchos en vuestro país que están
separados de la verdad católica más por ignorancia que por mala voluntad,
quienes podrán ser conducidos más fácilmente hacia el único rebaño de Cristo
si la verdad les es presentada de una manera amigable y familiar.
Dicho todo lo anterior es evidente, querido hijo, que no podemos aprobar
aquellas opiniones que en conjunto se designan con el nombre de
"Americanismo". Pero si por este nombre debe entenderse el conjunto de
talentos espirituales que pertenecen al pueblo de América, así como otras
características pertenecen a otras diversas naciones, o si, además, por este
nombre se designa vuestra condición política y las leyes y costumbres por
las cuales sois gobernados, no hay ninguna razón para rechazar este nombre.
Pero si por éste se entiende que las doctrinas que han sido mencionadas
arriba no son sólo indicadas, sino exaltadas, no habrá lugar a dudas de que
nuestros venerables hermanos, los obispos de América, serán los primeros en
repudiarlo y condenarlo como algo sumamente injurioso para ellos mismos como
para su país. Pues eso produciría la sospecha de que haya entre vosotros
quienes forjen y quieran una Iglesia distinta en América de la que está en
todas las demás regiones del mundo.
Pero la verdadera Iglesia es una, tanto por su unidad de doctrina como por
su unidad de gobierno, y es también católica. Y pues Dios estableció el
centro y fundamento de la unidad en la cátedra del Bienaventurado Pedro, con
razón se llama Iglesia Romana, porque «donde está Pedro allí está la
Iglesia» (Ambrosio, In Ps.9,57). Por eso, si alguien desea ser considerado
un verdadero católico, debe ser capaz de decir de corazón las mismas
palabras que Jerónimo dirigió al Papa Dámaso: «Yo, no siguiendo a nadie
antes que a Cristo, estoy unido en amistad a Su Santidad; esto es, a la
cátedra de Pedro. Sé que la Iglesia fue construida sobre él como su roca y
que cualquiera que no recoge contigo, desparrama».
Estas instrucciones que os damos, querido hijo, en cumplimiento de nuestro
deber, en una carta especial, tomaremos el cuidado de que sean comunicadas a
los obispos de los Estados Unidos; así, testimoniando nuevamente el amor por
el cual abrazamos a todo vuestro país, un país que en tiempos pasados ha
hecho tanto por la causa de la religión, y el cual, con la ayuda de Dios,
hará aún mayores cosas. Para vos y para todos los fieles de América
impartimos con gran amor, como promesa de la asistencia divina, nuestra
bendición apostólica.
Dado en Roma, desde San Pedro, el vigésimo segundo día de enero, año 1899,
vigésimo primero de nuestro pontificado.
LEÓN XIII