GAUDETE IN DOMINO SOBRE 'LA ALEGRÍA CRISTIANA' de Pablo VI
Exhortación apostólica
del Papa Pablo VI
9 de mayo de 1975
Venerables hermanos y amados hijos:
Salud y bendición apostólica. Alegraos siempre en el Señor, porque El está
cerca de cuantos lo invocan de veras.
En diversas ocasiones a lo largo de este Año Santo, hemos exhortado al
Pueblo de Dios a corresponder con gozosa solicitud a la gracia del Jubileo.
Nuestra invitación es esencialmente, como bien sabéis, una llamada a la
renovación interior y a la reconciliación en Cristo. Se trata de la
salvación de los hombres y de su felicidad en todo su pleno sentido. En el
momento en que los cristianos se disponen a celebrar, en el mundo entero, la
venida del Espíritu Santo, os invitamos a pedirle el don de la alegría.
Ciertamente el ministerio de la reconciliación se ejerce, incluso para Nos
mismo, en medio de frecuentes contradicciones y dificultades, pero él está
alimentado y va acompañado por la alegría del Espíritu Santo. De la misma
manera podemos justamente apropiarnos, aplicándola a toda la Iglesia, la
confidencia hecha por el Apóstol San Pablo a su comunidad de Corinto: "ya
antes os he dicho cuán dentro de nuestro corazón estáis para vid ay para
muerte. Tengo mucha confianza en vosotros... estoy lleno de consuelo, reboso
de gozo en todas nuestras tribulaciones". Sí, constituye también para nos
una exigencia de amor, invitaros a participar en esta alegría sobreabundante
que es un don del Espíritu Santo.
Nos hemos sentido como una impelente necesidad interior dirigiros durante
este Ano de gracia, y más concretamente en ocasión de la solemnidad de
Pentecostés, una Exhortación apostólica cuyo tema fuera precisamente la
alegría cristiana, la alegría en el Espíritu Santo. Es una especia de himno
a la alegría divina el que Nos querríamos entonar, para que encuentre eco en
el mundo entero y ante todo en la Iglesia: que la alegría se difunda en los
corazones juntamente con el amor del que ella brota, por medio del Espíritu
Santo que se nos ha dado. Deseamos asimismo que vuestra voz se una a la
nuestra para consuelo espiritual de la Iglesia de Dios y de todos los
hombres que quieran prestar atención en lo íntimo de sus corazones, a esta
celebración.
Necesidad de la alegría en el corazón de todos los hombres
No se podría exaltar de manera conveniente la alegría cristiana
permaneciendo insensible al testimonio exterior e interior que Dios Creador
da de sí mismo en el seno de la creación: "Y Dios vio que era bueno".
Poniendo al hombre en medio del universo, que es obra de su poder, de su
sabiduría, de su amor, Dios dispone la inteligencia y el corazón de su
criatura -aun antes de manifestarse personalmente mediante la revelación- al
encuentro de la alegría y a la vez de la verdad. Hay que estar pues atento a
la llamada que bota del corazón humano, desde la infancia hasta la
ancianidad, como un presentimiento del misterio divino.
Al dirigir la mirado sobre el mundo ¿no experimenta el hombre un deseo
natural de comprenderlo y dominarlo con su inteligencia, a la vez que aspira
a lograr su realización y felicidad? Como es sabido, existen diversos grados
en esta "felicidad". Su expresión más noble es la alegría o "felicidad" en
sentido estricto, cuando el hombre, a nivel de sus facultades superiores,
encuentra su satisfacción en la posesión de un bien conocido y amado.
De esta manera el hombre experimenta la alegría cuando se halla en armonía
con la naturaleza y sobre todo la experimenta en el encuentro, la
participación y la comunión con los demás. Con mayor razón conoce la alegría
y felicidad espirituales cuando su espíritu entra en posesión de Dios,
conocido y amado como bien supremo e inmutable. Poetas, artistas,
pensadores, hombres y mujeres simplemente disponibles a una cierta luz
interior, pudieron, antes de la venida de Cristo, y pueden en nuestros días,
experimentar de alguna manera la alegría de Dios.
Pero ¿cómo no ver a la vez que la alegría es siempre imperfecta, frágil,
quebradiza? Por una extraña paradoja, la misma conciencia de lo que
constituye, más allá de todos los placeres transitorios, la verdadera
felicidad, incluye también la certeza de que no hay dicha perfecta. La
experiencia de la finitud, que cada generación vive por su cuenta, obliga a
constatar y a sondear la distancia inmensa que separa la realidad del deseo
de infinito.
Esta paradoja y esta dificultad de alcanzar la alegría parecen a nosotros
especialmente agudas en nuestros días. Y esta es la razón de nuestro
mensaje. La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de
placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría
tienen otro origen. Es espiritual. El dinero, el confort, la higiene, la
seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la
aflicción, la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos.
Esto llega a veces hasta la angustia y la desesperación que ni la aparente
despreocupación ni el frenesí del gozo presente o los paraísos artificiales
logran evitar. ¿Será que nos sentimos impotentes para dominar el progreso
industrial y planificar la sociedad de una manera humana? ¿Será que el
porvenir aparece demasiado incierto y la vida humana demasiado amenazada? ¿O
no se trata más bien de soledad, de sed de amor y de compañía no satisfecha,
de un vacío mal definido?.
Por el contrario, en muchas regiones, y a veces bien cerca de nosotros, el
cúmulo de sufrimientos físicos y morales se hace oprímete: ¡tantos
hambrientos, tantas víctimas de combates estériles, tantos desplazados!
Estas miserias no son quizá más graves que las del pasado, pero toman una
dimensión planetaria; son mejor conocidas, al ser difundidas por los medios
de comunicación social, al manos tanto cuanto las experiencias de felicidad;
ellas abruman las conciencias, sin que con frecuencia pueda verse una
solución humana adecuada.
Sin embargo, esta situación no debería impedirnos hablar de la alegría,
esperar la alegría. Es precisamente en medio de sus dificultades cuando
nuestros contemporáneos tienen necesidad de conocer la alegría, de escuchar
su canto. Nos compartimos profundamente la pena de aquellos sobre quienes la
miseria y los sufrimientos de toda clase arrojan un velo de tristeza.
Pensamos de modo especial en aquellos que se encuentran sin recursos, sin
ayuda, sin amistad, que ven sus esperanzas humanas desvanecidas. Ellos están
presentes más que nunca en nuestras oraciones y en nuestro afecto.
Nos no queremos abrumar a nadie. Antes al contrario, buscamos los remedios
que sean capaces de aportar luz. A nuestro parecer tales remedios son de
tres clases.
Los hombres evidentemente deberán unir sus esfuerzos para procurar al menos
un mínimo de alivio, de bienestar, de seguridad, de justicia, necesarios
para la felicidad de las numerosas poblaciones que carecen de ella. Tal
acción solidaria es ya obra de Dios; y corresponde al mandamiento de Cristo.
Ella procura la paz, restituye la esperanza, fortalece la comunión, dispone
a la alegría para quien da y para quien recibe, porque hay más gozo en dar
que en recibir.
¡Cuántas veces os hemos invitado, Hermanos e hijos amadísimos, a preparar
con ardor u a tierra más habitable y más fraternal; a realizar sin tardanza
la justicia y la caridad para un desarrollo integral de todos! La
Constitución conciliar Gaudium et spes, y otros numerosos documentos
pontificios han insistido con razón sobre este punto. Aun cuando no es este
el tema que Nos abordamos en el presente documento, no puede olvidarse el
deber primordial de amor al prójimo sin el cual sería poco oportuno hablar
de alegría.
Sería también necesario un esfuerzo paciente para aprender a gustar
simplemente las múltiples alegrías humanas que el Creador pone en nuestro
camino: la alegría exaltante de la existencia y de la vida; la alegría del
amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y
del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y
satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del
servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El
cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede
despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías
naturales. Frecuentemente, ha sido a partir de éstas como Cristo ha
anunciado el Reino de los Cielos.
Pero el tema de la presente Exhortación se sitúa más allá. Porque el
problema nos parece de orden espiritual sobre todo. Es el hombre, en su
alma, el que se encuentra sin recursos para asumir los sufrimientos y las
miserias de nuestro tiempo. Estas le abruman; tanto más cuanto que a veces
no acierta a comprender el sentido de la vida; que no está seguro de sí
mismo, de su vocación y destino trascendentes. El ha desacralizado el
universo y, ahora, la humanidad; ha cortado a veces el lazo vital que lo
unía a Dios. El valor de las cosas, la esperanza, no están suficientemente
asegurados. Dios le parece abstracto, inútil: sin que lo sepa expresar, le
pesa el silencio de Dios. Sí, el frío y las tinieblas están en primer lugar
en el corazón del hombre que siente la tristeza.
Se puede hablar aquí de la tristeza de los no creyentes, cuando el espíritu
humano, creado a imagen y semejanza de Dios, y por tanto orientado
instintivamente hacia él como hacia su Bien supremo y único, queda sin
conocerlo claramente, sin amarlo, y por tanto sin experimentar la alegría
que aporta el conocimiento, aunque sea imperfecto, de Dios y sin la certeza
de tener con El un vínculo que ni la misma muerte puede romper. ¿Quién no
recuerda las palabras de San Agustín: "Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro
corazón está inquieto hasta que repose en Ti?.
El hombre puede verdaderamente entrar en la alegría acercándose a Dios y
apartándose del pecado. Sin duda alguna "la carne y la sangre" son incapaces
de conseguirlo. Pero la Revelación puede abrir esta perspectiva y la gracia
puede operar esta conversión. Nuestra intención es precisamente invitaros a
las fuentes de la alegría cristiana. ¿Cómo podríamos hacerlo sin ponernos
nosotros mismos frente al designio de Dios y a la escucha de la Buena Nueva
de su Amor?.
Anuncio de la alegría cristiana en el Antiguo Testamento
La alegría cristiana es por esencia una participación espiritual de la
alegría insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de Jesucristo
glorificado. Tan pronto como Dios Padre empieza a manifestar en la historia
el designio amoroso que El había formado en Jesucristo, para realizarlo en
la plenitud de los tiempos, esta alegría se anuncia misteriosamente en medio
al Pueblo de Dios, aunque su identidad no es todavía desvelada.
Así Abrahán, nuestro Padres, elegido con miras al cumplimiento futuro de la
Promesa, y esperando contra toda esperanza, recibe, en el nacimiento de su
hijo Isaac, las primicias proféticas de esta alegría. Tal alegría se
encuentra como transfigurada a través de una prueba de muerte, cuando su
hijo único le es devuelto vivo, prefiguración de la resurrección de Aquel
que ha de venir: el Hijo único de Dios, prometido para un sacrificio
redentor. Abrahán exultó ante el pensamiento de ver el Día de Cristo, el Día
de la salvación: él "lo vio y se alegró".
La alegría de la salvación se amplía y se comunica luego a lo largo de la
historia profética del antiguo Israel. Ella se mantiene y renace
indefectiblemente a través de pruebas trágicas debidas a las infidelidades
culpables del pueblo elegido y a las persecuciones exteriores que buscaban
separarlo de su Dios. Esta alegría siempre amenazada y renaciente, es propia
del pueblo nacido de Abrahán.
Se trata siempre de un experiencia exaltante de liberación y restauración
-al menos anunciadas-que tienen su origen en el amor misericordioso de Dios
para con su pueblo elegido, en cuyo favor El cumple, por pura gracia y poder
milagrosos, las promesas de la Alianza. Tal es la alegría de la Promesa
mosaica, la cual es como figura de la liberación escatológica que sería
realizada por Jesucristo en el contexto pascual de la nueva y eterna
Alianza. Se trata también de la alegría actual, cantada tantas veces en los
salmos: la de vivir con Dios y para Dios. Se trata
finalmente y sobre todo, de la alegría gloriosa y sobrenatural, profetizada
en favor de la nueva Jerusalén, rescatada del destierro y amada místicamente
por Dios.
El sentido último de este desbordamiento inusitado del amor redentor no
aparecerá sino en la hora de la nueva Pascua y del nuevo Éxodo. Entonces el
Pueblo de Dios será conducido, por medio de la muerte y resurrección de su
Siervo doliente, de este mundo al Padre; de la Jerusalén figurativa de aquí
abajo a la Jerusalén de lo alto: "Cuando tú estés abandonada, dolida y
descuidada, yo te haré objeto de orgullo perennemente y motivo de alegría de
edad en edad... Como un joven toma por esposa a una virgen, así tu autor te
desposará, y como un marido se alegra de su esposa, tu Dios se alegrará de
ti"
La alegría según el Nuevo Testamento
Estas maravillosas promesas han sostenido, a lo largo de los siglos y en
medio de las más terribles pruebas, la esperanza mística del antiguo Israel.
Este a su vez las ha transmitido a la Iglesia de Cristo; de manera que le
somos deudores de algunos de los más puros acentos de nuestro canto de
alegría. Y sin embargo, a la luz de la fe y de la experiencia cristiana del
Espíritu, esta paz que es un don de Dios y que va en constante aumento como
un torrente arrollador, hasta tanto que llega el tiempo de la "consolación",
está vinculada a la venida y a la presencia de Cristo.
Nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor. El gran gozo
anunciado por el Ángel, la noche de Navidad, lo será de verdad para todo el
pueblo, tanto para el de Israel que esperaba con ansia un Salvador, como
para el pueblo innumerable de todos aquellos que, en el correr de los
tiempos, acogerán su mensaje y se esforzarán por vivirlo. Fue la Virgen
María la primera en recibir el anuncio del ángel Gabriel y su Magnificat era
ya el himno de exultación de todos los humildes.
Los misterios gozosos nos sitúan así, cada vez que recitamos el Rosario,
ante el acontecimiento inefable, centro y culmen de la historia: la venida a
la tierra del Emmanuel, Dios con nosotros. Juan Bautista, cuya misión es la
de mostrarlo a Israel, había saltado de gozo en su presencia, cuando aún
estaba en el seno de su madre. Cuando Jesús da comienzo a su ministerio,
Juan "se llena de alegría por la voz del Esposo".
Hagamos ahora un alto para contemplar la persona de Jesús, en el curso de su
vida terrena. El ha experimentado en su humanidad todas nuestras alegrías.
El, palpablemente, ha conocido, apreciado, ensalzado toda una gama de
alegrías humanas, de esas alegrías sencillas y cotidianas que están al
alcance de todos. La profundidad de su vida interior no ha desvirtuado la
claridad de su mirada, ni su sensibilidad.
Admira los pajarillos del cielo y los lirios del campo. Su mirada abarca en
un instante cuanto se ofrecía a la mirada de Dios sobre la creación en el
alba de la historia. El exalta de buena gana la alegría del sembrador y del
segador; la del hombre que halla un tesoro escondido; la del pastor que
encuentra la oveja perdida o de la mujer que halla la dracma; la alegría de
los invitados al banquete, la alegría de las bodas; la alegría del padre
cuando recibe a su hijo, al retorno de una vida de pródigo; la de la mujer
que acaba de dar a luz un niño.
Estas alegrías humanas tienen para Jesús tanta mayor consistencia en cuanto
son para él signos de las alegrías espirituales del Reino de Dios: alegría
de los hombres que entran en este Reino, vuelven a él o trabajan en él,
alegría del Padre que los recibe. Por su parte, el mismo Jesús manifiesta su
satisfacción y su ternura, cuando se encuentra con los niños deseosos de
acercarse a él, con el joven rico, fiel y con ganas de ser perfecto; con
amigos que le abren las puertas de su casa como Marta, María y Lázaro.
Su felicidad mayor es ver la acogida que se da a la Palabra, la liberación
de los posesos, la conversión de una mujer pecador ay de un publicano como
Zaqueo, la generosidad de la viuda. El mismo se siente inundado por una gran
alegría cuando comprueba que los más péquenos tienen acceso a la Revelación
del Reino, cosa que queda escondida a los sabios y prudentes. Sí, "habiendo
Cristo compartido en todo nuestra condición humana, menos en el pecado", él
ha aceptado y gustado las alegrías afectivas y espirituales, como un don de
Dios.
Y no se concedió tregua alguna hasta que no "hubo anunciado la salvación a
los pobres, a los afligidos el consuelo". El evangelio de Lucas abunda de
manera particular en esta semilla de alegría. Los milagros de Jesús, las
palabras del perdón son otras tantas muestras de la bondad divina: la gente
se alegraba por tantos portentos como hacía y daba gloria a Dios. Para el
cristiano, como para Jesús, se trata de vivir las alegrías humanas, que el
Creador pone a su disposición, en acción de gracias al Padre.
Aquí nos interesa destacar el secreto de la insondable alegría que Jesús
lleva dentro de sí y que lees propia. Es sobre todo el evangelio de San Juan
el que nos descorre el velo, descubriéndonos las palabras íntimas del Hijo
de Dios hecho hombre. Si Jesús irradia esa paz, esa seguridad, esa alegría,
esa disponibilidad, se debe al amor inefable con que se sabe amado por su
Padre. Después de su bautismo a orillas del Jordán, este amor, presente
desde el primer instante de su Encarnación, se hace manifiesto: "Tu eres mi
hijo amado, mi predilecto".
Esta certeza es inseparable de la conciencia de Jesús. Es una presencia que
nunca lo abandona. Es un conocimiento íntimo el que lo colma: "El Padre me
conoce y yo conozco al Padre". Es un intercambio incesante y total: "Todo lo
que es mío es tuyo, y todo lo que es tuyo es mío". El Padre ha dado al Hijo
el poder de juzgar y de disponer de la vida. Entre ellos se da una
inhabitación recíproca: "Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí". En
correspondencia, el Hijo tiene para con el Padre un amor sin medida: "Yo amo
al Padre y procedo conforme al mandato del padre". Hace siempre lo que place
al Padre, es ésta su "comida".
Su disponibilidad llega hasta la donación de su vida humana, su confianza
hasta la certeza de recobrarla: "Por esto me ama el Padre, porque yo entrego
mi vida, bien que para recobrarla". En este sentido, él se alegra de ir al
padre. No se trata, para Jesús, de una toma de conciencia efímera: es la
resonancia, en su conciencia de hombre, del amor que él conoce desde
siempre, en cuanto Dios, en el seno de Padre: "Tú me has amado antes de la
creación del mundo".
Existe una relación incomunicable de amor, que se confunde con su existencia
de Hijo y que constituye el secreto de la vida trinitaria: el Padre aparece
en ella como el que se da al Hijo, sin reservas y sin intermitencias, en un
palpitar de generosidad gozosa, y el Hijo, como el que se da de la misma
manera al Padre con un impulso de gozosa gratitud, en el Espíritu Santo.
De ahí que los discípulos y todos cuantos creen en Cristo, estén llamados a
participar de esta alegría. Jesús quiere que sientan dentro de sí su misma
alegría en plenitud: "Yo les he revelado tu nombre, para que el amor con que
tú me has amado esté en ellos y también yo esté en ellos".
Esta alegría de estar dentro del amor de Dios comienza ya aquí abajo. Es la
alegría del Reino de Dios. Pero es una alegría concedida a lo largo de un
camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y en el Hijo,
y dar una preferencia a las cosas del Reino. El mensaje de Jesús promete
ante todo la alegría, esa alegría exigente; ¿no se abre con las
bienaventuranzas? "Dichosos vosotros los pobres, porque el Reino de los
cielos es vuestro. Dichosos vosotros lo que ahora pasáis hambre, porque
quedaréis saciados. Dichosos vosotros, los que ahora lloráis, porque
reiréis".
Misteriosamente, Cristo mismo, para desarraigar del corazón del hombre el
pecado de suficiencia y manifestar al Padre una obediencia filial y
completa, acepta morir a manos de los impíos, morir sobre una cruz. Pero el
Padre no permitió que la muerte lo retuviese en su poder. La resurrección de
Jesús es el sello puesto por el Padre sobre el valor del sacrificio de su
Hijo; es la prueba de la fidelidad del Padre, según el deseo formulado por
Jesús antes de entrar en su pasión: "Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu
Hijo te glorifique". Desde entonces Jesús vive para siempre en la gloria del
Padre y por esto mismo los discípulos se sintieron arrebatados por una
alegría imperecedera al ver al Señor, el día de Pascua.
Sucede que, aquí abajo, la alegría del Reino hacha realidad, no puede brotar
más que de la celebración conjunta de la muerte y resurrección del Señor. Es
la paradoja de la condición cristiana que esclarece singularmente la de la
condición humana: ni las pruebas, ni los sufrimientos quedan eliminados de
este mundo, sino que adquieren un nuevo sentido, ante la certeza de
compartir la redención llevada a cabo por el Señor y de participar en su
gloria.
Por eso el cristiano, sometido a las dificultades de la existencia común, no
queda sin embargo reducido a buscar su camino a tientas, ni a ver la muerte
el fin de sus esperanzas. En efecto, como yo lo anunciaba el profeta: "El
pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de
sombras y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo". El
Exsultet pascual canta un misterio realizado por encima de las esperanzas
proféticas: en el anuncio gozoso de la resurrección, la pena misma del
hombre se halla transfigurada, mientras que la plenitud de la alegría surge
de la victoria del Crucificado, de su Corazón traspasado, de su Cuerpo
glorificado y esclarece las tinieblas de las almas": "Et nox illuminatio mea
in deliciis meis".
La alegría pascual no es solamente la de una transfiguración posible: es la
de una nueva presencia de Cristo resucitado, dispensando a los suyos el
Espíritu, para que habite en ellos. Así el Espíritu Paráclito es dado a la
Iglesia como principio inagotable de su alegría de esposa de Cristo
glorificado. El lo envía de nuevo para recordar, mediante el ministerio de
gracia y de verdad ejercido por los sucesores de los Apóstoles, la enseñanza
misma del Señor. El suscitó en la Iglesia la vida divina y el apostolado. Y
el cristiano sabe que este Espíritu no se extinguirá jamás en el curso de la
historia. La fuente de esperanza manifestada en Pentecostés no se agotará.
El Espíritu que procede del Padre y del Hijo, de quienes es el amor mutuo
viviente, es pues comunicado al Pueblo de la nueva Alianza y a cada alma que
se muestre disponible a su acción íntima. El hace de nosotros su morada,
dulce huésped del alma. Con él habitan en el corazón del hombre el Padre y
el Hijo. El Espíritu Santo suscita en el corazón humano una plegaria filial
impregnada de acción de gracias, que brota de lo íntimo del alma, en la
oración y se expresa en la alabanza, la acción de gracias, la reparación y
la súplica.
Entonces podemos gustar la alegría propiamente espiritual, que es fruto del
Espíritu Santo: consiste esta alegría en que el espíritu humano halla reposo
y una satisfacción íntima en la posesión de Dios Trino, conocido por la fe y
amado con la caridad que proviene de él. Esta alegría caracteriza por tanto
todas las virtudes cristianas. las pequeñas alegrías humanas que constituyen
en nuestra vida como la semilla de una realidad más alta, queden
transfiguradas. Esta alegría espiritual, aquí abajo, incluirá siempre en
alguna medida la dolorosa prueba de la mujer en trance de dar a luz, y un
cierto abandono aparente, parecido al del huérfano: lágrimas y gemidos,
mientras que el mundo hará alarde de satisfacción, falsa en realidad. pero
la tristeza de los discípulos, que es según Dios y no según el mundo, se
trocará pronto en una alegría espiritual que nadie podrá arrebatarles.
He ahí el estatuto de la existencia cristiana y muy en particular de la vida
apostólica. Esta, al estar animada por un amor apremiante del Señor y de los
hermanos, se desenvuelve necesariamente bajo el signo del sacrificio
pascual, yendo por amor a la muerte y por la muerte a la vida y al amor. De
ahí la condición del cristiano, y en primer lugar del apóstol que debe
convertirse en el "modelo del rebano" y asociarse libremente a la pasión del
Redentor. Ella corresponde de este modo a lo que había sido definido en el
evangelio como la ley de la bienaventuranza cristiana en continuidad con el
destino de los profetas: "Dichosos vosotros si os insultan, os persiguen y
os calumnian de cualquier modo por causa mía. Estad alegres y contentos,
porque vuestra recompensa serán grande en los cielos: fue así como
persiguieron a los profetas que os han precedido".
Desafortunadamente no nos faltan ocasiones para comprobar, en nuestro siglo
tan amenazado por la ilusión del falso bienestar, la incapacidad "psíquica"
del hombre para acoger "lo que es del Espíritu de Dios: es una locura y no
lo pude conocer, porque es con el espíritu como hay que juzgarla". El mundo
-que es incapaz de recibir el Espíritu de Verdad, que no ve ni conoce- no
percibe más que una cara de las cosas. Considera solamente la aflicción y la
pobreza del espíritu, mientras éste en lo más profundo de sí mismo, siente
siempre alegría porque está en comunión con el Padre y con su Hijo
Jesucristo.
La alegría en el corazón de los santos
Esta es, amadísimos Hermanos e Hijos, la gozosa esperanza que brota de la
fuente misma de la Palabra de Dios. Desde hace veinte siglos esta fuente de
alegría no ha cesado de manar en la Iglesia y especialmente en el corazón de
los santos. Vamos a sugerir ahora algunos ecos de esta experiencia
espiritual, que ilustra, según la diversidad de los carismas y de las
vocaciones particulares, el misterio de la alegría cristiana.
El primer puesto corresponde a la Virgen María, llena de gracia, la Madre
del Salvador. Acogiendo el anuncio de lo alto, sierva del Señor, esposa del
Espíritu Santo, madre del Hijo eterno, ella deja desbordar su alegría ante
su prima Isabel que alaba su fe: "Mi alma engrandece al Señor y exulta de
júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador... Por eso, todas las generaciones
me llamarán bienaventurada". Ella mejor que ninguna otra criatura, ha
comprendido que Dios hace maravillas: su Nombre es santo, muestra su
misericordia, ensalza a los humildes, es fiel a sus promesas.
Sin que el discurrir aparente de su vida salga del curso ordinario, medita
hasta los más pequeños signos de Dios, guardándolos dentro de su corazón.
Sin que los sufrimientos queden ensombrecidos, ella está presente al pie de
la cruz, asociada de manera eminente al sacrificio del Siervo inocente, como
madre de dolores. pero ella está a la vez abierta sin reserva a la alegría
de la Resurrección; también ha sido elevado, en cuerpo y alma, a la gloria
del cielo. Primera redimida, inmaculada desde el momento de su concepción,
morada incomparable del Espíritu, habitáculo purísimo del Redentor de los
hombres, ella es el mismo tiempo la Hija amadísima de Dios y, en Cristo, la
Madre universal. Ella es el tipo perfecto de la Iglesia terrestre y
glorificada.
Qué maravillosas resonancias adquieren en su singular existencia de Virgen
de Israel las palabras proféticas relativas a la nueva Jerusalén: "Altamente
me gozaré en el Señor y mi alma saltará de júbilo en mi Dios, porque me
vistió de vestiduras de salvación y me envolvió en manto de justicia, como
esposo que se cine la frente con diadema, y como esposa que se adorna con
sus joyas". Junto con Cristo, ella recapitula todas las alegrías, vive la
perfecta alegría prometida a la Iglesia: "Mater plena sanctae laetitiae" y,
con toda razón, sus hijos de la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de
la esperanza y madre de la gracia, la invocan como causa de su alegría:
"Causa nostrae laetitiae".
Después de María, la expresión de la alegría más pura y ardiente la
encontramos allá donde la Cruz de Jesús es abrazada con el más fiel amor, en
los mártires, a quienes el Espíritu Santo inspira, en el momento crucial de
la prueba, una espera apasionada de la venida del Esposo. San Esteban, que
muere viendo los cielos abiertos, no es sino el primero de los innumerables
testigos de Cristo.
También en nuestros días y en numerosos países, cuántos son los que,
arriesgando todo por Cristo, podrían afirmar como el mártir san Ignacio de
Antioquia: "Con gran alegría os escribo, deseando morir. Mis deseos
terrestres han sido crucificados y ya no existe en mí una llama para amar la
materia, sino que hay en mí un agua viva que murmura y dice dentro de mí:
"Ven hacia el Padre".
Asimismo, la fuerza de la Iglesia, la certeza de su victoria, su alegría al
celebrar el combate de los mártires, brota al contemplar en ellos la
gloriosa fecundidad de la Cruz. Por eso nuestro predecesor san León Magno,
exaltando desde esta Sede romana el martirio de los Santos Apóstoles Pedro y
Pablo exclama: "Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de sus santos y
ninguna clase de crueldad puede destruir una religión fundada sobre el
misterio de la Cruz de Cristo. La Iglesia no es empequeñecida sino
engrandecida por las persecuciones; y los campos del Señor se revisten sin
cesar con más ricas mieses cuando los granos, caídos uno a uno, brotan de
nuevo multiplicados.
Pero existen muchas moradas en la casa del Padre y, para quienes el Espíritu
Santo abrasa el corazón, muchas maneras de morir a sí mismos y de alcanzar
la santa alegría de la resurrección. La efusión de sangre no es el único
camino. Sin embargo, el combate por el Reino incluye necesariamente la
experiencia de una pasión de amor, de la que han sabido hablar
maravillosamente los maestros espirituales.
Y en este campo sus experiencias interiores se encuentran, a través de la
diversidad misma de tradiciones místicas, tanto en Oriente como en
Occidente. Todas presentan el mismo recorrido del alma, "per crucem ad
lucem", y de este mundo al Padre, en el soplo vivificador del Espíritu.
Cada uno de estos maestros espirituales nos ha dejado un mensaje sobre la
alegría. En los Padres Orientales abundan los testimonios de esta alegría en
el Espíritu. Orígenes, por ejemplo, ha descrito en muchas ocasiones la
alegría de aquel que alcanza el conocimiento íntimo de Jesús: "Su alma es
entonces inundada de alegría como la del viejo Simeón.
En el templo que es la Iglesia, estrecha a Jesús en sus brazos. Goza de la
plenitud de la salvación teniendo en Aquel en quien Dios reconcilia al
mundo. En la Edad Media, entre otros muchos, un maestro espiritual del
Oriente, Nicolás Cabasilas, se esfuerza por demostrar cómo el amor de Dios
de suyo procura la alegría más grande. En Occidente es suficiente citar
algunos nombres entre aquellos que han hecho escuela en el camino de la
santidad y de la alegría. San Agustín, san Bernardo, santo domingo, san
Ignacio de Loyola, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Avila, san Francisco
de Sales, san Juan Bosco.
Deseamos evocar muy especialmente tres figuras, muy atrayentes todavía hoy
para todo el pueblo cristiano. En primer lugar el pobrecillo de Asís, cuyas
huellas se esfuerzan en seguir muchos peregrinos del Ano Santo. Habiendo
dejado todo por el Señor, él encuentra, gracias a la santa pobreza, algo por
así decir de aquella bienaventuranza con que el mundo salió intacto de las
manos del Creador. En medio de las mayores privaciones, medio ciego, él pudo
cantar el inolvidable Cántico de las Criaturas, la alabanza a nuestro
hermano Sol, a la naturaleza entera, convertida para él en un transparente y
puro espejo de la gloria divina, así como la alegría ante la venida de
"nuestra hermana la muerte corporal": "Bienaventurados aquellos que se hayan
conformado a tu santísima voluntad...".
En tiempos más recientes, Santa Teresa de Lisieux nos indica el camino
valeroso del abandono en las manos de Dios, a quien ella confía su pequeñez.
Sin embargo, no por eso ignora el sentimiento de la ausencia de Dios, cuya
dura experiencia ha hecho, a su manera, nuestro siglo: "A veces le parece a
este pajarito (a quien ella se compara) no creer que exista otra cosa sino
las nubes que lo envuelven... Es el momento de la alegría perfecta para el
pobre, pequeño y débil ser... Qué dicha para él permanecer allí y fijar la
mirada en la luz invisible que se oculta a su fe ".
Finalmente, ¿cómo no mencionar la imagen luminosa para nuestra generación
del ejemplo del bienaventurado Maximiliano Kolbe, discípulo genuino de San
Francisco? En medio de las más trágicas pruebas que ensangrentaron nuestra
época, él se ofrece voluntariamente a la muerte para salvar a u hermano
desconocido; y los testigos nos cuentan que su paz interior, su serenidad y
su alegría convirtieron de alguna manera aquel lugar de sufrimiento,
habitualmente como una imagen del infierno para sus pobres compañeros y para
él mismo, en la antesala de la vida eterna.
En la vida de los hijos de la Iglesia, esta participación en la alegría del
Señor es inseparable de la celebración del misterio eucarístico, en donde
comen y beben su Cuerpo y su Sangre. Así sustentados, como los caminantes,
en el camino de la eternidad, reciben ya sacramentalmente las primicias de
la alegría escatológica.
Puesta en esta perspectiva, la alegría amplia y profunda derramada ya en la
tierra dentro del corazón de los verdaderos fieles, no puede menos de
revelarse como "diffusivum sui", lo mismo que la vid ay el amor de los que
es un síntoma gozoso.
La alegría es el resultado de una comunión humano-divina y tiende a una
comunión cada vez más universal. De ninguna manera podría incitar a quien la
gusta a una actitud de repliegue sobre sí mismo Procura al corazón una
apertura católica hacia el mundo de los hombres, al mismo tiempo que los
fustiga con la nostalgia de los bienes eternos. En los que la adoptan ahonda
la conciencia de su condición de destierro, pero los preserva de la
tentación de abandonar su puesto de combate por el advenimiento del Reino.
Los hace encaminarse con premura hacia la consumación celestial de las Bodas
del Cordero.
Está serenamente tensa entre el tiempo de las fatigas terrestres y la paz de
la Morada eterna, conforme a la ley de gravitación del Espíritu: "Si pues,
por haber recibido estas arras (del Espíritu filial), gritamos ya desde
ahora: "abba, Padre", ¿qué será cuando, resucitados, los veamos cara a cara,
cuando todos los miembros en desbordante marea prorrumpirán en un himno de
júbilo, glorificando a Aquel que los ha resucitado de ente los muertos y
premiado con la vida eterna? Porque si ahora las simples arras, envolviendo
completamente en ellas al hombre, le hacen gritar: "Abba, Pater", ¿qué no
hará la gracia plena del Espíritu, cuando Dios la haya dado a los hombres?
Ella nos hará semejantes a él y dará cumplimiento a la voluntad del Padre,
porque ella hará al hombre a imagen y semejanza de Dios". Ya desde ahora,
los santos nos ofrecen una pregustación de esta semejanza.
Una alegría para todo el pueblo
Al escuchar esta voz múltiple y unánime de los santos, ¿no habremos olvidado
la condición presente de la sociedad humana, aparentemente tan poco
dispuesta al cultivo de los bienes sobrenaturales? ¿No habremos estimado en
demasía las aspiraciones espirituales de los cristianos de este tiempo? ¿No
habremos reservado nuestra exhortación a un pequeño número de sabios y
prudentes? No podemos olvidar que el Evangelio ha sido anunciado en primer
lugar a los pobres y a los humildes, con su esplendor tan sencillo y su
contenido plenario.
Si hemos evocado este panorama luminoso de la alegría cristiana, no es que
hayamos pensado en absoluto en desanimar a ninguno de vosotros, amadísimos
Hermanos e Hijos, que sentís vuestro corazón dividido cuando os llega la
llamada de Dios. Al contrario, Nos sentimos que nuestra alegría, lo mismo
que la vuestra, no será completa si no miramos juntos, con plena confianza,
hacia "el autor y consumador de la fe, Jesús; el cual, en vez del gozo que
se le ofrecía soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia, y está
sentado a la diestra del trono de Dios. Traed, pues, a vuestra consideración
al que soportó la contradicción de los pecadores contra sí mismo para que no
decaigáis de ánimo rendidos por la fatiga".
La invitación dirigida por Dios Padre a participar plenamente en la alegría
de Abrahán, en la fiesta eterna de las Bodas del Cordero, es una llamada
universal. Cada hombre, con tal que se muestre atento y disponible, la puede
percibir en lo hondo de su corazón, muy especialmente durante este Ano Santo
en que la Iglesia abre a todos, de manera más abundante, los tesoros de la
misericordia de Dios. "Pues para vosotros, hijos, es la Promesa; como
también para cuantos están ahora lejos, y serán llamados por el Señor
nuestro Dios".
Nós no podemos pensar en el pueblo de Dios de una manera abstracta. Nuestra
mirada se dirige primeramente al mundo de los niños. Sólo cuando ellos
encuentran en el amor de los que les rodean la seguridad que necesitan,
adquieren capacidad de recepción, de maravilla, de confianza, de
espontaneidad, y son aptos para la alegría evangélica. Quien quiera entrar
en el Reino, nos dice Jesús, debe primeramente hacerse como ellos. Nos
dirigimos especialmente a todos aquellos que tienen responsabilidad
familiar, profesional, social. El peso de sus cargas, en un mundo que cambia
con rapidez, les priva con frecuencia de la posibilidad de gustar las
alegrías cotidianas. Sin embargo, estas existen. El Espíritu Santo desea
ayudarles a descubrirlas de nuevo, a purificarlas, a compartirlas.
Pensamos en el mundo del dolor, en todos aquellos que están llegando al
ocaso de su vida. La alegría de Dios llama a la puerta de sus sufrimientos
físicos y morales no ciertamente como por una ironía, sino para realizar
allí su paradójica obra de transfiguración.
Nuestro espíritu y nuestro corazón se dirigen igualmente hacia todos
aquellos que viven más allá de la esfera visible del Pueblo de Dios. Al
poner su vida en consonancia con las llamadas más hondas de sus conciencias,
eco de la voz de Dios, se hallan en el camino de la alegría.
Pero el Pueblo de Dios no puede avanzar sin guías. Estos son los pastores,
los teólogos, los maestros del espíritu, los sacerdotes y aquellos que
cooperan con ellos en la animación de las Comunidades cristianas. Su misión
es ayudar a sus hermanos a escoger los senderos de la alegría evangélica, en
medio de las realidades que constituyen su vida y de las que no pueden
escapar.
Sí, el amor inmenso de Dios es el que llama a convergir hacia la Ciudad
celeste a todos aquellos que llegan desde distintos puntos del horizonte,
sean quienes sean, en este tiempo del Ano Santo, estén cercanos o lejanos
todavía. Y puesto que todos los indicados -en una palabra, todos nosotros-
son de algún modo pecadores, es necesario hoy día dejar de endurecer nuestro
corazón, para escuchar la voz del Señor y acoger la propuesta del gran
perdón, tal como lo anuncia Jeremías: "Los purificaré de toda iniquidad con
la que pecaron contra mí y con la que me han sido infieles. Jerusalén será
para mí gozo, honor y gloria entre todas las naciones de la tierra".
Y como esta promesa de perdón, igual que otras muchas, adquieren su
definitivo sentido en el sacrificio redentor de Jesús, el Siervo doliente,
es El, y solamente El, quien puede decirnos en este momento crucial de la
vida de la humanidad: "Convertíos y creed en el Evangelio". El Señor quiere
sobre todo hacernos comprender que la conversión que se pide no es en
absoluto un paso hacia atrás, como sucede cuando se peca.
Por el contrario, la conversión es una puesta en marcha, una promoción en la
verdadera libertad y en la alegría. Es respuesta a una invitación que
proviene de él, amorosa, respetuosa y urgente a la vez: "Venid a mí cuantos
andáis fatigados y abrumados de carga, y yo os aliviaré. Tomad y cargad mi
yugo; haceos discípulos míos, pues yo soy de benigno y humilde corazón; y
hallaréis reposo para vuestras almas".
En efecto, ¿qué carga más abrumadora que la del pecado? ¿Qué miseria más
solitaria que la del hijo pródigo, descrita por el evangelista San Lucas?
Por el contrario, ¿qué encuentro más emocionante que el del Padre, paciente
y misericordioso, y el del hijo que vuelve a la vida? "Habrá en el cielo más
gozo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no
necesitan convertirse".
Ahora bien, ¿quién está sin pecado, a excepción de Cristo y de su Madre
inmaculada? Así, con su invitación a descubrir al Padre mediante el
arrepentimiento, el Ano Santo -promesa de reconciliación para todo el
Pueblo- es también una llamada a descubrir de nuevo el sentido y la práctica
del sacramento de la Reconciliación. Siguiendo los pasos de la mejor
tradición espiritual, recordamos a los fieles y a sus pastores que la
acusación de las faltas graves es necesaria y que la confesión frecuente
sigue siendo una fuente privilegiada de santidad, de paz y de alegría.
La alegría y la esperanza en el corazón de los jóvenes
Sin quitar nada al fervor de nuestro mensaje dirigido a todo el Pueblo de
Dios, deseamos dedicar unas palabras especiales al mundo de los jóvenes, y
ello con una particular esperanza.
Si, en efecto, la Iglesia, regenerada por el Espíritu Santo, constituye en
cierto sentido la verdadera juventud del mundo, en cuanto permanece fiel a
su ser y a su misión ¿cómo no se va a reconocer ella espontáneamente, y con
preferencia, en la figura de quien se siente portadora de vida y de
esperanza, y encargada de asegurar el futuro de la historia presente? Y
recíprocamente ¿cómo todos aquellos que en cada período de esta historia,
perciben en sí mismos con más intensidad el impulso de la vida, la espera de
lo que va a venir, la exigencia de verdadera renovación no van a estar
secretamente en armonía con una Iglesia animada por el Espíritu de Cristo?
¿Cómo no van a esperar de ella la comunicación de su secreto de permanente
juventud, y por tanto, la alegría de su propia juventud?.
Nós creemos que existe, de derecho y de hecho, dicha correspondencia, no
siempre visible, pero ciertamente profunda, a pesar de numerosas
contrariedades contingentes. Por eso, en esta Exhortación sobre la alegría
cristiana, la mente y el corazón nos invitan a volver de nuevo con decisión
hacia los jóvenes de nuestro tiempo. Lo hacemos en nombre de Cristo y de su
Iglesia, que El mismo quiere, a pesar de las debilidades humanas, "radiante,
sin mancha, ni arruga, ni nada parecido; sino santa e inmaculada".
Al hacer esto, no cedemos a un culto sentimental. Considerada solamente
desde el punto de vista de la edad, la juventud es algo efímero. Las
alabanzas que de ella se hacen se convierten rápidamente en nostálgicas o
irrisorias. Pero no sucede lo mismo en lo que concierne al sentido
espiritual de este momento de gracia que es la juventud auténticamente
vivida.
Lo que llama nuestra atención es esencialmente la correspondencia,
transitoria y amenazada ciertamente, peor por eso mismo significativa y
llena de generosas promesas, entre el vuelo de un ser que se abre
naturalmente a las llamadas y exigencias de su alto destino de hombre y el
dinamismo del Espíritu Santo, de quien la Iglesia recibe inexauriblemente su
propia juventud, su fidelidad sustancial a sí misma y, en el seno de esta
fidelidad, su viviente creatividad. Del encuentro entre el ser humano que
tiene, durante algunos anos decisivos, la disponibilidad de la juventud, y
la Iglesia en su juventud espiritual permanente, nace necesariamente, por
una y otra parte, una alegría de alta cualidad y una promesa de fecundidad.
La Iglesia como Pueblo de Dios peregrinante hacia el reino futuro, ha de
poder perpetuarse y por consiguiente renovarse a través de las generaciones
humanas: esto es para ella una condición de fecundidad y, hasta simplemente,
de vida. Tiene pues importancia el que, en cada momento de su historia, la
generación que nace escuche de algún modo la esperanza de las generaciones
precedentes, la esperanza misma de la Iglesia, que es la de transmitir sin
fin el Don de Dios, Verdad y Vida. Por esto, en cada generación, los jóvenes
cristianos tienen que ratificar, con plena conciencia e incondicionalmente,
la alianza contraída por ellos en el sacramento del bautismo, y reforzada en
el sacramento de la confirmación.
A este respecto, esta nuestra época de profundas mutaciones no pasa sin
graves dificultades para la Iglesia. Nós tenemos viva conciencia de ello,
los que tenemos, junto con todo el Colegio episcopal, "el cuidado de todas
las Iglesias" y la preocupación de su próximo futuro. Pero consideramos al
mismo tiempo, a la luz de la fe y de "la esperanza que no decepciona", que
la gracia no faltará al Pueblo cristiano. Ojalá no falte éste a la gracia y
no renuncie, como algunos están tentados a hacerlo hoy día, a la herencia de
verdad y de santidad que ha llegado hasta este momento decisivo de su
historia secular.
Y -se trata precisamente de esto- creemos tener todas las razones para dar
confianza a la juventud cristiana: ésta no dejará defraudada a la Iglesia,
si dentro de ella encuentra suficientes personas maduras, capaces de
comprenderla, amarla, guiarla y abrirle un futuro, transmitiéndole con toda
fidelidad la Verdad que no pasa. Entonces ocurrirá que nuevos obreros,
resueltos y fervientes, entrarán a su vez, a trabajar espiritual y
apostólicamente, en los campos en sazón para la siega. Entonces sembrador y
segador compartirán la misma alegría del Reino.
En efecto, nos parece que la presente crisis del mundo, caracterizada por un
gran desconcierto de muchos jóvenes, denuncia por una parte un aspecto
senil, definitivamente anacrónico, de una civilización mercantil, hedonista,
materialista, que intenta aun ofrecerse como portador del futuro. Contra esa
ilusión, la reacción instintiva de numerosos jóvenes, reviste, dentro de sus
mismos excesos, una cierta importancia. Esta generación está esperando otra
cosa. Habiéndose privado, de pronto, de tutelas tradicionales después de
haber sentido la amarga decepción de la vanidad y el vacío espiritual de
falsas novedades, de ideologías ateas, de ciertos misticismos deletéreos ¿no
llegará a descubrir o encontrar la novedad segura e inalterable del misterio
divino revelado en Cristo Jesús? ¿No es verdad que éste, utilizando la bella
fórmula de San Ireneo, ha aportado toda clase de novedad con aportarnos su
propia persona?.
Es ésta la razón por la que sentimos el placer de dedicarnos más
expresamente a vosotros, jóvenes cristianos de este tiempo y promesa de la
Iglesia del mañana, esta celebración de la alegría espiritual. Os invitamos
cordialmente a haceros más atentos a las llamadas interiores que surgen en
vosotros. Os invitamos con insistencia a levantar vuestros ojos, vuestro
corazón, vuestras energías nuevas hacia lo alto, a aceptar el esfuerzo de
las ascensiones del alma.
Nós queremos aseguraros una cosa: puede ser tan debilitante el prejuicio,
hoy día tan difundido, de la impotencia en que se vería el espíritu humano,
de encontrar la Verdad permanente y vivificante, como profunda y liberadora
la alegría de la Verdad divina reconocida finalmente en la Iglesia: gaudium
de Veritate. Esta alegría os es propuesta a vosotros. Ella se ofrece a quien
la ama lo suficiente como para buscarla con obstinación. Disponiéndoos a
aceptarla y a comunicarla, aseguráis al mismo tiempo vuestro propio
perfeccionamiento según Cristo, y la próxima etapa histórica del Pueblo de
Dios.
La alegría del peregrino en este Año Santo
En este caminar de todo el Pueblo de Dios se inscribe naturalmente el Año
Santo, con su peregrinar. La gracia del Jubileo se obtiene en efecto al
precio de una puesta en marcha y de un caminar hacia Dios, en la fe, la
esperanza y el amor. Al diversificar los medios y los momentos de este
Jubileo, hemos querido facilitar a cada uno todo lo que es posible. Lo
esencial sigue siendo la decisión interior de responder a la llamada del
Espíritu, de manera personal, como discípulos de Jesús, en cuanto hijos de
la Iglesia católica y apostólica y según las intenciones de esta Iglesia.
Lo demás pertenece al orden de los signos y de los medios. Sí, la
peregrinación deseada es para el Pueblo de Dios en su conjunto y para cada
persona en el seno de este Pueblo un movimiento, una Pascua, es decir, un
paso hacia el lugar interior donde el Padre, el Hijo y el Espíritu lo acogen
en su propia intimidad y unidad divina: "Si alguien me ama, dice Jesús, mi
Padre lo amará y vendremos a él y pondremos en él nuestra morada". Lograr
esta presencia supone constantemente una profundización de la verdadera
conciencia de sí mismo como criatura y como Hijo de Dios.
¿No es una renovación interior de este género la que ha querido
fundamentalmente el reciente Concilio? Ahora bien, se trata allí ciertamente
de una obra del Espíritu, de un don de Pentecostés. Hay que reconocer
también una intuición profética en nuestro Predecesor Juan XXIII cuando
preveía una especie de nuevo Pentecostés como fruto del Concilio. Nosotros
mismo hemos querido situarnos en la misma perspectiva y en la misma espera.
No es que los efectos de Pentecostés hayan cesado de ser actuales a lo largo
de la historia de la Iglesia, pero son tan grandes las necesidades y los
peligros de este siglo, son tan vastos los horizontes de una humanidad
conducida hacia una coexistencia mundial que luego se ve incapaz de
realizar, que esa misma humanidad no puede tener salvación sino en una nueva
efusión del Don de Dios. Venga, pues, el Espíritu Creador a renovar la faz
de la tierra.
Durante este Año Santo, os hemos invitado a hacer de manera real o
espiritual, una peregrinación a Roma, es decir al centro de la Iglesia
católica. Pero es evidente que Roma no constituye la meta final de nuestra
peregrinación terrena. Ninguna ciudad santa constituye tal meta. Esta se
encuentra más allá de este mundo, en lo profundo del misterio de Dios,
invisible todavía para nosotros; porque caminamos en la fe, no es una visión
clara, y lo que seremos no se nos ha revelado todavía.
La nueva Jerusalén, de la que somos desde ahora ciudadanos e hijos,
desciende de lo alto, de Dios. Nosotros no hemos contemplado aún el
esplendor de esa única cuidad definitiva, sino que lo entrevemos como en un
espejo, de manera confusa, manteniendo con firmeza la palabra profética.
pero desde ahora somos ciudadanos de la misma o estamos convidados a serlo;
toda peregrinación espiritual recibe su significado interior de este destino
último.
Así sucede con la Jerusalén celebrada por los salmistas. Jesús mismo y María
su Madre han cantado en la tierra, mientras subían hacia Jerusalén, los
cánticos de Sión, "perfección de la hermosura, delicia de toda la tierra".
Pero es de Cristo de quien, desde entonces, la Jerusalén de arriba recibe su
atractivo, y hacia El se dirige nuestra marcha interior.
Así sucede también con Roma, donde los santos Apóstoles Pedro y Pablo
derramaron su sangre como testimonios supremo. Su vocación es de origen
apostólico y el ministerio que nosotros debemos ejercer desde ella es un
servicio en favor de la Iglesia entera y de la humanidad. Pero es un
servicio insustituible porque quiso la Sabiduría divina colocar a la Roma de
Pedro y Pablo en el camino, por así decir, que conduce a la Ciudad eterna,
confiando a Pedro, que unifica en sí al Colegio Episcopal, las llaves del
Reino de los cielos.
Lo que aquí vive, no por voluntad humana sino por libre y misericordiosa
benevolencia del Padre, del Hijo y del Espíritu, es la solidez de Pedro,
como la evoca nuestro Predecesor San León Magno, en términos inolvidables:
"San Pedro no cesa de presidir desde su Sede, y conserva una participación
incesante con el Sumo Pontífice. La firmeza que él recibe de la Roca que es
Cristo, convirtiéndose él mismo en Pedro, la transmite a su vez a sus
herederos; y dondequiera que aparece alguna firmeza, se manifiesta de manera
indudable la fuerza del Pastor (...).
He ahí que esté en su pleno vigor y vida, en el Príncipe de los Apóstoles,
aquel amor de Dios y de los hombres que no han logrado atemorizar ni la
reclusión en el calabozo, ni las cadenas, ni las presiones de la
muchedumbre, ni las amenazas de los reyes; y lo mismo sucede con su fe
invencible, que no ha cedido en el combate ni se ha debilitado en la
victoria".
Nós deseamos que en todo tiempo, pero, más todavía durante la celebración
del Ano Santo, experimentéis vosotros con Nos, sea en Roma, sea en cualquier
Iglesia consciente del deber de sintonizarse con la auténtica tradición
conservada en Roma, "cuán bueno y hermoso es habitar en uno los hermanos".
Alegría común, verdaderamente sobrenatural, don del Espíritu de unidad y de
amor, y que no es posible de verdad sino donde la predicación de la fe es
acogida íntegramente, según la norma apostólica. Porque esta fe, la Iglesia
católica "aunque dispersa por el mundo entero, la guarda cuidadosamente,
como si habitara en una sola casa, y cree en ella unánimemente, como si no
tuviera más que un alma y un corazón; y con una concordancia perfecta, la
predica, la enseña y la trasmite, como si no tuviera sino una sola boca".
Esta "sola casa", este "corazón" y esta "alma" únicos, esta "sola boca", son
indispensables a la Iglesia y a la humanidad en su conjunto, para que pueda
elevarse permanentemente aquí abajo, en armonía con la Jerusalén de arriba,
el cántico nuevo, el himno de la alegría divina. Y es la razón por la que
Nos mismo debemos ser fiel, de manera humilde, paciente y obstinada, aunque
sea en medio de la incomprensión de muchos, al encargo recibido del Señor de
guiar su rebano y de confirmar a los hermanos. pero a la vez de cuántas
maneras Nos sentimos confortado por nuestros hermanos y pro el recuerdo de
todos vosotros, para cumplir nuestra misión apostólica de servicio a la
Iglesia universal, para gloria de Dios Padre.
Conclusión
En el curso de este Ano Santo, hemos creído ser fiel a las inspiraciones del
Espíritu Santo, pidiendo a los cristianos que vuelvan de este modo a las
fuentes de la alegría. Hermanos e Hijos amadísimos: ¿No es normal que
tengamos alegría dentro de nosotros, cuando nuestros corazones contemplan o
descubren de nuevo, por la fe, sus motivos fundamentales? Estos son además
sencillos: Tanto amó Dios al mundo que le dio su único Hijo; por su
Espíritu, su Presencia no cesa de envolvernos con su ternura y de
penetrarnos con su Vida; vamos hacia la transfiguración feliz de nuestras
existencias, siguiendo las huellas de la resurrección de Jesús. Sí, sería
muy extraño que esta Buena Nueva, "que suscita el aleluya de la Iglesia no
nos diese un aspecto de salvados".
La alegría de ser cristianos, vinculado a la Iglesia "en Cristo", es estado
de gracia con Dios, es verdaderamente capaz de colmar el corazón humano. ¿No
es esta exultación profunda la que da un acento trastornador al Memorial de
Pascal: "Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría"?
La alegría nace siempre de una cierta visión acerca del hombre y de Dios.
"Si tu ojo está sano todo tu cuerpo será luminoso". Tocamos aquí la
dimensión original e inalienable de la persona humana: su vocación a la
felicidad pasa siempre por los senderos del conocimiento y del amor, de la
contemplación y de la acción. ¡Ojalá logréis alcanzar lo que hay de mejor en
el alma de vuestro hermano y esa Presencia divina, tan próxima al corazón
humano!.
¡Que nuestros hijos inquietos de ciertos grupos rehacen pues los excesos de
la crítica sistemática y aniquiladora! Sin necesidad de salirse de una
visión realista, que las comunidades cristianas se conviertan en lugares de
optimismo, donde todos sus miembros se entrenen resueltamente en el
discernimiento de los aspectos positivos de las personas y de los
acontecimientos. "La caridad no se goza de la injusticia, sino que se alegra
con la verdad. Lo excusa todo. Cree siempre. Espera siempre. Lo soporta
todo".
La educación para una tal visión no es solo cuestión de sicología. Es
también un fruto del Espíritu Santo. Este Espíritu que habita en plenitud la
persona de Jesús, lo hace durante su vida terrestre tan atento a las
alegrías de la vida cotidiana, tan delicado y persuasivo para enderezar a
los pecadores por el camino de una nueva juventud de corazón y de espíritu.
Es el mismo Espíritu que animaba a la Virgen María y a cada uno de los
santos. En este mismo Espíritu el que sigue dando aún a tantos cristianos la
alegría de vivir cada día su vocación particular en la paz y la esperanza
que sobrepasa los fracasos y los sufrimientos.
Este es el Espíritu de Pentecostés que impulsa hoy a numerosos discípulos de
Cristo por los caminos de la oración, en la alegría de una alabanza filial,
y hacia el servicio humilde y gozoso de los desheredados y de los marginados
de nuestra sociedad. Porque la alegría no puede separarse de la
participación. En el mismo Dios, todo es alegría porque todo es un Don.
Esta mirada positiva sobre los seres y sobre las cosas, fruto de un espíritu
humano iluminado y fruto del Espíritu Santo, halla en los cristianos un
lugar privilegiado de renovación: la celebración del misterio pascual de
Jesús. En su Pasión, en su Muerte y en su Resurrección, Cristo recapitula la
historia de todo hombre y de todos los hombres, con su carga de sufrimientos
y de pecados, con sus posibilidades de excesos y de santidad.
Por eso nuestra última palabra de esta Exhortación es una llamada urgente a
todos los responsables y animadores de las comunidades cristianas: que no
teman insistir a tiempo y a destiempo sobre la fidelidad de los bautizados a
la celebración gozosa de la Eucaristía dominical. ¿Cómo podrían abandonar
este encuentro, este banquete que Cristo nos prepara con su amor? ¡Que la
participación sea muy digna y festiva a la vez! Cristo, crucificado y
glorificado viene en medio de sus discípulos para conducirlos juntos a la
renovación de su Resurrección. Es la cumbre, aquí abajo, de la Alianza de
amor entre Dios y su pueblo: signo y fuente de alegría cristiana,
preparación para la Fiesta eterna.
Que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo os conduzcan a ella. Nós os
bendecimos de todo corazón.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 9 de mayo del ano 1975, duodécimo de
nuestro Pontificado.