Summi Pontificatus - Pío XII, la toma de posición del Papa ante los nazis: el Amor y la Paz del Corazón de Jesús
CARTA ENCÍCLICA
SUMMI PONTIFICATUS
DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR
PÍO
POR LA DIVINA PROVIDENCIA
PAPA XII
A LOS VENERABLES HERMANOS
PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS
Y DEMÁS ORDINARIOS LOCALES
EN PAZ Y EN COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA
1. Dios, en su secreto designio, nos ha confiado, sin mérito alguno nuestro,
la dignidad y las graves preocupaciones del supremo pontificado precisamente
en el año en que se cumple el cuadragésimo aniversario de la consagración
del género humano al Sacratísimo Corazón del Redentor, que nuestro inmortal
predecesor León XIII intimó a todo el orbe, al declinar el pasado siglo, en
los umbrales del Año Santo.
2. Con suma alegría e íntimo gozo acogimos entonces como mensaje del cielo
la encíclica Annum Sacrum, precisamente cuando recién ordenados de
sacerdote, habíamos podido recitar el Introibo ad altare Dei (Sal 42,4) . Y
¡con qué ardiente entusiasmo unimos nuestro corazón a los pensamientos y a
las intenciones que animaban y guiaban aquel acto, llevado a cabo, no sin
una especial providencia, por un Pontífice que con tan profunda agudeza
conocía las necesidades y los males manifiestos y ocultos de su tiempo! Por
esto, no podemos dejar de manifestar nuestro agradecimiento a la divina
Providencia, que ha querido hacer coincidir nuestro primer año de
pontificado con un recuerdo tan trascendental y querido de nuestro primer
año de sacerdocio. Aprovechando de buena gana esta oportunidad, Nos queremos
que el culto debido al Rey de reyes y al Señor de los señores (1Tim 6,15; Ap
19,16) sea como la plegaria introductoria de nuestro pontificado, cumpliendo
así los deseos de nuestro santo predecesor. Sea este culto también el
fundamento en que se apoyan y el propósito que pretenden tanto nuestra
voluntad esperanzada como nuestra enseñanza y pastoral actividad, y,
finalmente, el sufrimiento de los trabajos y penas, que consagramos
exclusivamente a la difusión del reino de Cristo.
3. Si contemplamos a la luz de la eternidad los acontecimientos externos y
el crecimiento de vida interior logrado durante los últimos cuarenta años y
medimos, por una parte, sus grandezas y, por otra, sus deficiencias, aquella
consagración del género humano a Jesucristo Rey revela cada vez más a
nuestro espíritu su hondo significado sagrado, su simbolismo exhortador, su
fuerza purificadora, elevante, defensora y consolidadora de las almas, y al
mismo tiempo, con no menor evidencia, observan nuestros ojos con cuánta
sabiduría procura esa consagración restablecer por completo la salud de toda
la sociedad humana y promover la verdadera prosperidad de ésta. Esta
consagración nos parece como un mensaje de exhortación y de gracia divina no
sólo para la Iglesia, sino también para toda la humanidad, que, necesitada
de estímulo y de guía, se apartaba del camino recto y, hundiéndose en las
cosas de la tierra y poniendo en ellas de manera exclusiva su deseo, perecía
miserablemente; mensaje para todos los hombres que, en número cada día
mayor, se alejaban de la fe en Cristo e incluso también del reconocimiento y
de la observancia de su ley; mensaje, finalmente, que se alzaba contra una
concepción de la vida, muy extendida, para la cual el precepto del amor y la
doctrina de la renuncia de sí mismo promulgada en el sermón evangélico de la
montaña, e igualmente la divina gesta de amor realizada en la cruz, parecían
un escándalo y una locura. De la misma manera que en otro tiempo el
Precursor del Redentor, para responder a los que le preguntaban con deseo de
instruirse, proclamaba: He aquí el Cordero de Dios (Jn 1,29) , para
avisarles que el Deseado de los pueblos (Ag 2,8) , si bien todavía
desconocido, vivía ya en medio de ellos, así también el Vicario de
Jesucristo a todos aquellos que -renegados, dudosos, fluctuantes- se negaban
a seguir al Redentor glorioso, viviente y operante siempre en su Iglesia, o
le seguían con descuido y flojedad, con poderosa voz les conjuraba diciendo:
He aquí vuestro Rey (Jn 19,14) .
4. De la propagación y del arraigo cada día mayor del culto al Sagrado
Corazón de Jesús -derivados no sólo de la consagración del género humano,
hecha al declinar el pasado siglo, sino también de la institución de la
fiesta de Jesucristo Rey, creada por nuestro inmediato predecesor, de feliz
memoria - han brotado innumerables bienes para los fieles como un impetuoso
río que alegra la ciudad de Dios (Sal 45,5) ¿Qué época ha tenido mayor
necesidad de estos bienes que la nuestra? ¿Qué época más que la nuestra, a
pesar de los progresos de toda clase que ha producido en el orden técnico y
puramente exterior, ha sufrido un vacío interior tan crecido y una
indigencia espiritual tan íntima? Se le puede aplicar con exactitud la
palabra aleccionadora del Apocalipsis: Dices: Rico soy y opulento y de nada
necesito, y no sabes que eres mísero, miserable, pobre, ciego y desnudo (Ap
3, 17).
5. No hay necesidad más urgente, venerables hermanos, que la de dar a
conocer las inconmensurables riquezas de Cristo (Ef 3,8) a los hombres de
nuestra época. No hay empresa más noble que la de levantar y desplegar al
viento las banderas de nuestro Rey ante aquellos que han seguido banderas
falaces y la de reconquistar para la cruz victoriosa a los que de ella, por
desgracia, se han separado. ¿Quién, a la vista de una tan gran multitud de
hermanos y hermanas que, cegados por el error, enredados por las pasiones,
desviados por los prejuicios, se han alejado de la verdadera fe en Dios y
del salvador mensaje de Jesucristo; quién, decimos, no arderá en caridad y
dejará de prestar gustosamente su ayuda? Todo el que pertenece a la milicia
de Cristo, sea clérigo o seglar, ¿por qué no ha de sentirse excitado a una
mayor vigilancia, a una defensa más enérgica de nuestra causa viendo como ve
crecer temerosamente sin cesar la turba de los enemigos de Cristo y viendo a
los pregoneros de una doctrina engañosa que, de la misma manera que niegan
la eficacia y la saludable verdad de la fe cristiana o impiden que ésta se
lleve a la práctica, parecen romper con impiedad suma las tablas de los
mandamientos de Dios, para sustituirlas con otras normas de las que están
desterrados los principios morales de la revelación del Sinaí y el divino
espíritu que ha brotado del sermón de la montaña y de la cruz de Cristo?
Todos, sin duda, saben muy bien, no sin hondo dolor, que los gérmenes de
estos errores producen una trágica cosecha en aquellos que, si bien en los
días de calma y seguridad se confesaban seguidores de Cristo, sin embargo,
cuando es necesario resistir con energía, luchar, padecer y soportar
persecuciones ocultas y abiertas, cristianos sólo de nombre, se muestran
vacilantes, débiles, impotentes, y, rechazando los sacrificios que la
profesión de su religión implica, no son capaces de seguir los pasos
sangrientos del divino Redentor.
6. Que en esta situación, venerables hermanos, la ya próxima fiesta de
Cristo Rey, en cuya fecha os llegará esta nuestra encíclica, os conceda los
dones de la divina gracia, con los cuales puedan renovarse los hambres en
las virtudes evangélicas y pueda renacer el reino de Cristo por todas
partes. Que la consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús,
que en este día se celebrará de modo solemne y con especial devoción, reúna
junto al altar del eterno Rey a los fieles de todos los pueblos y de todas
las naciones en adoración y en reparación, para renovarle a Él y a su ley de
verdad y de amor, ahora y siempre, el juramento de fidelidad. Beban en ese
día la gracia divina todos los cristianos, para que en ellos el fuego que el
Señor vino a traer a la tierra se convierta en llama cada vez más luminosa y
pura. Sea día de gracia también para los tibios, los cansados, los
hastiados, y renueven así todos ellos la integridad y la fortaleza de su
espíritu. Sea también, por último, día de gracia para los que no han
conocido a Cristo o lo han abandonado miserablemente, y la multitud de los
fieles, muchos millones de hambres, rueguen juntos a Dios en ese solemne día
que la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9) les
ilumine y señale el camino de la salvación, y su divina gracia suscite en el
inquieto espíritu de los extraviados la nostalgia de los bienes eternos,
nostalgia que los impela a volver a Aquel que desde el doloroso trono de la
cruz tiene sed de sus almas y ardiente deseo de ser también para ellos
camino, verdad y vida (Jn 14,6).
7. Al poner esta primera encíclica de nuestro pontificado, con el corazón
rebosante de confiada esperanza, bajo la bandera de Cristo Rey, Nos estamos
absolutamente seguros de la unánime y entusiasta aprobación de toda la grey
del Señor. Las experiencias y las ansiedades de la época presente despiertan
la solidaridad entre todos los miembros de la familia católica y agudizan y
purifican el sentimiento de esta solidaridad en grado raras veces
conseguido. E igualmente excitan en todos los que crecen en Dios y siguen a
Cristo como guía y maestro el reconocimiento de un peligro común que está
amenazando sobre todos sin excepción.
8. Este espíritu de mutua solidaridad entre los católicos, que, como hemos
dicho, se ha visto aumentado por la peligrosa situación presente, y que
confirma a los espíritus haciéndoles entrar dentro de sí y alimenta al mismo
tiempo el propósito de futuras victorias, nos produjo un suave deleite y un
sumo consuelo en aquellos días en que con trémulo paso, pero confiando en
Dios, tomamos posesión de la Cátedra que la muerte de nuestro gran
predecesor había dejado vacante.
9. Hoy, recordando el sinnúmero de testimonios de estrecha adhesión filial a
la Iglesia y al Vicario de Cristo que libre y espontáneamente llegaron a Nos
con motivo de nuestra elección y coronación, no podemos dejar de daros a
vosotros, venerables hermanos, y a todos cuantos pertenecen a la familia
católica, las gracias más conmovidas por los testimonios de amor reverente y
de inquebrantable fidelidad al Papado enviados de todas partes al Pontífice,
en el cual se reconocía la misión providencial del Sumo Sacerdote y del
Pastor Supremo. Porque estas manifestaciones no estaban dirigidas a nuestra
humilde persona, sino únicamente al alto y grave oficio a cuyo cumplimiento
el Señor nos llamaba. Y si ya entonces experimentábamos la extraordinaria
gravedad de la carga recibida que nos había impuesto la suma potestad que
nos confería la Providencia divina, sin embargo, sentíamos el gran consuelo
de ver aquella grandiosa y palpable demostración de la indivisible unidad de
la Iglesia católica, que, levantada como muralla y baluarte, con tanta mayor
firmeza y energía se une a la roca invicta de Pedro cuanto mayor aparece la
jactancia de los enemigos de Cristo.
10. Este universal plebiscito de la unidad católica y de la fraterna y
divina solidaridad de los pueblos ofrecido al Padre común nos parecía dar
una esperanza tanto más feliz y más fecunda cuanto más trágicas eran las
circunstancias materiales y espirituales del momento. Y su gozoso recuerdo
nos siguió confortando durante los primeros meses de nuestro pontificado,
cuando debimos padecer las fatigas, las ansiedades, y soportar las pruebas
de que está sembrado el camino de la Esposa de Cristo.
11. No queremos tampoco pasar en silencio el reconocimiento que suscitó en
nuestro corazón la felicitación de aquellos que, sin pertenecer al cuerpo
visible de la Iglesia católica, en su nobleza y sinceridad, no han querido
olvidar todo aquello que, en el amor a la persona de Cristo o en la fe en
Dios, les une con Nos. Vaya a todos ellos la expresión de nuestra gratitud.
Nos los encomendamos a todos y a cada uno a la protección y a la dirección
del Señor, y aseguramos solemnemente que solo un pensamiento domina nuestra
mente: imitar cuidadosamente el ejemplo del Buen Pastor, para conducir a
todos a la verdadera felicidad y para que tengan vida, y la tengan más
abundante (Jn 10,10) .
12. Pero de manera particular Nos deseamos mostrar aquí nuestro
agradecimiento a los soberanos, a los jefes de Estado y a las autoridades
públicas que, en nombre de sus respectivas naciones, con las cuales la Santa
Sede se halla en amigables relaciones, han querido ofrecernos en aquella
ocasión el homenaje de su reverencia. En este número y con ocasión de esta
primera encíclica, dirigida a todos los pueblos del universo, con particular
alegría nos es permitido incluir a Italia; Italia, que, como fecundo jardín
de la fe católica, plantada por el Príncipe de los Apóstoles, después de los
providenciales pactos lateranenses, ocupa un puesto de honor entre aquellos
Estados que oficialmente se hallan representados cerca del Romano Pontífice.
De estos pactos volvió a lucir como una aurora feliz la «paz de Cristo
devuelta a Italia», anunciando una tranquila y fraterna unión de espíritus
tanto en la vida religiosa como en los asuntos civiles; paz que, aportando
siempre tiempos serenos, como pedimos al Señor, penetre, consuele, dilate y
corrobore profundamente el alma del pueblo italiano, tan cercano a Nos y que
goza del mismo ambiente de vida que Nos. Con ruegos suplicantes deseamos de
todo corazón que este pueblo, tan querido a nuestros predecesores y a Nos,
fiel a sus gloriosas tradiciones católicas y asegurado por el divino
auxilio, experimente cada día más la divina verdad de las palabras del
salmista: Bienaventurado el pueblo que tiene al Señor por su Dios (Sal
143,15) .
13. Este nuevo y deseado orden jurídico y espiritual que para Italia y para
todo el orbe católico creó y selló aquel hecho, digno de memoria indeleble
para toda la historia, jamás nos pareció demostrar una tan grandiosa unión
de espíritus como cuando desde la alta loggia de la Basílica Vaticana
abrimos y levantamos por primera vez nuestros brazos y nuestra mano para
bendecir a Roma, sede del Papado y nuestra amadísima ciudad natal; a Italia,
reconciliada con la Iglesia católica, y a los pueblos del mundo entero.
14. Como Vicario de Aquel que, en una hora decisiva, delante del
representante de la más alta autoridad de aquel tiempo, pronunció la augusta
palabra: Yo para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de
la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, oye mi voz (Jn 18,37),
declaramos que el principal deber que nos impone nuestro oficio y nuestro
tiempo es «dar testimonio de la verdad». Este deber, que debemos cumplir con
firmeza apostólica, exige necesariamente la exposición y la refutación de
los errores y de los pecados de los hombres, para que, vistos y conocidos a
fondo, sea posible el tratamiento médico y la cura: Conoceréis la verdad, y
la verdad os hará libres (Jn 8,32). En el cumplimiento de este oficio no nos
dejaremos influir por consideraciones humanas o terrenas, del mismo modo, no
cejaremos en el propósito emprendido ni por las desconfianzas, ni por las
contradicciones, ni por las repulsas, no nos apartará tampoco de esta
determinación el temor de que nuestra acción sea incomprendida o falsamente
interpretada. Sin embargo, aun trabajando con cuidadosa diligencia para este
fin, nuestra conducta estará animada por aquella caridad paterna que
mientras nos ordena trabajar con suma tristeza a causa de los males que
atormentan a los hijos, nos manda también señalar estos mismos hijos los
oportunos remedios, imitando así al divino modelo de los pastores, Cristo,
Señor nuestro, que nos da al mismo tiempo luz y amor: Practicando la verdad
con amor (Ef 4, 15) .
15. Ahora bien, el nefasto esfuerzo con que no pocos pretenden arrojar a
Cristo de su reino, niegan la ley de la verdad por Él revelada y rechazan el
precepto de aquella caridad que abriga y corrobora su imperio como con un
vivificante y divino soplo, es la raíz de los males que precipitan a nuestra
época por un camino resbaladizo hacia la indigencia espiritual y la carencia
de virtudes en las almas. Por lo cual, la reverencia a la realeza de Cristo,
el reconocimiento de los derechos de su regia potestad y el procurar la
vuelta de los particulares y de toda la sociedad humana a la ley de su
verdad y de su amor, son los únicos medios que pueden hacer volver a los
hombres al camino de la salvación.
16. Mientras escribimos estas líneas, venerables hermanos nos llega la
terrible noticia de que, por desgracia, a pesar de todos nuestros esfuerzos
por evitarlo, el terrible incendio de la guerra se ha desencadenado ya.
Nuestra pluma casi se detiene cuando pensamos en las innumerables
calamidades de aquellos que hasta ayer se gozaban con la modesta prosperidad
de su propio hogar familiar. Nuestro corazón paterno se siente lleno de
angustia al prever todos los males que podrán brotar de la tenebrosa semilla
de la violencia y del odio, a los que la espada está abriendo ya sangrientos
surcos. Sin embargo, cuando consideramos este diluvio de males presentes y
tememos calamidades aún mayores para el futuro, juzgamos deber nuestro
dirigir con creciente insistencia los ojos y los corazones de cuantos
conservan todavía una voluntad recta hacia Aquel de quien únicamente viene
la salvación del mundo, hacia Aquel cuya mano omnipotente y misericordiosa
es la única que puede poner fin a esta tempestad; hacia Aquel, finalmente,
cuya verdad y amor son los únicos que pueden iluminar las inteligencias y
encender los espíritus de tantos hombres que, combatidos por las olas del
error y por el ansia de un egoísmo inmoderado y casi sumergidos por las
ondas de las contiendas, deben ser reformados nuevamente y devueltos al
gobierno y al espíritu de Jesucristo.
17. Tal vez se puede esperar -y pedimos a Dios que así sea- que esta época
de máximas calamidades mejore la manera de pensar y de sentir de muchos que,
ciegamente confiados hasta ahora en las engañosas opiniones tan difundidas
hoy día, despreocupados e imprudentes, pisaban un camino incierto lleno de
peligros. Y muchos que no apreciaban la importancia y el valor de la misión
pastoral de la Iglesia para la recta educación de los espíritus,
comprenderán tal vez ahora mejor y estimarán más las amonestaciones de la
Iglesia que ellos desatendieron en un tiempo más fácil y seguro. Las
angustias presentes y la calamitosa situación actual constituyen una
apología tan definitiva de la doctrina cristiana, que es tal vez esta
situación la que puede mover a los hombres más que cualquier otro argumento.
Porque de este ingente cúmulo de errores y de este diluvio de movimientos
anticristianos se han cosechado frutos tan envenenados, que constituyen una
reprobación y una condenación de esos errores, cuya fuerza probativa supera
a toda refutación racional.
18. Porque, mientras las esperanzas fallan y desilusionan, la gracia divina
sonríe a las almas temblorosas: se percibe el paso del Señor (Ex 12,11) y a
la palabra del Redentor: He aquí que estoy a la puerta y llamo (Ap 3,20); se
abren con frecuencia puertas que, de otro modo, nunca se abrirían. Dios es
testigo de la ardorosa compasión, del santo gozo con que se vuelve nuestro
corazón a aquellos que, experimentando tan dolorosas pruebas, sienten nacer
en su interior el deseo impelente y saludable de la verdad, de la justicia y
de la paz cristiana. Pero, incluso hacia aquellos para quienes no ha sonado
todavía la hora de la iluminación celeste, nuestro corazón no conoce sino
amor, y nuestros labios pronuncian plegarias a Dios para que en sus almas,
indiferentes o enemigas de Cristo, haga brillar un rayo de aquella luz que
un día transformó a Saulo en Pablo, y que ha demostrado su fuerza misteriosa
precisamente en los tiempos más difíciles de la Iglesia.
19. En la hora presente, en que las calamitosas perturbaciones ocupan la
mente de todos, no es nuestro propósito exponer una refutación completa de
los errores de esta época -refutación que haremos cuando se presente ocasión
oportuna-, sino desarrollar por escrito solamente algunas observaciones
fundamentales sobre este tema.
20. Hoy día los hombres, venerables hermanos, añadiendo a las desviaciones
doctrinales del pasado nuevos errores, han impulsado todos estos principios
por un camino tan equivocado que no se podía seguir de ello otra cosa que
perturbación y ruina. Y en primer lugar es cosa averiguada que la fuente
primaria y más profunda de los males que hoy afligen a la sociedad moderna
brota de la negación, del rechazo de una norma universal de rectitud moral,
tanto en la vida privada de los individuos como en la vida política y en las
mutuas relaciones internacionales; la misma ley natural queda sepultada bajo
la detracción y el olvido.
21. Esta ley natural tiene su fundamento en Dios, creador omnipotente y
padre de todos, supremo y absoluto legislador, omnisciente y justo juez de
las acciones humanas. Cuando temerariamente se niega a Dios, todo principio
de moralidad queda vacilando y perece, la voz de la naturaleza calla o al
menos se debilita paulatinamente, voz que enseña también a los ignorantes y
aun a las tribus no civilizadas lo que es bueno y lo que es malo, lo lícito
y lo ilícito, y les hace sentir que darán cuenta alguna vez de sus propias
acciones buenas y malas ante un Juez supremo.
22. Como bien sabéis, venerables hermanos, el fundamento de toda la
moralidad comenzó a ser rechazado en Europa, porque muchos hombres se
separaron de la doctrina de Cristo, de la que es depositaria y maestra la
Cátedra de San Pedro. Esta doctrina dio durante siglos tal cohesión y tal
formación cristiana a los pueblos de Europa, que éstos, educados,
ennoblecidos y civilizados por la cruz, llegaron a tal grado de progreso
político y civil, que fueron para los restantes pueblos y continentes
maestros de todas las disciplinas. Pero desde que muchos hermanos, separados
ya de Nos, abandonaron el magisterio infalible de la Iglesia, llegaron, por
desgracia, hasta negar la misma divinidad del Salvador, dogma capital y
centro del cristianismo, acelerando así el proceso de disolución religiosa.
23. Narra el sagrado Evangelio que, cuando Jesús fue crucificado, las
tinieblas invadieron toda la superficie de la tierra (Mt 27,45); símbolo
luctuoso de lo que ha sucedido, y sigue sucediendo, cuando la incredulidad
religiosa, ciega y demasiado orgullosa de sí misma, excluye a Cristo de la
vida moderna, y especialmente de la pública y, junto con la fe en Cristo,
debilita también la fe en Dios. De aquí se sigue que todas las normas y
principios morales según los cuales eran juzgadas en otros tiempos las
acciones de la vida privada y de la vida pública, hayan caído en desuso, y
se sigue también que donde el Estado se ajusta por completo a los prejuicios
del llamado laicismo -fenómeno que cada día adquiere más rápidos progresos y
obtiene mayores alabanzas- y donde el laicismo logra substraer al hombre, a
la familia y al Estado del influjo benéfico y regenerador de Dios y de la
Iglesia, aparezcan señales cada vez más evidentes y terribles de la
corruptora falsedad del viejo paganismo. Cosa que sucede también en aquellas
regiones en las que durante tantos siglos brillaron los fulgores de la
civilización cristiana: las tinieblas se extendieron mientras crucificaban a
Jesús (Brev. Rom., Viernes Santo, resp.4).
24. Pero muchos, tal vez, al separarse de la doctrina de Cristo, no
advertían que eran engañados por el falso espejismo de unas frases
brillantes, que presentaban esta separación del cristianismo como liberación
de una servidumbre impuesta; ni preveían las amargas consecuencias que se
seguirían del cambio que venía a sustituir la verdad, que libera, con el
error, que esclaviza; ni pensaban, finalmente, que, renunciando a la ley de
Dios, infinitamente sabia y paterna, y a la amorosa, unificante y
ennoblecedora doctrina de amor de Cristo, se entregaban al arbitrio de una
prudencia humana lábil y pobre. Alardeaban de un progreso en todos los
campos, siendo así que retrocedían a cosas peores; pensaban; elevarse a las
más altas cimas, siendo así que se apartaban de su propia dignidad;
afirmaban que este siglo nuestro había de traer una perfecta madurez,
mientras estaban volviendo precisamente a la antigua esclavitud. No
percibían que todo esfuerzo humano para sustituir la ley de Cristo por algo
semejante está condenado al fracaso: Se entontecieron en sus razonamientos
(Rom 1,21) .
25. Así debilitada y perdida la fe en Dios y en el divino Redentor y apagada
en las almas la luz que brota de los principios universales de moralidad,
queda inmediatamente destruido el único e insustituible fundamento de
estable tranquilidad en que se apoya el orden interno y externo de la vida
privada y pública, que es el único que puede engendrar y salvaguardar la
prosperidad de los Estados.
26. Es cierto que, cuando los pueblos de Europa estaban vinculados por una
fraterna unión, alimentada por las instituciones y los preceptos del
cristianismo, no faltaban disensiones, ni trastornos, ni guerras asoladoras;
pero tal vez jamás como en el presente los hombres se han encontrado con un
ánimo tan quebrantado y afligido, porque ven con temor indecible la
extraordinaria dificultad para curar sus propios males. Mientras que, por el
contrario, en los siglos anteriores estaba presente en los espíritus de
todos la noción de lo justo y de lo injusto, de lo lícito y de lo ilícito;
lo cual facilita los acuerdos, refrena las pasiones desordenadas y deja
abierta la vía a una honesta inteligencia mutua. En nuestros días, sin
embargo, las disensiones no provienen únicamente del ímpetu vehemente de un
espíritu destemplado, sino más bien de una profunda perturbación e la
conciencia interior, que ha trastornado temerariamente los sanos principios
de la moral privada y pública.
27. Entre los múltiples errores que brotan, como de fuente envenenada, del
agnosticismo religioso y moral, hay dos principales que queremos proponer de
manera particular a vuestra diligente consideración, venerables hermanos,
porque hacen casi imposible, o al menos precaria e incierta, la tranquila y
pacífica convivencia de los pueblos.
28. El primero de estos dos errores, en la actualidad enormemente extendido
por desgracia, consiste en el olvido de aquella ley de mutua solidaridad y
caridad humana impuesta por el origen común y por la igualdad de la
naturaleza racional en todos los hombres, sea cual fuere el pueblo a que
pertenecen, y por el sacrificio de la redención, ofrecido por Jesucristo en
el ara de la cruz a su Padre celestial en favor de la humanidad pecadora.
29. La primera página de la Sagrada Escritura refiere con grandiosa
simplicidad que Dios, para coronar su obra creadora, hizo al hombre a su
imagen y semejanza (cf. Gén 1,26-27); y la misma Escritura enseña que el
hombre, enriquecido con dones y privilegios sobrenaturales, fue destinado a
una eterna e inefable felicidad. Refiere, además, que de la primera unión
matrimonial proceden todos los demás hombres, los cuales, como enseña la
Escritura con extraordinaria viveza y plasticidad de lenguaje, se dividieron
después en varias tribus y pueblos, diseminándose por las diversas partes
del mundo. Y enseña también que, aunque se alejaron miserablemente de su
Creador, Dios no dejó de considerarlos como hijos, a los cuales, según sus
misericordiosos designios, había de traer de nuevo un día al seno de su
amistad (cf. Gén 12,3) .
30. El Apóstol de las Gentes, como heraldo de esta verdad que hermana a los
hombres en una gran familia, anuncia estas realidades al mundo griego: Sacó
[Dios] de un mismo tronco todo el linaje de los hombres, para que habitase
la vasta extensión de la tierra, fijando el orden de los tiempos y los
limites de la habitación de cada pueblo para que buscasen a Dios (Hech 17,
26-27). Razón por la cual podemos contemplar con admiración del espíritu al
género humano unificado por la unidad de su origen común en Dios, según
aquel texto: Uno el Dios y Padre de todos, el cual está sobre todos y habita
en todos nosotros (Ef 4,6); por la unidad de naturaleza, que consta de
cuerpo material y de alma espiritual e inmortal; por la unidad del fin
próximo de todos y por la misión común que todos tienen que realizar en esta
vida presente; por la unidad de habitación, la tierra, de cuyos bienes todos
los hombres pueden disfrutar por derecho natural, para sustentarse y
adquirir la propia perfección; por la unidad del fin supremo, Dios mismo, al
cual todos deben tender, y por la unidad de los medios para poder conseguir
este supremo fin.
31. Y el mismo Apóstol de las Gentes demuestra la unidad de la familia
humana con aquellas razones por medio de las cuales estamos unidos con el
Hijo de Dios, imagen eterna de Dios invisible, en quien todas las cosas han
sido creadas (Col 1,16); e igualmente con la unidad de la redención, que
Cristo donó a todos los hombres por medio de su acerbísima pasión, cuando
restableció la destruida amistad originaria con Dios y se constituyó
mediador celestial entre Dios y los hombres: porque uno es Dios y uno
también el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hecho hombre (1Tim
2,5).
32. Y para hacer más íntima y firme esta amistad entre Dios y la humanidad,
el Mediador universal de la salvación y de la paz, en el silencio del
cenáculo, cuando iba ya a realizar el sacrificio supremo de sí mismo,
pronunció aquellas profundas palabras que resuenan a través de los siglos, y
que a las almas carentes de amor y destrozadas por el odio muestran los
heroísmos más altos de la caridad: Este es mi precepto, que os améis los
unos a los otros, como yo os he amado (Jn 15,12) .
33. Estos puntos capitales de la verdad revelada constituyen el fundamento y
el vínculo más estrecho de la unidad común de todos los hombres, reforzados
por el amor de Dios y del Redentor divino, de quien todos reciben la salud
para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la
unidad de la fe, al conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre
perfecto según la medida de la plenitud de Cristo (cf. Ef 2, 12.13) .
34. Por lo cual, si consideramos atentamente esta unidad de derecho y de
hecho de toda la humanidad, los ciudadanos de cada Estado no se nos muestran
desligados entre sí, como granos de arena, sino más bien unidos entre sí en
un conjunto orgánicamente ordenado, con relaciones variadas, según la
diversidad de los tiempos, en virtud del impulso y del destino natural y
sobrenatural. Y si bien los pueblos van desarrollando formas más perfectas
de civilización y, de acuerdo con las condiciones de vida y de medio se van
diferenciando unos de otros, no por esto deben romper la unidad de la
familia humana, sino más bien enriquecerla con la comunicación mutua de sus
peculiares dotes espirituales y con el recíproco intercambio de bienes, que
solamente puede ser eficaz cuando una viva y ardiente caridad cohesiona
fraternalmente a todos los hijos de un mismo Padre y a todos los hombres
redimidos por una misma sangre divina.
35. La Iglesia de Jesucristo, como fidelísima depositaria de la vivificante
sabiduría divina, no pretende menoscabar o menospreciar las características
particulares que constituyen el modo de ser de cada pueblo; características
que con razón defienden los pueblos religiosa y celosamente como sagrada
herencia. La Iglesia busca la profunda unidad, configurada por un amor
sobrenatural en el que todos los pueblos se ejerciten intensamente, no busca
una uniformidad absoluta, exclusivamente externa, que debilite las fuerzas
naturales propias. Todas las normas y disposiciones que sirven para el
desenvolvimiento prudente y para el aumento equilibrado de las propias
energías y facultades -que nacen de las más recónditas entrañas de toda
estirpe-, la Iglesia las aprueba y las secunda con amor de madre, con tal
que no se opongan a las obligaciones que impone el origen común y el común
destino de todos los hombres. Proceder demostrado repetidas veces por el
inmenso esfuerzo que realizan los predicadores en los territorios de
misiones. La Iglesia confiesa que esta finalidad es como la estrella polar,
a la cual dirige su vista en el camino de su apostolado universal. Estos
predicadores de la palabra divina, con un sinnúmero de investigaciones
realizadas a lo largo de los siglos con ingente trabajo y suma consagración,
procuraron conocer a fondo la civilización y las instituciones de los
pueblos más diversos y cultivar y favorecer sus cualidades espirituales para
que el Evangelio de Cristo obtuviere allí con mayor facilidad frutos más
abundantes. Todo lo que en las costumbres de un pueblo no se halla
indisolublemente ligado a errores y supersticiones, encuentra siempre un
examen benévolo, y, en cuanto es posible, es conservado y favorecido por la
Iglesia. Nuestro inmediato predecesor, de santa memoria, en una cuestión de
este género que requería mucha prudencia y consejo, adoptó una noble
decisión que constituye una perenne alabanza de su aguda inteligencia y del
ardor de su espíritu apostólico. No es necesario declararos, venerables
hermanos, que Nos continuaremos sin vacilación por este mismo camino. Todos
aquellos que ingresan en la Iglesia católica, sean cuales sean su origen y
su lengua, deben tener por seguro que todos ellos disfrutan de los mismos
derechos de hijos en la casa del Padre, donde todos gozan de la ley y de la
paz de Cristo. Para realizar progresivamente estas normas de igualdad, la
Iglesia selecciona de entre los pueblos indígenas algunos hombres escogidos
que aumenten gradualmente el sacerdocio y el episcopado en su propia nación.
Y por esta causa, es decir, para dar a nuestras intenciones una demostración
palpable, hemos escogido la próxima fiesta de Cristo Rey para elevar a la
dignidad episcopal, sobre el sepulcro del Príncipe de los Apóstoles, a doce
sacerdotes representantes de sus propios pueblos y estirpes.
36. De esta manera, mientras una dura contienda hace sufrir a las almas y
divide la unidad de la familia humana, este rito solemne dará a entender a
todos nuestros hijos, diseminados por el mundo, que la doctrina, la acción y
la voluntad de la Iglesia jamás podrán ser contrario a la predicación del
Apóstol de las Gentes: Vestíos del [hombre] nuevo, que por el conocimiento
de la fe se renueva según la imagen de Aquel que lo ha criado; para El no
existe griego ni judío, circunciso o incircunciso, bárbaro o escita, esclavo
o libre, sino que Cristo está en todo y en todos.(Col 3,10-11)
37. Juzgamos necesaria aquí una advertencia: la conciencia de una universal
solidaridad fraterna, que la doctrina cristiana despierta y favorece, no se
opone al amor, a la tradición y a las glorias de la propia patria, ni
prohíbe el fomento de una creciente prosperidad y la legítima producción de
los bienes necesarios, porque la misma doctrina nos enseña que en el
ejercicio de la caridad existe un orden establecido por Dios, según el cual
se debe amar más intensamente y se debe ayudar preferentemente a aquellos
que están unidos a nosotros con especiales vínculos. El divino Maestro en
persona dio ejemplo de esta manera de obrar, amando con especial amor a su
tierra y a su patria y llorando tristemente a causa de la inminente ruina de
la Ciudad Santa. Pero el amor a la propia patria, que con razón debe ser
fomentado, no debe impedir, no debe ser obstáculo al precepto cristiano de
la caridad universal, precepto que coloca igualmente a todos los demás y su
personal prosperidad en la luz pacificadora del amor.
38. Esta maravillosa doctrina ha contribuido de muchas maneras al progreso
civil y religioso de la humanidad. Porque los heraldos de esta doctrina,
animados de una ardorosa caridad sobrenatural, no sólo roturaron terrenos e
intentaron curar toda clase de enfermedades, sino que principalmente
procuraron levantar las almas de aquellos que estaban a ellos confiados a
las realidades divinas, conformarlos a éstas y elevarlos hasta las cumbres
más altas de la santidad, donde todo se ve en la claridad de la mirada
simplicísima de Dios. Levantaron monumentos y templos, que demuestran a que
alturas tan grandes eleva el ideal de la perfección cristiana; pero sobre
todo, hicieron de los hombres, sabios e ignorantes, poderosos o débiles,
templos vivos de Dios y sarmientos de aquella vid que es Cristo.
Transmitieron a las generaciones venideras los tesoros del arte y de la
sabiduría antiguos, pero su principal propósito fue éste: hacer a estas
generaciones partícipes de aquel inefable don de la sabiduría eterna, que
une a los hombres, hijos de Dios por la gracia, con los vínculos de una
fraterna amistad.
39. Pero si el olvido de la ley, venerables hermanos, que manda amar a todos
los hombres y que, apagando los odios y disminuyendo desavenencias, es la
única que puede consolidar la paz, es fuente de tantos y tan gravísimos
males para la pacífica convivencia de los pueblos, sin embargo, no menos
nocivo para el bienestar de las naciones y de toda la sociedad humana es el
error de aquellos que con intento temerario pretenden separar el poder
político de toda relación con Dios, del cual dependen, como de causa primera
y de supremo señor, tanto los individuos como las sociedades humanas; tanto
más cuanto que desligan el poder político de todas aquellas normas
superiores que brotan de Dios como fuente primaria y atribuyen a ese mismo
poder una facultad ilimitada de acción entregándola exclusivamente al lábil
y fluctuante capricho o a las meras exigencias configuradas por las
circunstancias históricas y por el logro de ciertos bienes particulares.
40. Despreciada de esta manera la autoridad de Dios y el imperio de su ley,
se sigue forzosamente la usurpación por el poder político de aquella
absoluta autonomía que es propia exclusivamente del supremo Hacedor, y la
elevación del Estado o de la comunidad social, puesta en el lugar del mismo
Creador, como fin supremo de la vida humana y como norma suprema del orden
jurídico y moral; prohibiendo así toda apelación a los principios de la
razón natural y de la conciencia cristiana.
41. No ignoramos, es verdad, que los principios erróneos de esta concepción
no siempre ejercen absolutamente su influjo en la vida moral; cosa que
sucede principalmente cuando la tradición de una vida cristiana, de la que
se han nutrido durante siglos los pueblos, ha echado, aunque no se advierta,
hondas raíces en las almas. A pesar de lo cual, hay que advertir con
insistente diligencia la esencial insuficiencia y fragilidad de toda norma
de vida social que se apoye sobre un fundamento exclusivamente humano, se
inspire en motivos meramente terrenos y haga consistir toda su fuerza eficaz
en la sanción de una autoridad puramente externa.
42. Donde se rechaza la dependencia del derecho humano respecto del derecho
divino, donde no se apela más que a una apariencia incierta y ficticia de
autoridad terrena y se reivindica una autonomía jurídica regida únicamente
por razones utilitarias, no por una recta moral, allí el mismo derecho
humano pierde necesariamente, en el agitado quehacer de la vida diaria, su
fuerza interior sobre los espíritus; fuerza sin la cual el derecho no puede
exigir de los ciudadanos el reconocimiento debido ni los sacrificios
necesarios.
43. Bien es verdad que a veces el poder público, aunque apoyado sobre
fundamentos tan débiles y vacilantes, puede conseguir por casualidad y por
la fuerza de las circunstancias, ciertos éxitos materiales que provocan la
admiración de los observadores superficiales; pero llega necesariamente el
momento en que aparece triunfante aquella ineluctable ley que tira por
tierra todo cuanto se ha construido velada o manifiestamente sobre una razón
totalmente desproporcionada, esto es, cuando la grandeza del éxito externo
alcanzado no responde en su vigor interior a las normas de una sana moral.
Desproporción que aparece por fuerza siempre que la autoridad política
desconoce o niega el dominio del Legislador supremo, que, al dar a los
gobernantes el poder, les ha señalado también los límites de este mismo
poder.
44. Porque el poder político, como sabiamente enseña en la encíclica
Immortale Dei nuestro predecesor León XIII, de piadosa memoria, ha sido
establecido por el supremo Creador para regular la vida pública según las
prescripciones de aquel orden inmutable que se apoya y es regido por
principios universales; para facilitar a la persona humana, en esta vida
presente, la consecución de la perfección física, intelectual y moral, y
para ayudar a los ciudadanos a conseguir el fin sobrenatural, que constituye
su destino supremo.
45. El Estado, por tanto, tiene esta noble misión: reconocer, regular y
promover en la vida nacional las actividades y las iniciativas privadas de
los individuos; dirigir convenientemente estas actividades al bien común, el
cual no puede quedar determinado por el capricho de nadie ni por la
exclusiva prosperidad temporal de la sociedad civil, sino que debe ser
definido de acuerdo con la perfección natural del hombre, a la cual está
destinado el Estado por el Creador como medio y como garantía.
46. El que considera el Estado como fin al que hay que dirigirlo todo y al
que hay que subordinarlo todo, no puede dejar de dañar y de impedir la
auténtica y estable prosperidad de las naciones. Esto sucede lo mismo en el
supuesto de que esta soberanía ilimitada se atribuya al Estado como
mandatario de la nación, del pueblo o de una clase social, que en el
supuesto de que el Estado se apropie por sí mismo esa soberanía, como dueño
absoluto y totalmente independiente.
47. Porque, si el Estado se atribuye y apropia las iniciativas privadas,
estas iniciativas -que se rigen por múltiples normas peculiares y propias,
que garantizan la segura consecución del fin que les es propio- pueden
recibir daño, con detrimento del mismo bien público, por quedar arrancadas
de su recta ordenación natural, que es la actividad privada responsable.
48. De esta concepción teórica y práctica puede surgir un peligro:
considerar la familia, fuente primera y necesaria de la sociedad humana, y
su bienestar y crecimiento, como institución destinada exclusivamente al
dominio político de la nación, y se corre también el peligro de olvidar que
el hombre y la familia son, por su propia naturaleza, anteriores al Estado,
y que el Criador dio al hombre y a la familia peculiares derechos y
facultades y les señaló una misión, que responde a inequívocas exigencias
naturales.
49. Según esta concepción política, la educación de las nuevas generaciones
no pretende un desarrollo equilibrado y armónico de las fuerzas físicas,
intelectuales y morales, sino la formación unilateral y el fomento excesivo
de aquella virtud cívica que se considera necesaria para el logro del éxito
político, por lo cual son menos cultivadas las virtudes de la nobleza, de la
humanidad y del respeto, como si éstas deprimiesen la gallarda fortaleza de
los temperamentos jóvenes.
50. Por todo lo cual, se alzan ante nuestra vista los tremendos peligros que
tememos puedan venir sobre la actual y las futuras generaciones, de la
disminución y de la progresiva abolición de los derechos de la familia.
Juzgamos, por tanto, obligación nuestra, impuesta por la conciencia del
deber exigido por nuestro grave ministerio apostólico, defender religiosa y
abiertamente estos derechos de la familia; porque nadie, sin duda, padece
tan amargamente como la familia las angustias de nuestro tiempo, tanto
materiales como espirituales, y los múltiples errores con sus dolorosas
consecuencias. Hasta tal punto es esto así, que el paso diario de las
desgracias y la indigencia creciente por todas partes, tan luctuosa que tal
vez ningún siglo anterior la experimentó mayor, y cuya razón o necesidad
verdadera son consecuencia imposibles de discernir, resultan hoy
intolerables sin una firmeza y una grandeza de alma capaz de despertar la
admiración universal. Los que, por el ministerio pastoral que desempeñan,
ven los repliegues íntimos de la conciencia y pueden conocer las lágrimas
ocultas de las madres, el callado dolor de los padres y las innumerables
amarguras -de las que ninguna estadística pública habla ni puede hablar-,
ven con mirada hondamente preocupada el crecimiento cada día mayor de este
cúmulo de sufrimientos, y saben muy bien que las tenebrosas fuerzas de la
impiedad, cuya única finalidad es, abusando de la dura situación, la
revolución y el trastorno social, están al acecho buscando la oportunidad
que les permita realizar sus impíos propósitos.
51. ¿Qué hombre sensato, prudente, en esta grave situación, negará al Estado
unos derechos más amplios que los ordinarios, que respondan a la situación y
con los que se pueda atender a las necesidades del pueblo? Sin embargo, el
orden moral establecido por Dios exige que se determine con todo cuidado,
según la norma del bien común, la licitud o ilicitud de las medidas que
aconsejen los tiempos como también la verdadera necesidad de estas medidas.
52. De todos modos, cuanto más gravosos son los sacrificios materiales
exigidos por el Estado a los ciudadanos y a la familia tanto más sagrados e
inviolables deben ser para el Estado los derechos de las conciencias. El
Estado puede exigir los bienes y la sangre pero nunca el alma redimida por
Dios. Por esta razón, la misión que Dios ha encomendado a los padres de
proveer al bien temporal y al bien eterno de la prole y de procurar a los
hijos una adecuada formación religiosa, nadie puede arrebatarla a los padres
sin una grave lesión del derecho. Esta adecuada formación debe, sin duda,
tener también como finalidad preparar la juventud para la aceptación de
aquellos deberes de noble patriotismo, con cuyo cumplimiento inteligente,
voluntario y alegre s e demuestre prácticamente el amor a la tierra patria.
Pero, por otra parte, una educación de la juventud que se despreocupe, con
olvido voluntario, de orientar la mirada de la juventud también a la patria
sobrenatural, será totalmente injusta tanto contra la propia juventud como
contra los deberes y los derechos totalmente inalienables de la familia
cristiana; y, consiguientemente, por haberse incurrido en una
extralimitación, el mismo bien del pueblo y del Estado exige que se pongan
los remedios necesarios. Una educación semejante podrá, tal vez, parecer a
los gobernantes responsables de ella una fuente de aumento de fuerza y de
vigor; pero las tristes consecuencias que de aquélla se deriven demostrarán
su radical falacia. El crimen de lesa majestad contra el Rey de los reyes y
Señor de los que dominan (1Tim 6,15; Ap 19,16) cometido con una educación de
los niños indiferente y contraria al espíritu y a sentimiento cristianos, al
estorbar e impedir el precepto de Jesucristo: Dejad que los niños vengan a
mí (Mc 10,14), producirá, sin duda alguna, frutos amarguísimos. Por el
contrario, el Estado que libera estas preocupaciones a las madres y a los
padres cristianos, entristecidos por esta clase de peligros, y mantiene
enteros los derechos de la familia, fomenta la paz interna del Estado y
asienta el fundamento firme sobre el cual podrá levantarse la futura
prosperidad de la patria. Las almas de los hijos que Dios entregó a los
padres, purificadas con el bautismo y señaladas con el sello real de
Jesucristo, son como un tesoro sagrado, sobre el que vigila con amor
solícito el mismo Dios. El divino Redentor, que dijo a los apóstoles: Dejad
que los niños vengan a mí, no obstante su misericordiosa bondad, ha
amenazado con terribles castigos a los que escandalizan a los niños, objeto
predilecto de su corazón. Y ¿qué escándalo puede haber más dañoso, qué
escándalo puede haber más criminal y duradero que una educación moral de la
juventud dirigida equivocadamente hacia una meta que, totalmente alejada de
Cristo, camino, verdad y vida, conduce a una apostasía oculta o manifiesta
del divino Redentor? Este divino Redentor que se le roba criminalmente a las
nuevas generaciones presentes y futuras es el mismo que ha recibido de su
Eterno Padre todo poder y tiene en sus manos el destino de los Estados, de
los pueblos y de las naciones. El cese o la prolongación de la vida de los
Estados, el crecimiento y la grandeza de los pueblos, todo depende
exclusivamente de Cristo. De todo cuanto existe en la tierra, sólo el alma
es inmortal. Por eso, un sistema educativo que no respete el recinto sagrado
de la familia cristiana, protegido por la ley de Dios; que tire por tierra
sus bases y cierre a la juventud el camino hacia Cristo, para impedirle
beber el agua en las fuentes del Salvador (cf Is 12,3), y que, finalmente,
proclame la apostasía de Cristo y de la Iglesia como señal de fidelidad a la
nación o a una clase determinada, este sistema, sin duda alguna al obrar
así, pronunciará contra sí mismo la sentencia de condenación y experimentará
a su tiempo la ineluctable verdad del aviso del profeta: Los que se apartan
de ti serán escritos en la tierra (Jer 17,13) .
53. La concepción que atribuye al Estado un poder casi infinito, no sólo es,
venerables hermanos, un error pernicioso para la vida interna de las
naciones y para el logro armónico de una prosperidad creciente, sino que es
además dañosa para las mutuas relaciones internacionales, porque rompe la
unidad que vincula entre sí a todos los Estados, despoja al derecho de
gentes de todo firme valor, abre camino a la violación de los derechos
ajenos y hace muy difícil la inteligencia y la convivencia pacífica.
54. Porque el género humano, aunque, por disposición del orden natural
establecido por Dios, está dividido en grupos sociales, naciones y Estados,
independientes mutuamente en lo que respecta a la organización de su régimen
político interno, está ligado, sin embargo, con vínculos mutuos en el orden
jurídico y en el orden moral y constituye una universal comunidad de
pueblos, destinada a lograr el bien de todas las gentes y regulada por leyes
propias que mantienen su unidad y promueven una prosperidad siempre
creciente.
55. Ahora bien: todos ven fácilmente que aquellos supuestos derechos del
Estado, absolutos y enteramente independientes, son totalmente contrarios a
esta inmanente ley natural; más aún, la niegan radicalmente, es igualmente
evidente que esos derechos absolutos entregan al capricho de los gobernantes
del Estado las legítimas relaciones internacionales e impiden al mismo
tiempo la posibilidad de una unión verdadera y de una colaboración fecunda
en el orden de los intereses generales. Porque, venerables hermanos, las
relaciones internacionales normales y estables, la amistad internacional
fructuosa exigen que los pueblos reconozcan y observen los principios
normativos del derecho natural regulador de la convivencia internacional.
Igualmente, estos principios exigen el respeto íntegro de la libertad de
todos y la concesión a todos de aquellos derechos que son necesarios para la
vida y para el desenvolvimiento progresivo de una prosperidad por el camino
del sano progreso civil; exigen por último, la fidelidad íntegra e
inviolable a los pactos estipulados y sancionados de acuerdo con las normas
del derecho de gentes.
56. No cabe duda que el presupuesto indispensable de toda pacífica
convivencia entre los pueblos y la condición indispensable de las relaciones
jurídicas del derecho público vigentes entre los pueblos es la mutua
confianza, la general persuasión de que todas las partes deben ser fieles a
la palabra empeñada; la admisión, finalmente, por todos de la verdad de este
principio: Es mejor la sabiduría que las armas bélicas (Ecl 9,18), y,
además, la disposición de ánimo para discutir e investigar los propios
intereses y no para solucionar las diferencias con la amenaza de la fuerza
cuando surjan demoras, controversias, dificultades y cambios, cosas todas
que pueden nacer no solamente de mala voluntad, sino también del cambio de
las circunstancias y del cruce de intereses opuestos.
57. Pero separar el derecho de gentes del derecho divino para apoyarlo en la
voluntad autónoma del Estado como fundamento exclusivo, equivale a destronar
ese derecho del solio de su honor y de su firmeza y entregarlo a la
apresurada y destemplada ambición del interés privado y del egoísmo
colectivo, que sólo buscan la afirmación de sus derechos propios y la
negación de los derechos ajenos.
58. Hay que afirmar, es cierto, que, con el transcurso del tiempo y el
cambio substancial de las circunstancias -no previstas y tal vez
imprevisibles al tiempo de la estipulación-, un tratado entero o alguna de
sus cláusulas pueden resultar o pueden parecer injustas, o demasiado
gravosas, o incluso inaplicables para alguna de las partes contratantes. Si
esto llega a suceder, es necesario recurrir a tiempo a una leal discusión
para modificar en lo que sea conveniente o sustituir por completo el pacto
establecido. Pero considerar los convenios ratificados como cosa efímera y
caduca y atribuirse la tácita facultad de rescindirlos cuando la propia
utilidad parezca aconsejarlo, o atribuirse la facultad de quebrantarlos
unilateralmente, sin consultar a la otra parte contratante, es un proceder
que echa por tierra la seguridad de la confianza recíproca entre los
Estados, de esta manera queda totalmente derribado el orden natural y los
pueblos quedan separados por un inmenso vacío, imposible de salvar.
59. Hoy día, venerables hermanos, todos miran con espanto el cúmulo de males
al que han llevado los errores y el falso derecho de que hemos hablado y sus
consecuencias prácticas. Se ha desvanecido el espejismo de un falso e
indefinido progreso, que engañaba a muchos; la trágica actualidad de las
ruinas presentes parece despertar de su sueño a los que seguían dormidos,
repitiendo la sentencia del profeta: Sordos, oíd, y, ciegos, mirad (Is
42,18). Lo que externamente parecía ordenado, en realidad no era otra cosa
que una perturbación general invasora de todo; perturbación que ha alcanzado
a las mismas normas de la vida moral, una vez que éstas, separadas de la
majestad de la ley divina, han contaminado todos los campos de la actividad
humana. Pero dejemos ahora el pasado y volvamos los ojos hacia ese porvenir
que, según las promesas de aquellos que tienen en sus manos los destinos de
los pueblos -cuando cesen los sangrientos conflictos presentes-, traerá
consigo una nueva organización, fundada en la justicia y en la prosperidad.
Pero ¿es que acaso ese porvenir será en realidad diverso, y, lo que es más
importante, llegará a ser mejor y más feliz? Los nuevos tratados de paz y el
establecimiento de un nuevo orden internacional que surgirán cuando termine
la guerra, ¿estarán acaso animados de la justicia y de la equidad hacia
todos y de un espíritu pacífico y restaurador, o constituirán más bien una
luctuosa repetición de los errores antiguos y de los errores recientes? Es
totalmente vano, es engañoso, y la experiencia lo demuestra, poner la
esperanza de un nuevo orden exclusivamente en la conflagración bélica y en
el desenlace final de ésta. El día de la victoria es un día de triunfo para
quien tiene la fortuna de conseguirla; pero es al mismo tiempo una hora de
peligro mientras el ángel de la justicia lucha con el demonio de la
violencia. Porque, con demasiada frecuencia, el corazón del vencedor se
endurece, y la moderación y la prudencia sagaz y previsora se le antojan
enfermiza debilidad de ánimo. Y, además, la excitación de las pasiones
populares, exacerbadas por los innumerables y enormes sacrificios y
sufrimientos soportados, muchas veces parece anublar la vista de los hombres
responsables de las determinaciones, y les hace cerrar sus oídos a la
amonestadora voz de la equidad humana que parece vencida o extinguida por el
inhumano clamor de ¡Ay de los vencidos! Por este motivo, si en tales
circunstancias se adoptan resoluciones y se toman decisiones judiciales
sobre las cuestiones planteadas, puede suceder que auténticos hechos
injustos tengan la mera apariencia de una externa justicia.
60. La salvación de los pueblos, venerables hermanos, no nace de los medios
externos, no nace de la espada, que puede imponer condiciones de paz, pero
no puede crear la paz. Las energías que han de renovar la faz de la tierra
tienen que proceder del interior de las almas. El orden nuevo del mundo que
regirá la vida nacional y dirigirá las relaciones internacionales -cuando
cesen las crueles atrocidades de esta guerra sin precedentes-, no deberá en
adelante apoyarse sobre la movediza e incierta arena de normas efímeras,
inventadas por el arbitrio de un egoísmo utilitario, colectivo o individual,
sino que deberá levantarse sobre el inconcluso y firme fundamento del
derecho natural y de la revelación divina. Es aquí donde debe buscar el
legislador el espíritu de equilibrio y la conciencia de su responsabilidad,
sin los cuales fácilmente se desconocen los límites exactos que separan el
uso legítimo del uso ilegítimo del poder. Únicamente así tendrán sus
determinaciones consistencia interna, noble dignidad y sanción religiosa, y
no servir meramente para satisfacer las exigencias del egoísmo y de las
pasiones humanas. Porque, si bien es verdad que los males que aquejan
actualmente a la humanidad provienen de una perturbada y desequilibrada
economía y de la enconada lucha por una más equitativa distribución de los
bienes que Dios ha concedido a los hombres para el sustento y progreso de
éstos, sin embargo, es un hecho evidente que la raíz de estos males es más
profunda, pues toca a la creencia religiosa y a los principios normativos
del orden moral, corrompidos y destruidos por haberse separado
progresivamente los pueblos de la moral verdadera, de la unidad de la fe y
de la enseñanza cristiana que en otro tiempo procuró y logró con su
infatigable y benéfica labor la Iglesia. La reeducación de la humanidad, si
quiere ser efectiva, ha de quedar saturada de un espíritu principalmente
religioso; ha de partir de Cristo como fundamento indispensable, ha de tener
como ejecutor eficaz una íntegra justicia y como corona la caridad.
61. Llevar a cabo esta obra de renovación espiritual, que deberá adaptar sus
medios al cambio de los tiempos y al cambio de las necesidades del género
humano, es deber principalmente de la materna misión de la Iglesia. La
predicación del Evangelio, que le ha confiado su divino Fundador, con la
cual se inculcan a los hombres los preceptos de la verdad, de la justicia y
de la caridad, e igualmente el esfuerzo por arraigar sólida y profundamente
estos preceptos en las almas, son medios tan idóneos para el logro de la
paz, es una labor tan noble y eficaz, que no hay ni puede haber otros que se
les igualen. Esta misión, por su amplitud y su gravedad, debería, a primera
vista, desalentar los corazones de los miembros de la Iglesia militante; sin
embargo, el procurar con todas las fuerzas posibles la difusión del reino de
Dios -misión realizada por la Iglesia a lo largo de los siglos de modos muy
diversos, no sin graves y duras dificultades- es un deber al que están
obligados todos cuantos, liberados por la gracia del Señor de la esclavitud
de Satanás, han sido llamados por medio del santo bautismo a formar parte
del reino de Dios. Y si el formar parte de este reino, y el vivir conforme a
su espíritu, y el trabajar por su difusión y por hacer asequibles sus bienes
espirituales a un número cada vez mayor de hombres, exigen en nuestros días
tener que luchar con toda clase de oposiciones y de dificultades
perfectamente organizadas y tan serias como tal vez jamás lo han sido en
tiempos anteriores, esto no dispensa a los fieles de la franca y valerosa
profesión de la fe católica, sino que más bien los estimula incesantemente a
mantenerse firmes en la defensa de su causa, aun a costa de la pérdida de
los propios bienes y del sacrificio de la propia vida. El que vive del
espíritu de Cristo no se abate por las dificultades que surgen, sino que,
totalmente confiado en Dios, soporta con ánimo esforzado toda clase de
trabajos; no huye las angustias ni las necesidades de la hora presente, sino
que sale a su encuentro, dispuesto siempre a ayudar con aquel amor que, más
fuerte que la muerte, no rehúye el sacrificio ni se deja ahogar por el
oleaje de las tribulaciones.
62. Nos sentimos, venerables hermanos, un íntimo consuelo y un gozo
sobrenatural, y diariamente damos a Dios gracias por ello, al contemplar en
todas las regiones del mundo católico evidentes y heroicos ejemplos de un
encendido espíritu cristiano, que valerosamente se enfrenta con todas las
exigencias de nuestra época y que con noble esfuerzo procura alcanzar la
propia santificación -que es lo primero y lo esencial- y desarrolla una
labor de iniciativas apostólicas para aumentar el reino de Dios. De los
frecuentes congresos eucarísticos, promovidos sin descanso por nuestros
predecesores con suma solicitud, y de la colaboración de los seglares,
formados eficazmente por la Acción Católica en el profundo convencimiento de
su misión, brotan fuentes de gracia y de virtudes tan abundantes, que en un
siglo como el presente, que parece multiplicar las amenazas y provocar
necesidades cada vez mayores, y mientras el cristianismo se ve atacado con
virulencia cada día mayor por las fuerzas de la impiedad, tienen tanta
importancia y oportunidad, que difícilmente pueden ser estimados en su
verdadero valor.
63. Hoy día, en que, por desgracia, el número de sacerdotes es inferior al
número de necesidades que deben cubrir, y en que se aplica también la
palabra del Salvador: La mies es mucha y los operarios pocos (Mt 9,37; Lc
10,2), la colaboración de los seglares prestada a la Jerarquía eclesiástica,
y cada día creciente y animada de un ardiente celo y de una total entrega,
ofrece a los ministros sagrados una valiosa fuerza auxiliar y promete tales
frutos que justifican las más bellas esperanzas. La súplica de la Iglesia
dirigida al Señor de la mies para que envíe operarios a su viña (Mt 9,38; Lc
10,2) parece haber sido oída de la manera que convenía a las necesidades de
la hora presente, supliendo felizmente y completando el trabajo, muchas
veces insuficiente y obstaculizado, del apostolado sacerdotal. Grupos
fervorosos de hombres y mujeres, de jóvenes de ambos sexos, obedientes a la
voz del Sumo Pontífice y a las normas de sus respectivos obispos, se
consagran con todo el ardor de su espíritu a las obras del apostolado, para
devolver a Cristo las masas populares, que, por desgracia, se habían alejado
de Él. A ellos vayan dirigidos, en este momento tan grave para la Iglesia y
para la humanidad, nuestro saludo paterno, nuestro sentido agradecimiento, y
sepan que Nos les seguimos con paterna y confiada esperanza. Ellos, que
siguen con amor la bandera de Cristo Rey y le han consagrado su persona, su
vida y su obra, pueden apropiarse justamente las palabras del salmista: Yo
consagro mis obras al Rey (Sal 44,1); y no sólo con la oración, sino también
con las obras procuran realizar la venida del reino de Dios. En todas las
clases y categorías sociales, esta colaboración de los seglares con el
sacerdocio encierra valiosas energías, a las que está confiada una misión,
que los corazones nobles y fieles no pueden desear más alta y consoladora.
Este trabajo apostólico, realizado según el espíritu y las normas de la
Iglesia, consagra al seglar como ministro de Cristo, en el sentido que San
Agustín explica de esta manera: «Cuando oís, hermanos, decir al Señor: Donde
estoy yo, allí estará también mi ministro, no penséis únicamente en los
obispos y clérigos santos. También vosotros, a vuestra manera, sed ministros
de Cristo, viviendo bien, haciendo limosna, predicando a cuantos podáis su
nombre y su doctrina, para que cada uno, aun el padre de familia reconozca
en este nombre que debe un amor paterno a su familia. Por Cristo y por la
vida eterna, a todos los suyos debe amonestar, enseñar, exhortar, corregir,
usar con ellos de benevolencia, ejercitar la disciplina; de esta manera
desempeñará en su casa un oficio eclesiástico y en cierto modo episcopal,
sirviendo a Cristo para vivir eternamente con Él» (In Evang. Joan., tract.
52,18s) .
64. Hay que advertir aquí que la familia tiene una parte muy principal en el
fomento de esta colaboración de los seglares, tan importante, como hemos
dicho, en nuestros tiempos, porque el gobierno equilibrado de la familia
ejerce un influjo extraordinario en la formación espiritual de los hijos.
Mientras en el hogar doméstico brille la llama sagrada de la fe cristiana y
los padres imbuyan con esta fe las almas de los hijos, no hay duda alguna
que nuestra juventud estará siempre dispuesta a reconocer prácticamente la
realeza de Jesucristo y a oponerse valiente y virilmente a todos cuantos
intenten desterrar al Redentor de la sociedad humana y profanar
sacrílegamente sus sagrados derechos. Donde se cierran las iglesias, donde
se quitan de las escuelas y de la enseñanza la imagen de Jesús crucificado,
queda el hogar familiar como el único refugio impenetrable de la vida
cristiana, preparado providencialmente por la benignidad divina. Damos
infinitas gracias a Dios al ver el número innumerable de familias que
cumplen esta misión con una fidelidad que no se deja amedrentar ni por los
ataques ni por los sacrificios. Un poderoso ejército de jóvenes de ambos
sexos, aun en aquellas regiones en las que la fe en Cristo implica una
persecución inicua y toda clase de sufrimientos, permanece impávido junto al
trono del Redentor con una fortaleza tan segura que hace recordar los
heroicos ejemplos del martirologio cristiano. Si en todas partes se diera a
la Iglesia, maestra de la justicia y de la caridad, la libertad de acción a
la que tiene un sagrado e incontrovertible derecho en virtud del mandato
divino, brotarían por todas partes riquísimas fuentes de bienes, nacería la
luz para las almas y un orden tranquilo para los Estados, se tendrían
fuerzas necesariamente valiosas para promover la auténtica prosperidad del
género humano. Y si los esfuerzos que tienden a establecer una paz
definitiva en el interior de los Estados y en la vida internacional se
dejasen regular por las normas del Evangelio -que predican y subrayan el
amor cristiano frente al inmoderado afán de los intereses propios que sacude
a los individuos y a las masas-, se evitarían, sin duda alguna, muchas y
graves desdichas y se concedería a la humanidad una tranquila felicidad.
65. Porque entre las leyes reguladoras de la vida cristiana y los postulados
de una auténtica humanidad fraterna no existe oposición, sino consonancia
recíproca y mutuo apoyo. Nos, por consiguiente, que tanto deseamos procurar
el bien de la humanidad doliente y perturbada en el orden material y en el
orden espiritual, no tenemos mayor deseo que el de que las actuales
angustias abran los ojos de muchos para que consideren atentamente en su
verdadera luz a Jesucristo, Señor nuestro, y la misión de su Iglesia sobre
la tierra, y que todos cuantos rigen el timón del Estado dejen libre el
camino a la Iglesia para que ésta pueda así trabajar en la formación de una
nueva época, según los principios de la justicia y de la paz. Esta obra de
paz exige que no se pongan obstáculos al ejercicio de la misión confiada por
Dios a la Iglesia; que no se limite injustamente el campo de su actividad;
que no se substraigan, por último, las masas, y especialmente la juventud, a
su benéfico influjo. Por lo cual Nos, como representante en la tierra de
Aquel que fue llamado por el profeta Príncipe de la Paz (Is 9,6), exhortamos
y conjuramos a los gobernantes y a todos los que de alguna manera tienen
influencia en la vida política para que la Iglesia goce siempre de la plena
libertad debida, y pueda así realizar su obra educadora, comunicar a las
mentes la verdad, inculcar en los espíritus la justicia y enfervorizar los
corazones con la caridad divina de Cristo.
66. Porque, así como la Iglesia no puede renunciar al ejercicio de su
misión, que consiste en realizar en la tierra el plan divino de restaurar en
Cristo todas las cosas de los cielos y de la tierra (Ef 1,10), así también
su obra resulta hoy día más necesaria que nunca, pues la experiencia nos
enseña que los medios puramente externos, las precauciones humanas y los
expedientes políticos no pueden dar lenitivo alguno eficaz a los gravísimos
males que aquejan a la humanidad.
67. Aleccionados por el doloroso fracaso de los esfuerzos humanos dirigidos
a impedir y frenar las tempestades que amenazan destruir la civilización
humana, muchos dirigen su mirada, con renovada esperanza, a la Iglesia,
ciudadela de la verdad y del amor y a esta Cátedra de San Pedro, que saben
puede restituir al género humano aquella unidad de doctrina religiosa y
moral que en los siglos pasados dio consistente seguridad a una tranquila
relación de convivencia entre los pueblos. A esta unidad miran con encendida
nostalgia tantos hombres, responsables del destino de las naciones, que
experimentan diariamente la falsía de aquellas realidades en las que un día
cifraron su gran confianza; unidad que innumerables multitudes de hijos
nuestros ansían ardientemente, los cuales invocan a diario al Dios de la paz
y del amor (cf. 2Cor 13,11), unidad que anhelan, finalmente, tantos
espíritus nobles separados de Nos, que en su hambre y sed de justicia y de
paz, vuelven sus ojos a la Sede de Pedro, esperando de ésta la luz y el
consejo.
68. Todos ellos reconocen la inconmovida firmeza dos voces milenaria de la
Iglesia católica en la profesión de la fe y en la defensa de la moral
cristiana, reconocen también la estrecha unidad de la jerarquía
eclesiástica, que, ligada al sucesor del Príncipe de los Apóstoles, ilumina
las mentes con la doctrina del Evangelio dirige a los hombres a la santidad
y, mientras es maternalmente condescendiente con todos, se mantiene firme,
soportando incluso los tormentos más duros y el mismo martirio, cuando hay
que decidir un asunto con aquellas palabras: Non licet!
69. No obstante, venerables hermanos, la doctrina de Cristo, que es la única
que puede dar al hombre las verdades fundamentales de la fe, y es la que
aguza las inteligencias, y enriquece las almas con la gracia sobrenatural, y
propone remedios idóneos para las graves dificultades actuales, e igualmente
la actividad apostólica de la Iglesia, que enseña a la humanidad esa misma
doctrina propagada por todo el mundo y que modela a los hombres según los
principios del Evangelio, son a veces objeto de hostiles sospechas, como si
sacudieran los quicios de la autoridad política y usurpasen los derechos de
ésta.
70. Contra estos recelos, Nos -manteniendo en todo su vigor las enseñanzas
expuestas por nuestro predecesor, de inmortal memoria, Pío XI , en su
encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1925, sobre el poder de Cristo
Rey y el poder de la Iglesia- declaramos con sinceridad apostólica que la
Iglesia es totalmente ajena a semejantes propósitos, porque la Iglesia abre
sus maternales brazos a todos los hombres, no para dominarlos políticamente,
sino para prestarles toda la ayuda que le es posible. Ni tampoco pretende la
Iglesia invadir la esfera de competencia propia de las restantes autoridades
legítimas, sino que más bien les ofrece su ayuda, penetrada del espíritu de
su divino Fundador y siguiendo el ejemplo de Aquel que pasó haciendo el bien
(Hech 10,38) .
71. La Iglesia predica e inculca el deber de obedecer y de respetar a la
autoridad terrena, que recibe de Dios su noble origen y se atiene a la
enseñanza del divino Maestro, que dice: Dad a César lo que es del César (Mt
22,21). No pretende usurpar los derechos ajenos aquella que canta en su
sagrada liturgia: No arrebata reinos mortales quien da los celestiales
(Himno de la Fiesta de la Epifanía) . La Iglesia no menoscaba las energías
humanas, sino que las levanta a las cimas más altas y nobles, formando
caracteres firmes, que nunca traicionen los deberes de su conciencia. La
Iglesia, que ha civilizado tantos pueblos y naciones nunca ha retardado el
progreso de la humanidad, sino que, por el contrario con materno orgullo se
complace en ese progreso. El fin que la Iglesia pretende ha sido declarado
de modo admirable por los ángeles sobre la cuna del Verbo encarnado cuando
cantaron gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de
buena voluntad (Lc 2,14). Esta paz, que el mundo no puede dar, el divino
Redentor la ha dejado a sus discípulos como herencia: Os dejo la paz, os doy
mi paz (Jn 14,27); esta paz la han conseguido, la consiguen y la conseguirán
innumerables hombres que han abrazado amorosamente la doctrina de Cristo,
compendiada por Él mismo en el doble precepto del amor a Dios y el amor al
prójimo. La historia de casi veinte siglos, la historia llamada sabiamente
por el gran orador maestra de la vida (Cic., Orat. 1,2,9), demuestra la
verdad de aquella sentencia de la Sagrada Escritura: No tiene paz el que
resiste a Dios (Job 9,4), porque la única piedra angular (Ef 2,20) sobre la
que tanto el Estado como el individuo pueden hallar salvación segura es
Cristo.
72. Ahora bien, como la Iglesia está fundada sobre esta piedra angular, por
esto las potencias adversarias nunca podrán destruirla, nunca podrán
debilitarla: Portae inferi non praevalebunt (Mt 16,18); las luchas internas
y externas contribuyen más bien a acrecentar su fuerza sus virtudes y, al
mismo tiempo, le proporcionan la corona gloriosa de nuevas victorias. Por el
contrario, todo otro edificio que no tenga como fundamento la doctrina de
Cristo, está levantado sobre una arena movediza, y su destino es, más pronto
o más tarde, una inevitable caída (Mt 7,26-27).
73. Mientras os escribimos, venerables hermanos, esta nuestra primera
encíclica nos parece, por muchas causas, que una hora de tinieblas (Lc
22,53) está cayendo sobre la humanidad, hora en que las tormentas de una
violenta discordia derraman la copa sangrienta de innumerables dolores y
lutos. ¿Es acaso necesario que os declaremos que nuestro corazón de Padre,
lleno de amor compasivo, está al lado de todos sus hijos, y de modo especial
al lado de los atribulados y perseguidos? Porque, aunque los pueblos
arrastrados por el trágico torbellino de la guerra hasta ahora sólo sufren
tal vez los comienzos de los dolores (Mt 24,8), sin embargo, reina ya en
innumerables familias la muerte y la desolación, el lamento y la miseria. La
sangre de tantos hombres, incluso de no combatientes, que han perecido
levanta un fúnebre llanto, sobre todo desde una amada nación, Polonia, que
por su tenaz fidelidad a la Iglesia y por sus méritos en la defensa de la
civilización cristiana, escritos con caracteres indelebles en los fastos de
la historia, tiene derecho a la compasión humana y fraterna de todo el
mundo, y, confiando en la Virgen Madre de Dios, Auxilium Christianorum,
espera el día deseado en que pueda salir salva de la tormenta presente, de
acuerdo con los principios, de una paz sólida y justa.
74. Lo que ha sucedido hace poco y está sucediendo también en estos días, se
presentaba ya a nuestros ojos como una visión anticipada cuando, no habiendo
desaparecido todavía la última esperanza de conciliación, hicimos todo lo
posible, en la medida que nos sugerían nuestro ministerio apostólico y los
medios de que disponíamos, para impedir el recurso a las armas y mantener
abierto el camino de una solución honrosa para las dos partes. Convencidos
como estábamos de que al uso de la fuerza por una parte se respondería con
el recurso a las armas por la otra, consideramos entonces obligación de
nuestro apostólico ministerio y del amor cristiano hacer todas las gestiones
posibles para evitar a la humanidad entera y a la cristiandad los horrores
que se seguirían de una conflagración mundial, aun temiendo que la
manifestación de nuestras intenciones y nuestros fines fuese mal
interpretada. Pero nuestras amonestaciones, si bien fueron escuchadas con
respetuosa atención no fueron, sin embargo, obedecidas. Y mientras nuestro
corazón de pastor mira dolorido y preocupado la gravedad de la situación, se
presenta ante nuestra vista la imagen del Buen Pastor, y, tomando sus
propias palabras, nos juzgamos obligados a repetir en su nombre a la
humanidad entera aquel lamento: ¡Si hubieses conocido... lo que te conducía
a la paz, pero ahora está oculto a tus ojos! (Lc 19,42).
75. En medio de un mundo que actualmente es tan contrario a la paz de Cristo
en el reino de Cristo, la Iglesia y sus fieles experimentan unas
dificultades que rara vez conocieron en su larga historia de luchas y
contradicciones. Pero los que precisamente en tiempos tan difíciles
permanecen firmes en su fe y tienen un corazón inquebrantable, saben que
Cristo Rey está en la hora de la prueba, que es la hora de la fidelidad, más
cerca que nunca de nosotros. Consumida por la tristeza de tantos hijos suyos
que sufren males innumerables, pero sostenida por la firme fortaleza que
proviene de las promesas divinas, la Esposa de Cristo, en medio de sus
sufrimientos, avanza al encuentro de amenazadoras tempestades. Sabe la
Iglesia que la verdad que ella anuncia y el amor que ella enseña y pone en
práctica serán los mejores estímulos y los mejores medios que tendrán a su
alcance los hombres de buena voluntad en la reconstrucción de un nuevo orden
nacional e internacional establecido según la justicia y el amor, una vez
que la humanidad, cansada del camino del error, haya saboreado hasta la
saciedad los amargos frutos del odio y de la violencia.
76. Entretanto, venerables hermanos, hay que esforzarse por que todos, y
principalmente los que sufren la calamidad de la guerra, experimenten que el
deber de la caridad cristiana, quicio fundamental del reino de Cristo, no es
palabra vacía, sino práctica realidad viviente. Un vasto campo de ocasiones
se abre hoy día a la caridad cristiana en todas sus formas. Confiamos
plenamente en que todos nuestros hijos, especialmente aquellos que se ven
libres del azote de la guerra, imitando al divino Samaritano, aliviarán en
la medida de sus fuerzas a todos los que, por ser víctimas de la guerra,
tienen derecho especial no sólo a la compasión, sino también al socorro.
77. La Iglesia católica, civitas Dei, «cuyo rey es la verdad, cuya ley la
caridad, cuya medida la eternidad» (S. Agustín, Ep CXXXVIII ad Marcellinum,
c.3 n.17), predicando la verdad cristiana, exenta de errores y de
contemporizaciones, y consagrándose con amor de madre a las obras de la
caridad cristiana destaca sobre el oleaje de los errores y de las pasiones
como una bienaventurada visión de paz y espera el día en que la omnipotente
mano de Cristo, su Rey, calme el tumulto de las tempestades y destierre el
espíritu de la discordia que las ha provocado. Todo cuanto esta a nuestro
alcance para acelerar el día en que la paloma de la paz halle dónde reposar
su pie sobre esta tierra sumergida en el diluvio de la discordia, todo ello
lo utilizaremos, confiando tanto en los hombres de Estado que antes de
desencadenarse la guerra trabajaron noblemente por alejar de los pueblos tan
terrible azote como también en los millones de hombres de todos los países y
de todas las clases sociales que piden a gritos no sólo la justicia, sino
también la caridad y la misericordia, y confiando, finalmente y sobre todo,
en Dios omnipotente, a quien diariamente dirigimos esta plegaria: A la
sombra de tus alas esperaré hasta que pase la iniquidad (Sal 56,2) .
78. Dios tiene un poder infinito; tiene en sus manos lo mismo la felicidad y
el destino de los pueblos que las intenciones de cada hombre, y dulcemente
inclina a unos y otros en la dirección que El quiere; y hasta tal punto es
esto verdad, que incluso los mismos obstáculos que se le ponen quedan
convertidos por su omnipotencia en medios idóneos para modelar el curso de
los acontecimientos y para enderezar las mentes y las voluntades de los
hombres a sus altísimos fines.
79. Orad, pues, a Dios, venerables hermanos; orad sin interrupción, orad
sobre todo cuando ofrecéis la Hostia divina del amor. Orad a Dios vosotros,
a quienes la valiente profesión de vuestra fe impone duros, penosos y, no
raras voces, sobrehumanos sacrificios; orad a Jesucristo vosotros, miembros
pacientes y dolientes de la Iglesia, cuando Jesús viene a consolar y aliviar
vuestras penas.
80. Y con un recto espíritu de mortificación y con el ejercicio de dignas
obras de penitencia, no dejéis de hacer vuestras plegarias más agradables a
Aquel que levanta a los que caen y anima a los deprimidos (Sal 144,14), para
que el Redentor misericordioso abrevie los días de la prueba y se cumplan
así las palabras del Salmo: Clamaron al Señor en sus tribulaciones y los
libró de sus necesidades (Sal 106,13) .
81. Y vosotros, cándidas legiones de niños, en quienes Jesús tiene puestas
sus delicias, cuando os alimentáis con el Pan de los ángeles, alzad vuestras
ingenuas y puras plegarias unidas a las de toda la Iglesia. El Corazón
Sacratísimo de Jesús, que tanto os ama, no puede en modo alguno rechazar la
oración de vuestras almas inocentes. Orad todos, orad sin interrupción: sine
intermissione orate (1Tes 5,17) .
82. Así practicaréis el precepto del divino Maestro, el testamento sagrado
de su corazón, ut omnes unum sint (Jn 17,21): que todos vivan en aquella
unidad de fe y de amor, a través de la cual el mundo pueda reconocer la
potencia y la eficacia de la redención de Cristo y de la obra de la Iglesia,
por Él establecida.
83. La Iglesia primitiva, que comprendió y practicó este divino precepto, lo
resumió en una significativa oración; unidos con ella, expresad también
vosotros en vuestra oración aquellos sentimientos que tan bien responden a
las necesidades de nuestra época: «Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para que
la libres de todo mal y la perfecciones en tu caridad, y de los cuatro
vientos reúnela santificada en tu reino, que preparaste para ella; pues tuya
es la virtud y la gloria por los siglos de los siglos» (Doctrina de los Doce
Apóstoles, c.10) .
Finalmente, deseando con ardor que Dios, autor y amante de la paz, escuche
benigno las súplicas de su Iglesia, como prenda de las gracias divinas y
testimonio de nuestra benévola voluntad os damos a todos paternalmente la
bendición apostólica.
Dado en Castelgandolfo, cerca de Roma, el 20 de octubre de 1939, año primero
de nuestro pontificado.
PIUS PP. XII