Benedicto XVI: Encíclica: 'Caritas in Veritate'
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CARTA ENCÍCLICA
CARITAS IN VERITATE
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
A TODOS LOS FIELES LAICOS
Y A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL DESARROLLO
HUMANO INTEGRAL
EN LA CARIDAD Y EN LA VERDAD
INTRODUCCIÓN
1. La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su
vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal
fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la
humanidad. El amor -«caritas»- es una fuerza extraordinaria, que mueve a las
personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la
justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno
y Verdad absoluta. Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto
que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en
dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn
8,22). Por tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y
testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad.
Ésta «goza con la verdad» (1 Co 13,6). Todos los hombres perciben el impulso
interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan
completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en
la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras
limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela
plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha
preparado para nosotros. En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en
el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la
verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn 14,6).
2. La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. Todas
las responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen de
la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley
(cf. Mt 22,36-40). Ella da verdadera sustancia a la relación personal con
Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como
en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las
macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas. Para
la Iglesia -aleccionada por el Evangelio-, la caridad es todo porque, como
enseña San Juan (cf. 1 Jn 4,8.16) y como he recordado en mi primera Carta
encíclica «Dios es caridad» (Deus caritas est): todo proviene de la caridad
de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es
el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra
esperanza.
Soy consciente de las desviaciones y la pérdida de sentido que ha sufrido y
sufre la caridad, con el consiguiente riesgo de ser mal entendida, o
excluida de la ética vivida y, en cualquier caso, de impedir su correcta
valoración. En el ámbito social, jurídico, cultural, político y económico,
es decir, en los contextos más expuestos a dicho peligro, se afirma
fácilmente su irrelevancia para interpretar y orientar las responsabilidades
morales. De aquí la necesidad de unir no sólo la caridad con la verdad, en
el sentido señalado por San Pablo de la «veritas in caritate» (Ef 4,15),
sino también en el sentido, inverso y complementario, de «caritas in
veritate». Se ha de buscar, encontrar y expresar la verdad en la «economía»
de la caridad, pero, a su vez, se ha de entender, valorar y practicar la
caridad a la luz de la verdad. De este modo, no sólo prestaremos un servicio
a la caridad, iluminada por la verdad, sino que contribuiremos a dar fuerza
a la verdad, mostrando su capacidad de autentificar y persuadir en la
concreción de la vida social. Y esto no es algo de poca importancia hoy, en
un contexto social y cultural, que con frecuencia relativiza la verdad, bien
desentendiéndose de ella, bien rechazándola.
3. Por esta estrecha relación con la verdad, se puede reconocer a la caridad
como expresión auténtica de humanidad y como elemento de importancia
fundamental en las relaciones humanas, también las de carácter público. Sólo
en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La
verdad es luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es
simultáneamente la de la razón y la de la fe, por medio de la cual la
inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de la caridad,
percibiendo su significado de entrega, acogida y comunión. Sin verdad, la
caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio
vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en
una cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones
contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y que se
distorsiona, terminando por significar lo contrario. La verdad libera a la
caridad de la estrechez de una emotividad que la priva de contenidos
relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su horizonte
humano y universal. En la verdad, la caridad refleja la dimensión personal y
al mismo tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez «Agapé»
y «Lógos»: Caridad y Verdad, Amor y Palabra.
4. Puesto que está llena de verdad, la caridad puede ser comprendida por el
hombre en toda su riqueza de valores, compartida y comunicada. En efecto, la
verdad es «lógos» que crea «diá-logos» y, por tanto, comunicación y
comunión. La verdad, rescatando a los hombres de las opiniones y de las
sensaciones subjetivas, les permite llegar más allá de las determinaciones
culturales e históricas y apreciar el valor y la sustancia de las cosas. La
verdad abre y une el intelecto de los seres humanos en el lógos del amor:
éste es el anuncio y el testimonio cristiano de la caridad. En el contexto
social y cultural actual, en el que está difundida la tendencia a
relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la verdad lleva a comprender
que la adhesión a los valores del cristianismo no es sólo un elemento útil,
sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero
desarrollo humano integral. Un cristianismo de caridad sin verdad se puede
confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos
para la convivencia social, pero marginales. De este modo, en el mundo no
habría un verdadero y propio lugar para Dios. Sin la verdad, la caridad es
relegada a un ámbito de relaciones reducido y privado. Queda excluida de los
proyectos y procesos para construir un desarrollo humano de alcance
universal, en el diálogo entre saberes y operatividad.
5. La caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen
es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor
que desde el Hijo desciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que
nosotros somos; es amor redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor
revelado, puesto en práctica por Cristo (cf. Jn 13,1) y «derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5,5). Los hombres,
destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad,
llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la
caridad de Dios y para tejer redes de caridad.
La doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de caridad
recibida y ofrecida. Es «caritas in veritate in re sociali», anuncio de la
verdad del amor de Cristo en la sociedad. Dicha doctrina es servicio de la
caridad, pero en la verdad. La verdad preserva y expresa la fuerza
liberadora de la caridad en los acontecimientos siempre nuevos de la
historia. Es al mismo tiempo verdad de la fe y de la razón, en la distinción
y la sinergia a la vez de los dos ámbitos cognitivos. El desarrollo, el
bienestar social, una solución adecuada de los graves problemas
socioeconómicos que afligen a la humanidad, necesitan esta verdad. Y
necesitan aún más que se estime y dé testimonio de esta verdad. Sin verdad,
sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y responsabilidad
social, y la actuación social se deja a merced de intereses privados y de
lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad, tanto más en
una sociedad en vías de globalización, en momentos difíciles como los
actuales.
6. «Caritas in veritate» es el principio sobre el que gira la doctrina
social de la Iglesia, un principio que adquiere forma operativa en criterios
orientadores de la acción moral. Deseo volver a recordar particularmente dos
de ellos, requeridos de manera especial por el compromiso para el desarrollo
en una sociedad en vías de globalización: la justicia y el bien común.
Ante todo, la justicia. Ubi societas, ibi ius: toda sociedad elabora un
sistema propio de justicia. La caridad va más allá de la justicia, porque
amar es dar, ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca carece de justicia, la
cual lleva a dar al otro lo que es «suyo», lo que le corresponde en virtud
de su ser y de su obrar. No puedo «dar» al otro de lo mío sin haberle dado
en primer lugar lo que en justicia le corresponde. Quien ama con caridad a
los demás, es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no
es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la
caridad: la justicia es «inseparable de la caridad»[1], intrínseca a ella.
La justicia es la primera vía de la caridad o, como dijo Pablo VI, su
«medida mínima»[2], parte integrante de ese amor «con obras y según la
verdad» (1 Jn 3,18), al que nos exhorta el apóstol Juan. Por un lado, la
caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto de los legítimos
derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la construcción de la
«ciudad del hombre» según el derecho y la justicia. Por otro, la caridad
supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el
perdón[3]. La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con relaciones de
derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de
misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios
también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a
todo compromiso por la justicia en el mundo.
7. Hay que tener también en gran consideración el bien común. Amar a alguien
es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual,
hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común.
Es el bien de ese «todos nosotros», formado por individuos, familias y
grupos intermedios que se unen en comunidad social[4]. No es un bien que se
busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad
social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más
eficaz. Desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y
caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por
otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil,
política y culturalmente la vida social, que se configura así como pólis,
como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja
por un bien común que responda también a sus necesidades reales. Todo
cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades
de incidir en la pólis. Ésta es la vía institucional -también política,
podríamos decir- de la caridad, no menos cualificada e incisiva de lo que
pueda ser la caridad que encuentra directamente al prójimo fuera de las
mediaciones institucionales de la pólis. El compromiso por el bien común,
cuando está inspirado por la caridad, tiene una valencia superior al
compromiso meramente secular y político. Como todo compromiso en favor de la
justicia, forma parte de ese testimonio de la caridad divina que, actuando
en el tiempo, prepara lo eterno. La acción del hombre sobre la tierra,
cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la
edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia
de la familia humana. En una sociedad en vías de globalización, el bien
común y el esfuerzo por él, han de abarcar necesariamente a toda la familia
humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones[5], dando así
forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta
medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras.
8. Al publicar en 1967 la Encíclica Populorum progressio, mi venerado
predecesor Pablo VI ha iluminado el gran tema del desarrollo de los pueblos
con el esplendor de la verdad y la luz suave de la caridad de Cristo. Ha
afirmado que el anuncio de Cristo es el primero y principal factor de
desarrollo[6] y nos ha dejado la consigna de caminar por la vía del
desarrollo con todo nuestro corazón y con toda nuestra inteligencia[7], es
decir, con el ardor de la caridad y la sabiduría de la verdad. La verdad
originaria del amor de Dios, que se nos ha dado gratuitamente, es lo que
abre nuestra vida al don y hace posible esperar en un «desarrollo de todo el
hombre y de todos los hombres»[8], en el tránsito «de condiciones menos
humanas a condiciones más humanas»[9], que se obtiene venciendo las
dificultades que inevitablemente se encuentran a lo largo del camino.
A más de cuarenta años de la publicación de la Encíclica, deseo rendir
homenaje y honrar la memoria del gran Pontífice Pablo VI, retomando sus
enseñanzas sobre el desarrollo humano integral y siguiendo la ruta que han
trazado, para actualizarlas en nuestros días. Este proceso de actualización
comenzó con la Encíclica Sollicitudo rei socialis, con la que el Siervo de
Dios Juan Pablo II quiso conmemorar la publicación de la Populorum
progressio con ocasión de su vigésimo aniversario. Hasta entonces, una
conmemoración similar fue dedicada sólo a la Rerum novarum. Pasados otros
veinte años más, manifiesto mi convicción de que la Populorum progressio
merece ser considerada como «la Rerum novarum de la época contemporánea»,
que ilumina el camino de la humanidad en vías de unificación.
9. El amor en la verdad -caritas in veritate- es un gran desafío para la
Iglesia en un mundo en progresiva y expansiva globalización. El riesgo de
nuestro tiempo es que la interdependencia de hecho entre los hombres y los
pueblos no se corresponda con la interacción ética de la conciencia y el
intelecto, de la que pueda resultar un desarrollo realmente humano. Sólo con
la caridad, iluminada por la luz de la razón y de la fe, es posible
conseguir objetivos de desarrollo con un carácter más humano y humanizador.
El compartir los bienes y recursos, de lo que proviene el auténtico
desarrollo, no se asegura sólo con el progreso técnico y con meras
relaciones de conveniencia, sino con la fuerza del amor que vence al mal con
el bien (cf. Rm 12,21) y abre la conciencia del ser humano a relaciones
recíprocas de libertad y de responsabilidad.
La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer[10] y no pretende «de
ninguna manera mezclarse en la política de los Estados»[11]. No obstante,
tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia en
favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación.
Sin verdad se cae en una visión empirista y escéptica de la vida, incapaz de
elevarse sobre la praxis, porque no está interesada en tomar en
consideración los valores -a veces ni siquiera el significado- con los
cuales juzgarla y orientarla. La fidelidad al hombre exige la fidelidad a la
verdad, que es la única garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la
posibilidad de un desarrollo humano integral. Por eso la Iglesia la busca,
la anuncia incansablemente y la reconoce allí donde se manifieste. Para la
Iglesia, esta misión de verdad es irrenunciable. Su doctrina social es una
dimensión singular de este anuncio: está al servicio de la verdad que
libera. Abierta a la verdad, de cualquier saber que provenga, la doctrina
social de la Iglesia la acoge, recompone en unidad los fragmentos en que a
menudo la encuentra, y se hace su portadora en la vida concreta siempre
nueva de la sociedad de los hombres y los pueblos[12].
CAPÍTULO PRIMERO
EL MENSAJE
DE LA POPULORUM PROGRESSIO
10. A más de cuarenta años de su publicación, la relectura de la Populorum
progressio insta a permanecer fieles a su mensaje de caridad y de verdad,
considerándolo en el ámbito del magisterio específico de Pablo VI y, más en
general, dentro de la tradición de la doctrina social de la Iglesia. Se han
de valorar después los diversos términos en que hoy, a diferencia de
entonces, se plantea el problema del desarrollo. El punto de vista correcto,
por tanto, es el de la Tradición de la fe apostólica[13], patrimonio antiguo
y nuevo, fuera del cual la Populorum progressio sería un documento sin
raíces y las cuestiones sobre el desarrollo se reducirían únicamente a datos
sociológicos.
11. La publicación de la Populorum progressio tuvo lugar poco después de la
conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La misma Encíclica señala en
los primeros párrafos su íntima relación con el Concilio.[14] Veinte años
después, Juan Pablo II subrayó en la Sollicitudo rei socialis la fecunda
relación de aquella Encíclica con el Concilio y, en particular, con la
Constitución pastoral Gaudium et spes[15]. También yo deseo recordar aquí la
importancia del Concilio Vaticano II para la Encíclica de Pablo VI y para
todo el Magisterio social de los Sumos Pontífices que le han sucedido. El
Concilio profundizó en lo que pertenece desde siempre a la verdad de la fe,
es decir, que la Iglesia, estando al servicio de Dios, está al servicio del
mundo en términos de amor y verdad. Pablo VI partía precisamente de esta
visión para decirnos dos grandes verdades. La primera es que toda la
Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y actúa en la
caridad, tiende a promover el desarrollo integral del hombre. Tiene un papel
público que no se agota en sus actividades de asistencia o educación, sino
que manifiesta toda su propia capacidad de servicio a la promoción del
hombre y la fraternidad universal cuando puede contar con un régimen de
libertad. Dicha libertad se ve impedida en muchos casos por prohibiciones y
persecuciones, o también limitada cuando se reduce la presencia pública de
la Iglesia solamente a sus actividades caritativas. La segunda verdad es que
el auténtico desarrollo del hombre concierne de manera unitaria a la
totalidad de la persona en todas sus dimensiones[16]. Sin la perspectiva de
una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento.
Encerrado dentro de la historia, queda expuesto al riesgo de reducirse sólo
al incremento del tener; así, la humanidad pierde la valentía de estar
disponible para los bienes más altos, para las iniciativas grandes y
desinteresadas que la caridad universal exige. El hombre no se desarrolla
únicamente con sus propias fuerzas, así como no se le puede dar sin más el
desarrollo desde fuera. A lo largo de la historia, se ha creído con
frecuencia que la creación de instituciones bastaba para garantizar a la
humanidad el ejercicio del derecho al desarrollo. Desafortunadamente, se ha
depositado una confianza excesiva en dichas instituciones, casi como si
ellas pudieran conseguir el objetivo deseado de manera automática. En
realidad, las instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo
humano integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que se asuman
libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos. Este desarrollo
exige, además, una visión trascendente de la persona, necesita a Dios: sin
Él, o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del hombre,
que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un
desarrollo deshumanizado. Por lo demás, sólo el encuentro con Dios permite
no «ver siempre en el prójimo solamente al otro»[17], sino reconocer en él
la imagen divina, llegando así a descubrir verdaderamente al otro y a
madurar un amor que «es ocuparse del otro y preocuparse por el otro»[18].
12. La relación entre la Populorum progressio y el Concilio Vaticano II no
representa un fisura entre el Magisterio social de Pablo VI y el de los
Pontífices que lo precedieron, puesto que el Concilio profundiza dicho
magisterio en la continuidad de la vida de la Iglesia[19]. En este sentido,
algunas subdivisiones abstractas de la doctrina social de la Iglesia, que
aplican a las enseñanzas sociales pontificias categorías extrañas a ella, no
contribuyen a clarificarla. No hay dos tipos de doctrina social, una
preconciliar y otra postconciliar, diferentes entre sí, sino una única
enseñanza, coherente y al mismo tiempo siempre nueva[20]. Es justo señalar
las peculiaridades de una u otra Encíclica, de la enseñanza de uno u otro
Pontífice, pero sin perder nunca de vista la coherencia de todo el corpus
doctrinal en su conjunto[21]. Coherencia no significa un sistema cerrado,
sino más bien la fidelidad dinámica a una luz recibida. La doctrina social
de la Iglesia ilumina con una luz que no cambia los problemas siempre nuevos
que van surgiendo[22]. Eso salvaguarda tanto el carácter permanente como
histórico de este «patrimonio» doctrinal[23] que, con sus características
específicas, forma parte de la Tradición siempre viva de la Iglesia[24]. La
doctrina social está construida sobre el fundamento transmitido por los
Apóstoles a los Padres de la Iglesia y acogido y profundizado después por
los grandes Doctores cristianos. Esta doctrina se remite en definitiva al
hombre nuevo, al «último Adán, Espíritu que da vida» (1 Co 15,45), y que es
principio de la caridad que «no pasa nunca» (1 Co 13,8). Ha sido atestiguada
por los Santos y por cuantos han dado la vida por Cristo Salvador en el
campo de la justicia y la paz. En ella se expresa la tarea profética de los
Sumos Pontífices de guiar apostólicamente la Iglesia de Cristo y de
discernir las nuevas exigencias de la evangelización. Por estas razones, la
Populorum progressio, insertada en la gran corriente de la Tradición, puede
hablarnos todavía hoy a nosotros.
13. Además de su íntima unión con toda la doctrina social de la Iglesia, la
Populorum progressio enlaza estrechamente con el conjunto de todo el
magisterio de Pablo VI y, en particular, con su magisterio social. Sus
enseñanzas sociales fueron de gran relevancia: reafirmó la importancia
imprescindible del Evangelio para la construcción de la sociedad según
libertad y justicia, en la perspectiva ideal e histórica de una civilización
animada por el amor. Pablo VI entendió claramente que la cuestión social se
había hecho mundial [25] y captó la relación recíproca entre el impulso
hacia la unificación de la humanidad y el ideal cristiano de una única
familia de los pueblos, solidaria en la común hermandad. Indicó en el
desarrollo, humana y cristianamente entendido, el corazón del mensaje social
cristiano y propuso la caridad cristiana como principal fuerza al servicio
del desarrollo. Movido por el deseo de hacer plenamente visible al hombre
contemporáneo el amor de Cristo, Pablo VI afrontó con firmeza cuestiones
éticas importantes, sin ceder a las debilidades culturales de su tiempo.
14. Con la Carta apostólica Octogesima adveniens, de 1971, Pablo VI trató
luego el tema del sentido de la política y el peligro que representaban las
visiones utópicas e ideológicas que comprometían su cualidad ética y humana.
Son argumentos estrechamente unidos con el desarrollo. Lamentablemente, las
ideologías negativas surgen continuamente. Pablo VI ya puso en guardia sobre
la ideología tecnocrática[26], hoy particularmente arraigada, consciente del
gran riesgo de confiar todo el proceso del desarrollo sólo a la técnica,
porque de este modo quedaría sin orientación. En sí misma considerada, la
técnica es ambivalente. Si de un lado hay actualmente quien es propenso a
confiar completamente a ella el proceso de desarrollo, de otro, se advierte
el surgir de ideologías que niegan in toto la utilidad misma del desarrollo,
considerándolo radicalmente antihumano y que sólo comporta degradación. Así,
se acaba a veces por condenar, no sólo el modo erróneo e injusto en que los
hombres orientan el progreso, sino también los descubrimientos científicos
mismos que, por el contrario, son una oportunidad de crecimiento para todos
si se usan bien. La idea de un mundo sin desarrollo expresa desconfianza en
el hombre y en Dios. Por tanto, es un grave error despreciar las capacidades
humanas de controlar las desviaciones del desarrollo o ignorar incluso que
el hombre tiende constitutivamente a «ser más». Considerar ideológicamente
como absoluto el progreso técnico y soñar con la utopía de una humanidad que
retorna a su estado de naturaleza originario, son dos modos opuestos para
eximir al progreso de su valoración moral y, por tanto, de nuestra
responsabilidad.
15. Otros dos documentos de Pablo VI, aunque no tan estrechamente
relacionados con la doctrina social -la Encíclica Humanae vitae, del 25 de
julio de 1968, y la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, del 8 de
diciembre de 1975- son muy importantes para delinear el sentido plenamente
humano del desarrollo propuesto por la Iglesia. Por tanto, es oportuno leer
también estos textos en relación con la Populorum progressio.
La Encíclica Humanae vitae subraya el sentido unitivo y procreador a la vez
de la sexualidad, poniendo así como fundamento de la sociedad la pareja de
los esposos, hombre y mujer, que se acogen recíprocamente en la distinción y
en la complementariedad; una pareja, pues, abierta a la vida[27]. No se
trata de una moral meramente individual: la Humanae vitae señala los fuertes
vínculos entre ética de la vida y ética social, inaugurando una temática del
magisterio que ha ido tomando cuerpo poco a poco en varios documentos y, por
último, en la Encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II[28]. La Iglesia
propone con fuerza esta relación entre ética de la vida y ética social,
consciente de que «no puede tener bases sólidas, una sociedad que -mientras
afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz- se
contradice radicalmente aceptando y tolerando las más variadas formas de
menosprecio y violación de la vida humana, sobre todo si es débil y
marginada»[29].
La Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi guarda una relación muy
estrecha con el desarrollo, en cuanto «la evangelización -escribe Pablo VI-
no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en
el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta,
personal y social del hombre»[30]. «Entre evangelización y promoción humana
(desarrollo, liberación) existen efectivamente lazos muy fuertes»[31]:
partiendo de esta convicción, Pablo VI aclaró la relación entre el anuncio
de Cristo y la promoción de la persona en la sociedad. El testimonio de la
caridad de Cristo mediante obras de justicia, paz y desarrollo forma parte
de la evangelización, porque a Jesucristo, que nos ama, le interesa todo el
hombre. Sobre estas importantes enseñanzas se funda el aspecto misionero
[32] de la doctrina social de la Iglesia, como un elemento esencial de
evangelización[33]. Es anuncio y testimonio de la fe. Es instrumento y
fuente imprescindible para educarse en ella.
16. En la Populorum progressio, Pablo VI nos ha querido decir, ante todo,
que el progreso, en su fuente y en su esencia, es una vocación: «En los
designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progreso,
porque la vida de todo hombre es una vocación»[34]. Esto es precisamente lo
que legitima la intervención de la Iglesia en la problemática del
desarrollo. Si éste afectase sólo a los aspectos técnicos de la vida del
hombre, y no al sentido de su caminar en la historia junto con sus otros
hermanos, ni al descubrimiento de la meta de este camino, la Iglesia no
tendría por qué hablar de él. Pablo VI, como ya León XIII en la Rerum
novarum [35], era consciente de cumplir un deber propio de su ministerio al
proyectar la luz del Evangelio sobre las cuestiones sociales de su
tiempo[36].
Decir que el desarrollo es vocación equivale a reconocer, por un lado, que
éste nace de una llamada trascendente y, por otro, que es incapaz de darse
su significado último por sí mismo. Con buenos motivos, la palabra
«vocación» aparece de nuevo en otro pasaje de la Encíclica, donde se afirma:
«No hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto en el
reconocimiento de una vocación que da la idea verdadera de la vida
humana»[37]. Esta visión del progreso es el corazón de la Populorum
progressio y motiva todas las reflexiones de Pablo VI sobre la libertad, la
verdad y la caridad en el desarrollo. Es también la razón principal por lo
que aquella Encíclica todavía es actual en nuestros días.
17. La vocación es una llamada que requiere una respuesta libre y
responsable. El desarrollo humano integral supone la libertad responsable de
la persona y los pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho
desarrollo desde fuera y por encima de la responsabilidad humana. Los
«mesianismos prometedores, pero forjados de ilusiones»[38] basan siempre sus
propias propuestas en la negación de la dimensión trascendente del
desarrollo, seguros de tenerlo todo a su disposición. Esta falsa seguridad
se convierte en debilidad, porque comporta el sometimiento del hombre,
reducido a un medio para el desarrollo, mientras que la humildad de quien
acoge una vocación se transforma en verdadera autonomía, porque hace libre a
la persona. Pablo VI no tiene duda de que hay obstáculos y condicionamientos
que frenan el desarrollo, pero tiene también la certeza de que «cada uno
permanece siempre, sean los que sean los influjos que sobre él se ejercen,
el artífice principal de su éxito o de su fracaso»[39]. Esta libertad se
refiere al desarrollo que tenemos ante nosotros pero, al mismo tiempo,
también a las situaciones de subdesarrollo, que no son fruto de la
casualidad o de una necesidad histórica, sino que dependen de la
responsabilidad humana. Por eso, «los pueblos hambrientos interpelan hoy,
con acento dramático, a los pueblos opulentos»[40]. También esto es
vocación, en cuanto llamada de hombres libres a hombres libres para asumir
una responsabilidad común. Pablo VI percibía netamente la importancia de las
estructuras económicas y de las instituciones, pero se daba cuenta con igual
claridad de que la naturaleza de éstas era ser instrumentos de la libertad
humana. Sólo si es libre, el desarrollo puede ser integralmente humano; sólo
en un régimen de libertad responsable puede crecer de manera adecuada.
18. Además de la libertad, el desarrollo humano integral como vocación exige
también que se respete la verdad. La vocación al progreso impulsa a los
hombres a «hacer, conocer y tener más para ser más»[41]. Pero la cuestión
es: ¿qué significa «ser más»? A esta pregunta, Pablo VI responde indicando
lo que comporta esencialmente el «auténtico desarrollo»: «debe ser integral,
es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre»[42]. En la
concurrencia entre las diferentes visiones del hombre que, más aún que en la
sociedad de Pablo VI, se proponen también en la de hoy, la visión cristiana
tiene la peculiaridad de afirmar y justificar el valor incondicional de la
persona humana y el sentido de su crecimiento. La vocación cristiana al
desarrollo ayuda a buscar la promoción de todos los hombres y de todo el
hombre. Pablo VI escribe: «Lo que cuenta para nosotros es el hombre, cada
hombre, cada agrupación de hombres, hasta la humanidad entera»[43]. La fe
cristiana se ocupa del desarrollo, no apoyándose en privilegios o posiciones
de poder, ni tampoco en los méritos de los cristianos, que ciertamente se
han dado y también hoy se dan, junto con sus naturales limitaciones[44],
sino sólo en Cristo, al cual debe remitirse toda vocación auténtica al
desarrollo humano integral. El Evangelio es un elemento fundamental del
desarrollo porque, en él, Cristo, «en la misma revelación del misterio del
Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre»[45].
Con las enseñanzas de su Señor, la Iglesia escruta los signos de los
tiempos, los interpreta y ofrece al mundo «lo que ella posee como propio:
una visión global del hombre y de la humanidad»[46]. Precisamente porque
Dios pronuncia el «sí» más grande al hombre[47], el hombre no puede dejar de
abrirse a la vocación divina para realizar el propio desarrollo. La verdad
del desarrollo consiste en su totalidad: si no es de todo el hombre y de
todos los hombres, no es el verdadero desarrollo. Éste es el mensaje central
de la Populorum progressio, válido hoy y siempre. El desarrollo humano
integral en el plano natural, al ser respuesta a una vocación de Dios
creador[48], requiere su autentificación en «un humanismo trascendental, que
da [al hombre] su mayor plenitud; ésta es la finalidad suprema del
desarrollo personal»[49]. Por tanto, la vocación cristiana a dicho
desarrollo abarca tanto el plano natural como el sobrenatural; éste es el
motivo por el que, «cuando Dios queda eclipsado, nuestra capacidad de
reconocer el orden natural, la finalidad y el "bien", empieza a
disiparse»[50].
19. Finalmente, la visión del desarrollo como vocación comporta que su
centro sea la caridad. En la Encíclica Populorum progressio, Pablo VI señaló
que las causas del subdesarrollo no son principalmente de orden material.
Nos invitó a buscarlas en otras dimensiones del hombre. Ante todo, en la
voluntad, que con frecuencia se desentiende de los deberes de la
solidaridad. Después, en el pensamiento, que no siempre sabe orientar
adecuadamente el deseo. Por eso, para alcanzar el desarrollo hacen falta
«pensadores de reflexión profunda que busquen un humanismo nuevo, el cual
permita al hombre moderno hallarse a sí mismo»[51]. Pero eso no es todo. El
subdesarrollo tiene una causa más importante aún que la falta de
pensamiento: es «la falta de fraternidad entre los hombres y entre los
pueblos»[52]. Esta fraternidad, ¿podrán lograrla alguna vez los hombres por
sí solos? La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero
no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad
entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero
no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación transcendente de
Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el
Hijo lo que es la caridad fraterna. Pablo VI, presentando los diversos
niveles del proceso de desarrollo del hombre, puso en lo más alto, después
de haber mencionado la fe, «la unidad de la caridad de Cristo, que nos llama
a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos
los hombres»[53].
20. Estas perspectivas abiertas por la Populorum progressio siguen siendo
fundamentales para dar vida y orientación a nuestro compromiso por el
desarrollo de los pueblos. Además, la Populorum progressio subraya
reiteradamente la urgencia de las reformas[54] y pide que, ante los grandes
problemas de la injusticia en el desarrollo de los pueblos, se actúe con
valor y sin demora. Esta urgencia viene impuesta también por la caridad en
la verdad. Es la caridad de Cristo la que nos impulsa: «caritas Christi
urget nos» (2 Co 5,14). Esta urgencia no se debe sólo al estado de cosas, no
se deriva solamente de la avalancha de los acontecimientos y problemas, sino
de lo que está en juego: la necesidad de alcanzar una auténtica fraternidad.
Lograr esta meta es tan importante que exige tomarla en consideración para
comprenderla a fondo y movilizarse concretamente con el «corazón», con el
fin de hacer cambiar los procesos económicos y sociales actuales hacia metas
plenamente humanas.
CAPÍTULO SEGUNDO
EL DESARROLLO HUMANO
EN NUESTRO TIEMPO
21. Pablo VI tenía una visión articulada del desarrollo. Con el término
«desarrollo» quiso indicar ante todo el objetivo de que los pueblos salieran
del hambre, la miseria, las enfermedades endémicas y el analfabetismo. Desde
el punto de vista económico, eso significaba su participación activa y en
condiciones de igualdad en el proceso económico internacional; desde el
punto de vista social, su evolución hacia sociedades solidarias y con buen
nivel de formación; desde el punto de vista político, la consolidación de
regímenes democráticos capaces de asegurar libertad y paz. Después de tantos
años, al ver con preocupación el desarrollo y la perspectiva de las crisis
que se suceden en estos tiempos, nos preguntamos hasta qué punto se han
cumplido las expectativas de Pablo VI siguiendo el modelo de desarrollo que
se ha adoptado en las últimas décadas. Por tanto, reconocemos que estaba
fundada la preocupación de la Iglesia por la capacidad del hombre meramente
tecnológico para fijar objetivos realistas y poder gestionar constante y
adecuadamente los instrumentos disponibles. La ganancia es útil si, como
medio, se orienta a un fin que le dé un sentido, tanto en el modo de
adquirirla como de utilizarla. El objetivo exclusivo del beneficio, cuando
es obtenido mal y sin el bien común como fin último, corre el riesgo de
destruir riqueza y crear pobreza. El desarrollo económico que Pablo VI
deseaba era el que produjera un crecimiento real, extensible a todos y
concretamente sostenible. Es verdad que el desarrollo ha sido y sigue siendo
un factor positivo que ha sacado de la miseria a miles de millones de
personas y que, últimamente, ha dado a muchos países la posibilidad de
participar efectivamente en la política internacional. Sin embargo, se ha de
reconocer que el desarrollo económico mismo ha estado, y lo está aún,
aquejado por desviaciones y problemas dramáticos, que la crisis actual ha
puesto todavía más de manifiesto. Ésta nos pone improrrogablemente ante
decisiones que afectan cada vez más al destino mismo del hombre, el cual,
por lo demás, no puede prescindir de su naturaleza. Las fuerzas técnicas que
se mueven, las interrelaciones planetarias, los efectos perniciosos sobre la
economía real de una actividad financiera mal utilizada y en buena parte
especulativa, los imponentes flujos migratorios, frecuentemente provocados y
después no gestionados adecuadamente, o la explotación sin reglas de los
recursos de la tierra, nos induce hoy a reflexionar sobre las medidas
necesarias para solucionar problemas que no sólo son nuevos respecto a los
afrontados por el Papa Pablo VI, sino también, y sobre todo, que tienen un
efecto decisivo para el bien presente y futuro de la humanidad. Los aspectos
de la crisis y sus soluciones, así como la posibilidad de un futuro nuevo
desarrollo, están cada vez más interrelacionados, se implican
recíprocamente, requieren nuevos esfuerzos de comprensión unitaria y una
nueva síntesis humanista. Nos preocupa justamente la complejidad y gravedad
de la situación económica actual, pero hemos de asumir con realismo,
confianza y esperanza las nuevas responsabilidades que nos reclama la
situación de un mundo que necesita una profunda renovación cultural y el
redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro
mejor. La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas
y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias
positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte
en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las
dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que
resignada.
22. Hoy, el cuadro del desarrollo se despliega en múltiples ámbitos. Los
actores y las causas, tanto del subdesarrollo como del desarrollo, son
múltiples, las culpas y los méritos son muchos y diferentes. Esto debería
llevar a liberarse de las ideologías, que con frecuencia simplifican de
manera artificiosa la realidad, y a examinar con objetividad la dimensión
humana de los problemas. Como ya señaló Juan Pablo II[55], la línea de
demarcación entre países ricos y pobres ahora no es tan neta como en tiempos
de la Populorum progressio. La riqueza mundial crece en términos absolutos,
pero aumentan también las desigualdades. En los países ricos, nuevas
categorías sociales se empobrecen y nacen nuevas pobrezas. En las zonas más
pobres, algunos grupos gozan de un tipo de superdesarrollo derrochador y
consumista, que contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes
de miseria deshumanizadora. Se sigue produciendo «el escándalo de las
disparidades hirientes»[56]. Lamentablemente, hay corrupción e ilegalidad
tanto en el comportamiento de sujetos económicos y políticos de los países
ricos, nuevos y antiguos, como en los países pobres. La falta de respeto de
los derechos humanos de los trabajadores es provocada a veces por grandes
empresas multinacionales y también por grupos de producción local. Las
ayudas internacionales se han desviado con frecuencia de su finalidad por
irresponsabilidades tanto en los donantes como en los beneficiarios. Podemos
encontrar la misma articulación de responsabilidades también en el ámbito de
las causas inmateriales o culturales del desarrollo y el subdesarrollo. Hay
formas excesivas de protección de los conocimientos por parte de los países
ricos, a través de un empleo demasiado rígido del derecho a la propiedad
intelectual, especialmente en el campo sanitario. Al mismo tiempo, en
algunos países pobres perduran modelos culturales y normas sociales de
comportamiento que frenan el proceso de desarrollo.
23. Hoy, muchas áreas del planeta se han desarrollado, aunque de modo
problemático y desigual, entrando a formar parte del grupo de las grandes
potencias destinado a jugar un papel importante en el futuro. Pero se ha de
subrayar que no basta progresar sólo desde el punto de vista económico y
tecnológico. El desarrollo necesita ser ante todo auténtico e integral. El
salir del atraso económico, algo en sí mismo positivo, no soluciona la
problemática compleja de la promoción del hombre, ni en los países
protagonistas de estos adelantos, ni en los países económicamente ya
desarrollados, ni en los que todavía son pobres, los cuales pueden sufrir,
además de antiguas formas de explotación, las consecuencias negativas que se
derivan de un crecimiento marcado por desviaciones y desequilibrios.
Tras el derrumbe de los sistemas económicos y políticos de los países
comunistas de Europa Oriental y el fin de los llamados «bloques
contrapuestos», hubiera sido necesario un replanteamiento total del
desarrollo. Lo pidió Juan Pablo II, quien en 1987 indicó que la existencia
de estos «bloques» era una de las principales causas del subdesarrollo[57],
pues la política sustraía recursos a la economía y a la cultura, y la
ideología inhibía la libertad. En 1991, después de los acontecimientos de
1989, pidió también que el fin de los bloques se correspondiera con un nuevo
modo de proyectar globalmente el desarrollo, no sólo en aquellos países,
sino también en Occidente y en las partes del mundo que se estaban
desarrollando[58]. Esto ha ocurrido sólo en parte, y sigue siendo un deber
llevarlo a cabo, tal vez aprovechando precisamente las medidas necesarias
para superar los problemas económicos actuales.
24. El mundo que Pablo VI tenía ante sí, aunque el proceso de socialización
estuviera ya avanzado y pudo hablar de una cuestión social que se había
hecho mundial, estaba aún mucho menos integrado que el actual. La actividad
económica y la función política se movían en gran parte dentro de los mismos
confines y podían contar, por tanto, la una con la otra. La actividad
productiva tenía lugar predominantemente en los ámbitos nacionales y las
inversiones financieras circulaban de forma bastante limitada con el
extranjero, de manera que la política de muchos estados podía fijar todavía
las prioridades de la economía y, de algún modo, gobernar su curso con los
instrumentos que tenía a su disposición. Por este motivo, la Populorum
progressio asignó un papel central, aunque no exclusivo, a los «poderes
públicos»[59].
En nuestra época, el Estado se encuentra con el deber de afrontar las
limitaciones que pone a su soberanía el nuevo contexto económico-comercial y
financiero internacional, caracterizado también por una creciente movilidad
de los capitales financieros y los medios de producción materiales e
inmateriales. Este nuevo contexto ha modificado el poder político de los
estados.
Hoy, aprendiendo también la lección que proviene de la crisis económica
actual, en la que los poderes públicos del Estado se ven llamados
directamente a corregir errores y disfunciones, parece más realista una
renovada valoración de su papel y de su poder, que han de ser sabiamente
reexaminados y revalorizados, de modo que sean capaces de afrontar los
desafíos del mundo actual, incluso con nuevas modalidades de ejercerlos. Con
un papel mejor ponderado de los poderes públicos, es previsible que se
fortalezcan las nuevas formas de participación en la política nacional e
internacional que tienen lugar a través de la actuación de las
organizaciones de la sociedad civil; en este sentido, es de desear que haya
mayor atención y participación en la res publica por parte de los
ciudadanos.
25. Desde el punto de vista social, a los sistemas de protección y
previsión, ya existentes en tiempos de Pablo VI en muchos países, les cuesta
trabajo, y les costará todavía más en el futuro, lograr sus objetivos de
verdadera justicia social dentro de un cuadro de fuerzas profundamente
transformado. El mercado, al hacerse global, ha estimulado, sobre todo en
países ricos, la búsqueda de áreas en las que emplazar la producción a bajo
coste con el fin de reducir los precios de muchos bienes, aumentar el poder
de adquisición y acelerar por tanto el índice de crecimiento, centrado en un
mayor consumo en el propio mercado interior. Consecuentemente, el mercado ha
estimulado nuevas formas de competencia entre los estados con el fin de
atraer centros productivos de empresas extranjeras, adoptando diversas
medidas, como una fiscalidad favorable y la falta de reglamentación del
mundo del trabajo. Estos procesos han llevado a la reducción de la red de
seguridad social a cambio de la búsqueda de mayores ventajas competitivas en
el mercado global, con grave peligro para los derechos de los trabajadores,
para los derechos fundamentales del hombre y para la solidaridad en las
tradicionales formas del Estado social. Los sistemas de seguridad social
pueden perder la capacidad de cumplir su tarea, tanto en los países pobres,
como en los emergentes, e incluso en los ya desarrollados desde hace tiempo.
En este punto, las políticas de balance, con los recortes al gasto social,
con frecuencia promovidos también por las instituciones financieras
internacionales, pueden dejar a los ciudadanos impotentes ante riesgos
antiguos y nuevos; dicha impotencia aumenta por la falta de protección
eficaz por parte de las asociaciones de los trabajadores. El conjunto de los
cambios sociales y económicos hace que las organizaciones sindicales tengan
mayores dificultades para desarrollar su tarea de representación de los
intereses de los trabajadores, también porque los gobiernos, por razones de
utilidad económica, limitan a menudo las libertades sindicales o la
capacidad de negociación de los sindicatos mismos. Las redes de solidaridad
tradicionales se ven obligadas a superar mayores obstáculos. Por tanto, la
invitación de la doctrina social de la Iglesia, empezando por la Rerum
novarum [60], a dar vida a asociaciones de trabajadores para defender sus
propios derechos ha de ser respetada, hoy más que ayer, dando ante todo una
respuesta pronta y de altas miras a la urgencia de establecer nuevas
sinergias en el ámbito internacional y local.
La movilidad laboral, asociada a la desregulación generalizada, ha sido un
fenómeno importante, no exento de aspectos positivos porque estimula la
producción de nueva riqueza y el intercambio entre culturas diferentes. Sin
embargo, cuando la incertidumbre sobre las condiciones de trabajo a causa de
la movilidad y la desregulación se hace endémica, surgen formas de
inestabilidad psicológica, de dificultad para crear caminos propios
coherentes en la vida, incluido el del matrimonio. Como consecuencia, se
producen situaciones de deterioro humano y de desperdicio social. Respecto a
lo que sucedía en la sociedad industrial del pasado, el paro provoca hoy
nuevas formas de irrelevancia económica, y la actual crisis sólo puede
empeorar dicha situación. El estar sin trabajo durante mucho tiempo, o la
dependencia prolongada de la asistencia pública o privada, mina la libertad
y la creatividad de la persona y sus relaciones familiares y sociales, con
graves daños en el plano psicológico y espiritual. Quisiera recordar a
todos, en especial a los gobernantes que se ocupan en dar un aspecto
renovado al orden económico y social del mundo, que el primer capital que se
ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad:
«Pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida
económico-social»[61].
26. En el plano cultural, las diferencias son aún más acusadas que en la
época de Pablo VI. Entonces, las culturas estaban generalmente bien
definidas y tenían más posibilidades de defenderse ante los intentos de
hacerlas homogéneas. Hoy, las posibilidades de interacción entre las
culturas han aumentado notablemente, dando lugar a nuevas perspectivas de
diálogo intercultural, un diálogo que, para ser eficaz, ha de tener como
punto de partida una toma de conciencia de la identidad específica de los
diversos interlocutores. Pero no se ha de olvidar que la progresiva
mercantilización de los intercambios culturales aumenta hoy un doble riesgo.
Se nota, en primer lugar, un eclecticismo cultural asumido con frecuencia de
manera acrítica: se piensa en las culturas como superpuestas unas a otras,
sustancialmente equivalentes e intercambiables. Eso induce a caer en un
relativismo que en nada ayuda al verdadero diálogo intercultural; en el
plano social, el relativismo cultural provoca que los grupos culturales
estén juntos o convivan, pero separados, sin diálogo auténtico y, por lo
tanto, sin verdadera integración. Existe, en segundo lugar, el peligro
opuesto de rebajar la cultura y homologar los comportamientos y estilos de
vida. De este modo, se pierde el sentido profundo de la cultura de las
diferentes naciones, de las tradiciones de los diversos pueblos, en cuyo
marco la persona se enfrenta a las cuestiones fundamentales de la
existencia[62]. El eclecticismo y el bajo nivel cultural coinciden en
separar la cultura de la naturaleza humana. Así, las culturas ya no saben
encontrar su lugar en una naturaleza que las transciende[63], terminando por
reducir al hombre a mero dato cultural. Cuando esto ocurre, la humanidad
corre nuevos riesgos de sometimiento y manipulación.
27. En muchos países pobres persiste, y amenaza con acentuarse, la extrema
inseguridad de vida a causa de la falta de alimentación: el hambre causa
todavía muchas víctimas entre tantos Lázaros a los que no se les consiente
sentarse a la mesa del rico epulón, como en cambio Pablo VI deseaba[64]. Dar
de comer a los hambrientos (cf. Mt 25,35.37.42) es un imperativo ético para
la Iglesia universal, que responde a las enseñanzas de su Fundador, el Señor
Jesús, sobre la solidaridad y el compartir. Además, en la era de la
globalización, eliminar el hambre en el mundo se ha convertido también en
una meta que se ha de lograr para salvaguardar la paz y la estabilidad del
planeta. El hambre no depende tanto de la escasez material, cuanto de la
insuficiencia de recursos sociales, el más importante de los cuales es de
tipo institucional. Es decir, falta un sistema de instituciones económicas
capaces, tanto de asegurar que se tenga acceso al agua y a la comida de
manera regular y adecuada desde el punto de vista nutricional, como de
afrontar las exigencias relacionadas con las necesidades primarias y con las
emergencias de crisis alimentarias reales, provocadas por causas naturales o
por la irresponsabilidad política nacional e internacional. El problema de
la inseguridad alimentaria debe ser planteado en una perspectiva de largo
plazo, eliminando las causas estructurales que lo provocan y promoviendo el
desarrollo agrícola de los países más pobres mediante inversiones en
infraestructuras rurales, sistemas de riego, transportes, organización de
los mercados, formación y difusión de técnicas agrícolas apropiadas, capaces
de utilizar del mejor modo los recursos humanos, naturales y
socio-económicos, que se puedan obtener preferiblemente en el propio lugar,
para asegurar así también su sostenibilidad a largo plazo. Todo eso ha de
llevarse a cabo implicando a las comunidades locales en las opciones y
decisiones referentes a la tierra de cultivo. En esta perspectiva, podría
ser útil tener en cuenta las nuevas fronteras que se han abierto en el
empleo correcto de las técnicas de producción agrícola tradicional, así como
las más innovadoras, en el caso de que éstas hayan sido reconocidas, tras
una adecuada verificación, convenientes, respetuosas del ambiente y atentas
a las poblaciones más desfavorecidas. Al mismo tiempo, no se debería
descuidar la cuestión de una reforma agraria ecuánime en los países en
desarrollo. El derecho a la alimentación y al agua tiene un papel importante
para conseguir otros derechos, comenzando ante todo por el derecho primario
a la vida. Por tanto, es necesario que madure una conciencia solidaria que
considere la alimentación y el acceso al agua como derechos universales de
todos los seres humanos, sin distinciones ni discriminaciones[65]. Es
importante destacar, además, que la vía solidaria hacia el desarrollo de los
países pobres puede ser un proyecto de solución de la crisis global actual,
como lo han intuido en los últimos tiempos hombres políticos y responsables
de instituciones internacionales. Apoyando a los países económicamente
pobres mediante planes de financiación inspirados en la solidaridad, con el
fin de que ellos mismos puedan satisfacer las necesidades de bienes de
consumo y desarrollo de los propios ciudadanos, no sólo se puede producir un
verdadero crecimiento económico, sino que se puede contribuir también a
sostener la capacidad productiva de los países ricos, que corre peligro de
quedar comprometida por la crisis.
28. Uno de los aspectos más destacados del desarrollo actual es la
importancia del tema del respeto a la vida, que en modo alguno puede
separarse de las cuestiones relacionadas con el desarrollo de los pueblos.
Es un aspecto que últimamente está asumiendo cada vez mayor relieve,
obligándonos a ampliar el concepto de pobreza [66] y de subdesarrollo a los
problemas vinculados con la acogida de la vida, sobre todo donde ésta se ve
impedida de diversas formas.
La situación de pobreza no sólo provoca todavía en muchas zonas un alto
índice de mortalidad infantil, sino que en varias partes del mundo persisten
prácticas de control demográfico por parte de los gobiernos, que con
frecuencia difunden la contracepción y llegan incluso a imponer también el
aborto. En los países económicamente más desarrollados, las legislaciones
contrarias a la vida están muy extendidas y han condicionado ya las
costumbres y la praxis, contribuyendo a difundir una mentalidad
antinatalista, que muchas veces se trata de transmitir también a otros
estados como si fuera un progreso cultural.
Algunas organizaciones no gubernamentales, además, difunden el aborto,
promoviendo a veces en los países pobres la adopción de la práctica de la
esterilización, incluso en mujeres a quienes no se pide su consentimiento.
Por añadidura, existe la sospecha fundada de que, en ocasiones, las ayudas
al desarrollo se condicionan a determinadas políticas sanitarias que
implican de hecho la imposición de un fuerte control de la natalidad.
Preocupan también tanto las legislaciones que aceptan la eutanasia como las
presiones de grupos nacionales e internacionales que reivindican su
reconocimiento jurídico.
La apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo. Cuando una
sociedad se encamina hacia la negación y la supresión de la vida, acaba por
no encontrar la motivación y la energía necesaria para esforzarse en el
servicio del verdadero bien del hombre. Si se pierde la sensibilidad
personal y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras
formas de acogida provechosas para la vida social[67]. La acogida de la vida
forja las energías morales y capacita para la ayuda recíproca. Fomentando la
apertura a la vida, los pueblos ricos pueden comprender mejor las
necesidades de los que son pobres, evitar el empleo de ingentes recursos
económicos e intelectuales para satisfacer deseos egoístas entre los propios
ciudadanos y promover, por el contrario, buenas actuaciones en la
perspectiva de una producción moralmente sana y solidaria, en el respeto del
derecho fundamental de cada pueblo y cada persona a la vida.
29. Hay otro aspecto de la vida de hoy, muy estrechamente unido con el
desarrollo: la negación del derecho a la libertad religiosa. No me refiero
sólo a las luchas y conflictos que todavía se producen en el mundo por
motivos religiosos, aunque a veces la religión sea solamente una cobertura
para razones de otro tipo, como el afán de poder y riqueza. En efecto, hoy
se mata frecuentemente en el nombre sagrado de Dios, como muchas veces ha
manifestado y deplorado públicamente mi predecesor Juan Pablo II y yo
mismo[68]. La violencia frena el desarrollo auténtico e impide la evolución
de los pueblos hacia un mayor bienestar socioeconómico y espiritual. Esto
ocurre especialmente con el terrorismo de inspiración fundamentalista[69],
que causa dolor, devastación y muerte, bloquea el diálogo entre las naciones
y desvía grandes recursos de su empleo pacífico y civil. No obstante, se ha
de añadir que, además del fanatismo religioso que impide el ejercicio del
derecho a la libertad de religión en algunos ambientes, también la promoción
programada de la indiferencia religiosa o del ateísmo práctico por parte de
muchos países contrasta con las necesidades del desarrollo de los pueblos,
sustrayéndoles bienes espirituales y humanos. Dios es el garante del
verdadero desarrollo del hombre en cuanto, habiéndolo creado a su imagen,
funda también su dignidad trascendente y alimenta su anhelo constitutivo de
«ser más». El ser humano no es un átomo perdido en un universo casual[70],
sino una criatura de Dios, a quien Él ha querido dar un alma inmortal y al
que ha amado desde siempre. Si el hombre fuera fruto sólo del azar o la
necesidad, o si tuviera que reducir sus aspiraciones al horizonte angosto de
las situaciones en que vive, si todo fuera únicamente historia y cultura, y
el hombre no tuviera una naturaleza destinada a transcenderse en una vida
sobrenatural, podría hablarse de incremento o de evolución, pero no de
desarrollo. Cuando el Estado promueve, enseña, o incluso impone formas de
ateísmo práctico, priva a sus ciudadanos de la fuerza moral y espiritual
indispensable para comprometerse en el desarrollo humano integral y les
impide avanzar con renovado dinamismo en su compromiso en favor de una
respuesta humana más generosa al amor divino[71]. Y también se da el caso de
que países económicamente desarrollados o emergentes exporten a los países
pobres, en el contexto de sus relaciones culturales, comerciales y
políticas, esta visión restringida de la persona y su destino. Éste es el
daño que el «superdesarrollo»[72] produce al desarrollo auténtico, cuando va
acompañado por el «subdesarrollo moral»[73].
30. En esta línea, el tema del desarrollo humano integral adquiere un
alcance aún más complejo: la correlación entre sus múltiples elementos exige
un esfuerzo para que los diferentes ámbitos del saber humano sean
interactivos, con vistas a la promoción de un verdadero desarrollo de los
pueblos. Con frecuencia, se cree que basta aplicar el desarrollo o las
medidas socioeconómicas correspondientes mediante una actuación común. Sin
embargo, este actuar común necesita ser orientado, porque «toda acción
social implica una doctrina»[74]. Teniendo en cuenta la complejidad de los
problemas, es obvio que las diferentes disciplinas deben colaborar en una
interdisciplinariedad ordenada. La caridad no excluye el saber, más bien lo
exige, lo promueve y lo anima desde dentro. El saber nunca es sólo obra de
la inteligencia. Ciertamente, puede reducirse a cálculo y experimentación,
pero si quiere ser sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de los
primeros principios y de su fin último, ha de ser «sazonado» con la «sal» de
la caridad. Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el
amor. En efecto, «el que está animado de una verdadera caridad es ingenioso
para descubrir las causas de la miseria, para encontrar los medios de
combatirla, para vencerla con intrepidez»[75]. Al afrontar los fenómenos que
tenemos delante, la caridad en la verdad exige ante todo conocer y entender,
conscientes y respetuosos de la competencia específica de cada ámbito del
saber. La caridad no es una añadidura posterior, casi como un apéndice al
trabajo ya concluido de las diferentes disciplinas, sino que dialoga con
ellas desde el principio. Las exigencias del amor no contradicen las de la
razón. El saber humano es insuficiente y las conclusiones de las ciencias no
podrán indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre.
Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad[76].
Pero ir más allá nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón,
ni contradecir sus resultados. No existe la inteligencia y después el amor:
existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor.
31. Esto significa que la valoración moral y la investigación científica
deben crecer juntas, y que la caridad ha de animarlas en un conjunto
interdisciplinar armónico, hecho de unidad y distinción. La doctrina social
de la Iglesia, que tiene «una importante dimensión interdisciplinar»[77],
puede desempeñar en esta perspectiva una función de eficacia extraordinaria.
Permite a la fe, a la teología, a la metafísica y a las ciencias encontrar
su lugar dentro de una colaboración al servicio del hombre. La doctrina
social de la Iglesia ejerce especialmente en esto su dimensión sapiencial.
Pablo VI vio con claridad que una de las causas del subdesarrollo es una
falta de sabiduría, de reflexión, de pensamiento capaz de elaborar una
síntesis orientadora[78], y que requiere «una clara visión de todos los
aspectos económicos, sociales, culturales y espirituales»[79]. La excesiva
sectorización del saber[80], el cerrarse de las ciencias humanas a la
metafísica[81], las dificultades del diálogo entre las ciencias y la
teología, no sólo dañan el desarrollo del saber, sino también el desarrollo
de los pueblos, pues, cuando eso ocurre, se obstaculiza la visión de todo el
bien del hombre en las diferentes dimensiones que lo caracterizan. Es
indispensable «ampliar nuestro concepto de razón y de su uso»[82] para
conseguir ponderar adecuadamente todos los términos de la cuestión del
desarrollo y de la solución de los problemas socioeconómicos.
32. Las grandes novedades que presenta hoy el cuadro del desarrollo de los
pueblos plantean en muchos casos la exigencia de nuevas soluciones. Éstas
han de buscarse, a la vez, en el respeto de las leyes propias de cada cosa y
a la luz de una visión integral del hombre que refleje los diversos aspectos
de la persona humana, considerada con la mirada purificada por la caridad.
Así se descubrirán singulares convergencias y posibilidades concretas de
solución, sin renunciar a ningún componente fundamental de la vida humana.
La dignidad de la persona y las exigencias de la justicia requieren, sobre
todo hoy, que las opciones económicas no hagan aumentar de manera excesiva y
moralmente inaceptable las desigualdades [83] y que se siga buscando como
prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo
mantengan. Pensándolo bien, esto es también una exigencia de la «razón
económica». El aumento sistémico de las desigualdades entre grupos sociales
dentro de un mismo país y entre las poblaciones de los diferentes países, es
decir, el aumento masivo de la pobreza relativa, no sólo tiende a erosionar
la cohesión social y, de este modo, poner en peligro la democracia, sino que
tiene también un impacto negativo en el plano económico por el progresivo
desgaste del «capital social», es decir, del conjunto de relaciones de
confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en
toda convivencia civil.
La ciencia económica nos dice también que una situación de inseguridad
estructural da origen a actitudes antiproductivas y al derroche de recursos
humanos, en cuanto que el trabajador tiende a adaptarse pasivamente a los
mecanismos automáticos, en vez de dar espacio a la creatividad. También
sobre este punto hay una convergencia entre ciencia económica y valoración
moral. Los costes humanos son siempre también costes económicos y las
disfunciones económicas comportan igualmente costes humanos.
Además, se ha de recordar que rebajar las culturas a la dimensión
tecnológica, aunque puede favorecer la obtención de beneficios a corto
plazo, a la larga obstaculiza el enriquecimiento mutuo y las dinámicas de
colaboración. Es importante distinguir entre consideraciones económicas o
sociológicas a corto y largo plazo. Reducir el nivel de tutela de los
derechos de los trabajadores y renunciar a mecanismos de redistribución del
rédito con el fin de que el país adquiera mayor competitividad
internacional, impiden consolidar un desarrollo duradero. Por tanto, se han
de valorar cuidadosamente las consecuencias que tienen sobre las personas
las tendencias actuales hacia una economía de corto, a veces brevísimo
plazo. Esto exige «una nueva y más profunda reflexión sobre el sentido de la
economía y de sus fines»[84], además de una honda revisión con amplitud de
miras del modelo de desarrollo, para corregir sus disfunciones y
desviaciones. Lo exige, en realidad, el estado de salud ecológica del
planeta; lo requiere sobre todo la crisis cultural y moral del hombre, cuyos
síntomas son evidentes en todas las partes del mundo desde hace tiempo.
33. Más de cuarenta años después de la Populorum progressio, su argumento de
fondo, el progreso, sigue siendo aún un problema abierto, que se ha hecho
más agudo y perentorio por la crisis económico-financiera que se está
produciendo. Aunque algunas zonas del planeta que sufrían la pobreza han
experimentado cambios notables en términos de crecimiento económico y
participación en la producción mundial, otras viven todavía en una situación
de miseria comparable a la que había en tiempos de Pablo VI y, en algún
caso, puede decirse que peor. Es significativo que algunas causas de esta
situación fueran ya señaladas en la Populorum progressio, como por ejemplo,
los altos aranceles aduaneros impuestos por los países económicamente
desarrollados, que todavía impiden a los productos procedentes de los países
pobres llegar a los mercados de los países ricos. En cambio, otras causas
que la Encíclica sólo esbozó, han adquirido después mayor relieve. Este es
el caso de la valoración del proceso de descolonización, por entonces en
pleno auge. Pablo VI deseaba un itinerario autónomo que se recorriera en paz
y libertad. Después de más de cuarenta años, hemos de reconocer lo difícil
que ha sido este recorrido, tanto por nuevas formas de colonialismo y
dependencia de antiguos y nuevos países hegemónicos, como por graves
irresponsabilidades internas en los propios países que se han independizado.
La novedad principal ha sido el estallido de la interdependencia planetaria,
ya comúnmente llamada globalización. Pablo VI lo había previsto
parcialmente, pero es sorprendente el alcance y la impetuosidad de su auge.
Surgido en los países económicamente desarrollados, este proceso ha
implicado por su naturaleza a todas las economías. Ha sido el motor
principal para que regiones enteras superaran el subdesarrollo y es, de por
sí, una gran oportunidad. Sin embargo, sin la guía de la caridad en la
verdad, este impulso planetario puede contribuir a crear riesgo de daños
hasta ahora desconocidos y nuevas divisiones en la familia humana. Por eso,
la caridad y la verdad nos plantean un compromiso inédito y creativo,
ciertamente muy vasto y complejo. Se trata de ensanchar la razón y hacerla
capaz de conocer y orientar estas nuevas e imponentes dinámicas, animándolas
en la perspectiva de esa «civilización del amor», de la cual Dios ha puesto
la semilla en cada pueblo y en cada cultura.
CAPÍTULO TERCERO
FRATERNIDAD,
DESARROLLO ECONÓMICO
Y SOCIEDAD CIVIL
34. La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia
del don. La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque
frecuentemente pasa desapercibida debido a una visión de la existencia que
antepone a todo la productividad y la utilidad. El ser humano está hecho
para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente. A
veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor
de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es una presunción fruto de la
cerrazón egoísta en sí mismo, que procede -por decirlo con una expresión
creyente- del pecado de los orígenes. La sabiduría de la Iglesia ha invitado
siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la
interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la
sociedad: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al
mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la
política, de la acción social y de las costumbres»[85]. Hace tiempo que la
economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se manifiestan los
efectos perniciosos del pecado. Nuestros días nos ofrecen una prueba
evidente. Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de
la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación
con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social. Además,
la exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a
«injerencias» de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los
instrumentos económicos incluso de manera destructiva. Con el pasar del
tiempo, estas posturas han desembocado en sistemas económicos, sociales y
políticos que han tiranizado la libertad de la persona y de los organismos
sociales y que, precisamente por eso, no han sido capaces de asegurar la
justicia que prometían. Como he afirmado en la Encíclica Spe salvi, se
elimina así de la historia la esperanza cristiana[86], que no obstante es un
poderoso recurso social al servicio del desarrollo humano integral, en la
libertad y en la justicia. La esperanza sostiene a la razón y le da fuerza
para orientar la voluntad[87]. Está ya presente en la fe, que la suscita. La
caridad en la verdad se nutre de ella y, al mismo tiempo, la manifiesta. Al
ser un don absolutamente gratuito de Dios, irrumpe en nuestra vida como algo
que no es debido, que trasciende toda ley de justicia. Por su naturaleza, el
don supera el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede en nuestra
propia alma como signo de la presencia de Dios en nosotros y de sus
expectativas para con nosotros. La verdad que, como la caridad es don, nos
supera, como enseña San Agustín[88]. Incluso nuestra propia verdad, la de
nuestra conciencia personal, ante todo, nos ha sido «dada». En efecto, en
todo proceso cognitivo la verdad no es producida por nosotros, sino que se
encuentra o, mejor aún, se recibe. Como el amor, «no nace del pensamiento o
la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano»[89].
Al ser un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza que
funda la comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya barreras o
confines. La comunidad humana puede ser organizada por nosotros mismos, pero
nunca podrá ser sólo con sus propias fuerzas una comunidad plenamente
fraterna ni aspirar a superar las fronteras, o convertirse en una comunidad
universal. La unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de
toda división, nace de la palabra de Dios-Amor que nos convoca. Al afrontar
esta cuestión decisiva, hemos de precisar, por un lado, que la lógica del
don no excluye la justicia ni se yuxtapone a ella como un añadido externo en
un segundo momento y, por otro, que el desarrollo económico, social y
político necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al
principio de gratuidad como expresión de fraternidad.
35. Si hay confianza recíproca y generalizada, el mercado es la institución
económica que permite el encuentro entre las personas, como agentes
económicos que utilizan el contrato como norma de sus relaciones y que
intercambian bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y
deseos. El mercado está sujeto a los principios de la llamada justicia
conmutativa, que regula precisamente la relación entre dar y recibir entre
iguales. Pero la doctrina social de la Iglesia no ha dejado nunca de
subrayar la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social
para la economía de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto
social y político más amplio, sino también por la trama de relaciones en que
se desenvuelve. En efecto, si el mercado se rige únicamente por el principio
de la equivalencia del valor de los bienes que se intercambian, no llega a
producir la cohesión social que necesita para su buen funcionamiento. Sin
formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede
cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta
confianza ha fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave.
Pablo VI subraya oportunamente en la Populorum progressio que el sistema
económico mismo se habría aventajado con la práctica generalizada de la
justicia, pues los primeros beneficiarios del desarrollo de los países
pobres hubieran sido los países ricos[90]. No se trata sólo de remediar el
mal funcionamiento con las ayudas. No se debe considerar a los pobres como
un «fardo»[91], sino como una riqueza incluso desde el punto de vista
estrictamente económico. No obstante, se ha de considerar equivocada la
visión de quienes piensan que la economía de mercado tiene necesidad
estructural de una cuota de pobreza y de subdesarrollo para funcionar mejor.
Al mercado le interesa promover la emancipación, pero no puede lograrlo por
sí mismo, porque no puede producir lo que está fuera de su alcance. Ha de
sacar fuerzas morales de otras instancias que sean capaces de generarlas.
36. La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales
ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución
del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política.
Por tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que
correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que
tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es
causa de graves desequilibrios.
La Iglesia sostiene siempre que la actividad económica no debe considerarse
antisocial. Por eso, el mercado no es ni debe convertirse en el ámbito donde
el más fuerte avasalle al más débil. La sociedad no debe protegerse del
mercado, pensando que su desarrollo comporta ipso facto la muerte de las
relaciones auténticamente humanas. Es verdad que el mercado puede orientarse
en sentido negativo, pero no por su propia naturaleza, sino por una cierta
ideología que lo guía en este sentido. No se debe olvidar que el mercado no
existe en su estado puro, se adapta a las configuraciones culturales que lo
concretan y condicionan. En efecto, la economía y las finanzas, al ser
instrumentos, pueden ser mal utilizados cuando quien los gestiona tiene sólo
referencias egoístas. De esta forma, se puede llegar a transformar medios de
por sí buenos en perniciosos. Lo que produce estas consecuencias es la razón
oscurecida del hombre, no el medio en cuanto tal. Por eso, no se deben hacer
reproches al medio o instrumento sino al hombre, a su conciencia moral y a
su responsabilidad personal y social.
La doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir relaciones
auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de
reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera
o «después» de ella. El sector económico no es ni éticamente neutro ni
inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y,
precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada
éticamente.
El gran desafío que tenemos, planteado por las dificultades del desarrollo
en este tiempo de globalización y agravado por la crisis
económico-financiera actual, es mostrar, tanto en el orden de las ideas como
de los comportamientos, que no sólo no se pueden olvidar o debilitar los
principios tradicionales de la ética social, como la trasparencia, la
honestidad y la responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles el
principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad,
pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria. Esto es
una exigencia del hombre en el momento actual, pero también de la razón
económica misma. Una exigencia de la caridad y de la verdad al mismo tiempo.
37. La doctrina social de la Iglesia ha sostenido siempre que la justicia
afecta a todas las fases de la actividad económica, porque en todo momento
tiene que ver con el hombre y con sus derechos. La obtención de recursos, la
financiación, la producción, el consumo y todas las fases del proceso
económico tienen ineludiblemente implicaciones morales. Así, toda decisión
económica tiene consecuencias de carácter moral. Lo confirman las ciencias
sociales y las tendencias de la economía contemporánea. Hace algún tiempo,
tal vez se podía confiar primero a la economía la producción de riqueza y
asignar después a la política la tarea de su distribución. Hoy resulta más
difícil, dado que las actividades económicas no se limitan a territorios
definidos, mientras que las autoridades gubernativas siguen siendo sobre
todo locales. Además, las normas de justicia deben ser respetadas desde el
principio y durante el proceso económico, y no sólo después o
colateralmente. Para eso es necesario que en el mercado se dé cabida a
actividades económicas de sujetos que optan libremente por ejercer su
gestión movidos por principios distintos al del mero beneficio, sin
renunciar por ello a producir valor económico. Muchos planteamientos
económicos provenientes de iniciativas religiosas y laicas demuestran que
esto es realmente posible.
En la época de la globalización, la economía refleja modelos competitivos
vinculados a culturas muy diversas entre sí. El comportamiento económico y
empresarial que se desprende tiene en común principalmente el respeto de la
justicia conmutativa. Indudablemente, la vida económica tiene necesidad del
contrato para regular las relaciones de intercambio entre valores
equivalentes. Pero necesita igualmente leyes justas y formas de
redistribución guiadas por la política, además de obras caracterizadas por
el espíritu del don. La economía globalizada parece privilegiar la primera
lógica, la del intercambio contractual, pero directa o indirectamente
demuestra que necesita a las otras dos, la lógica de la política y la lógica
del don sin contrapartida.
38. En la Centesimus annus, mi predecesor Juan Pablo II señaló esta
problemática al advertir la necesidad de un sistema basado en tres
instancias: el mercado, el Estado y la sociedad civil[92]. Consideró que la
sociedad civil era el ámbito más apropiado para una economía de la gratuidad
y de la fraternidad, sin negarla en los otros dos ámbitos. Hoy podemos decir
que la vida económica debe ser comprendida como una realidad de múltiples
dimensiones: en todas ellas, aunque en medida diferente y con modalidades
específicas, debe haber respeto a la reciprocidad fraterna. En la época de
la globalización, la actividad económica no puede prescindir de la
gratuidad, que fomenta y extiende la solidaridad y la responsabilidad por la
justicia y el bien común en sus diversas instancias y agentes. Se trata, en
definitiva, de una forma concreta y profunda de democracia económica. La
solidaridad es en primer lugar que todos se sientan responsables de
todos[93]; por tanto no se la puede dejar solamente en manos del Estado.
Mientras antes se podía pensar que lo primero era alcanzar la justicia y que
la gratuidad venía después como un complemento, hoy es necesario decir que
sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la justicia. Se requiere, por
tanto, un mercado en el cual puedan operar libremente, con igualdad de
oportunidades, empresas que persiguen fines institucionales diversos. Junto
a la empresa privada, orientada al beneficio, y los diferentes tipos de
empresa pública, deben poderse establecer y desenvolver aquellas
organizaciones productivas que persiguen fines mutualistas y sociales. De su
recíproca interacción en el mercado se puede esperar una especie de
combinación entre los comportamientos de empresa y, con ella, una atención
más sensible a una civilización de la economía. En este caso, caridad en la
verdad significa la necesidad de dar forma y organización a las iniciativas
económicas que, sin renunciar al beneficio, quieren ir más allá de la lógica
del intercambio de cosas equivalentes y del lucro como fin en sí mismo.
39. Pablo VI pedía en la Populorum progressio que se llegase a un modelo de
economía de mercado capaz de incluir, al menos tendencialmente, a todos los
pueblos, y no solamente a los particularmente dotados. Pedía un compromiso
para promover un mundo más humano para todos, un mundo «en donde todos
tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo
para el desarrollo de los otros»[94]. Así, extendía al plano universal las
mismas exigencias y aspiraciones de la Rerum novarum, escrita como
consecuencia de la revolución industrial, cuando se afirmó por primera vez
la idea -seguramente avanzada para aquel tiempo- de que el orden civil, para
sostenerse, necesitaba la intervención redistributiva del Estado. Hoy, esta
visión de la Rerum novarum, además de puesta en crisis por los procesos de
apertura de los mercados y de las sociedades, se muestra incompleta para
satisfacer las exigencias de una economía plenamente humana. Lo que la
doctrina de la Iglesia ha sostenido siempre, partiendo de su visión del
hombre y de la sociedad, es necesario también hoy para las dinámicas
características de la globalización.
Cuando la lógica del mercado y la lógica del Estado se ponen de acuerdo para
mantener el monopolio de sus respectivos ámbitos de influencia, se debilita
a la larga la solidaridad en las relaciones entre los ciudadanos, la
participación y el sentido de pertenencia, que no se identifican con el «dar
para tener», propio de la lógica de la compraventa, ni con el «dar por
deber», propio de la lógica de las intervenciones públicas, que el Estado
impone por ley. La victoria sobre el subdesarrollo requiere actuar no sólo
en la mejora de las transacciones basadas en la compraventa, o en las
transferencias de las estructuras asistenciales de carácter público, sino
sobre todo en la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de
actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y
comunión. El binomio exclusivo mercado-Estado corroe la sociabilidad,
mientras que las formas de economía solidaria, que encuentran su mejor
terreno en la sociedad civil aunque no se reducen a ella, crean
sociabilidad. El mercado de la gratuidad no existe y las actitudes gratuitas
no se pueden prescribir por ley. Sin embargo, tanto el mercado como la
política tienen necesidad de personas abiertas al don recíproco.
40. Las actuales dinámicas económicas internacionales, caracterizadas por
graves distorsiones y disfunciones, requieren también cambios profundos en
el modo de entender la empresa. Antiguas modalidades de la vida empresarial
van desapareciendo, mientras otras más prometedoras se perfilan en el
horizonte. Uno de los mayores riesgos es sin duda que la empresa responda
casi exclusivamente a las expectativas de los inversores en detrimento de su
dimensión social. Debido a su continuo crecimiento y a la necesidad de
mayores capitales, cada vez son menos las empresas que dependen de un único
empresario estable que se sienta responsable a largo plazo, y no sólo por
poco tiempo, de la vida y los resultados de su empresa, y cada vez son menos
las empresas que dependen de un único territorio. Además, la llamada
deslocalización de la actividad productiva puede atenuar en el empresario el
sentido de responsabilidad respecto a los interesados, como los
trabajadores, los proveedores, los consumidores, así como al medio ambiente
y a la sociedad más amplia que lo rodea, en favor de los accionistas, que no
están sujetos a un espacio concreto y gozan por tanto de una extraordinaria
movilidad. El mercado internacional de los capitales, en efecto, ofrece hoy
una gran libertad de acción. Sin embargo, también es verdad que se está
extendiendo la conciencia de la necesidad de una «responsabilidad social»
más amplia de la empresa. Aunque no todos los planteamientos éticos que
guían hoy el debate sobre la responsabilidad social de la empresa son
aceptables según la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia, es
cierto que se va difundiendo cada vez más la convicción según la cual la
gestión de la empresa no puede tener en cuenta únicamente el interés de sus
propietarios, sino también el de todos los otros sujetos que contribuyen a
la vida de la empresa: trabajadores, clientes, proveedores de los diversos
elementos de producción, la comunidad de referencia. En los últimos años se
ha notado el crecimiento de una clase cosmopolita de manager, que a menudo
responde sólo a las pretensiones de los nuevos accionistas de referencia
compuestos generalmente por fondos anónimos que establecen su retribución.
Pero también hay muchos managers hoy que, con un análisis más previsor, se
percatan cada vez más de los profundos lazos de su empresa con el territorio
o territorios en que desarrolla su actividad. Pablo VI invitaba a valorar
seriamente el daño que la trasferencia de capitales al extranjero, por puro
provecho personal, puede ocasionar a la propia nación[95]. Juan Pablo II
advertía que invertir tiene siempre un significado moral, además de
económico[96]. Se ha de reiterar que todo esto mantiene su validez en
nuestros días a pesar de que el mercado de capitales haya sido fuertemente
liberalizado y la moderna mentalidad tecnológica pueda inducir a pensar que
invertir es sólo un hecho técnico y no humano ni ético. No se puede negar
que un cierto capital puede hacer el bien cuando se invierte en el
extranjero en vez de en la propia patria. Pero deben quedar a salvo los
vínculos de justicia, teniendo en cuenta también cómo se ha formado ese
capital y los perjuicios que comporta para las personas el que no se emplee
en los lugares donde se ha generado[97]. Se ha de evitar que el empleo de
recursos financieros esté motivado por la especulación y ceda a la tentación
de buscar únicamente un beneficio inmediato, en vez de la sostenibilidad de
la empresa a largo plazo, su propio servicio a la economía real y la
promoción, en modo adecuado y oportuno, de iniciativas económicas también en
los países necesitados de desarrollo. Tampoco hay motivos para negar que la
deslocalización, que lleva consigo inversiones y formación, puede hacer bien
a la población del país que la recibe. El trabajo y los conocimientos
técnicos son una necesidad universal. Sin embargo, no es lícito deslocalizar
únicamente para aprovechar particulares condiciones favorables, o peor aún,
para explotar sin aportar a la sociedad local una verdadera contribución
para el nacimiento de un sólido sistema productivo y social, factor
imprescindible para un desarrollo estable.
41. A este respecto, es útil observar que la iniciativa empresarial tiene, y
debe asumir cada vez más, un significado polivalente. El predominio
persistente del binomio mercado-Estado nos ha acostumbrado a pensar
exclusivamente en el empresario privado de tipo capitalista por un lado y en
el directivo estatal por otro. En realidad, la iniciativa empresarial se ha
de entender de modo articulado. Así lo revelan diversas motivaciones
metaeconómicas. El ser empresario, antes de tener un significado
profesional, tiene un significado humano[98]. Es propio de todo trabajo
visto como «actus personae»[99] y por eso es bueno que todo trabajador tenga
la posibilidad de dar la propia aportación a su labor, de modo que él mismo
«sea consciente de que está trabajando en algo propio»[100]. Por eso, Pablo
VI enseñaba que «todo trabajador es un creador»[101]. Precisamente para
responder a las exigencias y a la dignidad de quien trabaja, y a las
necesidades de la sociedad, existen varios tipos de empresas, más allá de la
pura distinción entre «privado» y «público». Cada una requiere y manifiesta
una capacidad de iniciativa empresarial específica. Para realizar una
economía que en el futuro próximo sepa ponerse al servicio del bien común
nacional y mundial, es oportuno tener en cuenta este significado amplio de
iniciativa empresarial. Esta concepción más amplia favorece el intercambio y
la mutua configuración entre los diversos tipos de iniciativa empresarial,
con transvase de competencias del mundo non profit al profit y viceversa,
del público al propio de la sociedad civil, del de las economías avanzadas
al de países en vía de desarrollo.
También la «autoridad política» tiene un significado polivalente, que no se
puede olvidar mientras se camina hacia la consecución de un nuevo orden
económico-productivo, socialmente responsable y a medida del hombre. Al
igual que se pretende cultivar una iniciativa empresarial diferenciada en el
ámbito mundial, también se debe promover una autoridad política repartida y
que ha de actuar en diversos planos. El mercado único de nuestros días no
elimina el papel de los estados, más bien obliga a los gobiernos a una
colaboración recíproca más estrecha. La sabiduría y la prudencia aconsejan
no proclamar apresuradamente la desaparición del Estado. Con relación a la
solución de la crisis actual, su papel parece destinado a crecer,
recuperando muchas competencias. Hay naciones donde la construcción o
reconstrucción del Estado sigue siendo un elemento clave para su desarrollo.
La ayuda internacional, precisamente dentro de un proyecto inspirado en la
solidaridad para solucionar los actuales problemas económicos, debería
apoyar en primer lugar la consolidación de los sistemas constitucionales,
jurídicos y administrativos en los países que todavía no gozan plenamente de
estos bienes. Las ayudas económicas deberían ir acompañadas de aquellas
medidas destinadas a reforzar las garantías propias de un Estado de derecho,
un sistema de orden público y de prisiones respetuoso de los derechos
humanos y a consolidar instituciones verdaderamente democráticas. No es
necesario que el Estado tenga las mismas características en todos los
sitios: el fortalecimiento de los sistemas constitucionales débiles puede ir
acompañado perfectamente por el desarrollo de otras instancias políticas no
estatales, de carácter cultural, social, territorial o religioso. Además, la
articulación de la autoridad política en el ámbito local, nacional o
internacional, es uno de los cauces privilegiados para poder orientar la
globalización económica. Y también el modo de evitar que ésta mine de hecho
los fundamentos de la democracia.
42. A veces se perciben actitudes fatalistas ante la globalización, como si
las dinámicas que la producen procedieran de fuerzas anónimas e impersonales
o de estructuras independientes de la voluntad humana[102]. A este respecto,
es bueno recordar que la globalización ha de entenderse ciertamente como un
proceso socioeconómico, pero no es ésta su única dimensión. Tras este
proceso más visible hay realmente una humanidad cada vez más
interrelacionada; hay personas y pueblos para los que el proceso debe ser de
utilidad y desarrollo[103], gracias a que tanto los individuos como la
colectividad asumen sus respectivas responsabilidades. La superación de las
fronteras no es sólo un hecho material, sino también cultural, en sus causas
y en sus efectos. Cuando se entiende la globalización de manera
determinista, se pierden los criterios para valorarla y orientarla. Es una
realidad humana y puede ser fruto de diversas corrientes culturales que han
de ser sometidas a un discernimiento. La verdad de la globalización como
proceso y su criterio ético fundamental vienen dados por la unidad de la
familia humana y su crecimiento en el bien. Por tanto, hay que esforzarse
incesantemente para favorecer una orientación cultural personalista y
comunitaria, abierta a la trascendencia, del proceso de integración
planetaria.
A pesar de algunos aspectos estructurales innegables, pero que no se deben
absolutizar, «la globalización no es, a priori, ni buena ni mala. Será lo
que la gente haga de ella»[104]. Debemos ser sus protagonistas, no las
víctimas, procediendo razonablemente, guiados por la caridad y la verdad.
Oponerse ciegamente a la globalización sería una actitud errónea,
preconcebida, que acabaría por ignorar un proceso que tiene también aspectos
positivos, con el riesgo de perder una gran ocasión para aprovechar las
múltiples oportunidades de desarrollo que ofrece. El proceso de
globalización, adecuadamente entendido y gestionado, ofrece la posibilidad
de una gran redistribución de la riqueza a escala planetaria como nunca se
ha visto antes; pero, si se gestiona mal, puede incrementar la pobreza y la
desigualdad, contagiando además con una crisis a todo el mundo. Es necesario
corregir las disfunciones, a veces graves, que causan nuevas divisiones
entre los pueblos y en su interior, de modo que la redistribución de la
riqueza no comporte una redistribución de la pobreza, e incluso la acentúe,
como podría hacernos temer también una mala gestión de la situación actual.
Durante mucho tiempo se ha pensado que los pueblos pobres deberían
permanecer anclados en un estadio de desarrollo preestablecido o contentarse
con la filantropía de los pueblos desarrollados. Pablo VI se pronunció
contra esta mentalidad en la Populorum progressio. Los recursos materiales
disponibles para sacar a estos pueblos de la miseria son hoy potencialmente
mayores que antes, pero se han servido de ellos principalmente los países
desarrollados, que han podido aprovechar mejor la liberalización de los
movimientos de capitales y de trabajo. Por tanto, la difusión de ámbitos de
bienestar en el mundo no debería ser obstaculizada con proyectos egoístas,
proteccionistas o dictados por intereses particulares. En efecto, la
participación de países emergentes o en vías de desarrollo permite hoy
gestionar mejor la crisis. La transición que el proceso de globalización
comporta, conlleva grandes dificultades y peligros, que sólo se podrán
superar si se toma conciencia del espíritu antropológico y ético que en el
fondo impulsa la globalización hacia metas de humanización solidaria.
Desgraciadamente, este espíritu se ve con frecuencia marginado y entendido
desde perspectivas ético-culturales de carácter individualista y
utilitarista. La globalización es un fenómeno multidimensional y
polivalente, que exige ser comprendido en la diversidad y en la unidad de
todas sus dimensiones, incluida la teológica. Esto consentirá vivir y
orientar la globalización de la humanidad en términos de relacionalidad,
comunión y participación.
CAPÍTULO CUARTO
DESARROLLO DE LOS PUEBLOS,
DERECHOS Y DEBERES, AMBIENTE
43. «La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es
también un deber».[105] En la actualidad, muchos pretenden pensar que no
deben nada a nadie, si no es a sí mismos. Piensan que sólo son titulares de
derechos y con frecuencia les cuesta madurar en su responsabilidad respecto
al desarrollo integral propio y ajeno. Por ello, es importante urgir una
nueva reflexión sobre los deberes que los derechos presuponen, y sin los
cuales éstos se convierten en algo arbitrario[106]. Hoy se da una profunda
contradicción. Mientras, por un lado, se reivindican presuntos derechos, de
carácter arbitrario y voluptuoso, con la pretensión de que las estructuras
públicas los reconozcan y promuevan, por otro, hay derechos elementales y
fundamentales que se ignoran y violan en gran parte de la humanidad[107]. Se
aprecia con frecuencia una relación entre la reivindicación del derecho a lo
superfluo, e incluso a la transgresión y al vicio, en las sociedades
opulentas, y la carencia de comida, agua potable, instrucción básica o
cuidados sanitarios elementales en ciertas regiones del mundo
subdesarrollado y también en la periferia de las grandes ciudades. Dicha
relación consiste en que los derechos individuales, desvinculados de un
conjunto de deberes que les dé un sentido profundo, se desquician y dan
lugar a una espiral de exigencias prácticamente ilimitada y carente de
criterios. La exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes.
Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y
ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así dejan de ser
arbitrarios. Por este motivo, los deberes refuerzan los derechos y reclaman
que se los defienda y promueva como un compromiso al servicio del bien. En
cambio, si los derechos del hombre se fundamentan sólo en las deliberaciones
de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados en cualquier momento y,
consiguientemente, se relaja en la conciencia común el deber de respetarlos
y tratar de conseguirlos. Los gobiernos y los organismos internacionales
pueden olvidar entonces la objetividad y la cualidad de «no disponibles» de
los derechos. Cuando esto sucede, se pone en peligro el verdadero desarrollo
de los pueblos[108]. Comportamientos como éstos comprometen la autoridad
moral de los organismos internacionales, sobre todo a los ojos de los países
más necesitados de desarrollo. En efecto, éstos exigen que la comunidad
internacional asuma como un deber ayudarles a ser «artífices de su
destino»[109], es decir, a que asuman a su vez deberes. Compartir los
deberes recíprocos moviliza mucho más que la mera reivindicación de
derechos.
44. La concepción de los derechos y de los deberes respecto al desarrollo,
debe tener también en cuenta los problemas relacionados con el crecimiento
demográfico. Es un aspecto muy importante del verdadero desarrollo, porque
afecta a los valores irrenunciables de la vida y de la familia[110]. No es
correcto considerar el aumento de población como la primera causa del
subdesarrollo, incluso desde el punto de vista económico: baste pensar, por
un lado, en la notable disminución de la mortalidad infantil y al aumento de
la edad media que se produce en los países económicamente desarrollados y,
por otra, en los signos de crisis que se perciben en la sociedades en las
que se constata una preocupante disminución de la natalidad. Obviamente, se
ha de seguir prestando la debida atención a una procreación responsable que,
por lo demás, es una contribución efectiva al desarrollo humano integral. La
Iglesia, que se interesa por el verdadero desarrollo del hombre, exhorta a
éste a que respete los valores humanos también en el ejercicio de la
sexualidad: ésta no puede quedar reducida a un mero hecho hedonista y
lúdico, del mismo modo que la educación sexual no se puede limitar a una
instrucción técnica, con la única preocupación de proteger a los interesados
de eventuales contagios o del «riesgo» de procrear. Esto equivaldría a
empobrecer y descuidar el significado profundo de la sexualidad, que debe
ser en cambio reconocido y asumido con responsabilidad por la persona y la
comunidad. En efecto, la responsabilidad evita tanto que se considere la
sexualidad como una simple fuente de placer, como que se regule con
políticas de planificación forzada de la natalidad. En ambos casos se trata
de concepciones y políticas materialistas, en las que las personas acaban
padeciendo diversas formas de violencia. Frente a todo esto, se debe
resaltar la competencia primordial que en este campo tienen las
familias[111] respecto del Estado y sus políticas restrictivas, así como una
adecuada educación de los padres.
La apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y
económica. Grandes naciones han podido salir de la miseria gracias también
al gran número y a la capacidad de sus habitantes. Al contrario, naciones en
un tiempo florecientes pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en algún
caso de decadencia, precisamente a causa del bajo índice de natalidad, un
problema crucial para las sociedades de mayor bienestar. La disminución de
los nacimientos, a veces por debajo del llamado «índice de reemplazo
generacional», pone en crisis incluso a los sistemas de asistencia social,
aumenta los costes, merma la reserva del ahorro y, consiguientemente, los
recursos financieros necesarios para las inversiones, reduce la
disponibilidad de trabajadores cualificados y disminuye la reserva de
«cerebros» a los que recurrir para las necesidades de la nación. Además, las
familias pequeñas, o muy pequeñas a veces, corren el riesgo de empobrecer
las relaciones sociales y de no asegurar formas eficaces de solidaridad. Son
situaciones que presentan síntomas de escasa confianza en el futuro y de
fatiga moral. Por eso, se convierte en una necesidad social, e incluso
económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la
familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del
corazón y de la dignidad de la persona. En esta perspectiva, los estados
están llamados a establecer políticas que promuevan la centralidad y la
integridad de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una
mujer, célula primordial y vital de la sociedad[112], haciéndose cargo
también de sus problemas económicos y fiscales, en el respeto de su
naturaleza relacional.
45. Responder a las exigencias morales más profundas de la persona tiene
también importantes efectos beneficiosos en el plano económico. En efecto,
la economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no
de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona. Hoy se habla
mucho de ética en el campo económico, bancario y empresarial. Surgen centros
de estudio y programas formativos de business ethics; se difunde en el mundo
desarrollado el sistema de certificaciones éticas, siguiendo la línea del
movimiento de ideas nacido en torno a la responsabilidad social de la
empresa. Los bancos proponen cuentas y fondos de inversión llamados
«éticos». Se desarrolla una «finanza ética», sobre todo mediante el
microcrédito y, más en general, la microfinanciación. Dichos procesos son
apreciados y merecen un amplio apoyo. Sus efectos positivos llegan incluso a
las áreas menos desarrolladas de la tierra. Conviene, sin embargo, elaborar
un criterio de discernimiento válido, pues se nota un cierto abuso del
adjetivo «ético» que, usado de manera genérica, puede abarcar también
contenidos completamente distintos, hasta el punto de hacer pasar por éticas
decisiones y opciones contrarias a la justicia y al verdadero bien del
hombre.
En efecto, mucho depende del sistema moral de referencia. Sobre este
aspecto, la doctrina social de la Iglesia ofrece una aportación específica,
que se funda en la creación del hombre «a imagen de Dios» (Gn 1,27), algo
que comporta la inviolable dignidad de la persona humana, así como el valor
trascendente de las normas morales naturales. Una ética económica que
prescinda de estos dos pilares correría el peligro de perder inevitablemente
su propio significado y prestarse así a ser instrumentalizada; más
concretamente, correría el riesgo de amoldarse a los sistemas
económico-financieros existentes, en vez de corregir sus disfunciones.
Además, podría acabar incluso justificando la financiación de proyectos no
éticos. Es necesario, pues, no recurrir a la palabra «ética» de una manera
ideológicamente discriminatoria, dando a entender que no serían éticas las
iniciativas no etiquetadas formalmente con esa cualificación. Conviene
esforzarse -la observación aquí es esencial- no sólo para que surjan
sectores o segmentos «éticos» de la economía o de las finanzas, sino para
que toda la economía y las finanzas sean éticas y lo sean no por una
etiqueta externa, sino por el respeto de exigencias intrínsecas de su propia
naturaleza. A este respecto, la doctrina social de la Iglesia habla con
claridad, recordando que la economía, en todas sus ramas, es un sector de la
actividad humana[113].
46. Respecto al tema de la relación entre empresa y ética, así como de la
evolución que está teniendo el sistema productivo, parece que la distinción
hasta ahora más difundida entre empresas destinadas al beneficio (profit) y
organizaciones sin ánimo de lucro (non profit) ya no refleja plenamente la
realidad, ni es capaz de orientar eficazmente el futuro. En estos últimos
decenios, ha ido surgiendo una amplia zona intermedia entre los dos tipos de
empresas. Esa zona intermedia está compuesta por empresas tradicionales que,
sin embargo, suscriben pactos de ayuda a países atrasados; por fundaciones
promovidas por empresas concretas; por grupos de empresas que tienen
objetivos de utilidad social; por el amplio mundo de agentes de la llamada
economía civil y de comunión. No se trata sólo de un «tercer sector», sino
de una nueva y amplia realidad compuesta, que implica al sector privado y
público y que no excluye el beneficio, pero lo considera instrumento para
objetivos humanos y sociales. Que estas empresas distribuyan más o menos los
beneficios, o que adopten una u otra configuración jurídica prevista por la
ley, es secundario respecto a su disponibilidad para concebir la ganancia
como un instrumento para alcanzar objetivos de humanización del mercado y de
la sociedad. Es de desear que estas nuevas formas de empresa encuentren en
todos los países también un marco jurídico y fiscal adecuado. Así, sin
restar importancia y utilidad económica y social a las formas tradicionales
de empresa, hacen evolucionar el sistema hacia una asunción más clara y
plena de los deberes por parte de los agentes económicos. Y no sólo esto. La
misma pluralidad de las formas institucionales de empresa es lo que promueve
un mercado más cívico y al mismo tiempo más competitivo.
47. La potenciación de los diversos tipos de empresas y, en particular, de
los que son capaces de concebir el beneficio como un instrumento para
conseguir objetivos de humanización del mercado y de la sociedad, hay que
llevarla a cabo incluso en países excluidos o marginados de los circuitos de
la economía global, donde es muy importante proceder con proyectos de
subsidiaridad convenientemente diseñados y gestionados, que tiendan a
promover los derechos, pero previendo siempre que se asuman también las
correspondientes res-ponsabilidades. En las iniciativas para el desarrollo
debe quedar a salvo el principio de la centralidad de la persona humana, que
es quien debe asumirse en primer lugar el deber del desarrollo. Lo que
interesa principalmente es la mejora de las condiciones de vida de las
personas concretas de una cierta región, para que puedan satisfacer aquellos
deberes que la indigencia no les permite observar actualmente. La
preocupación nunca puede ser una actitud abstracta. Los programas de
desarrollo, para poder adaptarse a las situaciones concretas, han de ser
flexibles; y las personas que se beneficien deben implicarse directamente en
su planificación y convertirse en protagonistas de su realización. También
es necesario aplicar los criterios de progresión y acompañamiento -incluido
el seguimiento de los resultados-, porque no hay recetas universalmente
válidas. Mucho depende de la gestión concreta de las intervenciones.
«Constructores de su propio desarrollo, los pueblos son los primeros
responsables de él. Pero no lo realizarán en el aislamiento»[114]. Hoy, con
la consolidación del proceso de progresiva integración del planeta, esta
exhortación de Pablo VI es más válida todavía. Las dinámicas de inclusión no
tienen nada de mecánico. Las soluciones se han de ajustar a la vida de los
pueblos y de las personas concretas, basándose en una valoración prudencial
de cada situación. Al lado de los macroproyectos son necesarios los
microproyectos y, sobre todo, es necesaria la movilización efectiva de todos
los sujetos de la sociedad civil, tanto de las personas jurídicas como de
las personas físicas.
La cooperación internacional necesita personas que participen en el proceso
del desarrollo económico y humano, mediante la solidaridad de la presencia,
el acompañamiento, la formación y el respeto. Desde este punto de vista, los
propios organismos internacionales deberían preguntarse sobre la eficacia
real de sus aparatos burocráticos y administrativos, frecuentemente
demasiado costosos. A veces, el destinatario de las ayudas resulta útil para
quien lo ayuda y, así, los pobres sirven para mantener costosos organismos
burocráticos, que destinan a la propia conservación un porcentaje demasiado
elevado de esos recursos que deberían ser destinados al desarrollo. A este
respecto, cabría desear que los organismos internacionales y las
organizaciones no gubernamentales se esforzaran por una transparencia total,
informando a los donantes y a la opinión pública sobre la proporción de los
fondos recibidos que se destina a programas de cooperación, sobre el
verdadero contenido de dichos programas y, en fin, sobre la distribución de
los gastos de la institución misma.
48. El tema del desarrollo está también muy unido hoy a los deberes que
nacen de la relación del hombre con el ambiente natural. Éste es un don de
Dios para todos, y su uso representa para nosotros una responsabilidad para
con los pobres, las generaciones futuras y toda la humanidad. Cuando se
considera la naturaleza, y en primer lugar al ser humano, fruto del azar o
del determinismo evolutivo, disminuye el sentido de la responsabilidad en
las conciencias. El creyente reconoce en la naturaleza el maravilloso
resultado de la intervención creadora de Dios, que el hombre puede utilizar
responsablemente para satisfacer sus legítimas necesidades -materiales e
inmateriales- respetando el equilibrio inherente a la creación misma. Si se
desvanece esta visión, se acaba por considerar la naturaleza como un tabú
intocable o, al contrario, por abusar de ella. Ambas posturas no son
conformes con la visión cristiana de la naturaleza, fruto de la creación de
Dios.
La naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad. Ella nos
precede y nos ha sido dada por Dios como ámbito de vida. Nos habla del
Creador (cf. Rm 1,20) y de su amor a la humanidad. Está destinada a
encontrar la «plenitud» en Cristo al final de los tiempos (cf. Ef 1,9-10;
Col 1,19-20). También ella, por tanto, es una «vocación»[115]. La naturaleza
está a nuestra disposición no como un «montón de desechos esparcidos al
azar»,[116] sino como un don del Creador que ha diseñado sus estructuras
intrínsecas para que el hombre descubra las orientaciones que se deben
seguir para «guardarla y cultivarla» (cf. Gn 2,15). Pero se ha de subrayar
que es contrario al verdadero desarrollo considerar la naturaleza como más
importante que la persona humana misma. Esta postura conduce a actitudes
neopaganas o de nuevo panteísmo: la salvación del hombre no puede venir
únicamente de la naturaleza, entendida en sentido puramente naturalista. Por
otra parte, también es necesario refutar la posición contraria, que mira a
su completa tecnificación, porque el ambiente natural no es sólo materia
disponible a nuestro gusto, sino obra admirable del Creador y que lleva en
sí una «gramática» que indica finalidad y criterios para un uso inteligente,
no instrumental y arbitrario. Hoy, muchos perjuicios al desarrollo provienen
en realidad de estas maneras de pensar distorsionadas. Reducir completamente
la naturaleza a un conjunto de simples datos fácticos acaba siendo fuente de
violencia para con el ambiente, provocando además conductas que no respetan
la naturaleza del hombre mismo. Ésta, en cuanto se compone no sólo de
materia, sino también de espíritu, y por tanto rica de significados y fines
trascendentes, tiene un carácter normativo incluso para la cultura. El
hombre interpreta y modela el ambiente natural mediante la cultura, la cual
es orientada a su vez por la libertad responsable, atenta a los dictámenes
de la ley moral. Por tanto, los proyectos para un desarrollo humano integral
no pueden ignorar a las generaciones sucesivas, sino que han de
caracterizarse por la solidaridad y la justicia intergeneracional, teniendo
en cuenta múltiples aspectos, como el ecológico, el jurídico, el económico,
el político y el cultural[117].
49. Hoy, las cuestiones relacionadas con el cuidado y salvaguardia del
ambiente han de tener debidamente en cuenta los problemas energéticos. En
efecto, el acaparamiento por parte de algunos estados, grupos de poder y
empresas de recursos energéticos no renovables, es un grave obstáculo para
el desarrollo de los países pobres. Éstos no tienen medios económicos ni
para acceder a las fuentes energéticas no renovables ya existentes ni para
financiar la búsqueda de fuentes nuevas y alternativas. La acumulación de
recursos naturales, que en muchos casos se encuentran precisamente en países
pobres, causa explotación y conflictos frecuentes entre las naciones y en su
interior. Dichos conflictos se producen con frecuencia precisamente en el
territorio de esos países, con graves consecuencias de muertes, destrucción
y mayor degradación aún. La comunidad internacional tiene el deber
imprescindible de encontrar los modos institucionales para ordenar el
aprovechamiento de los recursos no renovables, con la participación también
de los países pobres, y planificar así conjuntamente el futuro.
En este sentido, hay también una urgente necesidad moral de una renovada
solidaridad, especialmente en las relaciones entre países en vías de
desarrollo y países altamente industrializados[118]. Las sociedades
tecnológicamente avanzadas pueden y deben disminuir el propio gasto
energético, bien porque las actividades manufactureras evolucionan, bien
porque entre sus ciudadanos se difunde una mayor sensibilidad ecológica.
Además, se debe añadir que hoy se puede mejorar la eficacia energética y al
mismo tiempo progresar en la búsqueda de energías alternativas. Pero es
también necesaria una redistribución planetaria de los recursos energéticos,
de manera que también los países que no los tienen puedan acceder a ellos.
Su destino no puede dejarse en manos del primero que llega o depender de la
lógica del más fuerte. Se trata de problemas relevantes que, para ser
afrontados de manera adecuada, requieren por parte de todos una responsable
toma de conciencia de las consecuencias que afectarán a las nuevas
generaciones, y sobre todo a los numerosos jóvenes que viven en los pueblos
pobres, los cuales «reclaman tener su parte activa en la construcción de un
mundo mejor»[119].
50. Esta responsabilidad es global, porque no concierne sólo a la energía,
sino a toda la creación, para no dejarla a las nuevas generaciones
empobrecida en sus recursos. Es lícito que el hombre gobierne
responsablemente la naturaleza para custodiarla, hacerla productiva y
cultivarla también con métodos nuevos y tecnologías avanzadas, de modo que
pueda acoger y alimentar dignamente a la población que la habita. En nuestra
tierra hay lugar para todos: en ella toda la familia humana debe encontrar
los recursos necesarios para vivir dignamente, con la ayuda de la naturaleza
misma, don de Dios a sus hijos, con el tesón del propio trabajo y de la
propia inventiva. Pero debemos considerar un deber muy grave el dejar la
tierra a las nuevas generaciones en un estado en el que puedan habitarla
dignamente y seguir cultivándola. Eso comporta «el compromiso de decidir
juntos después de haber ponderado responsablemente la vía a seguir, con el
objetivo de fortalecer esa alianza entre ser humano y medio ambiente que ha
de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual
caminamos»[120]. Es de desear que la comunidad internacional y cada gobierno
sepan contrarrestar eficazmente los modos de utilizar el ambiente que le
sean nocivos. Y también las autoridades competentes han de hacer los
esfuerzos necesarios para que los costes económicos y sociales que se
derivan del uso de los recursos ambientales comunes se reconozcan de manera
transparente y sean sufragados totalmente por aquellos que se benefician, y
no por otros o por las futuras generaciones. La protección del entorno, de
los recursos y del clima requiere que todos los responsables internacionales
actúen conjuntamente y demuestren prontitud para obrar de buena fe, en el
respeto de la ley y la solidaridad con las regiones más débiles del
planeta[121]. Una de las mayores tareas de la economía es precisamente el
uso más eficaz de los recursos, no el abuso, teniendo siempre presente que
el concepto de eficiencia no es axiológicamente neutral.
51. El modo en que el hombre trata el ambiente influye en la manera en que
se trata a sí mismo, y viceversa. Esto exige que la sociedad actual revise
seriamente su estilo de vida que, en muchas partes del mundo, tiende al
hedonismo y al consumismo, despreocupándose de los daños que de ello se
derivan[122]. Es necesario un cambio efectivo de mentalidad que nos lleve a
adoptar nuevos estilos de vida, «a tenor de los cuales la búsqueda de la
verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres
para un crecimiento común sean los elementos que determinen las opciones del
consumo, de los ahorros y de las inversiones»[123]. Cualquier menoscabo de
la solidaridad y del civismo produce daños ambientales, así como la
degradación ambiental, a su vez, provoca insatisfacción en las relaciones
sociales. La naturaleza, especialmente en nuestra época, está tan integrada
en la dinámica social y culturales que prácticamente ya no constituye una
variable independiente. La desertización y el empobrecimiento productivo de
algunas áreas agrícolas son también fruto del empobrecimiento de sus
habitantes y de su atraso. Cuando se promueve el desarrollo económico y
cultural de estas poblaciones, se tutela también la naturaleza. Además,
muchos recursos naturales quedan devastados con las guerras. La paz de los
pueblos y entre los pueblos permitiría también una mayor salvaguardia de la
naturaleza. El acaparamiento de los recursos, especialmente del agua, puede
provocar graves conflictos entre las poblaciones afectadas. Un acuerdo
pacífico sobre el uso de los recursos puede salvaguardar la naturaleza y, al
mismo tiempo, el bienestar de las sociedades interesadas.
La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y la debe hacer
valer en público. Y, al hacerlo, no sólo debe defender la tierra, el agua y
el aire como dones de la creación que pertenecen a todos. Debe proteger
sobre todo al hombre contra la destrucción de sí mismo. Es necesario que
exista una especie de ecología del hombre bien entendida. En efecto, la
degradación de la naturaleza está estrechamente unida a la cultura que
modela la convivencia humana: cuando se respeta la «ecología humana»[124] en
la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia. Así como las
virtudes humanas están interrelacionadas, de modo que el debilitamiento de
una pone en peligro también a las otras, así también el sistema ecológico se
apoya en un proyecto que abarca tanto la sana convivencia social como la
buena relación con la naturaleza.
Para salvaguardar la naturaleza no basta intervenir con incentivos o
desincentivos económicos, y ni siquiera basta con una instrucción adecuada.
Éstos son instrumentos importantes, pero el problema decisivo es la
capacidad moral global de la sociedad. Si no se respeta el derecho a la vida
y a la muerte natural, si se hace artificial la concepción, la gestación y
el nacimiento del hombre, si se sacrifican embriones humanos a la
investigación, la conciencia común acaba perdiendo el concepto de ecología
humana y con ello de la ecología ambiental. Es una contradicción pedir a las
nuevas generaciones el respeto al ambiente natural, cuando la educación y
las leyes no las ayudan a respetarse a sí mismas. El libro de la naturaleza
es uno e indivisible, tanto en lo que concierne a la vida, la sexualidad, el
matrimonio, la familia, las relaciones sociales, en una palabra, el
desarrollo humano integral. Los deberes que tenemos con el ambiente están
relacionados con los que tenemos para con la persona considerada en sí misma
y en su relación con los otros. No se pueden exigir unos y conculcar otros.
Es una grave antinomia de la mentalidad y de la praxis actual, que envilece
a la persona, trastorna el ambiente y daña a la sociedad.
52. La verdad, y el amor que ella desvela, no se pueden producir, sólo se
pueden acoger. Su última fuente no es, ni puede ser, el hombre, sino Dios, o
sea Aquel que es Verdad y Amor. Este principio es muy importante para la
sociedad y para el desarrollo, en cuanto que ni la Verdad ni el Amor pueden
ser sólo productos humanos; la vocación misma al desarrollo de las personas
y de los pueblos no se fundamenta en una simple deliberación humana, sino
que está inscrita en un plano que nos precede y que para todos nosotros es
un deber que ha de ser acogido libremente. Lo que nos precede y constituye
-el Amor y la Verdad subsistentes- nos indica qué es el bien y en qué
consiste nuestra felicidad. Nos señala así el camino hacia el verdadero
desarrollo.
CAPÍTULO QUINTO
LA COLABORACIÓN
DE LA FAMILIA HUMANA
53. Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la
soledad. Ciertamente, también las otras pobrezas, incluidas las materiales,
nacen del aislamiento, del no ser amados o de la dificultad de amar. Con
frecuencia, son provocadas por el rechazo del amor de Dios, por una tragedia
original de cerrazón del hombre en sí mismo, pensando ser autosuficiente, o
bien un mero hecho insignificante y pasajero, un «extranjero» en un universo
que se ha formado por casualidad. El hombre está alienado cuando vive solo o
se aleja de la realidad, cuando renuncia a pensar y creer en un
Fundamento[125]. Toda la humanidad está alienada cuando se entrega a
proyectos exclusivamente humanos, a ideologías y utopías falsas[126]. Hoy la
humanidad aparece mucho más interactiva que antes: esa mayor vecindad debe
transformarse en verdadera comunión. El desarrollo de los pueblos depende
sobre todo de que se reconozcan como parte de una sola familia, que colabora
con verdadera comunión y está integrada por seres que no viven simplemente
uno junto al otro[127].
Pablo VI señalaba que «el mundo se encuentra en un lamentable vacío de
ideas»[128]. La afirmación contiene una constatación, pero sobre todo una
aspiración: es preciso un nuevo impulso del pensamiento para comprender
mejor lo que implica ser una familia; la interacción entre los pueblos del
planeta nos urge a dar ese impulso, para que la integración se desarrolle
bajo el signo de la solidaridad[129] en vez del de la marginación. Dicho
pensamiento obliga a una profundización crítica y valorativa de la categoría
de la relación. Es un compromiso que no puede llevarse a cabo sólo con las
ciencias sociales, dado que requiere la aportación de saberes como la
metafísica y la teología, para captar con claridad la dignidad trascendente
del hombre.
La criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las
relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto
más madura también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no
aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios. Por tanto,
la importancia de dichas relaciones es fundamental. Esto vale también para
los pueblos. Consiguientemente, resulta muy útil para su desarrollo una
visión metafísica de la relación entre las personas. A este respecto, la
razón encuentra inspiración y orientación en la revelación cristiana, según
la cual la comunidad de los hombres no absorbe en sí a la persona anulando
su autonomía, como ocurre en las diversas formas del totalitarismo, sino que
la valoriza más aún porque la relación entre persona y comunidad es la de un
todo hacia otro todo[130]. De la misma manera que la comunidad familiar no
anula en su seno a las personas que la componen, y la Iglesia misma valora
plenamente la «criatura nueva» (Ga 6,15; 2 Co 5,17), que por el bautismo se
inserta en su Cuerpo vivo, así también la unidad de la familia humana no
anula de por sí a las personas, los pueblos o las culturas, sino que los
hace más transparentes los unos con los otros, más unidos en su legítima
diversidad.
54. El tema del desarrollo coincide con el de la inclusión relacional de
todas las personas y de todos los pueblos en la única comunidad de la
familia humana, que se construye en la solidaridad sobre la base de los
valores fundamentales de la justicia y la paz. Esta perspectiva se ve
iluminada de manera decisiva por la relación entre las Personas de la
Trinidad en la única Sustancia divina. La Trinidad es absoluta unidad, en
cuanto las tres Personas divinas son relacionalidad pura. La transparencia
recíproca entre las Personas divinas es plena y el vínculo de una con otra
total, porque constituyen una absoluta unidad y unicidad. Dios nos quiere
también asociar a esa realidad de comunión: «para que sean uno, como
nosotros somos uno» (Jn 17,22). La Iglesia es signo e instrumento de esta
unidad[131]. También las relaciones entre los hombres a lo largo de la
historia se han beneficiado de la referencia a este Modelo divino. En
particular, a la luz del misterio revelado de la Trinidad, se comprende que
la verdadera apertura no significa dispersión centrífuga, sino
compenetración profunda. Esto se manifiesta también en las experiencias
humanas comunes del amor y de la verdad. Como el amor sacramental une a los
esposos espiritualmente en «una sola carne» (Gn 2,24; Mt 19,5; Ef 5,31), y
de dos que eran hace de ellos una unidad relacional y real, de manera
análoga la verdad une los espíritus entre sí y los hace pensar al unísono,
atrayéndolos y uniéndolos en ella.
55. La revelación cristiana sobre la unidad del género humano presupone una
interpretación metafísica del humanum, en la que la relacionalidad es
elemento esencial. También otras culturas y otras religiones enseñan la
fraternidad y la paz y, por tanto, son de gran importancia para el
desarrollo humano integral. Sin embargo, no faltan actitudes religiosas y
culturales en las que no se asume plenamente el principio del amor y de la
verdad, terminando así por frenar el verdadero desarrollo humano e incluso
por impedirlo. El mundo de hoy está siendo atravesado por algunas culturas
de trasfondo religioso, que no llevan al hombre a la comunión, sino que lo
aíslan en la búsqueda del bienestar individual, limitándose a gratificar las
expectativas psicológicas. También una cierta proliferación de itinerarios
religiosos de pequeños grupos, e incluso de personas individuales, así como
el sincretismo religioso, pueden ser factores de dispersión y de falta de
compromiso. Un posible efecto negativo del proceso de globalización es la
tendencia a favorecer dicho sincretismo[132], alimentando formas de
«religión» que alejan a las personas unas de otras, en vez de hacer que se
encuentren, y las apartan de la realidad. Al mismo tiempo, persisten a veces
parcelas culturales y religiosas que encasillan la sociedad en castas
sociales estáticas, en creencias mágicas que no respetan la dignidad de la
persona, en actitudes de sumisión a fuerzas ocultas. En esos contextos, el
amor y la verdad encuentran dificultad para afianzarse, perjudicando el
auténtico desarrollo.
Por este motivo, aunque es verdad que, por un lado, el desarrollo necesita
de las religiones y de las culturas de los diversos pueblos, por otro lado,
sigue siendo verdad también que es necesario un adecuado discernimiento. La
libertad religiosa no significa indiferentismo religioso y no comporta que
todas las religiones sean iguales[133]. El discernimiento sobre la
contribución de las culturas y de las religiones es necesario para la
construcción de la comunidad social en el respeto del bien común, sobre todo
para quien ejerce el poder político. Dicho discernimiento deberá basarse en
el criterio de la caridad y de la verdad. Puesto que está en juego el
desarrollo de las personas y de los pueblos, tendrá en cuenta la posibilidad
de emancipación y de inclusión en la óptica de una comunidad humana
verdaderamente universal. El criterio para evaluar las culturas y las
religiones es también «todo el hombre y todos los hombres». El cristianismo,
religión del «Dios que tiene un rostro humano»[134], lleva en sí mismo un
criterio similar.
56. La religión cristiana y las otras religiones pueden contribuir al
desarrollo solamente si Dios tiene un lugar en la esfera pública, con
específica referencia a la dimensión cultural, social, económica y, en
particular, política. La doctrina social de la Iglesia ha nacido para
reivindicar esa «carta de ciudadanía»[135] de la religión cristiana. La
negación del derecho a profesar públicamente la propia religión y a trabajar
para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública, tiene
consecuencias negativas sobre el verdadero desarrollo. La exclusión de la
religión del ámbito público, así como, el fundamentalismo religioso por otro
lado, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el
progreso de la humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones y la
política adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el riesgo de que
no se respeten los derechos humanos, bien porque se les priva de su
fundamento trascendente, bien porque no se reconoce la libertad personal. En
el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo
fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa.
La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para
la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión
tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su
auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy
gravoso para el desarrollo de la humanidad.
57. El diálogo fecundo entre fe y razón hace más eficaz el ejercicio de la
caridad en el ámbito social y es el marco más apropiado para promover la
colaboración fraterna entre creyentes y no creyentes, en la perspectiva
compartida de trabajar por la justicia y la paz de la humanidad. Los Padres
conciliares afirmaban en la Constitución pastoral Gaudium et spes: «Según la
opinión casi unánime de creyentes y no creyentes, todo lo que existe en la
tierra debe ordenarse al hombre como su centro y su culminación»[136]. Para
los creyentes, el mundo no es fruto de la casualidad ni de la necesidad,
sino de un proyecto de Dios. De ahí nace el deber de los creyentes de aunar
sus esfuerzos con todos los hombres y mujeres de buena voluntad de otras
religiones, o no creyentes, para que nuestro mundo responda efectivamente al
proyecto divino: vivir como una familia, bajo la mirada del Creador. Sin
duda, el principio de subsidiaridad[137], expresión de la inalienable
libertad humana. La subsidiaridad es ante todo una ayuda a la persona, a
través de la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se ofrece
cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí
mismos, implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la
libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades. La
subsidiaridad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto
siempre capaz de dar algo a los otros. La subsidiaridad, al reconocer que la
reciprocidad forma parte de la constitución íntima del ser humano, es el
antídoto más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo paternalista.
Ella puede dar razón tanto de la múltiple articulación de los niveles y, por
ello, de la pluralidad de los sujetos, como de su coordinación. Por tanto,
es un principio particularmente adecuado para gobernar la globalización y
orientarla hacia un verdadero desarrollo humano. Para no abrir la puerta a
un peligroso poder universal de tipo monocrático, el gobierno de la
globalización debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples niveles
y planos diversos, que colaboren recíprocamente. La globalización necesita
ciertamente una autoridad, en cuanto plantea el problema de la consecución
de un bien común global; sin embargo, dicha autoridad deberá estar
organizada de modo subsidiario y con división de poderes[138], tanto para no
herir la libertad como para resultar concretamente eficaz.
58. El principio de subsidiaridad debe mantenerse íntimamente unido al
principio de la solidaridad y viceversa, porque así como la subsidiaridad
sin la solidaridad desemboca en el particularismo social, también es cierto
que la solidaridad sin la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que
humilla al necesitado. Esta regla de carácter general se ha de tener muy en
cuenta incluso cuando se afrontan los temas sobre las ayudas internacionales
al desarrollo. Éstas, por encima de las intenciones de los donantes, pueden
mantener a veces a un pueblo en un estado de dependencia, e incluso
favorecer situaciones de dominio local y de explotación en el país que las
recibe. Las ayudas económicas, para que lo sean de verdad, no deben
perseguir otros fines. Han de ser concedidas implicando no sólo a los
gobiernos de los países interesados, sino también a los agentes económicos
locales y a los agentes culturales de la sociedad civil, incluidas las
Iglesias locales. Los programas de ayuda han de adaptarse cada vez más a la
forma de los programas integrados y compartidos desde la base. En efecto,
sigue siendo verdad que el recurso humano es más valioso de los países en
vías de desarrollo: éste es el auténtico capital que se ha de potenciar para
asegurar a los países más pobres un futuro verdaderamente autónomo. Conviene
recordar también que, en el campo económico, la ayuda principal que
necesitan los países en vías de desarrollo es permitir y favorecer cada vez
más el ingreso de sus productos en los mercados internacionales,
posibilitando así su plena participación en la vida económica internacional.
En el pasado, las ayudas han servido con demasiada frecuencia sólo para
crear mercados marginales de los productos de esos países. Esto se debe
muchas veces a una falta de verdadera demanda de estos productos: por tanto,
es necesario ayudar a esos países a mejorar sus productos y a adaptarlos
mejor a la demanda. Además, algunos han temido con frecuencia la competencia
de las importaciones de productos, normalmente agrícolas, provenientes de
los países económicamente pobres. Sin embargo, se ha de recordar que la
posibilidad de comercializar dichos productos significa a menudo garantizar
su supervivencia a corto o largo plazo. Un comercio internacional justo y
equilibrado en el campo agrícola puede reportar beneficios a todos, tanto en
la oferta como en la demanda. Por este motivo, no sólo es necesario orientar
comercialmente esos productos, sino establecer reglas comerciales
internacionales que los sostengan, y reforzar la financiación del desarrollo
para hacer más productivas esas economías.
59. La cooperación para el desarrollo no debe contemplar solamente la
dimensión económica; ha de ser una gran ocasión para el encuentro cultural y
humano. Si los sujetos de la cooperación de los países económicamente
desarrollados, como a veces sucede, no tienen en cuenta la identidad
cultural propia y ajena, con sus valores humanos, no podrán entablar diálogo
alguno con los ciudadanos de los países pobres. Si éstos, a su vez, se abren
con indiferencia y sin discernimiento a cualquier propuesta cultural, no
estarán en condiciones de asumir la responsabilidad de su auténtico
desarrollo[139]. Las sociedades tecnológicamente avanzadas no deben
confundir el propio desarrollo tecnológico con una presunta superioridad
cultural, sino que deben redescubrir en sí mismas virtudes a veces
olvidadas, que las han hecho florecer a lo largo de su historia. Las
sociedades en crecimiento deben permanecer fieles a lo que hay de
verdaderamente humano en sus tradiciones, evitando que superpongan
automáticamente a ellas las formas de la civilización tecnológica
globalizada. En todas las culturas se dan singulares y múltiples
convergencias éticas, expresiones de una misma naturaleza humana, querida
por el Creador, y que la sabiduría ética de la humanidad llama ley
natural[140]. Dicha ley moral universal es fundamento sólido de todo diálogo
cultural, religioso y político, ayudando al pluralismo multiforme de las
diversas culturas a que no se alejen de la búsqueda común de la verdad, del
bien y de Dios. Por tanto, la adhesión a esa ley escrita en los corazones es
la base de toda colaboración social constructiva. En todas las culturas hay
costras que limpiar y sombras que despejar. La fe cristiana, que se encarna
en las culturas trascendiéndolas, puede ayudarlas a crecer en la convivencia
y en la solidaridad universal, en beneficio del desarrollo comunitario y
planetario.
60. En la búsqueda de soluciones para la crisis económica actual, la ayuda
al desarrollo de los países pobres debe considerarse un verdadero
instrumento de creación de riqueza para todos. ¿Qué proyecto de ayuda puede
prometer un crecimiento de tan significativo valor -incluso para la economía
mundial- como la ayuda a poblaciones que se encuentran todavía en una fase
inicial o poco avanzada de su proceso de desarrollo económico? En esta
perspectiva, los estados económicamente más desarrollados harán lo posible
por destinar mayores porcentajes de su producto interior bruto para ayudas
al desarrollo, respetando los compromisos que se han tomado sobre este punto
en el ámbito de la comunidad internacional. Lo podrán hacer también
revisando sus políticas internas de asistencia y de solidaridad social,
aplicando a ellas el principio de subsidiaridad y creando sistemas de
seguridad social más integrados, con la participación activa de las personas
y de la sociedad civil. De esta manera, es posible también mejorar los
servicios sociales y asistenciales y, al mismo tiempo, ahorrar recursos,
eliminando derroches y rentas abusivas, para destinarlos a la solidaridad
internacional. Un sistema de solidaridad social más participativo y
orgánico, menos burocratizado pero no por ello menos coordinado, podría
revitalizar muchas energías hoy adormecidas en favor también de la
solidaridad entre los pueblos.
Una posibilidad de ayuda para el desarrollo podría venir de la aplicación
eficaz de la llamada subsidiaridad fiscal, que permitiría a los ciudadanos
decidir sobre el destino de los porcentajes de los impuestos que pagan al
Estado. Esto puede ayudar, evitando degeneraciones particularistas, a
fomentar formas de solidaridad social desde la base, con obvios beneficios
también desde el punto de vista de la solidaridad para el desarrollo.
61. Una solidaridad más amplia a nivel internacional se manifiesta ante todo
en seguir promoviendo, también en condiciones de crisis económica, un mayor
acceso a la educación que, por otro lado, es una condición esencial para la
eficacia de la cooperación internacional misma. Con el término «educación»
no nos referimos sólo a la instrucción o a la formación para el trabajo, que
son dos causas importantes para el desarrollo, sino a la formación completa
de la persona. A este respecto, se ha de subrayar un aspecto problemático:
para educar es preciso saber quién es la persona humana, conocer su
naturaleza. Al afianzarse una visión relativista de dicha naturaleza plantea
serios problemas a la educación, sobre todo a la educación moral,
comprometiendo su difusión universal. Cediendo a este relativismo, todos se
empobrecen más, con consecuencias negativas también para la eficacia de la
ayuda a las poblaciones más necesitadas, a las que no faltan sólo recursos
económicos o técnicos, sino también modos y medios pedagógicos que ayuden a
las personas a lograr su plena realización humana.
Un ejemplo de la importancia de este problema lo tenemos en el fenómeno del
turismo internacional[141], que puede ser un notable factor de desarrollo
económico y crecimiento cultural, pero que en ocasiones puede transformarse
en una forma de explotación y degradación moral. La situación actual ofrece
oportunidades singulares para que los aspectos económicos del desarrollo, es
decir, los flujos de dinero y la aparición de experiencias empresariales
locales significativas, se combinen con los culturales, y en primer lugar el
educativo. En muchos casos es así, pero en muchos otros el turismo
internacional es una experiencia deseducativa, tanto para el turista como
para las poblaciones locales. Con frecuencia, éstas se encuentran con
conductas inmorales, y hasta perversas, como en el caso del llamado turismo
sexual, al que se sacrifican tantos seres humanos, incluso de tierna edad.
Es doloroso constatar que esto ocurre muchas veces con el respaldo de
gobiernos locales, con el silencio de aquellos otros de donde proceden los
turistas y con la complicidad de tantos operadores del sector. Aún sin
llegar a ese extremo, el turismo internacional se plantea con frecuencia de
manera consumista y hedonista, como una evasión y con modos de organización
típicos de los países de origen, de forma que no se favorece un verdadero
encuentro entre personas y culturas. Hay que pensar, pues, en un turismo
distinto, capaz de promover un verdadero conocimiento recíproco, que nada
quite al descanso y a la sana diversión: hay que fomentar un turismo así,
también a través de una relación más estrecha con las experiencias de
cooperación internacional y de iniciativas empresariales para el desarrollo.
62. Otro aspecto digno de atención, hablando del desarrollo humano integral,
es el fenómeno de las migraciones. Es un fenómeno que impresiona por sus
grandes dimensiones, por los problemas sociales, económicos, políticos,
culturales y religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que
plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad internacional. Podemos
decir que estamos ante un fenómeno social de que marca época, que requiere
una fuerte y clarividente política de cooperación internacional para
afrontarlo debidamente. Esta política hay que desarrollarla partiendo de una
estrecha colaboración entre los países de procedencia y de destino de los
emigrantes; ha de ir acompañada de adecuadas normativas internacionales
capaces de armonizar los diversos ordenamientos legislativos, con vistas a
salvaguardar las exigencias y los derechos de las personas y de las familias
emigrantes, así como las de las sociedades de destino. Ningún país por sí
solo puede ser capaz de hacer frente a los problemas migratorios actuales.
Todos podemos ver el sufrimiento, el disgusto y las aspiraciones que
conllevan los flujos migratorios. Como es sabido, es un fenómeno complejo de
gestionar; sin embargo, está comprobado que los trabajadores extranjeros, no
obstante las dificultades inherentes a su integración, contribuyen de manera
significativa con su trabajo al desarrollo económico del país que los acoge,
así como a su país de origen a través de las remesas de dinero. Obviamente,
estos trabajadores no pueden ser considerados como una mercancía o una mera
fuerza laboral. Por tanto no deben ser tratados como cualquier otro factor
de producción. Todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal,
posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por
todos y en cualquier situación[142].
63. Al considerar los problemas del desarrollo, se ha de resaltar relación
entre pobreza y desocupación. Los pobres son en muchos casos el resultado de
la violación de la dignidad del trabajo humano, bien porque se limitan sus
posibilidades (desocupación, subocupación), bien porque se devalúan «los
derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a
la seguridad de la persona del trabajador y de su familia»[143]. Por esto,
ya el 1 de mayo de 2000, mi predecesor Juan Pablo II, de venerada memoria,
con ocasión del Jubileo de los Trabajadores, lanzó un llamamiento para «una
coalición mundial a favor del trabajo decente»[144], alentando la estrategia
de la Organización Internacional del Trabajo. De esta manera, daba un fuerte
apoyo moral a este objetivo, como aspiración de las familias en todos los
países del mundo. Pero ¿qué significa la palabra «decencia» aplicada al
trabajo? Significa un trabajo que, en cualquier sociedad, sea expresión de
la dignidad esencial de todo hombre o mujer: un trabajo libremente elegido,
que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al
desarrollo de su comunidad; un trabajo que, de este modo, haga que los
trabajadores sean respetados, evitando toda discriminación; un trabajo que
permita satisfacer las necesidades de las familias y escolarizar a los hijos
sin que se vean obligados a trabajar; un trabajo que consienta a los
trabajadores organizarse libremente y hacer oír su voz; un trabajo que deje
espacio para reencontrarse adecuadamente con las propias raíces en el ámbito
personal, familiar y espiritual; un trabajo que asegure una condición digna
a los trabajadores que llegan a la jubilación.
64. En la reflexión sobre el tema del trabajo, es oportuno hacer un
llamamiento a las organizaciones sindicales de los trabajadores, desde
siempre alentadas y sostenidas por la Iglesia, ante la urgente exigencia de
abrirse a las nuevas perspectivas que surgen en el ámbito laboral. Las
organizaciones sindicales están llamadas a hacerse cargo de los nuevos
problemas de nuestra sociedad, superando las limitaciones propias de los
sindicatos de clase. Me refiero, por ejemplo, a ese conjunto de cuestiones
que los estudiosos de las ciencias sociales señalan en el conflicto entre
persona-trabajadora y persona-consumidora. Sin que sea necesario adoptar la
tesis de que se ha efectuado un desplazamiento de la centralidad del
trabajador a la centralidad del consumidor, parece en cualquier caso que
éste es también un terreno para experiencias sindicales innovadoras. El
contexto global en el que se desarrolla el trabajo requiere igualmente que
las organizaciones sindicales nacionales, ceñidas sobre todo a la defensa de
los intereses de sus afiliados, vuelvan su mirada también hacia los no
afiliados y, en particular, hacia los trabajadores de los países en vía de
desarrollo, donde tantas veces se violan los derechos sociales. La defensa
de estos trabajadores, promovida también mediante iniciativas apropiadas en
favor de los países de origen, permitirá a las organizaciones sindicales
poner de relieve las auténticas razones éticas y culturales que las han
consentido ser, en contextos sociales y laborales diversos, un factor
decisivo para el desarrollo. Sigue siendo válida la tradicional enseñanza de
la Iglesia, que propone la distinción de papeles y funciones entre sindicato
y política. Esta distinción permitirá a las organizaciones sindicales
encontrar en la sociedad civil el ámbito más adecuado para su necesaria
actuación en defensa y promoción del mundo del trabajo, sobre todo en favor
de los trabajadores explotados y no representados, cuya amarga condición
pasa desapercibida tantas veces ante los ojos distraídos de la sociedad.
65. Además, se requiere que las finanzas mismas, que han de renovar
necesariamente sus estructuras y modos de funcionamiento tras su mala
utilización, que ha dañado la economía real, vuelvan a ser un instrumento
encaminado a producir mejor riqueza y desarrollo. Toda la economía y todas
las finanzas, y no sólo algunos de sus sectores, en cuanto instrumentos,
deben ser utilizados de manera ética para crear las condiciones adecuadas
para el desarrollo del hombre y de los pueblos. Es ciertamente útil, y en
algunas circunstancias indispensable, promover iniciativas financieras en
las que predomine la dimensión humanitaria. Sin embargo, esto no debe
hacernos olvidar que todo el sistema financiero ha de tener como meta el
sostenimiento de un verdadero desarrollo. Sobre todo, es preciso que el
intento de hacer el bien no se contraponga al de la capacidad efectiva de
producir bienes. Los agentes financieros han de redescubrir el fundamento
ético de su actividad para no abusar de aquellos instrumentos sofisticados
con los que se podría traicionar a los ahorradores. Recta intención,
transparencia y búsqueda de los buenos resultados son compatibles y nunca se
deben separar. Si el amor es inteligente, sabe encontrar también los modos
de actuar según una conveniencia previsible y justa, como muestran de manera
significativa muchas experiencias en el campo del crédito cooperativo.
Tanto una regulación del sector capaz de salvaguardar a los sujetos más
débiles e impedir escandalosas especulaciones, cuanto la experimentación de
nuevas formas de finanzas destinadas a favorecer proyectos de desarrollo,
son experiencias positivas que se han de profundizar y alentar, reclamando
la propia responsabilidad del ahorrador. También la experiencia de la
microfinanciación, que hunde sus raíces en la reflexión y en la actuación de
los humanistas civiles -pienso sobre todo en el origen de los Montes de
Piedad-, ha de ser reforzada y actualizada, sobre todo en los momentos en
que los problemas financieros pueden resultar dramáticos para los sectores
más vulnerables de la población, que deben ser protegidos de la amenaza de
la usura y la desesperación. Los más débiles deben ser educados para
defenderse de la usura, así como los pueblos pobres han de ser educados para
beneficiarse realmente del microcrédito, frenando de este modo posibles
formas de explotación en estos dos campos. Puesto que también en los países
ricos se dan nuevas formas de pobreza, la microfinanciación puede ofrecer
ayudas concretas para crear iniciativas y sectores nuevos que favorezcan a
las capas más débiles de la sociedad, también ante una posible fase de
empobrecimiento de la sociedad.
66. La interrelación mundial ha hecho surgir un nuevo poder político, el de
los consumidores y sus asociaciones. Es un fenómeno en el que se debe
profundizar, pues contiene elementos positivos que hay que fomentar, como
también excesos que se han de evitar. Es bueno que las personas se den
cuenta de que comprar es siempre un acto moral, y no sólo económico. El
consumidor tiene una responsabilidad social específica, que se añade a la
responsabilidad social de la empresa. Los consumidores deben ser
constantemente educados[145] para el papel que ejercen diariamente y que
pueden desempeñar respetando los principios morales, sin que disminuya la
racionalidad económica intrínseca en el acto de comprar. También en el campo
de las compras, precisamente en momentos como los que se están viviendo, en
los que el poder adquisitivo puede verse reducido y se deberá consumir con
mayor sobriedad, es necesario abrir otras vías como, por ejemplo, formas de
cooperación para las adquisiciones, como ocurre con las cooperativas de
consumo, que existen desde el s. XIX, gracias también a la iniciativa de los
católicos. Además, es conveniente favorecer formas nuevas de
comercialización de productos provenientes de áreas deprimidas del planeta
para garantizar una retribución decente a los productores, a condición de
que se trate de un mercado transparente, que los productores reciban no sólo
mayores márgenes de ganancia sino también mayor formación, profesionalidad y
tecnología y, finalmente, que dichas experiencias de economía para el
desarrollo no estén condicionadas por visiones ideológicas partidistas. Es
de desear un papel más incisivo de los consumidores como factor de
democracia económica, siempre que ellos mismos no estén manipulados por
asociaciones escasamente representativas.
67. Ente el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en
presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de
la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la
arquitectura económica y financiera internacional, para que se dé una
concreción real al concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia
de encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio de la
responsabilidad de proteger[146] y dar también una voz eficaz en las
decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto aparece necesario
precisamente con vistas a un ordenamiento político, jurídico y económico que
incremente y oriente la colaboración internacional hacia el desarrollo
solidario de todos los pueblos. Para gobernar la economía mundial, para
sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento
y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme
integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia
del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una
verdadera Autoridad política mundial, como fue ya esbozada por mi
Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar regulada por el
derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de
solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común[147],
comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral
inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad,
además, deberá estar reconocida por todos, gozar de poder efectivo para
garantizar a cada uno la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el
respeto de los derechos[148]. Obviamente, debe tener la facultad de hacer
respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como las medidas
de coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales. En
efecto, cuando esto falta, el derecho internacional, no obstante los grandes
progresos alcanzados en los diversos campos, correría el riesgo de estar
condicionado por los equilibrios de poder entre los más fuertes. El
desarrollo integral de los pueblos y la colaboración internacional exigen el
establecimiento de un grado superior de ordenamiento internacional de tipo
subsidiario para el gobierno de la globalización[149], que se lleve a cabo
finalmente un orden social conforme al orden moral, así como esa relación
entre esfera moral y social, entre política y mundo económico y civil, ya
previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas.
CAPÍTULO SEXTO
EL DESARROLLO DE LOS PUEBLOS
Y LA TÉCNICA
68. El tema del desarrollo de los pueblos está íntimamente unido al del
desarrollo de cada hombre. La persona humana tiende por naturaleza a su
propio desarrollo. Éste no está garantizado por una serie de mecanismos
naturales, sino que cada uno de nosotros es consciente de su capacidad de
decidir libre y responsablemente. Tampoco se trata de un desarrollo a merced
de nuestro capricho, ya que todos sabemos que somos un don y no el resultado
de una autogeneración. Nuestra libertad está originariamente caracterizada
por nuestro ser, con sus propias limitaciones. Ninguno da forma a la propia
conciencia de manera arbitraria, sino que todos construyen su propio «yo»
sobre la base de un «sí mismo» que nos ha sido dado. No sólo las demás
personas se nos presentan como no disponibles, sino también nosotros para
nosotros mismos. El desarrollo de la persona se degrada cuando ésta pretende
ser la única creadora de sí misma. De modo análogo, también el desarrollo de
los pueblos se degrada cuando la humanidad piensa que puede recrearse
utilizando los «prodigios» de la tecnología. Lo mismo ocurre con el
desarrollo económico, que se manifiesta ficticio y dañino cuando se apoya en
los «prodigios» de las finanzas para sostener un crecimiento antinatural y
consumista. Ante esta pretensión prometeica, hemos de fortalecer el aprecio
por una libertad no arbitraria, sino verdaderamente humanizada por el
reconocimiento del bien que la precede. Para alcanzar este objetivo, es
necesario que el hombre entre en sí mismo para descubrir las normas
fundamentales de la ley moral natural que Dios ha inscrito en su corazón.
69. El problema del desarrollo en la actualidad está estrechamente unido al
progreso tecnológico y a sus aplicaciones deslumbrantes en campo biológico.
La técnica - conviene subrayarlo - es un hecho profundamente humano,
vinculado a la autonomía y libertad del hombre. En la técnica se manifiesta
y confirma el dominio del espíritu sobre la materia. «Siendo éste [el
espíritu] "menos esclavo de las cosas, puede más fácilmente elevarse a la
adoración y a la contemplación del Creador"»[150]. La técnica permite
dominar la materia, reducir los riesgos, ahorrar esfuerzos, mejorar las
condiciones de vida. Responde a la misma vocación del trabajo humano: en la
técnica, vista como una obra del propio talento, el hombre se reconoce a sí
mismo y realiza su propia humanidad. La técnica es el aspecto objetivo del
actuar humano[151], cuyo origen y razón de ser está en el elemento
subjetivo: el hombre que trabaja. Por eso, la técnica nunca es sólo técnica.
Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo,
expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos
condicionamientos materiales. La técnica, por lo tanto, se inserta en el
mandato de cultivar y custodiar la tierra (cf. Gn 2,15), que Dios ha
confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza entre ser humano y
medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios.
70. El desarrollo tecnológico puede alentar la idea de la autosuficiencia de
la técnica, cuando el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de
considerar los porqués que lo impulsan a actuar. Por eso, la técnica tiene
un rostro ambiguo. Nacida de la creatividad humana como instrumento de la
libertad de la persona, puede entenderse como elemento de una libertad
absoluta, que desea prescindir de los límites inherentes a las cosas. El
proceso de globalización podría sustituir las ideologías por la
técnica[152], transformándose ella misma en un poder ideológico, que
expondría a la humanidad al riesgo de encontrarse encerrada dentro de un a
priori del cual no podría salir para encontrar el ser y la verdad. En ese
caso, cada uno de nosotros conocería, evaluaría y decidiría los aspectos de
su vida desde un horizonte cultural tecnocrático, al que perteneceríamos
estructuralmente, sin poder encontrar jamás un sentido que no sea producido
por nosotros mismos. Esta visión refuerza mucho hoy la mentalidad
tecnicista, que hace coincidir la verdad con lo factible. Pero cuando el
único criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad, se niega
automáticamente el desarrollo. En efecto, el verdadero desarrollo no
consiste principalmente en hacer. La clave del desarrollo está en una
inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el significado
plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de
la persona considerada en la globalidad de su ser. Incluso cuando el hombre
opera a través de un satélite o de un impulso electrónico a distancia, su
actuar permanece siempre humano, expresión de una libertad responsable. La
técnica atrae fuertemente al hombre, porque lo rescata de las limitaciones
físicas y le amplía el horizonte. Pero la libertad humana es ella misma sólo
cuando responde a esta atracción de la técnica con decisiones que son fruto
de la responsabilidad moral. De ahí la necesidad apremiante de una formación
para un uso ético y responsable de la técnica. Conscientes de esta atracción
de la técnica sobre el ser humano, se debe recuperar el verdadero sentido de
la libertad, que no consiste en la seducción de una autonomía total, sino en
la respuesta a la llamada del ser, comenzando por nuestro propio ser.
71. Esta posible desviación de la mentalidad técnica de su originario cauce
humanista se muestra hoy de manera evidente en la tecnificación del
desarrollo y de la paz. El desarrollo de los pueblos es considerado con
frecuencia como un problema de ingeniería financiera, de apertura de
mercados, de bajadas de impuestos, de inversiones productivas, de reformas
institucionales, en definitiva como una cuestión exclusivamente técnica. Sin
duda, todos estos ámbitos tienen un papel muy importante, pero deberíamos
preguntarnos por qué las decisiones de tipo técnico han funcionado hasta
ahora sólo en parte. La causa es mucho más profunda. El desarrollo nunca
estará plenamente garantizado plenamente por fuerzas que en gran medida son
automáticas e impersonales, ya provengan de las leyes de mercado o de
políticas de carácter internacional. El desarrollo es imposible sin hombres
rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan
fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Se necesita tanto la
preparación profesional como la coherencia moral. Cuando predomina la
absolutización de la técnica se produce una confusión entre los fines y los
medios, el empresario considera como único criterio de acción el máximo
beneficio en la producción; el político, la consolidación del poder; el
científico, el resultado de sus descubrimientos. Así, bajo esa red de
relaciones económicas, financieras y políticas persisten frecuentemente
incomprensiones, malestar e injusticia; los flujos de conocimientos técnicos
aumentan, pero en beneficio de sus propietarios, mientras que la situación
real de las poblaciones que viven bajo y casi siempre al margen de estos
flujos, permanece inalterada, sin posibilidades reales de emancipación.
72. También la paz corre a veces el riesgo de ser considerada como un
producto de la técnica, fruto exclusivamente de los acuerdos entre los
gobiernos o de iniciativas tendentes a asegurar ayudas económicas eficaces.
Es cierto que la construcción de la paz necesita una red constante de
contactos diplomáticos, intercambios económicos y tecnológicos, encuentros
culturales, acuerdos en proyectos comunes, como también que se adopten
compromisos compartidos para alejar las amenazas de tipo bélico o cortar de
raíz las continuas tentaciones terroristas. No obstante, para que esos
esfuerzos produzcan efectos duraderos, es necesario que se sustenten en
valores fundamentados en la verdad de la vida. Es decir, es preciso escuchar
la voz de las poblaciones interesadas y tener en cuenta su situación para
poder interpretar de manera adecuada sus expectativas. Todo esto debe estar
unido al esfuerzo anónimo de tantas personas que trabajan decididamente para
fomentar el encuentro entre los pueblos y favorecer la promoción del
desarrollo partiendo del amor y de la comprensión recíproca. Entre estas
personas encontramos también fieles cristianos, implicados en la gran tarea
de dar un sentido plenamente humano al desarrollo y la paz.
73. El desarrollo tecnológico está relacionado con la influencia cada vez
mayor de los medios de comunicación social. Es casi imposible imaginar ya la
existencia de la familia humana sin su presencia. Para bien o para mal, se
han introducido de tal manera en la vida del mundo, que parece realmente
absurda la postura de quienes defienden su neutralidad y, consiguientemente,
reivindican su autonomía con respecto a la moral de las personas. Muchas
veces, tendencias de este tipo, que enfatizan la naturaleza estrictamente
técnica de estos medios, favorecen de hecho su subordinación a los intereses
económicos, al dominio de los mercados, sin olvidar el deseo de imponer
parámetros culturales en función de proyectos de carácter ideológico y
político. Dada la importancia fundamental de los medios de comunicación en
determinar los cambios en el modo de percibir y de conocer la realidad y la
persona humana misma, se hace necesaria una seria reflexión sobre su
influjo, especialmente sobre la dimensión ético-cultural de la globalización
y el desarrollo solidario de los pueblos. Al igual que ocurre con la
correcta gestión de la globalización y el desarrollo, el sentido y la
finalidad de los medios de comunicación debe buscarse en su fundamento
antropológico. Esto quiere decir que pueden ser ocasión de humanización no
sólo cuando, gracias al desarrollo tecnológico, ofrecen mayores
posibilidades para la comunicación y la información, sino sobre todo cuando
se organizan y se orientan bajo la luz de una imagen de la persona y el bien
común que refleje sus valores universales. El mero hecho de que los medios
de comunicación social multipliquen las posibilidades de interconexión y de
circulación de ideas, no favorece la libertad ni globaliza el desarrollo y
la democracia para todos. Para alcanzar estos objetivos se necesita que los
medios de comunicación estén centrados en la promoción de la dignidad de las
personas y de los pueblos, que estén expresamente animados por la caridad y
se pongan al servicio de la verdad, del bien y de la fraternidad natural y
sobrenatural. En efecto, la libertad humana está intrínsecamente ligada a
estos valores superiores. Los medios pueden ofrecer una valiosa ayuda al
aumento de la comunión en la familia humana y al ethos de la sociedad,
cuando se convierten en instrumentos que promueven la participación
universal en la búsqueda común de lo que es justo.
74. En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la
lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad
moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e
integral. Éste es un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con
toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un
producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos científicos
en este campo y las posibilidades de una intervención técnica han crecido
tanto que parecen imponer la elección entre estos dos tipos de razón: una
razón abierta a la trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia.
Estamos ante un aut aut decisivo. Pero la racionalidad del quehacer técnico
centrada sólo en sí misma se revela como irracional, porque comporta un
rechazo firme del sentido y del valor. Por ello, la cerrazón a la
trascendencia tropieza con la dificultad de pensar cómo es posible que de la
nada haya surgido el ser y de la casualidad la inteligencia[153]. Ante estos
problemas tan dramáticos, razón y fe se ayudan mutuamente. Sólo juntas
salvarán al hombre. Atraída por el puro quehacer técnico, la razón sin la fe
se ve avocada a perderse en la ilusión de su propia omnipotencia. La fe sin
la razón corre el riesgo de alejarse de la vida concreta de las
personas[154].
75. Pablo VI había percibido y señalado ya el alcance mundial de la cuestión
social[155]. Siguiendo esta línea, hoy es preciso afirmar que la cuestión
social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica, en el
sentido de que implica no sólo el modo mismo de concebir, sino también de
manipular la vida, cada día más expuesta por la biotecnología a la
intervención del hombre. La fecundación in vitro, la investigación con
embriones, la posibilidad de la clonación y de la hibridación humana nacen y
se promueven en la cultura actual del desencanto total, que cree haber
desvelado cualquier misterio, puesto que se ha llegado ya a la raíz de la
vida. Es aquí donde el absolutismo de la técnica encuentra su máxima
expresión. En este tipo de cultura, la conciencia está llamada únicamente a
tomar nota de una mera posibilidad técnica. Pero no han de minimizarse los
escenarios inquietantes para el futuro del hombre, ni los nuevos y potentes
instrumentos que la «cultura de la muerte» tiene a su disposición. A la
plaga difusa, trágica, del aborto, podría añadirse en el futuro, aunque ya
subrepticiamente in nuce, una sistemática planificación eugenésica de los
nacimientos. Por otro lado, se va abriendo paso una mens eutanasica,
manifestación no menos abusiva del dominio sobre la vida, que en ciertas
condiciones ya no se considera digna de ser vivida. Detrás de estos
escenarios hay planteamientos culturales que niegan la dignidad humana. A su
vez, estas prácticas fomentan una concepción materialista y mecanicista de
la vida humana. ¿Quién puede calcular los efectos negativos sobre el
desarrollo de esta mentalidad? ¿Cómo podemos extrañarnos de la indiferencia
ante tantas situaciones humanas degradantes, si la indiferencia caracteriza
nuestra actitud ante lo que es humano y lo que no lo es? Sorprende la
selección arbitraria de aquello que hoy se propone como digno de respeto.
Muchos, dispuestos a escandalizarse por cosas secundarias, parecen tolerar
injusticias inauditas. Mientras los pobres del mundo siguen llamando a la
puerta de la opulencia, el mundo rico corre el riesgo de no escuchar ya
estos golpes a su puerta, debido a una conciencia incapaz de reconocer lo
humano. Dios revela el hombre al hombre; la razón y la fe colaboran a la
hora de mostrarle el bien, con tal que lo quiera ver; la ley natural, en la
que brilla la Razón creadora, indica la grandeza del hombre, pero también su
miseria, cuando desconoce el reclamo de la verdad moral.
76. Uno de los aspectos del actual espíritu tecnicista se puede apreciar en
la propensión a considerar los problemas y los fenómenos que tienen que ver
con la vida interior sólo desde un punto de vista psicológico, e incluso
meramente neurológico. De esta manera, la interioridad del hombre se vacía y
el ser conscientes de la consistencia ontológica del alma humana, con las
profundidades que los Santos han sabido sondear, se pierde progresivamente.
El problema del desarrollo está estrechamente relacionado con el concepto
que tengamos del alma del hombre, ya que nuestro yo se ve reducido muchas
veces a la psique, y la salud del alma se confunde con el bienestar emotivo.
Estas reducciones tienen su origen en una profunda incomprensión de lo que
es la vida espiritual y llevan a ignorar que el desarrollo del hombre y de
los pueblos depende también de las soluciones que se dan a los problemas de
carácter espiritual. El desarrollo debe abarcar, además de un progreso
material, uno espiritual, porque el hombre es «uno en cuerpo y alma»[156],
nacido del amor creador de Dios y destinado a vivir eternamente. El ser
humano se desarrolla cuando crece espiritualmente, cuando su alma se conoce
a sí misma y la verdad que Dios ha impreso germinalmente en ella, cuando
dialoga consigo mismo y con su Creador. Lejos de Dios, el hombre está
inquieto y se hace frágil. La alienación social y psicológica, y las
numerosas neurosis que caracterizan las sociedades opulentas, remiten
también a este tipo de causas espirituales. Una sociedad del bienestar,
materialmente desarrollada, pero que oprime el alma, no está en sí misma
bien orientada hacia un auténtico desarrollo. Las nuevas formas de
esclavitud, como la droga, y la desesperación en la que caen tantas
personas, tienen una explicación no sólo sociológica o psicológica, sino
esencialmente espiritual. El vacío en que el alma se siente abandonada,
contando incluso con numerosas terapias para el cuerpo y para la psique,
hace sufrir. No hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien
espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y
cuerpo.
77. El absolutismo de la técnica tiende a producir una incapacidad de
percibir todo aquello que no se explica con la pura materia. Sin embargo,
todos los hombres tienen experiencia de tantos aspectos inmateriales y
espirituales de su vida. Conocer no es sólo un acto material, porque lo
conocido esconde siempre algo que va más allá del dato empírico. Todo
conocimiento, hasta el más simple, es siempre un pequeño prodigio, porque
nunca se explica completamente con los elementos materiales que empleamos.
En toda verdad hay siempre algo más de lo que cabía esperar, en el amor que
recibimos hay siempre algo que nos sorprende. Jamás deberíamos dejar de
sorprendernos ante estos prodigios. En todo conocimiento y acto de amor, el
alma del hombre experimenta un «más» que se asemeja mucho a un don recibido,
a una altura a la que se nos lleva. También el desarrollo del hombre y de
los pueblos alcanza un nivel parecido, si consideramos la dimensión
espiritual que debe incluir necesariamente el desarrollo para ser auténtico.
Para ello se necesitan unos ojos nuevos y un corazón nuevo, que superen la
visión materialista de los acontecimientos humanos y que vislumbren en el
desarrollo ese «algo más» que la técnica no puede ofrecer. Por este camino
se podrá conseguir aquel desarrollo humano e integral, cuyo criterio
orientador se halla en la fuerza impulsora de la caridad en la verdad.
CONCLUSIÓN
78. Sin Dios el hombre no sabe donde ir ni tampoco logra entender quién es.
Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan
casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de
Jesucristo, que nos hace saber: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Y
nos anima: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo»
(Mt 28,20). Ante el ingente trabajo que queda por hacer, la fe en la
presencia de Dios nos sostiene, junto con los que se unen en su nombre y
trabajan por la justicia. Pablo VI nos ha recordado en la Populorum
progressio que el hombre no es capaz de gobernar por sí mismo su propio
progreso, porque él solo no puede fundar un verdadero humanismo. Sólo si
pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar
parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un
pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo
íntegro y verdadero. Por tanto, la fuerza más poderosa al servicio del
desarrollo es un humanismo cristiano,[157] que vivifique la caridad y que se
deje guiar por la verdad, acogiendo una y otra como un don permanente de
Dios. La disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los
hermanos y una vida entendida como una tarea solidaria y gozosa. Al
contrario, la cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que
olvida al Creador y corre el peligro de olvidar también los valores humanos,
se presentan hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo. El
humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano. Solamente un
humanismo abierto al Absoluto nos puede guiar en la promoción y realización
de formas de vida social y civil -en el ámbito de las estructuras, las
instituciones, la cultura y el ethos-, protegiéndonos del riesgo de quedar
apresados por las modas del momento. La conciencia del amor indestructible
de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la
justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la
tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades humanas. El
amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos
da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aun cuando no se
realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las
autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo que
anhelamos[158]. Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien
común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más grande.
79. El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios
en oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, caritas
in veritate, del que procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de
nuestro esfuerzo sino un don. Por ello, también en los momentos más
difíciles y complejos, además de actuar con sensatez, hemos de volvernos
ante todo a su amor. El desarrollo conlleva atención a la vida espiritual,
tener en cuenta seriamente la experiencia de fe en Dios, de fraternidad
espiritual en Cristo, de confianza en la Providencia y en la Misericordia
divina, de amor y perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo,
de justicia y de paz. Todo esto es indispensable para transformar los
«corazones de piedra» en «corazones de carne» (Ez 36,26), y hacer así la
vida terrena más «divina» y por tanto más digna del hombre. Todo esto es del
hombre, porque el hombre es sujeto de su existencia; y a la vez es de Dios,
porque Dios es el principio y el fin de todo lo que tiene valor y nos
redime: «el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es
vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Co 3,22-23). El anhelo del
cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como «Padre
nuestro». Que junto al Hijo unigénito, todos los hombres puedan aprender a
rezar al Padre y a suplicarle con las palabras que el mismo Jesús nos ha
enseñado, que sepamos santificarlo viviendo según su voluntad, y tengamos
también el pan necesario de cada día, comprensión y generosidad con los que
nos ofenden, que no se nos someta excesivamente a las pruebas y se nos libre
del mal (cf. Mt 6,9-13).
Al concluir el Año Paulino, me complace expresar este deseo con las mismas
palabras del Apóstol en su carta a los Romanos: «Que vuestra caridad no sea
una farsa: aborreced lo malo y apegaos a lo bueno. Como buenos hermanos, sed
cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo»
(12,9-10). Que la Virgen María, proclamada por Pablo VI Mater Ecclesiae y
honrada por el pueblo cristiano como Speculum iustitiae y Regina pacis, nos
proteja y nos obtenga por su intercesión celestial la fuerza, la esperanza y
la alegría necesaria para continuar generosamente la tarea en favor del
«desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres»[159].
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, solemnidad de San Pedro y
San Pablo, del año 2009, quinto de mi Pontificado.
BENEDICTO XVI
[1] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio
(26 marzo 1967), 22: AAS 59 (1967), 268; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 69.
[2] Homilía para la «Jornada del desarrollo» ( 23
agosto 1968): AAS 60 (1968), 626-627.
[3] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2002: AAS 94 (2002), 132-140.
[4] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 26.
[5] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris
(11 abril 1963): AAS 55 (1963), 268-270.
[6] Cf. n. 16: l.c., 265.
[7] Cf. ibíd., 82: l.c., 297.
[8] Ibíd., 42: l.c., 278.
[9] Ibíd., 20: l.c., 267.
[10] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 36; Pablo VI, Carta
ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 4: AAS 63 (1971), 403-404; Juan
Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 43: AAS 83 (1991), 847.
[11] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio,
13: l.c., 263-264.
[12] Cf. Consejo Pontificio de Justicia y Paz,
Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 76.
[13] Cf. Discurso en la inauguración de la V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 mayo
2007): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 mayo 2007), pp.
9-11.
[14] Cf. nn. 3-5: l.c., 258-260.
[15] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo
rei socialis (30 diciembre 1987) 6-7: AAS 80 (1988), 517-519.
[16] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 14: l.c., 264.
[17] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre
2005), 18: AAS 98 (2006), 232.
[18] Ibíd., 6: l.c., 222.
[19] Cf. Discurso a la Curia Romana con motivo de
las felicitaciones navideñas (22 diciembre 2005): L'Osservatore Romano, ed.
en lengua española (30 diciembre 2005), pp. 9-12.
[20] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo
rei socialis, 3: l.c., 515.
[21] Cf. ibíd., 1: l.c., 513-514.
[22] Cf. ibíd., 3: l.c., 515.
[23] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem
exercens (14 septiembre 1981), 3: AAS 73 (1981), 583-584.
[24] Cf. Id., Carta enc. Centesimus annus, 3:
l.c., 794-796.
[25] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 3:
l.c., 258.
[26] Cf. ibíd., 34: l.c., 274.
[27] Cf. nn. 8-9: AAS 60 (1968), 485-487;
Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Internacional con
ocasión del 40 aniversario de la encíclica «Humanae vitae» (10 mayo 2008):
L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 mayo 2008), p. 8.
[28] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium
vitae (25 marzo 1995), 93: AAS 87 (1995), 507-508.
[29] Ibíd., 101: l.c., 516-518.
[30] N. 29: AAS 68 (1976), 25.
[31] Ibíd., 31: l.c., 26.
[32] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo
rei socialis, 41: l.c., 570-572.
[33] Ibíd.; Id., Carta enc. Centesimus annus, 5.
54: l.c., 799. 859-860.
[34] N. 15: l.c., 265.
[35] Cf. ibíd., 2: l.c., 258; León XIII, Carta
enc. Rerum novarum (15 mayo 1891): Leonis XIII P.M. Acta, XI, Romae 1892,
97-144; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 8: l.c.,
519-520; Id., Carta enc. Centesimus annus, 5: l.c., 799.
[36] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 2. 13:
l.c., 258. 263-264.
[37] Ibíd., 42: l.c., 278.
[38] Ibíd., 11: l.c., 262; Juan Pablo II, Carta
enc. Centesimus annus, 25: l.c., 822-824.
[39] Carta enc. Populorum progressio, 15: l.c.,
265.
[40] Ibíd., 3: l.c., 258.
[41] Ibíd., 6: l.c., 260.
[42] Ibíd., 14: l.c., 264.
[43] Ibíd.; cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Centesimus annus, 53-62: l.c., 859-867; Id., Carta enc. Redemptor hominis (4
marzo 1979), 13-14: AAS 71 (1979), 282-286.
[44] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 12: l.c., 262-263.
[45] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[46] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio,
13: l.c., 263-264.
[47] Cf. Discurso a los participantes en la IV
Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19 octubre 2006): L'Osservatore Romano,
ed. en lengua española (27 octubre 2006), pp. 8-10.
[48] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 16: l.c., 265.
[49] Ibíd.
[50] Discurso en la ceremonia de acogida de los
jóvenes (17 julio 2008): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (25
julio 2008), pp. 4-5.
[51] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio,
20: l.c., 267.
[52] Ibíd., 66: l.c., 289-290.
[53] Ibíd., 21: l.c., 267-268.
[54] Cf. nn. 3. 29. 32: l.c., 258. 272. 273.
[55] Cf. Carta enc.Sollicitudo rei socialis, 28:
l.c., 548-550.
[56] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio,
9: l.c., 261-262.
[57] Cf. Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 20:
l.c., 536-537.
[58] Cf. Carta enc.Centesimus annus, 22-29: l.c.,
819-830.
[59] Cf. nn. 23. 33: l.c., 268-269. 273-274.
[60] Cf. l.c., 135.
[61] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 63.
[62] Cf. Juan Pablo II, Carta enc.Centesimus
annus, 24: l.c., 821-822.
[63] Cf. Id., Carta enc. Veritatis splendor (6
agosto 1993), 33. 46. 51: AAS 85 (1993), 1160. 1169-1171. 1174-1175; Id.,
Discurso a la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (5
octubre 1995), 3: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española
(13 octubre 1995), p. 7.
[64] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 47:
l.c., 280-281; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 42: l.c.,
572-574.
[65] Cf. Mensaje con ocasión de la Jornada
Mundial de la Alimentación 2007: AAS 99 (2007), 933-935.
[66] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium
vitae, 18. 59. 63-64: l.c., 419-421. 467-468. 472-475.
[67] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la
Paz 2007, 5: L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (15 diciembre
2006), p. 5.
[68] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2002, 4-7. 12-15: AAS 94 (2002), 134-136. 138-140; Id.,
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 8: AAS 96 (2004), 119; Id.,
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2005, 4: AAS 97 (2005), 177-178;
Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2006, 9-10: AAS 98
(2006), 60-61; Id., Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 5. 14:
l.c., 5-6.
[69] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2002, 6: l.c., 135; Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2006, 9-10: l.c., 60-61.
[70] Cf. Homilía durante la Santa Misa en la
explanada de «Isling» de Ratisbona (12 septiembre 2006): L'Osservatore
Romano, ed. en lengua española (22 septiembre 2006), pp. 9-10.
[71] Cf. Carta enc. Deus caritas est, 1: l.c.,
217-218.
[72] Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei
socialis, 28: l.c., 548-550.
[73] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio,
19: l.c., 266-267.
[74] Ibíd., 39: l.c., 276-277.
[75] Ibíd., 75: l.c., 293-294.
[76] Cf. Carta enc. Deus caritas est, 28: l.c.,
238-240.
[77] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
59: l.c., 864.
[78] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 40. 85:
l.c., 277. 298-299.
[79] Ibíd., 13: l.c., 263-264.
[80] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio
(14 septiembre 1998), 85: AAS 91 (1999), 72-73.
[81] Cf. ibíd., 83: l.c., 70-71.
[82] Discurso en la Universidad de Ratisbona (12
septiembre 2006): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (22
septiembre 2006), pp. 11-13.
[83] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 33: l.c., 273-274.
[84] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2000, 15: AAS 92 (2000), 366.
[85] Catecismo de la Iglesia Católica, 407; cf.
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 25: l.c., 822-824.
[86] Cf. Carta enc. Spe salvi (30 noviembre
2007), 17: AAS 99 (2007), 1000.
[87] Cf. ibíd., 23: l.c., 1004-1005.
[88] San Agustín explica detalladamente esta
enseñanza en el diálogo sobre el libre albedrío (De libero arbitrio II 3, 8
ss.). Señala la existencia en el alma humana de un «sentido interior». Este
sentido consiste en una acción que se realiza al margen de las funciones
normales de la razón, una acción previa a la reflexión y casi instintiva,
por la que la razón, dándose cuenta de su condición transitoria y falible,
admite por encima de ella la existencia de algo externo, absolutamente
verdadero y cierto. El nombre que San Agustín asigna a veces a esta verdad
interior es el de Dios (Confesiones X, 24, 35; XII, 25, 35; De libero
arbitrio II 3, 8), pero más a menudo el de Cristo (De Magistro 11, 38;
Confesiones VII, 18, 24; XI, 2, 4).
[89] Carta enc. Deus caritas est, 3: l.c., 219.
[90] Cf. n. 49: l.c., 281.
[91] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
28: l.c., 827-828.
[92] Cf. n. 35: l.c., 836-838.
[93] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo
rei socialis, 38: l.c., 565-566.
[94] N. 44: l.c., 279.
[95] Cf. ibíd., 24: l.c., 269.
[96] Cf. Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c.,
838-840.
[97] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 24: l.c., 269.
[98] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus
annus, 32: l.c., 832-833; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 25:
l.c.,
269-270.
[99] Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens,
24: l.c., 637-638.
[100] Ibíd., 15: l.c., 616-618.
[101] Carta enc. Populorum progressio, 27: l.c.,
271.
[102] Cf. Congregación para la doctrina de la fe,
Instr. Libertatis conscientia, sobre la libertad cristiana y la liberación
(22 marzo 1987), 74: AAS 79 (1987), 587.
[103] Cf. Juan Pablo II, Entrevista al periódico
«La Croix», 20 de agosto de 1997.
[104] Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia
Academia de las Ciencias Sociales (27 abril 2001): AAS 93 (2001), 598-601.
[105] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio,
17: l.c., 265-266.
[106] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2003, 5: AAS 95 (2003), 343.
[107] Cf. ibíd.
[108] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la
Paz 2007, 13: l.c., 6.
[109] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio,
65: l.c., 289.
[110] Cf., ibíd., 36-37: l.c., 275-276.
[111] Cf. ibíd., 37: l.c., 275-276.
[112] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam
actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 11.
[113] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 14: l.c., 264; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32:
l.c.,
832-833.
[114] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio,
77: l.c., 295.
[115] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 1990, 6: AAS 82 (1990), 150.
[116] Heráclito de Éfeso (Éfeso 535 a.C. ca. -
475 a.C. ca.), Fragmento 22B124, en: H. Diels - w. kranz, Die Fragmente der
Vorsokratiker, Weidmann, Berlín 1952.
[117] Cf. Consejo Pontificio de Justicia y Paz,
Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 451-487.
[118] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 1990, 10: l.c., 152-153.
[119] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio,
65: l.c., 289.
[120] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
2008, 7: AAS 100 (2008), 41.
[121] Cf. Discurso a los miembros de la Asamblea
General de la Organización de las Naciones Unidas (18 abril 2008):
L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 abril 2008), pp. 10-11.
[122] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 1990, 13: l.c., 154-155.
[123] Id., Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c.,
838-840.
[124] Ibíd., 38: l.c., 840-841;cf. Benedicto XVI,
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 8: l.c., 6.
[125] Cf. Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus
annus, 41: l.c., 843-845.
[126] Ibíd.
[127] Cf. Id., Carta Enc. Evangelium vitae, 20:
l.c., 422-424.
[128] Carta Enc. Populorum progressio, 85: l.c.,
298-299.
[129] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 1998, 3: AAS 90 (1998), 150; Id., Discurso a los Miembros
de la Fundación «Centesimus Annus» pro Pontífice (9 mayo 1998), 2:
L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (22 mayo 1998), p. 6; Id.,
Discurso a las autoridades y al Cuerpo diplomático durante el encuentro en
el «Wiener Hofburg» (20 junio 1998), 8: L'Osservatore Romano, ed. en lengua
española (26 junio 1998), p. 10; Id., Mensaje al Rector Magnífico de la
Universidad Católica del Sagrado Corazón (5 mayo 2000), 6: L'Osservatore
Romano, ed. en lengua española (26 mayo 2000), p. 3.
[130] Según Santo Tomás «ratio partis
contrariatur rationi personae» en III Sent d. 5, 3, 2; también: «Homo non
ordinatur ad communitatem politicam secundum se totum et secundum omnia sua»
en Summa Theologiae, I-II, q. 21, a. 4., ad 3um.
[131] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 1.
[132] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la VI sesión
pública de las Academias Pontificias (8 noviembre 2001), 3: L'Osservatore
Romano, ed. en lengua española (16 noviembre 2001), p. 7.
[133] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declaración Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de
Jesucristo y de la Iglesia (6 agosto 2000), 22: AAS 92 (2000), 763-764; Id.,
Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la
conducta de los católicos en la vida política (24 noviembre 2002), 8: AAS 96
(2004), 369-370.
[134] Carta Enc. Spe salvi, 31: l.c., 1010; cf.
Discurso a los participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana
(19 octubre 2006): l.c., 8-10.
[135] Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus,
5: l.c., 798-800; cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la IV
Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19 octubre 2006): l.c., 8-10.
[136] N. 12.
[137] Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno
(15 mayo 1931): AAS 23 (1931), 203; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus
annus, 48: l.c., 852-854; Catecismo de la Iglesia Católica, 1883.
[138] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris:
l.c., 274.
[139] Cf. Pablo VI, Carta Enc. Populorum
progressio, 10. 41: l.c., 262. 277-278.
[140] Cf. Discurso a los participantes en la
sesión plenaria de la Comisión Teológica Internacional (5 octubre 2007):
L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (12 octubre 2007), p. 3;
Discurso a los participantes en el Congreso Internacional sobre «La ley
moral natural» organizado por la Pontificia Universidad Lateranense (12
febrero 2007): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 febrero
2007), p. 3.
[141] Cf. Discurso a los Obispos de Tailandia en
visita «ad limina apostolorum» (16 mayo 2008): L'Osservatore Romano, ed. en
lengua española (30 mayo 2008), p. 14.
[142] Cf. Pontificio Consejo para la Pastoral de
los Emigrantes e Itinerantes, Instr. Erga migrantes caritas Christi (3 mayo
2004): AAS 96 (2004), 762-822.
[143] Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens,
8: l.c., 594-598.
[144] Jubileo de los Trabajadores. Saludos
después de la Misa (1 mayo 2000): L'Osservatore Romano, ed. en lengua
española (5 mayo 2000), p. 6.
[145] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus
annus, 36: l.c., 838-840.
[146] Cf. Discurso a los Miembros de la Asamblea
General de la Organización de las Naciones Unidas (18 abril 2008): l.c.,
10-11.
[147] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris:
l.c., 293; Consejo Pontificio Justicia y Paz, Compendio de la doctrina
social de la Iglesia, n. 441.
[148] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 82.
[149] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo
rei socialis, 43: l.c., 574-575.
[150] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio,
41: l.c., 277-278; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past, Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, 57.
[151] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem
exercens, 5: l.c., 586-589.
[152] Cf. Pablo IV, Carta apost. Octogesima
adveniens, 29: l.c., 420.
[153] Cf. Discurso a los participantes en el IV
Asamblea Eclesial Nacional Italiana, (19 octubre 2006): l.c., 8-10; Homilía
durante la Santa Misa en la explanada de «Isling» de Ratisbona (12
septiembre 2006): l.c., 9-10.
[154] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instr. Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética (8 septiembre
2008): AAS 100 (2008), 858-887.
[155] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 3:
l.c., 258.
[156] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 14.
[157] Cf. n. 42: l.c., 278.
[158] Cf. Carta enc. Spe salvi, 35: l.c.,
1013-1014.
[159] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio,
42: l.c., 278.