El secreto del amor, según Benedicto XVI
El Papa presenta la encíclica «Deus caritas est» a los lectores de la
revista «Famiglia Cristiana»
Rompiendo tradiciones, Benedicto XVI ha querido presentar personalmente su
encíclica «Deus caritas est» a los lectores de «Famiglia Cristiana», el
semanario de mayor tirada en Italia. El Papa escribió las líneas que ahora
publicamos aprovechando la decisión de los editores de la revista, el grupo
San Pablo, de regalar a sus lectores un ejemplar del documento junto al
ejemplar del 5 de febrero.
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Queridos lectoras y lectores de Familia Cristiana
Me ha dado mucho gusto que «Famiglia Cristiana» les envié a casa el texto de
mi encíclica y me conceda la posibilidad de acompañarla con una palabras que
quieren facilitar la lectura de la misma. Al inicio, de hecho, el texto
puede parecer un poco difícil y teórico. Sin embargo, cuando uno se pone a
leerlo, resulta evidente que solamente he querido responder a un par de
preguntas muy concretas para la vida cristiana.
La primera pregunta es la siguiente: ¿es posible amar a Dios?; más aún:
¿puede el amor ser algo obligado? ¿No es un sentimiento que se tiene o no se
tiene? La respuesta a la primera pregunta es: sí, podemos amar a Dios, dado
que Él no se ha quedado a una distancia inalcanzable sino que ha entrado y
entra en nuestra vida. Nos sale al paso de cada uno de nosotros: en los
sacramentos a través de los cuales actúa en nuestra existencia; con la fe de
la Iglesia, a través de la cual se dirige a nosotros; haciéndonos encontrar
hombres, tocados por Él, que nos trasmiten su luz; con las disposiciones a
través de las cuales interviene en nuestra vida; también con los signos de
la creación que nos ha regalado.
No sólo nos ha ofrecido el amor, ante todo lo ha vivido primero y toca a la
puerta de nuestro corazón en muchos modos para suscitar nuestra respuesta de
amor. El amor no es solamente un sentimiento, pertenecen a él también la
voluntad y la inteligencia. Con su palabra, Dios se dirige a nuestra
inteligencia, a nuestra voluntad y a nuestros sentimientos, de modo que
podamos aprender a amarlo «con todo el corazón y con toda el alma». El amor,
de hecho, no nos lo encontramos ya listo de repente, sino que madura; por
así decirlo, nosotros podemos aprender lentamente a amar de modo que el amor
comprometa todas nuestras fuerzas y nos abra el camino de una vida recta.
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La segunda pregunta es la siguiente: ¿podemos de verdad amar al «prójimo»,
cuando nos resulta extraño o incluso antipático? Sí, podemos, si somos
amigos de Dios. Si somos amigos de Cristo. Si somos amigos de Cristo queda
cada vez más claro que Él nos ha amado y nos ama, aunque con frecuencia
alejemos de Él nuestra mirada y vivamos según otros criterios. Si, en
cambio, la amistad con Dios se convierte para nosotros en algo cada vez más
importante y decisivo, entonces comenzaremos a amar a aquellos a quienes
Dios ama y que tienen necesidad de nosotros. Dios quiere que seamos amigos
de sus amigos y nosotros podemos serlo, si estamos interiormente cerca de
ellos.
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Por último, se plantea también está pregunta: con sus mandamientos y sus
prohibiciones, ¿no nos amarga la Iglesia la alegría del «eros», de sentirnos
amados, que nos empuja hacia el otro y que busca transformarse en unión? En
la encíclica he intentado demostrar que la promesa más profunda del «eros»
puede madurar solamente cuando no sólo buscamos la felicidad transitoria y
repentina. Al contrario, encontramos juntos la paciencia de descubrir cada
vez más al otro en la profundidad de su persona, en la totalidad del cuerpo
y del alma, de modo que, finalmente, la felicidad del otro llegue a ser más
importante que la mía. Entonces, ya no sólo se quiere recibir algo, sino
entregarse, y en esta liberación del propio "yo" el hombre se encuentra a sí
mismo y se llena de alegría.
En la encíclica hablo de un camino de purificación y de maduración necesaria
para que la verdadera promesa del «eros» pueda cumplirse. El lenguaje de la
tradición de la iglesia ha llamado a este proceso «educación en la
castidad», que, en definitiva, no significa otra cosa que aprender la
totalidad del amor en la paciencia del crecimiento y de la maduración.
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En la segunda parte se habla de la caridad, el servicio del amor comunitario
de la Iglesia hacia todos los que sufren en el cuerpo o en el alma y tienen
necesidad del don del amor. Aquí surgen ante todo dos preguntas: ¿puede la
Iglesia dejar este servicio a las demás organizaciones filantrópicas? La
respuesta es no. La Iglesia no lo puede hacer. La Iglesia debe practicar el
amor hacia el prójimo incluso como comunidad, pues de lo contrario
anunciaría de modo incompleto e insuficiente al Dios del amor.
La segunda pregunta: ¿no sería mejor promover un orden de justicia en le que
no hubiera necesitados y la caridad se convirtiera en algo superfluo? La
respuesta es la siguiente: indudablemente la finalidad de la política es
crear un orden justo en la sociedad, donde a cada uno le sea reconocido lo
propio y donde nadie sufra a causa de la miseria. En este caso, la justicia
es la verdadera finalidad de la política, así como la paz no puede existir
sin la justicia. Por su propia naturaleza, la Iglesia no hace política en
primera persona, más bien respeta la autonomía del Estado y de sus
instituciones.
La búsqueda de este orden de justicia corresponde a la razón común, así como
la política es algo que afecta a todos los ciudadanos. Con frecuencia, sin
embargo, la razón queda cegada por intereses y por la voluntad de poder. La
fe sirve para purificar la razón, para que pueda ver y decidir
correctamente. Por tanto, es tarea de la Iglesia curar la razón y reforzar
la voluntad por hacer el bien. En ese sentido, sin hacer política, la
iglesia participa apasionadamente en la batalla por la justicia. A los
cristianos comprometidos en el servicio público, corresponde, en la acción
política, abrir siempre nuevos caminos para la justicia.
Sin embargo, sólo he respondido a la primera mitad de nuestra pregunta. La
segunda mitad, que en la encíclica me interesa subrayar, dice así: La
justicia no hace nunca superfluo el amor. Más allá de la justicia, el hombre
tendrá siempre necesidad de amor, que es el único capaz de dar un alma a la
justicia. En un mundo tan profundamente herido, como el que conocemos en
nuestros días, esta afirmación no tiene necesidad de demostraciones. El
mundo espera el testimonio del amor cristiano que se inspira en la fe. En
nuestro mundo, con frecuencia tan oscuro, con este amor brilla la luz del
Dios.
Benedicto XVI
(CIUDAD DEL VATICANO, martes, 7 febrero, 2006 (ZENIT.org). )