El primer año de pontificado de Benedicto XVI
Artículo que publica la edición semanal en lengua española de
«L'Osservatore Romano» en el número de la semana de Pascua con el título «El
primer año de pontificado de Benedicto XVI» de Jesús Villagrasa, L.C.,
profesor de Filosofía en el Ateneo Pontificio «Regina Apostolorum».
* * *
En la serena tarde romana del 19 de abril de 2005, faltaban cuatro minutos
para las seis cuando una temprana «fumata bianca» anunció al mundo que un
nuevo papa había sido elegido. Pocas veces se ha llenado con tanta rapidez
la Plaza de San Pedro como aquella luminosa tarde primaveral. A las 18.43,
el cardenal protodiácono de la Iglesia católica, Jorge Medina Estévez,
presentaba al 264º sucesor de san Pedro. Cuando pronunció el nombre
«Josephum», muchos en la plaza se le adelantaron: «¡Ratzinger!» No se
equivocaron: «Josephum Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Ratzinger qui
sibi nomen imposuit Benedictum XVI».
Su predecesor había llegado a la Sede de Pedro siendo un desconocido; muchos
cardenales ni siquiera sabían pronunciar el apellido «Wojtyla». Del Cardenal
Ratzinger, al menos en Occidente, casi todos conocían el nombre y el rostro.
Y la mayoría creía conocer también su persona y su pensamiento. ¡Habían
leído tantas cosas de él en los periódicos! Quizá, por eso mismo, para
muchas personas, la primera sorpresa del pontificado fue descubrir «otro
Ratzinger», el real, alguien que no coincidía con la caricatura que les
habían presentado o con la imagen que se habían forjado.
Otra sorpresa del pontificado fue la brevedad del conclave, claro indicio de
que los cardenales no tuvieron grandes dificultades para encontrar al
candidato que, a sus ojos, reunía las cualidades necesarias para guiar la
Iglesia en este momento. Su elección cayó sobre quien Juan Pablo II había
llamado «el amigo fiel» en su libro ¡Levantaos, vamos!
Había que presentarlo al mundo y los periodistas se apresuraron a publicar
biografías. Las editoriales reeditaban sus obras, que se agotaban por días.
Algunos vaticanistas aventuraban hipótesis en torno a los motivos de la
elección: «Le han elegido –escribía Juan Vicente Boo, corresponsal de ABC en
Roma– porque su talla intelectual, talante y humildad están a la altura del
enorme desafío de suceder a Juan Pablo II. Le han votado porque saben que,
en cuanto se despejen los tópicos y la gente le conozca directamente, Joseph
Ratzinger va a meterse en el bolsillo a los jóvenes, a los responsables de
otras religiones y a los mandatarios del mundo» (20-IV-2005). Aunque los
conocidos del cardenal podrían suscribir esta opinión, quizás el nuevo Papa
no. Al menos, sus primeras intervenciones no dejan traslucir eso. En ellas
prevalece la conciencia de la grave responsabilidad que ha asumido, en
obediencia a Dios, y la confianza que depositaba en la potencia de Cristo
resucitado y en la asistencia del Espíritu Santo vivificador.
Sin pretender hacer un análisis del primer año de Pontificado de Benedicto
XVI, es posible, sin embargo, dibujar una semblanza de su persona y
ministerio tal como ha aparecido en cuatro momentos significativos de sus
primeros doce meses: su presentación a la Iglesia y al mundo en los primeros
días, la Jornada Mundial de la Juventud en Colonia, la vivencia del Año de
la Eucaristía y, finalmente, el diálogo con el mundo. Como telón de fondo de
estos cuatro momentos colocamos su primera encíclica, Deus caritas est.
La presentación de los primeros días
La tarde de su elección, el nuevo papa se presentó como «un sencillo,
humilde, trabajador en la viña del Señor». Su autobiografía, Mi vida.
Recuerdos (1927-1977) , confirma esta descripción: tiene la sencillez de una
personalidad y vida unificadas, la humildad del insobornable servidor de la
verdad y se entrega a Cristo, a su Iglesia y a los hombres sin cálculos o
protagonismos indebidos. Se siente, ha sido y es un cooperador de Dios y de
sus hermanos, primero como profesor universitario, después como obispo y,
ahora, como Vicario de Cristo: un cooperador de la verdad.
Al día siguiente de su elección, el 20 de abril de 2005, en el discurso
programático a los cardenales electores pronunciado en la Capilla Sixtina,
Benedicto XVI indicó algunos temas que iban a estar más presentes en su
pontificado: la unidad del Colegio apostólico, el Concilio Vaticano II como
brújula para orientarse en el nuevo milenio, el Año de la Eucaristía, la
caridad hacia todos, la unidad de los cristianos promovida con gestos
concretos que interpelen a las conciencias, el diálogo abierto y sincero con
los seguidores de otras religiones y con todas las personas que están
buscando una respuesta a las preguntas fundamentales de la existencia, el
compromiso a favor de la paz y de un auténtico desarrollo social respetuoso
de la dignidad de todo ser humano. En efecto, estas prioridades pastorales
ya han encontrado expresión en el multiforme magisterio y ministerio de
estos doce meses.
Dos homilías completaron la presentación del Pontífice. En la Misa de inicio
solemne del Pontificado en la plaza de San Pedro, el 24 de abril, se definió
como un miembro de una Iglesia viva, que se siente acompañado por la oración
de los fieles y por una multitud de santos que se dilata por todos los
tiempos y latitudes, algunos de los cuales habían sido invocados por la
asamblea en las letanías de los santos durante la procesión de ingreso: Tu
illum adiuva. A quienes esperaban un «programa de gobierno» les dijo: «Mi
verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis
propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la
palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por él, de tal modo
que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra
historia». Un programa más «detallado» con los elementos principales de su
misión ya había sido comunicado en el discurso del día 20.
La segunda homilía, pronunciada el 7 de mayo del 2005 durante su toma de
posesión de la cátedra del Obispo de Roma en la Basílica de San Juan de
Letrán, revela la conciencia que Benedicto XVI tiene del papado y del cambio
radical que se ha operado en su vida. En su libro La sal de la tierra (1997)
había dicho que el papado en su núcleo central no cambiará, porque siempre
habrá un hombre que suceda a san Pedro y asuma la responsabilidad personal
última, sostenida colegialmente, de conservar la unidad de la Iglesia y de
proclamar el Magisterio universal en materias de fe y moral. Podrían cambiar
las formas de ejercer el primado. Y añadía: «No puedo, ni tampoco quiero,
imaginar las variaciones concretas que pueda haber en el futuro» (Palabra,
20055, 279). No podía prever entonces que la Providencia preparaba un futuro
en el que podría tocar a él marcar alguna variación en el ejercicio del
papado.
En la Iglesia cada fiel está llamado a dar el propio testimonio, a cumplir
su personal misión al servicio de toda esta familia. Y, entre la multitud de
testigos de la fe común que pueblan la historia y la geografía de la
Iglesia, él, como Vicario de Cristo, ha recibido de Dios la misión de
rendirle un particular testimonio de Cristo, que quiso ilustrar en esta
homilía pronunciada en la Basílica de San Juan de Letrán. Pedro, en nombre
de los Apóstoles, fue el primero en profesar la fe: «Tú eres el Cristo, el
Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). «Esta es la tarea de todos los sucesores de
Pedro: ser el guía en la profesión de fe en Cristo, el Hijo de Dios vivo. La
cátedra de Roma es, ante todo, cátedra de este credo. Desde lo alto de esta
cátedra, el Obispo de Roma debe repetir constantemente: Dominus Iesus,
‘Jesús es el Señor’».
Pedro, una vez convertido, debía confirmar a sus hermanos. Eso mismo hace el
titular del ministerio petrino: «debe tener conciencia de que es un hombre
frágil y débil, como son frágiles y débiles sus fuerzas, y necesita
constantemente purificación y conversión. Pero debe tener también conciencia
de que del Señor le viene la fuerza para confirmar a sus hermanos en la fe y
mantenerlos unidos en la confesión de Cristo crucificado y resucitado».
El Señor confirió a Pedro y, después de él, a los Doce, los poderes y el
mandato de atar y desatar. Parte esencial de esta misión es la potestad de
enseñar, simbolizada en la cátedra donde se sienta el obispo de Roma para
dar testimonio de Cristo.
Esta potestad de enseñanza asusta a muchos hombres, dentro y fuera de la
Iglesia. Se preguntan si no constituye una amenaza para la libertad de
conciencia, si no es una presunción contrapuesta a la libertad de
pensamiento. No es así. El poder conferido por Cristo a Pedro y a sus
sucesores es, en sentido absoluto, un mandato para servir. La potestad de
enseñar, en la Iglesia, implica un compromiso al servicio de la obediencia a
la fe. El Papa no es un soberano absoluto, cuyo pensamiento y voluntad son
ley. Al contrario: el ministerio del Papa es garantía de la obediencia a
Cristo y a su Palabra. No debe proclamar sus propias ideas, sino vincularse
constantemente a sí mismo y la Iglesia a la obediencia a la Palabra de Dios,
frente a todos los intentos de adaptación y alteración, así como frente a
todo oportunismo (7-V-2005).
El servicio de la potestas docendi –y, análogamente, de la potestas regendi
et sanctificandi – que el Papa ejerce no se limita a la explicación fiel de
la Palabra de Dios, sino que pasa también por la obediencia a la fe de la
Iglesia, porque, en su ministerio petrino de decidir y enseñar, el Papa está
unido a la gran comunidad de la fe de todos los tiempos y a las
interpretaciones vinculantes surgidas a lo largo del camino de la Iglesia
peregrinante. La potestad de enseñanza es, por lo tanto, una potestad de
obediencia y un servicio a la verdad.
Admirable ha sido durante este primer año el magisterio de Benedicto XVI,
por la riqueza, claridad y unción de sus homilías, discursos y cartas.
Escribe personalmente las intervenciones, comenzando por las homilías, y no
raras veces improvisa. La encíclica Deus caritas est ocupa un lugar
excelente en el magisterio de este año.
Los primeros actos de gobierno de Benedicto XVI estuvieron marcados por la
continuidad: el nombramiento del cardenal Angelo Sodano como Secretario de
Estado y la confirmación –donec aliter provideatur: mientras no se provea
diversamente– de los cardenales y arzobispos responsables de los dicasterios
de la Curia Romana y del presidente de la Pontificia Comisión para el Estado
de la Ciudad de Vaticano, así como de los altos cargos de la Secretaría de
Estado –el Sustituto para los Asuntos generales y el Secretario para la
relaciones con los Estados– y, finalmente, la confirmación para el
quinquenio en curso de los secretarios de los dicasterios de la Curia
Romana. El esperado nombramiento del Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe recayó en el norteamericano Mons. William Joseph Levada,
hasta entonces arzobispo de San Francisco y, durante varios años,
colaborador en ese dicasterio. Tras once meses de pontificado hizo el primer
ajuste considerable de la curia vaticana, uniendo «por ahora» la presidencia
del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso a la del Consejo
Pontificio de la Cultura, y la presidencia del Consejo Pontificio de la
Pastoral para los Emigrantes y los Itinerantes a la del Consejo Pontificio
de la Justicia y de la Paz.
En los primeros días de pontificado, algunos encuentros parecían marcar
pautas para su pontificado. El 22 de abril, el Papa Benedicto XVI se
encontró con el Colegio de los cardenales para rogarles que no dejen de
prestarle su apoyo, pues todos están unidos a él por la voluntad de obedecer
a la voluntad divina y de prestar un servicio sencillo y disponible a la
Iglesia. No se concluía el primer año de pontificado cuando el 24 de marzo
de 2006 reunía el Consistorio para nombrar 15 nuevos miembros del Colegio
Cardenalicio.
Al día siguiente, encontró a los representantes de los medios de
comunicación social para agradecerles la cobertura mundial que dieron a la
muerte y a los funerales del Papa Juan Pablo II y a su elección. Les
recordó, también, «la responsabilidad ética de quienes trabajan en este
sector, particularmente por lo que respecta a la búsqueda sincera de la
verdad, así como a la defensa del carácter central y de la dignidad de la
persona».
El 25 de abril, se reunió con los representantes de las Iglesias y
Comunidades cristianas, y con los de otras religiones no cristianas. A estos
últimos aseguró «que la Iglesia quiere seguir construyendo puentes de
amistad con los seguidores de todas las religiones, para buscar el verdadero
bien de cada persona y de la sociedad entera». A los primeros reafirmó «el
compromiso irreversible» de la Iglesia –su personal «compromiso prioritario»
había dicho en el discurso a los cardenales del 20 de abril– a favor del
ecumenismo y de la comunión plena querida por Jesús para sus discípulos. El
ecumenismo ocupa un lugar principal en el corazón de Benedicto XVI. En la
misa solemne de inicio de pontificado, después de explicar los signos del
palio y del anillo, que evocan al pastor y al pescador, renovó su compromiso
de proseguir en el camino hacia un solo rebaño y un solo pastor y de
procurar que la red de la Iglesia no se rompa. En efecto, Cristo, el Buen
Pastor, tiene otras ovejas que están fuera del redil a las que tiene que
traer: «y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor» (Jn 10,
16). El relato de los 153 peces grandes termina con la gozosa constatación:
«Y aunque eran tantos, no se rompió la red» (Jn 21, 11). «¡No permitas
–oraba el Papa en su homilía– que se rompa tu red y ayúdanos a ser
servidores de la unidad!». Un gesto ecuménico del Santo Padre ha sido la
renuncia al título de Patriarca de Occidente que se dio a conocer con la
publicación del Anuario Pontificio de la Santa Sede, el pasado mes de
febrero. Otro gesto de Benedicto XVI fue la carta enviada el pasado 17 de
febrero y la medalla de oro del pontificado donada al patriarca ortodoxo de
Moscú Alejo II con motivo de su aniversario y onomástico. Su Beatitud Alejo
II correspondió con una carta firmada el 22 de febrero y el regalo de una
cruz pectoral. Han confirmado en este intercambio de cartas la voluntad
común de promover la colaboración entre ambas Iglesias. El mismo día 22, el
Papa Benedicto XVI en una carta al cardenal Lubomyr Husar, arzobispo mayor
de Kiev-Halic, con ocasión del sexagésimo aniversario de la persecución
comunista contra la Iglesia grecocatólica, que tuvo lugar tras el
«pseudo-sínodo» de Lvov, en marzo de 1946, expresó su deseo de que este
aniversario sirva para promover la unidad con la Iglesia ortodoxa, pues a la
Iglesia greco-católica se le ha confiado la misión de mantener visible en la
Iglesia católica la tradición oriental y de favorecer el encuentro de las
tradiciones, testimoniando no sólo su compatibilidad, sino también su
profunda unidad en la diversidad.
Además del diálogo ecuménico, el Papa desea impulsar las relaciones con los
judíos y con el Estado de Israel. Al día siguiente de su elección, uno de
sus primeros actos como pontífice fue enviar un telegrama al rabino jefe de
Roma, Riccardo di Segni, en el que confía en la ayuda de Dios para reforzar
una fecunda colaboración y un diálogo respetuoso con el pueblo judío. El 16
de enero de 2006, al ser recibido en audiencia por Benedicto XVI, el rabino
di Segni lo invitó a visitar la sinagoga de Roma, con ocasión del 20º
aniversario de la histórica visita de Juan Pablo II a ese lugar, el 13 de
abril de 1986.
Estas y otras pautas iniciales se han desarrollado a lo largo del primer año
de pontificado como expresiones de una misma caridad pastoral. No es posible
hacer un análisis exhaustivo. La mayor afluencia de peregrinos a las
audiencias de los miércoles y a los ángelus dominicales –por comparación al
último año de pontificado del Papa Juan Pablo II– puede ser signo de la
fecundidad de los últimos sufridos meses de Juan Pablo II y de la acogida
sobrenatural y cordial que los fieles han dispensado a su sucesor. La
humildad y caridad de Benedicto XVI manifestadas en estos primeros meses, y
que tienen su expresión doctrinal en su primera encíclica, han sido un signo
fuerte de la presencia de Cristo, el Supremo Pastor, entre sus fieles.
Jornada mundial de la juventud
En Colonia, superando fronteras de nación, lengua o raza, más de un millón
de jóvenes se reunieron para escuchar la Palabra de Dios, rezar, recibir el
sacramento de la Reconciliación, adorar y recibir al Señor eucarístico y,
también, para cantar y hacer fiesta juntos. La Jornada mundial de la
juventud de Colonia, centrada en la búsqueda y adoración de Cristo, tuvo por
lema «Hemos venido a adorarle».
Quizás esta jornada haya sido el mayor don que Dios haya hecho al Papa en
este primer año de Pontificado. Él no la planeó. Fue algo que «la
Providencia divina quiso». El Papa marcó esta jornada con una palabra y un
gesto. La palabra, siempre repetida, fue Cristo. El gesto fue el abrazo:
en Colonia abrazó a obispos y seminaristas, a cristianos separados, judíos y
musulmanes, a cada joven en el barco sobre el Rin y, con un abrazo inmenso,
al millón de jóvenes reunidos para la vigilia de oración. La imagen que
resume la jornada es, sin duda, la multitud silenciosa de los adoradores de
Cristo presente en la Eucaristía. «Hemos venido a adorarle».
Los Magos fueron los «guías» de los jóvenes peregrinos en su búsqueda y
adoración de Cristo. Cada joven fue invitado por el pontífice a realizar el
viaje interior de la conversión a Dios, «para conocerlo, encontrarlo,
adorarlo y, después de haberlo encontrado y adorado, volver a partir
llevando en el corazón, en nuestro interior, su luz y su alegría»
(Audiencia, 24-VIII-2005). Ese ritmo de adoración y misión, de contemplación
y servicio, está remarcado en la encíclica de la caridad, Deus caritas est,
que advierte del riesgo de caer en los extremos del pietismo y del
activismo.
El encuentro con los seminaristas ocupó un lugar destacado en esta jornada
para poner de relieve que muchas vocaciones al sacerdocio y a la vida
consagrada han surgido, a lo largo de estos veinte años, en estas jornadas,
ocasiones privilegiadas en las que el Espíritu Santo hace oír con fuerza su
voz.
Por desarrollarse en Alemania, tuvieron particular intensidad los encuentros
celebrados con los representantes de las demás Iglesias y Comunidades
eclesiales, con los judíos y con los musulmanes. Alemania tiene un papel
importante en el diálogo ecuménico, tanto por la triste historia de las
divisiones, como por la significativa función que ha desempeñado en el
camino de la reconciliación. En la sinagoga de Colonia, con la comunidad
judía más antigua de Alemania, Benedicto XVI recordó la Shoah, el 60°
aniversario de la liberación de los campos de concentración nazis y el 40°
aniversario de la declaración conciliar Nostra aetate «que inauguró una
nueva etapa de diálogo y solidaridad espiritual entre judíos y cristianos,
así como de estima por las otras grandes tradiciones religiosas». A los
seguidores del Islam, que «adoran al único Dios y veneran al patriarca
Abraham» manifestó las esperanzas y las preocupaciones del difícil momento
histórico que vivimos, «deseando que se extirpen el fanatismo y la
violencia, y que colaboremos juntos para defender siempre la dignidad de la
persona humana y tutelar sus derechos fundamentales» (24-VIII-2005).
En todos los encuentros, pero sobre todo a los jóvenes, Benedicto XVI ha
entregado un mensaje esencial: el cristianismo como encuentro con Cristo y
su adoración en el misterio de la Eucaristía. De este encuentro y de esta
fuente nacerá una revolución del amor y, con ella, la verdadera reforma de
la Iglesia y el ardor misionero. El primer libro del Papa, La revolución de
Dios, presentado a mediados del mes de octubre, recoge sus discursos en
Colonia. Dos frases podrían sintetizar su mensaje: la revolución de Dios es
el amor; sólo una gran explosión de bien puede vencer al mal y transformar
al hombre y al mundo. Sólo Dios y su amor transforman al mundo. Ni fórmulas,
ni burocracias, ni falsas reformas. Menos aun la miopía de quienes en la
Iglesia sólo se ven a sí mismos y siguen dando vueltas a asuntos marginales
en el cristianismo, como son el celibato sacerdotal o la ordenación de
mujeres. La verdadera reforma no puede reducirse a la erección de nuevas y
sofisticadas estructuras; la única reforma que cuenta es la de los santos,
la revolución a lo divino. Esta revolución divina pasa por la colaboración
humana, también por la colaboración asociada e institucional. Al espíritu,
competencia y profesionalidad de quienes trabajan en las organizaciones
caritativas de la Iglesia, el Papa Benedicto XVI ha dedicado la segunda
parte de su encíclica. Las notas que sonaron en Colonia eran los compases
que anunciaban los temas de la sinfonía que Benedicto XVI estaba preparando
a su Iglesia: la encíclica Deus caritas est.
El Papa Benedicto XVI está impulsando con vigor las Jornadas mundiales de la
juventud. En su mensaje para la jornada XXI, firmado el 22 de febrero, ha
presentado las etapas de una peregrinación ideal al encuentro mundial de
Sydney: el año 2006 la atención se centrará en el Espíritu de la verdad que
nos revela a Cristo; el 2007 en el Espíritu de amor que infunde en nosotros
la caridad divina; el encuentro mundial del 2008 en Sydney tendrá como lema
«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis
mis testigos».
Año de la Eucaristía
Benedicto XVI ha visto la mano de la Providencia en el hecho de que su
pontificado haya iniciado en el Año de la Eucaristía: «La Eucaristía,
corazón de la vida cristiana y manantial de la misión evangelizadora de la
Iglesia, no puede menos de constituir siempre el centro y la fuente del
servicio petrino que me ha sido confiado» (20-IV-2005). Las indicaciones
esenciales para la vivencia de este año ya habían sido dadas por el Papa
Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia y en la carta
apostólica Mane nobiscum Domine. El Sínodo de los Obispos, celebrado en el
mes de octubre, además de profundizar en esa doctrina, manifestó la actual
riqueza de la vida eucarística de la Iglesia y el carácter inagotable de su
fe eucarística. Al hacer un balance de sus primeros meses, en el discurso
navideño a la Curia romana, Benedicto XVI se dice consolado al ver que, por
doquier, en la Iglesia, se ha despertado la alegría de «la adoración del
Señor resucitado, presente en la Eucaristía con su carne y su sangre, en
cuerpo y alma, con su divinidad y humanidad» y que se va superando la
contraposición que algunos veían –y que en realidad no existe– entre la misa
y la adoración eucarística fuera de ella. «Recibir la Eucaristía significa
adorar a quien recibimos. Precisamente de este modo y sólo de este modo nos
convertimos en una sola cosa con él. Por ello, el desarrollo de la adoración
eucarística, con la forma que asumió en la Edad Media, es la consecuencia
más coherente del mismo misterio eucarístico: sólo en la adoración puede
madurar una acogida profunda y verdadera» (22-XII-2005).
Una imagen puede resumir este año de pontificado: el Papa de rodillas ante
Cristo Eucaristía, en silencio adorante, acompañado de la comunidad de
fieles: el día del Corpus Christi, sobre el papamóvil en procesión con sus
nuevos fieles diocesanos; en Colonia con un millón de jóvenes; en la plaza
de San Pedro con cien mil niños de primera comunión; el 17 de octubre con
los 250 obispos y cardenales reunidos en Roma para el Sínodo.
La palabra del Papa ha orientado la mirada de los fieles a Cristo
Eucaristía: en Colonia con una exigente y vital lección de teología
eucarística; a los niños de la primera comunión con una sencilla y cálida
catequesis en respuesta a sus preguntas, para explicarles porqué y cómo ir a
misa, confesar los pecados y adorar a Jesucristo. En ambos casos, su palabra
ha preparado el momento culminante de los encuentros: la adoración
silenciosa de Cristo, el único necesario.
A finales de mayo, su primer viaje fuera de Roma tuvo por objeto la clausura
del Congreso eucarístico de Bari. En esa ocasión recordó a la Iglesia de hoy
el testimonio de los mártires de la antigua Roma y su exclamación «Sine
dominico non possumus»: no podemos vivir sin la misa del día del Señor. La
misa daba identidad y vida a las comunidades de los primeros cristianos; los
distinguía de los paganos. La Eucaristía engendró mártires y constructores
de una nueva cultura: la civilización del amor. Recibir a Jesucristo
eucaristía con fe significa comulgar con el amor de Dios que da vida al
mundo. Esta íntima conexión de fe, liturgia y práctica de la caridad es una
de las estructuras conceptuales más fuertes de la encíclica Deus caritas
est.
Apertura al mundo y diálogo
En la introducción al libro La revolución de Dios de Benedicto XVI, su
Vicario para la diócesis de Roma, el Cardenal Camilo Ruini, ha dibujado un
penetrante retrato del nuevo pontífice: no es sólo un catequista de
extraordinaria profundidad y claridad, sino también un evangelizador que con
garbo sabe casi forzar a prestar atención a Cristo. Su peculiar carisma
consiste en juntar la apertura universal y la identidad católica, el
testimonio límpido e integral de la verdad de Cristo y la dulzura del amor
fraterno. Otra imagen que puede resumir este primer año de pontificado es el
Papa, en pie, ante la multitud que representa al mundo, con los brazos
abiertos. La comunión con el Dios adorado se manifiesta en la caridad que
busca la comunión fraterna. Esta apertura y dulzura es caridad, no
ingenuidad.
Con su palabra y ejemplo, Benedicto XVI invita a la Iglesia a abrirse al
mundo y a la modernidad sin temores, aunque sin falsas ilusiones. La Iglesia
será siempre signo de contradicción. Los cristianos no se oponen al mundo,
pero el mundo se rebela siempre que al pecado y a la gracia se les llama por
su propio nombre, siempre que los cristianos proclaman la verdad sobre Dios
y sobre el hombre. Esta oposición a su anuncio de la verdad puede resultar
opresiva, pero no debería sorprendernos demasiado.
Benedicto XVI compartió con los sacerdotes de la diócesis de Aosta sus
inquietudes y sufrimientos por la frialdad, cuando no hostilidad, de los
ambientes en los que ejercen su ministerio. Los invitó a tener paciencia,
sostenidos en la certeza de que el mundo no puede vivir sin el Dios que se
reveló en Jesucristo mostrándonos un rostro de amor. Y sólo ese amor
transforma el mundo. Debemos tener la profundísima certeza de que sin el
Dios con el rostro de Cristo, el mundo y el hombre se autodestruyen: «Él es
la Verdad y sólo caminando tras sus huellas vamos en la dirección correcta,
y debemos caminar y guiar a los demás en esta dirección» (25-VII-2005).
Con esa certeza, antes como cardenal y ahora como papa, Joseph Ratzinger se
ha abierto al diálogo con el mundo «laico». Los «laicos» ya habían
reconocido su ánimo dialogante, sin asperezas y sin la ansiedad de la
imposición. Los diálogos que, como cardenal, sostuvo con el filósofo alemán
Jürgen Habermas y con el presidente del Senado italiano Marcello Pera
alcanzaron resonancia internacional. En ellos defendió la genuina laicidad
del Estado y la necesidad de un diálogo franco entre el cristianismo y la
modernidad, del que ambas partes iban a salir ganando.
Benedicto XVI ha escrito dos cartas a altos representantes de la política
italiana. Al Presidente del Congreso de los diputados, Pier Ferdinando
Casini, para conmemorar el tercer aniversario de la histórica visita que el
Papa Juan Pablo II realizó al Parlamento italiano y para reafirmar que la
Iglesia, en cualquier país del mundo, «no pretende reivindicar para sí
ningún privilegio, sino sólo tener la posibilidad de cumplir su misión,
dentro del respeto de la legítima laicidad del Estado. Por lo demás, bien
entendida, ésta no está en contraste con el mensaje cristiano, sino que más
bien tiene una deuda con él, como saben bien los estudiosos de la historia
de la civilización» (18-X-2005).
Al Presidente del Senado italiano, Marcello Pera, con motivo del congreso
«Libertad y laicidad» celebrado en Nursia, expresó su deseo de que la
reflexión de los congresistas tuviera en cuenta la dignidad de la persona y
sus derechos fundamentales. Éstos representan valores previos a cualquier
jurisdicción estatal porque «no son creados por el legislador, sino que
están inscritos en la naturaleza misma de la persona humana, y se remontan
por tanto en último término al Creador. Por tanto, parece legítima y
provechosa una sana laicidad del Estado, en virtud de la cual las realidades
temporales se rigen según normas que les son propias, a las que pertenecen
también esas instancias éticas que tienen su fundamento en la existencia
misma del hombre» (16-X-2005).
En su encíclica, Benedicto XVI ha proclamado con vigor que la Iglesia enseña
y promueve la legítima y sana laicidad del Estado: «Es propio de la
estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo que es del
César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21), esto es, entre Estado e Iglesia
o, como dice el Concilio Vaticano II, el reconocimiento de la autonomía de
las realidades temporales (GS 36). El Estado no puede imponer la religión,
pero tiene que garantizar su libertad y la paz entre los seguidores de las
diversas religiones; la Iglesia, como expresión social de la fe cristiana,
por su parte, tiene su independencia y vive su forma comunitaria basada en
la fe, que el Estado debe respetar. Son dos esferas distintas, pero siempre
en relación recíproca» (Deus caritas est, n. 29).
Como teólogo y cardenal, Ratzinger se había caracterizado por su apertura a
la modernidad, de la que aprecia su estima por la racionalidad y la
libertad. No ocultaba, sin embargo, los límites de los conceptos iluministas
de una racionalidad cerrada a la trascendencia y de una libertad absoluta
sin referencia a Dios, a las demás personas y a la naturaleza de las cosas.
El discurso de análisis del año, que el Santo Padre dirigió con los augurios
navideños a la Curia, se concluye con unas reflexiones sobre la nueva
relación que el Concilio Vaticano II ha querido impulsar entre el
cristianismo y el mundo moderno.
El «sí» fundamental de la Iglesia a la edad moderna, su «apertura al
mundo», no está exenta de dificultades, porque la misma edad moderna vive
profundas tensiones interiores y contradicciones y no debe subestimarse la
«peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que en todos los períodos de
la historia y en toda situación histórica es una amenaza para el camino del
hombre».
La Iglesia, como el Evangelio que anuncia, sigue siendo un signo de
contradicción. «El Concilio no podía tener la intención de abolir esta
contradicción del Evangelio respecto a los peligros y los errores del
hombre. En cambio, no cabe duda de que quería eliminar contradicciones
erróneas o superfluas, para presentar al mundo actual la exigencia del
Evangelio en toda su grandeza y pureza». Si al inicio de la edad moderna, la
relación entre la razón iluminista y la fe cristiana fue negativa y de
conflicto, el Concilio Vaticano II ha trazado en grandes líneas la dirección
esencial para el diálogo entre la razón moderna y la fe. «Este diálogo se
debe desarrollar con gran apertura mental, pero también con la claridad en
el discernimiento de espíritus que el mundo, con razón, espera de nosotros
precisamente en este momento».
En este campo, como en tantos otros, el Concilio Vaticano II, correctamente
interpretado, puede ser una gran fuerza de renovación en la Iglesia y, a
través de ella, del mundo. No faltan pensadores «laicos» que están pidiendo
a la Iglesia este servicio al hombre, a la sociedad y a la cultura de
nuestro tiempo. Benedicto XVI sigue impulsando esta apertura evangélica de
la Iglesia al mundo.
Un broche de oro para este primer año de Pontificado ha sido la encíclica
Deus caritas est. La ciencia teológica, la piedad personal, la experiencia
humana y la asistencia del Espíritu Santo han contribuido a la redacción de
esta obra maestra. Benedicto XVI ha puesto al servicio de su ministerio el
fruto maduro de sus largos estudios teológicos y ha podido presentar al
mundo, de forma a la vez sencilla y profunda, el corazón del misterio
cristiano: el encuentro personal del amor de Dios con el ansia humana de
amor y felicidad; la transformación por la gracia de este aspiración, hasta
la configuración con Cristo que entrega su vida por los hermanos. Este amor
divino que se derrama en nuestros corazones y a través de ellos en el mundo
se expresa también en formas eclesiales e institucionales.
El amor de Dios, que no abandona nunca a su Iglesia, le ha dado en la
persona de Benedicto XVI un buen pastor y un padre de todos. A Dios se
eleve, la gratitud por sus dones y la ferviente oración de la Iglesia por su
persona y ministerio. ¡ Ad multos annos, Santo Padre!