Benedicto XVI dialoga con los sacerdotes de las diócesis italianas de
Belluno-Feltre y Treviso
Trascripción del diálogo espontáneo que mantuvo Benedicto XVI el 24 de julio
en la Iglesia santa Justina mártir de Auronzo di Cadore con los párrocos y
sacerdotes de las diócesis italianas de Belluno-Feltre y Treviso.
El encuentro tuvo lugar mientras el Papa transcurría sus vacaciones de
verano en los Dolomitas.
* * *
Santidad, soy don Claudio y quiero hacerle una pregunta sobre la formación
de la conciencia, de modo especial en las nuevas generaciones, porque hoy
parece cada vez más difícil formar una conciencia coherente, una conciencia
recta. Se confunde el bien y el mal con sentirse bien y sentirse mal, el
aspecto más emotivo. Por eso, quisiera que nos diera usted algún consejo.
Muchas gracias.
--Benedicto XVI: Excelencias, queridos hermanos, ante todo quisiera
expresaros mi alegría y mi gratitud por este encuentro. Doy las gracias a
los dos obispos, su excelencia Andrich y su excelencia Mazzocato, por esta
invitación. A vosotros, que habéis venido en tan gran número durante el
período de vacaciones, os manifiesto mi agradecimiento. Ver una iglesia
llena de sacerdotes es alentador, porque demuestra que sí hay sacerdotes. La
Iglesia está viva, aunque aumenten los problemas en nuestro tiempo y
precisamente en nuestro Occidente. La Iglesia sigue siempre viva y, con
sacerdotes que realmente desean anunciar el reino de Dios, crece y resiste a
las complicaciones que vemos hoy en nuestra situación cultural.
La primera pregunta refleja en cierto modo un problema de la situación
cultural de Occidente, porque en los últimos dos siglos el concepto de
conciencia ha cambiado profundamente. Hoy prevalece la idea de que sólo
sería racional —parte de la razón— lo que es cuantificable. Las otras cosas,
es decir, las materias de la religión y la moral, no entrarían en la razón
común, porque no son comprobables o, como se dice, no son "falsificables"
con experimentos.
En esta situación, donde la moral y la religión son expulsadas por la razón,
el único criterio último de la moralidad y también de la religión es el
sujeto, la conciencia subjetiva, que no conoce otras instancias. En
definitiva, sólo decide el sujeto, con su sentimiento, con sus experiencias,
con los criterios que puede haber encontrado. Pero de esta forma el sujeto
se convierte en una realidad aislada. Como usted ha dicho, así cambian los
parámetros de día en día.
En la tradición cristiana "conciencia" quiere decir "cum-scientia"; o sea:
nosotros, nuestro ser está abierto, puede escuchar la voz del ser mismo, la
voz de Dios. Por tanto, la voz de los grandes valores está inscrita en
nuestro ser y la grandeza del hombre consiste precisamente en que no está
cerrado en sí mismo, no se reduce a las cosas materiales, cuantificables,
sino que tiene una apertura interior a las cosas esenciales, y también la
posibilidad de una escucha.
En la profundidad de nuestro ser no sólo podemos escuchar las necesidades
del momento, las cosas materiales, sino también la voz del Creador mismo;
así se conoce lo que es bien y lo que es mal. Pero, naturalmente, esta
capacidad de escucha debe ser educada y desarrollada. Y precisamente este es
el compromiso del anuncio que nosotros hacemos en la Iglesia: desarrollar
esta importantísima capacidad, dada por Dios al hombre, de escuchar la voz
de la verdad y así la voz de los valores.
Por consiguiente, un primer paso consiste en hacer que las personas perciban
que nuestra misma naturaleza lleva en sí un mensaje moral, un mensaje
divino, que debe ser descifrado y que nosotros poco a poco podemos conocer y
escuchar mejor si desarrollamos en nosotros una escucha interior. Ahora
bien, el problema concreto consiste en cómo educar para la escucha, en cómo
lograr que el hombre sea capaz de escuchar, a pesar de todas las sorderas
modernas, en cómo hacer que se vuelva a escuchar, en cómo conseguir que se
haga realidad el effeta del bautismo, la apertura de los sentidos
interiores.
Viendo la situación en la que nos encontramos, yo propondría una combinación
entre un camino laico y un camino religioso: el camino de la fe. Hoy todos
vemos que el hombre podría destruir el fundamento de su existencia, su
tierra, y, por tanto, que ya no podemos hacer con nuestra tierra, con la
realidad que nos ha sido encomendada, lo que queramos y lo que en cada
momento parezca útil o conveniente; si queremos sobrevivir, debemos respetar
las leyes interiores de la creación, de esta tierra, aprender estas leyes y
obedecer también a estas leyes.
Así pues, esta obediencia a la voz de la tierra, del ser, es más importante
para nuestra felicidad futura que las voces y los deseos del momento. En
otras palabras, este es un primer criterio que conviene aprender: el ser
mismo, nuestra tierra, habla con nosotros y nosotros debemos escuchar si
queremos sobrevivir y descifrar este mensaje de la tierra. Y si debemos ser
obedientes a la voz de la tierra, esto vale aún más para la voz de la vida
humana. No sólo debemos cuidar la tierra; también debemos respetar al otro,
a los otros: al otro en su singularidad como persona, como mi prójimo, y a
los otros como comunidad que vive en el mundo y en la que debemos vivir
juntos. Y vemos que sólo podemos ir adelante si guardamos un respeto
absoluto a esta criatura de Dios, a esta imagen de Dios que es el hombre,
sólo si respetamos la convivencia en la tierra.
De este modo, llegamos a la conclusión de que necesitamos las grandes
experiencias morales de la humanidad, que son experiencias surgidas del
encuentro con el otro, con la comunidad; la experiencia de que la libertad
humana es siempre una libertad compartida y sólo puede funcionar si
compartimos nuestras libertades respetando valores que son comunes a todos.
Me parece que con estos pasos podemos hacer ver la necesidad de obedecer a
la voz del ser, de respetar la dignidad del otro, de respetar la necesidad
de vivir juntos nuestras libertades como una libertad, y para todo esto es
preciso conocer el valor que implica promover una digna comunión de vida
entre los hombres. Así llegamos, como ya he dicho, a las grandes
experiencias de la humanidad, en las que se manifiesta la voz del ser, y
sobre todo a las experiencias de la gran peregrinación histórica del pueblo
de Dios, que comenzó con Abraham, en el que no sólo encontramos las
experiencias humanas fundamentales, sino que también, a través de esas
experiencias, podemos escuchar la voz del Creador mismo, que nos ama y ha
hablado con nosotros.
Aquí, en este contexto, respetando las experiencias humanas que nos indican
el camino hoy y mañana, me parece que los diez Mandamientos tienen siempre
un valor prioritario, en el que vemos las grandes señales que nos indican el
camino. Los diez Mandamientos releídos, revividos a la luz de Cristo, a la
luz de la vida de la Iglesia y de sus experiencias, indican algunos valores
fundamentales y esenciales: los mandamientos cuarto y sexto, juntos, indican
la importancia de nuestro cuerpo, de respetar las leyes del cuerpo, de la
sexualidad y del amor, el valor del amor fiel, la familia. El quinto
mandamiento indica el valor de la vida y también el valor de la vida común.
El séptimo mandamiento indica el valor de compartir los bienes de la tierra,
la justa distribución de estos bienes, la administración de la creación de
Dios. El octavo mandamiento indica el gran valor de la verdad.
Por tanto, si los mandamientos cuarto, quinto y sexto indican el amor al
prójimo, el octavo señala la verdad. Todo esto no funciona si falta la
comunión con Dios, el respeto de Dios y la presencia de Dios en el mundo. Un
mundo sin Dios será siempre un mundo de arbitrariedad y de egoísmo. Sólo si
aparece Dios hay luz, hay esperanza. Nuestra vida tiene un sentido que no
surge de nosotros, sino que nos precede, nos dirige. Por consiguiente, en
este sentido tomamos juntos los caminos obvios que hoy también la conciencia
laica puede ver fácilmente, y así tratamos de guiar las voces más profundas,
la voz verdadera de la conciencia, que se comunica en la gran tradición de
la oración, de la vida moral de la Iglesia. Yo creo que, con un camino de
paciente educación, todos podemos aprender a vivir y a encontrar la
verdadera vida.
Soy don Mauro. Santidad, al desempeñar nuestro ministerio pastoral, cada vez
nos vemos más agobiados por muchos afanes. Aumentan los compromisos de
gestión administrativa de las parroquias, de organización pastoral y de
acogida de las personas que atraviesan situaciones difíciles. ¿Hacia qué
prioridades debemos orientar hoy nuestro ministerio de sacerdotes y
párrocos, para evitar, por un lado, la fragmentación y, por otro, la
dispersión? Muchas gracias.
--Benedicto XVI: Es una pregunta muy realista; es verdad. También yo
experimento un poco este problema, pues cada día tengo que resolver muchos
asuntos, con numerosas audiencias necesarias, con tanto que hacer. Sin
embargo, es preciso encontrar las debidas prioridades y no olvidar lo
esencial: el anuncio del reino de Dios. Al escuchar esta pregunta, me vino a
la mente el evangelio de hace dos semanas sobre la misión de los setenta y
dos discípulos. Para esta primera gran misión que Jesús encomendó a esos
setenta y dos discípulos, les dio tres imperativos, que a mi parecer
expresan también hoy sustancialmente las grandes prioridades del trabajo de
un discípulo de Cristo, de un sacerdote. Los tres imperativos son: orad,
curad y anunciad.
Creo que debemos encontrar el equilibrio entre estos tres imperativos
esenciales, tenerlos siempre presentes como centro de nuestro trabajo.
Orad, es decir: sin una relación personal con Dios todo el resto no puede
funcionar, porque realmente no podemos llevar a Dios, la realidad divina y
la verdadera vida humana a las personas, si nosotros mismos no vivimos una
relación profunda, verdadera, de amistad con Dios en Cristo Jesús.
Por eso cada día celebramos la santa Eucaristía como encuentro fundamental,
donde el Señor habla con nosotros y nosotros con el Señor, que se entrega en
nuestras manos. Sin la oración de las Horas, por la que entramos en la gran
plegaria de todo el pueblo de Dios, comenzando por los Salmos del pueblo
antiguo renovado en la fe de la Iglesia, y sin la oración personal, no
podemos ser buenos sacerdotes, pues se pierde la sustancia de nuestro
ministerio. Por eso, el primer imperativo es ser hombres de Dios, es decir,
hombres que tienen amistad con Cristo y con sus santos.
Viene luego el segundo imperativo. Jesús dijo: curad a los enfermos, a los
abandonados, a los necesitados. Es el amor de la Iglesia a los marginados, a
los que sufren. Incluso las personas ricas pueden estar interiormente
marginadas y sufrir. "Curar" se refiere a todas las necesidades humanas, que
son siempre necesidades que van en profundidad hacia Dios. Por tanto, como
se dice, es preciso conocer a las ovejas, tener relaciones humanas con las
personas que nos han sido encomendadas, mantener un contacto humano y no
perder la humanidad, porque Dios se hizo hombre y así confirmó todas las
dimensiones de nuestro ser humano.
Pero, como he aludido, lo humano y lo divino siempre van juntos. A mi
parecer, a este "curar", en sus múltiples formas, pertenece también el
ministerio sacramental. El ministerio de la Reconciliación es un acto de
curación extraordinario, que el hombre necesita para estar totalmente sano.
Por tanto, estas curaciones sacramentales comienzan por el Bautismo, que es
la renovación fundamental de nuestra existencia, y pasan por el sacramento
de la Reconciliación, y la Unción de los enfermos. Naturalmente, en todos
los demás sacramentos, también en la Eucaristía, se realiza una gran
curación de las almas. Debemos curar los cuerpos, pero sobre todo —este es
nuestro mandato— las almas. Debemos pensar en las numerosas enfermedades, en
las necesidades morales, espirituales, que existen hoy y que debemos
afrontar, guiando a las personas al encuentro con Cristo en el sacramento,
ayudándoles a descubrir la oración, la meditación, el estar en la iglesia
silenciosamente en presencia de Dios.
Luego viene el tercer imperativo: anunciad. ¿Qué anunciamos nosotros?
Anunciamos el reino de Dios. Pero el reino de Dios no es una utopía lejana
de un mundo mejor, que tal vez se realizará dentro de cincuenta años o quién
sabe cuándo. El reino de Dios es Dios mismo, Dios que se ha acercado y se ha
hecho cercanísimo en Cristo. Este es el reino de Dios: Dios mismo está cerca
y nosotros debemos acercarnos a este Dios tan cercano porque se ha hecho
hombre, sigue siendo hombre y está siempre con nosotros en su Palabra, en la
santísima Eucaristía y en todos los creyentes.
Por consiguiente, anunciar el reino de Dios quiere decir hablar de Dios hoy,
hacer presente la palabra de Dios, el Evangelio, que es presencia de Dios y,
naturalmente, hacer presente al Dios que se ha hecho presente en la sagrada
Eucaristía.
Uniendo estas tres prioridades, y teniendo en cuenta todos los aspectos
humanos, nuestros límites, que debemos reconocer, podemos realizar bien
nuestro sacerdocio. También es importante esta humildad, que nos hace
reconocer los límites de nuestras fuerzas. Lo que no podemos hacer nosotros,
lo debe hacer el Señor. Y está también la capacidad de delegar, de
colaborar. Todo esto siempre con los imperativos fundamentales de orar,
curar y anunciar.
Me llamo don Daniele. Santidad, el Véneto es tierra de fuerte inmigración,
con una presencia consistente de personas no cristianas. Esta situación
obliga a nuestras diócesis a llevar a cabo una nueva tarea de evangelización
en su interior. Sin embargo, resulta ardua, porque debemos conciliar las
exigencias del anuncio del Evangelio con las de un diálogo respetuoso con
las demás religiones. ¿Qué indicaciones pastorales nos puede dar? Muchas
gracias.
--Benedicto XVI: Naturalmente, vosotros vivís más de cerca esta situación.
En este sentido, no puedo dar muchos consejos prácticos, pero puedo decir
que en todas las visitas ad limina, tanto de los obispos asiáticos,
africanos y latinoamericanos, como de toda Italia, siempre se afrontan estas
situaciones. Ya no existe un mundo uniforme. Sobre todo en nuestro Occidente
están presentes todos los demás continentes, las demás religiones, los demás
modos de vivir la vida humana. Vivimos en un encuentro permanente, que tal
vez nos asemeja a la Iglesia antigua, donde se vivía la misma situación. Los
cristianos eran una pequeñísima minoría, un grano de mostaza que comenzaba a
crecer, rodeado de religiones y condiciones de vida muy diversas.
Por consiguiente, debemos aprender nuevamente lo que vivieron los cristianos
de las primeras generaciones. San Pedro, en su primera carta, en el capítulo
tercero, dijo: "Debéis estar siempre dispuestos a dar respuesta a todo el
que os pida razón de vuestra esperanza" (cf. 1 P 3, 15). Así formuló san
Pedro la necesidad de combinar el anuncio y el diálogo, dirigiéndose al
hombre normal de aquel tiempo, al cristiano normal. No dijo formalmente:
"Anunciad a cada uno el Evangelio". Dijo: "Debéis ser capaces, debéis estar
dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra
esperanza". Me parece que esta es la síntesis necesaria entre el diálogo y
el anuncio.
El primer punto es que en nosotros mismos siempre debe estar presente la
razón de nuestra esperanza. Debemos vivir la fe y pensar la fe, conocerla
interiormente. Así, en nosotros mismos la fe se convierte en razón, se hace
razonable. La meditación del Evangelio, y aquí el anuncio, la homilía, la
catequesis, para hacer que las personas sean capaces de pensar la fe, son ya
elementos fundamentales en esta unión de diálogo y anuncio. Nosotros mismos
debemos pensar la fe, vivir la fe, y como sacerdotes encontrar maneras
diversas de hacerla presente, a fin de que nuestros católicos puedan
encontrar la convicción, la prontitud y la capacidad de dar razón de su fe.
El anuncio que transmite la fe en la conciencia de hoy debe tener múltiples
formas. Sin duda, la homilía y la catequesis son dos formas principales,
pero luego hay otros muchos modos de encontrarse —seminarios sobre la fe,
movimientos laicales, etc.—, donde se habla de la fe y se aprende la fe.
Todo esto nos hace capaces, ante todo, de vivir realmente como prójimos de
los no cristianos; aquí prevalecen los cristianos ortodoxos y los
protestantes; luego vienen los seguidores de otras religiones, musulmanes, y
otros.
El primer aspecto es vivir con ellos, reconociendo que son el prójimo,
nuestro prójimo. Por tanto, vivir en primera línea el amor al prójimo como
manifestación de nuestra fe. Yo creo que esto constituye ya un testimonio
muy fuerte y también una forma de anuncio: vivir realmente con estos "otros"
el amor al prójimo, reconocer en ellos a nuestro prójimo, de forma que
puedan constatar que este "amor al prójimo" está dirigido a ellos. Si sucede
esto, podremos presentar más fácilmente la fuente de este comportamiento
nuestro, es decir, explicar que el amor al prójimo es manifestación de
nuestra fe.
En el diálogo no se puede pasar inmediatamente a los grandes misterios de la
fe, aunque los musulmanes tengan ya cierto conocimiento de Cristo; niegan su
divinidad, pero al menos lo reconocen como un gran profeta. Aman a la Virgen
María. Por eso, también hay elementos comunes en la fe, que pueden servir de
punto de partida para el diálogo.
Algo práctico y realizable, necesario, es sobre todo buscar un entendimiento
fundamental sobre los valores que es preciso vivir. También aquí tenemos un
tesoro común, porque vienen de la religión de Abraham, interpretada,
revivida de una manera que hay que estudiar, a la que en última instancia
debemos responder. Pero está presente la gran experiencia sustancial, la de
los diez Mandamientos, y creo que este es el punto que debemos profundizar.
Pasar a los grandes misterios me parece un nivel difícil, que no se realiza
en los grandes encuentros. Tal vez la semilla debe entrar en el corazón, a
fin de que en algunos pueda madurar una respuesta de fe a través de diálogos
más específicos. Pero lo que podemos y debemos hacer es buscar el consenso
en torno a los valores fundamentales, expresados en los diez Mandamientos,
resumidos en el amor al prójimo y en el amor a Dios, y que se pueden
interpretar en las diversas dimensiones de la vida.
Al menos seguimos un camino común hacia el Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob, el Dios que es finalmente el Dios de rostro humano, el Dios presente
en Jesucristo. Este último paso sólo se ha de dar en encuentros íntimos,
personales o de pequeños grupos; en cambio, el camino hacia este Dios, del
que vienen estos valores que hacen posible la vida común, me parece
realizable también en encuentros más amplios.
Así pues, a mi parecer, aquí se realiza una forma de anuncio humilde,
paciente, que espera, pero que también ya hace concreto nuestro vivir según
la conciencia iluminada por Dios.
--Soy don Samuele. Hemos escuchado su invitación a orar, a curar y a
anunciar. Lo hemos tomado en serio, preocupándonos de su persona y, para
manifestarle nuestro afecto, le hemos traído algunas botellas de buen vino
de nuestra tierra, que le entregaremos por medio de nuestro obispo. Paso a
la pregunta. Cada vez aumentan más los casos de personas divorciadas que se
vuelven a casar, conviviendo, y nos piden a los sacerdotes una ayuda para su
vida espiritual. Estas personas con frecuencia sufren por no poder acceder a
los sacramentos. Es necesario afrontar esas situaciones, compartiendo los
sufrimientos que implican. Santo Padre, ¿con qué actitudes humanas,
espirituales y pastorales podemos conjugar la misericordia y la verdad?
Muchas gracias.
--Benedicto XVI: Sí, se trata de un problema doloroso, y ciertamente no
existe una receta sencilla para resolverlo. Todos sufrimos por este
problema, pues todos tenemos cerca a personas que se encuentran en esa
situación y sabemos que para ellos es un dolor y un sufrimiento, porque
quieren estar en plena comunión con la Iglesia. El vínculo de su matrimonio
anterior reduce su participación en la vida de la Iglesia. ¿Qué hacer?
Un primer punto sería, naturalmente, la prevención, en la medida de lo
posible. Por eso, resulta cada vez más fundamental y necesaria la
preparación para el matrimonio. El Derecho canónico supone que el hombre
como tal, incluso el que no tiene una gran instrucción, quiere formar un
matrimonio según la naturaleza humana, como se indica en los primeros
capítulos del Génesis. Es hombre, tiene una naturaleza humana y, por
consiguiente, sabe lo que es el matrimonio. Quiere hacer lo que dice su
naturaleza humana. Esto es lo que da por supuesto el Derecho canónico. Es
algo que se impone: el hombre es hombre, la naturaleza es así, y le dice
eso.
Pero hoy ese axioma, según el cual el hombre quiere hacer lo que está en su
naturaleza: un matrimonio único y fiel, se transforma en un axioma un poco
diverso. "Volunt contrahere matrimonium sicut ceteri homines". Ya no sólo
habla la naturaleza, sino los "ceteri homines": lo que hacen todos. Y lo que
hoy hacen todos no es sólo el matrimonio natural, según el Creador, según la
creación. Lo que hacen los "ceteri homines" es casarse con la idea de que un
día el matrimonio puede fracasar y luego se puede pasar a un segundo, a un
tercero y a un cuarto matrimonio. Este modelo, "como hacen todos", se
convierte en un modelo opuesto a lo que dice la naturaleza. Así resulta
normal casarse, divorciarse y volverse a casar; y nadie piensa que es algo
que va contra la naturaleza humana, o al menos es difícil encontrar a una
persona que piense así.
Por eso, para ayudar a las personas a llegar realmente al matrimonio, no
sólo en el sentido de la Iglesia, sino también en el del Creador, debemos
reparar la capacidad de escuchar a la naturaleza. Así volvemos a la primera
cuestión, a la primera pregunta. Es necesario redescubrir en "lo que hacen
todos" lo que nos dice la naturaleza misma, que habla de modo diferente al
de esa costumbre moderna. En efecto, nos invita al matrimonio para toda la
vida, con una fidelidad que dure toda la vida, a pesar de los sufrimientos
que implica crecer juntos en el amor.
Así pues, los cursos de preparación para el matrimonio deben ayudar a
reparar en nosotros la voz de la naturaleza, del Creador, para redescubrir
en lo que hacen todos los "ceteri homines" lo que nos dice íntimamente
nuestro ser mismo. En esta situación, entre lo que hacen todos y lo que dice
nuestro ser, los cursos de preparación para el matrimonio deben ser un
camino de redescubrimiento, para volver a aprender lo que nos dice nuestro
ser; deben ayudar a llegar a una verdadera decisión con respecto al
matrimonio según el Creador y según el Redentor.
Esos cursos de preparación son muy importantes para "conocerse a sí mismos",
para descubrir la verdadera voluntad matrimonial. No basta la preparación,
pues las grandes crisis vienen después. Por eso, es muy importante el
acompañamiento durante los primeros diez años de matrimonio. En la parroquia
no sólo hay que promover los cursos de preparación, sino también la comunión
en el camino que viene después: acompañarse y ayudarse recíprocamente. Los
sacerdotes, y también las familias que ya han hecho esas experiencias, que
conocen esos sufrimientos, esas tentaciones, deben ayudarles en sus momentos
de crisis. Es importante la presencia de una red de familias que se ayuden
mutuamente. También los Movimientos pueden prestar una gran ayuda.
La primera parte de mi respuesta sugiere la prevención, no sólo en el
sentido de preparar, sino también de acompañar, es decir, la presencia de
una red de familias que ayude a afrontar esta situación moderna, donde todo
habla contra una fidelidad de por vida. Es necesario ayudar a encontrar esta
fidelidad, a aprenderla incluso en medio del sufrimiento.
Sin embargo, en caso de fracaso, es decir, cuando los esposos no se sienten
capaces de cumplir su primera voluntad, queda siempre la pregunta de si
realmente fue una voluntad, en el sentido del sacramento. Por tanto, se
puede abrir un proceso para la declaración de nulidad. Si fue un verdadero
matrimonio, y en consecuencia no pueden volver a casarse, la presencia
permanente de la Iglesia ayuda a estas personas a soportar otro sufrimiento.
En el primer caso tenemos el sufrimiento de superar esa crisis, de aprender
una fidelidad ardua y madura. En el segundo, tenemos el sufrimiento de
encontrarse en un vínculo nuevo, que no es el sacramental y que por tanto no
permite la comunión plena en los sacramentos de la Iglesia. Aquí se trata de
enseñar y aprender a vivir con este sufrimiento. Volveremos a este punto en
la primera pregunta de la otra diócesis.
Por lo general, en nuestra generación, en nuestra cultura, debemos
redescubrir el valor del sufrimiento, aprender que el sufrimiento puede ser
algo muy positivo, pues nos ayuda a madurar, a ser lo que debemos ser, a
estar más cerca del Señor, que sufrió por nosotros y sufre con nosotros. Así
pues, también en esta segunda situación es de suma importancia la presencia
del sacerdote, de las familias, de los Movimientos, la comunión personal y
comunitaria, la ayuda del amor al prójimo, un amor muy específico. Sólo este
amor profundo de la Iglesia, que se realiza con un acompañamiento múltiple,
puede ayudar a estas personas a sentirse amadas por Cristo, miembros de la
Iglesia, incluso en una situación difícil, y a vivir la fe.
--Santidad, me llamo don Saverio. Mi pregunta se refiere a las misiones.
Este año se cumple el 50° aniversario de la encíclica Fidei donum. Aceptando
la invitación del Papa, muchos sacerdotes, también de nuestra diócesis,
incluido yo, hemos vivido —otros siguen viviendo— la experiencia de la
misión ad gentes. Sin duda se trata de una experiencia extraordinaria que,
en mi modesta opinión, podrían vivir numerosos sacerdotes en el ámbito del
intercambio entre Iglesias hermanas. Sin embargo, teniendo en cuenta la
disminución del número de sacerdotes en nuestros países, ¿cómo se puede
llevar hoy a la práctica la indicación de esa encíclica y con qué espíritu
deben acogerla y vivirla los sacerdotes enviados y toda la diócesis? Muchas
gracias.
--Benedicto XVI: Gracias. Ante todo, quisiera expresar mi agradecimiento a
todos estos sacerdotes fidei donum y a las diócesis. Como ya he dicho,
recientemente he tenido numerosas visitas ad limina tanto de obispos de Asia
como de África y América Latina, y todos me dicen: "Tenemos gran necesidad
de sacerdotes fidei donum y estamos muy agradecidos por el trabajo que
realizan, pues hacen presente, en situaciones a menudo dificilísimas, la
catolicidad de la Iglesia; demuestran que somos una gran comunión universal.
Para los sacerdotes fidei donum el hombre lejano se transforma en próximo,
en prójimo; así viven el amor al prójimo. Este gran don, que realmente se ha
hecho durante los últimos cincuenta años, lo he percibido y visto casi de
modo palpable en todos mis diálogos con los sacerdotes, que dicen: "No
penséis que los africanos ahora ya somos autosuficientes; seguimos teniendo
necesidad de que se haga visible la gran comunión de la Iglesia universal".
Todos necesitamos que se demuestre la comunión de los católicos, un amor al
prójimo vivido por personas que llegan de lejos y así van al encuentro de su
prójimo".
Hoy la situación ha cambiado, en el sentido de que también nosotros en
Europa recibimos a sacerdotes procedentes de África, de América Latina e
incluso de otras partes de la misma Europa, y eso nos permite ver la belleza
de este intercambio de dones, de este don recíproco, porque todos tenemos
necesidad de todos. Precisamente así crece el Cuerpo de Cristo.
Para resumir, quisiera decir que este don era y es un gran don y que así lo
percibe la Iglesia. En muchas situaciones —que ahora no puedo describir—, en
las que existen problemas sociales, problemas de desarrollo, problemas de
anuncio de la fe, problemas de aislamiento, de necesidad de la presencia de
otros, estos sacerdotes son un don en el que las diócesis y las Iglesias
particulares reconocen la presencia de Cristo que se entrega por nosotros y,
al mismo tiempo, reconocen que la Comunión eucarística no es sólo comunión
sobrenatural: también se convierte en comunión concreta a través de este don
de sacerdotes diocesanos, que van a otras diócesis; y la red de las Iglesias
particulares se transforma realmente en una red de amor.
Gracias a todos los que han hecho este don. Animo a los obispos y a los
sacerdotes a seguir otorgando este don. Sé que ahora en Europa, con la
escasez de vocaciones, resulta cada vez más difícil hacer este don, pero ya
tenemos la experiencia de que también otros continentes, como Asia —en
concreto, la India— y sobre todo África, nos están dando sacerdotes. La
reciprocidad sigue siendo muy importante; precisamente por eso es muy
necesaria la experiencia de que somos Iglesia enviada al mundo y que todos
conocen a todos y aman a todos; esa es también la fuerza del anuncio. Así se
pone de manifiesto que el grano de mostaza da fruto y se hace un árbol cada
vez más grande, en el que las aves del cielo pueden descansar. Gracias y
¡ánimo!
--Soy don Alberto. Santo Padre, los jóvenes son nuestro futuro y nuestra
esperanza, pero a veces no ven en la vida una oportunidad, sino una
dificultad; no un don para sí mismos y para los demás, sino un objeto de
consumo inmediato; no un proyecto por construir, sino un vagabundeo sin meta
fija. La mentalidad de hoy impone a los jóvenes ser siempre felices y
perfectos y eso implica como consecuencia que cualquier pequeño fracaso y la
mínima dificultad ya no se ven como un motivo de crecimiento, sino como una
derrota. Todo esto los lleva con frecuencia a gestos irremediables como el
suicidio, que provocan una laceración en el corazón de quienes los aman y de
la sociedad entera. ¿Qué nos puede decir a los educadores, que a menudo nos
sentimos con las manos atadas y sin respuestas? Muchas gracias.
--Benedicto XVI: Creo que ha descrito con acierto una vida en la que Dios no
está presente. En un primer momento parece que no tenemos necesidad de Dios;
más aún, que sin Dios seríamos más libres y tendríamos más espacio en el
mundo. Pero, después de cierto tiempo, se ve lo que sucede en las nuevas
generaciones cuando no se tiene a Dios. Como dijo Nietzsche, "la gran luz se
ha apagado, el sol se ha apagado". Entonces la vida es algo ocasional, se
convierte en un objeto y las personas tratan de explotarla lo mejor posible,
usándola como si fuera un medio para una felicidad inmediata, palpable y
realizable. Pero el gran problema es que si Dios no está presente y no es
también el Creador de nuestra vida, en realidad la vida es una simple pieza
de la evolución y nada más; no tiene sentido por sí misma. Al contrario,
debemos tratar de infundir sentido en esta parte del ser.
Actualmente, en Alemania, pero también en Estados Unidos, se está asistiendo
a un debate bastante encendido entre el así llamado "creacionismo" y el
evolucionismo, presentados como si fueran alternativas que se excluyen:
quien cree en el Creador no podría admitir la evolución y, por el contrario,
quien afirma la evolución debería excluir a Dios. Esta contraposición es
absurda, porque, por una parte, existen muchas pruebas científicas en favor
de la evolución, que se presenta como una realidad que debemos ver y que
enriquece nuestro conocimiento de la vida y del ser como tal.
Pero la doctrina de la evolución no responde a todos los interrogantes y
sobre todo no responde al gran interrogante filosófico: ¿de dónde viene todo
esto y cómo todo toma un camino que desemboca finalmente en el hombre? Eso
me parece muy importante. En mi lección de Ratisbona quise decir también que
la razón debe abrirse más: ciertamente debe ver esos datos, pero también
debe ver que no bastan para explicar toda la realidad. Nuestra razón ve más
ampliamente. En el fondo no es algo irracional, un producto de la
irracionalidad; hay una razón anterior a todo, la Razón creadora, y en
realidad nosotros somos un reflejo de la Razón creadora. Somos pensados y
queridos; por tanto, hay una idea que nos precede, un sentido que nos
precede y que debemos descubrir y seguir, y que en definitiva da significado
a nuestra vida.
Así pues, el primer punto es: descubrir que realmente nuestro ser es
razonable, ha sido pensado, tiene un sentido; y nuestra gran misión es
descubrir ese sentido, vivirlo y dar así un nuevo elemento a la gran armonía
cósmica pensada por el Creador. Si es así, entonces los elementos de
dificultad se transforman en momentos de madurez, de proceso y de progreso
de nuestro ser, que tiene sentido desde su concepción hasta su último
momento de vida.
Podemos conocer esta realidad del sentido que nos precede a todos nosotros;
y también podemos redescubrir el sentido del sufrimiento y del dolor.
Ciertamente, hay un dolor que debemos evitar y eliminar del mundo: muchos
dolores inútiles provocados por las dictaduras, por los sistemas
equivocados, por el odio y la violencia. Pero en el dolor hay también un
sentido profundo y nuestra vida sólo puede madurar si podemos dar sentido a
ese dolor y sufrimiento.
Sobre todo, no es posible amar sin dolor, porque el amor implica siempre
renunciar a nosotros mismos, salir de nosotros mismos, aceptar a los demás
con su diferente manera de ser; implica una entrega de nosotros mismos y,
por tanto, salir de nosotros mismos. Todo esto es dolor, sufrimiento, pero
precisamente en el sufrimiento de perdernos por los otros, por las personas
que amamos y también por Dios, llegamos a ser grandes y nuestra vida
encuentra el amor, y en el amor su sentido.
Para ayudarnos a vivir, la mentalidad moderna debe convencerse de que amor y
dolor, amor y Dios, son inseparables. En este sentido, es importante hacer
que los jóvenes descubran a Dios, que descubran el amor verdadero, el cual
llega a ser grande precisamente con la renuncia; así podrán descubrir
también la bondad interior del sufrimiento, que nos hace libres y más
grandes. Naturalmente, para ayudar a los jóvenes a encontrar estos
elementos, siempre hace falta acompañarlos en su camino, tanto en la
parroquia como en la Acción católica y en los Movimientos, pues las nuevas
generaciones sólo en compañía de otros podrán descubrir esta gran dimensión
de nuestro ser.
--Soy don Francesco. Santo Padre, me ha impresionado una frase que escribió
usted en su libro "Jesús de Nazaret": «¿Qué ha traído en verdad Jesús al
mundo, si no ha traído la paz, el bienestar para todos o un mundo mejor?
¿Qué es lo que ha traído? La respuesta es muy sencilla: "a Dios. Ha traído a
Dios"». Hasta aquí la cita, que me parece llena de claridad y verdad. Mi
pregunta es: se habla de nueva evangelización, de nuevo anuncio del
Evangelio —esta ha sido también la decisión principal del Sínodo de nuestra
diócesis de Belluno-Feltre—, pero ¿qué hacer para que este Dios, única
riqueza traída por Jesús y que a menudo se presenta a muchos envuelto en
niebla, resplandezca aún en nuestros hogares y sea agua que apague la sed
también de las numerosas personas que parecen ya no tener sed? Muchas
gracias.
--Benedicto XVI: Gracias. Es una pregunta fundamental. La pregunta
fundamental de nuestro trabajo pastoral es cómo llevar a Dios al mundo, a
nuestros contemporáneos. Evidentemente, el llevar a Dios abarca muchos
aspectos: el anuncio, la vida y muerte de Jesús se desarrollaron en varias
dimensiones, que forman una unidad. Debemos mantener las dos cosas. Por una
parte, el anuncio cristiano, el cristianismo, no es un paquete
complicadísimo de muchos dogmas, que nadie podría conocer en su totalidad.
No es algo sólo para académicos, que pueden estudiar estas cosas. Es algo
sencillo: Dios existe, Dios es cercano en Jesucristo. El mismo Jesucristo,
resumiendo, dijo: "Ha llegado el reino de Dios". Esto es lo que anunciamos,
algo muy sencillo en el fondo. Todos los otros aspectos son sólo dimensiones
de esa única realidad; no todas las personas deben conocer todo, pero
ciertamente todas deben entrar en lo íntimo, en lo esencial; así se abordan
con alegría cada vez mayor también las diversas dimensiones.
Pero, en concreto, ¿qué se ha de hacer? Hablando del trabajo pastoral actual
ya tocamos los puntos esenciales. Pero continuando en este sentido, llevar a
Dios implica sobre todo, por una parte, el amor y, por otra, la esperanza y
la fe. Es decir, la dimensión de la vida: el mejor testimonio de Cristo, el
mejor anuncio, es siempre la vida auténtica de los cristianos. Hoy el
anuncio más hermoso lo realizan las familias que, alimentándose de fe, viven
con una alegría profunda y fundamental, incluso en medio del sufrimiento, y
ayudan a los demás, amando a Dios y al prójimo. También para mí el anuncio
más consolador es siempre ver a familias católicas o a personalidades
católicas impregnadas de fe. En ellas resplandece realmente la presencia de
Dios y a través de ellas llega el "agua viva" de la que usted ha hablado.
Así pues, el anuncio fundamental es precisamente el de la vida misma de los
cristianos.
Naturalmente, después viene el anuncio de la Palabra. Debemos hacer todo lo
posible para que se escuche y se conozca la Palabra. Hoy existen muchas
escuelas de la Palabra y del diálogo con Dios en la sagrada Escritura,
diálogo que también se transforma necesariamente en oración, porque un
estudio meramente teórico de la sagrada Escritura es sólo una escucha
intelectual y no sería un verdadero y suficiente encuentro con la palabra de
Dios.
Si es verdad que en la Escritura y en la palabra de Dios es el Señor, el
Dios vivo, quien nos habla, suscita nuestra respuesta y nuestra oración,
entonces las escuelas de la Escritura deben ser también escuelas de oración,
de diálogo con Dios, de acercamiento íntimo a Dios.
A continuación vienen todas las formas de anuncio. Naturalmente, los
sacramentos. Con Dios siempre vienen también todos los santos. Como nos dice
la sagrada Escritura desde el inicio, Dios nunca viene solo, viene
acompañado y rodeado de los ángeles y de los santos. En la gran vidriera de
San Pedro que representa al Espíritu Santo me agrada mucho que Dios se
encuentre rodeado de una multitud de ángeles y de seres vivos, que son
expresión y, por decirlo así, emanación del amor de Dios.
Con Dios, con Cristo, con el hombre que es Dios y con Dios que es hombre,
viene la Virgen. Esto es muy importante. Dios, el Señor, tiene una Madre y
en esa Madre reconocemos realmente la bondad materna de Dios. La Virgen,
Madre de Dios, es el auxilio de los cristianos, es nuestra consolación
permanente, es nuestra gran ayuda. Esto lo veo también en el diálogo con los
obispos del mundo, de África y últimamente de América Latina. El amor a la
Virgen es la gran fuerza de la catolicidad. En la Virgen reconocemos toda la
ternura de Dios; por eso, cultivar y vivir este gozoso amor a la Virgen, a
María, es un don muy grande de la catolicidad.
Luego vienen los santos. Cada lugar tiene su santo. Eso está bien, porque
así vemos los múltiples colores de la única luz de Dios y de su amor, que se
acerca a nosotros. Debemos descubrir a los santos en su belleza, en su
acercarse a nosotros en la Palabra, pues en un santo determinado podemos
encontrar traducida precisamente para nosotros la Palabra inagotable de
Dios. Asimismo, todos los aspectos de la vida parroquial, incluso los
humanos. No debemos andar siempre por las nubes, por las altísimas nubes del
Misterio; también debemos estar con los pies en la tierra y vivir juntos la
alegría de ser una gran familia: la pequeña gran familia de la parroquia, la
gran familia de la diócesis, la gran familia de la Iglesia universal.
En Roma puedo ver todo esto; puedo ver cómo personas procedentes de todas
las partes de la tierra y que no se conocen, en realidad se conocen, porque
todos forman parte de la familia de Dios; se sienten una familia porque lo
tienen todo: amor al Señor, amor a la Virgen, amor a los santos; tienen la
sucesión apostólica, al Sucesor de Pedro, a los obispos.
Esta alegría de la catolicidad, con sus múltiples colores, es también la
alegría de la belleza. Aquí tenemos la belleza de un hermoso órgano; la
belleza de una hermosísima iglesia; la belleza que se ha desarrollado en la
Iglesia. Me parece un testimonio maravilloso de la presencia y de la verdad
de Dios. La Verdad se manifiesta en la belleza y debemos agradecer esta
belleza y hacer todo lo posible para que permanezca, se desarrolle y crezca
aún más. De esta forma, llega Dios hasta nosotros de un modo muy concreto.
--Soy don Lorenzo, párroco. Santo Padre, los fieles esperan sólo una cosa de
los sacerdotes: que seamos especialistas en promover el encuentro del hombre
con Dios. No son palabras mías, sino de Su Santidad en un discurso al clero.
Mi padre espiritual en el seminario, durante aquellas arduas sesiones de
dirección espiritual, me decía: "Lorenzino, humanamente vas bien, pero...",
y cuando decía "pero" quería decir que a mí me gustaba más jugar al fútbol
que hacer la adoración eucarística. Y decía que eso no se correspondía con
mi vocación; que yo no debía contradecir a mis profesores en las clases de
moral y de derecho, porque los profesores sabían más que yo. Y no sé qué
otras cosas quería insinuar con aquel "pero". De todos modos, ahora que está
en el cielo rezo por él alguna vez el requiem. A pesar de todo eso, soy
sacerdote desde hace 34 años y me siento muy feliz. No he hecho milagros, ni
desastres conocidos; tal vez pueda haber hecho algunos que desconozco. Para
mí "Humanamente vas bien" es una felicitación. Acercar el hombre a Dios y
Dios al hombre, ¿no se realiza sobre todo a través de lo que llamamos
humanidad, que es irrenunciable también para nosotros, los sacerdotes?
--Benedicto XVI: Gracias. Creo que es exacto lo que ha dicho usted al final.
El catolicismo, de una forma un poco simplista, ha sido considerado siempre
la religión del gran et... et..., es decir, la religión de la síntesis, no
de grandes exclusivismos. Católico quiere decir precisamente "síntesis". Por
eso, yo no soy partidario de una alternativa: o jugar al fútbol o estudiar
sagrada Escritura o derecho canónico. Hay que hacer las dos cosas. Es bueno
hacer deporte. Yo no soy un gran deportista, pero cuando era más joven me
agradaba ir a la montaña de vez en cuando; ahora sólo hago algunas caminatas
muy fáciles, pero siempre me gusta pasear aquí en esta hermosa tierra que el
Señor nos ha dado.
Ciertamente, no podemos vivir siempre en una profunda meditación. Tal vez un
santo, en la última fase de su camino terrestre, puede llegar a ese punto,
pero normalmente vivimos con los pies en la tierra y los ojos dirigidos al
cielo. Ambas cosas nos las ha dado el Señor. Por eso, amar las cosas
humanas, amar las bellezas de su tierra, no sólo es muy humano, sino que
además es muy cristiano y precisamente católico.
Como ya he dicho antes, una pastoral buena y realmente católica incluye
también este aspecto: vivir en el et... et...; vivir la humanidad y el
humanismo del hombre, todos los dones que el Señor nos ha dado y que hemos
desarrollado; y, al mismo tiempo, no olvidar a Dios, porque al final la gran
luz viene de Dios; sólo de él viene la luz que da alegría a todos estos
aspectos de las cosas que existen.
Así pues, simplemente quiero poner de relieve la gran síntesis católica, el
et... et...: ser verdaderamente hombre y, cada uno según sus dones y según
su carisma, amar la tierra y las cosas hermosas que el Señor nos ha dado,
pero también agradecer el hecho de que en la tierra resplandece la luz de
Dios, que da esplendor y belleza a todo lo demás. En este sentido, vivamos
gozosamente la catolicidad. Esta sería mi respuesta.
--Me llamo don Arnaldo. Santo Padre, debido a las exigencias pastorales y
del ministerio, juntamente con el número cada vez menor de sacerdotes,
nuestros obispos se ven obligados a redistribuir el clero, a menudo
acumulando compromisos y encomendando varias parroquias a la misma persona.
Eso afecta a la sensibilidad de numerosas comunidades de bautizados y a la
disponibilidad de nosotros, los sacerdotes, para vivir juntos —sacerdotes y
laicos— el ministerio pastoral. ¿Cómo vivir este cambio de organización
pastoral, privilegiando la espiritualidad del buen Pastor? Muchas gracias,
Santidad.
--Benedicto XVI: Sí, con su pregunta volvemos a la cuestión de las
prioridades pastorales, de cómo debe actuar un párroco. Hace poco tiempo, un
obispo francés, que era religioso y por tanto nunca había sido párroco, me
decía: "Santidad, quisiera que me explicara lo que es un párroco. Nosotros,
en Francia, tenemos grandes unidades pastorales, con cinco, seis o siete
parroquias, y el párroco se transforma en un coordinador de organismos, de
trabajos diversos". Y le parecía que el párroco, al estar así ocupado en la
coordinación de esos diversos organismos, ya no tenía la posibilidad de un
encuentro personal con sus ovejas; y él, al ser obispo —y, por tanto, un
gran párroco—, se preguntaba si es bueno ese sistema o si se debería buscar
la manera de hacer que el párroco sea realmente párroco, es decir, pastor de
su grey.
Naturalmente, yo no podía dar una receta para resolver esa situación de
Francia, pero el problema hay que plantearlo en general. El párroco, a pesar
de las nuevas situaciones y las nuevas formas de responsabilidad, no debe
perder la cercanía con la gente; debe ser realmente el pastor de esa grey
que le ha encomendado el Señor. Hay situaciones diversas; pienso en los
obispos que en sus diócesis afrontan situaciones muy distintas; deben tratar
de lograr que el párroco siga siendo pastor y no se convierta en un
burócrata sagrado.
En cualquier caso, creo que la primera manera de estar cerca de las personas
que nos han sido confiadas es precisamente la vida sacramental: en la
Eucaristía estamos juntos y podemos y debemos encontrarnos. El sacramento de
la Reconciliación es un encuentro personalísimo. También el Bautismo es un
encuentro personal; y no sólo el momento de administrar el sacramento.
Todos estos sacramentos tienen un contexto: bautizar implica primero
catequizar de algún modo a esta joven familia, hablar con ellos, a fin de
que el Bautismo sea también un encuentro personal y una ocasión para una
catequesis muy concreta. Lo mismo se puede decir de la preparación para la
primera Comunión, para la Confirmación y para el Matrimonio: siempre son
ocasiones donde en realidad el párroco, el sacerdote, se encuentra
directamente con las personas; él es el predicador, el administrador de los
sacramentos, en un sentido que implica siempre la dimensión humana. El
sacramento nunca es sólo un acto ritual; el acto ritual y sacramental es la
condensación de un contexto humano en el que se mueve el sacerdote, el
párroco.
Además, me parece muy importante encontrar el modo correcto de delegar. El
párroco no se debe limitar a ser el coordinador de organismos. Más bien,
debe delegar de diferentes maneras. Ciertamente, en los Sínodos —y aquí, en
vuestra diócesis, habéis tenido un Sínodo— se encuentra el modo de librar
suficientemente al párroco para que, por una parte, conserve la
responsabilidad de toda la unidad pastoral que se le ha encomendado, pero,
por otra, no se reduzca sustancialmente y sobre todo a ser un burócrata que
coordina. Debe tener en su mano los hilos esenciales, contando luego con
colaboradores.
Creo que uno de los frutos importantes y positivos del Concilio ha sido la
corresponsabilidad de toda la parroquia. Ya no es sólo el párroco quien debe
vivificar todo, sino que, dado que todos formamos la parroquia, todos
debemos colaborar y ayudar, a fin de que el párroco no quede aislado arriba
como coordinador. Debe ser realmente un pastor, con la ayuda de
colaboradores en los trabajos comunes que se realizan en la vida de la
parroquia.
Así pues, esta coordinación y esta responsabilidad vital de toda la
parroquia, por una parte, y la vida sacramental y de anuncio, como centro de
la vida parroquial, por otra, podrían permitir también hoy, en
circunstancias ciertamente muy difíciles, que el párroco conozca
efectivamente a sus ovejas y sea el pastor que de verdad las llame y las
guíe, aunque tal vez no las conozca a todas por su nombre, como el Señor nos
dice refiriéndose al buen pastor.
A mí me corresponde la última pregunta, y tengo la tentación de no
formularla, pues se trata de una pregunta trivial y, al ver cómo Su Santidad
en las nueve respuestas anteriores nos ha hablado de Dios elevándonos a
grandes alturas, me parece casi insignificante lo que voy a preguntarle. Sin
embargo, lo voy a hacer. Se trata del tema de los de mi generación, los que
nos preparamos al sacerdocio durante los años del Concilio, y luego salimos
con entusiasmo y tal vez también con la pretensión de cambiar el mundo;
hemos trabajado mucho y hoy tenemos dificultades: estamos cansados, porque
no se han realizado muchos de nuestros sueños y también porque nos sentimos
un poco aislados. Los de más edad nos dicen: "¿Veis cómo teníamos razón
nosotros al ser más prudentes?"; y los jóvenes algunas veces nos tachan de
"nostálgicos del Concilio". Nuestra pregunta es esta: ¿Podemos aportar aún
algo a nuestra Iglesia, especialmente con la cercanía a la gente que, a
nuestro parecer, nos ha caracterizado? Ayúdenos a recobrar la esperanza, la
serenidad...
--Benedicto XVI: Gracias. Es una pregunta importante y yo conozco muy bien
la situación. También yo viví los tiempos del Concilio; estuve en la
basílica de San Pedro con gran entusiasmo, viendo cómo se abrían nuevas
puertas; parecía realmente un nuevo Pentecostés, con el que la Iglesia podía
convencer de nuevo a la humanidad, después de que el mundo se hubiera
alejado de la Iglesia en los siglos XIX y XX. Parecía que la Iglesia y el
mundo se volvían a encontrar, y que renacía un mundo cristiano y una Iglesia
del mundo y realmente abierta al mundo. Esperábamos mucho, pero las cosas
han resultado más difíciles en la realidad. Con todo, queda la gran herencia
del Concilio, que abrió un camino nuevo. Es siempre una charta magna del
camino de la Iglesia, muy esencial y fundamental. Pero, ¿por qué ha sucedido
así?
En primer lugar, quisiera hacer una anotación histórica. Los tiempos de un
posconcilio casi siempre son muy difíciles. Después del gran concilio de
Nicea, que para nosotros es realmente el fundamento de nuestra fe, pues de
hecho profesamos la fe formulada en Nicea, no se produjo una situación de
reconciliación y de unidad, como esperaba Constantino, promotor de ese gran
concilio, sino una situación realmente caótica, en la que todos luchaban
contra todos.
San Basilio, en su libro sobre el Espíritu Santo, compara la situación de la
Iglesia después del concilio de Nicea con una batalla naval nocturna, donde
nadie reconoce al otro, sino que todos luchan contra todos. Realmente era
una situación de caos total. Así describe san Basilio con gran plasticidad
el drama del posconcilio, del tiempo que siguió al concilio de Nicea.
Cincuenta años más tarde, el emperador invitó a san Gregorio Nacianceno a
participar en el primer concilio de Constantinopla. El santo respondió: "No
voy, porque conozco muy bien estas cosas; sé que los concilios sólo generan
confusión y enfrentamientos; por eso no voy". Y no fue.
Por tanto, con una visión retrospectiva, ahora para todos nosotros no
constituye una gran sorpresa, como lo fue en un primer momento, digerir el
Concilio y su gran mensaje. Introducirlo y recibirlo para que se convierta
en vida de la Iglesia, asimilarlo en las diversas realidades de la Iglesia,
es un sufrimiento, y el crecimiento sólo se realiza con sufrimiento. Crecer
siempre implica sufrir, porque es salir de un estado y pasar a otro.
En concreto, debemos constatar que durante el posconcilio se produjeron dos
grandes rupturas históricas. La ruptura de 1968, es decir, el inicio o —me
atrevería a decir— la explosión de la gran crisis cultural de Occidente.
Había desaparecido la generación del período posterior a la guerra, una
generación que después de todas las destrucciones y viendo el horror de la
guerra, del combatirse unos a otros, y constatando el drama de las grandes
ideologías que realmente habían llevado a la gente al abismo de la guerra,
habían redescubierto las raíces cristianas de Europa y habían comenzado a
reconstruirla con estas grandes inspiraciones.
Al desaparecer esa generación, se veían también todos los fracasos, las
lagunas de esa reconstrucción, la gran miseria que había en el mundo. Así
comienza, explota la crisis de la cultura occidental: una revolución
cultural que quiere cambiar todo radicalmente. Afirma: en dos mil años de
cristianismo no hemos creado el mundo mejor. Por tanto, debemos volver a
comenzar de cero, de un modo totalmente nuevo. El marxismo parece la receta
científica para crear por fin el mundo nuevo.
En este grave y gran enfrentamiento entre la nueva -sana- modernidad querida
por el Concilio y la crisis de la modernidad, todo resulta tan difícil como
después del primer concilio de Nicea. Una parte opinaba que esta revolución
cultural era lo que había querido el Concilio; identificaba esta nueva
revolución cultural marxista con la voluntad del Concilio. Decía: "Esto es
el Concilio. Según la letra, los textos son aún un poco anticuados, pero
tras las palabras escritas está este espíritu; esta es la voluntad del
Concilio. Así debemos actuar".
Y, por otra parte, naturalmente viene la reacción: "así destruís la
Iglesia". Una reacción absoluta contra el Concilio, el anticonciliarismo, y
también el tímido, humilde intento de realizar el verdadero espíritu del
Concilio. Dice un proverbio: "Hace más ruido un árbol que cae que un bosque
que crece". El bosque que crece no se escucha, porque lo hace sin ruido, en
su proceso de desarrollo. Así, mientras se escuchaban los grandes ruidos del
progresismo equivocado, del anticonciliarismo, ha ido creciendo
silenciosamente el camino de la Iglesia, aunque con muchos sufrimientos e
incluso con muchas pérdidas en la construcción de un nuevo paso cultural.
La segunda ruptura tuvo lugar en 1989. Tras la caída de los regímenes
comunistas no se produjo, como podía esperarse, el regreso a la fe; no se
redescubrió que precisamente la Iglesia con el Concilio auténtico ya había
dado la respuesta. El resultado fue, en cambio, un escepticismo total, la
llamada "posmodernidad". Según esta, nada es verdad, cada uno debe buscarse
la forma de vivir; se afirma un materialismo, un escepticismo
pseudo-racionalista ciego que desemboca en la droga, en todos los problemas
que conocemos, y de nuevo cierra los caminos a la fe, porque es muy
sencilla, muy evidente. No, no existe nada verdadero. La verdad es
intolerante; no podemos seguir ese camino.
Pues bien, en esos dos contextos de rupturas culturales —la primera, la
revolución cultural de 1968; la segunda, la caída en el nihilismo después de
1989—, la Iglesia ha seguido con humildad su camino entre las pasiones del
mundo y la gloria del Señor. En ese camino debemos crecer con paciencia,
aprendiendo nuevamente lo que significa renunciar al triunfalismo. El
Concilio dijo que era preciso renunciar al triunfalismo, pensando en el
barroco, en todas las grandes culturas de la Iglesia. Se dijo: comencemos de
modo moderno, de modo nuevo. Pero surgió otro triunfalismo, el de pensar:
nosotros ahora hacemos las cosas; nosotros hemos encontrado el camino, así
construimos el mundo nuevo. La humildad de la cruz, de Cristo crucificado,
también excluye este triunfalismo. Debemos renunciar al triunfalismo según
el cual ahora nace realmente la gran Iglesia del futuro. La Iglesia de
Cristo siempre es humilde y precisamente así es grande y gozosa.
Me parece muy importante que ahora podamos ver claramente todo lo positivo
que ha habido en el posconcilio: en la renovación de la liturgia, en los
Sínodos —Sínodos romanos, Sínodos universales, Sínodos diocesanos—, en las
estructuras parroquiales, en la colaboración, en la nueva responsabilidad de
los laicos, en la gran corresponsabilidad intercultural e intercontinental,
en una nueva experiencia de la catolicidad de la Iglesia, de la unanimidad
que crece en humildad y sin embargo es la verdadera esperanza del mundo.
Así pues, debemos redescubrir la gran herencia del Concilio, que no es un
espíritu reconstruido tras los textos, sino que son precisamente los grandes
textos conciliares releídos ahora con las experiencias que hemos tenido y
que han dado fruto en tantos Movimientos, en tantas nuevas comunidades
religiosas. Antes de mi viaje a Brasil tenía yo la idea de que las sectas
estaban creciendo y que la Iglesia católica era un poco estática; sin
embargo, ya estando allá, comprobé que casi todos los días nace en Brasil
una nueva comunidad religiosa, un nuevo Movimiento. No sólo crecen las
sectas; también crece la Iglesia con nuevas realidades, llenas de vitalidad,
que, aunque no llenan las estadísticas —esta es una esperanza falsa, pues no
debemos divinizar las estadísticas—, crecen en las almas y suscitan la
alegría de la fe, hacen presente el Evangelio, promoviendo así también un
verdadero desarrollo del mundo y de la sociedad.
Por tanto, me parece que debemos combinar la gran humildad de Cristo
crucificado, de una Iglesia que es siempre humilde y siempre atacada por los
grandes poderes económicos, militares, etc., pero, juntamente con esta
humildad, debemos aprender también el verdadero triunfalismo de la
catolicidad, que crece en todos los siglos. También hoy crece la presencia
de Cristo crucificado y resucitado, el cual tiene y conserva sus heridas;
está herido, pero precisamente así renueva el mundo; da su Espíritu, que
renueva también a la Iglesia, a pesar de toda nuestra pobreza. Con este
conjunto de humildad de la cruz y de alegría del Señor resucitado, el
Concilio nos dio una gran señal para indicarnos el camino, a fin de que
podamos avanzar con alegría y llenos de esperanza.