Respuestas del Papa Benedicto XVI a preguntas de sacerdotes y un seminarista de la diócesis de Bolzano-Bressanone
El miércoles 6 de agosto, el Papa Benedicto XVI, que estaba pasando unos
días de descanso en el seminario de la diócesis de Bolzano-Bressanone,
mantuvo un encuentro con el clero y seminaristas de la diócesis en la
catedral, que revistió la forma de coloquio. El Papa respondió a las
preguntas de cinco sacerdotes y un seminarista (cuatro en alemán y dos en
italiano). Esta es la trascripción.
--Santo Padre, me llamo Michael Horrer y soy seminarista. Con ocasión de la
XXIII Jornada mundial de la juventud, celebrada en Sydney, Australia, en la
que participé juntamente con otros jóvenes de nuestra diócesis, usted
reafirmó continuamente a los cuatrocientos mil jóvenes presentes la
importancia de la obra del Espíritu Santo en nosotros, los jóvenes, y en la
Iglesia. El tema de la Jornada era: "Recibiréis la fuerza del Espíritu
Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos" (Hch 1, 8). Hemos
regresado fortalecidos por el Espíritu Santo y por sus palabras. Le
pregunto: ¿Cómo podemos vivir concretamente en nuestra vida diaria los dones
del Espíritu Santo y testimoniarlos a los demás, de modo que también
nuestros parientes, amigos y conocidos experimenten la fuerza del Espíritu
Santo y así podamos cumplir nuestra misión de testigos de Cristo? ¿Qué nos
aconseja para lograr que nuestra diócesis siga siendo joven a pesar del
envejecimiento del clero, y para que permanezca abierta a la acción del
Espíritu de Dios, que guía a la Iglesia?
--Benedicto XVI: Gracias por su pregunta. Me alegra ver un seminarista, un
candidato al sacerdocio de esta diócesis, en cuyo rostro puedo descubrir, en
cierto sentido, el rostro joven de la diócesis. Asimismo, me alegra saber
que usted, juntamente con otros, estuvo en Sydney, donde en una gran fiesta
de la fe experimentamos juntos precisamente la juventud de la Iglesia.
También para los australianos fue una gran experiencia. Al inicio miraban
esta Jornada mundial de la juventud con gran escepticismo, porque como es
obvio implicaría muchas dificultades para su vida diaria, muchas molestias,
como por ejemplo para el tráfico, etc. Pero al final, como hemos visto
también en los medios de comunicación social, cuyos prejuicios fueron
desapareciendo poco a poco, todos se sintieron implicados en ese clima de
alegría y de fe. Vieron que los jóvenes vienen y no crean problemas de
seguridad ni de ningún otro tipo, sino que saben estar juntos con alegría.
También vieron que hoy la fe es una fuerza presente; que es una fuerza capaz
de dar la orientación correcta a las personas. Por eso, fue un tiempo en que
sentimos realmente el soplo del Espíritu Santo, que barre los prejuicios,
que hace entender a los hombres que aquí encontramos lo que nos interesa
realmente, que esta es la dirección que debemos tomar, que así se puede
vivir, que así nos abrimos al futuro.
Usted ha dicho, con razón, que fue un tiempo fuerte, del que hemos traído a
casa una llamita. Ahora bien, en la vida diaria es mucho más difícil
percibir concretamente la acción del Espíritu Santo o incluso ser
personalmente un medio para que él pueda estar presente, para que se realice
aquel soplo que barre los prejuicios del tiempo, que en medio de la
oscuridad crea la luz y nos hace sentir que la fe no sólo tiene un futuro,
sino que es el futuro.
¿Cómo podemos realizar eso? Ciertamente, nosotros solos no somos capaces. Al
final, es el Señor quien nos ayuda, pero nosotros debemos ser instrumentos
disponibles. Yo diría simplemente: nadie puede dar lo que no posee él mismo,
es decir, no podemos transmitir el Espíritu Santo de modo eficaz, hacerlo
perceptible, si nosotros mismos no estamos cerca de él. Precisamente por eso
creo que lo más importante es que nosotros mismos permanezcamos, por decirlo
así, en el radio del soplo del Espíritu Santo, en contacto con él. Sólo si
somos tocados continuamente en nuestro interior por el Espíritu Santo, sólo
si él está presente en nosotros, podemos también nosotros transmitirlo a los
demás. Entonces él nos da ideas creativas, sugiriéndonos cómo actuar. Nos da
ideas que no se pueden programar, sino que surgen en la situación misma,
porque allí está actuando el Espíritu Santo. Así pues, el primer punto es:
nosotros mismos debemos permanecer en el radio del soplo del Espíritu Santo.
El Evangelio de san Juan nos cuenta que, después de la Resurrección, el
Señor se aparece a los discípulos, sopla sobre ellos y les dice: "Recibid el
Espíritu Santo" (Jn 20, 22). Se trata de un texto paralelo al del Génesis,
donde Dios sopla sobre el polvo de la tierra y este cobra vida,
convirtiéndose en hombre. Ahora bien, el hombre, interiormente oscurecido y
medio muerto, recibe de nuevo el soplo de Cristo, y este soplo de Dios que
le da una nueva dimensión de vida, le da la vida con el Espíritu Santo.
Así pues, podemos decir que el Espíritu Santo es el soplo de Jesucristo, y
nosotros, en cierto sentido, debemos pedir a Cristo que sople siempre sobre
nosotros a fin de que ese soplo sea vivo y fuerte en nosotros, y actúe en el
mundo. Eso significa, por tanto, que debemos mantenernos cerca de Cristo. Lo
hacemos meditando en su Palabra. Sabemos que el autor principal de la
Sagrada Escritura es el Espíritu Santo. Cuando a través de ella hablamos con
Dios, cuando en ella no buscamos sólo el pasado sino verdaderamente al Señor
presente que nos habla, entonces es como si nos encontráramos -como dije
también en Australia- paseando en el jardín del Espíritu Santo: nosotros
hablamos con él y él habla con nosotros. Aprender a ser de casa en este
ámbito, en el ámbito de la palabra de Dios, es muy importante, pues en
cierto sentido nos introduce en el soplo de Dios.
Luego, naturalmente, este escuchar, este caminar en el ámbito de la Palabra,
debe convertirse en una respuesta, una respuesta en la oración, en el
contacto con Cristo. Y, como es obvio, ante todo en el santo sacramento de
la Eucaristía, en el que él sale a nuestro encuentro y entra en nosotros,
casi se funde con nosotros. Pero también en el sacramento de la Penitencia,
que siempre nos purifica, nos lava y elimina las oscuridades que la vida
diaria pone en nosotros.
En pocas palabras, una vida con Cristo en el Espíritu Santo, en la palabra
de Dios y en la comunión de la Iglesia, en su comunidad viva. San Agustín
dijo: "Si quieres el Espíritu de Dios, debes estar en el Cuerpo de Cristo".
El Cuerpo místico de Cristo es el ámbito de su Espíritu.
Todo esto debería marcar el desarrollo de nuestra jornada, de modo que sea
una jornada estructurada, un día en el que Dios siempre tenga acceso a
nosotros, en que estemos continuamente en contacto con Cristo, en que
precisamente por eso recibamos continuamente el soplo del Espíritu Santo. Si
hacemos esto, si no somos demasiado perezosos, indisciplinados o indolentes,
entonces nos sucederá algo, entonces nuestra jornada tomará una forma,
entonces nuestra vida misma tomará una forma en ella y esta luz emanará de
nosotros sin que tengamos que ponernos a pensar demasiado, sin que tengamos
que adoptar un modo de actuar -por decirlo así- "propagandístico", pues
vendrá por sí mismo, dado que refleja nuestro espíritu.
A esa dimensión yo añadiría una segunda, lógicamente relacionada con la
primera: si vivimos con Cristo, también las cosas humanas nos saldrán bien.
En efecto, la fe no implica sólo un aspecto sobrenatural; además,
reconstruye al hombre, devolviéndolo a su humanidad, como lo muestra el
paralelo entre el Génesis y el capítulo 20 del Evangelio de san Juan. La fe
se basa precisamente en la virtudes naturales: la honradez, la alegría, la
disponibilidad a escuchar al prójimo, la capacidad de perdonar, la
generosidad, la bondad, la cordialidad entre las personas.
Estas virtudes humanas indican que la fe está realmente presente, que
verdaderamente estamos con Cristo. Y creo que, también por lo que se refiere
a nosotros mismos, deberíamos poner mucha atención en esto: hacer que madure
en nosotros la auténtica humanidad, porque la fe implica la plena
realización del ser humano, de la humanidad. Deberíamos poner mucha atención
en realizar bien y de modo correcto nuestros deberes humanos: en la
profesión, en el respeto al prójimo, preocupándonos de los demás, que es el
mejor modo de preocuparnos de nosotros mismos, pues pensar en el prójimo es
el mejor modo de pensar en nosotros mismos.
De aquí nacen luego las iniciativas que no se pueden programar: las
comunidades de oración, las comunidades que leen juntas la Biblia o también
la ayuda efectiva a los necesitados, a los que atraviesan dificultades, a
los marginados, a los enfermos, a los discapacitados, y muchas otras más...
Así se nos abren los ojos para ver nuestras capacidades personales, para
poner en marcha otras iniciativas y saber infundir en los demás la valentía
de hacer lo mismo. Precisamente estas obras humanas nos fortalecen,
poniéndonos nuevamente, de algún modo, en contacto con el Espíritu de Dios.
El gran maestre de los Caballeros de la Orden de Malta en Roma me contó que
en Navidad fue, con algunos jóvenes, a la estación para llevar algo de
Navidad a las personas abandonadas. Cuando se retiraba, escuchó que uno de
los jóvenes le decía a otro: "Esto es más fuerte que la discoteca. Esto es
realmente hermoso, pues puedo hacer algo por los demás". Estas son las
iniciativas que el Espíritu Santo suscita en nosotros. Sin muchas palabras,
nos hacen sentir la fuerza del Espíritu. Así prestamos atención a Cristo.
Tal vez he dicho pocas cosas concretas, pero creo que lo más importante es
que, ante todo, nuestra vida esté orientada hacia el Espíritu Santo, para
que vivamos en el ámbito del Espíritu, en el Cuerpo de Cristo, y que luego,
a partir de esto, experimentemos la humanización, cultivemos las sencillas
virtudes humanas y así aprendamos a ser buenos en el sentido más amplio de
la palabra. De este modo se adquiere sensibilidad para las iniciativas de
bien que luego naturalmente desarrollan una fuerza misionera y, en cierto
sentido, preparan el momento en que resulta sensato y comprensible hablar de
Cristo y de nuestra fe.
--Santo Padre, me llamo Willibald Hopfgartner. Soy franciscano y trabajo en
la escuela y en varios ámbitos de la dirección de la Orden. En su discurso
de Ratisbona, usted subrayó el vínculo sustancial que existe entre el
Espíritu Santo y la razón humana. Por otro lado, usted siempre ha puesto de
relieve la importancia del arte y de la belleza, de la estética. Entonces,
además del diálogo conceptual sobre Dios (en teología), ¿no se debería
reafirmar siempre la experiencia estética de la fe en el ámbito de la
Iglesia, para el anuncio y la liturgia?
--Benedicto XVI: Gracias. Sí, creo que las dos cosas van unidas: la razón,
la precisión, la honradez de la reflexión sobre la verdad, y la belleza. Una
razón que de algún modo quisiera despojarse de la belleza, quedaría mermada,
sería una razón ciega. Sólo las dos cosas unidas forman el conjunto, y para
la fe esta unión es importante. La fe debe afrontar continuamente los
desafíos del pensamiento de esta época, para que no parezca una especie de
leyenda irracional que nosotros mantenemos viva, sino que sea realmente una
respuesta a los grandes interrogantes; para que no sea sólo una costumbre,
sino verdad, como dijo una vez Tertuliano.
San Pedro, en su primera carta, escribió aquella frase que los teólogos de
la Edad Media tomaron como legitimación, casi como encargo para su labor
teológica: "Estad siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida
razón de vuestra esperanza" (1 P 3, 15). Apología del logos de la esperanza,
es decir, transformar el logos, la razón de la esperanza en apología, en
respuesta a los hombres. Evidentemente, san Pedro estaba convencido de que
la fe era logos, de que era una razón, una luz que proviene de la Razón
creadora, y no una mezcla, fruto de nuestro pensamiento. Precisamente por
eso es universal; por eso puede ser comunicada a todos.
Este Logos creador no es sólo un logos técnico -sobre este aspecto
volveremos en otra respuesta-; es amplio, es un logos que es amor y que, por
tanto, puede expresarse en la belleza y en el bien. En realidad, ya he dicho
en otra ocasión que para mí el arte y los santos son la mayor apología de
nuestra fe. Los argumentos aducidos por la razón son muy importantes, y no
se puede renunciar a ellos; pero luego, a pesar de ellos, sigue existiendo
el disenso.
En cambio, al contemplar a los santos, esta gran estela luminosa con la que
Dios ha atravesado la historia, vemos que allí hay verdaderamente una fuerza
del bien que resiste al paso de los milenios, allí está realmente la luz de
luz. Del mismo modo, al contemplar las bellezas creadas por la fe,
constatamos que son sencillamente la prueba viva de la fe. Esta hermosa
catedral es un anuncio vivo. Ella misma nos habla y, partiendo de la belleza
de la catedral, logramos anunciar de una forma visible a Dios, a Cristo y
todos sus misterios: aquí han tomado forma y nos miran.
Todas las grandes obras de arte, todas las catedrales -las catedrales
góticas y las espléndidas iglesias barrocas-, son un signo luminoso de Dios
y, por ello, una manifestación, una epifanía de Dios. En el cristianismo se
trata precisamente de esta epifanía: Dios se hizo una velada Epifanía,
aparece y resplandece.
Acabamos de escuchar el órgano en todo su esplendor. Yo creo que la gran
música que nació en la Iglesia sirve para hacer audible y perceptible la
verdad de nuestra fe, desde el canto gregoriano hasta la música de las
catedrales, con Palestrina y su época, Bach, Mozart, Bruckner, y otros
muchos. Al escuchar todas estas obras -las Pasiones de Bach, su Misa en si
bemol, y las grandes composiciones espirituales de la polifonía del siglo
XVI, de la escuela vienesa, de toda la música, incluso de compositores menos
famosos- inmediatamente sentimos: ¡es verdad! Donde nacen obras de este
tipo, está la Verdad. Sin una intuición que descubre el verdadero centro
creador del mundo, no puede nacer esa belleza.
Por eso, creo que siempre deberíamos procurar que ambas cosas vayan unidas,
que estén juntas. Cuando, en nuestra época, discutimos sobre la racionalidad
de la fe, discutimos precisamente del hecho de que la razón no acaba donde
acaban los descubrimientos experimentales, no acaba en el positivismo. La
teoría del evolucionismo ve la verdad, pero sólo ve la mitad de esa verdad.
No ve que detrás está el Espíritu de la creación.
Nosotros luchamos para que se amplíe la razón y, por tanto, para una razón
que esté abierta también a la belleza, de modo que no deba dejarla aparte
como algo totalmente diverso e irracional. El arte cristiano es un arte
racional -pensemos en el arte gótico o en la gran música, o incluso en
nuestro arte barroco-, pero es expresión artística de una razón muy amplia,
en la que el corazón y la razón se encuentran. Esta es la cuestión. A mi
parecer, esto es, de algún modo, la prueba de la verdad del cristianismo: el
corazón y la razón se encuentran, la belleza y la verdad se tocan. Y cuanto
más logremos nosotros mismos vivir en la belleza de la verdad, tanto más la
fe podrá volver a ser creativa también en nuestro tiempo y a expresarse de
forma artística convincente.
Así pues, querido padre Hopfgartner, gracias por su pregunta. Tratemos de
hacer que las dos categorías, la estética y la noética, estén unidas, y que
en esta gran amplitud se manifieste la integridad y la profundidad de
nuestra fe.
--Santo Padre, soy don Willi Fusaro, tengo 42 años y estoy enfermo desde el
año de mi ordenación sacerdotal. Fui ordenado en junio de 1991. Luego, en
septiembre de ese mismo año me diagnosticaron esclerosis múltiple. Soy
cooperador parroquial en la parroquia del Corpus Christi de Bolzano. Me
impresionó mucho la figura del Papa Juan Pablo II, sobre todo en el último
tiempo de su pontificado, cuando llevaba con valentía y humildad, ante el
mundo entero, su debilidad humana. Dado que usted estuvo muy cerca de su
amado predecesor, y de acuerdo con su experiencia personal, ¿qué palabras me
puede comunicar, nos puede comunicar a todos, para ayudar realmente a los
sacerdotes ancianos y enfermos a vivir bien y fructuosamente su sacerdocio
en el presbiterio y en la comunidad cristiana? Muchas gracias.
--Benedicto XVI: Gracias, padre. Para mí las dos partes del pontificado del
Papa Juan Pablo II son igualmente importantes. En la primera parte lo vimos
como gigante de la fe: con una valentía increíble, con una fuerza
extraordinaria, con una verdadera alegría de la fe, con una gran lucidez,
llevó hasta los confines de la tierra el mensaje del Evangelio. Habló con
todos, abrió nuevos caminos con los Movimientos, con el diálogo
interreligioso, con los encuentros ecuménicos, con la profundización de la
escucha de la palabra de Dios, con todo, con su amor a la sagrada liturgia.
Realmente, podemos decir que hizo caer no los muros de Jericó, sino los
muros entre dos mundos, precisamente con la fuerza de su fe. Este testimonio
sigue siendo inolvidable, sigue siendo una luz para este nuevo milenio.
Ahora bien, para mí sus últimos años de pontificado no tuvieron una
importancia menor, por el testimonio humilde de su pasión. ¡Cómo llevó la
cruz del Señor ante todos nosotros y realizó las palabras del Señor:
"Seguidme, llevando la cruz juntamente conmigo y siguiéndome a mí"! Esta
humildad, esta paciencia con la que aceptó casi la destrucción de su cuerpo,
la incapacidad cada vez mayor de usar la palabra, él que había sido maestro
de la palabra. Y así, creo yo, nos mostró visiblemente la verdad profunda de
que el Señor nos redimió con su cruz, con la Pasión, como acto supremo de su
amor. Nos mostró que el sufrimiento no es sólo un "no", algo negativo, la
falta de algo, sino que es una realidad positiva; que el sufrimiento
aceptado por amor a Cristo, por amor a Dios y a los demás, es una fuerza
redentora, una fuerza de amor y no menos poderosa que los grandes actos que
había realizado en la primera parte de su pontificado. Nos enseñó un nuevo
amor a los que sufren y nos hizo comprender lo que quiere decir: "en la cruz
y por la cruz hemos sido salvados".
También en la vida del Señor tenemos estos dos aspectos. La primera parte,
en la que enseña la alegría del reino de Dios, da sus dones a los hombres; y
luego, en la segunda parte, el sumergirse en la Pasión, hasta el último
grito en la cruz. Precisamente así nos enseñó quién es Dios, que Dios es
amor y que, al identificarse con nuestro sufrimiento de seres humanos, nos
toma en sus manos y nos sumerge en su amor, y sólo el amor es el baño de
redención, de purificación y de un nuevo nacimiento.
Por eso, me parece que todos nosotros -siempre en un mundo que vive de
activismo, de juventud, de ser joven, fuerte, hermoso, de lograr hacer
grandes cosas- debemos aprender la verdad del amor que se convierte en
pasión y precisamente así redime al hombre y lo une a Dios amor.
Por consiguiente, quiero dar las gracias a todos los que aceptan el
sufrimiento, a los que sufren con el Señor. Y quiero animar a todos a tener
un corazón abierto a los que sufren, a los ancianos, para comprender que
precisamente su pasión es una fuente de renovación para la humanidad y crea
en nosotros amor, nos une al Señor. Pero, al final, siempre es difícil
sufrir.
Recuerdo a la hermana del cardenal Mayer: estaba muy enferma, y, cuando
perdía la paciencia, él le decía: "Mira, tú estás ahora con el Señor". Y
ella le respondía: "Para ti es fácil decir eso, porque tú estás sano, pero
yo estoy en la pasión". Es verdad; en la pasión verdadera siempre resulta
difícil unirse realmente al Señor y permanecer en esta disposición de unión
con el Señor doliente.
Oremos, pues, por todos los que sufren y hagamos lo que esté de nuestra
parte para ayudarles; mostremos nuestra gratitud por su sufrimiento y
ayudémosles en la medida en que podamos, con gran respeto por el valor de la
vida humana, precisamente de la vida que sufre hasta el final. Y este es un
mensaje fundamental del cristianismo, que viene de la teología de la cruz:
que el sufrimiento, la pasión, es presencia del amor de Cristo, es desafío
para nosotros a unirnos a su Pasión.
Debemos amar a los que sufren, no sólo con palabras, sino con toda nuestra
acción y nuestro compromiso. Sólo así somos cristianos realmente. En mi
encíclica Spe salvi escribí que la capacidad de aceptar el sufrimiento y a
los que sufren es la medida de la humanidad que se posee (cf. Spe salvi,
38). Donde falta esta capacidad, el hombre queda limitado, redimensionado.
Por tanto, oremos al Señor para que nos ayude en nuestro sufrimiento y nos
impulse a estar cerca de todos los que sufren en este mundo.
--Santo Padre, me llamo Karl Golser. Soy profesor de teología moral aquí, en
Bressanone, y también director del Instituto para la justicia, la paz y la
tutela de la creación; también soy canónigo. Me complace recordar el tiempo
en que pude trabajar con usted en la Congregación para la doctrina de la fe.
Como usted sabe, la Iglesia católica ha forjado profundamente la historia y
la cultura de nuestro país. Sin embargo, hoy, a veces tenemos la sensación
de que, como Iglesia, en cierto sentido nos hemos retirado a la sacristía.
Las declaraciones del magisterio pontificio sobre las grandes cuestiones
sociales no encuentran el debido eco en las parroquias y en las comunidades
eclesiales. Aquí, en Alto Adige, por ejemplo, las autoridades y muchas
asociaciones dedican mucha atención a los problemas ambientales y de modo
especial a los cambios climáticos: los temas principales son el
derretimiento de los glaciares, los desprendimientos de tierra en las
montañas, los problemas del coste de la energía, el tráfico y la
contaminación atmosférica. Son muchas las iniciativas en favor de la tutela
del ambiente. Sin embargo, para la mayor parte de nuestros fieles esto tiene
poca relación con la fe. ¿Qué podemos hacer para llevar más a la vida de las
comunidades cristianas el sentido de responsabilidad con respecto a la
creación? ¿Cómo podemos llegar a ver cada vez más unidas la Creación y la
Redención? ¿Cómo podemos vivir de modo ejemplar un estilo de vida cristiano,
que sea duradero? Y ¿cómo unirlo a una calidad de vida que sea atractiva
para todos los hombres de nuestra tierra?
--Benedicto XVI: Muchas gracias por su pregunta, querido profesor Golser.
Seguramente usted podría responder mucho mejor que yo a esas cuestiones,
pero a pesar de ello trataré de decir algo. Usted ha tocado el tema de la
Creación y de la Redención. Yo creo que es necesario poner nuevamente de
relieve este vínculo inseparable. En las últimas décadas, la doctrina de la
Creación casi había desaparecido de la teología, casi era imperceptible.
Ahora nos damos cuenta de los daños que derivan de esa actitud. El Redentor
es el Creador, y si nosotros no anunciamos a Dios en toda su grandeza, de
Creador y de Redentor, quitamos valor también a la Redención.
En efecto, si Dios no tiene nada que decir en la creación; si es relegado
sólo a un ámbito de la historia, ¿cómo puede comprender realmente toda
nuestra vida? ¿Cómo podrá traer verdaderamente la salvación para el hombre
en su integridad y para el mundo en su totalidad? Por eso, para mí, la
renovación de la doctrina de la Creación y una nueva comprensión de la
inseparabilidad de la Creación y la Redención reviste una grandísima
importancia. Debemos reconocer de nuevo que él es el creator Spiritus, la
Razón que es el principio y de la que todo nace y de la que nuestra razón no
es más que una chispa. Y es él, el Creador mismo, quien también entró en la
historia y puede entrar en la historia y actuar en ella precisamente porque
él es el Dios del conjunto y no sólo de una parte.
Si reconocemos esto, se seguirá obviamente que la Redención, el ser
cristianos, es decir, sencillamente la fe cristiana, implican siempre y de
cualquier forma también responsabilidad con respecto a la creación. Hace
veinte o treinta años se acusaba a los cristianos -no sé si se les sigue
acusando de esto- de que eran los verdaderos responsables de la destrucción
de la creación, porque las palabras del Génesis -"someted la tierra"-
habrían llevado a una arrogancia con respecto a la creación, cuyas
consecuencias nosotros sufrimos hoy.
Creo que debemos esforzarnos de nuevo por ver toda la falsedad que encierra
esa acusación: a la vez que la tierra se consideraba creación de Dios, la
tarea de "someterla" nunca se entendió como una orden de hacerla esclava,
sino más bien como la tarea de ser custodios de la creación y de desarrollar
sus dones, de colaborar nosotros mismos activamente en la obra de Dios, en
la evolución que él ha puesto en el mundo, de forma que los dones de la
creación sean valorados y no pisoteados y destruidos.
Si pensamos en lo que ha surgido en torno a los monasterios; si vemos cómo
en esos lugares han surgido y siguen surgiendo pequeños paraísos, oasis de
la creación, resulta evidente que todo eso no son sólo palabras. Donde la
palabra del Creador se ha entendido de modo correcto, donde ha habido vida
con el Creador redentor, allí las personas se han comprometido en la tutela
de la creación y no en su destrucción.
En este contexto se puede citar el capítulo 8 de la carta a los Romanos,
donde se dice que la creación sufre y gime por la sumisión en que se
encuentra y que espera la revelación de los hijos de Dios: se sentirá
liberada cuando vengan criaturas, hombres que son hijos de Dios y que la
tratarán desde Dios. Yo creo que es precisamente esto lo que nosotros
podemos constatar como realidad: la creación gime -lo percibimos, casi lo
sentimos- y espera personas humanas que la miren desde Dios.
El consumo brutal de la creación comienza donde no está Dios, donde la
materia es sólo material para nosotros, donde nosotros mismos somos las
últimas instancias, donde el conjunto es simplemente una propiedad nuestra y
el consumo es sólo para nosotros mismos. El derroche de la creación comienza
donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que
sólo nos vemos a nosotros mismos; comienza donde no existe ya ninguna
dimensión de la vida más allá de la muerte, donde en esta vida debemos
acapararlo todo y poseer la vida de la forma más intensa posible, donde
debemos poseer todo lo que es posible poseer.
Por tanto, yo creo que sólo se pueden realizar y desarrollar, comprender y
vivir, instancias verdaderas y eficaces contra el derroche y la destrucción
de la creación donde la creación se considera desde Dios, donde la vida se
considera desde Dios y tiene dimensiones mayores, en la responsabilidad ante
Dios. Un día Dios nos dará la vida en plenitud, y ya no nos será quitada: al
dar la vida, nosotros la recibimos.
Así, yo creo que debemos esforzarnos con todos los medios que tenemos por
presentar la fe en público, especialmente donde ya hay sensibilidad respecto
de ella. Y pienso que la sensación de que el mundo se nos está escapando
-porque somos nosotros mismos los que lo estamos expulsando- y el sentirnos
agobiados por los problemas de la creación, precisamente esto nos brinda una
ocasión propicia para hablar públicamente de nuestra fe y hacer que se la
considere como una instancia que propone. En efecto, no se trata sólo de
encontrar técnicas que prevengan los daños, aunque es importante descubrir
energías alternativas y otras cosas. Todo eso no bastará si nosotros mismos
no asumimos un nuevo estilo de vida, una disciplina, hecha también de
renuncias; una disciplina que nos obligue a reconocer a los demás, a los que
pertenece la creación tanto como a nosotros, los que más fácilmente podemos
disponer de ella; una disciplina de la responsabilidad con respecto al
futuro de los demás y a nuestro mismo futuro, porque es responsabilidad ante
Aquel que es nuestro Juez y, en cuanto Juez, también nuestro Redentor, pero
también es verdaderamente nuestro Juez.
Por consiguiente, creo que es necesario poner siempre juntas las dos
dimensiones -la Creación y la Redención, la vida terrena y la vida eterna,
la responsabilidad con respecto a la creación y la responsabilidad con
respecto a los demás y con respecto al futuro-, y que tenemos la tarea de
intervenir así, de manera clara y decidida, en la opinión pública. Para que
se nos escuche, al mismo tiempo debemos demostrar con nuestro ejemplo, con
nuestro propio estilo de vida, que estamos hablando de un mensaje en el que
nosotros mismos creemos y según el cual se puede vivir. Y pedimos al Señor
que nos ayude a todos a vivir la fe, la responsabilidad de la fe, de tal
manera que nuestro estilo de vida se transforme en testimonio; y que nos
ayude a hablar de tal manera que nuestras palabras transmitan de modo
creíble la fe como orientación en nuestro tiempo.
--Santo Padre, me llamo Franz Pixner y soy párroco de dos grandes
parroquias. Yo mismo y muchos otros sacerdotes, e incluso laicos, estamos
preocupados por el aumento creciente del trabajo pastoral, entre otras
causas por las unidades pastorales que se están creando: la fuerte presión
del trabajo, la falta de reconocimiento, las dificultades con respecto al
Magisterio, la soledad, la disminución del número de sacerdotes, pero
también de las comunidades de fieles. Muchos se preguntan qué nos está
pidiendo Dios en esta situación y de qué modo el Espíritu Santo quiere
animarnos. En este contexto surgen preguntas, por ejemplo con respecto al
celibato de los sacerdotes; a la ordenación sacerdotal de "viri probati"; a
la implicación de los carismas, especialmente de los carismas de las
mujeres, en la pastoral; al encargo a colaboradoras y colaboradores formados
en teología para conferir el bautismo y tener homilías. También se plantea
la pregunta de cómo podemos los sacerdotes, ante los nuevos desafíos,
ayudarnos mutuamente en una comunidad fraterna, y esto en los diversos
niveles de diócesis, decanato, unidad pastoral y parroquia.
--Benedicto XVI: Querido decano, ha planteado usted una serie de preguntas
que ocupan y preocupan a los pastores y a todos nosotros en esta época.
Ciertamente, usted es consciente de que yo no puedo dar una respuesta a todo
en este momento. Me imagino que usted habrá reflexionado con frecuencia en
todo esto también en diálogo con el obispo, y nosotros por nuestra parte
hablamos de ello en los Sínodos de los obispos. A mi parecer, todos
necesitamos mantener este diálogo entre nosotros, el diálogo de la fe y de
la responsabilidad, para encontrar el camino correcto en este tiempo
difícil, en muchos aspectos, para la fe y arduo para los sacerdotes. Nadie
tiene una receta pronta. Todos juntos la estamos buscando.
Con esta reserva, es decir, que juntamente con todos vosotros yo me
encuentro en este proceso de esfuerzo y de lucha interior, trataré de decir
unas palabras al respecto, como parte de un diálogo más amplio.
En mi respuesta, quiero tratar dos aspectos fundamentales. Por una parte, el
hecho de que el sacerdote es insustituible, así como el significado y el
modo del ministerio sacerdotal hoy; por otra -y esto hoy resalta más que
antes- la multiplicidad de los carismas y el hecho de que todos juntos son
Iglesia, edifican la Iglesia y, por esto, debemos esforzarnos por suscitar
los carismas, debemos cuidar este conjunto vivo que luego sostiene también
al sacerdote. Él sostiene a los demás, y los demás lo sostienen a él.
Solamente en este conjunto complejo y variado la Iglesia puede crecer hoy y
hacia el futuro.
Por una parte, siempre habrá necesidad del sacerdote totalmente entregado al
Señor y, por eso, totalmente entregado al hombre. En el Antiguo Testamento
está la llamada a la santificación, que más o menos corresponde a lo que
nosotros entendemos por consagración, incluso con la ordenación sacerdotal:
hay algo que es consagrado a Dios y, por eso, es apartado de la esfera de lo
común, es dado a Dios. Pero esto significa que desde ese momento está a
disposición de todos. Precisamente por haber sido apartado y dado a Dios, ya
no está aislado, sino que ha sido elevado gracias al "para": para todos.
Creo que esto se puede aplicar también al sacerdocio de la Iglesia.
Significa que, por un lado, hemos sido entregados al Señor, apartados de la
esfera común, pero, por otro, hemos sido entregados a él porque de este modo
podemos pertenecerle totalmente y así pertenecer totalmente a los demás.
Debemos tratar de explicar continuamente esto a los jóvenes, que son
idealistas y quieren hacer algo por los demás; explicarles que precisamente
el hecho de haber sido "apartados del común" significa "entrega al conjunto"
y que esto es un modo importante, el modo más importante de servir a los
hermanos. Y de esto forma parte también el ponerse verdaderamente a
disposición del Señor con la totalidad del propio ser y estar por eso
totalmente a disposición de los hombres. Creo que el celibato es una
expresión fundamental de esta totalidad y ya por esto es un gran reclamo en
este mundo, porque sólo tiene sentido si creemos verdaderamente en la vida
eterna y si creemos que Dios nos compromete y que nosotros podemos vivir
para él.
Así pues, el sacerdote es insustituible porque en la Eucaristía, partiendo
de Dios, siempre edifica la Iglesia; porque en el sacramento de la
Penitencia siempre nos confiere la purificación; porque en el sacramento el
sacerdote es, precisamente, un ser implicado en el "para" de Jesucristo.
Pero yo sé bien que hoy, cuando un sacerdote no sólo debe guiar una
parroquia fácil de dirigir, sino varias parroquias, unidades pastorales;
cuando debe estar a disposición de un consejo o de otro, y así
sucesivamente, le resulta muy difícil llevar esa vida. Creo que en esta
situación es importante tener valentía para ponerse un límite y establecer
claramente las prioridades. Una prioridad fundamental de la vida sacerdotal
es estar con el Señor y, por tanto, dedicar tiempo a la oración. San Carlos
Borromeo decía siempre: "No podrás cuidar el alma de los demás si descuidas
la tuya. Al final, tampoco harás nada por los demás. Debes dedicar también
tiempo a estar con Dios".
Por tanto, quiero subrayar lo siguiente: por más compromisos que podamos
tener, es una prioridad encontrar cada día una hora de tiempo para estar en
silencio para el Señor y con el Señor, como la Iglesia nos propone hacer con
el Breviario, con las oraciones del día, para poder así enriquecernos
siempre interiormente, para volver, como dije al responder a la primera
pregunta, al radio del soplo del Espíritu Santo. Con este punto de partida
ya puedo ordenar las prioridades. Debo aprender a ver qué es verdaderamente
esencial, dónde se requiere absolutamente mi presencia de sacerdote y no
puedo delegar a nadie. Al mismo tiempo, debo aceptar con humildad el hecho
de no poder realizar muchas cosas que tendría que hacer, donde se requeriría
mi presencia, porque reconozco mis límites. Yo creo que la gente
comprendería esta humildad.
Ahora, a eso quiero unir un segundo aspecto: saber delegar, llamar a las
personas a colaborar. Yo tengo la impresión de que la gente lo comprende y
también lo aprecia, cuando un sacerdote está con Dios, cuando se entrega a
su misión de ser quien ora por los demás. Nosotros -dicen- no somos capaces
de orar tanto; tú debes hacerlo por nosotros. En el fondo, tú tienes el
oficio de orar por nosotros. Quieren un sacerdote que honradamente se
esfuerce por vivir con el Señor y luego esté a disposición de los hombres,
de los que sufren, de los moribundos, de los niños, de los jóvenes -yo diría
que estas son las prioridades-, y que luego sepa también distinguir las
cosas que los demás pueden hacer mejor que él, dejando actuar así a los
carismas.
Pienso en los Movimientos y en muchas otras formas de colaboración en la
parroquia. Sobre todo esto se reflexiona juntamente también en la diócesis
misma, se crean formas y se promueven intercambios. Con razón usted dijo que
en ello es importante mirar, más allá de la parroquia, hacia la comunidad de
la diócesis, más aún, hacia la comunidad de la Iglesia universal, que a su
vez debe dirigir su mirada a lo que sucede en la parroquia, analizando
cuáles consecuencias derivan de ello para el sacerdote.
Usted tocó, además, otro punto muy importante a mi parecer: los sacerdotes,
aunque tal vez viven geográficamente más lejos unos de otros, son una
verdadera comunidad de hermanos, que deben sostenerse y ayudarse mutuamente.
Esta comunión entre los sacerdotes hoy es muy importante. Precisamente para
no caer en el aislamiento, en la soledad con sus tristezas, es importante
encontrarnos con regularidad. Corresponde a la diócesis establecer cómo se
han de realizar del mejor modo posible los encuentros entre los sacerdotes
-hoy tenemos los coches, que facilitan los desplazamientos- para que
experimentemos continuamente el estar juntos, para que aprendamos unos de
otros, para que nos corrijamos y nos ayudemos mutuamente, para que nos
animemos y nos consolemos, de modo que en esta comunión del presbiterio,
juntamente con el obispo, podamos prestar nuestro servicio a la Iglesia
local.
Precisamente: ningún sacerdote está solo; formamos un presbiterio, y cada
uno sólo puede prestar su servicio en esta comunión con el obispo. Ahora
bien, esta hermosa comunión, que todos admitimos en el plano teológico, debe
llevarse también a la práctica, de las maneras que establezca la Iglesia
local. Y debe ampliarse, porque tampoco ningún obispo es obispo solo, sino
que es obispo en el Colegio, en la gran comunión de los obispos. Esta es la
comunión en la que debemos comprometernos siempre. Y este es un aspecto muy
hermoso del catolicismo: a través del Primado, que no es una monarquía
absoluta, sino un servicio de comunión, podemos tener la certeza de esta
unidad, de forma que en una gran comunidad, con muchas voces, todos juntos
hagamos resonar la gran música de la fe en este mundo.
Pidamos al Señor que nos consuele siempre cuando creemos que ya no
aguantamos más. Sostengámonos unos a otros. Así el Señor nos ayudará a
encontrar juntos los caminos correctos.
Santo Padre, soy Paolo Rizzi, párroco y profesor de teología en el Instituto
superior de ciencias religiosas. Nos gustaría saber su opinión pastoral
sobre la situación de los sacramentos de la primera Comunión y de la
Confirmación. Cada vez con mayor frecuencia, los niños, los muchachos y las
muchachas que reciben estos sacramentos se preparan con empeño por lo que se
refiere a los encuentros de catequesis, pero no participan en la Eucaristía
dominical. Entonces cabe preguntarse: ¿qué sentido tiene todo esto? A veces
sentimos la tentación de decir: "Entonces, mejor quedaos en vuestra casa".
En cambio, se los sigue aceptando, como siempre, pensando que en cualquier
caso es mejor no apagar el pabilo de la llamita que tiembla. Es decir, se
piensa que, de cualquier modo, el don del Espíritu puede influir más allá de
lo que vemos y que en una época de transición como esta es más prudente no
tomar decisiones drásticas. Más en general, hace treinta o treinta y cinco
años yo creía que nos estábamos encaminando a ser un pequeño rebaño, una
comunidad de minoría, más o menos en toda Europa; y que, por consiguiente,
se debería dar los sacramentos sólo a quienes se comprometen verdaderamente
en la vida cristiana. Luego, entre otras razones por el estilo del
pontificado de Juan Pablo II, he reconsiderado la situación. Si se pueden
hacer previsiones para el futuro, ¿qué piensa usted? ¿Qué actitudes
pastorales nos puede indicar? Gracias.
--Benedicto XVI: Bien; no puedo darle una respuesta infalible en este
momento. Sólo puedo tratar de responder según lo veo yo. Puedo decir que yo
he recorrido un itinerario semejante al suyo. En mi juventud yo era más bien
severo. Decía: los sacramentos son los sacramentos de la fe; por tanto,
donde no hay fe, donde no hay práctica de la fe, los sacramentos no se
pueden conferir. Después, siendo arzobispo de Munich, hablaba de ello con
mis párrocos. También entre ellos había dos corrientes: una severa y una
condescendiente. A lo largo de los tiempos también yo he comprendido que
debemos seguir siempre el ejemplo del Señor, que estaba muy abierto incluso
hacia las personas marginadas en Israel en aquella época; era un Señor de la
misericordia, según muchas autoridades oficiales demasiado abierto hacia los
pecadores, a los que acogía o permitía que lo acogieran a él en sus cenas,
atrayéndolos hacia sí en su comunión.
Así pues, en sustancia, yo creo que los sacramentos son naturalmente
sacramentos de la fe, y donde no hubiera ningún elemento de fe, donde la
primera Comunión fuera sólo una fiesta con un banquete, hermosos vestidos,
grandes regalos, entonces ya no sería un sacramento de la fe. Sin embargo,
por otra parte, si vemos que hay una llamita de deseo de la comunión en la
Iglesia, un deseo también de estos niños que quieren entrar en comunión con
Jesús, me parece que conviene ser condescendientes.
Desde luego, naturalmente, en nuestra catequesis debemos ayudarles a
entender que la Comunión, la primera Comunión, no debe quedar como un hecho
"aislado", sino que exige una continuidad de amistad con Jesús, un camino
con Jesús. Yo sé bien que los niños a menudo tienen intención y deseo de ir
el domingo a la misa, pero sus padres no les dejan cumplir ese deseo. Si
vemos que los niños lo quieren, que tienen el deseo de ir, me parece que se
trata casi de un sacramento de deseo, el deseo ("voto") de una participación
en la misa dominical. En este sentido, naturalmente, en el marco de la
preparación para los sacramentos, debemos hacer todo lo posible para llegar
también a los padres, a fin de despertar también en ellos la sensibilidad
por el camino que siguen sus hijos. Los padres deben ayudar a sus hijos a
seguir su deseo de entrar en amistad con Jesús, que es forma de la vida, del
futuro. Si los padres desean que sus hijos hagan la primera Comunión, este
deseo más bien social debería ampliarse al deseo religioso, para hacer
posible un camino con Jesús.
Por consiguiente, yo creo que en el contexto de la catequesis de los niños,
es muy importante también trabajar con los padres. Precisamente esta es una
ocasión para encontrarse con los padres, haciendo presente la vida de la fe
también a los adultos, porque de los niños -me parece- pueden volver a
aprender ellos la fe y comprender que esta gran solemnidad sólo tiene
sentido, sólo es verdadera y auténtica, si se realiza en el contexto de un
camino con Jesús, en el contexto de una vida de fe. Por eso, es preciso
convencer a los padres, a través de los niños, de la necesidad de un camino
preparatorio, que se manifiesta en la preparación para los misterios y
comienza a hacer que se amen estos misterios.
Soy consciente de que esta respuesta es bastante insuficiente, pero la
pedagogía de la fe siempre es un camino, y nosotros debemos aceptar las
situaciones de hoy, pero también abrirlas a algo más, para que no se limite
sólo a un recuerdo exterior de cosas, sino que toque verdaderamente el
corazón. En el momento en que quedamos convencidos, el corazón queda tocado,
pues ha sentido un poco el amor de Jesús, ha experimentado en cierto modo el
deseo de moverse en esta línea y en esta dirección. En ese momento, a mi
parecer, podemos decir que hemos hecho una verdadera catequesis. En efecto,
la catequesis tiene como finalidad propia llevar la llama del amor de Jesús,
aunque sea pequeña, al corazón de los niños y, a través de los niños, a sus
padres, abriendo así de nuevo los lugares de la fe en nuestro tiempo.