Benedicto XVI: memoria íntima de sesenta años de sacerdocio
(CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 29 de junio de 2011) – Homilía que
pronunció Benedicto XVI este miércoles, solemnidad de los santos Pedro y
Pablo, patronos de la diócesis de Roma, día del papa, y sexagésimo
aniversario de la ordenación sacerdotal de Joseph Ratzinger.
En la celebración eucarística, que tuvo lugar en la Basílica Vaticana,
concelebraron los 41 arzobispos metropolitanos nombrados en el último año,
que han recibido el palio, símbolo de su comunión con el Santo Padre,
durante el sagrado rito.
En la celebración, participó una delegación del patriarcado ecuménico de
Constantinopla, compuesta por Su Eminencia Emmanuel (Adamakis),
metropolitano de Francia; Su Excelencia Athenagoras (Yves Peckstadt), obispo
de Sinope, auxiliar del metropolitano de Bélgica; el archimandrita Maxime
Pothos, vicario general de la metropolía de Suiza.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
«Non iam dicam servos, sed amicos» - «Ya no os llamo siervos, sino amigos»
(cf.Jn 15,15). Sesenta años después de mi Ordenación sacerdotal, siento
todavía resonar en mi interior estas palabras de Jesús, que nuestro gran
Arzobispo, el Cardenal Faulhaber, con la voz ya un poco débil pero firme,
nos dirigió a los nuevos sacerdotes al final de la ceremonia de Ordenación.
Según las normas litúrgicas de aquel tiempo, esta aclamación significaba
entonces conferir explícitamente a los nuevos sacerdotes el mandato de
perdonar los pecados. «Ya no siervos, sino amigos»: yo sabía y sentía que,
en ese momento, esta no era sólo una palabra «ceremonial», y era también
algo más que una cita de la Sagrada Escritura. Era bien consciente: en este
momento, Él mismo, el Señor, me la dice a mí de manera totalmente personal.
En el Bautismo y la Confirmación, Él ya nos había atraído hacia sí, nos
había acogido en la familia de Dios.
Pero lo que sucedía en aquel momento era todavía algo más. Él me llama
amigo. Me acoge en el círculo de aquellos a los que se había dirigido en el
Cenáculo. En el grupo de los que Él conoce de modo particular y que, así,
llegan a conocerle de manera particular. Me otorga la facultad, que casi da
miedo, de hacer aquello que sólo Él, el Hijo de Dios, puede decir y hacer
legítimamente: Yo te perdono tus pecados. Él quiere que yo – por mandato
suyo – pronuncie con su «Yo» unas palabras que no son únicamente palabras,
sino acción que produce un cambio en lo más profundo del ser. Sé que tras
estas palabras está su Pasión por nuestra causa y por nosotros.
Sé que el perdón tiene su precio: en su Pasión, Él ha descendido hasta el
fondo oscuro y sucio de nuestro pecado. Ha bajado hasta la noche de nuestra
culpa que, sólo así, puede ser transformada. Y, mediante el mandato de
perdonar, me permite asomarme al abismo del hombre y a la grandeza de su
padecer por nosotros los hombres, que me deja intuir la magnitud de su amor.
Él se fía de mí: «Ya no siervos, sino amigos». Me confía las palabras de la
Consagración en la Eucaristía. Me considera capaz de anunciar su Palabra, de
explicarla rectamente y de llevarla a los hombres de hoy. Él se abandona a
mí. «Ya no sois siervos, sino amigos»: esta es una afirmación que produce
una gran alegría interior y que, al mismo tiempo, por su grandeza, puede
hacernos estremecer a través de las décadas, con tantas experiencias de
nuestra propia debilidad y de su inagotable bondad.
«Ya no siervos, sino amigos»: en estas palabras se encierra el programa
entero de una vida sacerdotal. ¿Qué es realmente la amistad? Ídem velle,
ídem nolle – querer y no querer lo mismo, decían los antiguos. La amistad es
una comunión en el pensamiento y el deseo. El Señor nos dice lo mismo con
gran insistencia: «Conozco a los míos y los míos me conocen» (cf. Jn 10,14).
El Pastor llama a los suyos por su nombre (cf. Jn 10,3). Él me conoce por mi
nombre. No soy un ser anónimo cualquiera en la inmensidad del universo. Me
conoce de manera totalmente personal. Y yo, ¿le conozco a Él? La amistad que
Él me ofrece sólo puede significar que también yo trate siempre de conocerle
mejor; que yo, en la Escritura, en los Sacramentos, en el encuentro de la
oración, en la comunión de los Santos, en las personas que se acercan a mí y
que Él me envía, me esfuerce siempre en conocerle cada vez más.
La amistad no es solamente conocimiento, es sobre todo comunión del deseo.
Significa que mi voluntad crece hacia el «sí» de la adhesión a la suya. En
efecto, su voluntad no es para mí una voluntad externa y extraña, a la que
me doblego más o menos de buena gana. No, en la amistad mi voluntad se une a
la suya a medida que va creciendo; su voluntad se convierte en la mía, y
justo así llego a ser yo mismo. Además de la comunión de pensamiento y
voluntad, el Señor menciona un tercer elemento nuevo: Él da su vida por
nosotros (cf. Jn 15,13; 10,15). Señor, ayúdame siempre a conocerte mejor.
Ayúdame a estar cada vez más unido a tu voluntad. Ayúdame a vivir mi vida,
no para mí mismo, sino junto a Ti para los otros. Ayúdame a ser cada vez más
tu amigo.
Las palabras de Jesús sobre la amistad están en el contexto del discurso
sobre la vid. El Señor enlaza la imagen de la vid con una tarea que
encomienda a los discípulos: «Os he elegido y os he destinado para vayáis y
deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). El primer cometido que
da a los discípulos, a los amigos, es el de ponerse en camino –os he
destinado para que vayáis-, de salir de sí mismos y de ir hacia los otros.
Podemos oír juntos aquí también las palabras que el Resucitado dirige a los
suyos, con las que san Mateo concluye su Evangelio: «Id y enseñad a todos
los pueblos...» (cf. Mt 28,19s).
El Señor nos exhorta a superar los confines del ambiente en que vivimos, a
llevar el Evangelio al mundo de los otros, para que impregne todo y así el
mundo se abra para el Reino de Dios. Esto puede recordarnos que el mismo
Dios ha salido de si, ha abandonado su gloria, para buscarnos, para traernos
su luz y su amor. Queremos seguir al Dios que se pone en camino, superando
la pereza de quedarnos cómodos en nosotros mismos, para que Él mismo pueda
entrar en el mundo.
Después de la palabra sobre el ponerse en camino, Jesús continúa: dad fruto,
un fruto que permanezca. ¿Qué fruto espera Él de nosotros? ¿Cuál es el fruto
que permanece? Pues bien, el fruto de la vid es la uva, del que luego se
hace el vino. Detengámonos un momento en esta imagen. Para que una buena uva
madure, se necesita sol, pero también lluvia, el día y la noche. Para que
madure un vino de calidad, hay que prensar la uva, se requiere la paciencia
de la fermentación, los atentos cuidados que sirven a los procesos de
maduración.
Un vino de clase no solamente se caracteriza por su dulzura, sino también
por la riqueza de los matices, la variedad de aromas que se han desarrollado
en los procesos de maduración y fermentación. ¿Acaso no es ésta una imagen
de la vida humana, y particularmente de nuestra vida de sacerdotes?
Necesitamos el sol y la lluvia, la serenidad y la dificultad, las fases de
purificación y prueba, y también los tiempos de camino alegre con el
Evangelio. Volviendo la mirada atrás, podemos dar gracias a Dios por ambas
cosas: por las dificultades y por las alegrías, por las horas oscuras y por
aquellas felices. En las dos reconocemos la constante presencia de su amor,
que nos lleva y nos sostiene siempre de nuevo.
Ahora, sin embargo, debemos preguntarnos: ¿Qué clase de fruto es el que
espera el Señor de nosotros? El vino es imagen del amor: éste es el
verdadero fruto que permanece, el que Dios quiere de nosotros. Pero no
olvidemos que, en el Antiguo Testamento, el vino que se espera de la uva
selecta es sobre todo imagen de la justicia, que se desarrolla en una
existencia vivida según la ley de Dios. Y no digamos que esta es una visión
veterotestamentaria ya superada: no, ella sigue siendo siempre verdadera. El
auténtico contenido de la Ley, su summa, es el amor a Dios y al prójimo.
Este doble amor, sin embargo, no es simplemente algo dulce. Conlleva en sí
la carga de la paciencia, de la humildad, de la maduración de nuestra
voluntad en la formación e identificación con la voluntad de Dios, la
voluntad de Jesucristo, el Amigo.
Sólo así, en el hacerse todo nuestro ser verdadero y recto, también el amor
es verdadero; sólo así es un fruto maduro. Su exigencia intrínseca, la
fidelidad a Cristo y a su Iglesia, requiere que se cumpla siempre también en
el sufrimiento. Precisamente de este modo, crece la verdadera alegría. En el
fondo, la esencia del amor, del verdadero fruto, se corresponde con las
palabras sobre el ponerse en camino, sobre el salir: amor significa
abandonarse, entregarse; lleva en sí el signo de la cruz. En este contexto,
Gregorio Magno decía una vez: Si tendéis hacia Dios, tened cuidado de no
alcanzarlo solos (cf. H Ev 1,6,6: PL 76, 1097s); una palabra que nosotros,
como sacerdotes, hemos de tener presente íntimamente cada día.
Queridos amigos, quizás me he entretenido demasiado con la memoria íntima
sobre los sesenta años de mi ministerio sacerdotal. Es hora de pensar en lo
que es propio de este momento.
En la solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, dirijo ante todo mi
más cordial saludo al Patriarca Ecuménico Bartolomé I y a la Delegación que
ha enviado, y a la que agradezco vivamente su grata visita en la gozosa
ocasión de los Santos Apóstoles Patronos de Roma. Saludo cordialmente
también a los Señores Cardenales, a los Hermanos en el Episcopado, a los
Señores Embajadores y a las Autoridades civiles, así como a los sacerdotes,
a mis compañeros de Primera Misa, a los religiosos y fieles laicos.
Agradezco a todos su presencia y su oración.
A los Arzobispos Metropolitanos nombrados desde la última Fiesta de los
grandes Apóstoles, les será impuesto ahora el palio. ¿Qué significa? Nos
puede recordar ante todo el suave yugo de Cristo que se nos pone sobre los
hombros (cf. Mt 11,29s). El yugo de Cristo es idéntico a su amistad. Es un
yugo de amistad y, por tanto, un «yugo suave», pero precisamente por eso es
también un yugo que exige y que plasma. Es el yugo de su voluntad, que es
una voluntad de verdad y amor. Así, es también para nosotros sobre todo el
yugo de introducir a otros en la amistad con Cristo y de estar a disposición
de los demás, de cuidar de ellos como Pastores. Con esto hemos llegado a un
nuevo significado del palio: está tejido con la lana de corderos que son
bendecidos en la fiesta de santa Inés. Nos recuerda de este modo al Pastor
que se ha convertido Él mismo en cordero por amor nuestro.
Nos recuerda a Cristo que se ha encaminado por las montañas y los desiertos
en los que su cordero, la humanidad, se había extraviado. Nos recuerda a Él,
que ha tomado el cordero, la humanidad – a mí – sobre sus hombros, para
llevarme de nuevo a casa. De este modo, nos recuerda que, como Pastores a su
servicio, también nosotros hemos de llevar a los otros, cargándolos, por así
decir, sobre nuestros hombros y llevarlos a Cristo. Nos recuerda que podemos
ser Pastores de su rebaño, que sigue siendo siempre suyo, y no se convierte
en el nuestro. Por fin, el palio significa muy concretamente también la
comunión de los Pastores de la Iglesia con Pedro y con sus sucesores;
significa que tenemos que ser Pastores para la unidad y en la unidad, y que
sólo en la unidad de la cual Pedro es símbolo, guiamos realmente hacia
Cristo.
Sesenta años de ministerio sacerdotal. Queridos amigos, tal vez me he
extendido demasiado en los detalles. Pero en esta hora me he sentido
impulsado a mirar a lo que ha caracterizado estas décadas. Me he sentido
impulsado a deciros – a todos los sacerdotes y Obispos, así como también a
los fieles de la Iglesia – una palabra de esperanza y ánimo; una palabra,
madurada en la experiencia, sobre el hecho de que el Señor es bueno. Pero,
sobre todo, éste es un momento de gratitud: gratitud al Señor por la amistad
que me ha ofrecido y que quiere ofrecer a todos nosotros. Gratitud a las
personas que me han formado y acompañado. Y en todo ello se esconde la
petición de que un día el Señor, en su bondad, nos acoja y nos haga
contemplar su alegría. Amén.