Obediencia a la Fe
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La unidad como don de lo alto, para reconocer y
manifestar con la adhesión plena de la propia libertad, y la
pertenencia como fundamental categoría del autoconcebirse como
cuerpo eclesial, perteneciente a un todo más grande, a una comunión
que se dirige hacia el encuentro con el Misterio, abren la puerta a
la reflexión sobre una de las fundamentales características de la
fe: la obediencia.
Ninguna “palabra de la doctrina” necesita ser hoy comprendida y
recomprendida tanto como ésta. Es necesario en toda la Iglesia un
gran trabajo de “educación a la obediencia”: partiendo sobre todo de
la comprensión lógica y teo-lógica de qué es en realidad, para
llegar hasta una adhesión convencida y motivada, personal y
existencialmente eficaz y visible, de esta imprescindible
disposición cristiana.
Si podemos considerar comodefinitivamente superado, sea por los
resultados nefastos y desequilibrados que producía, sea por la
imposibilidad de aplicarlo, aquel filón pedagógico que sostenía la
más desenfrenada “espontaneidad” en la educación, impidiendo no sólo
imponer sino incluso proponer un determinado modelo de vida,
seguimos teniendo un largo camino por recorrer para una educación a
la obediencia que sea profundamente humana, memoria viva de la
identidad del yo como “dependencia del Misterio”, relación con Aquel
que da vida.
Si por obediencia, como sucede en la cultura contemporánea paladina
de una libertad artificial, se entiende renuncia a pensar, la
acogida supina y acrítica de dogmas-preceptos impuestos desde el
exterior, ciertamente no es, y no puede ser esto, el concepto
cristiano de obediencia. Para comprender la obediencia “en la, de
la, a la” fe es indispensable partir del Acontecimiento del
encuentro con Cristo, “que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva” (Deus Caritas Est, nº 1).
Sólo en la relación viva con el Resucitado es posible comprender
algo del misterio de la obediencia cristiana: el horizonte nuevo de
significado que el encuentro con Cristo abre de par en par a la
vida, lleva en el hombre una inesperada y extraordinaria
correspondencia, un nuevo horizonte, que sin embargo era
secretamente esperado en el corazón que, gracias a ese encuentro, se
despierta a sus preguntas existenciales fundamentales.
Este correspondencia, esta extraordinaria atracción, este horizonte
nuevo que el encuentro con Cristo abre a la vida, trae consigo una
exigencia de seguimiento que, lejos de ser una imposición externa,
es verdadera y propia necesidad del yo: “Maestro, ¿dónde vives?”
(Juan 1, 38), ¿dónde es posible continuar profundizando esta
extraordinaria correspondencia que nuestro corazón experimenta? Los
dos primeros discípulos que encontraron al Señor preguntan:
“¿Dónde?”, es decir, ¿qué lugar, qué espacio humano, custodia la
Presencia? La respuesta, lo sabemos bien, es la Iglesia. En la
Iglesia, presencia divina en el mundo, se custodia la presencia viva
del Resucitado, la Iglesia custodia, transmite, hace posible hoy,
por la fuerza del Espíritu Santo, el encuentro con Cristo,
contemporáneo a cada uno de nosotros, precisamente porque está
Resucitado.
La obediencia entonces, no tiene nada que ver con una imposición
extrínseca que mortifica el yo en sus subjetivas y limitadas
aspiraciones, antes bien, es condición de posibilidad para continuar
afirmando hoy: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn. 1, 41). No es
posible anunciar Cristo al mundo, prescindiendo de la obediencia a
la Iglesia, el anuncio queda inexorablemente estéril, ineficaz,
carente de frutos reales de auténtica conversión. La obediencia no
mortifica la libertad del hombre, por el contrario, ella es
"explosión de libertad", precisamente porque el yo se descubre
plenamente dependiente de Otro, perteneciente totalmente a la
comunión de la Iglesia.
La primera misión de los apóstoles, la primera misión de todo
bautizado es vivir en la "Obediencia a la fe” (Rom 1,5), y en fuerza
de esta obediencia anunciar a Cristo a todos los hombres, para
conducirlos al mismo encuentro, a la misma unidad, a la misma
pertenencia y a obediencia.
Todos estamos llamados a un gran discernimiento en este sentido:
preguntémonos si la tan a veces dramática ineficacia de tantas
iniciativas pastorales (no específicamente eclesiales) no vengan
determinada por ese falso "espíritu crítico" que, a fuerza de mil
"distingo", terminar por no vivir una franca y plena obediencia al
Magisterio, primer ámbito en el que la obediencia a la fe y la
pertenencia al cuerpo eclesial se informan. La unidad de la Iglesia
tiene precisamente en la comunión de juicio, determinada por la
obediencia, uno de los máximos puntos de visibilidad. La costumbre
difundida, también a los máximos niveles de la jerarquía, de
presentar las propias opiniones personales, sin interrogarse sobre
la desorientación que producen en los fieles y sobre la posible
herida que pudieran infligir al cuerpo eclesial, es elocuente
testimonio de ello. Lo certifica el documento “La vocación eclesial
del teólogo", firmado por el entonces Cardenal Prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la fe, Joseph Ratzinger. (Agencia
Fides 4/5/2006)