Algunas cuestiones actuales de Escatología: COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL 1990
INTRODUCCIÓN
La perplejidad hoy frecuente ante la muerte y la existencia después de la
muerte
1. Sin la afirmación de la resurrección de Cristo la fe cristiana se hace
vacía (cf. 1 Co 15,14). Pero al haber una conexión íntima entre el hecho de
la resurrección de Cristo y la esperanza de nuestra futura resurrección (cf.
1 Co 15,12), Cristo resucitado constituye también el fundamento de nuestra
esperanza, que se abre más allá de los límites de esta vida terrestre. Pues
«si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo,
somos los más dignos de compasión de todos los hombres» (1 Co 15,19). Sin
tal esperanza sería imposible llevar adelante una vida cristiana.
Esta conexión entre la firme esperanza de la vida futura y la posibilidad de
responder a las exigencias de la vida cristiana se percibía con claridad ya
en la Iglesia primitiva. Ya entonces se recordaba que los Apóstoles habían
obtenido la gloria por los padecimientos (2); y también aquellos que eran
conducidos al martirio encontraban fortaleza en la esperanza de alcanzar a
Cristo por la muerte, y en la esperanza de la propia resurrección futura
(3). Los santos hasta nuestros tiempos, movidos por esta esperanza o
apoyados en ella, dieron la vida por el martirio o la entregaron al servicio
de Cristo y de los hermanos. Ellos ofrecen un testimonio, mirando al cual
los demás cristianos en su camino hacia Cristo se hacen más fuertes. Tal
esperanza levanta el corazón de los cristianos a las cosas celestes, sin
separarlos de cumplir también las obligaciones de este mundo, porque «la
espera [...] de una nueva tierra no debe debilitar, sino más bien alentar,
la solicitud por perfeccionar esta tierra» (4).
Sin embargo, el mundo actual pone múltiples insidias a esta esperanza
cristiana. Pues el mundo actual está fuertemente afectado por el
secularismo, «el cual consiste en una visión autonomista del hombre y del
mundo, que prescinde de la dimensión del misterio, la descuida e incluso la
niega. Este inmanentismo es una reducción de la visión integral del hombre»
(5) . El secularismo constituye como la atmósfera en que viven muchísimos
cristianos de nuestro tiempo. Sólo con dificultad pueden librarse de su
influjo. Por ello, no es extraño que también entre algunos cristianos surjan
perplejidades acerca de la esperanza escatológica. Frecuentemente miran con
ansiedad la muerte futura; los atormenta no sólo «el dolor y la progresiva
disolución de su cuerpo, sino también, y mucho más, el temor de una perpetua
desaparición» (6). Los cristianos en todos los tiempos de la historia han
estado expuestos a tentaciones de duda. Pero, en nuestros días, las
ansiedades de muchos cristianos parecen indicar una debilidad de la
esperanza.
Como «la fe es garantía de lo que se espera, la prueba de las realidades que
no se ven» (Hb 11,1), convendrá tener más constantemente presentes las
verdades de la fe católica sobre la propia suerte futura. Intentaremos
reunirlas en una síntesis, subrayando, sobre todo, aquellos aspectos de
ellas que pueden dar directamente una respuesta a las ansiedades actuales.
La fe sostendrá a la esperanza.
Pero antes de emprender esta tarea hay que describir los principales
elementos de los que parecen proceder las ansiedades actuales. Hay que
reconocer que, en nuestros días, la fe de los cristianos se ve sacudida no
sólo por influjos que deban ser considerados externos a la Iglesia. Hoy
puede descubrirse la existencia de una cierta «penumbra teológica». No
faltan algunas nuevas interpretaciones de los dogmas que los fieles perciben
como si en ellas se pusieran en duda la misma divinidad de Cristo o la
realidad de su resurrección. Los fieles no reciben de ellas apoyo alguno
para la fe, sino más bien ocasión para dudar de otras muchas verdades de la
fe. La imagen de Cristo que deducen de tales reinterpretaciones no puede
proteger su espe-ranza. En el campo directamente escatológico deben
recordarse «las controversias teológicas largamente difundidas en la opinión
pública, y de las que la mayor parte de los fieles no está en condiciones de
discernir ni el objeto ni el alcance. Se oye discutir sobre la existencia
del alma, sobre el significado de la supervivencia; asimismo, se pregunta
qué relación hay entre la muerte del cristiano y la resurrección universal.
Todo ello desorienta al pueblo cristiano, al no reconocer ya su vocabulario
y sus nociones familiares» (7). Tales dudas teológicas ejercen
frecuentemente un influjo no pequeño en la catequesis y en la predicación;
pues cuando se imparte la doctrina, o se manifiestan de nuevo o llevan al
silencio acerca de las verdades escatológicas.
Con el fenómeno del secularismo está inmediatamente unida la persuasión
ampliamente difundida, y por cierto no sin la ayuda de los medios de
comunicación, de que el hombre, como las demás cosas que están en el espacio
y el tiempo, sería completamente material y con la muerte se desharía
totalmente. Además, la cultura actual que se desarrolla en este contexto
histórico procura por todos los medios dejar en el olvido a la muerte y los
interrogantes que están inevitablemente unidos a ella. Por otra parte, la
esperanza se ve sacudida por el pesimismo acerca de la bondad misma de la
naturaleza humana, el cual nace del aumento de angustias y aflicciones.
Después de la crueldad inmensa que los hombres de nuestro siglo mostraron en
la segunda guerra mundial, se esperaba bastante generalmente que los hombres
enseñados por la acerba experiencia instaurarían un orden mejor de libertad
y justicia. Sin embargo, en un breve espacio de tiempo, siguió una amarga
decepción: «Pues hoy crecen por todas partes el hambre, la opresión, la
injusticia y la guerra, las torturas y el terrorismo y otras formas de
violencia de cualquier clase» (8). En las naciones ricas, muchísimos se ven
atraídos «a la idolatría de la comodidad material (al llamado consumismo)»
(9), y se despreocupan de todos los prójimos. Es fácil pensar que el hombre
actual, esclavo, en tal grado, de los instintos y concupiscencias y sediento
exclusivamente de los bienes terrenos, no está destinado a un fin superior.
De este modo, muchos hombres dudan si la muerte conduce a la nada o a una
nueva vida. Entre los que piensan que hay una vida después de la muerte,
muchos la imaginan de nuevo en la tierra por la reencarnación, de modo que
el curso de nuestra vida terrestre no sería único. El indiferentismo
religioso duda del fundamento de la esperanza de una vida eterna, es decir,
si se apoya en la promesa de Dios por Jesucristo o hay que ponerlo en otro
salvador que hay que esperar. La «penumbra teológica» favorece ulteriormente
este indiferentismo, al suscitar dudas sobre la verdadera imagen de Cristo,
las cuales hacen difícil a muchos cristianos esperar en Él.
2. También se silencia hoy la escatología por otros motivos, de los que
indicamos al menos uno: el renacimiento de la tendencia a establecer una
escatología intramundana. Se trata de una tendencia bien conocida en la
historia de la teología y que desde la Edad Media constituye lo que se suele
llamar «la posteridad espiritual de Joaquín de Fiore» (10).
Esta tendencia se da en ciertos teólogos de la liberación que insisten de
tal manera en la importancia de construir el reino de Dios ya dentro de
nuestra historia, que la salvación que trasciende la historia parece pasar a
un segundo plano de atención. Ciertamente, tales teólogos de ninguna manera
niegan la verdad de las realidades posteriores a la vida humana y a la
historia. Pero cuando se coloca el reino de Dios en una sociedad sin clases,
la «tercera edad» en la que estarían vigentes el «Evangelio eterno» (Ap 14,
6-7) y el reino del Espíritu, se introduce en una forma nueva a través de
una versión secularizada de ella (11). De este modo, se traslada un cierto
ESKHATON dentro del tiempo histórico. Ese ESKHATON no se presenta como
último absoluta, sino relativamente. Sin embargo, la praxis cristiana se
dirige con tal exclusividad a establecerlo, que surge una lectura reductiva
del evangelio en la que lo que pertenece a las realidades absolutamente
últimas se silencia en gran parte. En este sentido, en tal sistema
teológico, el hombre «se sitúa en la perspectiva de un mesianismo temporal,
el cual es una de las expresiones más radicales de la secularización del
Reino de Dios y de su absorción en la inmanencia de la historia humana»(12).
La esperanza teologal pierde su plena fuerza siempre que se la sustituye por
un dinamismo político. Esto sucede cuando de la dimensión política se hace
«la dimensión principal y exclusiva, que conduce a una lectura reductora de
la Escritura»(13). Es necesario advertir que un modo de proponer la
escatología que introduzca una lectura reductiva del evangelio, no se puede
admitir, aunque no se asumieran algunos elementos del sistema marxista que
difícilmente fueran conciliables con el cristianismo.
Es conocido que el marxismo clásico consideró a la religión como el «opio»
del pueblo; pues la religión «orientando la esperanza del hombre hacia una
vida futura ilusoria, lo apartaría de la construcción de la ciudad
terrestre»(14). Tal acusación carece de fundamento objetivo. Es más bien el
materialismo el que priva al hombre de verdaderos motivos para edificar el
mundo. ¿Por qué habría que luchar, si no hay nada que nos espere después de
la vida terrena? «Comamos y bebamos, que mañana moriremos» (Is 22,13). Por
el contrario, es cierto «que la importancia de los deberes terrenos no se
disminuye por la esperanza del más allá, sino que más bien su cumplimiento
se apoya en nuevos motivos»(15).
No podemos, sin embargo, excluir que hayan existido no pocos cristianos que,
pensando mucho en el mundo futuro, hayan elegido un camino pietístico
abandonando las obligaciones sociales. Hay que rechazar tal modo de
proceder. Por el contrario, tampoco es lícito por un olvido del mundo futuro
hacer una versi��n meramente «temporalística» del cristianismo en la vida
personal o en el ejercicio pastoral. La noción de liberación «integral»
propuesta por el magisterio de la Iglesia(16) conserva, a la vez, el
equilibrio y las riquezas de los diversos elementos del mensaje
evangélico(17). Por ello, esta noción nos enseña la verdadera actitud del
cristianismo y el modo correcto de la acción pastoral, en cuanto que indica
que hay que apartar y superar las oposiciones falsas e inútiles entre la
misión espiritual y la diaconía a favor del mundo (18). Finalmente, esta
noción es la verdadera expresión de la caridad hacia los hermanos, ya que
intenta liberarlos absolutamente de toda esclavitud y, en primer lugar, de
la esclavitud del corazón. Si el cristiano se preocupa de liberar
íntegramente a los otros, no se cerrará en modo alguno dentro de sí mismo.
3. La respuesta cristiana a las perplejidades del hombre actual, como
también al hombre de cualquier tiempo, tiene a Cristo resucitado como
fundamento y se contiene en la esperanza de la gloriosa resurrección futura
de todos los que sean de Cristo (19), la cual se hará a imagen de la
resurrección del mismo Cristo: «como hemos llevado la imagen del [Adán]
terreno, llevaremos la imagen del [Adán] celeste» (1 Co 15,49), es decir,
del mismo Cristo resucitado. Nuestra resurrección será un acontecimiento
eclesial en conexión con la parusía del Señor cuando se haya completado el
número de los hermanos (cf. Ap 6,11). Mientras tanto hay, inmediatamente
después de la muerte, una comunión de los bienaventurados con Cristo
resucitado que, si es necesario, presupone una purificación escatológica. La
comunión con Cristo resucitado, previa a nuestra resurrección final, implica
una determinada concepción antropológica y una visión de la muerte que son
específicamente cristianas. En Cristo que resucitó, y por Él, se entiende la
«comunicación de bienes» (20) que existe entre todos los miembros de la
Iglesia, de la que el Señor resucitado es la cabeza. Cristo es el fin y la
meta de nuestra existencia; a Él debemos encaminarnos con el auxilio de su
gracia en esta breve vida terrestre. La seria responsabilidad de este camino
puede verse por la infinita grandeza de Aquel hacia el que nos dirigimos.
Esperamos a Cristo, y no otra existencia terrena semejante a ésta, como
supremo cumplimiento de todos nuestros deseos.
LA ESPERANZA CRISTIANA DE LA RESURRECCIÓN
1. La resurrección de Cristo y la nuestra
1.1. El apóstol Pablo escribía a los Corintios: «Pues os transmití en primer
lugar lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según
las Escrituras; y que fue sepultado; y que resucitó al tercer día según las
Escrituras» (1 Co 15,34). Ahora bien, Cristo no sólo resucitó de hecho, sino
que es «la resurrección y la vida» (Jn 11,25) y también la esperanza de
nuestra resurrección. Por ello, los cristianos hoy, como en tiempos pasados,
en el Credo Niceno-Constantinopolitano, en la misma «fórmula de la tradición
inmortal de la santa Iglesia de Dios» (21), en la que profesan la fe en
Jesucristo que «resucitó al tercer día según las Escrituras», añaden:
«Esperamos la resurrección de los muertos»(22). En esta profesión de fe
resuenan los testimonios del Nuevo Testamento: «los que murieron en Cristo,
resucitarán» (1 Ts 4,16).
«Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de los que duermen» (1
Co 15,20). Este modo de hablar implica que el hecho de la resurrección de
Cristo no es algo cerrado en sí mismo, sino que ha de extenderse alguna vez
a los que son de Cristo. Al ser nuestra resurrección futura «la extensión de
la misma resurrección de Cristo a los hombres» (23), se entiende bien que la
resurrección del Señor es ejemplar de nuestra resurrección. La resurrección
de Cristo es también la causa de nuestra resurrección futura: «porque,
habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la
resurrección de los muertos» (1 Co 15,21). Por el nacimiento bautismal de la
Iglesia y del Espíritu Santo resucitamos sacramentalmente en Cristo
resucitado (cf. Col 2,12). La resurrección de los que son de Cristo debe
considerarse como la culminación del misterio ya comenzado en el bautismo.
Por ello se presenta como la comunión suprema con Cristo y con los hermanos
y también como el más alto objeto de esperanza: «y así estaremos siempre con
el Señor» (1 Ts 4,17; «estaremos», ¡en plural!). Por tanto, la resurrección
final gloriosa será la comunión perfectísima, también corporal, entre los
que son de Cristo, ya resucitados, y el Señor glorioso. De todas estas cosas
aparece que la resurrección del Señor es como el espacio de nuestra futura
resurrección gloriosa y que nuestra misma resurrección futura ha de
interpretarse como un acontecimiento eclesial.
Por esta fe, como Pablo en el Areópago, también los cristianos de nuestro
tiempo, al afirmar esta resurrección de los muertos, son objeto de burla
(cf. Hch 17,32). La situación actual en este punto no es diversa de la que
Orígenes describía en su tiempo: «Además, el misterio de la resurrección,
por no ser entendido, es comentado con mofa por los infieles» (24).
Este ataque y esta burla no consiguieron que los cristianos de los primeros
siglos dejaran de profesar su fe en la resurrección, o los teólogos
primitivos, de exponerla. Todos los símbolos de la fe, como el ya citado,
culminan en este artículo de la resurrección. La resurrección de los muertos
es «el tema monográfico más frecuente de la teología preconstantiniana;
apenas existe una obra de la teología cristiana primitiva que no hable de la
resurrección» (25). Tampoco tiene que asustarnos la oposición actual.
La profesión de la resurrección desde el tiempo patrístico se hace de manera
completamente realista. Parece que la fórmula «resurrección de la carne»
entró en el Símbolo romano antiguo, y después de él en otros muchos, para
evitar una interpretación espiritualista de la resurrección que por influjo
gnóstico atraía a algunos cristianos(26). En el Concilio XI de Toledo (675)
se expone la doctrina de modo reflejo: se rechaza que la resurrección se
haga «en una carne aérea o en otra cualquiera»; la fe se refiere a la
resurrección «en esta [carne] en que vivimos, subsistimos y nos movemos»;
esta confesión se hace por el «ejemplo de nuestra Cabeza», es decir, a la
luz de la resurrección de Cristo (27). Esta última alusión a Cristo
resucitado muestra que el realismo hay que mantenerlo de modo que no excluya
la transformación de los cuerpos que viven en la tierra en cuerpos
gloriosos. Pero un cuerpo etéreo, que sería una creación nueva, no
corresponde a la realidad de la resurrección de Cristo e introduciría, por
ello, un elemento mítico. Los Padres de este Concilio presuponen aquella
concepción de la resurrección de Cristo que es la única coherente con las
afirmaciones bíblicas sobre el sepulcro vacío y sobre las apariciones de
Jesús resucitado (recuérdese el uso del verbo OPHTHE para expresar las
apariciones del Señor resucitado y, entre los relatos de apariciones, las
llamadas «escenas de reconocimiento»); sin embargo, esa resurrección
mantiene la tensión entre continuidad real del cuerpo (el cuerpo que estuvo
clavado en la cruz es el mismo cuerpo que ha resucitado y se manifiesta a
los discípulos) y la transformación gloriosa de ese mismo cuerpo. Jesús
resucitado no sólo invitó a los discípulos para que lo palparan, porque «un
espíritu no tiene carne y huesos como veis que tengo yo», sino que les
mostró las manos y los pies para que comprobaran «que yo soy el mismo» (Lc
24,39: HOTI EGO EIMI AUTOS); sin embargo, en su resurrección no volvió a las
condiciones de la vida terrestre y mortal. Así también, al mantener el
realismo para la resurrección futura de los muertos, no olvidamos, en modo
alguno, que nuestra verdadera carne en la resurrección será conforme al
cuerpo de la gloria de Cristo (cf. Flp 3,21). Este cuerpo que ahora está
configurado por el alma (PSYKHE), en la resurrección gloriosa será
configurado por el espíritu (PNEUMA) (cf. 1 Co 15,44).
1.2. En la historia de este dogma constituye una novedad (al menos, después
que se superó aquella tendencia que apareció en el siglo II por influjo de
los gnósticos) el hecho de que en nuestro tiempo algunos teólogos someten
este realismo a crítica. La representación tradicional de la resurrección
les parece demasiado tosca. Especialmente las descripciones demasiado
físicas del acontecimiento de la resurrección suscitan dificultad. Por ello,
se busca, a veces, refugio en cierta explicación espiritualista de ella.
Para ello piden una nueva interpretación de las afirmaciones tradicionales
sobre la resurrección.
La hermenéutica teológica de las afirmaciones escatológicas debe ser
correcta (28). No se las puede tratar como afirmaciones que se refieren
meramente al futuro (que, en cuanto tales, tienen otra situación lógica que
las afirmaciones sobre realidades pretéritas y presentes que pueden
describirse prácticamente como objetos comprobables), porque aunque con
respecto a nosotros todavía no hayan sucedido y, en este sentido, sean
futuras, en Cristo ya se han realizado.
Para evitar las exageraciones tanto por una descripción excesivamente física
como por una espiritualización de los acontecimientos, se pueden indicar
ciertas líneas fundamentales:
1.2.1. Pertenece a una hermenéutica propiamente teológica la plena
aceptación de las verdades reveladas. Dios tiene ciencia del futuro que
puede también revelar al hombre como verdad digna de fe.
1.2.2. Esto se ha manifestado en la resurrección de Cristo, a la que se
refiere toda la literatura patrística cuando habla de la resurrección de los
muertos. Lo que crecía en el pueblo escogido en esperanza, se ha hecho
realidad en la resurrección de Cristo. Aceptada por la fe, la resurrección
de Cristo significa algo definitivo también para la resurrección de los
muertos.
1.2.3. Hay que tener una concepción del hombre y del mundo, fundamentada por
la Escritura y la razón, que sea apta para que se reconozca la alta vocación
del hombre y del mundo, en cuanto creados. Pero hay que subrayar todavía más
que «Dios es el “novísimo” de la criatura. En cuanto alcanzado es cielo; en
cuanto perdido, infierno; en cuanto discierne, juicio; en cuanto purifica,
purgatorio. Él es aquello en lo que lo finito muere, y por lo que a Él y en
Él resucita. Él es como se vuelve al mundo, a saber, en su Hijo Jesucristo,
que es la manifestación de Dios y también la suma de los “novísimos”» (29) .
El cuidado requerido para conservar el realismo en la doctrina sobre el
cuerpo resucitado no debe olvidar la primariedad de este aspecto de comunión
y compañía con Dios en Cristo (esa comunión nuestra en Cristo resucitado
será completa cuando también nosotros estemos corporalmente resucitados),
que son el fin último del hombre, de la Iglesia y del mundo (30).
1.2.4. También el rechazo del «docetismo» escatológico exige que no se
entienda la comunión con Dios en el último estadio escatológico como algo
que será meramente espiritual. Dios que en su revelación nos invita a una
comunión última, es simultáneamente el Dios de la creación de este mundo.
También esta «obra primera» será finalmente asumida en la glorificación. En
este sentido, afirma el Concilio Vaticano II: «permaneciendo la caridad y su
obra, toda la creación que Dios creó por el hombre, será liberada de la
esclavitud de la vanidad» (31).
1.2.5. Finalmente hay que advertir que en los Símbolos existen fórmulas
dogmáticas llenas de realismo con respecto al cuerpo de la resurrección. La
resurrección se hará «en esta carne, en que ahora vivimos» (32). Por tanto,
es el mismo cuerpo el que ahora vive y el que resucitará. Esta fe aparece
claramente en la teología cristiana primitiva. Así, San Ireneo admite la
«transfiguración» de la carne, «porque, siendo mortal y corruptible, se hace
inmortal e incorruptible» en la resurrección final (33); pero tal
resurrección se hará «en los mismos [cuerpos] en que habían muerto: porque
de no ser en los mismos, tampoco resucitaron los que habían muerto» (34) .
Los Padres, por tanto, piensan que sin identidad corporal no puede
defenderse la identidad personal. La Iglesia no ha enseñado nunca que se
requiera la misma materia para que pueda decirse que el cuerpo es el mismo.
Pero el culto de las reliquias, por el que los cristianos profesan que los
cuerpos de los santos «que fueron miembros de Cristo y templo del Espíritu
Santo» han de ser «resucitados y glorificados» (35), muestra que la
resurrección no puede explicarse independientemente del cuerpo que vivió.
2. La parusía de Cristo, nuestra resurrección
2. 1. A la resurrección de los muertos se atribuye en el Nuevo Testamento un
momento temporal determinado. Pablo, después de haber enunciado que la
resurrección de los muertos tendrá lugar por Cristo y en Cristo, añade:
«Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego, los de Cristo en
su venida» (1 Co 15,23: EN TE PAROUSIA AUTOU). Se señala un acontecimiento
concreto como momento de la resurrección de los muertos. Con la palabra
griega PAROUSIA se significa la segunda venida, todavía futura, del Señor en
gloria, diversa de la primera venida en humildad (36): la manifestación de
la gloria (cf. Tt 2,13) y la manifestación de la parusía (cf. 2 Ts 2,8) se
refieren a la misma venida. El mismo acontecimiento se expresa en el
evangelio de Juan (6,54) con las palabras «en el último día» (cf. también Jn
6,39-40). La misma conexión de acontecimientos se da en la viva descripción
de la carta 1 Ts 4,16-17, y es afirmada por la gran tradición de los Padres:
«a su venida todos los hombres han de resucitar» (37).
A esta afirmación se contrapone la teoría de la «resurrección en la muerte».
En su forma principalmente difundida se explica de modo que aparece con
grave detrimento del realismo de la resurrección, al afirmar una
resurrección sin relación al cuerpo que vivió y que ahora está muerto. Los
teólogos que proponen la resurrección en la muerte quieren suprimir la
existencia posmortal de un «alma separada» que consideran como una reliquia
del platonismo. Es muy inteligible el temor que mueve a los teólogos
favorables a la resurrección en la muerte; el platonismo sería una
desviación gravísima de la fe cristiana. Para ella el cuerpo no es una
cárcel, de la que haya que liberar al alma. Pero precisamente por esto no se
entiende bien que los teólogos que huyen del platonismo afirmen la
corporeidad final, o sea la resurrección de modo que no se vea que todavía
se trate realmente de «esta carne, en la que ahora vivimos» (38). Las
antiguas fórmulas de fe hablaban, con otra fuerza, de que había de resucitar
el mismo cuerpo que ahora vive.
La separación conceptual entre cuerpo y cadáver, o la introducción de dos
conceptos diversos en la noción de cuerpo (la diferencia se expresa en
alemán con las palabras «Leib» y «Körper», mientras que en otras muchas
lenguas ni siquiera se puede expresar), apenas se entienden fuera de
círculos académicos. La experiencia pastoral enseña que el pueblo cristiano
oye con gran perplejidad predicaciones en las que, mientras se sepulta un
cadáver, se afirma que aquel muerto ya ha resucitado. Debe temerse que tales
predicaciones ejerciten un influjo negativo en los fieles, ya que pueden
favorecer la actual confusión doctrinal. En este mundo secularizado en el
que los fieles se ven atraídos por el materialismo de la muerte total, sería
todavía más grave aumentar sus perplejidades.
Por otra parte, la parusía es en el Nuevo Testamento un acontecimiento
concreto conclusivo de la historia. Se fuerzan sus textos cuando se intenta
explicar la parusía como acontecimiento permanente, que no sería otra cosa
sino el encuentro del individuo en su propia muerte con el Señor.
2.2. «En el último día» (Jn 6,54), cuando los hombres resucitarán
gloriosamente, obtendrán la comunión completa con Cristo resucitado. Esto
aparece claramente porque la comunión del hombre con Cristo será entonces
con la realidad existencial completa de ambos. Además, llegada ya la
historia a su final, la resurrección de todos los consiervos y hermanos
completará el cuerpo místico de Cristo (cf. Ap 6,11). Por eso, Orígenes
afirmaba: «Es un solo cuerpo, el que se dice que resucita en el juicio»
(39). Con razón, el Concilio XI de Toledo no sólo confesaba que la
resurrección gloriosa de los muertos sucederá según el ejemplo de Cristo
resucitado, sino según el «ejemplo de nuestra Cabeza» (40).
Este aspecto comunitario de la resurrección final parece disolverse en la
teoría de la resurrección en la muerte, ya que tal resurrección se
convertiría más bien en un proceso individual. Por ello, no faltan teólogos
favorables a la teoría de la resurrección en la muerte, que han buscado la
solución en lo que se llama el atemporalismo: afirmando que después de la
muerte no puede existir, de ninguna manera, tiempo, reconocen que las
muertes de los hombres son sucesivas, en cuanto vistas desde este mundo;
pero piensan que sus resurrecciones en la vida posmortal, en la que no
habría ninguna clase de tiempo, son simultáneas. Este intento del
atemporalismo, de que coincidan las muertes individuales sucesivas y la
resurrección colectiva simultánea, implica el recurso a una filosofía del
tiempo que es ajena al pensamiento bíblico. El modo de hablar del Nuevo
Testamento sobre las almas de los mártires no parece sustraerlas ni de toda
realidad de sucesión ni de toda percepción de sucesión (cf. Ap 6,9-1l). De
modo semejante, si no hubiera ningún aspecto de tiempo después de la muerte,
ni siquiera uno meramente análogo con el terrestre, no se entendería
fácilmente por qué Pablo a los Tesalonicenses, que interrogaban sobre la
suerte de los muertos, les habla de su resurrección con fórmulas futuras
(ANASTESONTAI) (cf. 1 Ts 4,13-18). Además, una negación radical de toda
noción de tiempo para aquellas resurrecciones, a la vez simultáneas y
ocurridas en la muerte, no parece tener suficientemente en cuenta la
verdadera corporeidad de la resu-rrección, pues no se puede declarar a un
verdadero cuerpo, ajeno de toda noción de tiempo. También las almas de los
bienaventurados, al estar en comunión con Cristo, resucitado de modo
verdaderamente corpóreo, no pueden considerarse sin conexión alguna con el
tiempo.
3. La comunión con Cristo inmediatamente después de la muerte según el Nuevo
Testamento
3. 1. Los cristianos primitivos, sea que pensaran que la parusía estaba
cercana, sea que la considerasen todavía muy distante, aprendieron pronto
por experiencia que algunos de ellos eran arrebatados por la muerte antes de
la parusía. Preocupados por la suerte de ellos (cf. 1 Ts 4,13), Pablo los
consuela recordándoles la doctrina de la resurrección futura de los fieles
difuntos: «los que murieron en Cristo, resucitarán en primer lugar» (1 Ts
4,16). Esta persuasión de fe dejaba abiertas otras cuestiones que tuvieron
que plantearse pronto; por ejemplo: ¿en qué estado se encontraban entre
tanto tales difuntos? Para esta cuestión no fue necesario elaborar una
respuesta completamente nueva, pues en toda la tradición bíblica se
encontraban, ya hacía tiempo, elementos para resolverla. El pueblo de
Israel, desde los primeros estadios de su historia que nos son conocidos,
pensaba que algo de los hombres subsistía después de su muerte. Este
pensamiento aparece ya en la más antigua representación de lo que se llama
el sheol.
3.2. La antigua concepción judía acerca del sheol en su primer estadio de
evolución era bastante imperfecta. Se pensaba que, en contraposición al
cielo, estaba debajo de la tierra. De ahí se formó la expresión «bajar al
sheol» (Gn 37, 35; Sal 55, 16 etc.). Los que habitan allí se llaman refaim.
Esta palabra hebrea carece de singular, lo cual parece indicar que no se
prestaba atención a una vida individual de ellos. No alaban a Dios y están
separados de Él. Todos, como una masa anónima, tienen la misma suerte. En
este sentido, la persistencia posmortal que se les atribuye no incluye
todavía la idea de retribución.
3.3. Simultáneamente con esta representación empezó a aparecer la fe
israelítica que cree que la Omnipotencia de Dios puede sacar a alguien del
sheol (1 S 2,6; Am 9,2, etc.). Por esta fe se prepara la idea de
resurrección de los muertos, que se expresa en Dn 12,2 y en Is 26,19, y que
en tiempos de Jesús prevalece ampliamente entre los judíos, con la conocida
excepción de los Saduceos (cf. Mc 12,18).
La fe en la resurrección introdujo una evolución en el modo de concebir el
sheol. El sheol ya no se concibe como el domicilio común de los muertos,
sino como dividido en dos estratos, de los que uno está destinado a los
justos, y el otro a los impíos. Los muertos se encuentran en ellos hasta el
juicio último, en el que se pronunciará la sentencia definitiva; pero ya en
estos diversos estratos reciben, de modo inicial, la retribución debida.
Este modo de concebir aparece en el Henoch etiópico 22 (41) y se presupone
en Lc 16,19-31.
3.4. En el Nuevo Testamento se afirma un cierto estado intermedio de este
tipo en cuanto que se enseña pervivencia inmediatamente después de la muerte
como tema diverso de la resurrección, la cual, por cierto, en el Nuevo
Testamento nunca se pone en conexión con la muerte. Debe añadirse que, al
afirmar esta pervivencia, se subraya, como idea central, la comunión con
Cristo.
Así, Jesús crucificado promete al buen ladrón: «Yo te aseguro (AMEN): hoy
estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43). El Paraíso es un término técnico
judío que corresponde a la expresión «Gan Edén». Pero se afirma, sin
describirlo ulteriormente; el pensamien-to fundamental es que Jesús quiere
recibir al buen ladrón en comunión consigo inmediatamente después de la
muerte. Esteban en la lapidación manifiesta la misma esperanza; en las
palabras «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en
pie a la derecha de Dios» (Hch 7,56), juntamente con su pos-trema oración
«Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch 7,59), afirma que espera ser recibido
inmediatamente por Jesús en su comunión.
En Jn 14,1-3, Jesús habla a sus discípulos de las muchas moradas que hay en
casa de su Padre. «Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y
os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros» (v.3).
Apenas puede dudarse de que estas palabras se refieren al tiempo de la
muerte de los discípulos, y no a la parusía, la cual en el evangelio de Juan
pasa a un segundo plano (aunque no en la primera carta de Juan). De nuevo,
la idea de comunión con Cristo es central. Él no es sólo «el Camino, [sino]
la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Debe advertirse la semejanza verbal entre
MONAI (moradas) y MENEIN (permanecer). Jesús nos exhorta, refiriéndose a la
vida terrena: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15,4), «permaneced
en mi amor» (v.9). Ya en la tierra, «si alguno me ama, guardará mi palabra,
y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada (MONEN) en él (Jn
14,23). Esta «morada» que es comunión se hace más intensa más allá de la
muerte.
3.5. Pablo merece especial atención. Sobre el estado interme-dio, su
principal pasaje es Flp 1,21-24: «Pues para mí la vida es Cristo, y la
muerte, una ganancia. Pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo
fecundo, no sé qué escoger. Me siento apremiado por las dos partes: por una
parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho
lo mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para
vosotros». En el v.21, «la vida» («el vivir», TO ZEN) es sujeto, y «Cristo»,
predicado. Así se subraya siempre la idea de comunión con Cristo, la cual,
comenzada en la tierra, se proclama como el único objeto de esperanza en el
estado después de la muerte: «estar con Cristo» (v.23). La comunión después
de la muerte se hace más intensa, y, por ello, es deseable el estado
posmortal.
Pablo no procede con desprecio de la vida terrena; finalmente se decide por
la permanencia «en la carne» (cf. v.25). Pablo no desea naturalmente la
muerte (cf. 2 Co 5,24). Perder el cuerpo es doloroso. Es habitual
contraponer las actitudes de Sócrates y de Jesús ante la muerte. Sócrates
considera la muerte una liberación del alma con respecto a la cárcel o
sepulcro (SEMA) del cuerpo (SOMA); Jesús, que se entrega por los pecados del
mundo (cf. Jn 10,15), en el huerto de Getsemaní siente también pavor ante la
muerte que se acerca (cf. Mc 14,32). La actitud de Pablo no carece de
semejanza con la de Jesús. El estado posmortal sólo es deseable, porque en
el Nuevo Testamento implica siempre (es excepción Lc 16,19-31, donde el
contexto es del todo diverso) unión con Cristo.
Sería completamente falso afirmar que Pablo ha tenido una evolución, por la
que habría pasado de la fe en la resurrección a la esperanza de
inmortalidad. Ambas cosas coexisten en él desde el principio. En la misma
carta a los Filipenses en la que expone el motivo por el que se puede desear
el estado intermedio, habla, con gran alegría, de la espera de la parusía
del Señor, «el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo
glorioso como el suyo» (Flp 3,21). Por tanto, el estado intermedio se
concibe como transitorio, sin duda deseable por la unión que implica con
Cristo, pero de modo que la esperanza suprema permanezca siempre la
resurrección de los cuerpos: «En efecto, es necesario que este ser
corruptible [es decir, el cuerpo] se revista de incorruptibilidad; y que
este ser mortal se revista de inmortalidad» (1 Co 15,53).
4. La realidad de la resurrección en el contexto teológico actual
4.1. Se entiende fácilmente que, partiendo de esta doble línea doctrinal del
Nuevo Testamento, toda la tradición cristiana, sin excepciones de gran
importancia, haya concebido, casi hasta nuestros tiempos, el objeto de la
esperanza escatológica, consti-tuido por una doble fase. Cree que, entre la
muerte del hombre y el fin del mundo, subsiste un elemento consciente del
hombre al que llama con el nombre «alma» (PSYKHE) empleado también por la
Sagrada Escritura (cf. Sb 3,1; Mt 10,28), y que ya en ella es sujeto de
retribución. En la parusía del Señor que sucederá al final de la historia,
se espera la resurrección bienaventurada de «los de Cristo» (1 Co 15,23).
Desde entonces comienza la glorificación eterna de todo el hombre ya
resucitado. La pervi-vencia del alma consciente, previa a la resurrección,
salva la continuidad y la identidad de subsistencia entre el hombre que
vivió y el hombre que resucitará, en cuanto que gracias a ella el hombre
concreto nunca deja totalmente de existir.
4.2. Como excepciones frente a esta tradición, hay que recordar a ciertos
cristianos del siglo segundo que, bajo el influjo de los gnósticos, se
oponían a la «salvación de la carne», llamando resurrección a la mera
pervivencia del alma dotada de cierta corporeidad (42). Otra excepción es el
thnetopsiquismo de Taciano y de algunos herejes árabes que pensaban que el
hombre moría totalmente, de modo que ni siquiera el alma pervivía. La
resu-rrección final se concebía como nueva creación de la nada, del hombre
muerto (43).
Después de ellos hasta casi nuestros tiempos no ha habido prácticamente
ninguna excepción en este tema. Martín Lutero no constituye una excepción,
ya que admite la doble fase esca-tológica. Para él la muerte es «la
separación del alma del cuerpo» (44); mantiene que las almas perviven entre
la muerte y la resurrección final, aunque haya expresado dudas acerca del
modo de concebir el estado en que las almas se encuentran entre la muerte y
la resurrección: a veces admitió que los santos quizás en el cielo oran por
nosotros (45), mientras que otras opinó que las almas se hallan en un estado
de sueño (46). No negó nunca, por tanto, el estado intermedio, aunque lo
haya interpretado de modo diverso que la fe católica (47). La ortodoxia
luterana conservó la doble fase, dejando la idea de sueño de las almas.
4.3. Por primera vez en el siglo XX comenzó a propagarse la negación de la
doble fase. La nueva tendencia apareció en algunos teólogos evangélicos y,
por cierto, en la forma de muerte total (Ganztod, como el antiguo
thnetopsiquismo) y de resurrección al final de los tiempos, explicada como
creación de la nada. Las razones a las que se apelaba eran prevalentemente
confesionales: el hombre no podría presentar nada propio ante Dios, no sólo
las obras, sino tampoco la misma inmortalidad natural del alma; la seriedad
de la muerte sólo se mantendría si ésta afecta a todo el hombre y no sólo al
cuerpo; siendo la muerte pena del pecado y todo el hombre pecador, todo el
hombre debe ser afectado por la muerte, sin que se entienda que el alma, en
la que se encuentra la raíz del pecado, se libre de la muerte. Poco a poco,
casi de modo programático, comenzó a proponerse un nuevo esquema
escatológico: sólo la resurrección en lugar de la inmor-talidad y la
resurrección.
Esta primera forma de la tendencia presentaba muchísimas dificultades: si
todo el hombre desaparece en la muerte, Dios podría crear un hombre
completamente igual a él; pero si entre ambos no se da continuidad
existencial, el segundo hombre no puede ser el mismo que el primero. Por
ello, se elaboraron nuevas teorías que afirman la resurrección en la muerte,
para que no surja un espacio vacío entre la muerte y la parusía. Hay que
confesar que de este modo se introduce un tema desconocido para el Nuevo
Testamento, ya que el Nuevo Testamento habla siempre de la resurrección en
la parusía, y nunca en la muerte del hombre (48).
Cuando la nueva tendencia comenzó a pasar a algunos teólogos católicos, la
Santa Sede, con una carta enviada a todos los Obispos (49), la consideró
disonante con el legítimo pluralismo teológico.
4.4. Todas estas teorías deberían discernirse con una consi-deración serena
del testimonio bíblico y de la historia de la tradición, tanto con respecto
a la escatología misma como con respecto a sus presupuestos antropológicos.
Pero además puede preguntarse con razón si puede despojarse fácilmente a una
teoría de todos los motivos que le dieron origen. Ello debe tenerse
especialmente en cuenta cuando, de hecho, una determinada línea teológica ha
nacido de principios confesionales no católicos.
Además habría que atender a las desventajas para el diálogo ecuménico que
nacerían de la nueva concepción. Aunque la nueva tendencia ha nacido entre
algunos teólogos evangélicos, no corresponde a la gran tradición de la
ortodoxia luterana, que también ahora es prevalente entre los fieles de esa
confesión. Entre los cristianos orientales separados es todavía más fuerte
la persuasión acerca de una escatología de almas que es previa a la
resurrección de los muertos. Todos estos cristianos piensan que es necesaria
la escatología de almas, porque consideran la resu-rrección de los muertos
en conexión con la parusía de Cristo (50). Más aún, si miramos fuera del
ámbito de las confesiones cristia-nas, hay que considerar que la escatología
de almas es un bien muy común para las religiones no cristianas.
En el pensamiento cristiano tradicional, la escatología de almas es un
estado en el que, a lo largo de la historia, los hermanos en Cristo se
reúnen sucesivamente con Él y en Él. El pensamiento de la unión familiar de
las almas por la muerte, que no es completamente ajeno a no pocas religiones
africanas, ofrece una oportunidad para el diálogo interreligioso con ellas.
Hay que añadir ulteriormente que en el cristianismo tal reunión llega a su
culminación al final de la historia, cuando los hombres sean conducidos por
la resurrección a su plena realidad existencial, también corpórea.
4.5. En la historia de esta cuestión se propuso más tarde otro modo de
argumentación a favor de la fase única. Se objeta que el esquema de doble
fase habría nacido por una contaminación producida por el helenismo. La
única idea bíblica sería la de la resurrección; por el contrario, la
inmortalidad del alma procedería de la filosofía griega. Consecuen-temente
se propone purificar a la escatología cristiana de toda adición del
helenismo.
Hay que reconocer que la idea de resurrección es bastante reciente en la
Sagrada Escritura (Dn 12,1-3 es el primer texto indiscutido sobre ella). La
más antigua concepción de los judíos afirmaba más bien la persistencia de
las sombras de los hombres que habían vivido (refaim) en un domicilio común
de los muertos (sheol), diverso de los sepulcros. Esta manera de pensar es
bastante parecida al modo como Homero hablaba de las almas (PSYKHAI) en el
averno (HADES). Este paralelismo entre la cultura hebrea y la griega, que se
da también en otras épocas, hace dudar de su supuesta oposición. En la
antigüedad, por todas las riberas del Mar Mediterráneo, las semejanzas
culturales y los influjos mutuos fueron mucho mayores de lo que se piensa
frecuentemente, sin que constituyan un fenómeno posterior a la Sagrada
Escritura y contaminante de su mensaje.
Por otra parte, no puede suponerse que sólo las categorías hebreas hayan
sido instrumento de la revelación divina. Dios ha hablado «muchas veces y de
muchos modos» (Hb 1,1). No puede pensarse que los libros de la Sagrada
Escritura en los que la inspiración se expresa con palabras y conceptos
culturales griegos tengan, por ello, una autoridad menor que los que han
sido escritos en hebreo o arameo.
Finalmente, no es posible hablar de mentalidad hebrea y griega como si se
tratara de unidades simples. Las concepciones escatológicas imperfectas de
los patriarcas han ido siendo pulidas por la revelación posterior. Por su
parte, la filosofía griega no se reduce al platonismo o al neoplatonismo.
Esto no puede olvidarse, ya que existen muchos contactos de los Padres no
sólo con el platonismo medio, sino también con el estoicismo (51). Por esta
razón, habría que exponer, de modo muy matizado, tanto la historia de la
revelación y de la tradición como las relaciones entre la cultura hebrea y
griega.
5. El hombre llamado a la resurrección
5.1. El Concilio Vaticano II enseña: «El hombre, uno en cuerpo y alma, por
su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo material,
de modo que por él llegan a su culmen y elevan al Creador su voz en una
alabanza libre. [ ... ] No se equívoca el hombre cuando se reconoce superior
a las cosas corporales y no sólo como una partícula de la naturaleza o un
elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad supera al
universo: retorna a esta profunda interioridad cuando se vuelve al corazón,
donde le espera Dios, que escruta los corazones, y donde él mismo decide
sobre su propia suerte ante los ojos de Dios. Por tanto, reconociendo en sí
mismo un alma espiritual e inmortal, no se engaña con una ilusión falaz, que
fluya sólo de las condiciones físicas y sociales, sino que, por el
contrario, alcanza la misma verdad profunda de la realidad» (52). Con estas
palabras, el Concilio reconoce el valor de la experiencia espontánea y
elemental, por la que el hombre se percibe a sí mismo como superior a todas
las demás criaturas terrenas y, por cierto, porque es capaz de poseer a Dios
por el conocimiento y el amor. La diferencia fundamental entre hombres y
aquellas otras criaturas se manifiesta en el apetito innato de felicidad,
que hace que el hombre rechace y deteste la idea de una total destrucción de
su persona; el alma, o sea, «la semilla de eternidad que lleva en sí, al ser
irreductible a la sola materia, se subleva contra la muerte» (53). Porque
esta alma inmortal es espiritual, la Iglesia mantiene que Dios es su Creador
en cada hombre (54) .
Esta antropología hace posible la escatología, ya citada, de doble fase.
Porque esta antropología cristiana incluye una dualidad de elementos (el
esquema «cuerpo-alma») que se pueden separar de modo que uno de ellos («el
alma espiritual e inmortal») subsista y perviva separado, ha sido acusada, a
veces, de dualismo platónico. La palabra «dualismo» se puede entender de
muchas maneras. Por ello, cuando se habla de la antropología cristiana, es
mejor emplear la palabra «dualidad». Por otra parte, porque en la tradición
cristiana el estado de pervivencia del alma después de la muerte no es
definitivo ni ontológicamente supremo, sino «intermedio» y transitorio, y
ordenado, en último término, a la resurrección, la antropología cristiana
tiene características completamente propias y es diversa de la conocida
antropología de los platónicos (55).
5.2. Además, no se puede confundir la antropología cristiana con el dualismo
platónico, ya que en ella el hombre no es meramente el alma, de modo que el
cuerpo sea una cárcel detestable. El cristiano no se avergüenza del cuerpo
como Plotino (56). La esperanza de la resurrección parecería absurda a los
platónicos, porque no se puede colocar la esperanza en una vuelta a la
cárcel. Sin embargo, esta esperanza de la resurrección es central en el
Nuevo Testamento. Consecuentemente con esta esperanza, la teología cristiana
primitiva consideraba al alma separada «medio hombre», y deducía de ello que
era conveniente que siguiera después la resurrección: «o qué indigno sería
de Dios llevar medio hombre a la salvación» (57). San Agustín expresa bien
la mente común de los Padres cuando escribe sobre el alma separada: «le es
inherente un cierto apetito natural de administrar el cuerpo:[...] mientras
no está el cuerpo con cuya administración se aquiete aquel apetito»(58).
5.3. La antropología de dualidad se encuentra en Mt 10,28: «No temáis a los
que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel
que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna». Este «logion»,
entendido a la luz de la antropología y la escatología coetáneas, nos enseña
que es un hecho querido por Dios que el alma perviva después de la muerte
terrestre hasta que en la resurrección se una, de nuevo, al cuerpo. No hay
que admirarse de que el Señor haya pronunciado estas palabras con ocasión de
dar doctrina sobre el martirio. La historia bíblica muestra que el martirio
por la verdad constituye también el momento privilegiado en que se iluminan
con la luz de la fe tanto la creación hecha por Dios como la futura
resurrección escatológica y la promesa de la vida eterna (cf. 2 M
7,9.11.14.22-23.28 y 36).
También en el libro de la Sabiduría la revelación de la escatología de almas
está en un contexto en el que se habla de aquellos que, «a juicio de los
hombres, han sufrido castigos» (Sb 3,4); aunque «a los ojos de los
insensatos pareció que habían muerto, y se tuvo por quebranto su partida»
(Sb 3,2), «las almas de los justos están en las manos de Dios» (Sb 3,1).
Esta escatología de almas está unida en el mismo libro con la clara
afirmación del poder de Dios para realizar la resurrección de los hombres
(cf. Sb 16,13-14).
5.4. Aceptando fielmente las palabras del Señor en Mt 10,28, «la Iglesia
afirma la continuidad y la subsistencia, después de la muerte, de un
elemento espiritual que está dotado de conciencia y de voluntad, de manera
que subsiste el mismo “yo” humano, carente mientras tanto del complemento de
su cuerpo» (59). Esta afirmación se funda en la dualidad característica de
la antropología cristiana.
Sin embargo, a esta afirmación se oponen, a veces, unas palabras de Santo
Tomás que sostiene: «mi alma no es el “yo”» (60). Pero el contexto de esta
afirmación está constituido por las palabras inmediatamente precedentes, en
las que se subraya que el alma es una parte del hombre. Esta doctrina es
constante en la Suma teológica de Santo Tomás: cuando se objeta que «el alma
separada es una sustancia individual de una naturaleza racional; pero no es
persona», responde: «el alma es una parte de la especie humana: y, por ello,
aunque esté separada, porque, sin embargo, sigue teniendo la posibilidad de
unión, no puede llamarse natu-raleza individual, que es una hipóstasis, o
sustancia primera; de la misma manera que ni la mano ni cualquier otra de
las partes del hombre. Y así no le corresponde ni la definición de persona
ni el nombre» (61). En este sentido, en cuanto que el alma humana no es todo
el hombre, se puede decir que no es el «yo». Más aún, hay que mantenerlo
para que permanezca la línea tradicional de la antropología cristiana. Por
ello, de aquí deduce Santo Tomás que en el alma separada se da un apetito
del cuerpo, o sea, de la resurrección (62). Esta posición de Santo Tomás
manifiesta el sentido tradicional de la antropología cristiana, como ya lo
expresaba San Agustín (63).
Sin embargo, en otro sentido se puede y se debe decir que en el alma
separada subsiste «el mismo “yo” humano» (64), en cuanto que al ser el
elemento consciente y subsistente del hombre, podemos sostener, gracias a
ella, una verdadera continuidad entre el hombre que vivió en la tierra y el
hombre que resucitará. Sin tal continuidad de un elemento humano
subsistente, el hombre que vivió en la tierra y el que resucitará, no serían
el mismo «yo». Por ella permanecen después de la muerte los actos de
entendimiento y de voluntad hechos en la tierra. Ella, también en cuanto
separada, realiza actos personales de entendimiento y voluntad. Además, la
subsistencia del alma separada es clara por la praxis de la Iglesia, la cual
dirige oraciones a las almas de los bienaventurados.
De estas consideraciones aparece que, por una parte, el alma separada es una
realidad ontológicamente incompleta, y, por otra, es consciente; más aún,
según la definición de Benedicto XII, las almas de los santos plenamente
purificadas «inmediatamente después de la muerte» y, por cierto, ya en
cuanto separadas («antes de la reasunción de sus cuerpos»), tienen la
felicidad plena de la visión intuitiva de Dios (65). Tal felicidad en sí es
perfecta y no puede darse nada que sea específicamente superior. La misma
transformación gloriosa del cuerpo en la resurrección es efecto de esta
visión con respecto al cuerpo; en este sentido, Pablo habla de un cuerpo
espiritual (cf. 1 Co 15,44), es decir, confi-gurado por influjo del
«espíritu», y ya no solamente del alma («cuerpo psíquico»).
La resurrección final, si se la compara con la felicidad del alma
individual, implica también el aspecto eclesial, en cuanto que entonces
todos los hermanos que son de Cristo llegarán a la plenitud (cf. Ap 6,1 l).
Entonces toda la creación será sometida a Cristo (cf. 1 Co 15,27-28) y así
también ella «será liberada de la servidumbre de la corrupción» (Rm 8, 21).
6. La muerte cristiana
6.1. La concepción antropológica característicamente cristiana ofrece una
concreta manera de entender el sentido de la muerte. Como en la antropología
cristiana el cuerpo no es una cárcel, de la que el encarcelado desea huir,
ni un vestido, que se puede quitar fácilmente, la muerte considerada
naturalmente no es algo deseable para ningún hombre ni un acontecimiento que
el hombre pueda abrazar con ánimo tranquilo sin superar previa-mente la
repugnancia natural. Nadie debe avergonzarse de los sentimientos de natural
repulsa que experimenta ante la muerte, ya que el mismo Señor quiso
padecerlos antes de su muerte y Pablo testifica haberlos tenido: «no
queremos desvestirnos, sino revestirnos» (2 Co 5,4). La muerte escinde al
hombre intrínse-camente. Más aún, porque la persona humana no es solamente
el alma, sino el alma y el cuerpo esencialmente unidos, la muerte afecta a
la persona.
Lo absurdo de la muerte aparece más claro si consideramos que en el orden
histórico existe contra la voluntad de Dios (cf. Sb 1, 13-14; 2, 23-24):
pues «el hombre si no hubiera pecado, habría sido sustraído» de la muerte
corporal (66). La muerte tiene que ser aceptada con un cierto sentido de
penitencia por el cristiano que tiene ante los ojos las palabras de Pablo:
«el salario del pecado es la muerte» (Rm 6,23).
También es natural que el cristiano sufra con la muerte de las personas que
ama. «Jesús se echó a llorar» (Jn 11,35) por su amigo Lázaro muerto. También
nosotros podemos y debemos llorar a nuestros amigos muertos.
6.2. La repugnancia que el hombre experimenta ante la muerte y la
posibilidad de superar esa repugnancia constituyen una actitud
característicamente humana, completamente diversa de la de cualquier animal.
De este modo, la muerte es una ocasión en la que el hombre puede y debe
manifestarse como hombre. El cristiano puede además superar el temor de la
muerte, apoyado en otros motivos.
La fe y la esperanza nos enseñan otro rostro de la muerte. Jesús asumió el
temor de la muerte a la luz de la voluntad del Padre (cf. Mc 14,36). Él
murió para «libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida
sometidos a esclavitud» (Hb 2,15). Consecuentemente puede ya Pablo, tener
deseo de partir para estar con Cristo; esa comunión con Cristo después de la
muerte es considerada por Pablo en comparación con el estado de la vida
presente, como algo que «es con mucho lo mejor» (cf. Flp 1,23). La ventaja
de esta vida consiste en que «habitamos en el cuerpo» y así tenemos nuestra
plena realidad existencial; pero con respecto a la plena comunión posmortal
«vivimos lejos del Señor» (cf. 2 Co 5,6). Aunque por la muerte salimos de
este cuerpo y nos vemos así privados de nuestra plenitud existencial, la
aceptamos con buen ánimo; más aún, podemos desear, cuando ella llegue,
«vivir con el Señor» (2 Co 5,8). Este deseo místico de comunión posmortal
con Cristo, que puede coexistir con el temor natural de la muerte, aparece
una y otra vez en la tradición espiritual de la Iglesia, sobre todo en los
santos, y debe ser entendido en su verdadero sentido. Cuando este deseo
lleva a alabar a Dios por la muerte, esta alabanza no se funda, en modo
alguno, en una valoraci��n positiva del estado mismo en que el alma carece
del cuerpo, sino en la esperanza de poseer al Señor por la muerte (67). La
muerte se considera entonces como puerta que conduce a la comunión posmortal
con Cristo, y no como liberadora del alma con respecto a un cuerpo que le
fuera una carga.
En la tradición oriental es frecuente el pensamiento de la bondad de la
muerte en cuanto que es condición y camino para la futura resurrección
gloriosa. «Si, por tanto, no es posible sin la resurrección que la
naturaleza llegue a mejor forma y estado, y si la resurrección no puede
hacerse sin que preceda la muerte, la muerte es algo bueno en cuanto que es
para nosotros comienzo y camino de un cambio para mejor» (68). Cristo con su
muerte y su resurrección dio a la muerte esta bondad: «Como extendiendo la
mano al que yacía, y mirando por ello a nuestro cadáver, se acercó tanto a
la muerte cuanto es haber tomado la mortalidad, y con su cuerpo dio a la
naturaleza el comienzo de la resurrección (69). En este sentido, Cristo
«cambió el ocaso en oriente» (70).
También el dolor y la enfermedad, que son un comienzo de la muerte, deben
asumirse por los cristianos de una manera nueva. Ya en sí mismo se llevan
con molestia, pero todavía más en cuanto que son signos del progreso de la
disolución del cuerpo (71). Ahora bien, por la aceptación del dolor y de la
enfermedad permitidos por Dios, nos hacemos partícipes de la pasión de
Cristo, y por el ofrecimiento de ellos nos unimos al acto con que el Señor
ofreció su propia vida al Padre por la salvación del mundo. Cada uno de
nosotros debe afirmar, como en otro tiempo Pablo: «completo en mi carne lo
que falta de las tribulaciones de Cristo por el bien de su cuerpo que es la
Iglesia» (Col 1,24). Por la asociación a la pasión del Señor somos también
conducidos a poseer la gloria de Cristo resucitado: «siempre llevando en el
cuerpo, de acá para allá, la situación de muerte de Jesús, para que también
la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4,10) (72).
De modo semejante no nos es lícito entristecernos por la muerte de los
amigos «como los demás, que no tienen esperanza» (1 Ts 4,13). Por parte de
estos, «con lamentaciones lacrimosas y con gemidos» «se suele deplorar una
cierta miseria de los que mueren o su extinción casi total»; a nosotros,
como a Agustín en la muerte de su madre, nos consuela este pensamiento:
«ella [Mónica] ni moría miserablemente ni moría del todo» (73).
6.3. Este aspecto positivo de la muerte sólo se alcanza por un modo de morir
que el Nuevo Testamento llama «muerte en el Señor»: «Dichosos los muertos
que mueren en el Señor» (Ap. 14,13). Esta «muerte en el Señor» es deseable
en cuanto que lleva a la bienaventuranza, y se prepara con la vida santa:
«Desde ahora, sí —dice el Espíritu—, que descansen de sus fatigas, porque
sus obras los acompañan» (Ap 14, 13). De este modo, la vida terrena se
ordena a la comunión con Cristo después de la muerte, que se obtiene ya en
el estado de alma separada (74) que es, sin duda, ontológicamente imperfecto
e incompleto. Porque la comunión con Cristo es un valor superior a la
plenitud existencial, la vida terrena no puede considerarse el valor
supremo. Esto justifica en los santos el deseo místico de la muerte, que,
como hemos dicho, es frecuente.
Por la vida santa, a la que la gracia de Dios nos llama y para la que nos
ayuda con su auxilio, la conexión original entre la muerte y el pecado como
que se rompe, no porque la muerte se suprima físicamente, sino en cuanto que
comienza a conducir a la vida eterna. Este modo de morir es una
participación en el misterio pascual de Cristo. Los sacramentos nos disponen
a esa muerte. El bautismo, en el que morimos místicamente al pecado, nos
consagra para la participación en la resurrección del Señor (cf. Rm 6,3-7).
Por la recepción de la Eucaristía, que es «medicina de inmortalidad» (75),
el cristiano recibe garantía de participar de la resurrección de Cristo.
La muerte en el Señor implica la posibilidad de otro modo de morir, a saber,
la muerte fuera del Señor que conduce a la muerte segunda (cf. Ap 20,14). En
esta muerte, la fuerza del pecado, por el que la muerte entró en el mundo
(cf. Rm 5,12), manifiesta, en grado sumo, su capacidad de separar de Dios.
6.4. Pronto se formaron, y por cierto bajo el influjo de la fe en la
resurrección de los muertos, costumbres cristianas para sepultar los
cadáveres de los fieles. El modo de hablar expresado en las palabras
«cementerio» (en griego, KOIMETERION = «dormi-torio») o «deposición» (en
latín, «depositio»; derecho de Cristo a recuperar el cuerpo del cristiano,
en oposición a «donación») presupone esa fe. En el cuidado que se tiene con
el cadáver, se veía «una obligación de humanidad», pero «si los que no creen
en la resurrección de la carne hacen estas cosas», han de prestarlas
especialmente aquellos «que creen que esta obligación que se cumple con el
cuerpo muerto, pero que ha de resucitar y permanecer en la eternidad, es
también, de alguna manera, un testimonio de esta misma fe» (76).
Durante mucho tiempo estuvo prohibida la cremación de los (77) cadáveres
porque se la percibía históricamente en conexión con una mentalidad
neoplatónica que mediante ella pretendía la destrucción del cuerpo para que
así el alma se liberara totalmente de la cárce1 (78) (en tiempos más
recientes implicaba una actitud materialista o agnóstica). La Iglesia ya no
la prohibe, «a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la
doctrina cristiana» (79). Hay que procurar que la actual difusión de la
cremación también entre los católicos no oscurezca, de alguna manera, su
mentalidad correcta sobre la resurrección de la carne.
7. «El consorcio vital» (80) de todos los miembros de la Iglesia en Cristo
7.1. La eclesiología de comunión, que es muy característica del Concilio
Vaticano II, cree que la comunión de los santos, o sea, la unión en Cristo
de los hermanos, la cual consiste en vínculos de caridad, no se interrumpe
por la muerte, «antes bien, según la perenne fe de la Iglesia, se fortalece
con la comunicación de bienes espirituales» (81). La fe da a los cristianos
que viven en la tierra «la posibilidad de comunicar con los queridos
hermanos ya arrebatados por la muerte» (82). Esta comunicación se hace por
las diversas formas de oración.
Un tema muy importante en el Apocalipsis de Juan está constituido por la
liturgia celeste. Las almas de los bienaventu-rados participan en ella. En
la liturgia terrena, sobre todo «al celebrar [ ... ] el Sacrificio
Eucarístico, nos unimos sumamente al culto de la Iglesia celeste,
comunicando y venerando la memoria, en primer lugar, de la gloriosa siempre
Virgen María, pero también del bienaventurado José y de los bienaventurados
Apóstoles y Mártires y todos los Santos» (83). Realmente cuando se celebra
la liturgia terrena, se manifiesta la voluntad de unirla con la celeste. Así
en la anáfora romana, esta voluntad aparece no sólo en la oración «Reunidos
en comunión» (al menos en su forma actual), sino también en el paso del
prefacio al canon y en la oración «Te rogamos humildemente», donde se pide
que la oblación terrena sea llevada al sublime altar del cielo.
Pero esta liturgia celeste no consiste sólo en la alabanza. Su centro es el
Cordero que está en pie como degollado (cf. Ap 5,6), es decir, «Cristo
Jesús, el que murió; más aún, el que resucitó, el que está a la diestra de
Dios, y que intercede por nosotros» (Rm 8,34; cf. Hb 7,25). Porque las almas
de los bienaventurados participan de esta liturgia de intercesión, tienen
también en ella cuidado de nosotros y de nuestra peregrinación, «como quiera
que interceden por nosotros y con su fraterna solicitud ayudan grandemente
nuestra flaqueza» (84). Porque en esta unión de la liturgia celeste y
terrena nos hacemos conscientes de que los bienaventurados oran por
nosotros, «conviene [...] sumamente que amemos a estos amigos y coherederos
de Jesucristo, hermanos también y eximios bienhechores nuestros, [y] que
demos a Dios las debidas gracias por ellos» (85).
Ulteriormente la Iglesia nos exhorta con empeño a «invocarlos con nuestras
súplicas y recurrir a sus oraciones, ayuda y auxilio para impetrar
beneficios de Dios por medio de su Hijo Jesucristo Señor nuestro, que es el
único Redentor y Salvador» (86). Esta invocación de los santos es un acto
por el que el fiel se entrega confiadamente a la caridad de ellos. Por ser
Dios la fuente de la que toda caridad se difunde (cf. Rm 5,5), toda
invocación de los santos es reconocimiento de Dios, como fundamento supremo
de la caridad de ellos, y tiende, en último término, a Él.
7.2. La idea de evocación de los espíritus es completamente distinta del
concepto de invocación. El Concilio Vaticano II, que recomendó invocar las
almas de los bienaventurados, recordó también los principales documentos
emanados del magisterio de la Iglesia «contra cualquier forma de evocación
de los espíritus» (87). Esta prohibición constante tiene origen bíblico ya
en el Antiguo Testamento (Dt 18,10-14; cf. también Ex 22,17; Lv 19,31;
20,6.27). Es muy conocido el relato de la evocación del espíritu de Samuel
(‘obot), realizada por el rey Saúl (1 S 28,3-25), a la que la Escritura
atribuye el rechazo, más aún, la muerte de Saúl: «Saúl murió a causa de la
infidelidad que había cometido contra Yahveh, porque no guardó la palabra de
Yahveh y también por haber interrogado y consultado a una nigromante, en vez
de consultar a Yahveh, por lo que le hizo morir y transfirió el reino a
David, hijo de Jesé» (1 Cro 10,13-14). Los Apóstoles mantienen esta
prohibición en el Nuevo Testamento en cuanto que rechazan todas las artes
mágicas (Hch 13,6-12; 16,16-18; 19,11-20).
En el Concilio Vaticano 11,II, la Comisión doctrinal explicó qué se entiende
con la palabra «evocación»: ésta sería cualquier método «por el que se
intenta provocar con técnicas humanas una comunicación sensible con los
espíritus o las almas separadas para conseguir diversas noticias y diversos
auxilios» (88). Este conjunto de técnicas se suele designar generalmente con
el nombre de «espiritismo». Con frecuencia -como se dice en la respuesta
citada- por la evocación de los espíritus se pretende la obtención de
noticias ocultas. En este campo, los fieles han de remitirse a lo que Dios
ha revelado: «Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan» (Lc 16,29).
Una curiosidad ulterior sobre cosas posmortales es insana y, por ello, se ha
de reprimir.
No faltan hoy sectas que rechazan la invocación de los santos, realizada por
los católicos, apelando a su prohibición bíblica; de esta manera, no la
distinguen de la evocación de los espíritus. Por nuestra parte, a la vez que
exhortamos a los fieles a invocar a los santos, debemos enseñarles la
invocación de los santos de manera que no ofrezca a las sectas ocasión
alguna para tal confusión.
7.3. Con respecto a las almas de los difuntos que después de la muerte
necesitan todavía purificación, «la Iglesia de los pere-grinos desde los
primeros tiempos del cristianismo [...] ofreció también sufragios por ellos»
(89). Cree, en efecto, que para esa purificación «les aprovechan los
sufragios de los fieles vivos, tales como el sacrificio de la Misa,
oraciones y limosnas, y otros oficios de piedad, que los fieles acostumbran
practicar por los otros fieles, según las instituciones de la Iglesia» (90).
7.4. La «Institución general del Misal Romano», después de la renovación
litúrgica posconciliar, explica muy bien el sentido de este múltiple
consorcio de todos los miembros de la Iglesia, que alcanza su culminación en
la celebración litúrgica de la Eucaristía: por las intercesiones «se expresa
que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia tanto celeste
como terrena, y que la oblación se hace por ella y todos sus miembros vivos
y difuntos, los cuales están llamados a participar de la redención y de la
salvación adquirida por el Cuerpo y la Sangre de Cristo» (91).
8. Purificación del alma para el encuentro con Cristo glorioso
8.1. Cuando el magisterio de la Iglesia afirma que las almas de los santos
inmediatamente después de la muerte gozan de la visión beatífica de Dios y
de la comunión perfecta con Cristo, presupone siempre que se trata de las
almas que se encuentren purificadas (92). Por ello, aunque se refieran al
santuario terreno, las palabras del Salmo 15, 1-2 tienen también mucho
sentido para la vida posmortal: «Yahveh, ¿quién morará en tu tienda?, ¿quién
habitará en tu santo monte? -El que anda sin tacha» (93). Nada manchado
puede entrar en la presencia del Señor.
Con estas palabras se expresa la conciencia de una realidad tan fundamental,
que en muchísimas grandes religiones históricas, de una forma o de otra, se
tiene un cierto vislumbre de la necesidad de una purificación después de la
muerte.
También la Iglesia confiesa que cualquier mancha es impedimento para el
encuentro íntimo con Dios y con Cristo. Este principio ha de entenderse no
sólo de las manchas que rompen y destruyen la amistad con Dios, y que, por
tanto, si permanecen en la muerte, hacen el encuentro con Dios
definitivamente imposible (pecados mortales), sino también de las que
oscurecen esa amistad y tienen que ser previamente purificadas para que ese
encuentro sea posible. A ellas pertenecen los llamados «pecados cotidianos»
o veniales (94) y las reliquias de los pecados, las cuales pueden también
permanecer en el hombre justificado después de la remisión de la culpa, por
la que se excluye la pena eterna (95). El sacramento de la unción de los
enfermos se ordena a expiar las reliquias de los pecados antes de la muerte
(96). Sólo si nos hacemos conformes a Cristo, podemos tener comunión con
Dios (cf. Rm 8,29).
Por esto, se nos invita a la purificación. Incluso el que se ha lavado, debe
liberarse del polvo sus pies (cf. Jn 13,10). Para los que no lo hayan hecho
suficientemente por la penitencia en la tierra, la Iglesia cree que existe
un estado posmortal de purificación (97), o sea, una «purificación previa a
la visión de Dios» (98). Como esta purificación tiene lugar después de la
muerte y antes de la resurrección final, este estado pertenece al estadio
escato-lógico intermedio; más aún, la existencia de este estado muestra la
existencia de una escatología intermedia.
La fe de la Iglesia sobre este estado ya se expresaba implícitamente en las
oraciones por los difuntos, de las que existen muchísimos testimonios muy
antiguos en las catacumbas (99) y que, en último término, se fundan en el
testimonio de 2 M 12,46 (100). En estas oraciones se presupone que pueden
ser ayudados para obtener su purificación por las oraciones de los fieles.
La teología sobre ese estado comenzó a desarrollarse en el siglo III con
ocasión de los que habían recibido la paz con la Iglesia sin haber realizado
la penitencia completa antes de su muerte (101).
Es absolutamente necesario conservar la práctica de orar por los difuntos.
En ella se contiene una profesión de fe en la existencia de este estado de
purificación. Éste es el sentido de la liturgia exequial que no debe
oscurecerse: el hombre justificado puede necesitar una ulterior
purificación. En la liturgia bizantina se presenta bellamente al alma misma
del difunto que clama al Señor: «Permanezco imagen de tu Gloria inefable,
aunque vul-nerado por el pecado» (102).
8.2. La Iglesia cree que existe un estado de condenación definitiva para los
que mueren cargados con pecado grave (103). Se debe evitar completamente
entender el estado de purificación para el encuentro con Dios, de modo
demasiado semejante con el de condenación, como si la diferencia entre ambos
consistiera solamente en que uno sería eterno y el otro temporal; la
purificación posmortal es «del todo diversa del castigo de los condenados»
(104). Realmente, un estado cuyo centro es el amor, y otro cuyo centro sería
el odio, no pueden compararse. El justificado vive en el amor de Cristo. Su
amor se hace más consciente por la muerte. El amor que se ve retardado en
poseer a la persona amada padece dolor y por el dolor se purifica (105). San
Juan de la Cruz explica que el Espíritu Santo, como «llama de amor viva»,
purifica el alma para que llegue al amor perfecto de Dios, tanto aquí en la
tierra como después de la muerte si fuera necesario; en este sentido,
establece un cierto paralelismo entre la purificación que se da en las
llamadas «noches» y la purificación pasiva del purgatorio (106). En la
historia de este dogma, una falta de cuidado en mostrar esta profunda
diferencia entre el estado de purificación y el estado de condenación ha
creado graves dificultades en la conducción del diálogo con los cristianos
orientales (107).
9. Irrepetibilidad y unicidad de la vida humana. Los problemas de la
reencarnación
9.1. Con la palabra «reencarnación» (o también con otras equivalentes como
los términos griegos METEMPSYKHOSIS o METENSOMATOSIS) se denomina a una
doctrina que sostiene que el alma humana después de la muerte asume otro
cuerpo, y de este modo se encarna de nuevo. Se trata de una concepción
nacida en el paganismo que, por contradecir completamente a la Sagrada
Escritura y a la Tradición de la Iglesia, ha sido siempre rechazada por la
fe y la teología cristianas (108).
La «reencarnación» se difunde hoy ampliamente en el mundo, también en el
occidental y entre muchísimos que se autodeno-minan cristianos. Muchos
medios de comunicación la proclaman. Además, cada día se hace más fuerte el
influjo de las religiones y filosofías orientales que mantienen la
reencarnación; a este influjo parece que hay que atribuir el aumento de
mentalidad sincretista. La facilidad con que muchos aceptan la reencarnación
quizás se deba en parte a una reacción espontánea e instintiva contra el
creciente materialismo. En el modo de pensar de muchos hombres de nuestro
tiempo, esta vida terrena se percibe como demasiado breve para poder
realizar en ella todas las posibilidades de un hombre o para que puedan
superarse o corregirse los defectos cometidos en ella.
La fe católica ofrece una respuesta plena a este modo de pensar. Es verdad
que la vida humana es demasiado breve para que se superen y corrijan los
defectos cometidos en ella; pero la purificación escatológica será perfecta.
Tampoco es posible realizar todas las virtualidades de un hombre en el
tiempo tan breve de una sola vida terrestre; pero la resurrección final
gloriosa llevará al hombre a un estado que supera todo deseo suyo.
9.2. Sin que sea posible exponer aquí separadamente todos los aspectos con
que los diversos reencarnacionistas exponen su sistema, la tendencia de
reencarnacionismo, prevalente hoy en el mundo occidental, se puede reducir
sintéticamente a cuatro puntos (109).
9.2.1. Existen muchas existencias terrestres. Nuestra vida actual ni es
nuestra primera existencia corporal ni será la última. Ya vivimos
anteriormente y viviremos todavía repetidamente en cuerpos materiales
siempre nuevos.
9.2.2. Hay una ley en la naturaleza que impulsa a un continuo progreso hacia
la perfección. Esta misma ley conduce las almas a vidas siempre nuevas y no
permite retroceso alguno, más aún, tampoco una parada definitiva. A fortiori
se excluye un estado definitivo de condenación sin fin. Después de más o
menos siglos, todos llegarán a la perfección final de un puro espíritu
(negación del infierno).
9.2.3. La meta final se obtiene por los propios méritos. En cada nueva
existencia, el alma progresa en la medida de sus propios esfuerzos. Todo mal
cometido se reparará con expiacio-nes personales, que el propio espíritu
padece en encarnaciones nuevas y difíciles (negación de la redención).
9.2.4. En la medida en que el alma progresa hacia la perfección final,
asumirá en sus nuevas encarnaciones un cuerpo cada vez menos material. En
este sentido, el alma tiene tendencia a una definitiva independencia del
cuerpo. Por este camino, el alma llegará a un estado definitivo en el que
finalmente vivirá siempre libre del cuerpo e independiente de la materia
(negación de la resurrección).
9.3. Estos cuatro elementos que constituyen la antropología
reencarnacionista contradicen a las afirmaciones centrales de la revelación
cristiana. No es necesario insistir ulteriormente en su diversidad con
respecto a la antropología característicamente cristiana. El cristianismo
defiende una dualidad, la reencarnación un dualismo, en el que el cuerpo es
un mero instrumento del alma que se abandona después de cada existencia
terrena para tomar otro completamente diverso. En el campo escatológico, el
reencarnacionismo rechaza la posibilidad de una condenación eterna y la idea
de resurrección de la carne.
Pero su principal error consiste en la negación de la soteriología
cristiana. El alma se salva por su esfuerzo. De este modo, mantiene una
soteriología auto-redentora, completamente opuesta a la soteriología
hétero-redentora cristiana. Ahora bien, si se suprime la hetero-redención,
no puede ya hablarse, en modo alguno, de Cristo Redentor. El núcleo de la
soteriología del Nuevo Testamento se contiene en estas palabras: Dios «nos
agració en el Amado. En Él tenemos por medio de su sangre la redención, el
perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre
nosotros» (Ef 1,6-8). Con este punto central está en pie o cae toda la
doctrina sobre la Iglesia, los sacramentos y la gracia. Así es evidente la
gravedad de las doctrinas implicadas en esta cuestión, y se entiende con
facilidad que el magisterio de la Iglesia haya rechazado este sistema con el
nombre de teosofismo (110).
Con respecto al punto específico, afirmado por los reencarnacionistas, de la
repetibilidad de la vida humana, es conocida la afirmación de la carta a los
Hebreos 9,27: «está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego
el juicio». El Concilio Vaticano II citaba este texto para enseñar que el
curso de nuestra vida terrestre es único (111).
En el fenómeno del reencarnacionismo quizás se manifiestan ciertas
aspiraciones de librarse del materialismo. Sin embargo, esta dimensión de
movimiento «espiritualista» no permite en modo alguno ocultar cuánto
contradice el reencarnacionismo al mensaje evangélico.
10. La grandeza del designio divino y la seriedad de la vida humana
10.1. En la unicidad de la vida humana se ve claramente su seriedad. La vida
humana no puede repetirse. Como la vida terrena es camino para las
realidades escatológicas, el modo como procedemos en ella tiene
consecuencias irrevocables. Por ello, esta nuestra vida corporal conduce a
un destino eterno.
El hombre, por su parte, comenzará a conocer el sentido de su destino último
sólo si considera su propia naturaleza recibida de Dios. Dios creó al hombre
a su «imagen y semejanza» (Gn 1,26). Esto implica que lo hizo capaz de
conocer a Dios y de amarlo libremente, mientras que, como señor, rige todas
las demás criaturas, las somete y usa de ellas (112). Esta capacidad se
funda en la espiritualidad del alma humana. Porque ésta es creada en cada
hombre inmediatamente por Dios (113), cada hombre existe como objeto de un
acto concreto de amor creativo de Dios.
10.2. Dios no sólo creó al hombre, sino que ulteriormente lo puso en el
Paraíso (Gn 2,4); con esta imagen la Sagrada Escritura quiere expresar que
el primer hombre fue constituido en cercanía y amistad con Dios (114). Se
entiende entonces que por el pecado contra un precepto grave de Dios se
pierde el Paraíso (Gn 3,23-24), ya que tal pecado destruye la amistad del
hombre con Dios.
Al pecado del primer hombre sigue la promesa de salvación (cf. Gn 3,15),
que, según la exégesis tanto judía como cristiana, había de ser aportada por
el Mesías (cf. en conexión con la palabra SPERMA los LXX: AUTOS y no AUTO).
De hecho, en la plenitud de los tiempos, Dios «nos reconcilió consigo por
Cristo» (2 Co 5,18). Es decir, «a quien no conoció pecado, lo hizo pecado
por nosotros para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5,21).
Movido por la misericordia, «tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo
único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida
eterna» (Jn 3,16). La redención nos permite «desvelar la profundidad de
aquel amor que no se echa atrás ante el extraordinario sacrificio del Hijo,
para colmar la fidelidad del Creador y Padre respecto a los hombres creados
a su imagen y ya desde el “principio” elegidos para la gracia y la gloria»
(115).
Jesús es el verdadero «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn
1,29). El perdón del pecado, obtenido por la muerte y resurrección de Cristo
(cf. Rm 4,25), no es meramente jurídico, sino que renueva al hombre
internamente (116), más aún, lo eleva sobre su condición natural. Cristo ha
sido enviado por el Padre «para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga
4,5). Si con fe viva creemos en su nombre, él nos da «poder de llegar a ser
hijos de Dios» (cf. Jn 1,12). De este modo entramos en la familia de Dios.
El designio del Padre es que reproduzcamos «la imagen de su Hijo, para que
sea él el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Consecuentemente, el
Padre de Jesucristo se hace nuestro Padre (cf. Jn 20,17).
Porque somos hijos del Padre en el Hijo, somos «también herederos; herederos
de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8,17). Así aparece el sentido de la
vida eterna que nos ha sido prometida, como participación en la herencia de
Cristo: «somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20), ya que con respecto al
cielo no somos «extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y
familiares de Dios» (Ef 2,19).
10.3. Jesús, al revelarnos los secretos de su Padre, pretende hacernos
amigos suyos (cf. Jn 15,15). Pero ninguna amistad puede imponerse. La
amistad, como también la adopción, se ofrecen para ser libremente aceptadas
o rechazadas. La felicidad celeste es la consumación de la amistad ofrecida
gratuitamente por Cristo y libremente aceptada por el hombre. «Estar con
Cristo» (Flp 1,23), en situación de amigo, constituye la esencia de la
eterna bienaventuranza celeste (cf. 2 Co 5,6-8; 1 Ts 4,17). El tema de la
visión de Dios «cara a cara» (1 Co 13,12; cf. 1 Jn 3,2) debe entenderse como
expresión de amistad íntima (cf. ya en Ex 33,11: «Yahveh hablaba con Moisés
cara a cara, como habla un hombre con su amigo»).
Esta amistad consumada libremente aceptada implica la posibilidad
existencial de su rechazo. Todo lo que se acepta libremente, puede
rechazarse libremente. Quien elige así el re-chazo, «no participará en la
herencia del Reino de Cristo y de Dios» (Ef 5,5). La condenación eterna
tiene su origen en el rechazo libre, hasta el final, del Amor y de la Piedad
de Dios (117). La Iglesia cree que este estado consiste en la privación de
la visión de Dios y en la repercusión eterna de esta pena en todo su ser
(118). Esta doctrina de fe muestra tanto la importancia de la capacidad
humana de rechazar libremente a Dios como la gravedad de ese libre rechazo.
Mientras el cristiano permanece en esta vida, se sabe colocado bajo el
juicio futuro de Cristo: «Porque es necesario que todos nosotros seamos
puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual
reciba, conforme a lo que hizo a través del cuerpo, el bien o el mal» (2 Co
5,10). Sólo ante Cristo y por la luz comunicada por él, se hará inteligible
el misterio de iniquidad que existe en los pecados que cometemos. Por el
pecado grave, el hombre llega hasta a considerar, en su modo de obrar, «a
Dios como enemigo de la propia criatura y, sobre todo, como enemigo del
hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el hombre» (119).
Como el curso de nuestra vida terrena es único (Hb 9,27) (120) y como en él
se nos ofrecen gratuitamente la amistad y adopción divinas con el peligro de
perderlas por el pecado, aparece claramente la seriedad de esta vida. Pues
las decisiones que en ella se toman tienen consecuencias eternas. El Señor
ha colocado ante nosotros «el camino de la vida y el camino de la muerte»
(Jr 21,8). Aunque Él por la gracia preveniente y adyuvante nos invita al
camino de la vida, podemos elegir cualquiera de los dos (121). Después de la
elección, Dios respeta seriamente nuestra libertad, sin cesar, aquí en la
tierra, de ofrecer su gracia salvífica también a aquellos que se apartan de
Él. En realidad, hay que decir que Dios respeta lo que quisimos hacer
libremente de nosotros mismos, sea aceptando la gracia, sea rechazando la
gracia. En este sentido, se entiende que, de alguna manera, tanto la
salvación como la condenación empiezan aquí en la tierra, en cuanto que el
hombre, por sus decisiones morales, libremente se abre o se cierra a Dios.
Por otra parte, se hace claramente manifiesta la grandeza de la libertad
humana y de la responsabilidad que se deriva de ella.
Todo teólogo es consciente de las dificultades que el hombre, tanto en
nuestro tiempo como en cualquier otro tiempo de la historia, experimenta
para aceptar la doctrina del Nuevo Testamento sobre el infierno. Por ello,
debe recomendarse mucho un ánimo abierto a la sobria doctrina del Evangelio
tanto para exponerla como para creerla. Contentos con esa sobriedad, debemos
evitar el intento de determinar, de manera concreta, los caminos por los que
pueden conciliarse la infinita Bondad de Dios y la verdadera libertad
humana. La Iglesia toma en serio la libertad humana y la Misericordia divina
que ha concedido la libertad al hombre, como condición para obtener la
salvación. Cuando la Iglesia ora por la salvación de todos, en realidad está
pidiendo por la conversión de todos los hombres que viven. Dios «quiere que
todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm
2,4). La Iglesia ha creído siempre que esta voluntad salvífica universal de
Dios tiene, de hecho, una amplia eficacia. Nunca ha declarado la Iglesia la
condenación de alguna persona en concreto. Pero porque el infierno es una
verdadera posibilidad real para cada hombre, no es lícito -aunque se olvide
hoy a veces en la predicación de las exequias- presuponer una especie de
automatismo de la salvación. Por ello, con respecto a esta doctrina es
absolutamente necesario hacer propias las palabras de Pablo: «¡Oh abismo de
la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son
sus designios e inescrutables sus caminos!» (Rm 11,33).
10.4. La vida terrena parece a los reencarnacionistas demasiado breve para
poder ser única. Por esta razón pensaban en su itera-bilidad. El cristiano
debe ser consciente de la brevedad de esta vida terrena, de la que sabe que
es única. Porque «todos caemos muchas veces» (St 3,2) y el pecado ha estado
presente -frecuentemente en nuestra vida ya pasada, es necesario que,
«aprovechando bien el tiempo presente» (Ef 5,16) y sacudiendo «todo lastre y
el pecado que nos asedia, corramos con fortaleza la prueba que se nos
propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb
12,1-2). «No tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la
del futuro» (Hb 13,14). Así el cristiano, como extranjero y forastero (cf. 1
P 2,1 l), se apresura para llegar por la vida santa a la patria (cf. Hb
11,14), en la que estará siempre con el Señor (cf. 1 Ts 4,17).
11. La ley de la oración - la ley de la fe
11.1. Es un principio teológico «que la ley de la oración establezca la ley
de la fe» (122). Podemos y debemos buscar y encontrar en la liturgia la fe
de la Iglesia. Como ahora no es posible una investigación completa sobre la
doctrina escatológica en la liturgia, intentaremos exponer meramente una
breve síntesis de las ideas principales que se encuentran en la liturgia
romana renovada después del Concilio Vaticano II.
11.2. En primer lugar, hay que notar que, en la liturgia de difuntos (123),
Cristo resucitado es la realidad última que ilumina todas las demás
realidades escatológicas. Consecuentemente, la esperanza suprema se coloca
en la resurrección corporal: «Porque Cristo ha resucitado, como primicias de
los muertos, el cual transformará nuestro cuerpo humilde a imagen del cuerpo
de su gloria, encomendemos nuestro hermano al Señor, para que lo reciba en
su paz y resucite su cuerpo en el último día» (124). En este texto es claro
que se afirma la resurrección no sólo como futura, es decir, todavía no
realizada, sino que ha de tener lugar en el fin del mundo.
11.3. Porque hay que esperar la resurrección hasta el fin de los tiempos,
existe mientras tanto una escatología de almas. Por esta razón, para
bendecir el sepulcro se dice una plegaria «para que cuando su carne [del
difunto] sea puesta en él, el alma sea recogida en el paraíso» (125). Con
términos bíblicos, tomados de Lc 23,43, se recuerda que hay un retribución
«inmediatamente después de la muerte» para el alma. También otras fórmulas
de plegarias confiesan esta escatología de almas; así el Ordo exsequiarum
contiene esta oración que se dice para colocar el cuerpo en el féretro:
«Recibe, Señor, el alma de tu siervo N., que te has dignado llamar de este
mundo a ti, para que, liberada del vínculo de todos los pecados, se le
conceda la felicidad del descanso y de la luz eterna, de modo que merezca
ser levantada entre tus santos y elegidos en la gloria de la resurrección»
(126). Una oración por el «alma» del difunto se repite otras veces (127). Es
completamente tradicional y muy antigua la fórmula que debe decirse por el
moribundo cuando parece estar ya próximo el momento de la muerte: «Marcha,
alma cristiana, de este mundo, en nombre de Dios Padre todopoderoso que te
creó, en nombre de Jesucristo el Hijo de Dios vivo que padeció por ti, en
nombre del Espíritu Santo que fue infundido en ti; esté hoy tu lugar en la
paz y tu habitación junto a Dios en la Sión santa» (128).
Las fórmulas que se utilizan en tales oraciones incluyen una petición que no
sería inteligible si no hubiera una purificación posmortal: «No padezca su
alma ninguna lesión, [...] perdónale todos sus delitos y pecados» (129). La
referencia a los delitos y pecados debe explicarse de los pecados cotidianos
y de las reliquias de los mortales, ya que en la Iglesia no se hace oración
alguna por los condenados.
En una oración se subraya bellamente la ordenación de la escatología de
almas a la resurrección: «Encomendamos a tus manos, Padre clementísimo, el
alma de nuestro hermano, soste-nidos por la esperanza cierta de que él, como
todos los difuntos en Cristo, ha de resucitar con Cristo en el último día»
(130). Esta resurrección se concibe de manera completamente realista tanto
por el paralelismo con la resurrección del mismo Cristo como por la relación
que se afirma con respecto al cuerpo muerto que está en el sepulcro: «Señor
Jesucristo, que, reposando tres días en el sepulcro, de tal manera
santificaste las tumbas de todos los que en ti creen, que mientras sirven
para sepultar los cuerpos, aumentasen también la esperanza de la
resurrección, concede benignamente que tu siervo descanse durmiendo con paz
en este sepulcro, hasta que tú, que eres la resurrección y la vida,
resucitándolo lo ilumines» (131). La «Plegaria eucarística III» subraya a la
vez el realismo de la resurrección de los muertos (unido ciertamente a la
idea de transformación gloriosa), su relación con la resurrección del mismo
Cristo y su índole futura: «Concede que el que [por el bautismo] fue
injertado a semejanza de la muerte de tu Hijo, también lo sea de su
resurrección, cuando resucitará de la tierra en carne a los muertos y
transformará nuestro cuerpo humilde según el cuerpo de su gloria» (132). A
este texto debe atribuirse una gran importancia teológica, ya que está
dentro de la misma anáfora.
CONCLUSIÓN
Hemos querido cerrar esta exposición sobre algunas cuestio-nes escatológicas
actuales con el testimonio de la liturgia. Pues la fe de la Iglesia se
manifiesta en la liturgia, que es lugar privilegiado para confesarla. De su
testimonio ha aparecido que la liturgia mantiene el equilibrio que debe
existir en escatología entre los elementos individuales y los colectivos, y
subraya el sentido cristológico de las realidades últimas, sin el que la
escatología se degradaría a mera especulación humana.
Permítasenos ahora al final de esta exposición citar, como síntesis
doctrinal conclusiva, el párrafo con que comienzan los «Prenotandos» al
libro Ordo exsequiarum, en el que además aparece perfectamente el espíritu
de la nueva liturgia romana:
«La Iglesia en las exequias de sus hijos celebra confiadamente el misterio
pascual de Cristo, para que los que por el bautismo se han hecho miembros
del mismo cuerpo de Cristo muerto y resucitado, con él pasen por la muerte a
la vida, en cuanto al alma para purificarse y ser asumidos en el cielo con
los santos y elegidos, en cuanto al cuerpo aguardando la bienaven-turada
esperanza de la venida de Cristo y la resurrección de los muertos. Por ello,
la Iglesia ofrece por los difuntos el sacrificio eucarístico de la Pascua de
Cristo y dirige plegarias y sufragios por ellos para que, comunicando entre
sí todos los miembros de Cristo, a los unos consigan auxilio espiritual y a
los otros ofrezcan el consuelo de la esperanza» (133)
(Este documento de la Comisión Teológica Internacional ha sido preparado por
una subcomisión, presidida por el R. P. Cándido Pozo, S. I., que estaba
compuesta por los profesores J. Ambaum, J. Gnilka, J. M. Ibáñez Langlois, M.
Ledwith, St. Nagy, C. Peter (+), y por los excelentísimos Mons. B.
Kloppenburg, J. Medina Estévez y Ch. Schönborn. Después de haber sido
discutido en la sesión plenaria del mes de diciembre de 1990, ha sido
aprobado in forma specifica con una amplia mayoría por sufragio escrito.
Según los estatutos de la Comisión Teológica Internacional, se publicó con
el permiso del eminentísimo cardenal Joseph Ratzinger, presidente de la
Comisión).
NOTAS
1 Texto oficial latino en COMMISSIO THEOLOGICA
INTERNATIONALIS, De quibusdam quaestionibus actualibus circa eschatologiam:
Gregorianum 73 (1992) 395-435.
2 Cf. SAN CLEMENTE DE ROMA, Ad Corinthios 5:
Fuentes Patrísticas 4, 76-78
3 Cf. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Romanos 4:
Fuentes Patrísticas 1, 152-154
4 CONCILIO VATICANO II, Const. pastoral Gaudium
et spes, 39: AAS 58 (1966) 1057.
5 SÍNODO EXTRAORDINARIO (1985), Relación final
II, A, 1, 6.
6 CONCILIO VATICANO II, Const. pastoral Gaudium
et spes, 18: AAS 58 (1966) 1038.
7 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta
Recentiores episcoporum Synodi, Introducción: AAS 71 (1979) 940.
8 SÍNODO EXTRAORDINARIO (1985), Relación final
II, D, 1, 17.
9 SINODO EXTRAORDINARIO (1985), Relación final 1,
4, 4.
10 Sobre ella cf. H. DE LUBAC, La postérité
spirituelle de Joachim de Fiore, 2 vols. (París 1978 y 1981).
11 Para la relación entre Marx y Hegel cf. ibid.,
t.2, 256-360.
12 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE,
Instrucción Libertatis nuntius, 10, 6: AAS 76 (1984) 901.
13 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE,
Instrucción Libertatis nuntius, 10, 5: AAS 76 (1984) 900.
14 CONCILIO VATICANO II, Const. pastoral Gaudium
et spes, 20: AAS 58 (1966) 1040.
15 CONCILIO VATICANO II, Const. pastoral Gaudium
et spes, 21: AAS 58 (1966) 1041.
16 Cf. PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii
nuntiandi, 34: AAS 68 (1976) 28.
17 Cf. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL,
Promoción humana y salvación cristiana (1976).
18 SÍNODO EXTRAORDINARIO (1985), Relación final
11, D, 6, 19.
19 No es necesario explicar ahora que los hombres
pueden ser de Cristo sin que pertenezcan visiblemente a su Iglesia; cf.
CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática Lumen gentium, 15 s: AAS 57 (1965) 19
s.
20 Cf. CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática
Lumen gentium, 49: AAS 57 (1965) 55.
21 PABLO VI, Profesión de fe, 3: AAS 60 (1968)
434.
22 DS 150.
23 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta
Recentiores episcoporum Synodi, 2: AAS 71 (1979) 941.
24 Contra Celsum 1, 7: GCS 2, 60 (PG 11, 668).
25 A. STUIBER, Refrigerium interim. Die
Vorstellungen vom Zwischenzustand und die frühchristliche Grabeskunst (Bonn
1957) 101.
26 Cf. J. N. D. KELLY, Ear1y Christian Creeds,
2.ª ed. (London 1952) 163-165.
27 DS 540.
28 Sobre hermenéutica cf. COMISIÓN TEOLÓGICA
INTERNACIONAL, La interpretación de los dogmas (1988), c.16.
29 H. U. VON BALTHASAR, Eschatologie, en Fragen
der Theologie heute (Zürich-Kö1n 1957) 407-408.
30 Cf. CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática Dei
Verbum, 2: AAS 58 (1966) 818.
31 CONCILIO VATICANO II, Const. pastoral Gaudium
et spes, 39: AAS 58 (1966) 1057.
32 Fides Damasi: DS 72.
33 Adversus haereses 5, 13, 3: SC 153, 172 (PG 7,
1158). Este fragmento se conserva en griego; para la palabra transfiguratio
tiene el término METASKHEMATISMOS.
34 Ibid., 5, 13, 1: SC 153, 162-164 (PG 7, 1156).
35 Cf. CONCILIO DE TRENTO, Ses. 25, Decreto sobre
las reliquias: DS 1822.
36 Cf. Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS
150: «y de nuevo ha de venir con gloria».
37 Símbolo Quicumque: DS 76.
38 Símbolo Fides Damasi: DS 72.
39 In Leviticum homilia 7, 2: GCS 29, 378 (PG 12,
480).
40 DS 540.
41 GCS 5, 51-55.
42 Tertuliano los combatió como nuevos saduceos
(De resurrectione mortuorum 2, 2: CCL 2, 922 [PL 2, 842]). San Ireneo los
refuta como personas «que no quieren entender que si esto fuera así, como
dicen, el mismo Señor ciertamente, en el que dicen creer, no habría hecho la
resurrección en el tercer día, sino que expirando sobre la cruz,
inmediatamente, sin duda, se habría marchado arriba abandonando el cuerpo a
la tierra» (Adversus haereses 5, 31, 1: SC 153, 388-390 [PG 7, 1208]). Para
Ireneo toda la «economía» de Dios tiene unidad por la carne: Dios hizo al
hombre de carne y envió a su Hijo en la carne, para salvar la carne del
hombre (ibid., 5, 14, 1: SC 153, 182 [PG 7, 1161]). Recuérdese que la
fórmula «resurrección de la carne» entró en los Símbolos de fe para excluir
este influjo de los gnósticos (véase más arriba la nota 26).
43 Según Eusebio de Cesarea (Historia
ecclesiastica 6, 37: GCS 9/2, 592 [PG 20, 597]), Orígenes convenció de su
error a estos herejes árabes.
44 Vorlesungen über 1. Mose 22, 11: WA 43, 218.
45 Artículos de Esmalcalda 2, 2: Die
Bekenntnisschriften der evangelisch-lutherischen Kirche, 3.ª ed. (Göttingen
1956) 425.
46 Brief an Amsdorf (Wartburg, 13. Januar 1522):
WA, Briefwechsel, 2, 422.
47 Cf. BENEDICTO XII, Const. Benedictus Deus: DS
1000, donde se afirma que las almas de los Santos «inmediatamente después de
la muerte» y «antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio universal»,
«vieron y ven la divina esencia con visión intuitiva y también cara a cara,
sin mediación de criatura alguna que tenga razón de objeto visto, sino por
mostrárseles la divina esencia de modo inmediato y desnudo, clara y
patentemente, y que viéndola así gozan de la misma esencia y que, por tal
visión y fruición, las almas de los que salieron de este mundo son
verdaderamente bienaventuradas y tienen vida y descanso eterno».
48 Más arriba, apartado 2, se ha hecho alusión a
las principales teorías con que hoy se propone la resurrección en la muerte.
También más arriba, apartado 4.2, se recuerdan los pocos antecesores de esta
tendencia que existieron en el tiempo patrístico.
49 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta
Recentiores episcoporum Synodi (17 de mayo de 1979): AAS 71(1979) 939-943.
50 Para los cristianos evangélicos cf. Confesión
de Augsburgo, 17: Die Bekenntnisschriften der evangelisch-lutherischen
Kirche, 73.
51 Cf. M. SPANNEUT, Le stoïcisme des Pères de
1’Église. De Clément de Rome à Clément d’Alexandrie (París 1957).
52 CONCILIO VATICANO II, Const. pastoral Gaudium
et spes, 14: AAS 58 (1968) 1035-1036.
53 CONCILIO VATICANO II, Const. pastoral Gaudium
et spes, 18: AAS 58 (1968) 1038.
54 PABLO VI, Profesión de fe, 8: AAS 60 (1968)
436. Cf. también PÍO XII, Enc. Humani generis: DS 3896.
55 Todavía en nuestros días, entre los judíos,
cuando despiertan del sueño, se reza un bekarah en el que se hace la
distinción entre «las almas» y «los cuerpos mortales» con una ulterior
alusión a la «resurrección», cuyo texto procede del Talmud de Babilonia; cf.
Seder R. Amran Gaon, parte 1.ª, Hebrew Text with Critical Apparatus,
Translation with Notes and Introduction by D. HEDEGÄRD (Lund 1951) 13.
56 Cf. PORFIRIO, De Plotini vita, 1: Plotins
Schriften, ed. R. HARDER, t.5 (Hamburg 1958) 2. Cf. también SAN AGUSTÍN, De
civitate Dei 22, 26: CCL 48, 853 (PL 41, 794), para la posición de Porfirio.
57 TERTULIANO, De resurrectione mortuorum 34, 3:
CCL 2, 964 (PL 2, 842).
58 SAN AGUSTÍN, De Genesi ad litteram 12, 35:
CSEL 28/1, 432-433 (PL 34, 483).
59 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta
Recentiores episcoporum synodi, 3. AAS 71 (1979) 941.
60 Super primam epistolam ad Corinthios c.15,
lectio 2, n.924, en Super epistolas Sancti Pauli lectura, ed. R. CAI, t. 1
(Taurini-Romae 1953) 411.
61 Summa Theologiae, I, q.29, a. l, 5 y ad 5: Ed.
Leon. 4, 321 v 328. Cuando santo Tomás considera erróneo «decir que Cristo
fue hombre en el triduo de la muerte» (Summa Theologiae, III, q.50, a.4, c.:
Ed. Leon. 11, 483), defiende que la unión del alma y del cuerpo constituye
la noción de ser hombre.
62 En el lugar citado en la nota 60 había escrito
santo Tomás: «Pues consta que el alma se une naturalmente con el cuerpo, y
se separa de él contra su naturaleza y accidentalmente. Por lo cual, el alma
despojada del cuerpo, mientras está sin el cuerpo, es imperfecta. Pero es
imposible que lo que es natural y de suyo, sea finito y casi nada, y lo
accidental sea infinito, si el alma permanezca siempre sin el cuerpo».
63 Véase el texto suyo al que se refiere la nota
58.
64 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta
Recentiores episcoporum Synodi, 3: AAS 71 (1979) 941.
65 Const. Benedictus Deus: DS 1000.
66 CONCILIO VATICANO II, Const. pastoral Gaudium
et spes, 18: AAS 58 (1966)
67 Cf. SAN FRANCISCO DE ASÍS, Canticum fratris
Solis, 12-13, en Opuscula Sancti Patris Francisci Assisiensis, ed. C. ESSER
(Grottaferrata 1978) 85-86: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana
muerte corporal [...]. Bienaventurados aquellos a los que encuentre en tus
santísimas voluntades, porque la muerte segunda no les hará mal.»
68 SAN GREGORIO DE NISA, Oratio consolatoria in
Pulcheriam: ed. A. SPIRA, en Gregorii Nysseni opera,W. JAEGER-H. LANGERBECK,
9 (Leiden 1967) 472 (PG 46, 877).
69 SAN GREGORIO DE NISA, Oratio catechetica
magna, 32: ed. J. H. SRAWLEY (Cambridge 1903) 116 (PG 45, 80).
70 CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Protrepticus, 11: GCS
12, 80 (PG 8, 232).
71 Cf. CONCILIO VATICANO II, Const. pastoral
Gaudium et spes, 18: AAS 58 (1966) 1038.
72 Cf. JUAN PABLO II, Carta apostólica Salvifici
doloris: AAS 76 (1984) 201-250.
73 Confesiones, 9, 12, 29: CCL 27, 150 (PL 32,
776).
74 Cf. BENEDICTO XII, Const. Benedictus Deus: DS
1000.
75 SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Ad Ephesios 20, 2:
Fuentes Patrísticas 1, 126 (FUNK 1, 230).
76 SAN AGUSTÍN, De cura pro mortuis gerenda, 18,
22: CSEL 41, 658-659 (PL 40, 609-610).
77 Cf. SANTO OFICIO, Decreto (15 de diciembre de
1886): DS 3195-3196; ID., Instrucción (19 de junio de 1926): DS 3680.
78 Cf. F. CUMONT, Lux perpetua (París 1949) 390.
79 CIC 1176, § 3.
80 CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática Lumen
gentium, 51: AAS 57 (1965) 57.
81 CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática Lumen
gentium, 49: AAS 57 (1965) 55.
82 CONCILIO VATICANO II, Const. pastoral Gaudium
et spes, 18: AAS 58 (1966) 1038.
83 CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática Lumen
gentium, 50: AAS 57 (1965) 57.
84 PABLO VI, Profesión de fe, 29: AAS 60 (1968)
444.
85 CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática Lumen
gentium, 50: AAS 57 (1965) 56.
86 CONCILIO DE TRENTO, Ses. 25. Decreto sobre la
invocación de los Santos: DS 1821; CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática
Lumen gentium, 50: AAS 57 (1965) 56.
87 CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática Lumen
gentium, 49, nota 148: AAS 57 (1965) 55.
88 Ad caput VII de Ecclesia, responsio ad modum
35: Acta Synodalia 3/8 (Typis Po1yg1ottis Vaticanis, 1976) 144.
89 CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática Lumen
gentium, 50: AAS 57 (1965) 55.
90 CONCILIO de FLORENCIA, Decreto para los
griegos: DS 1304.
91 Missale Romanum, editio typica (Typis
Polyglottis Vaticanis, 1970), Institutio generalis Missalis Romani, 55, g,
40.
92 BENEDICTO XII, Const. Benedictus Deus: DS
1000.
93 ORÍGENES, In Exodum homilia, 9, 2: SC 321,
282-286 (PG 12, 362-363), piensa que en este lugar se trata del tabernáculo
celeste. SAN AGUSTÍN, Enarratio in Psalmum, 14, 1: CCL 38, 88 (PL 36, 143),
duda.
94 Para la distinción de los pecados cf. COMISIÓN
TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La reconciliación y la penitencia, C, III.
95 CONCILIO DE TRENTO, Ses. 6ª, Decreto sobre la
justificación, canon 30: DS 1580.
96 CONCILIO DE TRENTO, Ses. 14ª, Doctrina sobre
el sacramento de la extremaunción c.2: DS 1696.
97 CONCILIO DE TRENTO, Ses. 6ª, Decreto sobre la
justificación, canon 30: DS 1580. Cf. también CONCILIO DE FLORENCIA, Decreto
para los griegos: DS 1304.
98 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta
Recentiores episcoporum Synodi, 7: AAS 71 (1979) 942.
99 Cf. también TERTULIANO, De corona, 3, 3: CCI-
2, 1043 (PL 2, 99).
100 Cf. CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática
Lumen gentium, 50: AAS 57
(1965) 55.
101 Cf. SAN CIPRIANO, Epistula 55, 20, 3: ed. L.
BAYARD, 2ª ed., t.2 (París 1961) 102 (52: PL 3, 786).
102 Euloghitaria de las exequias antes del
evangelio.
103 Cf. CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática
Lumen gentium, 48: AAS 57 (1965) 54.
104 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta
Recentiores episcoporum Synodi, 7: AAS 71 (1979) 942.
105 Cf. SANTA CATALINA DE GÉNOVA, Trattato del
purgatorio (Génova, 1551).
106 Cf. Llama de amor viva 1, 24: Vida y obras de
San Juan de la Cruz, ed. L. RUANO, 10ª ed. (Madrid 1978) 1013; Noche oscura
2, 6, 6 y 2, 20, 5: ibid., 682 y 716.
107 Los latinos que hablaban de fuego del
purgatorio eran entendidos por los orientales como si mantuvieran el sistema
origenista que explica las penas como meramente y siempre medicinales. Por
ello, en el Concilio de Florencia la doctrina de la purificación posmortal
se expuso con mucha sobriedad (Decreto para los griegos: DS 1304). En el
siglo XVI, los reformadores encontraron otras dificultades en la idea de
esta purificación después de la muerte, las cuales estaban en conexión con
la doctrina de la justificación extrínseca por la fe sola; esta conexión se
afirma expresamente en la Apología de la Confesión de Augsburgo, 12: Die
Bekenntnisschriften der evangelisch-lutherischen Kirche, 255. Es
característico que el Concilio de Trento habló dogmáticamente de esta
purificación posmortal en la Sesión 6ª en el Decreto sobre la justificación
(canon 30: DS 1580); pues el decreto sobre el purgatorio en la Sesión 25ª es
disciplinar y hace referencia explícita al otro dogmático (DS 1820).
108 Cf. L. SCHEFFCZYK, Der Reinkarnationsgedanke
in der altchristlichen Literatur (München 1985).
109 En no pocas culturas orientales, la
reencarnación se propone con una mayor insistencia en los aspectos de
purificación, más aún, a veces de castigo, que en su forma occidental
reciente. Por ello, la reencarnación se percibe como algo doloroso de lo que
el hombre desearía huir. La liberación de este ciclo se considera por
algunos como fruto del propio esfuerzo, por otros como don de Dios.
110 SANTO OFICIO, Respuesta sobre las doctrinas
teosóficas: DS 3648, se refiere a este conjunto de ideas.
111 Cf. CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática
Lumen gentium, 48: AAS 57 (1965) 54. Es un hecho histórico bien conocido que
las palabras «terminado el único curso de nuestra vida terrena» se
introdujeron en la última redacción por un modus propuesto por 123 Padres,
«para que se afirmase la unicidad de esta vida terrena contra los
reencarnacionistas». Ad caput VII de Ecclesia, modus 30: Acta Synodalia 3/8,
143.
112 Cf. CONCILIO VATICANO II, Const. pastoral
Gaudium et spes, 12: AAS 58 (1966) 1034.
113 Véanse más arriba en la nota 54 algunos
textos del magisterio de la Iglesia sobre este punto.
114 Para la realidad de este estado cf. CONCILIO
DE TRENTO, Ses. 5ª, Decreto sobre el pecado original, canon 1: DS 1511.
115 JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 7:
AAS 72 (1980) 1200.
116 CONCILIO DE TRENTO, Ses. 6ª, Decreto sobre la
justificación, c.7: DS 1528.
117 PABLO VI, Profesión de fe, 12: AAS 60 (1968)
438.
118 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta
Recentiores episcoporum Synodi, 7: AAS 71 (1979) 941s.
119 JUAN PABLO II, Enc. Dominum et vivificantem,
38: AAS 78 (1986) 851.
120 Cf. CONCILIO VATICANO II, Const. dogmática
Lumen gentium, 48: AAS 57 (1965) 54.
121 Cf. CONCILIO DE TRENTO, Ses. 6ª, Decreto
sobre la justificación, c.5: DS 1525.
122 Indículo, 8: DS 246.
123 La palabra latina defunctus (difunto)
significa aquel que ha cumplido alguna tarea. El «difunto» existe ahora como
sujeto. El que funge sus obligaciones en la tierra es admitido en el Reino,
sea inmediatamente después de la muerte, sea después de la purificación
escatológica si es necesaria.
124 Ordo exsequiarum, edición típica, n.55 (Typis
Polyglottis Vaticanis, 1969) 25. Exactamente las mismas palabras en n.72,
p.32 y n.184, p.73.
125 Ibid., n.195, p.77.
126 N.30, p.16.
127 Cf. Ordo exsequiarum, n.33, p.18; n.46-48,
p.22; n.65, p.29; n.67, p.30; n.167, p.67; n.174, p.70; n.192-193, p.76;
n.195, p.77; n.200, p.80; n.230, p.87.
128 Ordo unctionis infirmorum eorumque pastoralis
cura, edición típica, n.146 (Typis Polyglottis Vaticanis, 1972) 60.
129 Ordo exsequiarum, n.167, p.68.
130 Ibid., n.48, p.22.
131 Ibid., n.53, p. 24.
132 Missale Romanum, 465.
133 Ordo exsequiarum, Praenotanda, n. 1, p.7.