Memoria y Reconciliación - La Iglesia y las Culpas del Pasado
COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL
Juan Pablo II no sólo renueva el lamento por las «dolorosas
memorias» que han ido marcando la historia de las divisiones entre los
cristianos, como habían hecho Pablo VI y el Concilio Vaticano II 18,
sino que extiende la petición de perdón también a una multitud de hechos
históricos, en los cuales la Iglesia o grupos particulares de cristianos han
estado implicados por diversos motivos 19. En la Carta apostólica
Tertio millennio adveniente 20, el Papa desea que el Jubileo
del Año 2000 sea la ocasión para una purificación de la memoria de la Iglesia
de «todas las formas de contratestimonio y de escándalo», que se han sucedido
en el curso del milenio pasado 21.
La Iglesia es invitada a «asumir con conciencia más viva el
pecado de sus hijos». Ella «reconoce como suyos a los hijos pecadores», y los
anima a «purificarse, en el arrepentimiento, de los errores, infidelidades,
incoherencias y lentitudes» 22. La responsabilidad de los
cristianos en los males de nuestro tiempo es igualmente evocada 23,
si bien el acento recae particularmente sobre la solidaridad de la Iglesia de
hoy con las culpas pasadas, de las que algunas son explícitamente mencionadas,
como la división entre los cristianos 24 o los «métodos de
violencia y de intolerancia» utilizados en el pasado para evangelizar 25.
El mismo Juan Pablo II estimula a profundizar teológicamente
la asunción de las culpas del pasado y la eventual petición de perdón a los
contemporáneos 26, cuando, en la exhortación Reconciliatio et
paenitentia, afirma que en el sacramento de la penitencia «el pecador se
encuentra solo ante Dios con su culpa, su arrepentimiento y su confianza.
Nadie puede arrepentirse en lugar suyo o pedir perdón en su nombre». El pecado
es, por tanto, siempre personal, también cuando hiere a la Iglesia entera que,
representada por el sacerdote ministro de la penitencia, es mediadora
sacramental de la gracia que reconcilia con Dios 27. También las
situaciones de «pecado social», que se verifican en el interior de las
comunidades humanas cuando se lesionan la justicia, la libertad y la paz, «son
siempre el fruto, la acumulación y la concentración de pecados personales». En
el caso de que la responsabilidad moral quedara diluida en causas anónimas,
entonces no se podría hablar de pecado social más que por analogía 28.
De donde se deduce que la imputabilidad de una culpa no puede extenderse
propiamente más allá del grupo de personas que han consentido en ella
voluntariamente, mediante acciones o por omisiones o por negligencia.
4. Las cuestiones planteadas
La Iglesia es una sociedad viva que atraviesa los siglos. Su
memoria no está sólo constituida por la tradición que se remonta a los
Apóstoles, normativa para su fe y para su vida, sino que es también rica por
la variedad de las experiencias históricas, positivas y negativas, que ella ha
vivido. El pasado de la Iglesia estructura en amplia medida su presente. La
tradición doctrinal, litúrgica, canónica y ascética nutre la vida misma de la
comunidad creyente, ofreciéndole un muestrario incomparable de modelos a
imitar. A través del peregrinaje terreno, sin embargo, el grano bueno
permanece siempre mezclado con la cizaña de manera inextricable, la santidad
se establece al lado de la infidelidad y del pecado 29. Y así es
como el recuerdo de los escándalos del pasado puede obstaculizar el testimonio
de la Iglesia de hoy y el reconocimiento de las culpas cometidas por los hijos
de la Iglesia de ayer puede favorecer la renovación y la reconciliación en el
presente.
La dificultad que se perfila es la de definir las culpas
pasadas, a causa sobre todo del juicio histórico que esto exige, ya que en lo
acontecido se ha de distinguir siempre la responsabilidad o la culpa
atribuible a los miembros de la Iglesia en cuanto creyentes, de aquella
referible a la sociedad de los siglos llamados «de cristiandad» o a las
estructuras de poder en las que lo temporal y lo espiritual se hallaban
entonces estrechamente entrelazados. Una hermenéutica histórica es, por tanto,
necesaria más que nunca, para hacer una distinción adecuada entre la acción de
la Iglesia en cuanto comunidad de fe y la acción de la sociedad en tiempos de
ósmosis entre ellas.
Los pasos llevados a cabo por Juan Pablo II para pedir perdón
de las culpas del pasado han sido comprendidos en muchísimos ambientes,
eclesiales y no eclesiales, como signos de vitalidad y de autenticidad de la
Iglesia, tales como para reforzar su credibilidad. Es justo, por otra parte,
que la Iglesia contribuya a modificar imágenes de sí falsas e inaceptables,
especialmente en los campos en los que, por ignorancia o por mala fe, algunos
sectores de opinión se complacen en identificarla con el oscurantismo y con la
intolerancia. Las peticiones de perdón formuladas por el Papa han suscitado
también una emulación positiva en el ámbito eclesial y más allá de él. Jefes
de estado o de gobierno, sociedades privadas y públicas, comunidades
religiosas piden actualmente perdón por episodios o períodos históricos
marcados por injusticias. Esta praxis no es en absoluto retórica, tanto que
algunos dudan en acogerla al calcular los costes consiguientes a un
reconocimiento de solidaridad con las culpas pasadas, entre otros en el plano
judicial. También desde este punto de vista urge, por tanto, un discernimiento
riguroso.
No faltan, sin embargo, fieles desconcertados, en cuanto que
su lealtad hacia la Iglesia parece quedar alterada. Algunos de ellos se
preguntan cómo transmitir el amor a la Iglesia a las jóvenes generaciones, si
esta misma Iglesia está imputada por crímenes y por culpas. Otros observan que
el reconocimiento de las culpas es al menos unilateral y se ve aprovechado por
los detractores de la Iglesia, satisfechos al verla confirmar los prejuicios
que ellos mantienen a su respecto. Otros ponen en guardia ante la
culpabilización arbitraria de generaciones actuales de creyentes por
deficiencias en las que ellos no han consentido en modo alguno, aun
declarándose dispuestos a asumir su responsabilidad en la medida en que grupos
humanos se pudieran sentir todavía hoy afectados por las consecuencias de
injusticias sufridas en otros tiempos por sus predecesores. Algunos, además,
retienen que la Iglesia podrá purificar su memoria respecto a las acciones
ambiguas en las que ha estado implicada en el pasado tomando simplemente parte
en el trabajo crítico sobre la memoria, que se está desarrollando en nuestra
sociedad. Así, ella podría afirmar condividir con sus contemporáneos el
rechazo de lo que la conciencia moral actual reprueba, sin proponerse como la
única culpable y responsable de los males del pasado, buscando al mismo tiempo
el diálogo en la comprensión recíproca con cuantos se sintieran todavía hoy
heridos por hechos pasados imputables a los hijos de la Iglesia. Finalmente,
es de esperarse que algunos grupos puedan reclamar una petición de perdón en
relación con ellos, o por analogía con otros o porque retengan haber sufrido
comportamientos ofensivos. En cualquier caso, la purificación de la memoria no
podrá significar jamás que la Iglesia renuncie a proclamar la verdad revelada
que le ha sido confiada, tanto en el campo de la fe como en el de la moral.
Se perfilan así diversos interrogantes: ¿se puede hacer pesar
sobre la conciencia actual una culpa vinculada a fenómenos históricos
irrepetibles, como las cruzadas o la inquisición? ¿No es demasiado fácil
juzgar a los protagonistas del pasado con la conciencia actual (como hacen
escribas y fariseos, según Mt 23,29-32), como si la conciencia moral no
se hallara situada en el tiempo? ¿Se puede acaso, por otra parte, negar que el
juicio ético siempre tiene vigencia, por el simple hecho de que la verdad de
Dios y sus exigencias morales siempre tienen valor? Cualquiera que sea la
actitud a adoptar, ésta debe confrontarse con estos interrogantes y buscar
respuestas que estén fundadas en la revelación y en su transmisión viva en la
fe de la Iglesia. La cuestión prioritaria es, por tanto, la de esclarecer en
qué medida las peticiones de perdón por las culpas del pasado, sobre todo
cuando se dirigen a grupos humanos actuales, entran en el horizonte bíblico y
teológico de la reconciliación con Dios y con el prójimo.
CAPÍTULO II
APROXIMACIÓN BÍBLICA
Es posible desarrollar de varios modos una indagación sobre
el reconocimiento que Israel hace de sus culpas en el Antiguo Testamento y
sobre el tema de la confesión de las culpas tal como ésta se presenta en las
tradiciones del Nuevo Testamento 30. La naturaleza teológica de la
reflexión aquí llevada a cabo induce a privilegiar una aproximación de tipo
prevalentemente temático, partiendo de la pregunta siguiente: ¿qué trasfondo
ofrece el testimonio de la Sagrada Escritura a la invitación que Juan Pablo II
hace a la Iglesia para que confiese las culpas del pasado?
1. El Antiguo Testamento
Confesiones de pecado y consecuentes peticiones de perdón se
encuentran en toda la Biblia, tanto en las narraciones del Antiguo Testamento,
como en los salmos, en los profetas, en los evangelios, así como, más
esporádicamente, en la literatura sapiencial y en las cartas del Nuevo
Testamento. Dada la abundancia y difusión de estos testimonios, se plantea la
pregunta de cómo seleccionar y catalogar el conjunto de los textos
significativos. Puede preguntarse acerca de los textos bíblicos relativos a la
confesión de los pecados: ¿quién está confesando qué cosa (y qué género de
culpa) a quién? Plantear así la cuestión ayuda a distinguir dos categorías
principales de «textos de confesión», cada una de las cuales comprende
diversas subcategorías, a saber: a) textos de confesión de pecados
individuales; b) textos de confesión de los pecados del pueblo entero
(y de aquellos de sus antepasados). En relación con la reciente praxis
eclesial, de la que parte nuestra investigación, conviene restringir el
análisis a la segunda categoría.
En ella pueden identificarse diversas posibilidades, según
quién haga la confesión de los pecados del pueblo y quién esté asociado o no a
la culpa común, prescindiendo de la presencia o no de una conciencia de la
responsabilidad personal (madurada sólo de manera progresiva; cf. Ez
14,12-23; 18,1-32; 33,10-20). Basándose en estos criterios, pueden
distinguirse los siguientes casos, por otra parte más bien flexibles:
— Una primera serie de textos representa al pueblo
entero (a veces personificado como un «Yo» singular), el cual, en un momento
particular de su historia, confiesa o alude a sus pecados contra Dios sin
ninguna referencia (explícita) a las culpas de las generaciones precedentes
31.
— Otro grupo de textos sitúa la confesión de los
pecados actuales del pueblo, dirigida a Dios, en los labios de uno o más jefes
(religiosos), que pueden o no incluirse explícitamente en el pueblo pecador
por el cual oran 32.
— Un tercer grupo de textos presenta al pueblo o a
uno de sus jefes en el acto de evocar los pecados de los antepasados, sin
mencionar, no obstante, los de la generación presente 33.
— Con más frecuencia, las confesiones que
mencionan las culpas de los antepasados las vinculan expresamente a los
errores de la generación presente 34.
De los testimonios recogidos resulta que en todos los casos
donde son mencionados los «pecados de los padres» la confesión está dirigida
únicamente a Dios y los pecados confesados desde el pueblo o por el pueblo son
aquellos cometidos directamente contra Él, más bien que los cometidos
(también) contra otros seres humanos (sólo en Núm 27,7 se hace alusión a una
parte humana ofendida, Moisés) 35. Surge la cuestión de por qué los
escritores bíblicos no han sentido la necesidad de peticiones de perdón
dirigidas a interlocutores presentes a propósito de culpas cometidas por los
padres, a pesar de su fuerte sentido de la solidaridad entre las generaciones,
tanto en el bien como en el mal (se piense en la idea de la personalidad
corporativa). Varias hipótesis podrían avanzarse como respuesta a esta
cuestión. Hay, sobre todo, el difuso teocentrismo de la Biblia, que da la
precedencia al reconocimiento tanto individual como nacional de las culpas
cometidas contra Dios. Además, actos de violencia perpetrados por Israel
contra otros pueblos, que parecerían exigir una petición de perdón a aquellos
pueblos o a sus descendientes, son comprendidos como la ejecución de
directrices divinas respecto a ellos, como, por ejemplo, Jos 2-11 y
Dt 7,2 (el exterminio de los cananeos) o 1 Sam 15 y Dt 25,19
(la destrucción de los amalecitas). En tales casos, el mandato divino
implicado parecería excluir toda posible petición de perdón que habría de
hacerse 36. Las experiencias de malos tratos por parte de otros
pueblos, sufridas por Israel, y la animosidad así suscitada, podrían haber
militado también contra la idea de pedir perdón a estos pueblos por el mal
causado a ellos 37.
Queda, a pesar de todo, como algo relevante en el testimonio
bíblico el sentido de la solidaridad intergeneracional en el pecado (y en la
gracia), que se expresa en la confesión ante Dios de los «pecados de los
antepasados», tanto que, citando la espléndida oración de Azarías, Juan Pablo
II ha podido afirmar: «“Bendito eres tú, Señor, Dios de nuestros padres [...]
nosotros hemos pecado, hemos actuado como inicuos, alejándonos de ti, hemos
faltado en todo modo y manera. No hemos obedecido tus mandatos” (Dan
3,26.29). Así oraban los hebreos después del exilio (cf. también Bar 2,11-13),
haciéndose cargo de las culpas cometidas por sus padres. La Iglesia imita su
ejemplo y pide perdón por las culpas también históricas de sus hijos» 38.
2. El Nuevo Testamento
Un tema fundamental, unido a la idea de la culpa y
ampliamente presente en el Nuevo Testamento, es el de la absoluta santidad de
Dios. El Dios de Jesús es el Dios de Israel (cf. Jn 4,22), invocado
como «Padre santo» (Jn 17,11), llamado «el Santo» en 1 Jn 2,20
(cf. Ap 6,10). La triple proclamación de Dios como «santo» en Is 6,3
retorna en Ap 4,8, mientras que 1 Pe 1,16 insiste en el hecho de
que los cristianos deben ser santos «porque está escrito: vosotros seréis
santos, porque yo soy santo» (cf. Lev 11,44-45; 19,2). Todo esto
refleja la noción véterotestamentaria de la absoluta santidad de Dios. Sin
embargo, para la fe cristiana la santidad divina ha entrado en la historia en
la persona de Jesús de Nazaret: la noción véterotestamentaria no se ha visto
abandonada, sino desarrollada, en el sentido de que la santidad de Dios se
hace presente en la santidad del Hijo encarnado (cf. Mc 1,24; Lc
1,35; 4,34; Jn 6,69; Hch 4,27.30; Ap 3,7), y la santidad
del Hijo está participada por los «suyos» (cf. Jn 17,16-19), hechos
hijos en el Hijo (cf. Gál 4,4-6; Rom 8,14-17). No puede darse,
sin embargo, aspiración alguna a la filiación divina en Jesús mientras no se
dé amor al prójimo (cf. Mc 12,29-31; Mt 22,37-38; Lc
10,27-28).
Este motivo, decisivo en la enseñanza de Jesús, se convierte
en el «mandamiento nuevo» en el evangelio de Juan: los discípulos deberán amar
como Él ha amado (cf. Jn 13,34-35; 15,12.17), es decir, perfectamente,
«hasta el fin» (Jn 13,1). El cristiano, por tanto, está llamado a amar
y a perdonar según una medida que trasciende toda medida humana de justicia y
produce una reciprocidad entre los seres humanos, que refleja la existente
entre Jesús y el Padre (cf. Jn 13,34s; 15,1-11; 17,21-26). En esta
óptica se da un gran relieve al tema de la reconciliación y del perdón de las
ofensas. A sus discípulos Jesús les pide estar siempre dispuestos a perdonar a
cuantos les hayan ofendido, así como Dios mismo ofrece siempre su perdón:
«Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt
6,12.12-15). Quien se halla en grado de perdonar al prójimo demuestra haber
comprendido la necesidad que personalmente tiene del perdón de Dios. El
discípulo está invitado a perdonar «hasta setenta veces siete» a quien le
ofende, incluso aunque éste no pidiera perdón (Mt 18,21-22).
Jesús insiste sobre la actitud requerida de la persona
ofendida respecto a sus ofensores: ella está llamada a dar el primer paso,
cancelando la ofensa mediante el perdón ofrecido «de corazón» (cf. Mt
18,35; Mc 11,25), consciente de ser ella misma pecadora ante Dios,
quien jamás rechaza el perdón invocado con sinceridad. En Mt 5,23-24
Jesús pide al ofensor «ir a reconciliarse con el propio hermano, que tenga
algo contra él», antes de presentar su ofrenda sobre el altar: no es agradable
a Dios un acto de culto llevado a cabo por quien no quiera reparar primero el
daño causado al propio prójimo. Lo que cuenta es cambiar el propio corazón y
mostrar de manera adecuada que se quiere realmente la reconciliación. El
pecador, no obstante, en la conciencia de que sus pecados hieren al mismo
tiempo su relación con Dios y con el prójimo (cf. Lc 15,21), puede
esperarse el perdón solamente de Dios, ya que solamente Dios es siempre
misericordioso y dispuesto a cancelar los pecados. Éste es también el
significado del sacrificio de Cristo, que de una vez para siempre nos ha
purificado de nuestros pecados (cf. Heb 9,22; 10,18). Así, el ofensor y
el ofendido son reconciliados por Dios en la misericordia suya, que a todos
acoge y perdona.
En este cuadro, que podría ampliarse mediante el análisis de
las cartas de Pablo y de las cartas católicas, no hay indicio alguno de que la
Iglesia de los orígenes haya dirigido su atención a los pecados del pasado
para pedir perdón. Lo cual puede explicarse por la fuerte conciencia de la
novedad cristiana, que proyecta a la comunidad más bien hacia el futuro que
hacia el pasado. No obstante, se encuentra una insistencia más amplia y sutil,
que atraviesa el Nuevo Testamento: en los evangelios y en las cartas la
ambivalencia propia de la experiencia cristiana se halla ampliamente
reconocida. Para Pablo, por ejemplo, la comunidad cristiana es un pueblo
escatológico, que vive ya la «nueva creación» (cf. 2 Cor 5,17; Gál
6,15), pero esta experiencia, hecha posible por la muerte y resurrección de
Jesús (cf. Rom 3,21-26; 5,6-11; 8,1-11; 1 Cor 15,54-57), no nos
libra de la inclinación al pecado, presente en el mundo a causa de la caída de
Adán. Como resultado de la intervención divina en y a través de la muerte y
resurrección de Jesús, hay ahora dos escenarios posibles: la historia de Adán
y la de Cristo. Ambas discurren la una al lado de la otra y el creyente deberá
contar sobre la muerte y la resurrección del Señor Jesús (cf., p. ej., Rom
6,1-11; Gál 3,27-28; Col 3,10; 2 Cor 5,14-15) para ser
parte de la historia en la que «sobreabunda la gracia» (cf. Rom
5,12-21).
Una tal relectura teológica del acontecimiento pascual de
Cristo muestra cómo la Iglesia de los orígenes tenía una conciencia aguda de
las posibles deficiencias de los bautizados. Se podría decir que el entero
corpus paulinum llama a los creyentes a un reconocimiento pleno de su
dignidad, aun contando con la conciencia viva de la fragilidad de su condición
humana: «Cristo nos ha liberado para que permanezcamos libres; manteneos,
pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud»
(Gál 5,19). Un motivo análogo puede hallarse en las narraciones de los
evangelios. Emerge incisivamente en Marcos, donde las carencias de los
discípulos de Jesús son uno de los temas dominantes de la narración (cf. Mc
4,40-41; 6,36-37.51-52; 8,14-21.31-33; 9,5-6.32-41; 10,32-45;
14,10-11.17-21.50; 16,8). El mismo motivo retorna en todos los evangelistas,
aunque se halle comprensiblemente difuminado. Judas y Pedro son,
respectivamente, el traidor y el que reniega de su Maestro, si bien
Judas llega a la desesperación por la acción cometida (cf. Hch 1,15-20),
mientras que Pedro se arrepiente (cf. Lc 22,61s) y llega a la triple
profesión de amor (cf. Jn 21,15-19). En Mateo, incluso durante la
aparición final del Señor resucitado, mientras los discípulos lo adoran,
«algunos todavía dudaban» (Mt 28,17). El cuarto evangelio presenta a
los discípulos como aquellos a los cuales se les ha otorgado un amor
inconmensurable, a pesar de que su respuesta esté hecha de ignorancia,
deficiencias, negaciones y traición (cf. 13,1-38).
Esta constante presentación de los discípulos llamados a
seguir a Jesús, que titubean al abandonarse al pecado, no es simplemente una
relectura crítica de los orígenes. Los relatos se hallan planteados de tal
modo que se dirigen a todo discípulo sucesivo de Cristo que se halle en
dificultad y contemple el Evangelio como la propia guía e inspiración. Por
otra parte, el Evangelio está lleno de recomendaciones a portarse bien, a
vivir un nivel más alto de compromiso, a evitar el mal (cf., p. ej., Sant
1,5-8.19-21; 2,1-7; 4,1-10; 1 Pe 1,13-25; 2 Pe 2,1-22; Jud
3-13; 1 Jn 1,5-10; 2,1-11.18-27; 4,1-6; 2 Jn 7-11; 3 Jn
9-10). No hay, sin embargo, ninguna llamada explícita, dirigida a los primeros
cristianos, a confesar las culpas del pasado, si bien es ciertamente muy
significativo el reconocimiento de la realidad del pecado y del mal en el
interior del pueblo llamado a la existencia escatológica, propia de la
condición cristiana (se piense sólo en los reproches contenidos en las cartas
a las siete Iglesias del Apocalipsis). Según la petición que se encuentra en
la oración del Señor, este pueblo invoca: «Perdónanos nuestros pecados, porque
también nosotros perdonamos a todo deudor nuestro» (Lc 11,4; cf. Mt
6,12). Los primeros cristianos, en fin de cuentas, manifiestan ser bien
conscientes de poder comportarse en manera no correspondiente a la vocación
recibida, no viviendo el bautismo de la muerte y resurrección de Jesús, con el
cual habían sido bautizados.
3. El Jubileo bíblico
Un significativo trasfondo bíblico de la reconciliación
vinculada a la superación de situaciones pasadas lo representa la celebración
del Jubileo, tal como está regulada en el libro del Levítico (cap. 25). En una
estructura social hecha de tribus, clanes y familias se creaban
inevitablemente situaciones de desorden cuando individuos o familias de
condiciones precarias debían «rescatarse» a sí mismos de las propias
dificultades, entregando la propiedad de su tierra o casa, siervos o hijos a
aquellos que se encontraban en condiciones mejores que las suyas. Un sistema
como éste producía el efecto de que algunos israelitas llegaban a sufrir
situaciones intolerables de deuda, pobreza y esclavitud, para beneficio de
otros hijos de Israel, en aquella misma tierra que les había sido dada por
Dios. Todo esto podía traer consigo que, en períodos más o menos largos de
tiempo, un territorio o un clan cayeran en las manos de pocos ricos, mientras
que el resto de las familias del clan llegaba a encontrarse en una forma tal
de endeudamiento o de esclavitud que les obligaba a vivir en total dependencia
de los más acomodados.
La legislación de Lev 25 constituye un intento de
subvertir todo esto (¡hasta el punto de poder dudar que jamás se haya puesto
en práctica de una manera plena!); la legislación convocaba la celebración del
Jubileo cada cincuenta años con el fin de preservar el tejido social del
pueblo de Dios y restituir la independencia también a la familia más pequeña
del país. Para Lev 25 es decisiva la repetición regular de la confesión
de fe de Israel en el Dios que ha liberado a su pueblo a través del éxodo: «Yo
soy el Señor, vuestro Dios, que os saqué de la tierra de Egipto, para daros la
tierra de Canaán y ser vuestro Dios» (Lev 25,38; cf. vv.42.45). La
celebración del Jubileo era una admisión implícita de culpa y un intento de
restablecer un orden justo. Todo sistema que llevara a la alienación de
cualquier israelita, esclavo en otro tiempo, pero ahora liberado por el brazo
poderoso de Dios, venía de hecho a desmentir la acción salvífica divina en el
éxodo y a través del éxodo.
La liberación de las víctimas y de los que sufren se convierte
en parte del más amplio programa de los profetas. El Déutero-Isaías, en los
poemas del Siervo sufriente (Is 42,1-9; 49,1-6; 50,13-53,12),
desarrolla estas alusiones a la práctica del Jubileo juntamente con los temas
del rescate y de la libertad, del retorno y de la redención. Isaías 58 es un
ataque contra la observancia ritual que no tiene en cuenta la justicia social,
una llamada a la liberación de los oprimidos (Is 58,6), centrada
específicamente en las obligaciones de parentesco (v.7). Más claramente,
Isaías 61 usa las imágenes del Jubileo para representar al Ungido como el
heraldo de Dios enviado a «evangelizar» a los pobres, a proclamar la libertad
a los prisioneros y a anunciar el año de gracia del Señor. Significativamente
es este mismo texto, con una alusión a Isaías 58,6, el que Jesús usa para
presentar la finalidad de su vida y de su ministerio en Lucas 4,17-21.
4. Conclusión
De todo lo dicho se puede concluir que la llamada dirigida por Juan Pablo II a la Iglesia para que caracterice el año jubilar con una admisión de culpa por todos los sufrimientos y las ofensas de que se han hecho responsables en el pasado sus hijos 39, así como la praxis unida a ello, no encuentran una verificación unívoca en el testimonio bíblico. Sin embargo, se basan en todo lo que la Sagrada Escritura afirma respecto a la santidad de Dios, a la solidaridad intergeneracional de su pueblo y al reconocimiento de su ser pecador. La apelación del Papa asume, además, correctamente el espíritu del Jubileo bíblico, que requiere que sean llevados a cabo actos destinados a restablecer el orden del designio originario de Dios sobre la creación. Esto exige que la proclamación del hoy del Jubileo, iniciado por Jesús (cf. Lc 4,21), se continúe en la celebración jubilar de su Iglesia. Además, esta singular experiencia de gracia empuja al pueblo de Dios todo entero, así como a cada uno de los bautizados, a tomar una conciencia todavía mayor del mandato recibido del Señor para estar siempre dispuestos a perdonar las ofensas recibidas.
CAPÍTULO III
FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS
«Es justo que, mientras el segundo milenio del cristianismo
llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus
hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la
historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su evangelio, ofreciendo
al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe,
el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de
antitestimonio y de escándalo. La Iglesia, aun siendo santa por su
incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre
como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos
pecadores» 40. Estas palabras de Juan Pablo II subrayan cómo la
Iglesia se encuentra afectada por el pecado de sus hijos: santa, en cuanto
hecha tal por el Padre mediante el sacrificio del Hijo y el don del Espíritu,
es en un cierto sentido también pecadora, en cuanto asume realmente sobre ella
el pecado de aquellos a quienes ha engendrado en el bautismo, análogamente a
como Cristo Jesús ha asumido el pecado del mundo (cf. Rom 8,3; 2 Cor
5,21; Gál 3,13; 1 Pe 2,24) 41. Por otra parte,
pertenece a la más profunda autoconciencia eclesial en el tiempo el
convencimiento de que la Iglesia no es sólo una comunidad de elegidos, sino
que comprende en su seno justos y pecadores, del presente y del pasado, en la
unidad del misterio que la constituye. De hecho, tanto en la gracia como en la
herida del pecado, los bautizados de hoy son convecinos y solidarios con los
de ayer. Por ello se puede decir que la Iglesia, una en el tiempo y en el
espacio en Cristo y en el Espíritu, es verdaderamente «santa al mismo tiempo y
siempre necesitada de purificación» 42. De esta paradoja,
característica del misterio eclesial, nace el interrogante de cómo conciliar
los dos aspectos: de una parte, la afirmación de fe de la santidad de la
Iglesia; de otra parte, su necesidad incesante de penitencia y de
purificación.
1. El misterio de la Iglesia
«La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la
trasciende. Solamente “con los ojos de la fe” se puede ver al mismo tiempo en
esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de la vida divina»
43. El conjunto de los aspectos visibles e históricos se relaciona
con el don divino de manera análoga a como en el Verbo de Dios encarnado la
humanidad asumida es signo e instrumento del actuar de la persona divina del
Hijo: las dos dimensiones del ser eclesial forman «una sola realidad compleja,
constituida por un elemento humano y otro divino» 44, en una
comunión que participa de la vida trinitaria y hace que los bautizados se
sientan unidos entre sí, aun en la diversidad de tiempos y de lugares de la
historia. En razón de esta comunión, la Iglesia se presenta como un sujeto
absolutamente único en el acontecer humano, hasta el punto de poder hacerse
cargo de los dones, de los méritos y de las culpas de sus hijos de hoy y de
los de ayer.
La no débil analogía con el misterio del Verbo encarnado
implica, no obstante, también una diferencia fundamental: «Mientras Cristo,
“santo, inocente, inmaculado” (Heb 7,26), no conoció el pecado (cf.
2 Cor 5,21), sino que vino a expiar sólo los pecados del pueblo (cf.
Heb 2,17), la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa
al mismo tiempo que necesitada siempre de purificación, busca sin cesar la
penitencia y la renovación» 45. La ausencia de pecado en el Verbo
encarnado no puede atribuirse a su Cuerpo eclesial, en cuyo interior más bien
cada uno, partícipe de la gracia donada por Dios, no está menos necesitado de
vigilancia y de purificación incesante y solidaria con la debilidad de los
otros: «Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben
reconocerse pecadores (cf. 1 Jn 1,8-10). En todos, la cizaña del pecado
todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del evangelio hasta el fin
de los tiempos (cf. Mt 13,24-30). La Iglesia, pues, congrega a
pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero todavía en vías de
santificación» 46.
Ya Pablo VI había afirmado solemnemente que «la Iglesia es santa, aun comprendiendo en su seno a los pecadores, ya que ella no posee otra vida sino la de la gracia [...] Por ello, la Iglesia sufre y hace penitencia por tales pecados, de los cuales tiene, por otra parte, el poder de curar a sus propios hijos con la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo» 47. La Iglesia es, a fin de cuentas, en su misterio, encuentro de santidad y de debilidad, continuamente redimida y siempre necesitada nuevamente de la fuerza de la redención. Como enseña la liturgia, verdadera lex credendi, el fiel individual y el pueblo de los santos invocan de Dios que su mirada se fije sobre la fe de su Iglesia y no sobre los pecados de los individuos, de cuya fe vivida constituyen la negación: «Ne respicias peccata nostra, sed fidem Ecclesiae Tuae!». En la unidad del misterio eclesial a través del tiempo y del espacio es posible considerar entonces el aspecto de la santidad, la necesidad de arrepentimiento y de reforma, y su articulación en el actuar de la Iglesia Madre.
2. La santidad de la Iglesia
La Iglesia es santa porque, santificada por Cristo, quien la
ha adquirido entregándose a la muerte por ella, es mantenida en la santidad
por el Espíritu Santo, que la inunda sin cesar: «Nosotros creemos que la
Iglesia es indefectiblemente santa. Pues Cristo, Hijo de Dios, a quien con el
Padre y con el Espíritu llamamos “el solo Santo”, ha amado a la Iglesia como
esposa suya, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef
5,25s), la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don
del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por eso, todos en la Iglesia son
llamados a la santidad» 48. En este sentido, desde sus orígenes los
miembros de la Iglesia son llamados los «santos» (cf. Hch 9,13; 1
Cor 6,1s; 16,1). Se puede distinguir, no obstante, entre la santidad de
la Iglesia y la santidad en la Iglesia. La primera, fundada en las
misiones del Hijo y del Espíritu, garantiza la continuidad de la misión del
pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos y estimula y ayuda a los creyentes
a perseguir la santidad subjetiva y personal. En la vocación que cada uno
recibe se halla radicada, por el contrario, la forma de santidad que le ha
sido donada y que se requiere de él, en cuanto cumplimiento pleno de la propia
vocación y misión. La santidad personal se halla, en todo caso, proyectada
hacia Dios y hacia los demás, y tiene, por ello, un carácter esencialmente
social: es santidad en la Iglesia, orientada al bien de todos.
A la santidad de la Iglesia debe, en consecuencia,
corresponder la santidad en la Iglesia: «Los seguidores de Cristo,
llamados por Dios no según sus obras, sino por designio y gracia de Él, y
justificados en el Señor Jesús, han sido hechos en el bautismo verdaderamente
hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo realmente
santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan
conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios» 49.
El bautizado está llamado a devenir con toda su existencia aquello que ya es
en razón de la consagración bautismal; lo cual no acontece sin el asentimiento
de su libertad y sin la ayuda de la gracia que viene de Dios. Cuando esto
sucede, se deja reconocer en la historia la humanidad nueva según Dios: ¡nadie
llega a ser él mismo con tanta plenitud como el santo que acoge el designio
divino y, con la ayuda de la gracia, conforma todo su propio ser al proyecto
del Altísimo! Los santos constituyen, en este sentido, como luces suscitadas
por el Señor en medio de su Iglesia para iluminarla, son profecía para el
mundo entero.
3. La necesidad de una renovación continua
Sin ofuscar esta santidad, se debe reconocer que, a causa de
la presencia del pecado, hay necesidad de una renovación continua y de una
conversión constante en el pueblo de Dios; la Iglesia en la tierra está
«adornada de una santidad verdadera» que es, no obstante, «imperfecta» 50.
Observa San Agustín contra los pelagianos: «La Iglesia en su conjunto dice:
¡perdona nuestras deudas! Ella tiene, por tanto, manchas y arrugas. Pero, a
través de la confesión, las arrugas se estiran y las manchas quedan lavadas.
La Iglesia se halla en oración para ser purificada por la confesión y estar
así mientras los hombres vivan sobre la tierra» 51. Santo Tomás de
Aquino precisa que la plenitud de la santidad pertenece al tiempo
escatológico, mientras la Iglesia peregrinante no debe engañarse, afirmando
estar libre de pecado: «Que la Iglesia sea gloriosa, sin mancha ni arruga, es
la meta final hacia la que tendemos en virtud de la pasión de Cristo. Esto se
alcanzará, por tanto, sólo en la patria eterna y no ya durante el peregrinaje;
aquí [...] nos engañaríamos si dijésemos no tener pecado alguno» 52.
En realidad, «aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar,
de separarnos de Dios. Ahora, con la petición “perdona nuestras deudas”, nos
volvemos a Él, como el hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32) y nos reconocemos
pecadores ante Él como el publicano (cf. Lc 18,13). Nuestra petición
empieza con una “confesión” en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra
miseria y su misericordia» 53.
Es, por tanto, la Iglesia entera la que, mediante la confesión
del pecado de sus hijos, confiesa su fe en Dios y celebra su infinita bondad y
capacidad de perdón; gracias al vínculo establecido por el Espíritu Santo, la
comunión que existe entre todos los bautizados en el tiempo y en el espacio es
tal que en ella cada uno es él mismo, pero al tiempo está condicionado por los
otros y ejerce sobre ellos un influjo en el intercambio vital de los bienes
espirituales. De este modo, la santidad de los unos influencia el crecimiento
del bien en los otros, pero también el pecado tiene una relevancia no
exclusivamente personal, ya que pesa y opone resistencia en el camino de la
salvación de todos; en tal sentido, afecta verdaderamente a la Iglesia en su
integridad, a través de la variedad de los tiempos y de los lugares. Esta
convicción empuja a los Padres a afirmaciones netas como la de San Ambrosio:
«Estemos bien atentos a que nuestra caída no se convierta en una herida de la
Iglesia» 54. Ella, por tanto, «aun siendo santa por su
incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre
como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores»
55, los de hoy, como los de ayer.
4. La maternidad de la Iglesia
La convicción de que la Iglesia pueda hacerse cargo del pecado
de sus hijos, en razón de la solidaridad existente entre ellos en el tiempo y
en el espacio, gracias a su incorporación a Cristo y a la obra del Espíritu
Santo, está expresada de modo particularmente eficaz por la idea de la
«Iglesia Madre» (Mater Ecclesia), que «en la concepción protopatrística
es el concepto central de toda la aspiración cristiana» 56; la
Iglesia, afirma el Vaticano II, «también es hecha Madre por la Palabra de Dios
fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para
la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y
nacidos de Dios» 57. A la amplísima tradición, de la que estas
ideas son el eco, da voz, por ejemplo, Agustín con estas palabras: «Esta madre
santa, digna de veneración, la Iglesia, es igual a María: ella da a luz y es
virgen, de ella habéis nacido, ella engendra a Cristo, porque vosotros sois
los miembros de Cristo» 58. Cipriano de Cartago afirma con nitidez:
«No puede tener a Dios por padre quien no tiene a la Iglesia como madre»
59. Y Paulino de Nola canta así la maternidad de la Iglesia: «En cuanto
madre recibe el semen de la Palabra eterna, lleva a los pueblos en su seno y
los da a luz» 60.
Según esta visión, la Iglesia se realiza continuamente en el
intercambio y en la comunicación del Espíritu del uno al otro de los
creyentes, como ambiente generador de fe y de santidad en la comunión
fraterna, en la unanimidad orante, en la participación solidaria en la Cruz,
en el testimonio común. En razón de esta comunicación vital, cada bautizado
puede ser considerado al mismo tiempo hijo de la Iglesia, en cuanto engendrado
en ella a la vida divina, e Iglesia Madre, en cuanto que coopera con su fe y
caridad a engendrar nuevos hijos para Dios; es, en efecto, tanto más Iglesia
Madre cuanto mayor es su santidad y más ardiente el esfuerzo por comunicar a
los otros el don recibido. Por otra parte, no deja de ser hijo de la Iglesia
el bautizado que, a causa del pecado, se separase de ella con el corazón; él
podrá acceder siempre de nuevo a las fuentes de la gracia y remover el peso
que su culpa hace gravar sobre la entera comunidad de la Iglesia Madre. Ésta,
a su vez, en cuanto Madre verdadera, no podrá no quedar herida por el pecado
de sus hijos de hoy y de los de ayer, continuando amándolos siempre, hasta el
punto de hacerse cargo en todo tiempo del peso producido por sus culpas; en
cuanto tal, la Iglesia aparece a los Padres como Madre de dolores, no sólo a
causa de las persecuciones externas, sino sobre todo por las traiciones, los
fallos, las lentitudes y las contaminaciones de sus hijos.
La santidad y el pecado en la Iglesia se reflejan, por
tanto, en sus efectos sobre la Iglesia entera, si bien es convicción de fe que
la santidad es más fuerte que el pecado en cuanto fruto de la gracia divina:
¡son su prueba luminosa las figuras de los santos, reconocidos como modelo y
ayuda para todos! Entre la gracia y el pecado no hay un paralelismo, ni
siquiera una especie de simetría o de relación dialéctica; ¡el influjo del mal
no podrá vencer jamás la fuerza de la gracia y la irradiación del bien,
incluso el más escondido! En este sentido, la Iglesia se reconoce
existencialmente santa en sus santos; pero, mientras se alegra de esta
santidad y advierte su beneficio, se confiesa no obstante pecadora, no en
cuanto sujeto del pecado, sino en cuanto asume con solidaridad materna el peso
de las culpas de sus hijos, para cooperar a su superación por el camino de la
penitencia y de la novedad de vida. Por ello, la Iglesia santa advierte el
deber de «lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que
han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su
Señor crucificado, testigo insuperable del amor paciente y de la humilde
mansedumbre» 61.
Esto puede hacerse de modo particular por quien, por carisma y
ministerio, expresa en la forma más densa la comunión del pueblo de Dios: en
nombre de las iglesias locales podrán dar voz a las eventuales confesiones de
culpa y peticiones de perdón los pastores respectivos; en nombre de la Iglesia
entera, una en el tiempo y en el espacio, podrá pronunciarse aquel que ejerce
el ministerio universal de unidad, el Obispo de la Iglesia «que preside en el
amor» 62, el Papa. He aquí por qué es particularmente significativo
que haya venido propiamente de él la invitación a que «la Iglesia asuma con
una conciencia más viva el pecado de sus hijos» y reconozca la necesidad de
«hacer enmienda, invocando con fuerza el perdón de Cristo» 63.
CAPÍTULO IV
JUICIO HISTÓRICO Y JUICIO TEOLÓGICO
La relación entre «juicio histórico» y «juicio teológico»
resulta, por tanto, compleja en la misma medida en que es necesaria y
determinante. Se requiere, por ello, ponerla por obra evitando los desvaríos
en un sentido y en otro: hay que evitar tanto una apologética que pretenda
justificarlo todo, como una culpabilización indebida que se base en la
atribución de responsabilidades insostenibles desde el punto de vista
histórico. Juan Pablo II ha afirmado respecto a la valoración
histórico-teológica de la actuación de la Inquisición: «El Magisterio eclesial
no puede evidentemente proponerse la realización de un acto de naturaleza
ética, como es la petición de perdón, sin haberse informado previamente de un
modo exacto acerca de la situación de aquel tiempo. Ni siquiera puede tampoco
apoyarse en las imágenes del pasado transmitidas por la opinión pública, pues
se encuentran a menudo sobrecargadas por una emotividad pasional que impide
una diagnosis serena y objetiva... Ésa es la razón por la que el primer paso
debe consistir en interrogar a los historiadores, a los cuales no se les pide
un juicio de naturaleza ética, que rebasaría el ámbito de sus competencias,
sino que ofrezcan su ayuda para la reconstrucción más precisa posible de los
acontecimientos, de las costumbres, de las mentalidades de entonces, a la luz
del contexto histórico de la época» 64.
1. La interpretación de la historia
¿Cuáles son las condiciones de una correcta interpretación del
pasado desde el punto de vista del conocimiento histórico? Para determinarlas
hay que tener en cuenta la complejidad de la relación que existe entre el
sujeto que interpreta y el pasado objeto de interpretación 65; en
primer lugar se debe subrayar la recíproca extrañeza entre ambos. Eventos y
palabras del pasado son ante todo «pasados»; en cuanto tales son irreductibles
totalmente a las instancias actuales, pues poseen una densidad y una
complejidad objetivas, que impiden su utilización únicamente en función de los
intereses del presente. Hay que acercarse, por tanto, a ellos mediante una
investigación histórico‑crítica, orientada a la utilización de todas las
informaciones accesibles de cara a la reconstrucción del ambiente, de los
modos de pensar, de los condicionamientos y del proceso vital en que se sitúan
aquellos eventos y palabras, para cerciorarse así de los contenidos y los
desafíos que, precisamente en su diversidad, plantean a nuestro presente.
En segundo lugar, entre el sujeto que interpreta y el objeto
interpretado se debe reconocer una cierta copertenencia, sin la cual no podría
existir ninguna conexión y ninguna comunicación entre pasado y presente; esta
conexión comunicativa está fundada en el hecho de que todo ser humano, de ayer
y de hoy, se sitúa en un complejo de relaciones históricas y necesita, para
vivirlas, de una mediación lingüística, que siempre está históricamente
determinada. ¡Todos pertenecemos a la historia! Poner de manifiesto la
copertenencia entre el intérprete y el objeto de la interpretación, que debe
ser alcanzado a través de las múltiples formas en las que el pasado ha dejado
su testimonio (textos, monumentos, tradiciones...), significa juzgar si son
correctas las posibles correspondencias y las eventuales dificultades de
comunicación con el presente, puestas de relieve por la propia comprensión de
las palabras o de los acontecimientos pasados; ello requiere tener en cuenta
las cuestiones que motivan la investigación y su incidencia sobre las
respuestas obtenidas, el contexto vital en que se actúa y la comunidad
interpretadora, cuyo lenguaje se habla y a la cual se pretenda hablar. Con tal
objetivo es necesario hacer refleja y consciente en el mayor grado posible la
precomprensión, que de hecho se encuentra siempre incluida en cualquier
interpretación, para medir y atemperar su incidencia real en el proceso
interpretativo.
Finalmente, entre quien interpreta y el pasado objeto de
interpretación se realiza, a través del esfuerzo cognoscitivo y valorativo,
una ósmosis («fusión de horizontes»), en la que consiste propiamente la
comprensión. En ella se expresa la que se considera inteligencia correcta de
los eventos y de las palabras del pasado; lo que equivale a captar el
significado que pueden tener para el intérprete y para su mundo. Gracias a
este encuentro de mundos vitales, la comprensión del pasado se traduce en su
aplicación al presente: el pasado es aprehendido en las potencialidades que
descubre, en el estímulo que ofrece para modificar el presente; la memoria se
vuelve capaz de suscitar nuevo futuro.
A una ósmosis fecunda con el pasado se accede merced al
entrelazamiento de algunas operaciones hermenéuticas fundamentales,
correspondientes a los momentos ya indicados de la extrañeza, de la
copertenencia y de la comprensión verdadera y propia. Con relación a un
«texto» del pasado, entendido en general como testimonio escrito, oral,
monumental o figurativo, estas operaciones pueden ser expresadas del siguiente
modo: «1) comprender el texto, 2) juzgar la corrección de la propia
inteligencia del texto y 3) expresar la que se considera inteligencia correcta
del texto» 66. Captar el testimonio del pasado quiere decir
alcanzarlo del mejor modo posible en su objetividad, a través de todas las
fuentes de que se pueda disponer; juzgar la corrección de la propia
interpretación significa verificar con honestidad y rigor en qué medida pueda
haber sido orientada, o en cualquier caso condicionada, por la precomprensión
o por los posibles prejuicios del intérprete; expresar la interpretación
obtenida significa hacer a los otros partícipes del diálogo establecido con el
pasado, sea para verificar su relevancia, sea para exponerse a la
confrontación con otras posibles interpretaciones.
2. Indagación histórica y valoración teológica
Si estas operaciones están presentes en todo acto
hermenéutico, no pueden faltar tampoco en la interpretación en que se integran
juicio histórico y juicio teológico; ello exige, en primer lugar, que en este
tipo de interpretación se preste la máxima atención a los elementos de
diferenciación y extrañeza entre presente y pasado. En particular, cuando se
pretende juzgar posibles culpas del pasado, hay que tener presente que son
diversos los tiempos históricos y son diversos los tiempos sociológicos y
culturales de la acción eclesial, por lo cual, paradigmas y juicios propios de
una sociedad y de una época podrían ser aplicados erróneamente en la
valoración de otras fases de la historia, dando origen a no pocos equívocos;
son diversas las personas, las instituciones y sus respectivas competencias;
son diversos los modos de pensar y los condicionamientos. Hay que precisar,
por tanto, las responsabilidades de los acontecimientos y de las palabras
dichas, teniendo en cuanta el hecho de que una petición eclesial de perdón
compromete al mismo sujeto teológico, la Iglesia, en la variedad de los modos
y del grado en que los individuos singulares representan a la comunidad
eclesial y en la diversidad de las situaciones históricas y geográficas, con
frecuencia muy diferentes entre sí. Cualquier tipo de generalización debe ser
evitada. Cualquier posible pronunciamiento en la actualidad debe quedar
situado y debe ser producido por los sujetos más directamente encausados
(Iglesia universal, Episcopados nacionales, Iglesias particulares etcétera).
En segundo lugar, la correlación de juicio histórico y juicio
teológico debe tener en cuenta el hecho de que, para la interpretación de la
fe, la conexión entre pasado y presente no está motivada solamente por los
intereses actuales y por la común pertenencia de todo ser humano a la historia
y a sus mediaciones expresivas, sino que se fundamenta también en la acción
unificante del Espíritu de Dios y en la identidad permanente del principio
constitutivo de la comunión de los creyentes, que es la revelación. La
Iglesia, por razón de la comunión producida en ella por el Espíritu de Cristo
en el tiempo y en el espacio, no puede dejar de reconocerse en su principio
sobrenatural, presente y operante en todos los tiempos, como sujeto en cierto
modo único, llamado a corresponder al don de Dios en formas y situaciones
diversas por medio de las opciones de sus hijos, aun con todas las carencias
que puedan haberlas caracterizado. La comunión en el único Espíritu Santo es
el fundamento también diacrónico de una comunión de los «santos», en virtud de
la cual los bautizados de hoy se sienten vinculados a los bautizados de ayer
y, así como se benefician de sus méritos y se nutren de su testimonio de
santidad, igualmente se sienten en el deber de asumir el posible peso actual
de sus culpas, tras haber hecho un discernimiento atento tanto desde el punto
de vista histórico como teológico.
Gracias a este fundamento objetivo y trascendente de la
comunión del pueblo de Dios en sus varias situaciones históricas, la
interpretación creyente reconoce al pasado de la Iglesia un significado
totalmente peculiar para el momento presente: el encuentro con ese pasado, que
se produce en el acto de la interpretación, puede revelarse cargado de
particulares valencias para el presente, rico en una eficacia performativa
que no siempre puede calcularse de modo previo. Obviamente, el carácter
fuertemente unitario del horizonte hermenéutico y del sujeto eclesial
interpretante deja más fácilmente expuesta la consideración teológica al
riesgo de ceder a lecturas apologéticas o instrumentales; es aquí donde el
ejercicio hermenéutico dirigido a aprehender los sucesos y las palabras del
pasado y a medir la corrección de su interpretación para el presente se hace
más necesario. La lectura creyente se servirá con tal objetivo de todas las
aportaciones que puedan ofrecer las ciencias históricas y los métodos de
interpretación. El ejercicio de la hermenéutica histórica no deberá impedir a
la valoración de la fe la interpelación de los textos según su peculiaridad,
haciendo, por tanto, que puedan interactuar presente y pasado en la conciencia
de la unidad fundamental del sujeto eclesial implicado en ellos. Esto pone en
guardia frente a todo historicismo que relativice el peso de las culpas
pasadas y que considere que la historia es capaz de justificarlo todo. Como
observa Juan Pablo II, «un correcto juicio histórico no puede prescindir de un
atento estudio de los condicionamientos culturales del momento... Pero la
consideración de las circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del
deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos» 67.
La Iglesia, en resumen, «no tiene miedo a la verdad que emerge de la historia
y está dispuesta a reconocer equivocaciones allí donde se han verificado,
sobre todo cuando se trata del respeto debido a las personas y a las
comunidades. Pero es propensa a desconfiar de los juicios generalizados de
absolución o de condena respecto a las diversas épocas históricas. Confía la
investigación sobre el pasado a la paciente y honesta reconstrucción
científica, libre de prejuicios de tipo confesional o ideológico, tanto por lo
que respecta a las atribuciones de culpa que se le hacen como respecto a los
daños que ella ha padecido» 68. Los ejemplos ofrecidos en el
capítulo siguiente lo podrán demostrar de modo concreto.
CAPÍTULO V
DISCERNIMIENTO ÉTICO
Para que la Iglesia realice un adecuado examen de conciencia
histórico delante de Dios, con vistas a la propia renovación interior y al
crecimiento en la gracia y en la santidad, es necesario que sepa reconocer las
«formas de antitestimonio y de escándalo» que se han presentado en su
historia, en particular durante el último milenio. No es posible llevar a cabo
una tarea semejante sin ser conscientes de su relevancia moral y espiritual.
Ello exige la definición de algunos términos clave, además de la formulación
de algunas precisiones necesarias en el plano ético.
1. Algunos criterios éticos
En el plano moral, la petición de perdón presupone siempre una
admisión de responsabilidad, y precisamente de la responsabilidad
relativa a una culpa cometida contra otros. La responsabilidad moral
normalmente se refiere a la relación entre la acción y la persona que la
realiza; establece la pertenencia de un acto, su atribución, a una persona
concreta o a más personas. La responsabilidad puede ser objetiva o
subjetiva: la primera se refiere al valor moral del acto en sí mismo en
cuanto bueno o malo, y por tanto a la imputabilidad de la acción; la segunda
se refiere a la percepción efectiva por parte de la conciencia individual, de
la bondad o malicia del acto realizado. La responsabilidad subjetiva cesa con
la muerte de quien ha realizado el acto: no se transmite por generación, por
lo que los descendientes no heredan la responsabilidad (subjetiva) de los
actos de sus antepasados. En tal sentido, pedir perdón presupone una
contemporaneidad entre aquellos que son ofendidos por una acción y aquellos
que la han realizado. La única responsabilidad capaz de continuar en la
historia puede ser la de tipo objetivo, a la cual se puede prestar o no una
adhesión subjetiva en cualquier momento de modo libre. Así, el mal cometido
sobrevive muchas veces a quien lo ha realizado a través de las consecuencias
de los comportamientos, que pueden convertirse en un pesado fardo sobre la
conciencia y la memoria de los descendientes.
En tal contexto se puede hablar de una solidaridad que
une el pasado y el presente en una relación de reciprocidad. En ciertas
situaciones, el peso que cae sobre la conciencia puede ser tan pesado que
constituye una especie de memoria moral y religiosa del mal cometido, que es
por su naturaleza una memoria común: ésta testimonia de modo elocuente
la solidaridad objetivamente existente entre quienes han hecho el mal en el
pasado y sus herederos en el presente. Es entonces cuando resulta posible
hablar de una responsabilidad común objetiva. Del peso de tal
responsabilidad se nos libera, ante todo, implorando el perdón de Dios por las
culpas del pasado, y por tanto, cuando se da el caso, a través de la
purificación de la memoria, que culmina en el perdón recíproco de los
pecados y de las ofensas en el presente.
Purificar la memoria significa eliminar de la conciencia
personal y común todas las formas de resentimiento y de violencia que la
herencia del pasado haya dejado, sobre la base de un juicio
histórico-teológico nuevo y riguroso, que funda un posterior comportamiento
moral renovado. Esto sucede cada vez que se llega a atribuir a los hechos
históricos pasados una cualidad diversa, que comporta una incidencia nueva y
diversa sobre el presente con vistas al crecimiento de la reconciliación en la
verdad, en la justicia y en la caridad entre los seres humanos y, en
particular, entre la Iglesia y las diversas comunidades religiosas, culturales
o civiles con las que entra en relación. Modelos emblemáticos de esta
incidencia que puede tener un posterior juicio interpretativo autorizado sobre
la vida entera de la Iglesia son la recepción de los concilios, o actos como
la abolición de los anatemas recíprocos, que expresan una nueva cualificación
de la historia pasada en condiciones de producir una caracterización distinta
de las relaciones vividas en el presente. La memoria de la división y de la
contraposición queda purificada y es sustituida por una memoria reconciliada,
a la cual son invitados a abrirse y a educarse todos en la Iglesia.
La combinación de juicio histórico y juicio teológico en el
proceso interpretativo del pasado queda unida aquí a las repercusiones éticas
que puede tener en el presente, y que implican algunos principios,
correspondientes en el plano moral a la fundación hermenéutica de la relación
entre juicio histórico y juicio teológico. Estos principios son:
a) El principio de conciencia
La conciencia, tanto como juicio moral cuanto como
imperativo moral, constituye la valoración última de un acto en relación
con su bondad o maldad ante Dios. En efecto, tan sólo Dios conoce el valor
moral de cada acto humano, aun cuando la Iglesia, como Jesús, pueda y deba
clasificar, juzgar y en ocasiones condenar algunos tipos de comportamiento
(cf. Mt 18,15-18).
b) El principio de historicidad
Precisamente en cuanto cada acto humano pertenece a quien lo
hace, cada conciencia individual y cada sociedad elige y actúa en el interior
de un determinado horizonte de tiempo y espacio. Para comprender de verdad los
actos humanos y los dinamismos a ellos unidos, deberemos entrar, por tanto, en
el mundo propio de quienes los han realizado; solamente así podremos llegar a
conocer sus motivaciones y sus principios morales. Y esto se afirma sin
perjuicio de la solidaridad que vincula a los miembros de una específica
comunidad en el discurrir del tiempo.
c) El principio de cambio de «paradigma»
Mientras que antes de la llegada del Iluminismo existía una
especie de ósmosis entre Iglesia y Estado, entre fe y cultura, moralidad y
ley, a partir del siglo XVIII
esta relación ha quedado notablemente modificada. El resultado es una
transición de una sociedad sacral a una sociedad pluralista o, como ha
sucedido en algunos casos, a una sociedad secular; los modelos de pensamiento
y de acción, los llamados paradigmas de acción y de valoración, van
cambiando. Semejante transición tiene un impacto directo sobre los juicios
morales, aun cuando este influjo no justifica en modo alguno una idea
relativista de los principios morales o de la naturaleza de la misma
moralidad.
El proceso entero de la purificación de la memoria, en cuanto
exige la correcta combinación de valoración histórica y de mirada teológica,
ha de ser vivido por parte de los hijos de la Iglesia no sólo con el rigor que
tiene en cuenta de modo preciso los criterios y los principios indicados, sino
también con una continua invocación de la asistencia del Espíritu Santo, para
no caer en el resentimiento o en la autoflagelación y llegar más bien a la
confesión del Dios cuya «misericordia va de generación en generación» (Lc
1,50), que quiere la vida y no la muerte, el perdón y no la condena, el amor y
no el temor. En este punto se debe poner igualmente en evidencia el carácter
de ejemplaridad que la honesta admisión de las culpas pasadas puede ejercer
sobre las mentalidades en la Iglesia y en la sociedad civil, reclamando un
compromiso renovado de obediencia a la Verdad y de respeto consiguiente hacia
la dignidad y los derechos de los otros, especialmente de los más débiles. En
tal sentido, las numerosas peticiones de perdón formuladas por Juan Pablo II
constituyen un ejemplo que pone en evidencia un bien y estimula a su
imitación, reclamando de los individuos y de los pueblos un examen de
conciencia honesto y fructuoso, que abra caminos de reconciliación.
A la luz de estas clarificaciones en el plano ético se pueden
ahora profundizar algunos ejemplos, entre los cuales se encuentran los
mencionados en la Tertio millennio adveniente 69, en los que
el comportamiento de los hijos de la Iglesia parece haber estado en
contradicción con el Evangelio de Jesucristo de un modo significativo.
2. La división de los cristianos
La unidad es la ley de la vida del Dios trinitario revelado al
mundo por el Hijo (cf. Jn 17,21), el cual, en la fuerza del Espíritu
Santo, amando hasta el extremo (Jn 13,1), hace participar de esta vida
a los suyos. Esta unidad deberá ser la fuente y la forma de la comunión de
vida de la humanidad con el Dios trino. Si los cristianos viven esta ley de
amor mutuo, de modo que sean uno «como el Padre y el Hijo son uno», se
conseguirá que «el mundo crea que el Hijo ha sido enviado por el Padre» (Jn
17,21) y que «todos sepan que ellos son mis discípulos» (Jn 13,35).
Desgraciadamente no ha sucedido así, particularmente en este milenio que llega
a su fin, en el cual han aparecido entre los cristianos grandes divisiones, en
abierta contradicción con la voluntad expresa de Cristo, como si Él mismo
hubiese sido dividido (cf. 1 Cor 1,13). El Concilio Vaticano II juzga
este hecho con las siguientes palabras: «Tal división contradice abiertamente
la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la santísima
causa de la predicación del Evangelio a toda criatura» 70.
Las principales escisiones que durante el pasado
milenio «han afectado a la túnica inconsútil de Cristo» 71 son el
cisma entre las Iglesias de Oriente y de Occidente al comienzo de este milenio
y, en Occidente, cuatro siglos más tarde, la laceración causada por aquellos
acontecimientos «que reciben comúnmente el nombre de Reforma» 72.
Es verdad que «estas diversas divisiones difieren mucho entre sí, no sólo por
razón de su origen, lugar y tiempo, sino, sobre todo, por la naturaleza y
gravedad de las cuestiones relativas a la fe y a la estructura eclesiástica»
73. En el cisma del siglo XI
jugaron un papel importante factores de carácter social e histórico, mientras
que el aspecto doctrinal se refería a la autoridad de la Iglesia y al Obispo
de Roma, una materia que en aquel momento no había alcanzado la claridad con
la que se presenta hoy gracias al desarrollo doctrinal de este milenio. Con la
Reforma, por el contrario, fueron objeto de controversia otros campos de la
revelación y de la doctrina.
La vía que se ha abierto para superar estas diferencias es la
del diálogo doctrinal animado por el amor mutuo. Común a ambas laceraciones
parece haber sido la falta de amor sobrenatural, de agape. Desde el
momento en que esta caridad es el mandamiento supremo del Evangelio, sin el
cual todo lo demás es solamente «bronce que resuena o címbalo que retiñe» (1
Cor 13,1), una carencia semejante ha de ser considerada con toda seriedad
delante del Resucitado, Señor de la Iglesia y de la historia. Basándose en el
reconocimiento de esta carencia, el papa Pablo VI ha pedido perdón a Dios y a
los «hermanos separados» que se sintiesen ofendidos «por nosotros» (la Iglesia
católica) 74.
En 1965, en el clima producido por el Concilio Vaticano II, el
patriarca Atenágoras en su diálogo con Pablo VI puso de relieve el tema de la
restauración (apokatastasis) del amor mutuo, esencial después de una
historia tan cargada de contraposiciones, de desconfianza recíproca y de
antagonismos 75. Lo que estaba en juego era un pasado que aún
ejercía su influencia a través de la memoria: los acontecimientos de 1965
(culminados el 7 de diciembre de 1965 con la supresión de los anatemas de 1054
entre Oriente y Occidente) representan una confesión de la culpa contenida en
la precedente exclusión recíproca, capaz de purificar la memoria y de generar
una nueva. El fundamento de esta nueva memoria no puede ser más que el amor
recíproco o, mejor, el compromiso renovado para vivirlo. Éste es el
mandamiento ante omnia (1 Pe 4,8) para la Iglesia, en Oriente
como en Occidente. De este modo la memoria libera de la prisión del pasado e
invita a católicos y a ortodoxos, como también a católicos y protestantes, a
ser los arquitectos de un futuro más conforme al mandamiento nuevo. En este
sentido resulta ejemplar el testimonio que han prestado a esta nueva memoria
el papa Pablo VI y el patriarca Atenágoras.
Particularmente relevante en relación con el camino hacia la
unidad puede resultar la tentación a dejarse guiar, o hasta determinar, por
factores culturales, por condicionamientos históricos o por prejuicios que
alimentan la separación y la desconfianza recíproca entre cristianos, aunque
nada tengan que ver con las cuestiones de fe. Los hijos de la Iglesia deben
examinar su conciencia con seriedad para ver si están activamente
comprometidos en la obediencia al imperativo de la unidad y viven la
«conversión interior», «porque los deseos de unidad brotan y maduran como
fruto de la renovación de la mente, de la abnegación de sí mismo y de una
efusión libérrima de la caridad» 76. En el período transcurrido
desde la conclusión del Concilio hasta hoy la resistencia a su mensaje
ciertamente ha entristecido al Espíritu de Dios (Ef 4,30). En la medida
en que algunos católicos se complacen en permanecer ligados a las separaciones
del pasado, sin hacer nada por remover los obstáculos que impiden la unidad,
se podría hablar justamente de solidaridad en el pecado de la división (1
Cor 1,10-16). En tal contexto pueden recordarse las palabras del Decreto
sobre el Ecumenismo: «Humildemente pedimos perdón a Dios y a los hermanos
separados, así como nosotros perdonamos a quienes nos hayan ofendido» 77.
3. El uso de la violencia al servicio
Al antitestimonio de la división entre los cristianos hay que
añadir el de las ocasiones en que durante el pasado milenio se han utilizado
medios dudosos para conseguir fines buenos, como la predicación del Evangelio
y la defensa de la unidad de la fe: «Otro capítulo doloroso sobre el que los
hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está
constituido por la aquiescencia manifestada, especialmente en algunos siglos,
con métodos de intolerancia y hasta de violencia en el servicio a la
verdad» 78. Se refiere con ello a las formas de evangelización que
han empleado instrumentos impropios para anunciar la verdad revelada o no han
realizado un discernimiento evangélico adecuado a los valores culturales de
los pueblos o no han respetado las conciencias de las personas a las que se
presentaba la fe, e igualmente a las formas de violencia ejercidas en la
represión y corrección de los errores.
Una atención análoga hay que prestar a las posibles omisiones
de que se hayan hecho responsables los hijos de la Iglesia, en las más
diversas situaciones de la historia, respecto a la denuncia de injusticias y
de violencias: «Está también la falta de discernimiento de no pocos cristianos
respecto a situaciones de violación de los derechos humanos fundamentales. La
petición de perdón vale por todo aquello que se ha omitido o callado a causa
de la debilidad o de una valoración equivocada, por lo que se ha hecho o dicho
de modo indeciso o poco idóneo» 79.
Como siempre, resulta decisivo establecer la verdad histórica
mediante la investigación histórico-crítica. Una vez establecidos los hechos,
será necesario evaluar su valor espiritual y moral e igualmente su significado
objetivo. Solamente así será posible evitar cualquier tipo de memoria mítica y
acceder a una adecuada memoria crítica, capaz, a la luz de la fe, de producir
frutos de conversión y de renovación: «De aquellos rasgos dolorosos del pasado
emerge una lección para el futuro, que debe empujar a todo cristiano a
afianzarse en el principio áureo fijado por el Concilio: “La verdad no se
impone más que por la fuerza de la verdad misma, que penetra en las mentes de
modo suave y a la vez con vigor”» 80.
4. Cristianos y hebreos
Uno de los campos que requiere un examen de conciencia
particular es la relación entre cristianos y hebreos 81. La
relación de la Iglesia con el pueblo hebreo es diversa de la que condivide con
cualquier otra religión 82. Y, sin embargo, «la historia de las
relaciones entre hebreos y cristianos es una historia atormentada [...] En
efecto, el balance de estas relaciones durante dos milenios ha sido más bien
negativo» 83. La hostilidad o la desconfianza de numerosos
cristianos hacia los hebreos a lo largo del tiempo es un hecho histórico
doloroso y es causa de profunda amargura para los cristianos conscientes del
hecho de que «Jesús era descendiente de David; de que del pueblo hebreo
nacieron la Virgen María y los Apóstoles; de que la Iglesia recibe su sustento
de las raíces de aquel buen olivo al que están unidas las ramas del olivo
selvático de los gentiles (cf. Rom 11,17-24); de que los hebreos son
nuestros hermanos queridos y amados, y de que, en cierto sentido, son
verdaderamente “nuestros hermanos mayores”» 84.
La Shoah fue ciertamente el resultado de una ideología
pagana, como era el nazismo, animada por un antisemitismo despiadado, que no
sólo despreciaba la fe, sino que negaba hasta la misma dignidad humana del
pueblo hebreo. No obstante, «hay que preguntarse si la persecución del nazismo
respecto a los hebreos no haya sido facilitada por los prejuicios antijudíos
presentes en las mentes y en los corazones de algunos cristianos [...]
¿Ofrecieron los cristianos toda la asistencia posible a los perseguidos, en
particular a los hebreos?» 85. Hubo, sin duda, muchos cristianos
que arriesgaron su vida para salvar y ayudar a sus conocidos hebreos. Pero
parece igualmente verdad que, «junto a tales hombres y mujeres valerosos, la
resistencia espiritual y la acción cristiana de otros cristianos no fue la que
se hubiera debido esperar de discípulos de Cristo» 86. Este hecho
constituye una apelación a la conciencia de todos los cristianos de hoy, capaz
de exigir «un acto de arrepentimiento (teshuva)» 87 y de
convertirse en acicate para redoblar los esfuerzos por ser «transformados
mediante la renovación de la mente» (Rom 12,2) y por mantener una «memoria
moral y religiosa» de la herida infligida a los hebreos. En este campo, lo
mucho que ya se ha hecho podrá ser confirmado y profundizado.
5. Nuestra responsabilidad por los males
de hoy
«La época actual, junto a muchas luces, presenta también no
pocas sombras» 88. En primer plano puede señalarse entre éstas el
fenómeno de la negación de Dios en sus múltiples formas. Lo que llama
especialmente la atención es que esta negación, especialmente en sus aspectos
más teóricos, es un proceso que ha emergido en el mundo occidental. Unida al
eclipse de Dios se encuentra, además, una serie de fenómenos negativos como la
indiferencia religiosa, la difusa falta del sentido trascendente de la vida
humana, un clima de secularismo y de relativismo ético, la negación del
derecho a la vida del niño no nacido, incluso sancionada en las legislaciones
abortistas, y una amplia indiferencia respecto al grito de los pobres en
amplios sectores de la familia humana.
La cuestión inquietante que hay que plantear es en qué medida
los creyentes mismos han sido responsables de estas formas de ateísmo, teórico
y práctico. La Gaudium et spes responde con palabras cuidadosamente
elegidas: «En este campo también los mismos creyentes tienen muchas veces
alguna responsabilidad. Pues el ateísmo, considerado en su integridad, no es
un fenómeno originario, sino más bien un fenómeno surgido de diferentes
causas, entre las que se encuentra también una reacción crítica contra las
religiones y, ciertamente, en no pocos países contra la religión cristiana.
Por ello, en esta génesis del ateísmo puede corresponder a los creyentes una
parte no pequeña» 89.
Desde el momento en que el rostro auténtico de Dios ha sido
revelado en Jesucristo, a los cristianos se les ofrece la gracia
inconmensurable de conocer este rostro; los cristianos, sin embargo, tienen
también la responsabilidad de vivir de tal modo que manifiesten a los otros el
verdadero rostro del Dios vivo. Ellos están llamados a irradiar al mundo la
verdad de que «Dios es amor (agape)» (1 Jn 4,8.16). Porque Dios
es amor, es también Trinidad de Personas, cuya vida consiste en su infinita y
recíproca comunicación en el amor. De ello se deduce que el mejor camino para
que los cristianos irradien la verdad del Dios amor es el amor mutuo: «En esto
conocerán todos que sois discípulos míos: si tenéis amor unos para con otros»
(Jn 13,35). Y esto hasta el punto de poder afirmar que frecuentemente
los cristianos «por descuido en la educación para la fe, por una exposición
falsificada de la doctrina, o también por los defectos de su vida religiosa,
moral y social, puede decirse que han velado el verdadero rostro de Dios y de
la religión, más que revelarlo» 90.
Hay que destacar, finalmente, que mencionar estas culpas de
los cristianos no es tan sólo confesarlas a Cristo Salvador, sino también
alabar al Señor de la historia por el amor misericordioso. Efectivamente, los
cristianos no creen sólo en la existencia del pecado, sino también y sobre
todo en el «perdón de los pecados». Además recordar estas culpas quiere decir
también aceptar nuestra solidaridad con quienes en el bien y en el mal nos han
precedido en el camino de la verdad, ofrecer al presente un fuerte motivo de
conversión a las exigencias del Evangelio y poner un necesario preludio a la
petición de perdón a Dios, que abre el camino a la reconciliación mutua.
CAPÍTULO VI
PERSPECTIVAS PASTORALES
A la luz de las consideraciones hechas, es posible preguntarse
ahora: ¿cuáles son los objetivos pastorales, en vista de los cuales la Iglesia
se hace cargo de las culpas cometidas en el pasado por sus hijos en su nombre
y hace propósito de la enmienda? ¿Cuáles las implicaciones en la vida del
pueblo de Dios? ¿Y cuáles las resonancias respecto a la misión de la Iglesia y
a su diálogo con las diversas culturas y religiones?
1. Las finalidades pastorales
Entre las múltiples finalidades pastorales del reconocimiento
de las culpas del pasado se pueden poner de manifiesto las siguientes:
a) En primer lugar, estos actos tienden a
la purificación de la memoria, que, como se ha dicho, es el proceso de
una valoración renovada del pasado, capaz de incidir en no pequeña medida en
el presente, ya que los pecados pasados hacen sentir todavía su peso y
permanecen como posibles tentaciones también en la actualidad. Sobre todo si
ha madurado en el diálogo y en la búsqueda paciente de reciprocidad con quien
pudiera sentirse ofendido por sucesos o palabras del pasado, la remoción de la
memoria personal y común de cualquier causa de posible resentimiento por el
mal padecido, y de todo influjo negativo de aquel hecho del pasado, puede
contribuir a hacer crecer la comunidad eclesial en la santidad, por medio de
la reconciliación y de la paz en la obediencia a la Verdad. «Reconocer los
fracasos de ayer, subraya el Papa, es acto de lealtad y de valentía que nos
ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar
las tentaciones y las dificultades de hoy» 91. Es bueno para tal
fin que la memoria de la culpa incluya todas las posibles faltas cometidas,
aunque solamente algunas de ellas sean hoy mencionadas de modo frecuente. En
cualquier caso, nunca se puede olvidar el precio que tantos cristianos han
pagado por su fidelidad al Evangelio y al servicio del prójimo en la caridad
92.
b) Una segunda finalidad pastoral,
estrictamente unida a la anterior, puede ser reconocida en la promoción de la
perenne reforma del pueblo de Dios, «de modo que si algunas cosas, sea
en las costumbres o en la disciplina eclesiástica, y asimismo en el modo de
exponer la doctrina, lo cual debe ser cuidadosamente distinguido del depósito
mismo de la fe, han sido observadas de modo menos cuidadoso, según las
circunstancias de hecho o de tiempo, sean oportunamente colocadas en el orden
justo y debido» 93. Todos los bautizados están llamados a «examinar
su fidelidad a la voluntad de Cristo acerca de la Iglesia y, como es su
obligación, a emprender con vigor la obra de renovación y de reforma» 94.
El criterio de la verdadera reforma y de la auténtica renovación no puede ser
más que la fidelidad a la voluntad de Dios respecto a su pueblo 95,
lo que implica un esfuerzo sincero para liberarse de todo lo que aleja de
ella, ya se trate de culpas presentes o se refiera a la herencia del pasado.
c) Una finalidad ulterior puede verse en el
testimonio que de este modo rinde la Iglesia al Dios de la misericordia
y a su voluntad que libera y salva, a partir de la experiencia que ella ha
hecho y hace de Él en la historia, y en el servicio que de este modo
desarrolla en relación con la humanidad, para contribuir a superar los males
del presente. Juan Pablo II afirma que «un serio examen de conciencia ha sido
auspiciado por numerosos cardenales y obispos sobre todo para la Iglesia
del presente. A las puertas del nuevo milenio, los cristianos deben
ponerse humildemente ante el Señor para interrogarse sobre las
responsabilidades que también ellos tienen en relación con los males de
nuestro tiempo» 96 y para contribuir, en consecuencia, a su
superación en la obediencia al esplendor de la Verdad salvífica.
2. Las implicaciones eclesiales
¿Qué implicaciones tiene un acto eclesial de petición de
perdón en la vida de la misma Iglesia? Son varios los aspectos que emergen:
a) Ante todo hay que tener en cuenta los
procesos diversificados de recepción de los gestos de arrepentimiento
eclesial, ya que varían en función de los contextos religiosos, culturales,
políticos, sociales, personales, etc. A esta luz se debe considerar el hecho
de que acontecimientos o palabras ligadas a una historia contextualizada no
tienen necesariamente un alcance universal y, viceversa, que hechos
condicionados por una determinada perspectiva teológica y pastoral han
implicado consecuencias de gran peso para la difusión del Evangelio (piénsese,
por ejemplo, en los diversos modelos históricos de la teología de la misión).
Además, hay que evaluar la relación entre los beneficios espirituales y los
posibles costes de tales actos, también teniendo en cuenta los acentos
indebidos que los «medios» pueden dar a algunos aspectos de los
pronunciamientos eclesiales; siempre se ha de tener en cuenta la advertencia
del apóstol Pablo para acoger, considerar y sostener con prudencia y amor a
los «débiles en la fe» (cf. Rom 14,1). En particular, hay que prestar
atención a la historia, a la identidad y a los contextos de las Iglesias
orientales y de las Iglesias que actúan en continentes o países donde la
presencia cristiana es ampliamente minoritaria.
b) Se debe precisar el sujeto adecuado
que debe pronunciarse respecto a culpas pasadas, sea que se trate de Pastores
locales, considerados personal o colegialmente, sea que se trate del Pastor
universal, el Obispo de Roma. En esta perspectiva es oportuno tener en cuenta,
al reconocer las culpas pasadas e indicar los referentes actuales que mejor
podrían hacerse cargo de ellas, la distinción entre magisterio y autoridad en
la Iglesia: no todo acto de autoridad tiene valor de magisterio, por lo que un
comportamiento contrario al Evangelio, de una o más personas revestidas de
autoridad, no lleva de por sí una implicación del carisma magisterial,
asegurado por el Señor a los pastores de la Iglesia, y no requiere, por tanto,
ningún acto magisterial de reparación.
c) Hay que subrayar que el destinatario
de toda posible petición de perdón es Dios, y que eventuales destinatarios
humanos, sobre todo si son colectivos, en el interior o fuera de la comunidad
eclesial, deben ser identificados con adecuado discernimiento histórico y
teológico, sea para realizar actos de reparación convenientes, sea para
testimoniar ante ellos la buena voluntad y el amor a la verdad por parte de
los hijos de la Iglesia. Ello se podrá lograr tanto mejor cuanto mayor sea el
diálogo y la reciprocidad entre las partes en causa en un hipotético camino de
reconciliación, vinculado al reconocimiento de las culpas y al arrepentimiento
por ellas, sin ignorar que la reciprocidad, a veces imposible a causa de las
convicciones religiosas del interlocutor, no puede ser considerada condición
indispensable y que la gratuidad del amor se expresa a menudo en una
iniciativa unilateral.
d) Los posibles gestos de reparación
están ligados al reconocimiento de una responsabilidad que se prolonga en el
tiempo y que podrán tener tanto un carácter simbólico-profético como un valor
de reconciliación efectiva (por ejemplo, entre los cristianos divididos).
También en la definición de estos actos es de desear una búsqueda común con
los posibles destinatarios, escuchando las legítimas reclamaciones que puedan
presentar.
e) En el plano pedagógico se debe
evitar la perpetuación de imágenes negativas del otro, e igualmente la puesta
en marcha de procesos de autoculpabilización indebida, subrayando cómo el
hacerse cargo de culpas pasadas es para el que cree una especie de
participación en el misterio de Cristo crucificado y resucitado, que ha
cargado con las culpas de todos. Esta perspectiva pascual se revela
particularmente adecuada para producir frutos de liberación, de reconciliación
y de alegría para todos aquellos que con fe viva están implicados en la
petición de perdón, sea como sujetos o como destinatarios.
3. Las implicaciones en el plano del diálogo
Las implicaciones previsibles en el plano del diálogo y de la
misión, como consecuencia de un reconocimiento eclesial de las culpas del
pasado, son diversas:
a) En el plano misionero hay que
evitar, ante todo, que tales actos contribuyan a disminuir el impulso de la
evangelización mediante la exasperación de los aspectos negativos. No
obstante, se debe tener en cuenta el hecho de que estos mismos actos podrán
hacer crecer la credibilidad del mensaje, en cuanto nacen de la obediencia a
la verdad y tienden a frutos efectivos de reconciliación. En particular, los
misioneros ad gentes tendrán cuidado en contextualizar la propuesta de
estos temas de modo conforme a la efectiva capacidad de recepción en los
ambientes en que actúan (por ejemplo, determinados aspectos de la historia de
la Iglesia en Europa podrán resultar poco significativos para muchos pueblos
no europeos).
b) En el plano ecuménico, la
finalidad de posibles actos eclesiales de arrepentimiento no puede ser otra
que la unidad querida por el Señor. En esta perspectiva es aún más de desear
que sean realizados en reciprocidad, aun cuando a veces gestos proféticos
podrán exigir una iniciativa unilateral y absolutamente gratuita.
c) En el plano interreligioso es
oportuno poner de relieve cómo para los creyentes en Cristo el reconocimiento
de las culpas pasadas por parte de la Iglesia es conforme a las exigencias de
la fidelidad al Evangelio y, por tanto, constituye un luminoso testimonio de
su fe en la verdad y en la misericordia del Dios revelado por Jesús. Lo que
hay que evitar es que actos semejantes sean interpretados equivocadamente como
confirmaciones de posibles prejuicios respecto al cristianismo. Sería
deseable, por otra parte, que estos actos de arrepentimiento estimulasen
también a los fieles de otras religiones a reconocer las culpas de su propio
pasado. Como la historia de la humanidad está llena de violencias, genocidios,
violaciones de los derechos humanos y de los derechos de los pueblos,
explotación de los débiles y divinización de los poderosos, del mismo modo la
historia de las religiones está revestida de intolerancia, superstición,
connivencia con poderes injustos y negación de la dignidad y libertad de las
conciencias. ¡Los cristianos no han sido una excepción y son conscientes de
cuán pecadores son todos ante Dios!
d) En el diálogo con las culturas se
debe tener presente, ante todo, la complejidad y la pluralidad de las
mentalidades con que se dialoga, respecto a la idea de arrepentimiento y de
perdón. En todos los casos, el hecho de cargar por parte de la Iglesia con las
culpas pasadas debe ser iluminado a la luz del mensaje evangélico y, en
particular, de la presentación del Señor crucificado, revelación de la
misericordia y fuente de perdón, además de la peculiar naturaleza de la
comunión eclesial, una en el tiempo y en el espacio. Allí donde una cultura
fuese totalmente ajena a la idea de una petición de perdón, deben ser
presentadas de modo oportuno las razones teológicas y espirituales que motivan
este acto a partir del mensaje cristiano y debe ser tenido en cuenta su
carácter crítico-profético. Donde haya que confrontarse con el prejuicio de
una actitud de indiferencia hacia la palabra de la fe, se debe tener en cuenta
un doble posible efecto de estos actos de arrepentimiento eclesial: si, por
una parte, pueden confirmar prejuicios negativos o actitudes de desprecio y de
hostilidad, de otra parte participan de la misteriosa atracción característica
del «Dios crucificado» 97. Además hay que tener en cuenta el hecho
de que, en el actual contexto cultural, sobre todo en Occidente, la invitación
a la purificación de la memoria implica un compromiso común a creyentes y no
creyentes. Ya este trabajo común constituye un testimonio positivo de
docilidad a la verdad.
e) Con relación a la sociedad civil
se debe considerar la diferencia que existe entre la Iglesia, misterio de
gracia, y cualquier sociedad temporal, pero tampoco se debe olvidar el
carácter de ejemplaridad que la petición eclesial de perdón puede presentar y
el estímulo consiguiente que puede ofrecer de cara a realizar pasos análogos
de purificación de la memoria y de reconciliación en las más diversas
situaciones en las que se podría reconocer su urgencia. Afirma Juan Pablo II:
«La petición de perdón [...] se refiere, en primer lugar, a la vida de la
Iglesia, su misión de anunciar la salvación, su testimonio de Cristo, su
compromiso por la unidad, en una palabra, la coherencia que debe caracterizar
la existencia cristiana. Pero la luz y la fuerza del Evangelio, de que vive la
Iglesia, tienen la capacidad de iluminar y sostener, como por sobreabundancia,
las opciones y las acciones de la sociedad civil, en el pleno respeto de su
autonomía [...] En los umbrales del tercer milenio es legítimo esperar que los
responsables políticos y los pueblos, sobre todo los que se encuentran
inmersos en conflictos dramáticos, alimentados por el odio y por el recuerdo
de heridas muchas veces antiguas, se dejen guiar por el espíritu de perdón y
de reconciliación testimoniado por la Iglesia y se esfuercen por resolver los
contrastes mediante un diálogo leal y abierto» 98.
CONCLUSIÓN
Como conclusión de las reflexiones desarrolladas conviene
poner una vez más de relieve que en todas las formas de arrepentimiento por
las culpas del pasado, y en cada uno de los gestos conectados con ellas, la
Iglesia se dirige, ante todo, a Dios y tiende a glorificarlo a Él y su
misericordia. Precisamente así sabe que celebra también la dignidad de la
persona humana llamada a la plenitud de la vida en la alianza fiel con el Dios
vivo: «La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la
visión de Dios» 99. Actuando de este modo, la Iglesia da testimonio
también de su confianza en la fuerza de la Verdad que hace libres (cf. Jn
8,32): «su petición de perdón no debe ser entendida como ostentación de
humildad ficticia, ni como retractación de su historia bimilenaria,
ciertamente rica en méritos en el terreno de la caridad, de la cultura y de la
santidad. Responde más bien a una exigencia de verdad irrenunciable, que,
junto a los aspectos positivos, reconoce los límites y las debilidades humanas
de las sucesivas generaciones de discípulos de Cristo» 100. La
Verdad reconocida es fuente de reconciliación y de paz porque, como afirma el
mismo Papa, «el amor de la verdad, buscada con humildad, es uno de los grandes
valores capaces de reunir a los hombres de hoy a través de las diversas
culturas» 101. También por su responsabilidad hacia la verdad la
Iglesia «no puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos
a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias
y lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de
valentía» 102. Ello abre para todos un mañana nuevo.
SIGLAS
AAS Acta Apostolicae Sedis (1909ss).
CCL Corpus Christianorum. Series latina
(Turnhout-París 1953ss).
CEC Catecismo de la Iglesia Católica.
CSEL Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum
Latinorum (Viena 1866ss).
DH CONCILIO
VATICANO II, Declaración
Dignitatis humanae (1965).
GS CONCILIO
VATICANO II, Constitución
pastoral Gaudium et spes (1965).
IM JUAN
PABLO II, Bula Incarnationis
mysterium (29-11-1998).
LG CONCILIO
VATICANO II, Constitución
dogmática Lumen gentium (1964).
NAe CONCILIO
VATICANO II, Declaración
Nostra aetate (1965).
PL J. P. MIGNE,
Patrología latina (París).
RP JUAN
PABLO II, Exhortación
Reconciliatio et Paenitentia (2-12-1984).
SCh Sources Chrétiennes (París).
TMA JUAN
PABLO II, Carta apostólica
Tertio millennio adveniente (10-11-1994).
UR CONCILIO
VATICANO II, Decreto Unitatis
redintegratio (1964).
UUS JUAN PABLO II, Carta encíclica Ut unum sint (25-5-1995).
1 IM 11.
2 Ibid. Ya en numerosas ocasiones, pero
particularmente en el número 33 de la Carta apostólica Tertio millennio
adveniente, el Papa había indicado a la Iglesia el camino por recorrer
para purificar la propia memoria respecto a las culpas del pasado y dar
ejemplo de arrepentimiento a los individuos y a la sociedad civil.
3 LG 8.
4 Cf. Extravagantes communes, lib. V, tít.
IX, c.1 (A. FRIEDBERG, Corpus
iuris canonici, t.II, c.1304).
5 Cf. CLEMENTE XIV, Epistola Salutis nostrae,
30-4-1774, pár. 2. LEÓN XII,
Epistola Quod hoc ineunte, 24-5-1824, pár. 2, habla del «año de expiación,
de perdón y de redención, de gracia, de remisión y de indulgencia».
6 En este sentido se mueve la definición de la
indulgencia que Clemente VI da al instituir, en 1343, la periodicidad del
jubileo cada cincuenta años. Clemente VI ve en el jubileo eclesial «el
cumplimiento espiritual» del «jubileo de remisión y de alegría» del Antiguo
Testamento (Lev 25).
7 «Cada uno de nosotros debe examinar en qué ha
caído y examinarse él mismo con más rigurosidad de la que será examinado por
Dios en el día de su cólera», en: Deutsche Reichstagsakten (Gotha 1893)
n. serie, III 390-399.
8 UR 7.
9 GS 36.
10 GS 19
11 NAe 4.
12 GS 43.6.
13 LG 8; cf. UR 6: «La Iglesia, peregrinante en
el camino, está llamada por Cristo a esta reforma continua, de la que ella, en
cuanto institución humana y terrena, necesita permanentemente».
14 NAe 4.
15 UR 3.
16 Cf. PABLO
VI, Carta apostólica Apostolorum limina, 23-5-1974 (Enchiridion
Vaticanum 5, 305).
17 PABLO
VI, Exhortación paterna Cum benevolentia, 8-12-1974 (Enchiridion
Vaticanum 5, 526-553).
18 Cf. UUS 88: «Por aquello de lo que somos
responsables, imploro perdón».
19 Por ejemplo, el Papa «pide perdón, en nombre
de todos los católicos, por los comportamientos ofensivos para con los no
católicos en el curso de la historia», entre los moravios (cf. canonización de
Jan Sarkander, en la República checa, 21-5-1995). Ha deseado llevar a cabo «un
acto de expiación» y pedir perdón a los indios de América Latina y a los
africanos deportados como esclavos (Mensaje a los indios de América,
Santo Domingo, 13-10-1992, y Discurso en la Audiencia general del 21-10-1992).
Ya diez años antes había pedido perdón a los africanos por la trata de negros
(Discurso en Yaoundé, 13-8-1985).
20 Cf. n.33‑36.
21 Cf. TMA 33.
22 Cf. TMA 33.
23 Cf. TMA 36.
24 Cf. TMA 34.
25 Cf. TMA 35.
26 Este último aspecto aflora en la TMA sólo en
el n.33, allí donde se dice que la Iglesia reconoce como suyos a los propios
hijos pecadores «delante de Dios y delante de los hombres».
27 Cf. RP 31.
28 Cf. RP 16.
29 Cf. Mt 13,24-30.36-43; SAN
AGUSTÍN, De civitate Dei
I, 35: CCL 47, 33; XI, 1: CCL 48, 321; XIX, 26: CCL 48, 696.
30 Sobre los diversos métodos de lectura de la
Sagrada Escritura, cf. el documento de la Pontificia Comisión Bíblica La
interpretación de la Biblia en la Iglesia (1993).
31 A esta serie pueden referirse como ejemplos:
Dt 1,41 (la generación del desierto reconoce haber pecado rechazando avanzar
para entrar en la tierra prometida); Jue 10,10.12 (en el tiempo de los Jueces
el pueblo dice por dos veces «hemos pecado» contra el Señor, refiriéndose a
haber servido a los baales); 1 Sam 7,6 (el pueblo del tiempo de Samuel afirma:
«¡Hemos pecado contra el Señor!»); Núm 21,7 (este texto se distingue por el
hecho de que el pueblo de la generación mosaica admite que, al lamentarse
respecto a la comida, se ha hecho culpable de «pecado» por haber hablado
contra el Señor y también contra su guía humano, Moisés); 1 Sam 12,19 (los
israelitas de la época de Samuel reconocen que, al pedir tener un rey, han
añadido éste «a todos sus pecados»); Esd 10,13 (el pueblo reconoce ante Esdras
haber «pecado en esta materia» grandemente, casándose con mujeres
extranjeras); Sal 65,2-2; 90,8; 103,10 (107,10-11.7); Is 59,9-15; 64,5-9; Jer
8,14; 14,7; Lam 1,14.18a.22 («Yo» = personificación de Jerusalén); 3,42
(4,13); Bar 4,12-13 (Sión evoca las culpas de sus hijos que han conducido a la
devastación); Ez 33,10; Miq 7,9 («Yo»). 18-19.
32 Por ejemplo: Éx 9,27 (el faraón dice a Moisés
y a Aarón: «Esta vez he pecado, el Señor tiene razón; yo y mi pueblo somos
culpables»); 34,9 (Moisés invoca: «Perdona nuestra culpa y nuestro pecado»);
Lev 16,21 (el sumo sacerdote confiesa los pecados del pueblo sobre la cabeza
del «chivo expiatorio» el día de la expiación); Éx 32,11-13 (cf. Dt 9,26-29:
Moisés); 32,31 (Moisés); 1 Re 8,33ss (cf. 2 Crón 6,22s: Salomón reza para que
Dios perdone eventuales pecados futuros del pueblo); 2 Crón 28,13 (los jefes
de los israelitas afirman: «Nuestra culpa es grande»); Esd 10,2 (Sekanías dice
a Esdras: «Nosotros hemos sido infieles hacia nuestro Dios, casándonos con
mujeres extranjeras»); Neh 1,5-11 (Nehemías confiesa los pecados cometidos por
el pueblo de Israel, por sí mismo y por la casa de su padre); Est 4,17n (Ester
confiesa: «Hemos pecado contra ti y nos has entregado en las manos de nuestros
enemigos por haber dado gloria a sus dioses»); 2 Mac 7,18.32 (los mártires
judíos afirman que están sufriendo a causa de «nuestros pecados» contra Dios).
33 Entre los ejemplos de este tipo de confesión
nacional se puede remitir a: 2 Re 22,13 (cf. 2 Crón 34,21: Josías teme la
cólera del Señor «porque nuestros padres no han escuchado las palabras de este
libro»); 2 Crón 29,6-7 (Ezequías afirma: «Nuestros padres han sido infieles»);
Sal 78,8ss (un «yo» reasume los pecados de las generaciones pasadas a partir
del Éxodo). Cf. también el dicho popular citado en Jer 31,29 y Ez 18,2: «Los
padres comieron agraces y los hijos sufren la dentera».
34 Es el caso de textos como los siguientes: Lev
26,40 (los exiliados son llamados a «confesar su iniquidad y la iniquidad de
sus padres»); Esd 9,5b-15 (oración penitencial de Esdras, v.7: «Desde los días
de nuestros padres hasta el día de hoy nos hemos hecho muy culpables»; cf. Neh
9,6-37); Tob 3,1-5 (en su oración, Tobías invoca: «No me condenes por mis
pecados, mis errores y los de mis padres», v.3 y prosigue con la constatación:
«no hemos observado tus decretos», v.5); Sal 79,8-9 (este lamento colectivo
implora a Dios que «no recuerdes contra nosotros culpas de antepasados [...]
líbranos y borra nuestros pecados»); 106,6 («hemos pecado como nuestros
padres»); Jer 3,25 («contra Yahvé nuestro Dios hemos pecado nosotros como
nuestros padres»); Jer 14,19-22 («reconocemos, Yahvé, nuestras maldades, la
culpa de nuestros padres», v.20); Lam 5 («nuestros padres pecaron, ya no
existen; y nosotros cargamos con sus culpas», v.7; «¡Ay de nosotros, que hemos
pecado!», v.16b); Bar 1,15‑3,18 («hemos pecado ante el Señor», 1,17
[cf. 1,19.21; 2,5.24], «no te acuerdes de las iniquidades de nuestros padres»,
3,5 [cf. 2,33; 3,4.4]); Dan 3,26-45 (la oración de Azarías: «Pues con verdad y
justicia has provocado todo esto, por nuestros pecados», v.28); Dan 9,4-19
(«pues, a causa de nuestros pecados y de las iniquidades de nuestros padres,
Jerusalén [...] es el escarnio de todos [...]», v.16).
35 Éstos incluyen falta de confianza en Dios
(así, p. ej., Dt 1,41; Núm 14,10), idolatría (como en Jue 10,10-15), exigencia
de un rey humano (1 Sam 12,9), matrimonios con mujeres extranjeras, en
contraste con la Ley divina (Esd 9-10). En Is 59,13b el pueblo dice de sí
«hablar de opresión y revueltas, concebir y musitar en el corazón palabras
engañosas».
36 Cf. el caso análogo del repudio de las mujeres
extranjeras por parte de los judíos, narrado en Esd 9-10, con todas las
consecuencias negativas que habría tenido sobre las mujeres implicadas. La
cuestión de una petición de perdón dirigida a ellas (y o a sus descendientes)
no se plantea propiamente, en cuanto que el repudio es presentado como una
exigencia de la Ley divina (cf. Dt 7,3) en todos estos capítulos.
37 Viene a la mente, a este respecto, el caso de
las relaciones permanentemente tensas entre Israel y Edom. Este pueblo, no
obstante su condición de «hermano» de Israel, participó y se alegró de la
caída de Jerusalén por obra de los babilonios (cf., p. ej., Abdías 10-14).
Israel, como signo de ultraje por esta traición, no sintió necesidad alguna de
pedir perdón por la matanza de prisioneros edomitas indefensos, perpetrada por
el rey Amazías según 2 Crón 25,12.
38 JUAN
PABLO II, «Discurso del 1 de
septiembre de 1999»: L'Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
39 Cf. TMA 33-36.
40 TMA 33.
41 Se piense en el motivo, presente en autores
cristianos de diversas épocas, del reproche a la Iglesia a causa de sus
culpas, uno de cuyos ejemplos más representativos lo constituye el Liber
asceticus, de Máximo el Confesor, PL 90, 912-956.
42 LG 8.
43 CEC 770.
44 LG 8.
45 LG 8; cf. también UR 3 y 6.
46 CEC 827.
47 PABLO
VI, Credo del Pueblo de Dios (30-6-1968) n. 19: Enchiridion
Vaticanum 3, 264s.
48 LG 39.
49 LG 40.
50 LG 48.
51 SAN
AGUSTÍN, Sermo 181, 5, 7:
PL 38, 982.
52 SANTO
TOMÁS DE AQUINO,
Summa Theol. III q.8 a.3 ad 2.
53 CEC 2839.
54 SAN
AMBROSIO, De virginitate
8, 48: PL 16, 278D: «Caveamus igitur, ne lapsus noster vulnus Ecclesiae fiat».
De «herida» infligida a la Iglesia por el pecado de sus hijos habla también LG
11.
55 TMA 33.
56 K. DELAHAYE,
La Comunità, Madre dei credenti (Cassano M. [Bari] 1974) 110. Cf.
también H. RAHNER, Mater
Ecclesia. Inni di lode alla Chiesa tratti dal primo millennio della
letteratura cristiana (Milán 1972).
57 LG 64.
58 SAN
AGUSTÍN, Sermo 25, 8: PL
46, 938: «Mater ista sancta, honorata, Mariae similis, et parit et Virgo est.
Ex illa nati estis et Christum parit: nam membra Christi estis».
59 CIPRIANO,
De Ecclesiae Catholicae unitate 6: CCL 3, 253: «Habere iam non potest
Deum Patrem qui ecclesiam non habet matrem». El mismo Cipriano afirma en otro
lugar: «Ut habere quis possit Deum Patrem, habeat ante ecclesiam matrem»
(In Ps 88, Sermo 2, 14: CCL 39, 1244).
60 PAULINO
DE NOLA, Carmen
25, 171-172: CSEL 30, 243: «Inde manet mater aeterni semine verbi / concipiens
populos et pariter pariens».
61 TMA 35.
62 IGNACIO
DE ANTIOQUÍA, Ad
Romanos, Proem.: SCh 10, 124 (Th. Camelot, París 1958).
63 TMA 33.
64 Discurso a los participantes en el Simposio
Internacional sobre la Inquisición, promovido por la Comisión
Teológico-Histórica del Comité Central del Jubileo, n.4 (31-10-1998).
65 Cf., para cuanto sigue, H. G. GADAMER,
Verdad y método (Salamanca 1977).
66 B. LONERGAN,
Il metodo in teologia (Brescia 1975) 173.
67 TMA 35.
68 JUAN
PABLO II, «Discurso del 1 de
septiembre de 1999»: L'Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
69 Cf. n.34-36.
70 UR 1.
71 UR 13. TMA 34 dice: «aún más que en el primer
milenio, la comunión eclesial ha conocido dolorosas laceraciones».
72 UR 13.
73 Ibid.
74 Cf. el Discurso de apertura de la
Segunda sesión del Concilio, del 29 de septiembre de 1964: Enchiridion
Vaticanum 1 (106) n.176.
75 Cf. la documentación del diálogo de la
caridad entre la Santa Sede y el Patriarcado ecuménico de Constantinopla en el
Tómos Agápes: VaticanPhanar (1958-1970) (Roma-Estambul 1971).
76 UR 7.
77 Ibid.
78 TMA 35.
79 JUAN
PABLO II, «Discurso del 1 de
septiembre de 1999»: L'Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
80 TMA 35; DH 1.
81 El tema es tratado de modo riguroso en la
Declaración Nostra Aetate del Vaticano II.
82 Cf. JUAN
PABLO II, Discurso a la
Sinagoga de Roma (13-4-1986) 4: AAS 78 (1986) 1120.
83 Éste es el juicio del reciente documento de la
Comisión para las Relaciones Religiosas con el Hebraísmo, Nosotros
recordamos: una reflexión sobre la Shoah (Roma, 16-3-1998) 3.
84 Ibid. 7.
85 Ibid. 5.
86 Ibid. 6.
87 Ibid. 5.
88 TMA 36.
89 GS 19.
90 Ibid.
91 TMA 33.
92 Se piense solamente en el signo del martirio,
cf. TMA, 37.
93 UR 6. Es el mismo texto el que afirma que «la
Iglesia peregrina en este mundo es llamada por Cristo a esta perenne reforma
(ad hanc perennem reformationem), de la que ella, en cuanto institución
humana y terrena, necesita permanentemente».
94 «Opus renovationis nec non reformationis»,
ibid., 4.
95 Ibid., 6: «Toda renovación de la Iglesia
consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad hacia su vocación».
96 TMA 36.
97 La fórmula, particularmente fuerte, es de San
Agustín: De Trinitate I, 13, 28: CCL 50, 69, 13; Epist. 169, 2:
CSEL 44, 617; Sermo 341A: Misc. Agost. 314, 22.
98 JUAN
PABLO II, Discurso a los
participantes en el Simposio Internacional de estudio sobre la Inquisición,
promovido por la Comisión Teológico-Histórica del Comité Central del Jubileo,
5 (31-10-1998).
99 «Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis
visio Dei», SAN IRENEO
DE LYON, Adversus
Haereses IV, 20,7; SCh 100, t. II,648.
100 JUAN
PABLO II, «Discurso del 1 de
septiembre de 1999»: L'Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
101 «Discurso al Centro Europeo para la
Investigación Nuclear» (Ginebra, 15-6-1982), en: Insegnamenti di Giovanni
Paolo II, V, 2 (Vaticano 1982) 2321.
102 TMA 33.