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MAGISTERIO DE LA IGLESIA IIB: Desde CALIXTO III hasta el Concilio de Trento (Denzinger)

 

Magisterio de la Iglesia católica

 

Páginas relacionadas 




CALIXTO III, 1455-1458

Sobre la usura y el contrato de censo

[De la Constitución Regimini universalis, de 6 de mayo de 1466]

... Una petición que poco ha nos ha sido presentada contenía lo siguiente: desde hace tanto tiempo, que no existe memoria en contrario, se ha arraigado en diversas partes de Alemania, y ha sido hasta el presente observada para común utilidad de las gentes entre los habitantes y moradores de aquellas regiones la siguiente costumbre: esos habitantes y moradores, o aquellos de entre ellos a quienes les pareciere que así les conviene según su estado e indemnidades, vendiendo sobre sus bienes, casas, campos, predios, posesiones y heredades, los réditos o los censos anuales en marcos, florines o groschen, monedas de curso corriente en aquellos territorios, han acostumbrado a recibir de los compradores por cada marco, florín o groschen, un precio suscrito competente en dinero contado según la calidad del tiempo y el contrato de la compraventa, obligándose eficazmente por el pago de dichos réditos y censos de las casas, tierras, campos, predios, posesiones y heredades, que en tales contratos quedaron expresados y con esta añadidura en favor de los vendedores: que ellos en la proporción que restituyan en todo o en parte a los compradores el dinero recibido por ellas, estuvieran totalmente libres o inmunes de los pagos de censos o réditos referentes al dinero restituido; pero los compradores mismos, aun cuando los bienes, casas, tierras, campos, posesiones y heredades en cuestión, con el correr del tiempo, se redujeran al extremo de una total destrucción o desolación, no pudieran reclamar el dinero mismo ni aun por acción legal. Con todo, algunos se hallan en el escrúpulo de la duda de si tales contratos han de ser considerados lícitos. De ahí que algunos, pretextando que son usurarios, buscan ocasión de no pagar los réditos y censos por ellos debidos... Nos, pues. para quitar toda duda de ambigüedad en este asunto, por autoridad apostólica declaramos a tenor de las presentes que dichos contratos son lícitos y conformes al derecho, y que los vendedores están eficazmente obligados al pago de los mismos réditos y censos según el tenor de dichos contratos, removido todo obstáculo de contradicción.

PIO II, 1458-1464

De la apelación al Concilio universal

[De la Bula Exsecrabilis, de 18 de enero de 1459 (fecha romana antigua) ó 1460 (actual)]

Un abuso execrable y que fue inaudito para los tiempos antiguos, ha surgido en nuestra época y es que hay quienes, imbuídos de espíritu de rebeldía, no por deseo de más sano juicio, sino para eludir el pecado cometido, osan apelar a un futuro Concilio universal, del Romano Pontífice, vicario de Jesucristo, a quien se le dijo en la persona del bienaventurado Pedro: Apacienta a mis ovejas [Ioh. 21, 17]; y: cuanto atares sobre la tierra, será atado también en el cielo [Mt. 16, 19]. Queriendo, pues, arrojar lejos de la Iglesia de Cristo este pestífero veneno y atender a la salud de las ovejas que nos han sido encomendadas y apartar del redil de nuestro Salvador toda materia de escándalo..., condenamos tales apelaciones, y como erróneas y detestables las reprochamos.

Errores de Zanino de Solcia

[Condenados en la Carta Cum sicut, de 14 de noviembre de 1459]

(1) El mundo ha de consumirse y terminar naturalmente, al consumir el calor del sol la humedad de la tierra y del aire, de tal modo que se enciendan los elementos.

(2) Y todos los cristianos han de salvarse.

(3) Dios creó otro mundo distinto a éste y en su tiempo existieron muchos otros hombres y mujeres y, por consiguiente, Adán no fue el primer hombre.

(4) Asimismo, Jesucristo no padeció y murió por amor del género humano, para redimirle, sino por necesidad de las estrellas.

(5) Asimismo, Jesucristo, Moisés y Mahoma rigieron al mundo según el capricho de sus voluntades.

(6) Además, nuestro Señor Jesús fue ilegítimo, y en la hostia consagrada está no según la humanidad, sino solamente según la divinidad .

(7) La lujuria fuera del matrimonio no es pecado, si no es por prohibición de las leyes positivas, y por ello éstas lo han dispuesto menos bien, y él, sólo por prohibición de la Iglesia, se reprimía de seguir la opinión de Epicuro como verdadera.

(8) Además, el quitar una cosa ajena, aun contra la voluntad de su dueño, no es pecado.

(9) Finalmente, la ley cristiana ha de tener fin por sucesión de otra ley, como la ley de Moisés terminó con la ley de Cristo.

Zanino, canónigo de Pérgamo, dice Pío II, con sacrílego atrevimiento y con manchada boca se atrevió a afirmar temerariamente estas proposiciones contra los dogmas de los Santos Padres, pero posteriormente renunció espontáneamente "a estos perniciosísimos errores".

De la sangre de Cristo

[De la Bula Ineffabilis summi providentia Patris de 1 de agosto de 1464]

... Por autoridad apostólica, a tenor de las presentes, estatuimos y ordenamos que a ninguno de los frailes predichos [Menores o Predicadores], sea lícito en adelante disputar, predicar o pública o privadamente hablar sobre la antedicha duda, a saber, si es herejía o pecado sostener o creer que la misma sangre sacratísima, como antes se dice, durante el triduo de la pasión del mismo Señor nuestro Jesucristo, estuvo o no de cualquier modo separada o dividida de la misma divinidad, mientras por Nos y por la Sede Apostólica no hubiere sido definido qué haya de sentirse sobre la decisión de esta duda.

PAULO II, 1464-1471

SIXTO IV, 1471-1484

Errores de Pedro de Rivo (sobre la verdad de los futuros contingentes)

[Condenados en la Bula Ad Christi vicarii, de 3 de enero de 1474]

(1) Isabel, cuando en Lc. l, hablando con la bienaventurada María Virgen, dice: Bienaventurada tu que has creído, porque se cumplirán en ti las cosas que te han sido dichas de parte del Señor [Lc. l, 46]; parece dar a entender que las proposiciones de: Parirás un hijo y le pondrás por nombre Jesús: éste será grande, etc. [Lc. l, 31 s], todavía no eran verdaderas.

(2) Igualmente, cuando Cristo en Lc., último, dice después de su resurrección: Es menester que se cumplan todas las cosas que están escritas de mi en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos [Lc. 24, 44], parece haber dado a entender que tales proposiciones estaban vacías de verdad.

(3) Igualmente, en Hebr. 10, donde el Apóstol dice: La ley que tiene una sombra de los bienes futuros, y no la imagen misma de las cosas [Hebr. 10, l], parece dar a entender que las proposiciones de la antigua ley, que versaban sobre lo futuro, aun no tenían determinada verdad.

(4) Igualmente, no basta para la verdad de una proposición de futuro que la cosa se cumplirá, sino que se cumplirá sin que se la pueda impedir.

(5) Igualmente, es menester decir una de dos cosas, o que en los artículos de la fe sobre futuro no hay verdad presente y actual o que su significado no puede ser impedido por el poder divino.

Estas proposiciones fueron condenadas como escandalosas y desviadas de la senda de la fe católica, y retractadas por escrito por el mismo Pedro.

Indulgencia por los difuntos

[De la Bula en favor de la Iglesia de San Pedro de Saintes, de 3 de agosto de 1476]

Y para que se procure la salvación de las almas señaladamente en el tiempo en que más necesitan de los sufragios de los otros y en que menos pueden aprovecharse a sí mismas; queriendo Nos socorrer por autoridad apostólica del tesoro de la Iglesia a las almas que están en el purgatorio, que salieron de esta luz unidas por la caridad a Cristo y que merecieron mientras vivieron que se les sufragara esta indulgencia, deseando con paterno afecto, en cuanto con Dios podemos, confiando en la misericordia divina y en la plenitud de potestad, concedemos y juntamente otorgamos que si algunos parientes, amigos u otros fieles cristianos, movidos a piedad por esas mismas almas expuestas al fuego del purgatorio para expiar las penas por ellas debidas según la divina justicia, dieren cierta cantidad o valor de dinero durante dicho decenio para la reparación de la iglesia de Saintes, según la ordenación del deán y cabildo de dicha iglesia o de nuestro colector, visitando dicha iglesia, o la enviaren por medio de mensajeros que ellos mismos han de designar durante dicho decenio, queremos que la plenaria remisión valga y sufrague por modo de sufragio a las mismas almas del purgatorio, en relajación de sus penas, por las que, como se ha dicho antes, pagaren dicha cantidad de dinero o su valor.

Errores de Pedro de Osma

(sobre el sacramento de la penitencia)

[Condenados en la Bula Licet ea, de 9 de agosto de 1479]

(1) La confesión de los pecados en especie, está averiguado que es realmente por estatuto de la Iglesia universal, no de derecho divino.

(2) Los pecados mortales en cuanto a la culpa y a la pena del otro mundo, se borran sin la confesión, por la sola contrición del corazón.

(3) En cambio, los malos pensamientos se perdonan por el mero desagrado.

(4) No se exige necesariamente que la confesión sea secreta.

(5) No se debe absolver a los penitentes antes de cumplir la penitencia.

(6) El Romano Pontífice no puede perdonar la pena del purgatorio.

(7) Ni dispensar sobre lo que estatuye la Iglesia universal.

(8) También el sacramento de la penitencia, en cuanto a la colación de la gracia, es de naturaleza, y no de institución del Nuevo o del Antiguo Testamento.

Sobre estas proposiciones se dice en la Bula, § 6:

... Declaramos que todas estas proposiciones son falsas, contrarias a la santa fe católica, erróneas, escandalosas, totalmente ajenas a la verdad evangélica, y contrarias también a los decretos de los santos Padres y demás constituciones apostólicas, y contienen manifiesta herejía.

De la Inmaculada concepción de la B. V. M. I

[De la Constitución Cum praeexcelsa, de 28 de febrero de 1476]

Cuando indagando con devota consideración, escudriñamos las excelsas prerrogativas de los méritos con que la reina de los cielos, la gloriosa Virgen Madre de Dios, levantada a los eternos tronos, brilla como estrella de la mañana entre los astros...: Cosa digna, o más bien cosa debida reputamos, invitar a todos los fieles de Cristo con indulgencia y perdón de los pecados, a que den gracias al Dios omnipotente (cuya providencia, mirando ab aeterno la humildad de la misma Virgen, con preparación del Espíritu Santo, la constituyó habitación de su Unigénito, para reconciliar con su Autor la naturaleza humana, sujeta por la caída del primer hombre a la muerte eterna, tomando de ella la carne de nuestra mortalidad para la redención del pueblo y permaneciendo ella, no obstante, después del parto, virgen sin mancilla), den gracias, decimos, y alabanzas por la maravillosa concepción de la misma Virgen inmaculada y digan, por tanto, las misas y otros divinos oficios instituídos en la Iglesia y a ellos asistan, a fin de que con ello, por los méritos e intercesión de la misma Virgen, se hagan más aptos para la divina gracia.

[De la Constitución Grave nimis, de 4 de septiembre de 1483]

A la verdad, no obstante celebrar la Iglesia Romana solemnemente pública fiesta de la concepción de la inmaculada y siempre Virgen María y haber ordenado para ello un oficio especial y propio, hemos sabido que algunos predicadores de diversas órdenes no se han avergonzado de afirmar hasta ahora públicamente en sus sermones al pueblo por diversas ciudades y tierras, y cada día no cesan de predicarlo, que todos aquellos que creen y afirman que la inmaculada Madre de Dios fue concebida sin mancha de pecado original, cometen pecado mortal, o que son herejes celebrando el oficio de la misma inmaculada concepción, y que oyendo los sermones de los que afirman que fue concebida sin esa mancha, pecan gravemente... Nos, por autoridad apostólica, a tenor de las presentes, reprobamos y condenamos tales afirmaciones como falsas, erróneas y totalmente ajenas a la verdad e igualmente, en ese punto, los libros publicados sobre la materia... [pero se reprende también a los que] se atrevieren a afirmar que quienes mantienen la opinión contraria, a saber, que la gloriosa Virgen María fue concebida con pecado original, incurren en crimen de herejía o pecado mortal, como quiera que no está aún decidido por la Iglesia Romana y la Sede Apostólica...

INOCENCIO VIII, 1484-1492 PIO III, 1503

ALEJANDROVI,1492-1503 JULIO II,1503-1513

LEON X, 1513-1521

V CONCILIO DE LETRAN, 1512-1517

XVIII ecuménico (acerca de la reformación de la Iglesia)

Del alma humana (contra los neoaristotélicos)

[De la Bula Apostolici regiminis (SESION VIII), de 19 de diciembre de 1513]

Como quiera, pues, que en nuestros días —con dolor lo confesamos— el sembrador de cizaña, aquel antiguo enemigo del género humano, se haya atrevido a sembrar y fomentar por encima del campo del Señor algunos perniciosísimos errores, que fueron siempre desaprobados por los fieles, señaladamente acerca de la naturaleza del alma racional, a saber: que sea mortal o única en todos los hombres, y algunos, filosofando temerariamente, afirmen que ello es verdad por lo menos según la filosofía; deseosos de poner los oportunos remedios contra semejante peste, con aprobación de este sagrado Concilio, condenamos y reprobamos a todos los que afirman que el alma intelectiva es mortal o única en todos los hombres, y a los que estas cosas pongan en duda, pues ella no sólo es verdaderamente por sí y esencialmente la forma del cuerpo humano —como se contiene en el canon del Papa Clemente V, de feliz recordación, predecesor nuestro, promulgado en el Concilio (general) de Vienne [n. 481]—, sino también inmortal y además es multiplicable, se halla multiplicada y tiene que multiplicarse individualmente, conforme a la muchedumbre de los cuerpos en que se infunde... Y como quiera que lo verdadero en modo alguno puede estar en contradicción con lo verdadero, definimos como absolutamente falsa toda aserción contraria a la verdad de la fe iluminada [n. 17517]; y con todo rigor prohibimos que sea lícito dogmatizar en otro sentido; y decretamos que todos los que se adhieren a los asertos de tal error, ya que se dedican a sembrar por todas partes las más reprobadas herejías, como detestables y abominables herejes o infieles que tratan de arruinar la fe, deben ser evitados y castigados.

De los "Montes de piedad" y de la usura

[De la Bula Inter multiplices, de 28 de abril (SESION X), de 4 de mayo de 1515]

Con aprobación del sagrado Concilio, declaramos y definimos que los (antedichos) Montes de piedad, instituídos en los estados, y aprobados y confirmados hasta el presente por la autoridad de la Sede Apostólica, en los que en razón de sus gastos e indemnidad, únicamente para los gastos de sus empleados y de las demás cosas que se refieren a su conservación, conforme se manifiesta—, sólo en razón de su indemnidad, se cobra algún interés moderado, además del capital, sin ningún lucro por parte de los mismos Montes, no presentan apariencia alguna de mal ni ofrecen incentivo para pecar, ni deben en modo alguno ser desaprobados, antes bien ese préstamo es meritorio y debe ser alabado y aprobado y en modo alguno ser tenido por usurario... Todos los religiosos, empero, y personas eclesiásticas y seglares que en adelante fueren osados a predicar o disputar de palabra o por escrito contra el tenor de la presente declaración y decreto, queremos que incurran en la pena de excomunión latae sententiae, sin que obste privilegio alguno.

De la relación entre el Papa y los Concilios

[De la Bula Pastor aeternus (SESION XI), de 19 de diciembre de 1516]

Ni debe tampoco movernos el hecho de que la sanción [pragmática] misma y lo en ella contenido fue promulgado en el Concilio de Basilea, como quiera que todo ello fue hecho, después de la traslación del mismo Concilio de Basilea, por obra del conciliábulo del mismo nombre y, por ende, ninguna fuerza pueden tener; pues consta también manifiestamente no sólo por el testimonio de la Sagrada Escritura, por los dichos de los santos Padres y hasta de otros Romanos Pontífices predecesores nuestros y por decretos de los sagrados cánones; sino también por propia confesión de los mismos Concilios, que aquel solo que a la sazón sea el Romano Pontífice, como tiene autoridad sobre todos los Concilios, posee pleno derecho y potestad de convocarlos, trasladarlos y disolverlos...

De las Indulgencias

[De la Bula Cum postquam al Legado Tomás de Vio Cayetano, de 9 de noviembre de 1518]

Y para que en adelante nadie pueda alegar ignorancia de la doctrina de la Iglesia Romana acerca de estas indulgencias y su eficacia o excusarse con pretexto de tal ignorancia o con fingida declaración ayudarse, sino que puedan ser ellos convencidos como culpables de notoria mentira y con razón castigados, hemos determinado significarte por las presentes letras que la Iglesia Romana, a quien las demás están obligadas a seguir como a madre, enseña: Que el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, el llavero, y Vicario de Jesucristo en la tierra, por el poder de las llaves, a las que toca abrir el reino de los cielos, quitando en los fieles de Cristo los impedimentos a su entrada (es decir, la culpa y la pena debida a los pecados actuales: la culpa, mediante el sacramento de la penitencia, y la pena temporal, debida —conforme a la divina justicia— por los pecados actuales, mediante la indulgencia de la Iglesia), puede por causas razonables conceder a los mismos fieles de Cristo, que, por unirlos la caridad, son miembros de Cristo, ora se hallen en esta vida, ora en el purgatorio, indulgencias de la sobreabundancia de los méritos de Cristo y de los Santos; y que concediendo [el Romano Pontífice] indulgencia tanto por los vivos como por los difuntos con apostólica autoridad, ha acostumbrado dispensar el tesoro de los méritos de Cristo y de los Santos, conferir la indulgencia misma por modo de absolución, o transferirla por modo de sufragio. Y, por tanto, que todos, lo mismo vivos que difuntos, que verdaderamente hubieren ganado todas estas indulgencias, se vean libres de tanta pena temporal, debida conforme a la divina justicia por sus pecados actuales, cuanta equivale a la indulgencia concedida y ganada. Y decretamos por autoridad apostólica a tenor de estas mismas presentes letras, que así debe creerse y predicarse por todos bajo pena de excomunión latae sententiae.

León X, el año 1519, envió esta bula a los suizos con una carta de 30 de abril de 1519 en que juzga así de la doctrina de la bula:

La potestad del Romano Pontífice en la concesión de estas indulgencias, según la verdadera definición de la Iglesia Romana, que debe ser por todos creída y predicada... hemos decretado, como por las mismas Letras que mandamos se os consignen, plenamente procuraréis ver y guardar... Firmemente os adheriréis a la verdadera determinación de la Santa Romana Iglesia y de esta Santa Sede que no permite los errores.

Errores de Martín Lutero

[Condenados en la Bula Exsurge Domine, de 15 de junio de 1520]

1. Es sentencia herética, pero muy al uso, que los sacramentos de la Nueva Ley, dan la gracia santificante a los que no ponen óbice.

2. Decir que en el niño después del bautismo no permanece el pecado, es conculcar juntamente a Pablo y a Cristo.

3. El incentivo del pecado [fomes peccati], aun cuando no exista pecado alguno actual, retarda al alma que sale del cuerpo la entrada en el cielo.

4. La caridad imperfecta del moribundo lleva necesariamente consigo un gran temor, que por sí solo es capaz de atraer la pena del purgatorio e impide la entrada en el reino.

5. Que las partes de la penitencia sean tres: contrición, confesión y satisfacción, no está fundado en la Sagrada Escritura ni en los antiguos santos doctores cristianos.

6. La contrición que se adquiere por el examen, la consideración y detestación de los pecados, por la que une repasa sus años con amargura de su alma, ponderando la gravedad de sus pecados, su muchedumbre, su fealdad, la pérdida de la eterna bienaventuranza y adquisición de la eterna condenación; esta contrición hace al hombre hipócrita y hasta más pecador.

7. Muy veraz es el proverbio y superior a la doctrina hasta ahora por todos enseñada sobre las contriciones: "La suma penitencia es no hacerlo en adelante; la mejor penitencia, la vida nueva" .

8. En modo alguno presumas confesar los pecados veniales; pero ni siquiera todos los mortales, porque es imposible que los conozcas todos. De ahí que en la primitiva Iglesia sólo se confesaban los pecados mortales manifiestos (o públicos).

9. Al querer confesarlo absolutamente todo, no hacemos otra cosa que no querer dejar nada a la misericordia de Dios para que nos lo perdone.

10. A nadie le son perdonados los pecados, si, al perdonárselos el sacerdote, no cree que le son perdonados; muy al contrario, el pecado permanecería, si no lo creyera perdonado. Porque no basta la remisión del pecado y la donación de la gracia, sino que es también necesario creer que está perdonado.

11. En modo alguno confíes ser absuelto a causa de tu contrición, sino a causa de la palabra de Cristo: Cuanto desatares, etc. [Mt. 16, 19]. Por ello, digo, ten confianza, si obtuvieres la absolución del sacerdote y cree fuertemente que estás absuelto, y estarás verdaderamente absuelto, sea lo que fuere de la contrición.

12. Si, por imposible, el que se confiesa no estuviera contrito o el sacerdote no lo absolviera en serio, sino por juego; si cree, sin embargo, que está absuelto, está con toda verdad absuelto.

13. En el sacramento de la penitencia y en la remisión de la culpa no hace más el Papa o el obispo que el infimo sacerdote; es más, donde no hay sacerdote, lo mismo hace cualquier cristiano, aunque fuere una mujer o un niño.

14. Nadie debe responder al sacerdote si está contrito, ni el sacerdote debe preguntarlo.

15. Grande es el error de aquellos que se acercan al sacramento de la Eucaristía confiados en que se han confesado, en que no tienen conciencia de pecado mortal alguno, en que han previamente hecho sus oraciones y actos preparatorios: todos ellos comen y beben su propio juicio. Mas si creen y confían que allí han de conseguir la gracia, esta sola fe los hace puros y dignos.

16. Oportuno parece que la Iglesia estableciera en general Concilio que los laicos recibieran la Comunión bajo las dos especies; y los bohemios que comulgan bajo las dos especies, no son herejes, sino cismáticos.

17. Los tesoros de la Iglesia, de donde el Papa da indulgencias, no son los méritos de Cristo y de los Santos.

18. Las indulgencias son piadosos engaños de los fieles y abandonos de las buenas obras; y son del número de aquellas cosas que son lícitas, pero no del número de las que convienen.

19. Las indulgencias no sirven, a aquellos que verdaderamente las ganan, para la remisión de la pena debida a la divina justicia por los pecados actuales.

20. Se engañan los que creen que las indulgencias son saludables y útiles para provecho del espíritu.

21. Las indulgencias sólo son necesarias para los crímenes públicos y propiamente sólo se conceden a los duros e impacientes.

22. A seis géneros de hombres no son necesarias ni útiles las indulgencias, a saber: a los muertos o moribundos, a los enfermos, a los legítimamente impedidos, a los que no cometieron crímenes, a los que los cometieron, pero no. públicos, a los que obran cosas mejores.

23. Las excomuniones son sólo penas externas y no privan al hombre de las comunes oraciones espirituales de la Iglesia.

24. Hay que enseñar a los cristianos más a amar la excomunión que a temerla.

25. El Romano Pontífice, sucesor de Pedro, no fue instituído por Cristo en el bienaventurado Pedro vicario del mismo Cristo sobre todas las Iglesias de todo el mundo.

26. La palabra de Cristo a Pedro: Todo lo que desatares sobre la tierra etc. [Mt. 16], se extiende sólo a lo atado por el mismo Pedro.

21. Es cierto que no está absolutamente en manos de la Iglesia o del Papa, establecer artículos de fe, mucho menos leyes de costumbres o de buenas obras.

28. Si el Papa con gran parte de la Iglesia sintiera de este o de otro modo, y aunque no errara; todavía no es pecado o herejía sentir lo contrario, particularmente en materia no necesaria para la salvación, hasta que por un Concilio universal fuere aprobado lo uno, y reprobado lo otro.

29. Tenemos camino abierto para enervar la autoridad de los Concilios y contradecir libremente sus actas y juzgar sus decretos y confesar confiadamente lo que nos parezca verdad, ora haya sido aprobado, ora reprobado por cualquier concilio.

30. Algunos artículos de Juan Hus, condenados en el Concilio de Constanza, son cristianísimos, veracísimos y evangélicos, y ni la Iglesia universal podría condenarlos.

31. El justo peca en toda obra buena.

32. Una obra buena, hecha de la mejor manera, es pecado venial.

33. Que los herejes sean quemados es contra la voluntad del Espíritu.

34. Batallar contra los turcos es contrariar la voluntad de Dios, que se sirve de ellos para visitar nuestra iniquidad.

35. Nadie está cierto de no pecar siempre mortalmente por el ocultísimo vicio de la soberbia.

36. El libre albedrío después del pecado es cosa de mero nombre; y mientras hace lo que está de su parte, peca mortalmente.

37. El purgatorio no puede probarse por Escritura Sagrada que esté en el canon.

38. Las almas en el purgatorio no están seguras de su salvación, por lo menos todas; y no está probado, ni por razón, ni por Escritura alguna, que se hallen fuera del estado de merecer o de aumentar la caridad.

39. Las almas en el purgatorio pecan sin intermisión, mientras buscan el descanso y sienten horror de las penas.

40. Las almas libradas del purgatorio por los sufragios de los vivientes, son menos bienaventuradas que si hubiesen satisfecho por sí mismas.

41. Los prelados eclesiásticos y príncipes seculares no harían mal si destruyeran todos los sacos de la mendicidad.

Censura del Sumo Pontífice: Condenamos, reprobamos y de todo punto rechazamos todos y cada uno de los antedichos artículos o errores, respectivamente, según se previene, como heréticos, escandalosos, falsos u ofensivos de los oídos piadosos o bien engañosos de las mentes sencillas, y opuestos a la verdad católica.

ADRIANO VI, 1522-1628 CLEMENTE VII, 1628-1584

PAULO III, 1534-1549

CONCILIO DE TRENTO, 1545-1563

XIX ecuménico (contra los innovadores del siglo XVI)

SESION III (4 de febrero de 1546)

Aceptación del Símbolo de la fe católica

Este sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él... los tres Legados de la Sede Apostólica, considerando la grandeza de las materias que han de ser tratadas, señaladamente de aquellas que se contienen en los dos capítulos de la extirpación de las herejías y de la reforma de las costumbres, por cuya causa principalmente se ha congregado... creyó que debía expresamente proclamarse el Símbolo de la fe de que usa la Santa Iglesia Romana, como el principio en que necesariamente convienen todos los que profesan la fe de Cristo, y como firme y único fundamento contra el cual nunca prevalecerán las puertas del infierno [Mt. 16, 18], con las mismas palabras con que se lee en todas las Iglesias. Es de este tenor:

[Sigue el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, v. 86.]

SESION IV (8 de abril de 1546)

Aceptación de los Libros Sagrados y las tradiciones de los Apóstoles

El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, bajo la presidencia de los tres mismos Legados de la Sede Apostólica, poniéndose perpetuamente ante sus ojos que, quitados los errores, se conserve en la Iglesia la pureza misma del Evangelio que, prometido antes por obra de los profetas en las Escrituras Santas, promulgó primero por su propia boca Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios y mandó luego que fuera predicado por ministerio de sus Apóstoles a toda criatura [Mt. 28, 19 s; Mc. 16, 15] como fuente de toda saludable verdad y de toda disciplina de costumbres; y viendo perfectamente que esta verdad y disciplina se contiene en los libros escritos y las tradiciones no escritas que, transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros desde los apóstoles, quienes las recibieron o bien de labios del mismo Cristo, o bien por inspiración del Espíritu Santo; siguiendo los ejemplos de los Padres ortodoxos, con igual afecto de piedad e igual reverencia recibe y venera todos los libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento, como quiera que un solo Dios es autor de ambos, y también las tradiciones mismas que pertenecen ora a la fe ora a las costumbres, como oralmente por Cristo o por el Espíritu Santo dictadas y por continua sucesión conservadas en la Iglesia Católica.

Ahora bien, creyó deber suyo escribir adjunto a este decreto un índice [o canon] de los libros sagrados, para que a nadie pueda ocurrir duda sobre cuáles son los que por el mismo Concilio son recibidos.

Son los que a continuación se escriben: del Antiguo Testamento: 5 de Moisés; a saber: el Génesis, el Exodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio; el de Josué, el de los Jueces, el de Rut, 4 de los Reyes, 2 de los Paralipómenos, 2 de Esdras (de los cuales el segundo se llama de Nehemías), Tobías, Judit, Ester, Job, el Salterio de David, de 150 salmos, las Parábolas, el Eclesiastés, Cantar de los Cantares, la Sabiduría, el Eclesiástico, Isaías, Jeremías con Baruch, Ezequiel, Daniel, 12 Profetas menores, a saber: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías; 2 de los Macabeos: primero y segundo. Del Nuevo Testamento: Los 4 Evangelios, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan; los Hechos de los Apóstoles, escritos por el Evangelista Lucas, 14 Epístolas del Apóstol Pablo: a los Romanos, 2 a los Corintios, a los Gálatas, a los Efesios, a los Filipenses, a los Colosenses, 2 a los Tesalonicenses, 2 a Timoteo, a Tito, a Filemón, a los Hebreos; 2 del Apóstol Pedro, 3 del Apóstol Juan, 1 del Apóstol Santiago, 1 del Apóstol Judas y el Apocalipsis del Apóstol Juan. Y si alguno no recibiere como sagrados y canónicos los libros mismos íntegros con todas sus partes, tal como se han acostumbrado leer en la Iglesia Católica y se contienen en la antigua edición vulgata latina, y despreciare a ciencia y conciencia las tradiciones predichas, sea anatema. Entiendan, pues, todos, por qué orden y camino, después de echado el fundamento de la confesión de la fe, ha de avanzar el Concilio mismo y de qué testimonios y auxilios se ha de valer principalmente para confirmar los dogmas y restaurar en la Iglesia las costumbres.

Se acepta la edición vulgata de la Biblia y se prescribe el modo de interpretar la Sagrada Escritura, etc.

Además, el mismo sacrosanto Concilio, considerando que podía venir no poca utilidad a la Iglesia de Dios, si de todas las ediciones latinas que corren de los sagrados libros, diera a conocer cuál haya de ser tenida por auténtica; establece y declara que esta misma antigua y vulgata edición que está aprobada por el largo uso de tantos siglos en la Iglesia misma, sea tenida por auténtica en las públicas lecciones, disputaciones, predicaciones y exposiciones, y que nadie, por cualquier pretexto, sea osado o presuma rechazarla.

Además, para reprimir los ingenios petulantes, decreta que nadie, apoyado en su prudencia, sea osado a interpretar la Escritura Sagrada, en materias de fe y costumbres, que pertenecen a la edificación de la doctrina cristiana, retorciendo la misma Sagrada Escritura conforme al propio sentir, contra aquel sentido que sostuvo y sostiene la santa madre Iglesia, a quien atañe juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras Santas, o también contra el unánime sentir de los Padres, aun cuando tales interpretaciones no hubieren de salir a luz en tiempo alguno. Los que contravinieren, sean declarados por medio de los ordinarios y castigados con las penas establecidas por el derecho... [siguen preceptos sobre la impresión y aprobación de los libros, en que, entre otras cosas, se estatuye:] que en adelante la Sagrada Escritura, y principalmente esta antigua y vulgata edición, se imprima de la manera más correcta posible, y a nadie sea lícito imprimir o hacer imprimir cualesquiera libros sobre materias sagradas sin el nombre del autor, ni venderlos en lo futuro ni tampoco retenerlos consigo, si primero no hubieren sido examinados y aprobados por el ordinario...

SESION V (17 de junio de 1546)

Decreto sobre el pecado original

Para que nuestra fe católica, sin la cual es imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6], limpiados los errores, permanezca íntegra e incorrupta en su sinceridad, y el pueblo cristiano no sea llevado de acá para allá por todo viento de doctrina [Eph. 4, 14]; como quiera que aquella antigua serpiente, enemiga perpetua del género humano, entre los muchísimos males con que en estos tiempos nuestros es perturbada la Iglesia de Dios, también sobre el pecado original y su remedio suscitó no sólo nuevas, sino hasta viejas disensiones; el sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, bajo la presidencia de los mismos tres Legados de la Sede Apostólica, queriendo ya venir a llamar nuevamente a los errantes y confirmar a los vacilantes, siguiendo los testimonios de las Sagradas Escrituras, de los Santos Padres y de los más probados Concilios, y el juicio y sentir de la misma Iglesia, establece, confiesa y declara lo que sigue sobre el mismo pecado original.

1. Si alguno no confiesa que el primer hombre Adán, al transgredir el mandamiento de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y justicia en que había sido constituído, e incurrió por la ofensa de esta prevaricación en la ira y la indignación de Dios y, por tanto, en la muerte con que Dios antes le había amenazado, y con la muerte en el cautiverio bajo el poder de aquel que tiene el imperio de la muerte [Hebr. 2, 14], es decir, del diablo, y que toda la persona de Adán por aquella ofensa de prevaricación fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma [v. 174]: sea anatema.

2. Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él; solo y no a su descendencia; que la santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado que es muerte del alma: sea anatema, pues contradice al Apóstol que dice: Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían pecado [Rom. 5, 12 ¡ v. 175].

3. Si alguno afirma que este pecado de Adán que es por su origen uno solo y, transmitido a todos por propagación, no por imitación, está como propio en cada uno, se quita por las fuerzas de la naturaleza humana o por otro remedio que por el mérito del solo mediador, Nuestro Señor Jesucristo [v. 171], el cual, hecho para nosotros justicia, santificación y redención [1 Cor. 1, 30], nos reconcilió con el Padre en su sangre; o niega que el mismo mérito de Jesucristo se aplique tanto a los adultos como a los párvulos por el sacramento del bautismo, debidamente conferido en la forma de la Iglesia: sea anatema. Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que hayamos de salvarnos [Act. 4, 121. De donde aquella voz: He aquí el cordero de Dios, he aquí el que quita. los pecados del mundo [Ioh. 1, 29]. Y la otra: Cuantos fuisteis bautizados en Cristo, os vestisteis de Cristo [Gal. 3, 27].

4. Si alguno niega que hayan de ser bautizados los niños recién salidos del seno de su madre, aun cuando procedan de padres bautizados, o dice que son bautizados para la remisión de los pecados, pero que de Adán no contraen nada del pecado original que haya necesidad de ser expiado en el lavatorio de la regeneración para conseguir la vida eterna, de donde se sigue que la forma del bautismo para la remisión de los pecados se entiende en ellos no como verdadera, sino como falsa: sea anatema. Porque lo que dice el Apóstol: Por un solo hombre entra el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían pecado [Rom. 5, 12], no de otro modo ha de entenderse, sino como lo entendió siempre la Iglesia Católica, difundida por doquier. Pues por esta regla de fe procedente de la tradición de los Apóstoles, hasta los párvulos que ningún pecado pudieron aún cometer en sí mismos, son bautizados verdaderamente para la remisión de los pecados, para que en ellos por la regeneración Se limpie lo que por la generación contrajeron [v. 102]. Porque si uno no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios [Ioh. 3, 5].

5. Si alguno dice que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo que se confiere en el bautismo, no se remite el reato del pecado original; o también si afirma que no se destruye todo aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo se rae o no se imputa: sea anatema. Porque en los renacidos nada odia Dios, porque nada hay de condenación en aquellos que verdaderamente por el bautismo están sepultados con Cristo para la muerte [Rom. 6, 4], los que no andan según la carne [Rom. 8, 1], sino que, desnudándose del hombre viejo y vistiéndose del nuevo, que fue creado según Dios [Eph. 4, 22 ss; Col. 3, 9 s], han sido hechos inocentes, inmaculados, puros, sin culpa e hijos amados de Dios, herederos de Dios y coherederos de Cristo [Rom. 8, 17]; de tal suerte que nada en absoluto hay que les pueda retardar la entrada en el cielo. Ahora bien, que la concupiscencia o fomes permanezca en los bautizados, este santo Concilio lo confiesa y siente; la cual, como haya sido dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y virilmente la resisten por la gracia de Jesucristo. Antes bien, el que legítimamente luchare, será coronado [2 Tim. 2, 5]. Esta concupiscencia que alguna vez el Apóstol llama pecado [Rom. 6, 12 ss], declara el santo Concilio que la Iglesia Católica nunca entendió que se llame pecado porque sea verdadera y propiamente pecado en los renacidos, sino porque procede del pecado y al pecado inclina. Y si alguno sintiere lo contrario, sea anatema.

6. Declara, sin embargo, este mismo santo Concilio que no es intención suya comprender en este decreto, en que se trata del pecado original a la bienaventurada e inmaculada Virgen María. Madre de Dios, sino que han de observarse las constituciones del Papa Sixto IV, de feliz recordación, bajo las penas en aquellas constituciones contenidas, que el Concilio renueva [v. 734 s].

SESION VI (13 de enero de 1547)

Decreto sobre la justificación

Proemio

Como quiera que en este tiempo, no sin quebranto de muchas almas y grave daño de la unidad eclesiástica, se ha diseminado cierta doctrina errónea acerca de la justificación; para alabanza y gloria de Dios omnipotente, para tranquilidad de la Iglesia y salvación de las almas, este sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él en nombre del santísimo en Cristo padre y señor nuestro Pablo III, Papa por la divina providencia, los Rvmos. señores don Juan María, obispo de Palestrina; del Monte, y don Marcelo, presbítero, titulo de la Santa Cruz en Jerusalén, cardenales de la Santa Romana Iglesia y legados apostólicos de latere, se propone exponer a todos los fieles de Cristo la verdadera y sana doctrina acerca de la misma justificación que el sol de justicia [Mal. 4, 2] Cristo Jesús, autor y consumador de nuestra fe [Hebr. 12, 2], enseñó, los Apóstoles transmitieron y la Iglesia Católica, con la inspiración del Espíritu Santo, perpetuamente mantuvo; prohibiendo con todo rigor que nadie en adelante se atreva a creer, predicar o enseñar de otro modo que como por el presente decreto se establece y declara.

Cap. 1. De la impotencia de la naturaleza y de la ley para justificar a los hombres

En primer lugar declara el santo Concilio que, para entender recta y sinceramente la doctrina de la justificación es menester que cada uno reconozca y confiese que, habiendo perdido todos los hombres la inocencia en la prevaricación de Adán [Rom. 5, 12; 1 Cor. 15, 22; v. 130], hechos inmundos [Is. 64, 4] y (como dice el Apóstol) hijos de ira por naturaleza [Eph. 2, 3], según expuso en el decreto sobre el pecado original, hasta tal punto eran esclavos del pecado [Rom. 6, 20] y estaban bajo el poder del diablo y de la muerte, que no sólo las naciones por la fuerza de la naturaleza [Can. 1], mas ni siquiera los judíos por la letra misma de la Ley de Moisés podían librarse o levantarse de ella, aun cuando en ellos de ningún modo estuviera extinguido el libre albedrío [Can. 5], aunque sí atenuado en sus fuerzas e inclinado [v. 181]

Cap. 2. De la dispensación y misterio del advenimiento de Cristo

De ahí resultó que el Padre celestial, Padre de la misericordia y Dios de toda consolación [2 Cor. 1, 3], cuando llegó aquella bienaventurada plenitud de los tiempos [Eph. 1, 10; Gal. 4, 4] envió a los hombres a su Hijo Cristo Jesús [Can. 1], el que antes de la Ley y en el tiempo de la Ley fue declarado y prometido a muchos santos Padres [cf. Gen. 49, 10 y 18], tanto para redimir a los judíos que estaban bajo la Ley como para que las naciones que no seguían la justicia, aprehendieran la justicia [Rom. 9, 30] y todos recibieran la adopción de hijos de Dios [Gal. 4, 5]. A Éste propuso Dios como propiciador por la fe en su sangre por nuestros pecados [Rom. 3, 25], y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo [1 Ioh. 2, 2].

Cap. 3. Quiénes son justificados por Cristo

Mas, aun cuando Él murió por todos [2 Cor. 5, 15], no todos, sin embargo, reciben el beneficio de su muerte, sino sólo aquellos a quienes se comunica el mérito de su pasión. En efecto, al modo que realmente si los hombres no nacieran propagados de la semilla de Adán, no nacerían injustos, como quiera que por esa propagación por aquél contraen, al ser concebidos, su propia injusticia; así, si no renacieran en Cristo, nunca serían justificados [Can. 2 y 10], como quiera que, con ese renacer se les da, por el mérito de la pasión de Aquél, la gracia que los hace justos. Por este beneficio nos exhorta el Apóstol a que demos siempre gracias al Padre, que nos hizo dignos de participar de la suerte de los Santos en la luz [Col. 1, 12], y nos sacó del poder de las tinieblas, y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en el que tenemos redención y remisión de los pecados [Col. 1, 13 s].

Cap. 4. Se insinúa la descripción de la justificación del impío y su modo en el estado de gracia

Por las cuales palabras se insinúa la descripción de la justificación del impío, de suerte que sea el paso de aquel estado en que el hombre nace hijo del primer Adán, al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios [Rom. 8, 15] por el segundo Adán, Jesucristo Salvador nuestro; paso, ciertamente, que después de la promulgación del Evangelio, no puede darse sin el lavatorio de la regeneración [Can. 5 sobre el baut.] o su deseo, conforme está escrito: Si uno no hubiere renacido del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios [Ioh. 3, 5].

Cap. 5. De la necesidad de preparación para la justificación en los adultos, y de donde procede

Declara además [el sacrosanto Concilio] que el principio de la justificación misma en los adultos ha de tomarse de la gracia de Dios preveniente por medio de Cristo Jesús, esto es, de la vocación, por la que son llamados sin que exista mérito alguno en ellos, para que quienes se apartaron de Dios por los pecados, por la gracia de Él que los excita y ayuda a convertirse, se dispongan a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente [Can. 4 y 5] a la misma gracia, de suerte que, al tocar Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni puede decirse que el hombre mismo no hace nada en absoluto al recibir aquella inspiración, puesto que puede también rechazarla; ni tampoco, sin la gracia de Dios, puede moverse, por su libre voluntad, a ser justo delante de Él [Can. 3]. De ahí que, cuando en las Sagradas Letras se dice: Convertíos a mí y yo me convertiré a vosotros [Zach. 1, 3], somos advertidos de nuestra libertad; cuando respondemos: Conviértenos, Señor, a ti, y nos convertiremos [Thren. 5, 21], confesamos que somos prevenidos de la gracia de Dios.

Cap. 6. Modo de preparación

Ahora bien, se disponen para la justicia misma [Can. 7 v 9] al tiempo que, excitados y ayudados de la divina gracia, concibiendo la fe por el oído [Rom. 10, 17], se mueven libremente hacia Dios, creyendo que es verdad lo que ha sido divinamente revelado y prometido [Can. 12-14] y, en primer lugar, que Dios, por medio de su gracia, justifica al impío, por medio de la redención, que está en Cristo Jesús [Rom. 3, 24]; al tiempo que entendiendo que son pecadores, del temor de la divina justicia, del que son provechosamente sacudidos [Can. 8], pasan a la consideración de la divina misericordia, renacen a la esperanza, confiando que Dios ha de serles propicio por causa de Cristo, y empiezan a amarle como fuente de toda justicia y, por ende, se mueven contra los pecados por algún odio y detestación [Can. 9], esto es, por aquel arrepentimiento que es necesario tener antes del bautismo [Act. 2, 38]; al tiempo, en fin, que se proponen recibir el bautismo, empezar nueva vida y guardar los divinos mandamientos. De esta disposición está escrito: Al que se acerca a Dios, es menester que crea que existe y que es remunerador de los que le buscan [Hebr. 11, 6], y: Confía, hijo, tus pecados te son perdonados [Mt. 9 2; Mc. 2, 5], y: El temor de Dios expele al pecado [EccIi. 1, 27] y: Haced penitencia y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para la remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo [Act. 2, 88], y también: Id, pues, y enseñad a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado [Mt. 28, 19], y en fin: Enderezad vuestros corazones al Señor [1 Reg 7, 8].

Cap. 7. Qué es la justificación del impío y cuáles sus causas

A esta disposición o preparación, síguese la justificación misma que no es sólo remisión de los pecados [Can. 11], sino también santificación y renovación del hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y los dones, de donde el hombre se convierte de injusto en justo y de enemigo en amigo, para ser heredero según la esperanza de la vida eterna [Tit. 3, 7]. Las causas de esta justificación son: la final, la gloria de Dios y de Cristo y la vida eterna; la eficiente, Dios misericordioso, que gratuitamente lava y santifica [1 Cor. 6, 11], sellando y ungiendo con el Espíritu Santo de su promesa, que es prenda de nuestra herencia [Eph. 1, 18 s]; la meritoria, su Unigénito muy amado, nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuando éramos enemigos [cf. Rom. 6, 10], por la excesiva caridad con que nos amó [Eph. 2, 4], nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la cruz [Can. 10] y satisfizo por nosotros a Dios Padre; también la instrumental, el sacramento del bautismo, que es el "sacramento de la fe", sin la cual jamás a nadie se le concedió la justificación. Finalmente, la única causa formal es la justicia de Dios no aquella con que Él es justo, sino aquella con que nos hace a nosotros justos [Can. 10 y 11], es decir, aquella por la que, dotados por Él, somos renovados en el espíritu de nuestra mente y no sólo somos reputados, sino que verdaderamente nos llamamos y somos justos, al recibir en nosotros cada uno su propia justicia, según la medida en que el Espíritu Santo la reparte a cada uno como quiere [1 Cor. 12, 11] y según la propia disposición y cooperación de cada uno.

Porque, si bien nadie puede ser justo sino aquel a quien se comunican los méritos de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo; esto, sin embargo, en esta justificación del impío, se hace al tiempo que, por el mérito de la misma santísima pasión, la caridad de Dios se derrama por medio del Espíritu Santo en los corazones [Rom. 5, 5] de aquellos que son justificados y queda en ellos inherente [Can. 11]. De ahí que, en la justificación misma, juntamente con la remisión de los pecados, recibe el hombre las siguientes cosas que a la vez se le infunden, por Jesucristo, en quien es injertado: la fe, la esperanza y la caridad. Porque la fe, si no se le añade la esperanza y la caridad, ni une perfectamente con Cristo, ni hace miembro vivo de su Cuerpo. Por cuya razón se dice con toda verdad que la fe sin las obras está muerta [Iac. 2, 17 ss] y ociosa [Can. 19] y que en Cristo Jesús, ni la circuncisión vale nada ni el prepucio, sino la fe que obra por la caridad [Gal. 5, 6; 6, 15]. Esta fe, por tradición apostólica, la piden los catecúmenos a la Iglesia antes del bautismo al pedir la fe que da la vida eterna, la cual no puede dar la fe sin la esperanza y la caridad. De ahí que inmediatamente oyen la palabra de Cristo: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos [Mt. 19, 17; Can. 18-20]. Así, pues, al recibir la verdadera y cristiana justicia, se les manda, apenas renacidos, conservarla blanca y sin mancha, como aquella primera vestidura [Lc. 15, 22], que les ha sido dada por Jesucristo, en lugar de la que, por su inobediencia, perdió Adán para sí y para nosotros, a fin de que la lleven hasta el tribunal de Nuestro Señor Jesucristo y tengan la vida eterna.

Cap. 8. Cómo se entiende que el impío es justificado por la fe y gratuitamente

Mas cuando el Apóstol dice que el hombre se justifica por la fe [Can. 9] y gratuitamente [Rom. 3, 22-24], esas palabras han de ser entendidas en aquel sentido que mantuvo y expresó el sentir unánime y perpetuo de la Iglesia Católica, a saber, que se dice somos justificados por la fe, porque "la fe es el principio de la humana salvación", el fundamento y raíz de toda justificación; sin ella es imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6] y llegar al consorcio de sus hijos; y se dice que somos justificados gratuitamente, porque nada de aquello que precede a la justificación, sea la fe, sean las obras, merece la gracia misma de la justificación; porque si es gracia, ya no es por las obras; de otro modo (como dice el mismo Apóstol) la gracia ya no es gracia [Rom. 11, 16].

Cap. 9. Contra la vana confianza de los herejes

Pero, aun cuando sea necesario creer que los pecados no se remiten ni fueron jamás remitidos sino gratuitamente por la misericordia divina a causa de Cristo; no debe, sin embargo, decirse que se remiten o han sido remitidos los pecados a nadie que se jacte de la confianza y certeza de la remisión de sus pecados y que en ella sola descanse, como quiera que esa confianza vana y alejada de toda piedad, puede darse entre los herejes y cismáticos, es más, en nuestro tiempo se da y se predica con grande ahínco en contra de la Iglesia Católica [Can. 12]. Mas tampoco debe afirmarse aquello de que es necesario que quienes están verdaderamente justificados establezcan en si mismos sin duda alguna que están justificados, y que nadie es absuelto de sus pecados y justificado, sino el que cree con certeza que está absuelto y justificado, y que por esta sola fe se realiza la absolución y justificación [Can. 14], como si el que esto no cree dudara de las promesas de Dios y de la eficacia de la muerte y resurrección de Cristo. Pues, como ningún hombre piadoso puede dudar de la misericordia de Dios, del merecimiento de Cristo y de la virtud y eficacia de los sacramentos; así cualquiera, al mirarse a sí mismo y a su propia flaqueza e indisposición, puede temblar y temer por su gracia [Can. 13], como quiera que nadie puede saber con certeza de fe, en la que no puede caber error, que ha conseguido la gracia de Dios.

Can. 10. Del acrecentamiento de la justificación recibida

Justificados, pues, de esta manera y hechos amigos y domésticos de Dios [Ioh. 15, 15; Eph. 2, 19], caminando de virtud en virtud [Ps. 83, 8], se renuevan (como dice el Apóstol) de día en día [2 Cor. 4, 16]; esto es, mortificando los miembros de su carne [Col. 3, 5] y presentándolos como armas de la justicia [Rom. 6, 13-19] para la santificación por medio de la observancia de los mandamientos de Dios y de la Iglesia: crecen en la misma justicia, recibida por la gracia de Cristo, cooperando la fe, con las buenas obras [Iac. 2, 22], y se justifican más [Can. 24 y 32], conforme está escrito: El que es justo, justifíquese todavía [Apoc. 22, 11], y otra vez: No te avergüences de justificarte hasta la muerte [Eccli. 18, 22], y de nuevo: Veis que por las obras se justifica el hombre y no sólo por la fe [Iac. 2, 24]. Y este acrecentamiento de la justicia pide la Santa Iglesia, cuando ora: Danos, Señor, aumento de fe, esperanza y caridad [Dom. 13 después de Pentecostés] .

Cap. 11. De la observancia de los mandamientos y de su necesidad y posibilidad

Nadie, empero, por más que esté justificado, debe considerarse libre de la observancia de los mandamientos [Can. 20]; nadie debe usar de aquella voz temeraria y por los Padres prohibida bajo anatema, que los mandamientos de Dios son imposibles de guardar para el hombre justificado [Can. 18 y 22; cf. n. 200].

Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas y ayuda para que puedas; sus mandamientos no son pesados [1 Ioh. 5, 3], su yugo es suave y su carga ligera [Mt. 11, 30]. Porque los que son hijos de Dios aman a Cristo y los que le aman, como Él mismo atestigua, guardan sus palabras [Ioh. 14, 23]; cosa que, con el auxilio divino, pueden ciertamente hacer. Pues, por más que en esta vida mortal, aun los santos y justos, caigan alguna vez en pecados, por lo menos, leves y cotidianos, que se llaman también veniales [can. 23], no por eso dejan de ser justos. Porque de justos es aquella voz humilde y verdadera: Perdónanos nuestras deudas [Mt. 6, 12; cf. n. 107]. Por lo que resulta que los justos mismos deben sentirse tanto más obligados a andar por el camino de la justicia, cuanto que, liberados ya del pecado y hechos siervos de Dios [Rom. 6, 22], viviendo sobria, justa y piadosamente [Tit. 2, 12], pueden adelantar por obra de Cristo Jesús, por el que tuvieron acceso a esta gracia [Rom. 5, 2]. Porque Dios, a los que una vez justificó por su gracia no los abandona, si antes no es por ellos abandonado. Así, pues, nadie debe lisonjearse a sí mismo en la sola fe [Can. 9, 19 y 20], pensando que por la sola fe ha sido constituído heredero y ha de conseguir la herencia, aun cuando no padezca juntamente con Cristo, para ser juntamente con El glorificado [Rom. 8, 17]. Porque aun Cristo mismo, como dice el Apóstol, siendo hijo de Dios, aprendió, por las cosas que padeció, la obediencia y, consumado, fue hecho para todos los que le obedecen, causa de salvación eterna [Hebr. 5, 8 s]. Por eso, el Apóstol mismo amonesta a los justificados diciendo: ¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos por cierto corren, pero sólo uno recibe el premio? Corred, pues, de modo que lo alcancéis. Yo, pues, así corro, no como a la ventura; así lucho. no como quien azota el aire; sino que castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que, después de haber predicado a otros, me haga yo mismo réprobo [1 Cor. 9, 24 ss]. Igualmente el principe de los Apóstoles Pedro: Andad solícitos, para que por las buenas obras hagáis cierta vuestra vocación y elección; porque, haciendo esto, no pecaréis jamás [2 Petr. 1, 10]. De donde consta que se oponen a la doctrina ortodoxa de la religión los que dicen que el justo peca por lo menos venialmente en toda obra buena [Can. 25] o, lo que es más intolerable, que merece las penas eternas; y también aquellos que asientan que los justos pecan en todas sus obras, si para excitar su cobardía y exhortarse a correr en el estadio, miran en primer lugar a que sea Dios glorificado y miran también a la recompensa eterna [Can. 26 y 31], como quiera que está escrito: Incliné mi corazón a cumplir tus justificaciones por causa de la retribución [Ps. 118, 112] y de Moisés dice el Apóstol que miraba a la remuneración [Hebr. 11, 26].

Cap. 12. Debe evitarse la presunción temeraria de predestinación

Nadie, tampoco, mientras vive en esta mortalidad, debe hasta tal punto presumir del oculto misterio de la divina predestinación, que asiente como cierto hallarse indudablemente en el número de los predestinados [Can. 15], como si fuera verdad que el justificado o no puede pecar más [Can. 28], o, si pecare, debe prometerse arrepentimiento cierto. En efecto, a no ser por revelación especial, no puede saberse a quiénes haya Dios elegido para si [Can. 16].

Cap. 13. Del don de la perseverancia

Igualmente, acerca del don de la perseverancia [Can. 16], del que está escrito: El que perseverare hasta el fin, ése se salvará [Mt. 10, 22 ¡ 24, 13] —lo que no de otro puede tenerse sino de Aquel que es poderoso para afianzar al que está firme [Rom. 14, 4], a fin de que lo esté perseverantemente, y para restablecer al que cae— nadie se prometa nada cierto con absoluta certeza, aunque todos deben colocar y poner en el auxilio de Dios la más firme esperanza. Porque Dios, si ellos no faltan a su gracia, como empezó la obra buena, así la acabará, obrando el querer y el acabar [Phil. 2, 18; can. 22] l. Sin embargo, los que creen que están firmes, cuiden de no caer [1 Cor. 10, 12] y con temor y temblor obren su salvación [Phil. 2, 12], en trabajos, en vigilias, en limosnas, en oraciones y oblaciones, en ayunos y castidad [cf. 2 Cor. 6, 3 ss]. En efecto, sabiendo que han renacido a la esperanza [cf. 1 Petr. 1, 3] de la gloria y no todavía a la gloria, deben temer por razón de la lucha que aún les aguarda con la carne, con el mundo, y con el diablo, de la que no pueden salir victoriosos, si no obedecen con la gracia de Dios, a las palabras del Apóstol: Somos deudores no de la carne, para vivir según la carne; porque si según la carne viviereis, moriréis; mas si por el espíritu mortificareis los hechos de la carne, viviréis [Rom. 8, 12 s].

Cap. 14. De los caídos y su reparación

Mas los que por el pecado cayeron de la gracia ya recibida de la justificación, nuevamente podrán ser justificados [Can. 29], si, movidos por Dios, procuraren, por medio del sacramento de la penitencia, recuperar, por los méritos de Cristo, la gracia perdida. Porque este modo de justificación es la reparación del caído, a la que los Santos Padres llaman con propiedad "la segunda tabla después del naufragio de la gracia perdida". Y en efecto, para aquellos que después del bautismo caen en pecado, Cristo Jesús instituyó el sacramento de la penitencia cuando dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les son perdonados y a quienes se los retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20, 22-23]. De donde debe enseñarse que la penitencia del cristiano después de la caída, es muy diferente de la bautismal y que en ella se contiene no sólo el abstenerse de los pecados y el detestarlos, o sea, el corazón contrito y humillado [Ps. 50, 19], sino también la confesión sacramental de los mismos, por lo menos en el deseo y que a su tiempo deberá realizarse, la absolución sacerdotal e igualmente la satisfacción por el ayuno, limosnas, oraciones y otros piadosos ejercicios, no ciertamente por la pena eterna, que por el sacramento o por el deseo del sacramento se perdona a par de la culpa, sino por la pena temporal [Can. 30], que, como enseñan las Sagradas Letras, no siempre se perdona toda, como sucede en el bautismo, a quienes, ingratos a la gracia de Dios que recibieron, contristaron al Espíritu Santo [cf. Eph. 4, 30] y no temieron violar el templo de Dios [1 Cor. 3, 17]. De esa penitencia está escrito: Acuérdate de dónde has caído, haz penitencia y practica tus obras primeras [Apoc. 2, 5], y otra vez: La tristeza que es según Dios, obra penitencia en orden a la salud estable [2 Cor. 7, 10], y de nuevo: Haced penitencia [Mt. 3, 2; 4, 17], y: Haced frutos dignos de penitencia [Mt. 3, 8].

Cap. 15. Por cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no la fe

Hay que afirmar también contra los sutiles ingenios de ciertos hombres que por medio de dulces palabras y lisonjas seducen los corazones de los hombres [Rom. 16, 18], que no sólo por la infidelidad [Can. 27], por la que también se pierde la fe, sino por cualquier otro pecado mortal, se pierde la gracia recibida de la justificación, aunque no se pierda la fe [Can. 28]; defendiendo la doctrina de la divina ley que no sólo excluye del reino de los cielos a los infieles, sino también a los fieles que sean fornicarios, adúlteros, afeminados, sodomitas, ladrones, avaros, borrachos, maldicientes, rapaces [1 Cor. 6, 9 s], y a todos los demás que cometen pecados mortales, de los que pueden abstenerse con la ayuda de la divina gracia y por los que se separan de la gracia de Cristo [Can. 27].

Cap. 16. Del fruto de la justificación, es decir, del mérito de las buenas obras y de la razón del mérito mismo

Así, pues, a los hombres de este modo justificados, ora conserven perpetuamente la gracia recibida, ora hayan recuperado la que perdieron, hay que ponerles delante las palabras del Apóstol: Abundad en toda obra buena, sabiendo que vuestro trabajo no es vano en el Señor [1 Cor. 15, 58]; porque no es Dios injusto, para que se olvide de vuestra obra y del amor que mostrasteis en su nombre [Hebr. 6, 10]; y: No perdáis vuestra confianza, que tiene grande recompensa [Hebr. 10, 35]. Y por tanto, a los que obran bien hasta el fin [Mt. 10, 22] y que esperan en Dios, ha de proponérseles la vida eterna, no sólo como gracia misericordiosamente prometida por medio de Jesucristo a los hijos de Dios, sino también "como retribución" que por la promesa de Dios ha de darse fielmente a sus buenas obras y méritos [Can. 26 y 32]. Ésta es, en efecto, la corona de justicia que el Apóstol decía tener reservada para sí después de su combate y su carrera, que había de serle dada por el justo juez y no sólo a él, sino a todos los que aman su advenimiento [2 Tim. 4, 7 s]. Porque, como quiera que el mismo Cristo Jesús, como cabeza sobre los miembros [Eph. 4 15] y como vid sobre los sarmientos [Ioh. 15, 5], constantemente comunica su virtud sobre los justificados mismos, virtud que antecede siempre a sus buenas obras, las acompaña y sigue, y sin la cual en modo alguno pudieran ser gratas a Dios ni meritorias [Can. 2]; no debe creerse falte nada más a los mismos justificados para que se considere que con aquellas obras que han sido hechas en Dios han satisfecho plenamente, según la condición de esta vida, a la divina ley y han merecido en verdad la vida eterna, la cual, a su debido tiempo han de alcanzar también, caso de que murieren en gracia [Apoc. 14, 13; Can. 32], puesto que Cristo Salvador nuestro dice: Si alguno bebiere de esta agua que yo le daré, no tendrá sed eternamente, sino que brotará en él una fuente de agua que salta hasta la vida eterna [Ioh. 4, 14]. Así, ni se establece que nuestra propia justicia nos es propia, como si procediera de nosotros, ni se ignora o repudia la justicia de Dios [Rom. 10, 3]; ya que aquella justicia que se dice nuestra, porque de tenerla en nosotros nos justificamos [Can. 10 y 11], es también de Dios, porque nos es por Dios infundida por merecimiento de Cristo.

Mas tampoco ha de omitirse otro punto, que, si bien tanto se concede en las Sagradas Letras a las buenas obras, que Cristo promete que quien diere un vaso de agua fría a uno de sus más pequeños, no ha de carecer de su recompensa [Mt. 10, 42], y el Apóstol atestigua que lo que ahora nos es una tribulación momentánea y leve, obra en nosotros un eterno peso de gloria incalculable [2 Cor. 4, 17]; lejos, sin embargo, del hombre cristiano el confiar o el gloriarse en sí mismo y no en el Señor [cf. 1 Cor. 1, 31; 2 Cor. 10, 17], cuya bondad para con todos los hombres es tan grande, que quiere sean merecimientos de ellos [Can. 32] lo que son dones de Él [v. 141]. Y porque en muchas cosas tropezamos todos [Iac. 3, 2; Can. 23], cada uno, a par de la misericordia y la bondad, debe tener también ante los ojos la severidad y el juicio [de Dios], y nadie, aunque de nada tuviere conciencia, debe juzgarse a sí mismo, puesto que toda la vida de los hombres ha de ser examinada y juzgada no por el juicio humano, sino por el de Dios, quien iluminará lo escondido de las tinieblas y pondrá de manifiesto los propósitos de los corazones, y entonces cada uno recibirá alabanza de Dios [Cor. 4, 4 s], el cual, como está escrito, retribuirá a cada uno según sus obras [Rom. 2, 6].

Después de esta exposición de la doctrina católica sobre la justificación [Can. 33] —doctrina que quien no la recibiere fiel y firmemente, no podrá justificarse—, plugo al santo Concilio añadir los cánones siguientes, a fin de que todos sepan no sólo qué deben sostener y seguir, sino también qué evitar y huir.

Canones sobre la justificación

Can. 1. Si alguno dijere que el hombre puede justificarse delante de Dios por sus obras que se realizan por las fuerzas de la humana naturaleza o por la doctrina de la Ley, sin la gracia divina por Cristo Jesús, sea anatema [cf. 793 s].

Can. 2. Si alguno dijere que la gracia divina se da por medio de Cristo Jesús sólo a fin de que el hombre pueda más fácilmente vivir justamente y merecer la vida eterna, como si una y otra cosa las pudiera por medio del libre albedrío, sin la gracia, si bien con trabajo y dificultad, sea anatema (cf. 795 y 809).

Can. 3. Si alguno dijere que, sin la inspiración previniente del Espíritu Santo y sin su ayuda, puede el hombre creer, esperar y amar o arrepentirse, como conviene para que se le confiera la gracia de la justificación, sea anatema [cf. 797].

Can. 4. Si alguno dijere que el libre albedrío del hombre, movido y excitado por Dios, no coopera en nada asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga y prepare para obtener la gracia de la justificación, y que no puede disentir, si quiere, sino que, como un ser inánime, nada absolutamente hace y se comporta de modo meramente pasivo, sea anatema [cf. 797].

Can. 5. Si alguno dijere que el libre albedrío del hombre se perdió y extinguió después del pecado de Adán, o que es cosa de sólo título o más bien título sin cosa, invención, en fin, introducida por Satanás en la Iglesia, sea anatema [793 y 797].

Can. 6. Si alguno dijere que no es facultad del hombre hacer malos sus propios caminos, sino que es Dios el que obra así las malas como las buenas obras, no sólo permisivamente, sino propiamente y por si, hasta el punto de ser propia obra suya no menos la traición de Judas, que la vocación de Pablo, sea anatema.

Can. 7. Si alguno dijere que las obras que se hacen antes de la justificación, por cualquier razón que se hagan, son verdaderos pecados o que merecen el odio de Dios; o que cuanto con mayor vehemencia se esfuerza el hombre en prepararse para la gracia, tanto más gravemente peca, sea anatema [cf. 798].

Can. 8. Si alguno dijere que el miedo del infierno por el que, doliéndonos de los pecados, nos refugiamos en la misericordia de Dios, o nos abstenemos de pecar, es pecado o hace peores a los pecadores, sea anatema [cf. 798].

Can. 9. Si alguno dijere que el impío se justifica por la sola fe, de modo que entienda no requerirse nada más con que coopere a conseguir la gracia de la justificación y que por parte alguna es necesario que se prepare y disponga por el movimiento de su voluntad, sea anatema [cf. 798, 801 y 804].

Can. 10. Si alguno dijere que los hombres se justifican sin la justicia de Cristo, por la que nos mereció justificarnos, o que por ella misma formalmente son justos, sea anatema [cf. 795 y 799].

Can. 11. Si alguno dijere que los hombres se justifican o por sola imputación de la justicia de Cristo o por la sola remisión de los pecados, excluída la gracia y la caridad que se difunde en sus corazones por el Espíritu Santo y les queda inherente; o también que la gracia, por la que nos justificamos, es sólo el favor de Dios, sea anatema [cf. 799 s y 809].

Can. 12. Si alguno dijere que la fe justificante no es otra cosa que la confianza de la divina misericordia que perdona los pecados por causa de Cristo, o que esa confianza es lo único con que nos justificamos, sea anatema [cf. 798 y 802].

Can. 13. Si alguno dijere que, para conseguir el perdón de los pecados es necesario a todo hombre que crea ciertamente y sin vacilación alguna de su propia flaqueza e indisposición, que los pecados le son perdonados, sea anatema [cf. 802].

Can. 14. Si alguno dijere que el hombre es absuelto de sus pecados y justificado por el hecho de creer con certeza que está absuelto y justificado, o que nadie está verdaderamente justificado sino el que cree que está justificado, y que por esta sola fe se realiza la absolución y justificación, sea anatema [cf. 802].

Can. 15. Si alguno dijere que el hombre renacido y justificado está obligado a creer de fe que está ciertamente en el número de los predestinados, sea anatema [cf. 805].

Can. 16. Si alguno dijere con absoluta e infalible certeza que tendrá ciertamente aquel grande don de la perseverancia hasta el fin, a no ser que lo hubiera sabido por especial revelación, sea anatema [cf. 805 s].

Can. 17. Si alguno dijere que la gracia de la justificación no se da sino en los predestinados a la vida, y todos los demás que son llamados, son ciertamente llamados, pero no reciben la gracia, como predestinados que están al mal por el poder divino, sea anatema [cf. 800].

Can. 18. Si alguno dijere que los mandamientos de Dios son imposibles de guardar, aun para el hombre justificado y constituído bajo la gracia, sea anatema [cf. 804].

Can. 19. Si alguno dijere que nada está mandado en el Evangelio fuera de la fe, y que lo demás es indiferente, ni mandado, ni prohibido, sino libre; o que los diez mandamientos nada tienen que ver con los cristianos, sea anatema [cf. 800].

Can. 20. Si alguno dijere que el hombre justificado y cuan perfecto se quiera, no está obligado a la guarda de los mandamientos de Dios y de la Iglesia, sino solamente a creer, como si verdaderamente el Evangelio fuera simple y absoluta promesa de la vida eterna, sin la condición de observar los mandamientos, sea anatema [cf. 804].

Can. 21. Si alguno dijere que Cristo Jesús fue por Dios dado a los hombres como redentor en quien confíen, no también como legislador a quien obedezcan, sea anatema.

Can 22. Si alguno dijere que el justificado puede perseverar sin especial auxilio de Dios en la justicia recibida o que con este auxilio no puede, sea anatema [cf. 804 Y 806].

Can. 23. Si alguno dijere que el hombre una vez justificado no puede pecar en adelante ni perder la gracia y, por ende, el que cae y peca, no fue nunca verdaderamente justificado; o, al contrario, que puede en su vida entera evitar todos los pecados, aun los veniales; si no es ello por privilegio especial de Dios, como de la bienaventurada Virgen lo enseña la Iglesia, sea anatema [cf. 805 Y 810].

Can. 24. Si alguno dijere que la justicia recibida no se conserva y también que no se aumenta delante de Dios por medio de las buenas obras, sino que las obras mismas son solamente fruto y señales de la justificación alcanzada, no causa también de aumentarla, sea anatema [cf. 803].

Can. 25. Si alguno dijere que el justo peca en toda obra buena por lo menos venialmente, o, lo que es más intolerable, mortalmente, y que por tanto merece las penas eternas, y que sólo no es condenado, porque Dios no le imputa esas obras a condenación, sea anatema [cf. 804].

Can. 26. Si alguno dijere que los justos no deben aguardar y esperar la eterna retribución de parte de Dios por su misericordia y por el mérito de Jesucristo como recompensa de las buenas obras que fueron hechas en Dios, si perseveraren hasta el fin obrando bien y guardando los divinos mandamientos, sea anatema [cf. 809].

Can. 27. Si alguno dijere que no hay más pecado mortal que el de la infidelidad, o que por ningún otro, por grave y enorme que sea fuera del pecado de infidelidad, se pierde la gracia una vez recibida, sea anatema [cf. 808].

Can. 28. Si alguno dijere que, perdida por el pecado la gracia, se pierde también siempre juntamente la fe, o que la fe que permanece, no es verdadera fe —aun cuando ésta no sea viva—, o que quien tiene la fe sin la caridad no es cristiano, sea anatema [cf. 808].

Can. 29. Si alguno dijere que aquel que ha caído después del bautismo, no puede por la gracia de Dios levantarse; o que sí puede, pero por sola la fe, recuperar la justicia perdida, sin el sacramento de la penitencia, tal como la Santa, Romana y universal Iglesia, enseñada por Cristo Señor y sus Apóstoles, hasta el presente ha profesado, guardado y enseñado, sea anatema [cf. 807].

Can. 30. Si alguno dijere que después de recibida la gracia de la justificación, de tal manera se le perdona la culpa y se le borra el reato de la pena eterna a cualquier pecador arrepentido, que no queda reato alguno de pena temporal que haya de pagarse o en este mundo o en el otro en el purgatorio, antes de que pueda abrirse la entrada en el reino de los cielos, sea anatema [cf. 807}.

Can. 81. Si alguno dijere que el justificado peca al obrar bien con miras a la eterna recompensa, sea anatema [cf. 804].

Can. 32. Si alguno dijere que las buenas obras del hombre justificado de tal manera son dones de Dios, que no son también buenos merecimientos del mismo justificado, o que éste, por las buenas obras que se hacen en Dios y el mérito de Jesucristo, de quien es miembro vivo, no merece verdaderamente el aumento de la gracia, la vida eterna y la consecución de la misma vida eterna (a condición, sin embargo, de que muriere en gracia), y también el aumento de la gloria, sea anatema [cf. 803 y 809 s].

Can. 33. Si alguno dijere que por esta doctrina católica sobre la justificación expresada por el santo Concilio en el presente decreto, se rebaja en alguna parte la gloria de Dios o los méritos de Jesucristo Señor Nuestro, y no más bien que se ilustra la verdad de nuestra fe y, en fin, la gloria de Dios y de Cristo Jesús, sea anatema [cf. 810].

SESION VII (3 de marzo de 1547)

Proemio

Para completar la saludable doctrina sobre la justificación que fue promulgada en la sesión próxima pasada con unánime consentimiento de todos los Padres, ha parecido oportuno tratar de los sacramentos santísimos de la Iglesia, por los que toda verdadera justicia o empieza, o empezada se aumenta, o perdida se repara. Por ello, el sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos Legados de la Sede Apostólica; para eliminar los errores y extirpar las herejías que en nuestro tiempo acerca de los mismos sacramentos santísimos ora se han resucitado de herejías de antaño condenadas por nuestros Padres, ora se han inventado de nuevo y en gran manera dañan a la pureza de la Iglesia Católica y a la salud de las almas: adhiriéndose a la doctrina de las Santas Escrituras, a las tradiciones apostólicas y al consentimiento de los otros Concilios y Padres, creyó que debía establecer y decretar los siguientes cánones, a reserva de publicar más adelante (con la ayuda del divino Espíritu) los restantes que quedan para el perfeccionamiento de la obra comenzada.

Cánones sobre los sacramentos en general

Can. 1. Si alguno dijere que los sacramentos de la Nueva Ley no fueron instituídos todos por Jesucristo Nuestro Señor, o que son más o menos de siete, a saber, bautismo, confirmación, Eucaristía, penitencia, extremaunción, orden y matrimonio, o también que alguno de éstos no es verdadera y propiamente sacramento, sea anatema.

Can. 2. Si alguno dijere que estos mismos sacramentos de la Nueva Ley no se distinguen de los sacramentos de la Ley Antigua, sino en que las ceremonias son otras y otros los ritos externos, sea anatema.

Can. 3. Si alguno dijere que estos siete sacramentos de tal modo son entre sí iguales que por ninguna razón es uno más digno que otro, sea anatema.

Can. 4. Si alguno dijere que los sacramentos de la Nueva Ley no son necesarios para la salvación, sino superfluos, y que sin ellos o el deseo de ellos, los hombres alcanzan de Dios, por la sola fe, la gracia de la justificación —aun cuando no todos los sacramentos sean necesarios a cada uno—, sea anatema.

Can. 5. Si alguno dijere que estos sacramentos fueron instituídos por el solo motivo de alimentar la fe, sea anatema.

Can. 6. Si alguno dijere que los sacramentos de la Nueva Ley no contienen la gracia que significan, o que no confieren la gracia misma a los que no ponen óbice, como si sólo fueran signos externos de la gracia o justicia recibida por la fe y ciertas señales de la profesión cristiana, por las que se distinguen entre los hombres los fieles de los infieles, sea anatema.

Can. 7. Si alguno dijere que no siempre y a todos se da la gracia por estos sacramentos, en cuanto depende de la parte de Dios, aun cuando debidamente los reciban, sino alguna vez y a algunos, sea anatema.

Can. 8. Si alguno dijere que por medio de los mismos sacramentos de la Nueva Ley no se confiere la gracia ex opere operato, sino que la fe sola en la promesa divina basta para conseguir la gracia, sea anatema.

Can. 9. Si alguno dijere que en tres sacramentos, a saber, bautismo, confirmación y orden, no se imprime carácter en el alma, esto es, cierto signo espiritual e indeleble, por lo que no pueden repetirse, sea anatema.

Can. 10. Si alguno dijere que todos los cristianos tienen poder en la palabra y en la administración de todos los sacramentos, sea anatema.

Can. 11. Si alguno dijere que en los ministros, al realizar y conferir los sacramentos, no se requiere intención por lo menos de hacer lo que hace la Iglesia, sea anatema.

Can. 12. Si alguno dijere que el ministro que está en pecado mortal, con sólo guardar todo lo esencial que atañe a la realización o colación del sacramento, no realiza o confiere el sacramento, sea anatema.

Can. 13. Si alguno dijere que los ritos recibidos y aprobados de la Iglesia Católica que suelen usarse en la solemne administración de los sacramentos, pueden despreciarse o ser omitidos, por el ministro a su arbitrio sin pecado, o mudados en otros por obra de cualquier pastor de las iglesias, sea anatema.

Cánones sobre el sacramento del bautismo

Can. 1. Si alguno dijere que el bautismo de Juan tuvo la misma fuerza que el bautismo de Cristo, sea anatema.

Can. 2. Si alguno dijere que el agua verdadera y natural no es necesaria en el bautismo y, por tanto, desviare a una especie de metáfora las palabras de Nuestro Señor Jesucristo: Si alguno no renaciere del agua y del Espíritu Santo [Ioh. 3, 5], sea anatema.

Can. 3. Si alguno dijere que en la Iglesia Romana, que es madre y maestra de todas las iglesias, no se da la verdadera doctrina sobre el sacramento del bautismo, sea anatema.

Can. 4. Si alguno dijere que el bautismo que se da también por los herejes en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, con intención de hacer lo que hace la Iglesia, no es verdadero bautismo, sea anatema.

Can. 5. Si alguno dijere que el bautismo es libre, es decir, no necesario para la salvación, sea anatema.

Can. 6. Si alguno dijere que el bautizado no puede, aunque quiera, perder la gracia, por más que peque, a no ser que no quiera creer, sea anatema [cf. 808].

Can. 7. Si alguno dijere que los bautizados, por el bautismo, sólo están obligados a la sola fe, y no a la guarda de toda la ley de Cristo, sea anatema [cf. 802].

Can. 8. Si alguno dijere que los bautizados están libres de todos los mandamientos de la Santa Iglesia, ora estén escritos, ora sean de tradición, de suerte que no están obligados a guardarlos, a no ser que espontáneamente quisieren someterse a ellos, sea anatema.

Can. 9. Si alguno dijere que de tal modo hay que hacer recordar a los hombres el bautismo recibido que entiendan que todos los votos que se hacen después del bautismo son nulos en virtud de la promesa ya hecha en el mismo bautismo, como si por aquellos votos se menoscabara la fe que profesaron y el mismo bautismo, sea anatema.

Can. 10. Si alguno dijere que todos los pecados que se cometen después del bautismo, con el solo recuerdo y la fe del bautismo recibido o se perdonan o se convierten en veniales, sea anatema.

Can. 11. Si alguno dijere que el verdadero bautismo y debidamente conferido debe repetirse para quien entre los infieles hubiere negado la fe de Cristo, cuando se convierte a penitencia, sea anatema.

Can. 12. Si alguno dijere que nadie debe bautizarse sino en la edad en que se bautizó Cristo, o en el artículo mismo de la muerte, sea anatema.

Can. 13. Si alguno dijere que los párvulos por el hecho de no tener el acto de creer, no han de ser contados entre los fieles después de recibido el bautismo, y, por tanto, han de ser rebautizados cuando lleguen a la edad de discreción, o que más vale omitir su bautismo que no bautizarlos en la sola fe de la Iglesia, sin creer por acto propio, sea anatema.

Can. 14. Si alguno dijere que tales párvulos bautizados han de ser interrogados cuando hubieren crecido, si quieren ratificar lo que al ser bautizados prometieron en su nombre los padrinos, y si respondieren que no quieren, han de ser dejados a su arbitrio y que no debe entretanto obligárseles por ninguna otra pena a la vida cristiana, sino que se les aparte de la recepción de la Eucaristía y de los otros sacramentos, hasta que se arrepientan, sea anatema.

Cánones sobre el sacramento de la confirmación

Can. 1. Si alguno dijere que la confirmación de los bautizados es ceremonia ociosa y no más bien verdadero y propio sacramento, o que antiguamente no fue otra cosa que una especie de catequesis, por la que los que estaban próximos a la adolescencia exponían ante la Iglesia la razón de su fe, sea anatema.

Can. 2. Si alguno dijere que hacen injuria al Espíritu Santo los que atribuyen virtud alguna al sagrado crisma de la confirmación, sea anatema.

Can. 3. Si alguno dijere que el ministro ordinario de la santa confirmación no es sólo el obispo, sino cualquier simple sacerdote, sea anatema.

JULIO III, 1550-1555

Continuación del Concilio de Trento

SESION XIII (11 de octubre de 1551)

Decreto sobre la Eucaristía

El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, reunido legítimamente en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legados y nuncios de la Santa Sede Apostólica, si bien, no sin peculiar dirección y gobierno del Espíritu Santo, se juntó con el fin de exponer la verdadera y antigua doctrina sobre la fe y los sacramentos y poner remedio a todas las herejías y a otros gravísimos males que ahora agitan a la Iglesia de Dios y la escinden en muchas y varias partes; ya desde el principio tuvo por uno de sus principales deseos arrancar de raíz la cizaña de los execrables errores y cismas que el hombre enemigo sembró [Mt. 13, 25 ss] en estos calamitosos tiempos nuestros por encima de la doctrina de la fe, y el uso y culto de la sacrosanta Eucaristía, la que por otra parte dejó nuestro Salvador en su Iglesia como símbolo de su unidad y caridad, con la que quiso que todos los cristianos estuvieran entre sí unidos y estrechados. Así, pues, el mismo sacrosanto Concilio, al enseñar la sana y sincera doctrina acerca de este venerable y divino sacramento de la Eucaristía que siempre mantuvo y hasta el fin de los siglos conservará la Iglesia Católica, enseñada por el mismo Jesucristo Señor nuestro y amaestrada por el Espíritu Santo que día a día le inspira toda verdad [Ioh. 14, 26], prohibe a todos los fieles de Cristo que no sean en adelante osados a creer, enseñar o predicar acerca de la Eucaristía de modo distinto de como en el presente decreto está explicado y definido.

Cap. 1. De la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el santísimo sacramento de la Eucaristía

Primeramente enseña el santo Concilio, y abierta y sencillamente confiesa, que en el augusto sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente [Can. 1] nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles. Porque no son cosas que repugnen entre si que el mismo Salvador nuestro esté siempre sentado a la diestra de Dios Padre, según su modo natural de existir, y que en muchos otros lugares esté para nosotros sacramentalmente presente en su sustancia, por aquel modo de existencia, que si bien apenas podemos expresarla con palabras, por el pensamiento, ilustrado por la fe, podemos alcanzar ser posible a Dios y debemos constantísimamente creerlo. En efecto, así todos nuestros antepasados, cuantos fueron en la verdadera Iglesia de Cristo que disertaron acerca de este santísimo sacramento, muy abiertamente profesaron que nuestro Redentor instituyó este tan admirable sacramento en la última Cena, cuando, después de la bendición del pan y del vino, con expresas y claras palabras atestiguó que daba a sus Apóstoles su propio cuerpo y su propia sangre. Estas palabras, conmemoradas por los santos Evangelistas [Mt. 26, 26 ss; Mc. 14, 22 ss; Lc. 22, 19 s] y repetidas luego por San Pablo [1 Cor. 11, 23 ss], como quiera que ostentan aquella propia y clarísima significación, según la cual han sido entendidas por los Padres, es infamia verdaderamente indignísima que algunos hombres pendencieros y perversos las desvíen a tropos ficticios e imaginarios, por los que se niega la verdad de la carne y sangre de Cristo, contra el universal sentir de la Iglesia, que, como columna y sostén de la verdad [1 Tim. 3, 15], detesto por satánicas estas invenciones excogitadas por hombres impíos, a la par que reconocía siempre con gratitud y recuerdo este excelentísimo beneficio de Cristo.

Cap. 2. Razón de la institución de este santísimo sacramento

Así, pues, nuestro Salvador, cuando estaba para salir de este mundo al Padre, instituyó este sacramento en el que vino como a derramar las riquezas de su divino amor hacia los hombres, componiendo un memorial de sus maravillas [Ps. 110, 4], y mando que al recibirlo, hiciéramos memoria de Él [1 Cor. 11, 24] y anunciáramos su muerte hasta que Él mismo venga a juzgar al mundo [1 Cor. 11, 25]. Ahora bien, quiso que este sacramento se tomara como espiritual alimento de las almas [Mt. 26, 26]) por el que se alimenten y fortalezcan [Can. 5] los que viven de la vida de Aquel que dijo: El que me come a mí, también él vivirá por mí [Ioh. 6, 58], y como antídoto por el que seamos liberados de las culpas cotidianas y preservados de los pecados mortales. Quiso también que fuera prenda de nuestra futura gloria y perpetua felicidad, y juntamente símbolo de aquel solo cuerpo, del que es Él mismo la cabeza [1 Cor. 11, 3; Eph. 5, 23] y con el que quiso que nosotros estuviéramos, como miembros, unidos por la más estrecha conexión de la fe, la esperanza y la caridad, a fin de que todos dijéramos una misma cosa y no hubiera entre nosotros escisiones [cf. 1 Cor. 1, 10].

Cap. 3. De la excelencia de la santísima Eucaristía sobre los demás sacramentos

Tiene, cierto, la santísima Eucaristía de común con los demás sacramentos "ser símbolo de una cosa sagrada y forma visible de la gracia invisible; mas se halla en ella algo de excelente y singular, a saber: que los demás sacramentos entonces tienen por vez primera virtud de santificar, cuando se hace uso de ellos; pero en la Eucaristía, antes de todo uso, está el autor mismo de la santidad [Can. 4]. Todavía, en efecto, no habían los Apóstoles recibido la Eucaristía de mano del Señor [Mt. 26, 26; Mc. 14, 22], cuando Él, sin embargo, afirmó ser verdaderamente su cuerpo lo que les ofrecía; y esta fue siempre la fe de la Iglesia de Dios: que inmediatamente después de la consagración está el verdadero cuerpo de Nuestro Señor y su verdadera sangre juntamente con su alma y divinidad bajo la apariencia del pan y del vino; ciertamente el cuerpo, bajo la apariencia del pan, y la sangre, bajo la apariencia del vino en virtud de las palabras; pero el cuerpo mismo bajo la apariencia del vino y la sangre bajo la apariencia del pan y el alma bajo ambas, en virtud de aquella natural conexión y concomitancia por la que se unen entre sí las partes de Cristo Señor que resucitó de entre los muertos para no morir más [Rom. 6, 6]; la divinidad, en fin, a causa de aquella su maravillosa unión hipostática con el alma y con el cuerpo [Can. 1 y 3]. Por lo cual es de toda verdad que lo mismo se contiene bajo una de las dos especies que bajo ambas especies. Porque Cristo, todo e íntegro, está bajo la especie del pan y bajo cualquier parte de la misma especie, y todo igualmente está bajo la especie de vino y bajo las partes de ella [Can. 3].

Cap. 4. De la Transustanciación

Cristo Redentor nuestro dijo ser verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la apariencia de pan [Mt. 26, 26 ss; Mc. 14, 22 ss; Lc. 22, 19 s; 1 Cor. 11, 24 ss]; de ahí que la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión y ahora nuevamente lo declara en este santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. La cual conversión, propia y convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia Católica [Can. 2].

Cap. 5. Del culto y veneración que debe tributarse a este santísimo sacramento

No queda, pues, ningún lugar a duda de que, conforme a la costumbre recibida de siempre en la Iglesia Católica, todos los fieles de Cristo en su veneración a este santísimo sacramento deben tributarle aquel culto de latría que se debe al verdadero Dios [Can. 6]. Porque no es razón para que se le deba adorar menos, el hecho de que fue por Cristo Señor instituído para ser recibido [Mt. 26, 26 ss]. Porque aquel mismo Dios creemos que está en él presente, a quien al introducirle el Padre eterno en el orbe de la tierra dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios [Hebr 1, 6; según Ps. 96, 7]; a quien los Magos, postrándose le adoraron [cf. Mt. 2, 11], a quien, en fin, la Escritura atestigua [cf. Mt. 28, 17] que le adoraron los Apóstoles en Galilea. Declara además el santo Concilio que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad, y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos. Justísima cosa es, en efecto, que haya estatuídos algunos días sagrados en que los cristianos todos, por singular y extraordinaria muestra, atestigüen su gratitud y recuerdo por tan inefable y verdaderamente divino beneficio, por el que se hace nuevamente presente la victoria y triunfo de su muerte. Y así ciertamente convino que la verdad victoriosa celebrara su triunfo sobre la mentira y la herejía, a fin de que sus enemigos, puestos a la vista de tanto esplendor y entre tanta alegría de la Iglesia universal, o se consuman debilitados y quebrantados, o cubiertos de vergüenza y confundidos se arrepientan un día.

Cap. 6. Que se ha de reservar el santísimo sacramento de la Eucaristía y llevarlo a los enfermos

La costumbre de reservar en el sagrario la santa Eucaristía es tan antigua que la conoció ya el siglo del Concilio de Nicea. Además, que la misma Sagrada Eucaristía sea llevada a los enfermos, y sea diligentemente conservada en las Iglesias para este uso, aparte ser cosa que dice con la suma equidad y razón, se halla también mandado en muchos Concilios y ha sido guardado por vetustísima costumbre de la Iglesia Católica. Por lo cual este santo Concilio establece que se mantenga absolutamente esta saludable y necesaria costumbre [Can. 7].

Cap. 7. De la preparación que debe llevarse, para recibir dignamente la santa Eucaristía

Si no es decente que nadie se acerque a función alguna sagrada, sino santamente; ciertamente, cuanto más averiguada está para el varón cristiano la santidad y divinidad de este celestial sacramento, con tanta más diligencia debe evitar acercarse a recibirlo sin grande reverencia y santidad [Can. 11], señaladamente leyendo en el Apóstol aquellas tremendas palabras: El que come y bebe indignamente, come y bebe su propio juicio, al no discernir el cuerpo del Señor [1 Col. 11, 28]. Por lo cual, al que quiere comulgar hay que traerle a la memoria el precepto suyo: Mas pruébese a sí mismo el hombre [1 Cor. 11, 28]. Ahora bien, la costumbre de la Iglesia declara ser necesaria aquella prueba por la que nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la confesión sacramental. Lo cual este santo Concilio decretó que perpetuamente debe guardarse aun por parte de aquellos sacerdotes a quienes incumbe celebrar por obligación, a condición de que no les falte facilidad de confesor. Y si, por urgir la necesidad, el sacerdote celebrare sin previa confesión, confiésese cuanto antes [v. 1138 s].

Cap. 8. Del uso de este admirable Sacramento

En cuanto al uso, empero, recta y sabiamente distinguieron nuestros Padres tres modos de recibir este santo sacramento. En efecto, enseñaron que algunos sólo lo reciben sacramentalmente, como los pecadores; otros, sólo espiritualmente, a saber, aquellos que comiendo con el deseo aquel celeste Pan eucarístico experimentan su fruto y provecho por la fe viva, que obra por la caridad [Gal. 5, 6]; los terceros, en fin, sacramental a par que espiritualmente [Can. 8]; y éstos son los que de tal modo se prueban y preparan, que se acercan a esta divina mesa vestidos de la vestidura nupcial [Mt. 22, 11 ss]. Ahora bien, en la recepción sacramental fue siempre costumbre en la Iglesia de Dios, que los laicos tomen la comunión de manos de los sacerdotes y que los sacerdotes celebrantes se comulguen a sí mismos [Can. 10]; costumbre, que, por venir de la tradición apostólica, con todo derecho y razón debe ser mantenida.

Y, finalmente, con paternal afecto amonesta el santo Concilio, exhorta, ruega y suplica, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios [Luc. 1, 78] que todos y cada uno de los que llevan el nombre cristiano convengan y concuerden ya por fin una vez en este "signo de unidad, en este vínculo de la caridad"; en este símbolo de concordia, y, acordándose de tan grande majestad y de tan eximio amor de Jesucristo nuestro Señor que entregó su propia vida por precio de nuestra salud y nos dio su carne para comer [Ioh. 6, 48 ss], crean y veneren estos sagrados misterios de su cuerpo y de su sangre con tal constancia y firmeza de fe, con tal devoción de alma, con tal piedad y culto, que puedan recibir frecuentemente aquel pan sobresustancial [Mt. 6, 11] y ése sea para ellos vida de su alma y salud perpetua de su mente, con cuya fuerza confortados [3 Rg. 19, 18], puedan llegar desde el camino de esta mísera peregrinación a la patria celestial, para comer sin velo alguno el mismo pan de los ángeles [Ps. 77, 25] que ahora comen bajo los velos sagrados.

Mas porque no basta decir la verdad, si no se descubren y refutan los errores; plugo al santo Concilio añadir los siguientes cánones, a fin de que todos, reconocida ya la doctrina católica, entiendan también qué herejías deben ser por ellos precavidas y evitadas.

Cánones sobre el santísimo sacramento de la Eucaristía

Can. 1. Si alguno negare que en el santísimo sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por ende. Cristo entero; sino que dijere que sólo está en él como en señal y figura o por su eficacia, sea anatema [cf. 874 y 876].

Can. 2. Si alguno dijere que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía permanece la sustancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y negare aquella maravillosa y singular conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre, permaneciendo sólo las especies de pan y vino; conversión que la Iglesia Católica aptísimamente llama transustanciación, sea anatema [cf. 877].

Can. 3. Si alguno negare que en el venerable sacramento de la Eucaristía se contiene Cristo entero bajo cada una de las especies y bajo cada una de las partes de cualquiera de las especies hecha la separación, sea anatema [cf. 876].

Can. 4. Si alguno dijere que, acabada la consagración, no está el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo en el admirable sacramento de la Eucaristía, sino sólo en el uso, al ser recibido, pero no antes o después, y que en las hostias o partículas consagradas que sobran o se reservan después de la comunión, no permanece el verdadero cuerpo del Señor, sea anatema [cf. 876].

Can. 5. Si alguno dijere o que el fruto principal de la santísima Eucaristía es la remisión de los pecados o que de ella no provienen otros efectos, sea anatema [cf. 875].

Can. 6. Si alguno dijere que en el santísimo sacramento de la Eucaristía no se debe adorar con culto de latría, aun externo, a Cristo, Hijo de Dios unigénito, y que por tanto no se le debe venerar con peculiar celebración de fiesta ni llevándosele solemnemente en procesión, según laudable y universal rito y costumbre de la santa Iglesia, o que no debe ser públicamente expuesto para ser adorado, y que sus adoradores son idólatras, sea anatema [cf. 878].

Can. 7. Si alguno dijere que no es lícito reservar la Sagrada Eucaristía en el sagrario, sino que debe ser necesariamente distribuída a los asistentes inmediatamente después de la consagración; o que no es lícito llevarla honoríficamente a los enfermos, sea anatema [cf. 879].

Can. 8. Si alguno dijere que Cristo, ofrecido en la Eucaristía, sólo espiritualmente es comido, y no también sacramental y realmente, sea anatema [cf. 881].

Can. 9. Si alguno negare que todos y cada uno de los fieles de Cristo, de ambos sexos, al llegar a los años de discreción, están obligados a comulgar todos los años, por lo menos en Pascua, según el precepto de la santa madre Iglesia, sea anatema [cf. 487].

Can. 10. Si alguno dijere que no es lícito al sacerdote celebrante comulgarse a si mismo, sea anatema [cf. 881].

Can. 11. Si alguno dijere que la sola fe es preparación suficiente para recibir el sacramento de la santísima Eucaristía, sea anatema. Y para que tan grande sacramento no sea recibido indignamente y, por ende, para muerte y condenación, el mismo santo Concilio establece y declara que aquellos a quienes grave la conciencia de pecado mortal, por muy contritos que se consideren, deben necesariamente hacer previa confesión sacramental, habida facilidad de confesar. Mas si alguno pretendiere enseñar, predicar o pertinazmente afirmar, o también públicamente disputando defender lo contrario, por el mismo hecho quede excomulgado [cf. 880].

SESION XIV (25 de noviembre de 1551)

Doctrina sobre el sacramento de la penitencia

El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legado y nuncios de la Santa Sede Apostólica: Si bien en el decreto sobre la justificación [v. 807 y 839], a causa del parentesco de las materias, hubo de interponerse por cierta necesaria razón más de una declaración acerca del sacramento de la penitencia; tan grande, sin embargo, es la muchedumbre de los diversos errores acerca de él en esta nuestra edad, que no ha de traer poca utilidad pública proponer una más exacta y más plena definición acerca del mismo, en la que, puestos patentes y arrancados con auxilio del Espíritu Santo todos los errores, quede clara y luminosa la verdad católica. Y ésta es la que este santo Concilio propone ahora para ser perpetuamente guardada por todos los cristianos.

Cap. 1. De la necesidad e institución del sacramento de la penitencia

Si en los regenerados todos se diera tal gratitud para con Dios, que guardaran constantemente la justicia recibida en el bautismo por beneficio y gracia suya, no hubiera sido necesario instituir otro sacramento distinto del mismo bautismo para la remisión de los pecados [Can 2]. Mas como Dios, que es rico en misericordia [Eph, 2, 4], sabe bien de qué barro hemos sido hechos [Ps. 102, 14], procuró también un remedio de vida para aquellos que después del bautismo se hubiesen entregado a la servidumbre del pecado y al poder del demonio, a saber, el sacramento de la penitencia [Can. 1], por el que se aplica a los caídos después del bautismo el beneficio de la muerte de Cristo. En todo tiempo, la penitencia para alcanzar la gracia y la justicia fue ciertamente necesaria a todos los hombres que se hubieran manchado con algún pecado mortal, aun a aquellos que hubieran pedido ser lavados por el sacramento del bautismo, a fin de que, rechazada y enmendada la perversidad, detestaran tamaña ofensa de Dios con odio del pecado y dolor de su alma De ahí que diga el Profeta: Convertíos y haced penitencia de todas vuestras iniquidades, y la iniquidad no se convertirá en ruina para vosotros [Ez. 18, 30]. Y el Señor dijo también: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis de la misma manera [Luc. 18, 3]. Y el príncipe de los Apóstoles Pedro, encareciendo la penitencia a los pecadores que iban a ser iniciados por el bautismo, decía: Haced penitencia, y bautícese cada uno de vosotros [Act. 2, 38]. Ahora bien, ni antes del advenimiento de Cristo era sacramento la penitencia, ni después de su advenimiento lo es para nadie antes del bautismo. El Señor, empero, entonces principalmente instituyó el sacramento de la penitencia, cuando, resucitado de entre los muertos, insufló en sus discípulos diciendo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les son perdonados, y a quienes se los retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20, 22 s]. Por este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de todos los Padres entendió siempre que fue comunicada a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados, para reconciliar a los fieles caídos después del bautismo [Can. 3], y con grande razón la Iglesia Católica reprobó y consideró como herejes a los novacianos, que antaño negaban pertinazmente el poder de perdonar los pecados. Por ello, este santo Concilio, aprobando v recibiendo como muy verdadero este sentido de aquellas palabras del Señor, condena las imaginarias interpretaciones de aquellos que, contra la institución de este sacramento, falsamente las desvían hacia la potestad de predicar la palabra de Dios y de anunciar el Evangelio de Cristo.

Cap. 2. De la diferencia entre el sacramento del bautismo y el de la penitencia

Por lo demás, por muchas razones se ve que este sacramento se diferencia del bautismo [Can. 2]. Porque, aparte de que la materia y la forma, que constituyen la esencia del sacramento, están a larguísima distancia; consta ciertamente que el ministro del bautismo no tiene que ser juez, como quiera que la Iglesia en nadie ejerce juicio, que no haya antes entrado en ella misma por la puerta del bautismo. Porque ¿qué se me da a mí —dice el Apóstol— de juzgar a los que están fuera? [1 Cor. 5, 12]. Otra cosa es de los domésticos de la fe, a los que Cristo Señor, por el lavatorio del bautismo, los hizo una vez miembros de su cuerpo [1 Cor. 12, 13]. Porque éstos, si después se contaminaren con algún pecado, no quiso qué fueran lavados con la repetición del bautismo, como quiera que por ninguna razón sea ello lícito en la Iglesia Católica, sino que se presentaran como reos antes este tribunal, para que pudieran librarse de sus pecados por sentencia de los sacerdotes, no una vez, sino cuantas veces acudieran a él arrepentidos de los pecados cometidos; uno es además el fruto del bautismo, y otro el de la penitencia. Por el bautismo, en efecto, al revestirnos de Cristo [Gal. 3, 27], nos hacemos en Él una criatura totalmente nueva, consiguiendo plena y entera remisión de todos nuestros pecados; mas por el sacramento de la penitencia no podemos en manera alguna llegar a esta renovación e integridad sin grandes llantos y trabajos de nuestra parte, por exigirlo así la divina justicia, de suerte que con razón fue definida la penitencia por los santos Padres como "cierto bautismo trabajoso". Ahora bien, para los caídos después del bautismo, es este sacramento de la penitencia tan necesario, como el mismo bautismo para los aún no regenerados [Can. 6].

Cap. 3. De las partes y fruto de esta penitencia

Enseña además el santo Concilio que la forma del sacramento de la penitencia, en que está principalmente puesta su virtud, consiste en aquellas palabras del ministro: Yo te absuelvo, etc., a las que ciertamente se añaden laudablemente por costumbre de la santa Iglesia algunas preces, que no afectan en manera alguna a la esencia de la forma misma ni son necesarias para la administración del sacramento mismo. Y son cuasi materia de este sacramento, los actos del mismo penitente, a saber, la contrición, confesión y satisfacción [Can. 4]; actos que en cuanto por institución de Dios se requieren en el penitente para la integridad del sacramento y la plena y perfecta remisión de los pecados, por esta razón se dicen partes de la penitencia. Y a la verdad, la realidad y efecto de este sacramento, por lo que toca a su virtud y eficacia, es la reconciliación con Dios, a la que algunas veces, en los varones piadosos y los que con devoción reciben este sacramento, suele seguirse la paz y serenidad de la conciencia con vehemente consolación del espíritu. Y al enseñar esto el santo Concilio acerca de las partes y efecto de este sacramento, juntamente condena las sentencias de aquellos que porfían que las partes de la penitencia son los terrores que agitan la conciencia, y la fe [Can. 4].

Cap. 4. De la contrición

La contrición, que ocupa el primer lugar entre los mencionados actos del penitente, es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante. Ahora bien, este movimiento de contrición fue en todo tiempo necesario para impetrar el perdón de los pecados, y en el hombre caído después del bautismo, sólo prepara para la remisión de los pecados si va junto con la confianza en la divina misericordia y con el deseo de cumplir todo lo demás que se requiere para recibir debidamente este sacramento. Declara, pues, el santo Concilio que esta contrición no sólo contiene en sí el cese del pecado y el propósito e iniciación de una nueva vida, sino también el aborrecimiento de la vieja, conforme a aquello: Arrojad de vosotros todas vuestras iniquidades, en que habéis prevaricado y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo [Ez. 18, 31]. Y cierto, quien considerare aquellos clamores de los santos: Contra ti solo he pecado, y delante de ti solo he hecho el mal [Ps. 50, 6]; trabajé en mi gemido; lavaré todas las noches mi lecho [Ps. 6, 7]; repasaré ante ti todos mis años en la amargura de mi alma [Is. 38, 15], y otros a este tenor, fácilmente entenderá que brotaron de un vehemente aborrecimiento de la vida pasada y de muy grande detestación de los pecados.

Enseña además el santo Concilio que, aun cuando alguna vez acontezca que esta contrición sea perfecta por la caridad y reconcilie el hombre con Dios antes de que de hecho se reciba este sacramento; no debe, sin embargo, atribuirse la reconciliación a la misma contrición sin el deseo del sacramento, que en ella se incluye. Y declara también que aquella contrición imperfecta [Can. 5], que se llama atrición, porque comúnmente se concibe por la consideración de la fealdad del pecado y temor del infierno y sus penas, si excluye la voluntad de pecar y va junto con la esperanza del perdón, no sólo no hace al hombre hipócrita y más pecador, sino que es un don de Dios e impulso del Espíritu Santo, que todavía no inhabita, sino que mueve solamente, y con cuya ayuda se prepara el penitente el camino para la justicia. Y aunque sin el sacramento de la penitencia no pueda por sí misma llevar al pecador a la justificación; sin embargo, le dispone para impetrar la gracia de Dios en el sacramento de la penitencia. Con este temor, en efecto, provechosamente sacudidos los ninivitas ante la predicación de Jonás, llena de terrores, hicieron penitencia y alcanzaron misericordia del Señor [cf. Ion. 3]. Por eso, falsamente calumnian algunos a los escritores católicos como si enseñaran que el sacramento de la penitencia produce la gracia sin el buen movimiento de los que lo reciben, cosa que jamás enseñó ni sintió la Iglesia de Dios. Y enseñan también falsamente que la contrición es violenta y forzada y no libre y voluntaria [Can. 5].

Cap. 5. De la confesión

De la institución del sacramento de la penitencia ya explicada, entendió siempre la Iglesia universal que fue también instituída por el Señor la confesión íntegra de los pecados [Iac. 5, 16; 1 Ioh. 1, 9; Lc. 17, 14], y que es por derecho divino necesaria a todos los caídos después del bautismo [Can. 7], porque nuestro Señor Jesucristo, estando para subir de la tierra a los cielos, dejó por vicarios suyos [Mt. 16, 19; 18, 18; Ioh. 20, 23] a los sacerdotes, como presidentes y jueces, ante quienes se acusen todos los pecados mortales en que hubieren caído los fieles de Cristo, y quienes por la potestad de las llaves, pronuncien la sentencia de remisión o retención de los pecados.

Consta, en efecto, que los sacerdotes no hubieran podido ejercer este juicio sin conocer la causa, ni guardar la equidad en la imposición de las penas, si los fieles declararan sus pecados sólo en general y no en especie y uno por uno. De aquí se colige que es necesario que los penitentes refieran en la confesión todos los pecados mortales de que tienen conciencia después de diligente examen de si mismos, aun cuando sean los más ocultos y cometidos solamente contra los dos últimos preceptos del decálogo [Ex. 29, 17; Mt. 5, 28], los cuales a veces hieren más gravemente al alma y son más peligrosos que los que se cometen abiertamente. Porque los veniales, por los que no somos excluídos de la gracia de Dios y en los que con más frecuencia nos deslizamos, aun cuando, recta y provechosamente y lejos de toda presunción, puedan decirse en la confesión [Can. 7], como lo demuestra la practica de los hombres piadosos; pueden, sin embargo, callarse sin culpa y ser por otros medios expiados. Mas, como todos los pecados mortales, aun los de pensamiento, hacen a los hombres hijos de ira [Eph. 2, 3] y enemigos de Dios, es indispensable pedir también de todos perdón a Dios con clara y verecunda confesión. Así, pues, al esforzarse los fieles por confesar todos los pecados que les vienen a la memoria, sin duda alguna todos los exponen a la divina misericordia, para que les sean perdonados [Can. 7]. Mas los que de otro modo obran y se retienen a sabiendas algunos, nada ponen delante a la divina bondad para que les sea remitido por ministerio del sacerdote. "Porque si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora". Colígese además que deben también explicarse en la confesión aquellas circunstancias que mudan la especie del pecado [Can. 7], como quiera que sin ellas ni los penitentes expondrían integramente sus pecados ni estarían éstos patentes a los jueces, y seria imposible que pudieran juzgar rectamente de la gravedad de los crímenes e imponer por ellos a los penitentes la pena que conviene. De ahí que es ajeno a la razón enseñar que estas circunstancias fueron excogitadas por hombres ociosos, o que sólo hay obligación de confesar una circunstancia, a saber, la de haber pecado contra un hermano.

Mas también es impío decir que es imposible la confesión que así se manda hacer, o llamarla carnicería de las conciencias; consta, en efecto, que ninguna otra cosa se exige de los penitentes en la Iglesia, sino que, después que cada uno se hubiera diligentemente examinado y hubiere explorado todos los senos y escondrijos de su conciencia, confiese aquellos pecados con que se acuerde haber mortalmente ofendido a su Dios y Señor; mas los restantes pecados, que, con diligente reflexión, no se le ocurren, se entiende que están incluídos de modo general en la misma confesión, y por ellos decimos fielmente con el Profeta: De mis pecados ocultos limpiame, Señor [Ps. 18, 13]. Ahora bien, la dificultad misma de semejante confesión y la vergüenza de descubrir los pecados, pudiera ciertamente parecer grave, si no estuviera aliviada por tantas y tan grandes ventajas y consuelos que con toda certeza se confieren por la absolución a todos los que dignamente se acercan a este sacramento.

Por lo demás, en cuanto al modo de confesarse secretamente con solo el sacerdote, si bien Cristo no vedó que pueda alguno confesar públicamente sus delitos en venganza de sus culpas y propia humillación, ora para ejemplo de los demás, ora para edificación de la Iglesia ofendida; sin embargo, no está eso mandado por precepto divino ni sería bastante prudente que por ley humana alguna se mandara que los delitos, mayormente los secretos, hayan de ser por pública confesión manifestados [Can. 6]. De aquí que habiendo sido siempre recomendada por aquellos santísimos y antiquísimos Padres, con grande y unánime sentir, la confesión secreta sacramental de que usó desde el principio la santa Iglesia y ahora también usa, manifiestamente se rechaza la vana calumnia de aquellos que no tienen rubor de enseñar sea ella ajena al mandamiento divino y un invento humano y que tuvo su principio en los Padres congregados en el Concilio de Letrán [Can. 8]. Porque no estableció la Iglesia por el Concilio de Letrán que los fieles se confesaran, cosa que entendía ser necesaria e instituída por derecho divino, sino que el precepto de la confesión había de cumplirse por todos y cada uno por lo menos una vez al año, al llegar a la edad de la discreción. De ahí que ya en toda la Iglesia, con grande fruto de las almas, se observa la saludable costumbre de confesarse en el sagrado y señaladamente aceptable tiempo de cuaresma; costumbre que este santo Concilio particularmente aprueba y abraza como piadosa y que debe con razón ser mantenida [Can. 8 ¡ v. 437 s].

Cap. 6. Del ministro de este sacramento y de la absolución

Acerca del ministro de este sacramento declara el santo Concilio que son falsas y totalmente ajenas a la verdad del Evangelio todas aquellas doctrinas que perniciosamente extienden el ministerio de las llaves a otros que a los obispos y sacerdotes [Can. 10], por pensar que las palabras del Señor: Cuanto atareis sobre la tierra, será también atado en el cielo, y cuanto desatareis sobre la tierra será también, desatado en el cielo [Mt. 18, 18], y: A los que perdonareis los pecados, les son perdonados, y a los que se los retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20, 23], de tal modo fueron dichas indiferente y promiscuamente para todos los fieles de Cristo contra la institución de este sacramento, que cualquiera tiene poder de remitir los pecados, los públicos por medio de la corrección, si el corregido da su aquiescencia; los secretos, por espontánea confesión hecha a cualquiera. Enseña también, que aun los sacerdotes que están en pecado mortal, ejercen como ministros de Cristo la función de remitir los pecados por la virtud del Espíritu Santo, conferida en la ordenación, y que sienten equivocadamente quienes pretenden que en los malos sacerdotes no se da esta potestad. Mas, aun cuando la absolución del sacerdote es dispensación de ajeno beneficio, no es, sin embargo, solamente el mero ministerio de anunciar el Evangelio o de declarar que los pecados están perdonados; sino a modo de acto judicial, por el que él mismo, como juez, pronuncia la sentencia (Can. 9]. Y, por tanto, no debe el penitente hasta tal punto lisonjearse de su propia fe que, aun cuando no tuviere contrición alguna, o falte al sacerdote intención de obrar seriamente y de absolverle verdaderamente; piense, sin embargo, que por su sola fe está verdaderamente y delante de Dios absuelto. Porque ni la fe sin la penitencia otorgaría remisión alguna de los pecados, ni otra cosa sería sino negligentísimo de su salvación quien, sabiendo que el sacerdote le absuelve en broma, no buscara diligentemente otro que obrara en serio.

Cap. 7. De la reserva de casos

Como quiera, pues, que la naturaleza y razón del juicio reclama que la sentencia sólo se dé sobre los súbditos, la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión y este Concilio confirma ser cosa muy verdadera que no debe ser de ningún valor la absolución que da el sacerdote sobre quien no tenga jurisdicción ordinaria o subdelegada. Ahora bien, a nuestros Padres santísimos pareció ser cosa que interesa en gran manera a la disciplina del pueblo cristiano, que determinados crímenes, particularmente atroces y graves, fueran absueltos no por cualesquiera, sino sólo por los sumos sacerdotes. De ahí que los Pontífices Máximos, de acuerdo con la suprema potestad que les ha sido confiada en la Iglesia universal, con razón pudieron reservar a su juicio particular algunas causas de crímenes más graves. Ni debiera tampoco dudarse, siendo así que todo lo que es de Dios es ordenado, que esto mismo es lícito a los obispos, a cada uno en su diócesis, para edificación, no para destrucción [2 Cor. 13, 10], según la autoridad que sobre sus súbditos les ha sido confiada por encima de los demás sacerdotes inferiores, particularmente acerca de aquellos pecados, a los que va aneja censura de excomunión. Ahora bien, está en armonía con la divina autoridad que esta reserva de pecados, no sólo tenga fuerza en el fuero externo, sino también delante de Dios [Can. 11]. Muy piadosamente, sin embargo, a fin de que nadie perezca por esta ocasión, se guardó siempre en la Iglesia de Dios que ninguna reserva exista en el artículo de la muerte, y, por tanto, todos los sacerdotes pueden absolver a cualesquiera penitentes de cualesquiera pecados y censuras. Fuera de ese artículo, los sacerdotes, como nada pueden en los casos reservados, esfuércense sólo en persuadir a los penitentes a que acudan por el beneficio de la absolución a los jueces superiores y legítimos.

Cap. 8. De la necesidad y fruto de la satisfacción

Finalmente, acerca de la satisfacción que, al modo que en todo tiempo fue encarecida por nuestros Padres al pueblo cristiano, así es ella particularmente combatida en nuestros días, so capa de piedad, por aquellos que tienen apariencia de piedad, pero han negado la virtud de ella [2 Tim. 3, 5], el Concilio declara ser absolutamente falso y ajeno a la palabra de Dios que el Señor jamás perdona la culpa sin perdonar también toda la pena [Can. 12 y 15]. Porque se hallan en las Divinas Letras claros e ilustres ejemplos [cf. Gen, 3, 16 ss; Num. 12, 14 s; 20, 11 s; 2 Reg. 12, 13 s, etc.], por los que, aparte la divina tradición, de la manera más evidente se refuta victoriosamente este error. A la verdad, aun la razón de la divina justicia parece exigir que de un modo sean por Él recibidos a la gracia los que antes del bautismo delinquieron por ignorancia; y de otro, los que una vez liberados de la servidumbre del demonio y del pecado y después de recibir el don del Espíritu Santo, no temieron violar a sabiendas el templo de Dios [1 Cor. 3, 17] y contristar al Espíritu Santo [Eph. 4, 30]. Y dice por otra parte con la divina clemencia que no se nos perdonen los pecados sin algún género de satisfacción, de suerte que, venida la ocasión [Rom. 7, 8], teniendo por ligeros los pecados, como injuriando y deshonrando al Espíritu Santo [Hebr. 10, 29], nos deslicemos a otros más graves, atesorándonos ira para el día de la ira [Rom. 2, 5; Iac. 5, 3]. Porque no hay duda que estas penas satisfactorias retraen en gran manera del pecado y sujetan como un freno y hacen a los penitentes más cautos y vigilantes para adelante; remedian también las reliquias de los pecados y quitan con las contrarias acciones de las virtudes los malos hábitos contraídos con el mal vivir. Ni realmente se tuvo jamás en la Santa Iglesia de Dios por más seguro camino para apartar el castigo inminente del Señor, que el frecuentar los hombres con verdadero dolor de su alma estas mismas obras de penitencia [Mt. 3, 28; 4, 17; 11, 21, etc.]. Añádase a esto que al padecer en satisfacción por nuestros pecados, nos hacemos conformes a Cristo Jesús, que por ellos satisfizo [Rom. 5, 10; 1 Ioh. 2, 1 s] y de quien viene toda nuestra suficiencia [2 Cor. 3, 5], por donde tenemos también una prenda certísima de que, si juntamente con Él padecemos, juntamente también seremos glorificados [cf Rom. 8, 17]. A la verdad, tampoco es esta satisfacción que pagamos por nuestros pecados, de tal suerte nuestra, que no sea por medio de Cristo Jesús; porque quienes, por nosotros mismos, nada podemos, todo lo podemos con la ayuda de Aquel que nos conforta [cf. Phil. 4, 13]. Así no tiene el hombre de qué gloriarse; sino que toda nuestra gloria está en Cristo [cf. 1 Cor. 1, 31; 2 Cor. 2,17; Gal. 6, 14], en el que vivimos, en el que nos movemos [cf. Act. 17, 28], en el que satisfacemos, haciendo frutos dignos de penitencia [cf. Lc. 3, 8], que de Él tienen su fuerza, por Él son ofrecidos al Padre, y por medio de Él son por el Padre aceptados [Can. 13 s].

Deben, pues, los sacerdotes del Señor, en cuanto su espíritu y prudencia se lo sugiera, según la calidad de las culpas y la posibilidad de los penitentes, imponer convenientes y saludables penitencias, no sea que, cerrando los ojos a los pecados y obrando con demasiada indulgencia con los penitentes, se hagan partícipes de los pecados ajenos [cf. 1 Tim. 5, 22], al imponer ciertas ligerísimas obras por gravísimos delitos. Y tengan ante sus ojos que la satisfacción que impongan, no sea sólo para guarda de la nueva vida y medicina de la enfermedad, sino también en venganza y castigo de los pecados pasados; porque es cosa que hasta los antiguos Padres creen y enseñan, que las llaves de los sacerdotes no fueron concedidas sólo para desatar, sino para atar también [cf. Mt. 16, 19; 18, 18; Ioh. 20, 23; Can. 15]. Y por ello no pensaron que el sacramento de la penitencia es el fuero de la ira o de los castigos; como ningún católico sintió jamás que por estas satisfacciones nuestras quede oscurecida o en parte alguna disminuída la virtud del merecimiento y satisfacción de nuestro Señor Jesucristo; al querer así entenderlo los innovadores, de tal suerte enseñan que la mejor penitencia es la nueva vida, que suprimen toda la fuerza de la satisfacción y su práctica [Can. 13].

Can. 9. De las obras de satisfacción

Enseña además [el santo Concilio] que es tan grande la largueza de la munificencia divina, que podemos satisfacer ante Dios Padre por medio de Jesucristo, no sólo con las penas espontáneamente tomadas por nosotros para vengar el pecado o por las impuestas al arbitrio del sacerdote según la medida de la culpa, sino también (lo que es máxima prueba de su amor) por los azotes temporales que Dios nos inflige, y nosotros pacientemente sufrimos [Can. 13].

Doctrina sobre el sacramento de la extremaunción

Mas ha parecido al santo Concilio añadir a la precedente doctrina acerca [del sacramento] de la penitencia lo que sigue sobre el sacramento de la extremaunción, que ha sido estimado por los Padres como consumativo no sólo de la penitencia, sino también de toda la vida cristiana que debe ser perpetua penitencia. En primer lugar, pues, acerca de su institución declara y enseña que nuestro clementísimo Redentor que quiso que sus siervos estuvieran en cualquier tiempo provistos de saludables remedios contra todos los tiros de todos sus enemigos; al modo que en los otros sacramentos preparó máximos auxilios con que los cristianos pudieran conservarse, durante su vida, íntegros contra todo grave mal del espíritu; así por el sacramento de la extremaunción, fortaleció el fin de la vida como de una firmísima fortaleza [can. 1]. Porque, si bien nuestro adversario, durante toda la vida busca y capta ocasiones, para poder de un modo u otro devorar nuestras almas [cf. 1 Petr. 5, 8]; ningún tiempo hay, sin embargo, en que con más vehemencia intensifique toda la fuerza de su astucia para perdernos totalmente, y derribarnos, si pudiera, de la confianza en la divina misericordia, como al ver que es inminente el término de la vida.

Cap. 1. De la institución del sacramento de la extremaunción

Ahora bien, esta sagrada unción de los enfermos fue instituída como verdadero y propio sacramento del Nuevo Testamento por Cristo Nuestro Señor, insinuado ciertamente en Marcos [Mc. 6, 13] y recomendado y promulgado a los fieles por Santiago Apóstol y hermano del Señor [can. 1]. ¿Está —dice— alguno enfermo entre vosotros? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo y le aliviará el Señor; y si estuviere en pecados, se le perdonarán [Iac. 5, 14 s]. Por estas palabras, la Iglesia, tal como aprendió por tradición apostólica de mano en mano transmitida, enseña la materia, la forma, el ministro propio y el efecto de este saludable sacramento. Entendió, en efecto, la Iglesia que la materia es el óleo bendecido por el obispo; porque la unción representa de la manera más apta la gracia del Espíritu Santo, por la que invisiblemente es ungida el alma del enfermo; la forma después entendió ser aquellas palabras: Por esta unción, etc.

Cap. 2. Del efecto de este sacramento

Ahora bien, la realidad y el efecto de este sacramento se explican por las palabras: Y la oración de la fe salvará al enfermo y le aliviará el Señor; y si estuviere en pecados, se le perdonarán [Iac. 5, 15]. Porque esta realidad es la gracia del Espíritu Santo, cuya unción limpia las culpas, si alguna queda aún para expiar, y las reliquias del pecado, y alivia y fortalece el alma del enfermo [Can. 2], excitando en él una grande confianza en la divina misericordia, por la que, animado el enfermo, soporta con más facilidad las incomodidades y trabajos de la enfermedad, resiste mejor a las tentaciones del demonio que acecha a su calcañar [Gen. 3, 15] y a veces, cuando conviniere a la salvación del alma, recobra la salud del cuerpo.

Cap. 3. Del ministro y del tiempo en que debe darse este sacramento

Pues ya, por lo que atañe a la determinación de aquellos que deben recibir y administrar este sacramento, tampoco nos fue oscuramente trasmitido en dichas palabras. Porque no sólo se manifiesta allí que los propios ministros de este sacramento son los presbíteros de la Iglesia [Can. 4], por cuyo nombre en este pasaje no han de entenderse los más viejos en edad o los principales del pueblo, sino o los obispos o los sacerdotes legítimamente ordenados por ellos, por medio de la imposición de las manos del presbiterio [1 Tim. 4, 14; Can. 4]; sino que se declara también que esta unción debe administrarse a los enfermos, pero señaladamente a aquellos que yacen en tan peligroso estado que parezca están puestos en el término de la vida; razón por la que se le llama también sacramento de moribundos. Y si los enfermos, después de recibida esta unción, convalecieren, otra vez podrán ser ayudados por el auxilio de este sacramento, al caer en otro semejante peligro de la vida. Por eso, de ninguna manera deben ser oídos los que se enseñan, contra tan clara y diáfana sentencia de Santiago Apóstol [Iac., 5, 14], que esta unción o es un invento humano o un rito aceptado por los Padres, que no tiene ni el mandato de Dios ni la promesa de su gracia [Can. 1]; ni tampoco los que afirman que ha cesado ya, como si hubiera de ser referida solamente a la gracia de curaciones en la primitiva Iglesia; ni los que dicen que el rito que observa la santa Iglesia Romana en la administración de este sacramento repugna a la sentencia de Santiago Apóstol y que debe, por ende, cambiarse por otro; ni, en fin, los que afirman que esta extremaunción puede sin pecado ser despreciada por los fieles [Can. 3]. Porque todo esto pugna de la manera más evidente con las palabras claras de tan grande Apóstol. Ni, a la verdad, la Iglesia Romana, que es madre y maestra de todas las demás, otra cosa observa en la administración de esta unción, en cuanto a lo que constituye la sustancia de este sacramento, que lo que el bienaventurado Santiago prescribió; ni realmente pudiera darse el desprecio de tan grande sacramento sin pecado muy grande e injuria del mismo Espíritu Santo.

Esto es lo que acerca de los sacramentos de la penitencia y de la extremaunción profesa y enseña este santo Concilio ecuménico y propone a todos los fieles de Cristo para ser creído y mantenido. Y manda que inviolablemente se guarden los siguientes cánones y perpetuamente condena y anatematiza a los que afirmen lo contrario.

Cánones sobre el sacramento de la penitencia

Can. 1. Si alguno dijere que la penitencia en la Iglesia Católica no es verdadera y propiamente sacramento, instituído por Cristo Señor nuestro para reconciliar con Dios mismo a los fieles, cuantas veces caen en pecado después del bautismo, sea anatema [cf. 894].

Can. 2. Si alguno, confundiendo los sacramentos, dijere que el mismo bautismo es el sacramento de la penitencia, como si estos dos sacramentos no fueran distintos y que, por ende, no se llama rectamente la penitencia "segunda tabla después del naufragio", sea anatema [cf. 894].

Can. 3. Si alguno dijere que las palabras del Señor Salvador nuestro: Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonareis los pecados, les son perdonados; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20, 22 s], no han de entenderse del poder de remitir y retener los pecados en el sacramento de la penitencia, como la Iglesia Católica lo entendió siempre desde el principio, sino que las torciere, contra la institución de este sacramento, a la autoridad de predicar el Evangelio, sea anatema [cf. 894].

Can. 4. Si alguno negare que para la entera y perfecta remisión de los pecados se requieren tres actos en el penitente, a manera de materia del sacramento de la penitencia, a saber: contrición, confesión y satisfacción, que se llaman las tres partes de la penitencia; o dijere que sólo hay dos partes de la penitencia, a saber, los terrores que agitan la conciencia, conocido el pecado, y la fe concebida del Evangelio o de la absolución, por la que uno cree que sus pecados le son perdonados por causa de Cristo, sea anatema [cf. 896].

Can. 5. Si alguno dijere que la contrición que se procura por el examen, recuento y detestación de los pecados, por la que se repasan los propios años en amargura del alma [Is. 38, 16], ponderando la gravedad de sus pecados, su muchedumbre y fealdad, la pérdida de la eterna bienaventuranza y el merecimiento de la eterna condenación, junto con el propósito de vida mejor, rio es verdadero y provechoso dolor, ni prepara a la gracia, sino que hace al hombre hipócrita y más pecador; en fin, que aquella contrición es dolor violentamente arrancado y no libre y voluntario, sea anatema [cf. 898].

Can. 6. Si alguno dijere que la confesión sacramental o no fue instituida no es necesaria para la salvación por derecho divino; o dijere que el modo de confesarse secretamente con solo el sacerdote, que la Iglesia Católica observó siempre desde el principio y sigue observando, es ajeno a la institución y mandato de Cristo, y una invención humana, sea anatema [cf. 899 s].

Can. 7. Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la penitencia no es necesario de derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales de que con debida y deligente premeditación se tenga memoria, aun los ocultos y los que son contra los dos últimos mandamientos del decálogo, y las circunstancias que cambian la especie del pecado; sino que esa confesión sólo es útil para instruir y consolar al penitente y antiguamente sólo se observó para imponer la satisfacción canónica; o dijere que aquellos que se esfuerzan en confesar todos sus pecados, nada quieren dejar a la divina misericordia para ser perdonado; o, en fin, que no es licito confesar los pecados veniales, sea anatema [cf. 899 y 901].

Can. 8. Si alguno dijere que la confesión de todos los pecados, cual la guarda la Iglesia, es imposible y una tradición humana que debe ser abolida por los piadosos; o que no están obligados a ello una vez al año todos los fieles de Cristo de uno y otro sexo, conforme a la constitución del gran Concilio de Letrán, y que, por ende, hay que persuadir a los fieles de Cristo que no se confiesen en el tiempo de Cuaresma, sea anatema [cf. 900 s].

Can. 9. Si alguno dijere que la absolución sacramental del sacerdote no es acto judicial, sino mero ministerio de pronunciar y declarar que los pecados están perdonados al que se confiesa, con la sola condición de que crea que está absuelto, aun cuando no esté contrito o el sacerdote no le absuelva en serio, sino por broma; o dijere que no se requiere la confesión del penitente, para que el sacerdote le pueda absolver, sea anatema [cf. 902].

Can. 10. Si alguno dijere que los sacerdotes que están en pecado mortal no tienen potestad de atar y desatar; o que no sólo los sacerdotes son ministros de la absolución, sino que a todos los fieles de Cristo fue dicho: Cuanto atareis sobre la tierra, será atado también en el cielo, y cuanto desatareis sobre ¿a tierra, será desatado también en el cielo [Mt. 18, 18], y: A quienes perdonareis los pecados, les son perdonados, y a quienes se los retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20, 23], en virtud de cuyas palabras puede cualquiera absolver los pecados, los públicos por la corrección solamente, caso que el corregido diere su aquiescencia, y los secretos por espontánea confesión, sea anatema [cf. 902].

Can. 11. Si alguno dijere que los obispos no tienen derecho de reservarse casos, sino en cuanto a la policía o fuero externo y que, por ende, la reservación de los casos no impide que el sacerdote absuelva verdaderamente de los reservados, sea anatema, [cf. 903].

Can. 12. Si alguno dijere que toda la pena se remite siempre por parte de Dios juntamente con la culpa, y que la satisfacción de los penitentes no es otra que la fe por la que aprehenden que Cristo satisfizo por ellos, sea anatema [cf. 904].

Can. 13. Si alguno dijere que en manera alguna se satisface a Dios por los pecados en cuanto a la pena temporal por los merecimientos de Cristo con los castigos que Dios nos inflige y nosotros sufrimos pacientemente o con los que el sacerdote nos impone, pero tampoco con los espontáneamente tomados, como ayunos, oraciones, limosnas y también otras obras de piedad, y que por lo tanto la mejor penitencia es solamente la nueva vida, sea anatema [cf. 904 ss].

Can. 14. Si alguno dijere que las satisfacciones con que los penitentes por medio de Cristo Jesús redimen sus pecados, no son culto de Dios, sino tradiciones de los hombres que oscurecen la doctrina de la gracia y el verdadero culto de Dios y hasta el mismo beneficio de la muerte de Cristo, sea anatema [cf. 905].

Can. 15. Si alguno dijere que las llaves han sido dadas a la Iglesia solamente para desatar y no también para atar, y que, por ende, cuando los sacerdotes imponen penas a los que se confiesan, obran contra el fin de las llaves y contra la institución de Cristo; y que es una ficción que, quitada en virtud de las llaves la pena eterna, queda las más de las veces por pagar la pena temporal, sea anatema [cf. 904].

Cánones sobre la extremaunción

Can. 1. Si alguno dijere que la extremaunción no es verdadera y propiamente sacramento instituido por Cristo nuestro Señor [cf. Mt. 6, 13] y promulgado por el bienaventurado Santiago Apóstol [Iac. 5, 14], sino sólo un rito aceptado por los Padres, o una invención humana, sea anatema [cf. 907 ss].

Can. 2. Si alguno dijere que la sagrada unción de los enfermos no confiere la gracia, ni perdona los pecados, ni alivia a los enfermos, sino que ha cesado ya, como si antiguamente sólo hubiera sido la gracia de las curaciones, sea anatema [cf. 909].

Can 3 Si alguno dijere que el rito y uso de la extremaunción que observa la santa Iglesia Romana repugna a la sentencia del bienaventurado Santiago Apóstol y que debe por ende cambiarse y que puede sin pecado ser despreciado por los cristianos, sea anatema [cf. 910].

Can. 4. Si alguno dijere que los presbíteros de la Iglesia que exhorta el bienaventurado Santiago se lleven para ungir al enfermo, no son los sacerdotes ordenados por el obispo, sino los más viejos por su edad en cada comunidad, y que por ello no es sólo el sacerdote el ministro propio de la extremaunción, sea anatema [cf. 910].

MARCELO II, 1555 PAULO, IV, 1555-1559


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