MAGISTERIO DE LA IGLESIA IIB: Desde CALIXTO III hasta el Concilio de Trento (Denzinger)
CALIXTO III, 1455-1458
Sobre la usura y el contrato de censo
[De la Constitución Regimini universalis, de 6 de mayo de 1466]
... Una petición que poco ha nos ha sido presentada contenía lo siguiente:
desde hace tanto tiempo, que no existe memoria en contrario, se ha arraigado
en diversas partes de Alemania, y ha sido hasta el presente observada para
común utilidad de las gentes entre los habitantes y moradores de aquellas
regiones la siguiente costumbre: esos habitantes y moradores, o aquellos de
entre ellos a quienes les pareciere que así les conviene según su estado e
indemnidades, vendiendo sobre sus bienes, casas, campos, predios, posesiones
y heredades, los réditos o los censos anuales en marcos, florines o
groschen, monedas de curso corriente en aquellos territorios, han
acostumbrado a recibir de los compradores por cada marco, florín o groschen,
un precio suscrito competente en dinero contado según la calidad del tiempo
y el contrato de la compraventa, obligándose eficazmente por el pago de
dichos réditos y censos de las casas, tierras, campos, predios, posesiones y
heredades, que en tales contratos quedaron expresados y con esta añadidura
en favor de los vendedores: que ellos en la proporción que restituyan en
todo o en parte a los compradores el dinero recibido por ellas, estuvieran
totalmente libres o inmunes de los pagos de censos o réditos referentes al
dinero restituido; pero los compradores mismos, aun cuando los bienes,
casas, tierras, campos, posesiones y heredades en cuestión, con el correr
del tiempo, se redujeran al extremo de una total destrucción o desolación,
no pudieran reclamar el dinero mismo ni aun por acción legal. Con todo,
algunos se hallan en el escrúpulo de la duda de si tales contratos han de
ser considerados lícitos. De ahí que algunos, pretextando que son usurarios,
buscan ocasión de no pagar los réditos y censos por ellos debidos... Nos,
pues. para quitar toda duda de ambigüedad en este asunto, por autoridad
apostólica declaramos a tenor de las presentes que dichos contratos son
lícitos y conformes al derecho, y que los vendedores están eficazmente
obligados al pago de los mismos réditos y censos según el tenor de dichos
contratos, removido todo obstáculo de contradicción.
PIO II, 1458-1464
De la apelación al Concilio universal
[De la Bula Exsecrabilis, de 18 de enero de 1459 (fecha romana antigua) ó
1460 (actual)]
Un abuso execrable y que fue inaudito para los tiempos antiguos, ha surgido
en nuestra época y es que hay quienes, imbuídos de espíritu de rebeldía, no
por deseo de más sano juicio, sino para eludir el pecado cometido, osan
apelar a un futuro Concilio universal, del Romano Pontífice, vicario de
Jesucristo, a quien se le dijo en la persona del bienaventurado Pedro:
Apacienta a mis ovejas [Ioh. 21, 17]; y: cuanto atares sobre la tierra, será
atado también en el cielo [Mt. 16, 19]. Queriendo, pues, arrojar lejos de la
Iglesia de Cristo este pestífero veneno y atender a la salud de las ovejas
que nos han sido encomendadas y apartar del redil de nuestro Salvador toda
materia de escándalo..., condenamos tales apelaciones, y como erróneas y
detestables las reprochamos.
Errores de Zanino de Solcia
[Condenados en la Carta Cum sicut, de 14 de noviembre de 1459]
(1) El mundo ha de consumirse y terminar naturalmente, al consumir el calor
del sol la humedad de la tierra y del aire, de tal modo que se enciendan los
elementos.
(2) Y todos los cristianos han de salvarse.
(3) Dios creó otro mundo distinto a éste y en su tiempo existieron muchos
otros hombres y mujeres y, por consiguiente, Adán no fue el primer hombre.
(4) Asimismo, Jesucristo no padeció y murió por amor del género humano, para
redimirle, sino por necesidad de las estrellas.
(5) Asimismo, Jesucristo, Moisés y Mahoma rigieron al mundo según el
capricho de sus voluntades.
(6) Además, nuestro Señor Jesús fue ilegítimo, y en la hostia consagrada
está no según la humanidad, sino solamente según la divinidad .
(7) La lujuria fuera del matrimonio no es pecado, si no es por prohibición
de las leyes positivas, y por ello éstas lo han dispuesto menos bien, y él,
sólo por prohibición de la Iglesia, se reprimía de seguir la opinión de
Epicuro como verdadera.
(8) Además, el quitar una cosa ajena, aun contra la voluntad de su dueño, no
es pecado.
(9) Finalmente, la ley cristiana ha de tener fin por sucesión de otra ley,
como la ley de Moisés terminó con la ley de Cristo.
Zanino, canónigo de Pérgamo, dice Pío II, con sacrílego atrevimiento y con
manchada boca se atrevió a afirmar temerariamente estas proposiciones contra
los dogmas de los Santos Padres, pero posteriormente renunció
espontáneamente "a estos perniciosísimos errores".
De la sangre de Cristo
[De la Bula Ineffabilis summi providentia Patris de 1 de agosto de 1464]
... Por autoridad apostólica, a tenor de las presentes, estatuimos y
ordenamos que a ninguno de los frailes predichos [Menores o Predicadores],
sea lícito en adelante disputar, predicar o pública o privadamente hablar
sobre la antedicha duda, a saber, si es herejía o pecado sostener o creer
que la misma sangre sacratísima, como antes se dice, durante el triduo de la
pasión del mismo Señor nuestro Jesucristo, estuvo o no de cualquier modo
separada o dividida de la misma divinidad, mientras por Nos y por la Sede
Apostólica no hubiere sido definido qué haya de sentirse sobre la decisión
de esta duda.
PAULO II, 1464-1471
SIXTO IV, 1471-1484
Errores de Pedro de Rivo (sobre la verdad de los futuros contingentes)
[Condenados en la Bula Ad Christi vicarii, de 3 de enero de 1474]
(1) Isabel, cuando en Lc. l, hablando con la bienaventurada María Virgen,
dice: Bienaventurada tu que has creído, porque se cumplirán en ti las cosas
que te han sido dichas de parte del Señor [Lc. l, 46]; parece dar a entender
que las proposiciones de: Parirás un hijo y le pondrás por nombre Jesús:
éste será grande, etc. [Lc. l, 31 s], todavía no eran verdaderas.
(2) Igualmente, cuando Cristo en Lc., último, dice después de su
resurrección: Es menester que se cumplan todas las cosas que están escritas
de mi en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos [Lc. 24, 44],
parece haber dado a entender que tales proposiciones estaban vacías de
verdad.
(3) Igualmente, en Hebr. 10, donde el Apóstol dice: La ley que tiene una
sombra de los bienes futuros, y no la imagen misma de las cosas [Hebr. 10,
l], parece dar a entender que las proposiciones de la antigua ley, que
versaban sobre lo futuro, aun no tenían determinada verdad.
(4) Igualmente, no basta para la verdad de una proposición de futuro que la
cosa se cumplirá, sino que se cumplirá sin que se la pueda impedir.
(5) Igualmente, es menester decir una de dos cosas, o que en los artículos
de la fe sobre futuro no hay verdad presente y actual o que su significado
no puede ser impedido por el poder divino.
Estas proposiciones fueron condenadas como escandalosas y desviadas de la
senda de la fe católica, y retractadas por escrito por el mismo Pedro.
Indulgencia por los difuntos
[De la Bula en favor de la Iglesia de San Pedro de Saintes, de 3 de agosto
de 1476]
Y para que se procure la salvación de las almas señaladamente en el tiempo
en que más necesitan de los sufragios de los otros y en que menos pueden
aprovecharse a sí mismas; queriendo Nos socorrer por autoridad apostólica
del tesoro de la Iglesia a las almas que están en el purgatorio, que
salieron de esta luz unidas por la caridad a Cristo y que merecieron
mientras vivieron que se les sufragara esta indulgencia, deseando con
paterno afecto, en cuanto con Dios podemos, confiando en la misericordia
divina y en la plenitud de potestad, concedemos y juntamente otorgamos que
si algunos parientes, amigos u otros fieles cristianos, movidos a piedad por
esas mismas almas expuestas al fuego del purgatorio para expiar las penas
por ellas debidas según la divina justicia, dieren cierta cantidad o valor
de dinero durante dicho decenio para la reparación de la iglesia de Saintes,
según la ordenación del deán y cabildo de dicha iglesia o de nuestro
colector, visitando dicha iglesia, o la enviaren por medio de mensajeros que
ellos mismos han de designar durante dicho decenio, queremos que la plenaria
remisión valga y sufrague por modo de sufragio a las mismas almas del
purgatorio, en relajación de sus penas, por las que, como se ha dicho antes,
pagaren dicha cantidad de dinero o su valor.
Errores de Pedro de Osma
(sobre el sacramento de la penitencia)
[Condenados en la Bula Licet ea, de 9 de agosto de 1479]
(1) La confesión de los pecados en especie, está averiguado que es realmente
por estatuto de la Iglesia universal, no de derecho divino.
(2) Los pecados mortales en cuanto a la culpa y a la pena del otro mundo, se
borran sin la confesión, por la sola contrición del corazón.
(3) En cambio, los malos pensamientos se perdonan por el mero desagrado.
(4) No se exige necesariamente que la confesión sea secreta.
(5) No se debe absolver a los penitentes antes de cumplir la penitencia.
(6) El Romano Pontífice no puede perdonar la pena del purgatorio.
(7) Ni dispensar sobre lo que estatuye la Iglesia universal.
(8) También el sacramento de la penitencia, en cuanto a la colación de la
gracia, es de naturaleza, y no de institución del Nuevo o del Antiguo
Testamento.
Sobre estas proposiciones se dice en la Bula, § 6:
... Declaramos que todas estas proposiciones son falsas, contrarias a la
santa fe católica, erróneas, escandalosas, totalmente ajenas a la verdad
evangélica, y contrarias también a los decretos de los santos Padres y demás
constituciones apostólicas, y contienen manifiesta herejía.
De la Inmaculada concepción de la B. V. M. I
[De la Constitución Cum praeexcelsa, de 28 de febrero de 1476]
Cuando indagando con devota consideración, escudriñamos las excelsas
prerrogativas de los méritos con que la reina de los cielos, la gloriosa
Virgen Madre de Dios, levantada a los eternos tronos, brilla como estrella
de la mañana entre los astros...: Cosa digna, o más bien cosa debida
reputamos, invitar a todos los fieles de Cristo con indulgencia y perdón de
los pecados, a que den gracias al Dios omnipotente (cuya providencia,
mirando ab aeterno la humildad de la misma Virgen, con preparación del
Espíritu Santo, la constituyó habitación de su Unigénito, para reconciliar
con su Autor la naturaleza humana, sujeta por la caída del primer hombre a
la muerte eterna, tomando de ella la carne de nuestra mortalidad para la
redención del pueblo y permaneciendo ella, no obstante, después del parto,
virgen sin mancilla), den gracias, decimos, y alabanzas por la maravillosa
concepción de la misma Virgen inmaculada y digan, por tanto, las misas y
otros divinos oficios instituídos en la Iglesia y a ellos asistan, a fin de
que con ello, por los méritos e intercesión de la misma Virgen, se hagan más
aptos para la divina gracia.
[De la Constitución Grave nimis, de 4 de septiembre de 1483]
A la verdad, no obstante celebrar la Iglesia Romana solemnemente pública
fiesta de la concepción de la inmaculada y siempre Virgen María y haber
ordenado para ello un oficio especial y propio, hemos sabido que algunos
predicadores de diversas órdenes no se han avergonzado de afirmar hasta
ahora públicamente en sus sermones al pueblo por diversas ciudades y
tierras, y cada día no cesan de predicarlo, que todos aquellos que creen y
afirman que la inmaculada Madre de Dios fue concebida sin mancha de pecado
original, cometen pecado mortal, o que son herejes celebrando el oficio de
la misma inmaculada concepción, y que oyendo los sermones de los que afirman
que fue concebida sin esa mancha, pecan gravemente... Nos, por autoridad
apostólica, a tenor de las presentes, reprobamos y condenamos tales
afirmaciones como falsas, erróneas y totalmente ajenas a la verdad e
igualmente, en ese punto, los libros publicados sobre la materia... [pero se
reprende también a los que] se atrevieren a afirmar que quienes mantienen la
opinión contraria, a saber, que la gloriosa Virgen María fue concebida con
pecado original, incurren en crimen de herejía o pecado mortal, como quiera
que no está aún decidido por la Iglesia Romana y la Sede Apostólica...
INOCENCIO VIII, 1484-1492 PIO III, 1503
ALEJANDROVI,1492-1503 JULIO II,1503-1513
LEON X, 1513-1521
V CONCILIO DE LETRAN, 1512-1517
XVIII ecuménico (acerca de la reformación de la Iglesia)
Del alma humana (contra los neoaristotélicos)
[De la Bula Apostolici regiminis (SESION VIII), de 19 de diciembre de 1513]
Como quiera, pues, que en nuestros días —con dolor lo confesamos— el
sembrador de cizaña, aquel antiguo enemigo del género humano, se haya
atrevido a sembrar y fomentar por encima del campo del Señor algunos
perniciosísimos errores, que fueron siempre desaprobados por los fieles,
señaladamente acerca de la naturaleza del alma racional, a saber: que sea
mortal o única en todos los hombres, y algunos, filosofando temerariamente,
afirmen que ello es verdad por lo menos según la filosofía; deseosos de
poner los oportunos remedios contra semejante peste, con aprobación de este
sagrado Concilio, condenamos y reprobamos a todos los que afirman que el
alma intelectiva es mortal o única en todos los hombres, y a los que estas
cosas pongan en duda, pues ella no sólo es verdaderamente por sí y
esencialmente la forma del cuerpo humano —como se contiene en el canon del
Papa Clemente V, de feliz recordación, predecesor nuestro, promulgado en el
Concilio (general) de Vienne [n. 481]—, sino también inmortal y además es
multiplicable, se halla multiplicada y tiene que multiplicarse
individualmente, conforme a la muchedumbre de los cuerpos en que se
infunde... Y como quiera que lo verdadero en modo alguno puede estar en
contradicción con lo verdadero, definimos como absolutamente falsa toda
aserción contraria a la verdad de la fe iluminada [n. 17517]; y con todo
rigor prohibimos que sea lícito dogmatizar en otro sentido; y decretamos que
todos los que se adhieren a los asertos de tal error, ya que se dedican a
sembrar por todas partes las más reprobadas herejías, como detestables y
abominables herejes o infieles que tratan de arruinar la fe, deben ser
evitados y castigados.
De los "Montes de piedad" y de la usura
[De la Bula Inter multiplices, de 28 de abril (SESION X), de 4 de mayo de
1515]
Con aprobación del sagrado Concilio, declaramos y definimos que los
(antedichos) Montes de piedad, instituídos en los estados, y aprobados y
confirmados hasta el presente por la autoridad de la Sede Apostólica, en los
que en razón de sus gastos e indemnidad, únicamente para los gastos de sus
empleados y de las demás cosas que se refieren a su conservación, conforme
se manifiesta—, sólo en razón de su indemnidad, se cobra algún interés
moderado, además del capital, sin ningún lucro por parte de los mismos
Montes, no presentan apariencia alguna de mal ni ofrecen incentivo para
pecar, ni deben en modo alguno ser desaprobados, antes bien ese préstamo es
meritorio y debe ser alabado y aprobado y en modo alguno ser tenido por
usurario... Todos los religiosos, empero, y personas eclesiásticas y
seglares que en adelante fueren osados a predicar o disputar de palabra o
por escrito contra el tenor de la presente declaración y decreto, queremos
que incurran en la pena de excomunión latae sententiae, sin que obste
privilegio alguno.
De la relación entre el Papa y los Concilios
[De la Bula Pastor aeternus (SESION XI), de 19 de diciembre de 1516]
Ni debe tampoco movernos el hecho de que la sanción [pragmática] misma y lo
en ella contenido fue promulgado en el Concilio de Basilea, como quiera que
todo ello fue hecho, después de la traslación del mismo Concilio de Basilea,
por obra del conciliábulo del mismo nombre y, por ende, ninguna fuerza
pueden tener; pues consta también manifiestamente no sólo por el testimonio
de la Sagrada Escritura, por los dichos de los santos Padres y hasta de
otros Romanos Pontífices predecesores nuestros y por decretos de los
sagrados cánones; sino también por propia confesión de los mismos Concilios,
que aquel solo que a la sazón sea el Romano Pontífice, como tiene autoridad
sobre todos los Concilios, posee pleno derecho y potestad de convocarlos,
trasladarlos y disolverlos...
De las Indulgencias
[De la Bula Cum postquam al Legado Tomás de Vio Cayetano, de 9 de noviembre
de 1518]
Y para que en adelante nadie pueda alegar ignorancia de la doctrina de la
Iglesia Romana acerca de estas indulgencias y su eficacia o excusarse con
pretexto de tal ignorancia o con fingida declaración ayudarse, sino que
puedan ser ellos convencidos como culpables de notoria mentira y con razón
castigados, hemos determinado significarte por las presentes letras que la
Iglesia Romana, a quien las demás están obligadas a seguir como a madre,
enseña: Que el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, el llavero, y Vicario de
Jesucristo en la tierra, por el poder de las llaves, a las que toca abrir el
reino de los cielos, quitando en los fieles de Cristo los impedimentos a su
entrada (es decir, la culpa y la pena debida a los pecados actuales: la
culpa, mediante el sacramento de la penitencia, y la pena temporal, debida
—conforme a la divina justicia— por los pecados actuales, mediante la
indulgencia de la Iglesia), puede por causas razonables conceder a los
mismos fieles de Cristo, que, por unirlos la caridad, son miembros de
Cristo, ora se hallen en esta vida, ora en el purgatorio, indulgencias de la
sobreabundancia de los méritos de Cristo y de los Santos; y que concediendo
[el Romano Pontífice] indulgencia tanto por los vivos como por los difuntos
con apostólica autoridad, ha acostumbrado dispensar el tesoro de los méritos
de Cristo y de los Santos, conferir la indulgencia misma por modo de
absolución, o transferirla por modo de sufragio. Y, por tanto, que todos, lo
mismo vivos que difuntos, que verdaderamente hubieren ganado todas estas
indulgencias, se vean libres de tanta pena temporal, debida conforme a la
divina justicia por sus pecados actuales, cuanta equivale a la indulgencia
concedida y ganada. Y decretamos por autoridad apostólica a tenor de estas
mismas presentes letras, que así debe creerse y predicarse por todos bajo
pena de excomunión latae sententiae.
León X, el año 1519, envió esta bula a los suizos con una carta de 30 de
abril de 1519 en que juzga así de la doctrina de la bula:
La potestad del Romano Pontífice en la concesión de estas indulgencias,
según la verdadera definición de la Iglesia Romana, que debe ser por todos
creída y predicada... hemos decretado, como por las mismas Letras que
mandamos se os consignen, plenamente procuraréis ver y guardar... Firmemente
os adheriréis a la verdadera determinación de la Santa Romana Iglesia y de
esta Santa Sede que no permite los errores.
Errores de Martín Lutero
[Condenados en la Bula Exsurge Domine, de 15 de junio de 1520]
1. Es sentencia herética, pero muy al uso, que los sacramentos de la Nueva
Ley, dan la gracia santificante a los que no ponen óbice.
2. Decir que en el niño después del bautismo no permanece el pecado, es
conculcar juntamente a Pablo y a Cristo.
3. El incentivo del pecado [fomes peccati], aun cuando no exista pecado
alguno actual, retarda al alma que sale del cuerpo la entrada en el cielo.
4. La caridad imperfecta del moribundo lleva necesariamente consigo un gran
temor, que por sí solo es capaz de atraer la pena del purgatorio e impide la
entrada en el reino.
5. Que las partes de la penitencia sean tres: contrición, confesión y
satisfacción, no está fundado en la Sagrada Escritura ni en los antiguos
santos doctores cristianos.
6. La contrición que se adquiere por el examen, la consideración y
detestación de los pecados, por la que une repasa sus años con amargura de
su alma, ponderando la gravedad de sus pecados, su muchedumbre, su fealdad,
la pérdida de la eterna bienaventuranza y adquisición de la eterna
condenación; esta contrición hace al hombre hipócrita y hasta más pecador.
7. Muy veraz es el proverbio y superior a la doctrina hasta ahora por todos
enseñada sobre las contriciones: "La suma penitencia es no hacerlo en
adelante; la mejor penitencia, la vida nueva" .
8. En modo alguno presumas confesar los pecados veniales; pero ni siquiera
todos los mortales, porque es imposible que los conozcas todos. De ahí que
en la primitiva Iglesia sólo se confesaban los pecados mortales manifiestos
(o públicos).
9. Al querer confesarlo absolutamente todo, no hacemos otra cosa que no
querer dejar nada a la misericordia de Dios para que nos lo perdone.
10. A nadie le son perdonados los pecados, si, al perdonárselos el
sacerdote, no cree que le son perdonados; muy al contrario, el pecado
permanecería, si no lo creyera perdonado. Porque no basta la remisión del
pecado y la donación de la gracia, sino que es también necesario creer que
está perdonado.
11. En modo alguno confíes ser absuelto a causa de tu contrición, sino a
causa de la palabra de Cristo: Cuanto desatares, etc. [Mt. 16, 19]. Por
ello, digo, ten confianza, si obtuvieres la absolución del sacerdote y cree
fuertemente que estás absuelto, y estarás verdaderamente absuelto, sea lo
que fuere de la contrición.
12. Si, por imposible, el que se confiesa no estuviera contrito o el
sacerdote no lo absolviera en serio, sino por juego; si cree, sin embargo,
que está absuelto, está con toda verdad absuelto.
13. En el sacramento de la penitencia y en la remisión de la culpa no hace
más el Papa o el obispo que el infimo sacerdote; es más, donde no hay
sacerdote, lo mismo hace cualquier cristiano, aunque fuere una mujer o un
niño.
14. Nadie debe responder al sacerdote si está contrito, ni el sacerdote debe
preguntarlo.
15. Grande es el error de aquellos que se acercan al sacramento de la
Eucaristía confiados en que se han confesado, en que no tienen conciencia de
pecado mortal alguno, en que han previamente hecho sus oraciones y actos
preparatorios: todos ellos comen y beben su propio juicio. Mas si creen y
confían que allí han de conseguir la gracia, esta sola fe los hace puros y
dignos.
16. Oportuno parece que la Iglesia estableciera en general Concilio que los
laicos recibieran la Comunión bajo las dos especies; y los bohemios que
comulgan bajo las dos especies, no son herejes, sino cismáticos.
17. Los tesoros de la Iglesia, de donde el Papa da indulgencias, no son los
méritos de Cristo y de los Santos.
18. Las indulgencias son piadosos engaños de los fieles y abandonos de las
buenas obras; y son del número de aquellas cosas que son lícitas, pero no
del número de las que convienen.
19. Las indulgencias no sirven, a aquellos que verdaderamente las ganan,
para la remisión de la pena debida a la divina justicia por los pecados
actuales.
20. Se engañan los que creen que las indulgencias son saludables y útiles
para provecho del espíritu.
21. Las indulgencias sólo son necesarias para los crímenes públicos y
propiamente sólo se conceden a los duros e impacientes.
22. A seis géneros de hombres no son necesarias ni útiles las indulgencias,
a saber: a los muertos o moribundos, a los enfermos, a los legítimamente
impedidos, a los que no cometieron crímenes, a los que los cometieron, pero
no. públicos, a los que obran cosas mejores.
23. Las excomuniones son sólo penas externas y no privan al hombre de las
comunes oraciones espirituales de la Iglesia.
24. Hay que enseñar a los cristianos más a amar la excomunión que a temerla.
25. El Romano Pontífice, sucesor de Pedro, no fue instituído por Cristo en
el bienaventurado Pedro vicario del mismo Cristo sobre todas las Iglesias de
todo el mundo.
26. La palabra de Cristo a Pedro: Todo lo que desatares sobre la tierra etc.
[Mt. 16], se extiende sólo a lo atado por el mismo Pedro.
21. Es cierto que no está absolutamente en manos de la Iglesia o del Papa,
establecer artículos de fe, mucho menos leyes de costumbres o de buenas
obras.
28. Si el Papa con gran parte de la Iglesia sintiera de este o de otro modo,
y aunque no errara; todavía no es pecado o herejía sentir lo contrario,
particularmente en materia no necesaria para la salvación, hasta que por un
Concilio universal fuere aprobado lo uno, y reprobado lo otro.
29. Tenemos camino abierto para enervar la autoridad de los Concilios y
contradecir libremente sus actas y juzgar sus decretos y confesar
confiadamente lo que nos parezca verdad, ora haya sido aprobado, ora
reprobado por cualquier concilio.
30. Algunos artículos de Juan Hus, condenados en el Concilio de Constanza,
son cristianísimos, veracísimos y evangélicos, y ni la Iglesia universal
podría condenarlos.
31. El justo peca en toda obra buena.
32. Una obra buena, hecha de la mejor manera, es pecado venial.
33. Que los herejes sean quemados es contra la voluntad del Espíritu.
34. Batallar contra los turcos es contrariar la voluntad de Dios, que se
sirve de ellos para visitar nuestra iniquidad.
35. Nadie está cierto de no pecar siempre mortalmente por el ocultísimo
vicio de la soberbia.
36. El libre albedrío después del pecado es cosa de mero nombre; y mientras
hace lo que está de su parte, peca mortalmente.
37. El purgatorio no puede probarse por Escritura Sagrada que esté en el
canon.
38. Las almas en el purgatorio no están seguras de su salvación, por lo
menos todas; y no está probado, ni por razón, ni por Escritura alguna, que
se hallen fuera del estado de merecer o de aumentar la caridad.
39. Las almas en el purgatorio pecan sin intermisión, mientras buscan el
descanso y sienten horror de las penas.
40. Las almas libradas del purgatorio por los sufragios de los vivientes,
son menos bienaventuradas que si hubiesen satisfecho por sí mismas.
41. Los prelados eclesiásticos y príncipes seculares no harían mal si
destruyeran todos los sacos de la mendicidad.
Censura del Sumo Pontífice: Condenamos, reprobamos y de todo punto
rechazamos todos y cada uno de los antedichos artículos o errores,
respectivamente, según se previene, como heréticos, escandalosos, falsos u
ofensivos de los oídos piadosos o bien engañosos de las mentes sencillas, y
opuestos a la verdad católica.
ADRIANO VI, 1522-1628 CLEMENTE VII, 1628-1584
PAULO III, 1534-1549
CONCILIO DE TRENTO, 1545-1563
XIX ecuménico (contra los innovadores del siglo XVI)
SESION III (4 de febrero de 1546)
Aceptación del Símbolo de la fe católica
Este sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente
reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él... los tres Legados de la
Sede Apostólica, considerando la grandeza de las materias que han de ser
tratadas, señaladamente de aquellas que se contienen en los dos capítulos de
la extirpación de las herejías y de la reforma de las costumbres, por cuya
causa principalmente se ha congregado... creyó que debía expresamente
proclamarse el Símbolo de la fe de que usa la Santa Iglesia Romana, como el
principio en que necesariamente convienen todos los que profesan la fe de
Cristo, y como firme y único fundamento contra el cual nunca prevalecerán
las puertas del infierno [Mt. 16, 18], con las mismas palabras con que se
lee en todas las Iglesias. Es de este tenor:
[Sigue el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, v. 86.]
SESION IV (8 de abril de 1546)
Aceptación de los Libros Sagrados y las tradiciones de los Apóstoles
El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente
reunido en el Espíritu Santo, bajo la presidencia de los tres mismos Legados
de la Sede Apostólica, poniéndose perpetuamente ante sus ojos que, quitados
los errores, se conserve en la Iglesia la pureza misma del Evangelio que,
prometido antes por obra de los profetas en las Escrituras Santas, promulgó
primero por su propia boca Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios y mandó
luego que fuera predicado por ministerio de sus Apóstoles a toda criatura
[Mt. 28, 19 s; Mc. 16, 15] como fuente de toda saludable verdad y de toda
disciplina de costumbres; y viendo perfectamente que esta verdad y
disciplina se contiene en los libros escritos y las tradiciones no escritas
que, transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros desde los
apóstoles, quienes las recibieron o bien de labios del mismo Cristo, o bien
por inspiración del Espíritu Santo; siguiendo los ejemplos de los Padres
ortodoxos, con igual afecto de piedad e igual reverencia recibe y venera
todos los libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento, como quiera que
un solo Dios es autor de ambos, y también las tradiciones mismas que
pertenecen ora a la fe ora a las costumbres, como oralmente por Cristo o por
el Espíritu Santo dictadas y por continua sucesión conservadas en la Iglesia
Católica.
Ahora bien, creyó deber suyo escribir adjunto a este decreto un índice [o
canon] de los libros sagrados, para que a nadie pueda ocurrir duda sobre
cuáles son los que por el mismo Concilio son recibidos.
Son los que a continuación se escriben: del Antiguo Testamento: 5 de Moisés;
a saber: el Génesis, el Exodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio;
el de Josué, el de los Jueces, el de Rut, 4 de los Reyes, 2 de los
Paralipómenos, 2 de Esdras (de los cuales el segundo se llama de Nehemías),
Tobías, Judit, Ester, Job, el Salterio de David, de 150 salmos, las
Parábolas, el Eclesiastés, Cantar de los Cantares, la Sabiduría, el
Eclesiástico, Isaías, Jeremías con Baruch, Ezequiel, Daniel, 12 Profetas
menores, a saber: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc,
Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías; 2 de los Macabeos: primero y segundo.
Del Nuevo Testamento: Los 4 Evangelios, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan;
los Hechos de los Apóstoles, escritos por el Evangelista Lucas, 14 Epístolas
del Apóstol Pablo: a los Romanos, 2 a los Corintios, a los Gálatas, a los
Efesios, a los Filipenses, a los Colosenses, 2 a los Tesalonicenses, 2 a
Timoteo, a Tito, a Filemón, a los Hebreos; 2 del Apóstol Pedro, 3 del
Apóstol Juan, 1 del Apóstol Santiago, 1 del Apóstol Judas y el Apocalipsis
del Apóstol Juan. Y si alguno no recibiere como sagrados y canónicos los
libros mismos íntegros con todas sus partes, tal como se han acostumbrado
leer en la Iglesia Católica y se contienen en la antigua edición vulgata
latina, y despreciare a ciencia y conciencia las tradiciones predichas, sea
anatema. Entiendan, pues, todos, por qué orden y camino, después de echado
el fundamento de la confesión de la fe, ha de avanzar el Concilio mismo y de
qué testimonios y auxilios se ha de valer principalmente para confirmar los
dogmas y restaurar en la Iglesia las costumbres.
Se acepta la edición vulgata de la Biblia y se prescribe el modo de
interpretar la Sagrada Escritura, etc.
Además, el mismo sacrosanto Concilio, considerando que podía venir no poca
utilidad a la Iglesia de Dios, si de todas las ediciones latinas que corren
de los sagrados libros, diera a conocer cuál haya de ser tenida por
auténtica; establece y declara que esta misma antigua y vulgata edición que
está aprobada por el largo uso de tantos siglos en la Iglesia misma, sea
tenida por auténtica en las públicas lecciones, disputaciones, predicaciones
y exposiciones, y que nadie, por cualquier pretexto, sea osado o presuma
rechazarla.
Además, para reprimir los ingenios petulantes, decreta que nadie, apoyado en
su prudencia, sea osado a interpretar la Escritura Sagrada, en materias de
fe y costumbres, que pertenecen a la edificación de la doctrina cristiana,
retorciendo la misma Sagrada Escritura conforme al propio sentir, contra
aquel sentido que sostuvo y sostiene la santa madre Iglesia, a quien atañe
juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras Santas, o
también contra el unánime sentir de los Padres, aun cuando tales
interpretaciones no hubieren de salir a luz en tiempo alguno. Los que
contravinieren, sean declarados por medio de los ordinarios y castigados con
las penas establecidas por el derecho... [siguen preceptos sobre la
impresión y aprobación de los libros, en que, entre otras cosas, se
estatuye:] que en adelante la Sagrada Escritura, y principalmente esta
antigua y vulgata edición, se imprima de la manera más correcta posible, y a
nadie sea lícito imprimir o hacer imprimir cualesquiera libros sobre
materias sagradas sin el nombre del autor, ni venderlos en lo futuro ni
tampoco retenerlos consigo, si primero no hubieren sido examinados y
aprobados por el ordinario...
SESION V (17 de junio de 1546)
Decreto sobre el pecado original
Para que nuestra fe católica, sin la cual es imposible agradar a Dios [Hebr.
11, 6], limpiados los errores, permanezca íntegra e incorrupta en su
sinceridad, y el pueblo cristiano no sea llevado de acá para allá por todo
viento de doctrina [Eph. 4, 14]; como quiera que aquella antigua serpiente,
enemiga perpetua del género humano, entre los muchísimos males con que en
estos tiempos nuestros es perturbada la Iglesia de Dios, también sobre el
pecado original y su remedio suscitó no sólo nuevas, sino hasta viejas
disensiones; el sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento,
legítimamente reunido en el Espíritu Santo, bajo la presidencia de los
mismos tres Legados de la Sede Apostólica, queriendo ya venir a llamar
nuevamente a los errantes y confirmar a los vacilantes, siguiendo los
testimonios de las Sagradas Escrituras, de los Santos Padres y de los más
probados Concilios, y el juicio y sentir de la misma Iglesia, establece,
confiesa y declara lo que sigue sobre el mismo pecado original.
1. Si alguno no confiesa que el primer hombre Adán, al transgredir el
mandamiento de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y
justicia en que había sido constituído, e incurrió por la ofensa de esta
prevaricación en la ira y la indignación de Dios y, por tanto, en la muerte
con que Dios antes le había amenazado, y con la muerte en el cautiverio bajo
el poder de aquel que tiene el imperio de la muerte [Hebr. 2, 14], es decir,
del diablo, y que toda la persona de Adán por aquella ofensa de
prevaricación fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma [v. 174]: sea
anatema.
2. Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él; solo y no a
su descendencia; que la santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió,
la perdió para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el
pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano la muerte y
las penas del cuerpo, pero no el pecado que es muerte del alma: sea anatema,
pues contradice al Apóstol que dice: Por un solo hombre entró el pecado en
el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la
muerte, por cuanto todos habían pecado [Rom. 5, 12 ¡ v. 175].
3. Si alguno afirma que este pecado de Adán que es por su origen uno solo y,
transmitido a todos por propagación, no por imitación, está como propio en
cada uno, se quita por las fuerzas de la naturaleza humana o por otro
remedio que por el mérito del solo mediador, Nuestro Señor Jesucristo [v.
171], el cual, hecho para nosotros justicia, santificación y redención [1
Cor. 1, 30], nos reconcilió con el Padre en su sangre; o niega que el mismo
mérito de Jesucristo se aplique tanto a los adultos como a los párvulos por
el sacramento del bautismo, debidamente conferido en la forma de la Iglesia:
sea anatema. Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en
que hayamos de salvarnos [Act. 4, 121. De donde aquella voz: He aquí el
cordero de Dios, he aquí el que quita. los pecados del mundo [Ioh. 1, 29]. Y
la otra: Cuantos fuisteis bautizados en Cristo, os vestisteis de Cristo
[Gal. 3, 27].
4. Si alguno niega que hayan de ser bautizados los niños recién salidos del
seno de su madre, aun cuando procedan de padres bautizados, o dice que son
bautizados para la remisión de los pecados, pero que de Adán no contraen
nada del pecado original que haya necesidad de ser expiado en el lavatorio
de la regeneración para conseguir la vida eterna, de donde se sigue que la
forma del bautismo para la remisión de los pecados se entiende en ellos no
como verdadera, sino como falsa: sea anatema. Porque lo que dice el Apóstol:
Por un solo hombre entra el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y
así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían pecado [Rom.
5, 12], no de otro modo ha de entenderse, sino como lo entendió siempre la
Iglesia Católica, difundida por doquier. Pues por esta regla de fe
procedente de la tradición de los Apóstoles, hasta los párvulos que ningún
pecado pudieron aún cometer en sí mismos, son bautizados verdaderamente para
la remisión de los pecados, para que en ellos por la regeneración Se limpie
lo que por la generación contrajeron [v. 102]. Porque si uno no renaciere
del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios [Ioh. 3,
5].
5. Si alguno dice que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo que se
confiere en el bautismo, no se remite el reato del pecado original; o
también si afirma que no se destruye todo aquello que tiene verdadera y
propia razón de pecado, sino que sólo se rae o no se imputa: sea anatema.
Porque en los renacidos nada odia Dios, porque nada hay de condenación en
aquellos que verdaderamente por el bautismo están sepultados con Cristo para
la muerte [Rom. 6, 4], los que no andan según la carne [Rom. 8, 1], sino
que, desnudándose del hombre viejo y vistiéndose del nuevo, que fue creado
según Dios [Eph. 4, 22 ss; Col. 3, 9 s], han sido hechos inocentes,
inmaculados, puros, sin culpa e hijos amados de Dios, herederos de Dios y
coherederos de Cristo [Rom. 8, 17]; de tal suerte que nada en absoluto hay
que les pueda retardar la entrada en el cielo. Ahora bien, que la
concupiscencia o fomes permanezca en los bautizados, este santo Concilio lo
confiesa y siente; la cual, como haya sido dejada para el combate, no puede
dañar a los que no la consienten y virilmente la resisten por la gracia de
Jesucristo. Antes bien, el que legítimamente luchare, será coronado [2 Tim.
2, 5]. Esta concupiscencia que alguna vez el Apóstol llama pecado [Rom. 6,
12 ss], declara el santo Concilio que la Iglesia Católica nunca entendió que
se llame pecado porque sea verdadera y propiamente pecado en los renacidos,
sino porque procede del pecado y al pecado inclina. Y si alguno sintiere lo
contrario, sea anatema.
6. Declara, sin embargo, este mismo santo Concilio que no es intención suya
comprender en este decreto, en que se trata del pecado original a la
bienaventurada e inmaculada Virgen María. Madre de Dios, sino que han de
observarse las constituciones del Papa Sixto IV, de feliz recordación, bajo
las penas en aquellas constituciones contenidas, que el Concilio renueva [v.
734 s].
SESION VI (13 de enero de 1547)
Decreto sobre la justificación
Proemio
Como quiera que en este tiempo, no sin quebranto de muchas almas y grave
daño de la unidad eclesiástica, se ha diseminado cierta doctrina errónea
acerca de la justificación; para alabanza y gloria de Dios omnipotente, para
tranquilidad de la Iglesia y salvación de las almas, este sacrosanto,
ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el
Espíritu Santo, presidiendo en él en nombre del santísimo en Cristo padre y
señor nuestro Pablo III, Papa por la divina providencia, los Rvmos. señores
don Juan María, obispo de Palestrina; del Monte, y don Marcelo, presbítero,
titulo de la Santa Cruz en Jerusalén, cardenales de la Santa Romana Iglesia
y legados apostólicos de latere, se propone exponer a todos los fieles de
Cristo la verdadera y sana doctrina acerca de la misma justificación que el
sol de justicia [Mal. 4, 2] Cristo Jesús, autor y consumador de nuestra fe
[Hebr. 12, 2], enseñó, los Apóstoles transmitieron y la Iglesia Católica,
con la inspiración del Espíritu Santo, perpetuamente mantuvo; prohibiendo
con todo rigor que nadie en adelante se atreva a creer, predicar o enseñar
de otro modo que como por el presente decreto se establece y declara.
Cap. 1. De la impotencia de la naturaleza y de la ley para justificar a los
hombres
En primer lugar declara el santo Concilio que, para entender recta y
sinceramente la doctrina de la justificación es menester que cada uno
reconozca y confiese que, habiendo perdido todos los hombres la inocencia en
la prevaricación de Adán [Rom. 5, 12; 1 Cor. 15, 22; v. 130], hechos
inmundos [Is. 64, 4] y (como dice el Apóstol) hijos de ira por naturaleza
[Eph. 2, 3], según expuso en el decreto sobre el pecado original, hasta tal
punto eran esclavos del pecado [Rom. 6, 20] y estaban bajo el poder del
diablo y de la muerte, que no sólo las naciones por la fuerza de la
naturaleza [Can. 1], mas ni siquiera los judíos por la letra misma de la Ley
de Moisés podían librarse o levantarse de ella, aun cuando en ellos de
ningún modo estuviera extinguido el libre albedrío [Can. 5], aunque sí
atenuado en sus fuerzas e inclinado [v. 181]
Cap. 2. De la dispensación y misterio del advenimiento de Cristo
De ahí resultó que el Padre celestial, Padre de la misericordia y Dios de
toda consolación [2 Cor. 1, 3], cuando llegó aquella bienaventurada plenitud
de los tiempos [Eph. 1, 10; Gal. 4, 4] envió a los hombres a su Hijo Cristo
Jesús [Can. 1], el que antes de la Ley y en el tiempo de la Ley fue
declarado y prometido a muchos santos Padres [cf. Gen. 49, 10 y 18], tanto
para redimir a los judíos que estaban bajo la Ley como para que las naciones
que no seguían la justicia, aprehendieran la justicia [Rom. 9, 30] y todos
recibieran la adopción de hijos de Dios [Gal. 4, 5]. A Éste propuso Dios
como propiciador por la fe en su sangre por nuestros pecados [Rom. 3, 25], y
no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo [1 Ioh. 2,
2].
Cap. 3. Quiénes son justificados por Cristo
Mas, aun cuando Él murió por todos [2 Cor. 5, 15], no todos, sin embargo,
reciben el beneficio de su muerte, sino sólo aquellos a quienes se comunica
el mérito de su pasión. En efecto, al modo que realmente si los hombres no
nacieran propagados de la semilla de Adán, no nacerían injustos, como quiera
que por esa propagación por aquél contraen, al ser concebidos, su propia
injusticia; así, si no renacieran en Cristo, nunca serían justificados [Can.
2 y 10], como quiera que, con ese renacer se les da, por el mérito de la
pasión de Aquél, la gracia que los hace justos. Por este beneficio nos
exhorta el Apóstol a que demos siempre gracias al Padre, que nos hizo dignos
de participar de la suerte de los Santos en la luz [Col. 1, 12], y nos sacó
del poder de las tinieblas, y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en
el que tenemos redención y remisión de los pecados [Col. 1, 13 s].
Cap. 4. Se insinúa la descripción de la justificación del impío y su modo en
el estado de gracia
Por las cuales palabras se insinúa la descripción de la justificación del
impío, de suerte que sea el paso de aquel estado en que el hombre nace hijo
del primer Adán, al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios [Rom. 8,
15] por el segundo Adán, Jesucristo Salvador nuestro; paso, ciertamente, que
después de la promulgación del Evangelio, no puede darse sin el lavatorio de
la regeneración [Can. 5 sobre el baut.] o su deseo, conforme está escrito:
Si uno no hubiere renacido del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en
el reino de Dios [Ioh. 3, 5].
Cap. 5. De la necesidad de preparación para la justificación en los adultos,
y de donde procede
Declara además [el sacrosanto Concilio] que el principio de la justificación
misma en los adultos ha de tomarse de la gracia de Dios preveniente por
medio de Cristo Jesús, esto es, de la vocación, por la que son llamados sin
que exista mérito alguno en ellos, para que quienes se apartaron de Dios por
los pecados, por la gracia de Él que los excita y ayuda a convertirse, se
dispongan a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente
[Can. 4 y 5] a la misma gracia, de suerte que, al tocar Dios el corazón del
hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni puede decirse que el hombre
mismo no hace nada en absoluto al recibir aquella inspiración, puesto que
puede también rechazarla; ni tampoco, sin la gracia de Dios, puede moverse,
por su libre voluntad, a ser justo delante de Él [Can. 3]. De ahí que,
cuando en las Sagradas Letras se dice: Convertíos a mí y yo me convertiré a
vosotros [Zach. 1, 3], somos advertidos de nuestra libertad; cuando
respondemos: Conviértenos, Señor, a ti, y nos convertiremos [Thren. 5, 21],
confesamos que somos prevenidos de la gracia de Dios.
Cap. 6. Modo de preparación
Ahora bien, se disponen para la justicia misma [Can. 7 v 9] al tiempo que,
excitados y ayudados de la divina gracia, concibiendo la fe por el oído
[Rom. 10, 17], se mueven libremente hacia Dios, creyendo que es verdad lo
que ha sido divinamente revelado y prometido [Can. 12-14] y, en primer
lugar, que Dios, por medio de su gracia, justifica al impío, por medio de la
redención, que está en Cristo Jesús [Rom. 3, 24]; al tiempo que entendiendo
que son pecadores, del temor de la divina justicia, del que son
provechosamente sacudidos [Can. 8], pasan a la consideración de la divina
misericordia, renacen a la esperanza, confiando que Dios ha de serles
propicio por causa de Cristo, y empiezan a amarle como fuente de toda
justicia y, por ende, se mueven contra los pecados por algún odio y
detestación [Can. 9], esto es, por aquel arrepentimiento que es necesario
tener antes del bautismo [Act. 2, 38]; al tiempo, en fin, que se proponen
recibir el bautismo, empezar nueva vida y guardar los divinos mandamientos.
De esta disposición está escrito: Al que se acerca a Dios, es menester que
crea que existe y que es remunerador de los que le buscan [Hebr. 11, 6], y:
Confía, hijo, tus pecados te son perdonados [Mt. 9 2; Mc. 2, 5], y: El temor
de Dios expele al pecado [EccIi. 1, 27] y: Haced penitencia y bautícese cada
uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para la remisión de vuestros
pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo [Act. 2, 88], y también: Id,
pues, y enseñad a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he
mandado [Mt. 28, 19], y en fin: Enderezad vuestros corazones al Señor [1 Reg
7, 8].
Cap. 7. Qué es la justificación del impío y cuáles sus causas
A esta disposición o preparación, síguese la justificación misma que no es
sólo remisión de los pecados [Can. 11], sino también santificación y
renovación del hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y
los dones, de donde el hombre se convierte de injusto en justo y de enemigo
en amigo, para ser heredero según la esperanza de la vida eterna [Tit. 3,
7]. Las causas de esta justificación son: la final, la gloria de Dios y de
Cristo y la vida eterna; la eficiente, Dios misericordioso, que
gratuitamente lava y santifica [1 Cor. 6, 11], sellando y ungiendo con el
Espíritu Santo de su promesa, que es prenda de nuestra herencia [Eph. 1, 18
s]; la meritoria, su Unigénito muy amado, nuestro Señor Jesucristo, el cual,
cuando éramos enemigos [cf. Rom. 6, 10], por la excesiva caridad con que nos
amó [Eph. 2, 4], nos mereció la justificación por su pasión santísima en el
leño de la cruz [Can. 10] y satisfizo por nosotros a Dios Padre; también la
instrumental, el sacramento del bautismo, que es el "sacramento de la fe",
sin la cual jamás a nadie se le concedió la justificación. Finalmente, la
única causa formal es la justicia de Dios no aquella con que Él es justo,
sino aquella con que nos hace a nosotros justos [Can. 10 y 11], es decir,
aquella por la que, dotados por Él, somos renovados en el espíritu de
nuestra mente y no sólo somos reputados, sino que verdaderamente nos
llamamos y somos justos, al recibir en nosotros cada uno su propia justicia,
según la medida en que el Espíritu Santo la reparte a cada uno como quiere
[1 Cor. 12, 11] y según la propia disposición y cooperación de cada uno.
Porque, si bien nadie puede ser justo sino aquel a quien se comunican los
méritos de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo; esto, sin embargo, en esta
justificación del impío, se hace al tiempo que, por el mérito de la misma
santísima pasión, la caridad de Dios se derrama por medio del Espíritu Santo
en los corazones [Rom. 5, 5] de aquellos que son justificados y queda en
ellos inherente [Can. 11]. De ahí que, en la justificación misma, juntamente
con la remisión de los pecados, recibe el hombre las siguientes cosas que a
la vez se le infunden, por Jesucristo, en quien es injertado: la fe, la
esperanza y la caridad. Porque la fe, si no se le añade la esperanza y la
caridad, ni une perfectamente con Cristo, ni hace miembro vivo de su Cuerpo.
Por cuya razón se dice con toda verdad que la fe sin las obras está muerta
[Iac. 2, 17 ss] y ociosa [Can. 19] y que en Cristo Jesús, ni la circuncisión
vale nada ni el prepucio, sino la fe que obra por la caridad [Gal. 5, 6; 6,
15]. Esta fe, por tradición apostólica, la piden los catecúmenos a la
Iglesia antes del bautismo al pedir la fe que da la vida eterna, la cual no
puede dar la fe sin la esperanza y la caridad. De ahí que inmediatamente
oyen la palabra de Cristo: Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos [Mt. 19, 17; Can. 18-20]. Así, pues, al recibir la verdadera y
cristiana justicia, se les manda, apenas renacidos, conservarla blanca y sin
mancha, como aquella primera vestidura [Lc. 15, 22], que les ha sido dada
por Jesucristo, en lugar de la que, por su inobediencia, perdió Adán para sí
y para nosotros, a fin de que la lleven hasta el tribunal de Nuestro Señor
Jesucristo y tengan la vida eterna.
Cap. 8. Cómo se entiende que el impío es justificado por la fe y
gratuitamente
Mas cuando el Apóstol dice que el hombre se justifica por la fe [Can. 9] y
gratuitamente [Rom. 3, 22-24], esas palabras han de ser entendidas en aquel
sentido que mantuvo y expresó el sentir unánime y perpetuo de la Iglesia
Católica, a saber, que se dice somos justificados por la fe, porque "la fe
es el principio de la humana salvación", el fundamento y raíz de toda
justificación; sin ella es imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6] y llegar
al consorcio de sus hijos; y se dice que somos justificados gratuitamente,
porque nada de aquello que precede a la justificación, sea la fe, sean las
obras, merece la gracia misma de la justificación; porque si es gracia, ya
no es por las obras; de otro modo (como dice el mismo Apóstol) la gracia ya
no es gracia [Rom. 11, 16].
Cap. 9. Contra la vana confianza de los herejes
Pero, aun cuando sea necesario creer que los pecados no se remiten ni fueron
jamás remitidos sino gratuitamente por la misericordia divina a causa de
Cristo; no debe, sin embargo, decirse que se remiten o han sido remitidos
los pecados a nadie que se jacte de la confianza y certeza de la remisión de
sus pecados y que en ella sola descanse, como quiera que esa confianza vana
y alejada de toda piedad, puede darse entre los herejes y cismáticos, es
más, en nuestro tiempo se da y se predica con grande ahínco en contra de la
Iglesia Católica [Can. 12]. Mas tampoco debe afirmarse aquello de que es
necesario que quienes están verdaderamente justificados establezcan en si
mismos sin duda alguna que están justificados, y que nadie es absuelto de
sus pecados y justificado, sino el que cree con certeza que está absuelto y
justificado, y que por esta sola fe se realiza la absolución y justificación
[Can. 14], como si el que esto no cree dudara de las promesas de Dios y de
la eficacia de la muerte y resurrección de Cristo. Pues, como ningún hombre
piadoso puede dudar de la misericordia de Dios, del merecimiento de Cristo y
de la virtud y eficacia de los sacramentos; así cualquiera, al mirarse a sí
mismo y a su propia flaqueza e indisposición, puede temblar y temer por su
gracia [Can. 13], como quiera que nadie puede saber con certeza de fe, en la
que no puede caber error, que ha conseguido la gracia de Dios.
Can. 10. Del acrecentamiento de la justificación recibida
Justificados, pues, de esta manera y hechos amigos y domésticos de Dios
[Ioh. 15, 15; Eph. 2, 19], caminando de virtud en virtud [Ps. 83, 8], se
renuevan (como dice el Apóstol) de día en día [2 Cor. 4, 16]; esto es,
mortificando los miembros de su carne [Col. 3, 5] y presentándolos como
armas de la justicia [Rom. 6, 13-19] para la santificación por medio de la
observancia de los mandamientos de Dios y de la Iglesia: crecen en la misma
justicia, recibida por la gracia de Cristo, cooperando la fe, con las buenas
obras [Iac. 2, 22], y se justifican más [Can. 24 y 32], conforme está
escrito: El que es justo, justifíquese todavía [Apoc. 22, 11], y otra vez:
No te avergüences de justificarte hasta la muerte [Eccli. 18, 22], y de
nuevo: Veis que por las obras se justifica el hombre y no sólo por la fe
[Iac. 2, 24]. Y este acrecentamiento de la justicia pide la Santa Iglesia,
cuando ora: Danos, Señor, aumento de fe, esperanza y caridad [Dom. 13
después de Pentecostés] .
Cap. 11. De la observancia de los mandamientos y de su necesidad y
posibilidad
Nadie, empero, por más que esté justificado, debe considerarse libre de la
observancia de los mandamientos [Can. 20]; nadie debe usar de aquella voz
temeraria y por los Padres prohibida bajo anatema, que los mandamientos de
Dios son imposibles de guardar para el hombre justificado [Can. 18 y 22; cf.
n. 200].
Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo
que puedas y pidas lo que no puedas y ayuda para que puedas; sus
mandamientos no son pesados [1 Ioh. 5, 3], su yugo es suave y su carga
ligera [Mt. 11, 30]. Porque los que son hijos de Dios aman a Cristo y los
que le aman, como Él mismo atestigua, guardan sus palabras [Ioh. 14, 23];
cosa que, con el auxilio divino, pueden ciertamente hacer. Pues, por más que
en esta vida mortal, aun los santos y justos, caigan alguna vez en pecados,
por lo menos, leves y cotidianos, que se llaman también veniales [can. 23],
no por eso dejan de ser justos. Porque de justos es aquella voz humilde y
verdadera: Perdónanos nuestras deudas [Mt. 6, 12; cf. n. 107]. Por lo que
resulta que los justos mismos deben sentirse tanto más obligados a andar por
el camino de la justicia, cuanto que, liberados ya del pecado y hechos
siervos de Dios [Rom. 6, 22], viviendo sobria, justa y piadosamente [Tit. 2,
12], pueden adelantar por obra de Cristo Jesús, por el que tuvieron acceso a
esta gracia [Rom. 5, 2]. Porque Dios, a los que una vez justificó por su
gracia no los abandona, si antes no es por ellos abandonado. Así, pues,
nadie debe lisonjearse a sí mismo en la sola fe [Can. 9, 19 y 20], pensando
que por la sola fe ha sido constituído heredero y ha de conseguir la
herencia, aun cuando no padezca juntamente con Cristo, para ser juntamente
con El glorificado [Rom. 8, 17]. Porque aun Cristo mismo, como dice el
Apóstol, siendo hijo de Dios, aprendió, por las cosas que padeció, la
obediencia y, consumado, fue hecho para todos los que le obedecen, causa de
salvación eterna [Hebr. 5, 8 s]. Por eso, el Apóstol mismo amonesta a los
justificados diciendo: ¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos
por cierto corren, pero sólo uno recibe el premio? Corred, pues, de modo que
lo alcancéis. Yo, pues, así corro, no como a la ventura; así lucho. no como
quien azota el aire; sino que castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre,
no sea que, después de haber predicado a otros, me haga yo mismo réprobo [1
Cor. 9, 24 ss]. Igualmente el principe de los Apóstoles Pedro: Andad
solícitos, para que por las buenas obras hagáis cierta vuestra vocación y
elección; porque, haciendo esto, no pecaréis jamás [2 Petr. 1, 10]. De donde
consta que se oponen a la doctrina ortodoxa de la religión los que dicen que
el justo peca por lo menos venialmente en toda obra buena [Can. 25] o, lo
que es más intolerable, que merece las penas eternas; y también aquellos que
asientan que los justos pecan en todas sus obras, si para excitar su
cobardía y exhortarse a correr en el estadio, miran en primer lugar a que
sea Dios glorificado y miran también a la recompensa eterna [Can. 26 y 31],
como quiera que está escrito: Incliné mi corazón a cumplir tus
justificaciones por causa de la retribución [Ps. 118, 112] y de Moisés dice
el Apóstol que miraba a la remuneración [Hebr. 11, 26].
Cap. 12. Debe evitarse la presunción temeraria de predestinación
Nadie, tampoco, mientras vive en esta mortalidad, debe hasta tal punto
presumir del oculto misterio de la divina predestinación, que asiente como
cierto hallarse indudablemente en el número de los predestinados [Can. 15],
como si fuera verdad que el justificado o no puede pecar más [Can. 28], o,
si pecare, debe prometerse arrepentimiento cierto. En efecto, a no ser por
revelación especial, no puede saberse a quiénes haya Dios elegido para si
[Can. 16].
Cap. 13. Del don de la perseverancia
Igualmente, acerca del don de la perseverancia [Can. 16], del que está
escrito: El que perseverare hasta el fin, ése se salvará [Mt. 10, 22 ¡ 24,
13] —lo que no de otro puede tenerse sino de Aquel que es poderoso para
afianzar al que está firme [Rom. 14, 4], a fin de que lo esté
perseverantemente, y para restablecer al que cae— nadie se prometa nada
cierto con absoluta certeza, aunque todos deben colocar y poner en el
auxilio de Dios la más firme esperanza. Porque Dios, si ellos no faltan a su
gracia, como empezó la obra buena, así la acabará, obrando el querer y el
acabar [Phil. 2, 18; can. 22] l. Sin embargo, los que creen que están
firmes, cuiden de no caer [1 Cor. 10, 12] y con temor y temblor obren su
salvación [Phil. 2, 12], en trabajos, en vigilias, en limosnas, en oraciones
y oblaciones, en ayunos y castidad [cf. 2 Cor. 6, 3 ss]. En efecto, sabiendo
que han renacido a la esperanza [cf. 1 Petr. 1, 3] de la gloria y no todavía
a la gloria, deben temer por razón de la lucha que aún les aguarda con la
carne, con el mundo, y con el diablo, de la que no pueden salir victoriosos,
si no obedecen con la gracia de Dios, a las palabras del Apóstol: Somos
deudores no de la carne, para vivir según la carne; porque si según la carne
viviereis, moriréis; mas si por el espíritu mortificareis los hechos de la
carne, viviréis [Rom. 8, 12 s].
Cap. 14. De los caídos y su reparación
Mas los que por el pecado cayeron de la gracia ya recibida de la
justificación, nuevamente podrán ser justificados [Can. 29], si, movidos por
Dios, procuraren, por medio del sacramento de la penitencia, recuperar, por
los méritos de Cristo, la gracia perdida. Porque este modo de justificación
es la reparación del caído, a la que los Santos Padres llaman con propiedad
"la segunda tabla después del naufragio de la gracia perdida". Y en efecto,
para aquellos que después del bautismo caen en pecado, Cristo Jesús
instituyó el sacramento de la penitencia cuando dijo: Recibid el Espíritu
Santo; a quienes perdonareis los pecados, les son perdonados y a quienes se
los retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20, 22-23]. De donde debe enseñarse
que la penitencia del cristiano después de la caída, es muy diferente de la
bautismal y que en ella se contiene no sólo el abstenerse de los pecados y
el detestarlos, o sea, el corazón contrito y humillado [Ps. 50, 19], sino
también la confesión sacramental de los mismos, por lo menos en el deseo y
que a su tiempo deberá realizarse, la absolución sacerdotal e igualmente la
satisfacción por el ayuno, limosnas, oraciones y otros piadosos ejercicios,
no ciertamente por la pena eterna, que por el sacramento o por el deseo del
sacramento se perdona a par de la culpa, sino por la pena temporal [Can.
30], que, como enseñan las Sagradas Letras, no siempre se perdona toda, como
sucede en el bautismo, a quienes, ingratos a la gracia de Dios que
recibieron, contristaron al Espíritu Santo [cf. Eph. 4, 30] y no temieron
violar el templo de Dios [1 Cor. 3, 17]. De esa penitencia está escrito:
Acuérdate de dónde has caído, haz penitencia y practica tus obras primeras
[Apoc. 2, 5], y otra vez: La tristeza que es según Dios, obra penitencia en
orden a la salud estable [2 Cor. 7, 10], y de nuevo: Haced penitencia [Mt.
3, 2; 4, 17], y: Haced frutos dignos de penitencia [Mt. 3, 8].
Cap. 15. Por cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no la fe
Hay que afirmar también contra los sutiles ingenios de ciertos hombres que
por medio de dulces palabras y lisonjas seducen los corazones de los hombres
[Rom. 16, 18], que no sólo por la infidelidad [Can. 27], por la que también
se pierde la fe, sino por cualquier otro pecado mortal, se pierde la gracia
recibida de la justificación, aunque no se pierda la fe [Can. 28];
defendiendo la doctrina de la divina ley que no sólo excluye del reino de
los cielos a los infieles, sino también a los fieles que sean fornicarios,
adúlteros, afeminados, sodomitas, ladrones, avaros, borrachos, maldicientes,
rapaces [1 Cor. 6, 9 s], y a todos los demás que cometen pecados mortales,
de los que pueden abstenerse con la ayuda de la divina gracia y por los que
se separan de la gracia de Cristo [Can. 27].
Cap. 16. Del fruto de la justificación, es decir, del mérito de las buenas
obras y de la razón del mérito mismo
Así, pues, a los hombres de este modo justificados, ora conserven
perpetuamente la gracia recibida, ora hayan recuperado la que perdieron, hay
que ponerles delante las palabras del Apóstol: Abundad en toda obra buena,
sabiendo que vuestro trabajo no es vano en el Señor [1 Cor. 15, 58]; porque
no es Dios injusto, para que se olvide de vuestra obra y del amor que
mostrasteis en su nombre [Hebr. 6, 10]; y: No perdáis vuestra confianza, que
tiene grande recompensa [Hebr. 10, 35]. Y por tanto, a los que obran bien
hasta el fin [Mt. 10, 22] y que esperan en Dios, ha de proponérseles la vida
eterna, no sólo como gracia misericordiosamente prometida por medio de
Jesucristo a los hijos de Dios, sino también "como retribución" que por la
promesa de Dios ha de darse fielmente a sus buenas obras y méritos [Can. 26
y 32]. Ésta es, en efecto, la corona de justicia que el Apóstol decía tener
reservada para sí después de su combate y su carrera, que había de serle
dada por el justo juez y no sólo a él, sino a todos los que aman su
advenimiento [2 Tim. 4, 7 s]. Porque, como quiera que el mismo Cristo Jesús,
como cabeza sobre los miembros [Eph. 4 15] y como vid sobre los sarmientos
[Ioh. 15, 5], constantemente comunica su virtud sobre los justificados
mismos, virtud que antecede siempre a sus buenas obras, las acompaña y
sigue, y sin la cual en modo alguno pudieran ser gratas a Dios ni meritorias
[Can. 2]; no debe creerse falte nada más a los mismos justificados para que
se considere que con aquellas obras que han sido hechas en Dios han
satisfecho plenamente, según la condición de esta vida, a la divina ley y
han merecido en verdad la vida eterna, la cual, a su debido tiempo han de
alcanzar también, caso de que murieren en gracia [Apoc. 14, 13; Can. 32],
puesto que Cristo Salvador nuestro dice: Si alguno bebiere de esta agua que
yo le daré, no tendrá sed eternamente, sino que brotará en él una fuente de
agua que salta hasta la vida eterna [Ioh. 4, 14]. Así, ni se establece que
nuestra propia justicia nos es propia, como si procediera de nosotros, ni se
ignora o repudia la justicia de Dios [Rom. 10, 3]; ya que aquella justicia
que se dice nuestra, porque de tenerla en nosotros nos justificamos [Can. 10
y 11], es también de Dios, porque nos es por Dios infundida por merecimiento
de Cristo.
Mas tampoco ha de omitirse otro punto, que, si bien tanto se concede en las
Sagradas Letras a las buenas obras, que Cristo promete que quien diere un
vaso de agua fría a uno de sus más pequeños, no ha de carecer de su
recompensa [Mt. 10, 42], y el Apóstol atestigua que lo que ahora nos es una
tribulación momentánea y leve, obra en nosotros un eterno peso de gloria
incalculable [2 Cor. 4, 17]; lejos, sin embargo, del hombre cristiano el
confiar o el gloriarse en sí mismo y no en el Señor [cf. 1 Cor. 1, 31; 2
Cor. 10, 17], cuya bondad para con todos los hombres es tan grande, que
quiere sean merecimientos de ellos [Can. 32] lo que son dones de Él [v.
141]. Y porque en muchas cosas tropezamos todos [Iac. 3, 2; Can. 23], cada
uno, a par de la misericordia y la bondad, debe tener también ante los ojos
la severidad y el juicio [de Dios], y nadie, aunque de nada tuviere
conciencia, debe juzgarse a sí mismo, puesto que toda la vida de los hombres
ha de ser examinada y juzgada no por el juicio humano, sino por el de Dios,
quien iluminará lo escondido de las tinieblas y pondrá de manifiesto los
propósitos de los corazones, y entonces cada uno recibirá alabanza de Dios
[Cor. 4, 4 s], el cual, como está escrito, retribuirá a cada uno según sus
obras [Rom. 2, 6].
Después de esta exposición de la doctrina católica sobre la justificación
[Can. 33] —doctrina que quien no la recibiere fiel y firmemente, no podrá
justificarse—, plugo al santo Concilio añadir los cánones siguientes, a fin
de que todos sepan no sólo qué deben sostener y seguir, sino también qué
evitar y huir.
Canones sobre la justificación
Can. 1. Si alguno dijere que el hombre puede justificarse delante de Dios
por sus obras que se realizan por las fuerzas de la humana naturaleza o por
la doctrina de la Ley, sin la gracia divina por Cristo Jesús, sea anatema
[cf. 793 s].
Can. 2. Si alguno dijere que la gracia divina se da por medio de Cristo
Jesús sólo a fin de que el hombre pueda más fácilmente vivir justamente y
merecer la vida eterna, como si una y otra cosa las pudiera por medio del
libre albedrío, sin la gracia, si bien con trabajo y dificultad, sea anatema
(cf. 795 y 809).
Can. 3. Si alguno dijere que, sin la inspiración previniente del Espíritu
Santo y sin su ayuda, puede el hombre creer, esperar y amar o arrepentirse,
como conviene para que se le confiera la gracia de la justificación, sea
anatema [cf. 797].
Can. 4. Si alguno dijere que el libre albedrío del hombre, movido y excitado
por Dios, no coopera en nada asintiendo a Dios que le excita y llama para
que se disponga y prepare para obtener la gracia de la justificación, y que
no puede disentir, si quiere, sino que, como un ser inánime, nada
absolutamente hace y se comporta de modo meramente pasivo, sea anatema [cf.
797].
Can. 5. Si alguno dijere que el libre albedrío del hombre se perdió y
extinguió después del pecado de Adán, o que es cosa de sólo título o más
bien título sin cosa, invención, en fin, introducida por Satanás en la
Iglesia, sea anatema [793 y 797].
Can. 6. Si alguno dijere que no es facultad del hombre hacer malos sus
propios caminos, sino que es Dios el que obra así las malas como las buenas
obras, no sólo permisivamente, sino propiamente y por si, hasta el punto de
ser propia obra suya no menos la traición de Judas, que la vocación de
Pablo, sea anatema.
Can. 7. Si alguno dijere que las obras que se hacen antes de la
justificación, por cualquier razón que se hagan, son verdaderos pecados o
que merecen el odio de Dios; o que cuanto con mayor vehemencia se esfuerza
el hombre en prepararse para la gracia, tanto más gravemente peca, sea
anatema [cf. 798].
Can. 8. Si alguno dijere que el miedo del infierno por el que, doliéndonos
de los pecados, nos refugiamos en la misericordia de Dios, o nos abstenemos
de pecar, es pecado o hace peores a los pecadores, sea anatema [cf. 798].
Can. 9. Si alguno dijere que el impío se justifica por la sola fe, de modo
que entienda no requerirse nada más con que coopere a conseguir la gracia de
la justificación y que por parte alguna es necesario que se prepare y
disponga por el movimiento de su voluntad, sea anatema [cf. 798, 801 y 804].
Can. 10. Si alguno dijere que los hombres se justifican sin la justicia de
Cristo, por la que nos mereció justificarnos, o que por ella misma
formalmente son justos, sea anatema [cf. 795 y 799].
Can. 11. Si alguno dijere que los hombres se justifican o por sola
imputación de la justicia de Cristo o por la sola remisión de los pecados,
excluída la gracia y la caridad que se difunde en sus corazones por el
Espíritu Santo y les queda inherente; o también que la gracia, por la que
nos justificamos, es sólo el favor de Dios, sea anatema [cf. 799 s y 809].
Can. 12. Si alguno dijere que la fe justificante no es otra cosa que la
confianza de la divina misericordia que perdona los pecados por causa de
Cristo, o que esa confianza es lo único con que nos justificamos, sea
anatema [cf. 798 y 802].
Can. 13. Si alguno dijere que, para conseguir el perdón de los pecados es
necesario a todo hombre que crea ciertamente y sin vacilación alguna de su
propia flaqueza e indisposición, que los pecados le son perdonados, sea
anatema [cf. 802].
Can. 14. Si alguno dijere que el hombre es absuelto de sus pecados y
justificado por el hecho de creer con certeza que está absuelto y
justificado, o que nadie está verdaderamente justificado sino el que cree
que está justificado, y que por esta sola fe se realiza la absolución y
justificación, sea anatema [cf. 802].
Can. 15. Si alguno dijere que el hombre renacido y justificado está obligado
a creer de fe que está ciertamente en el número de los predestinados, sea
anatema [cf. 805].
Can. 16. Si alguno dijere con absoluta e infalible certeza que tendrá
ciertamente aquel grande don de la perseverancia hasta el fin, a no ser que
lo hubiera sabido por especial revelación, sea anatema [cf. 805 s].
Can. 17. Si alguno dijere que la gracia de la justificación no se da sino en
los predestinados a la vida, y todos los demás que son llamados, son
ciertamente llamados, pero no reciben la gracia, como predestinados que
están al mal por el poder divino, sea anatema [cf. 800].
Can. 18. Si alguno dijere que los mandamientos de Dios son imposibles de
guardar, aun para el hombre justificado y constituído bajo la gracia, sea
anatema [cf. 804].
Can. 19. Si alguno dijere que nada está mandado en el Evangelio fuera de la
fe, y que lo demás es indiferente, ni mandado, ni prohibido, sino libre; o
que los diez mandamientos nada tienen que ver con los cristianos, sea
anatema [cf. 800].
Can. 20. Si alguno dijere que el hombre justificado y cuan perfecto se
quiera, no está obligado a la guarda de los mandamientos de Dios y de la
Iglesia, sino solamente a creer, como si verdaderamente el Evangelio fuera
simple y absoluta promesa de la vida eterna, sin la condición de observar
los mandamientos, sea anatema [cf. 804].
Can. 21. Si alguno dijere que Cristo Jesús fue por Dios dado a los hombres
como redentor en quien confíen, no también como legislador a quien
obedezcan, sea anatema.
Can 22. Si alguno dijere que el justificado puede perseverar sin especial
auxilio de Dios en la justicia recibida o que con este auxilio no puede, sea
anatema [cf. 804 Y 806].
Can. 23. Si alguno dijere que el hombre una vez justificado no puede pecar
en adelante ni perder la gracia y, por ende, el que cae y peca, no fue nunca
verdaderamente justificado; o, al contrario, que puede en su vida entera
evitar todos los pecados, aun los veniales; si no es ello por privilegio
especial de Dios, como de la bienaventurada Virgen lo enseña la Iglesia, sea
anatema [cf. 805 Y 810].
Can. 24. Si alguno dijere que la justicia recibida no se conserva y también
que no se aumenta delante de Dios por medio de las buenas obras, sino que
las obras mismas son solamente fruto y señales de la justificación
alcanzada, no causa también de aumentarla, sea anatema [cf. 803].
Can. 25. Si alguno dijere que el justo peca en toda obra buena por lo menos
venialmente, o, lo que es más intolerable, mortalmente, y que por tanto
merece las penas eternas, y que sólo no es condenado, porque Dios no le
imputa esas obras a condenación, sea anatema [cf. 804].
Can. 26. Si alguno dijere que los justos no deben aguardar y esperar la
eterna retribución de parte de Dios por su misericordia y por el mérito de
Jesucristo como recompensa de las buenas obras que fueron hechas en Dios, si
perseveraren hasta el fin obrando bien y guardando los divinos mandamientos,
sea anatema [cf. 809].
Can. 27. Si alguno dijere que no hay más pecado mortal que el de la
infidelidad, o que por ningún otro, por grave y enorme que sea fuera del
pecado de infidelidad, se pierde la gracia una vez recibida, sea anatema
[cf. 808].
Can. 28. Si alguno dijere que, perdida por el pecado la gracia, se pierde
también siempre juntamente la fe, o que la fe que permanece, no es verdadera
fe —aun cuando ésta no sea viva—, o que quien tiene la fe sin la caridad no
es cristiano, sea anatema [cf. 808].
Can. 29. Si alguno dijere que aquel que ha caído después del bautismo, no
puede por la gracia de Dios levantarse; o que sí puede, pero por sola la fe,
recuperar la justicia perdida, sin el sacramento de la penitencia, tal como
la Santa, Romana y universal Iglesia, enseñada por Cristo Señor y sus
Apóstoles, hasta el presente ha profesado, guardado y enseñado, sea anatema
[cf. 807].
Can. 30. Si alguno dijere que después de recibida la gracia de la
justificación, de tal manera se le perdona la culpa y se le borra el reato
de la pena eterna a cualquier pecador arrepentido, que no queda reato alguno
de pena temporal que haya de pagarse o en este mundo o en el otro en el
purgatorio, antes de que pueda abrirse la entrada en el reino de los cielos,
sea anatema [cf. 807}.
Can. 81. Si alguno dijere que el justificado peca al obrar bien con miras a
la eterna recompensa, sea anatema [cf. 804].
Can. 32. Si alguno dijere que las buenas obras del hombre justificado de tal
manera son dones de Dios, que no son también buenos merecimientos del mismo
justificado, o que éste, por las buenas obras que se hacen en Dios y el
mérito de Jesucristo, de quien es miembro vivo, no merece verdaderamente el
aumento de la gracia, la vida eterna y la consecución de la misma vida
eterna (a condición, sin embargo, de que muriere en gracia), y también el
aumento de la gloria, sea anatema [cf. 803 y 809 s].
Can. 33. Si alguno dijere que por esta doctrina católica sobre la
justificación expresada por el santo Concilio en el presente decreto, se
rebaja en alguna parte la gloria de Dios o los méritos de Jesucristo Señor
Nuestro, y no más bien que se ilustra la verdad de nuestra fe y, en fin, la
gloria de Dios y de Cristo Jesús, sea anatema [cf. 810].
SESION VII (3 de marzo de 1547)
Proemio
Para completar la saludable doctrina sobre la justificación que fue
promulgada en la sesión próxima pasada con unánime consentimiento de todos
los Padres, ha parecido oportuno tratar de los sacramentos santísimos de la
Iglesia, por los que toda verdadera justicia o empieza, o empezada se
aumenta, o perdida se repara. Por ello, el sacrosanto, ecuménico y universal
Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidiendo
en él los mismos Legados de la Sede Apostólica; para eliminar los errores y
extirpar las herejías que en nuestro tiempo acerca de los mismos sacramentos
santísimos ora se han resucitado de herejías de antaño condenadas por
nuestros Padres, ora se han inventado de nuevo y en gran manera dañan a la
pureza de la Iglesia Católica y a la salud de las almas: adhiriéndose a la
doctrina de las Santas Escrituras, a las tradiciones apostólicas y al
consentimiento de los otros Concilios y Padres, creyó que debía establecer y
decretar los siguientes cánones, a reserva de publicar más adelante (con la
ayuda del divino Espíritu) los restantes que quedan para el
perfeccionamiento de la obra comenzada.
Cánones sobre los sacramentos en general
Can. 1. Si alguno dijere que los sacramentos de la Nueva Ley no fueron
instituídos todos por Jesucristo Nuestro Señor, o que son más o menos de
siete, a saber, bautismo, confirmación, Eucaristía, penitencia,
extremaunción, orden y matrimonio, o también que alguno de éstos no es
verdadera y propiamente sacramento, sea anatema.
Can. 2. Si alguno dijere que estos mismos sacramentos de la Nueva Ley no se
distinguen de los sacramentos de la Ley Antigua, sino en que las ceremonias
son otras y otros los ritos externos, sea anatema.
Can. 3. Si alguno dijere que estos siete sacramentos de tal modo son entre
sí iguales que por ninguna razón es uno más digno que otro, sea anatema.
Can. 4. Si alguno dijere que los sacramentos de la Nueva Ley no son
necesarios para la salvación, sino superfluos, y que sin ellos o el deseo de
ellos, los hombres alcanzan de Dios, por la sola fe, la gracia de la
justificación —aun cuando no todos los sacramentos sean necesarios a cada
uno—, sea anatema.
Can. 5. Si alguno dijere que estos sacramentos fueron instituídos por el
solo motivo de alimentar la fe, sea anatema.
Can. 6. Si alguno dijere que los sacramentos de la Nueva Ley no contienen la
gracia que significan, o que no confieren la gracia misma a los que no ponen
óbice, como si sólo fueran signos externos de la gracia o justicia recibida
por la fe y ciertas señales de la profesión cristiana, por las que se
distinguen entre los hombres los fieles de los infieles, sea anatema.
Can. 7. Si alguno dijere que no siempre y a todos se da la gracia por estos
sacramentos, en cuanto depende de la parte de Dios, aun cuando debidamente
los reciban, sino alguna vez y a algunos, sea anatema.
Can. 8. Si alguno dijere que por medio de los mismos sacramentos de la Nueva
Ley no se confiere la gracia ex opere operato, sino que la fe sola en la
promesa divina basta para conseguir la gracia, sea anatema.
Can. 9. Si alguno dijere que en tres sacramentos, a saber, bautismo,
confirmación y orden, no se imprime carácter en el alma, esto es, cierto
signo espiritual e indeleble, por lo que no pueden repetirse, sea anatema.
Can. 10. Si alguno dijere que todos los cristianos tienen poder en la
palabra y en la administración de todos los sacramentos, sea anatema.
Can. 11. Si alguno dijere que en los ministros, al realizar y conferir los
sacramentos, no se requiere intención por lo menos de hacer lo que hace la
Iglesia, sea anatema.
Can. 12. Si alguno dijere que el ministro que está en pecado mortal, con
sólo guardar todo lo esencial que atañe a la realización o colación del
sacramento, no realiza o confiere el sacramento, sea anatema.
Can. 13. Si alguno dijere que los ritos recibidos y aprobados de la Iglesia
Católica que suelen usarse en la solemne administración de los sacramentos,
pueden despreciarse o ser omitidos, por el ministro a su arbitrio sin
pecado, o mudados en otros por obra de cualquier pastor de las iglesias, sea
anatema.
Cánones sobre el sacramento del bautismo
Can. 1. Si alguno dijere que el bautismo de Juan tuvo la misma fuerza que el
bautismo de Cristo, sea anatema.
Can. 2. Si alguno dijere que el agua verdadera y natural no es necesaria en
el bautismo y, por tanto, desviare a una especie de metáfora las palabras de
Nuestro Señor Jesucristo: Si alguno no renaciere del agua y del Espíritu
Santo [Ioh. 3, 5], sea anatema.
Can. 3. Si alguno dijere que en la Iglesia Romana, que es madre y maestra de
todas las iglesias, no se da la verdadera doctrina sobre el sacramento del
bautismo, sea anatema.
Can. 4. Si alguno dijere que el bautismo que se da también por los herejes
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, con intención de
hacer lo que hace la Iglesia, no es verdadero bautismo, sea anatema.
Can. 5. Si alguno dijere que el bautismo es libre, es decir, no necesario
para la salvación, sea anatema.
Can. 6. Si alguno dijere que el bautizado no puede, aunque quiera, perder la
gracia, por más que peque, a no ser que no quiera creer, sea anatema [cf.
808].
Can. 7. Si alguno dijere que los bautizados, por el bautismo, sólo están
obligados a la sola fe, y no a la guarda de toda la ley de Cristo, sea
anatema [cf. 802].
Can. 8. Si alguno dijere que los bautizados están libres de todos los
mandamientos de la Santa Iglesia, ora estén escritos, ora sean de tradición,
de suerte que no están obligados a guardarlos, a no ser que espontáneamente
quisieren someterse a ellos, sea anatema.
Can. 9. Si alguno dijere que de tal modo hay que hacer recordar a los
hombres el bautismo recibido que entiendan que todos los votos que se hacen
después del bautismo son nulos en virtud de la promesa ya hecha en el mismo
bautismo, como si por aquellos votos se menoscabara la fe que profesaron y
el mismo bautismo, sea anatema.
Can. 10. Si alguno dijere que todos los pecados que se cometen después del
bautismo, con el solo recuerdo y la fe del bautismo recibido o se perdonan o
se convierten en veniales, sea anatema.
Can. 11. Si alguno dijere que el verdadero bautismo y debidamente conferido
debe repetirse para quien entre los infieles hubiere negado la fe de Cristo,
cuando se convierte a penitencia, sea anatema.
Can. 12. Si alguno dijere que nadie debe bautizarse sino en la edad en que
se bautizó Cristo, o en el artículo mismo de la muerte, sea anatema.
Can. 13. Si alguno dijere que los párvulos por el hecho de no tener el acto
de creer, no han de ser contados entre los fieles después de recibido el
bautismo, y, por tanto, han de ser rebautizados cuando lleguen a la edad de
discreción, o que más vale omitir su bautismo que no bautizarlos en la sola
fe de la Iglesia, sin creer por acto propio, sea anatema.
Can. 14. Si alguno dijere que tales párvulos bautizados han de ser
interrogados cuando hubieren crecido, si quieren ratificar lo que al ser
bautizados prometieron en su nombre los padrinos, y si respondieren que no
quieren, han de ser dejados a su arbitrio y que no debe entretanto
obligárseles por ninguna otra pena a la vida cristiana, sino que se les
aparte de la recepción de la Eucaristía y de los otros sacramentos, hasta
que se arrepientan, sea anatema.
Cánones sobre el sacramento de la confirmación
Can. 1. Si alguno dijere que la confirmación de los bautizados es ceremonia
ociosa y no más bien verdadero y propio sacramento, o que antiguamente no
fue otra cosa que una especie de catequesis, por la que los que estaban
próximos a la adolescencia exponían ante la Iglesia la razón de su fe, sea
anatema.
Can. 2. Si alguno dijere que hacen injuria al Espíritu Santo los que
atribuyen virtud alguna al sagrado crisma de la confirmación, sea anatema.
Can. 3. Si alguno dijere que el ministro ordinario de la santa confirmación
no es sólo el obispo, sino cualquier simple sacerdote, sea anatema.
JULIO III, 1550-1555
Continuación del Concilio de Trento
SESION XIII (11 de octubre de 1551)
Decreto sobre la Eucaristía
El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, reunido
legítimamente en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legados y
nuncios de la Santa Sede Apostólica, si bien, no sin peculiar dirección y
gobierno del Espíritu Santo, se juntó con el fin de exponer la verdadera y
antigua doctrina sobre la fe y los sacramentos y poner remedio a todas las
herejías y a otros gravísimos males que ahora agitan a la Iglesia de Dios y
la escinden en muchas y varias partes; ya desde el principio tuvo por uno de
sus principales deseos arrancar de raíz la cizaña de los execrables errores
y cismas que el hombre enemigo sembró [Mt. 13, 25 ss] en estos calamitosos
tiempos nuestros por encima de la doctrina de la fe, y el uso y culto de la
sacrosanta Eucaristía, la que por otra parte dejó nuestro Salvador en su
Iglesia como símbolo de su unidad y caridad, con la que quiso que todos los
cristianos estuvieran entre sí unidos y estrechados. Así, pues, el mismo
sacrosanto Concilio, al enseñar la sana y sincera doctrina acerca de este
venerable y divino sacramento de la Eucaristía que siempre mantuvo y hasta
el fin de los siglos conservará la Iglesia Católica, enseñada por el mismo
Jesucristo Señor nuestro y amaestrada por el Espíritu Santo que día a día le
inspira toda verdad [Ioh. 14, 26], prohibe a todos los fieles de Cristo que
no sean en adelante osados a creer, enseñar o predicar acerca de la
Eucaristía de modo distinto de como en el presente decreto está explicado y
definido.
Cap. 1. De la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el santísimo
sacramento de la Eucaristía
Primeramente enseña el santo Concilio, y abierta y sencillamente confiesa,
que en el augusto sacramento de la Eucaristía, después de la consagración
del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente [Can. 1]
nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de
aquellas cosas sensibles. Porque no son cosas que repugnen entre si que el
mismo Salvador nuestro esté siempre sentado a la diestra de Dios Padre,
según su modo natural de existir, y que en muchos otros lugares esté para
nosotros sacramentalmente presente en su sustancia, por aquel modo de
existencia, que si bien apenas podemos expresarla con palabras, por el
pensamiento, ilustrado por la fe, podemos alcanzar ser posible a Dios y
debemos constantísimamente creerlo. En efecto, así todos nuestros
antepasados, cuantos fueron en la verdadera Iglesia de Cristo que disertaron
acerca de este santísimo sacramento, muy abiertamente profesaron que nuestro
Redentor instituyó este tan admirable sacramento en la última Cena, cuando,
después de la bendición del pan y del vino, con expresas y claras palabras
atestiguó que daba a sus Apóstoles su propio cuerpo y su propia sangre.
Estas palabras, conmemoradas por los santos Evangelistas [Mt. 26, 26 ss; Mc.
14, 22 ss; Lc. 22, 19 s] y repetidas luego por San Pablo [1 Cor. 11, 23 ss],
como quiera que ostentan aquella propia y clarísima significación, según la
cual han sido entendidas por los Padres, es infamia verdaderamente
indignísima que algunos hombres pendencieros y perversos las desvíen a
tropos ficticios e imaginarios, por los que se niega la verdad de la carne y
sangre de Cristo, contra el universal sentir de la Iglesia, que, como
columna y sostén de la verdad [1 Tim. 3, 15], detesto por satánicas estas
invenciones excogitadas por hombres impíos, a la par que reconocía siempre
con gratitud y recuerdo este excelentísimo beneficio de Cristo.
Cap. 2. Razón de la institución de este santísimo sacramento
Así, pues, nuestro Salvador, cuando estaba para salir de este mundo al
Padre, instituyó este sacramento en el que vino como a derramar las riquezas
de su divino amor hacia los hombres, componiendo un memorial de sus
maravillas [Ps. 110, 4], y mando que al recibirlo, hiciéramos memoria de Él
[1 Cor. 11, 24] y anunciáramos su muerte hasta que Él mismo venga a juzgar
al mundo [1 Cor. 11, 25]. Ahora bien, quiso que este sacramento se tomara
como espiritual alimento de las almas [Mt. 26, 26]) por el que se alimenten
y fortalezcan [Can. 5] los que viven de la vida de Aquel que dijo: El que me
come a mí, también él vivirá por mí [Ioh. 6, 58], y como antídoto por el que
seamos liberados de las culpas cotidianas y preservados de los pecados
mortales. Quiso también que fuera prenda de nuestra futura gloria y perpetua
felicidad, y juntamente símbolo de aquel solo cuerpo, del que es Él mismo la
cabeza [1 Cor. 11, 3; Eph. 5, 23] y con el que quiso que nosotros
estuviéramos, como miembros, unidos por la más estrecha conexión de la fe,
la esperanza y la caridad, a fin de que todos dijéramos una misma cosa y no
hubiera entre nosotros escisiones [cf. 1 Cor. 1, 10].
Cap. 3. De la excelencia de la santísima Eucaristía sobre los demás
sacramentos
Tiene, cierto, la santísima Eucaristía de común con los demás sacramentos
"ser símbolo de una cosa sagrada y forma visible de la gracia invisible; mas
se halla en ella algo de excelente y singular, a saber: que los demás
sacramentos entonces tienen por vez primera virtud de santificar, cuando se
hace uso de ellos; pero en la Eucaristía, antes de todo uso, está el autor
mismo de la santidad [Can. 4]. Todavía, en efecto, no habían los Apóstoles
recibido la Eucaristía de mano del Señor [Mt. 26, 26; Mc. 14, 22], cuando
Él, sin embargo, afirmó ser verdaderamente su cuerpo lo que les ofrecía; y
esta fue siempre la fe de la Iglesia de Dios: que inmediatamente después de
la consagración está el verdadero cuerpo de Nuestro Señor y su verdadera
sangre juntamente con su alma y divinidad bajo la apariencia del pan y del
vino; ciertamente el cuerpo, bajo la apariencia del pan, y la sangre, bajo
la apariencia del vino en virtud de las palabras; pero el cuerpo mismo bajo
la apariencia del vino y la sangre bajo la apariencia del pan y el alma bajo
ambas, en virtud de aquella natural conexión y concomitancia por la que se
unen entre sí las partes de Cristo Señor que resucitó de entre los muertos
para no morir más [Rom. 6, 6]; la divinidad, en fin, a causa de aquella su
maravillosa unión hipostática con el alma y con el cuerpo [Can. 1 y 3]. Por
lo cual es de toda verdad que lo mismo se contiene bajo una de las dos
especies que bajo ambas especies. Porque Cristo, todo e íntegro, está bajo
la especie del pan y bajo cualquier parte de la misma especie, y todo
igualmente está bajo la especie de vino y bajo las partes de ella [Can. 3].
Cap. 4. De la Transustanciación
Cristo Redentor nuestro dijo ser verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía
bajo la apariencia de pan [Mt. 26, 26 ss; Mc. 14, 22 ss; Lc. 22, 19 s; 1
Cor. 11, 24 ss]; de ahí que la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión y
ahora nuevamente lo declara en este santo Concilio, que por la consagración
del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en
la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del
vino en la sustancia de su sangre. La cual conversión, propia y
convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia
Católica [Can. 2].
Cap. 5. Del culto y veneración que debe tributarse a este santísimo
sacramento
No queda, pues, ningún lugar a duda de que, conforme a la costumbre recibida
de siempre en la Iglesia Católica, todos los fieles de Cristo en su
veneración a este santísimo sacramento deben tributarle aquel culto de
latría que se debe al verdadero Dios [Can. 6]. Porque no es razón para que
se le deba adorar menos, el hecho de que fue por Cristo Señor instituído
para ser recibido [Mt. 26, 26 ss]. Porque aquel mismo Dios creemos que está
en él presente, a quien al introducirle el Padre eterno en el orbe de la
tierra dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios [Hebr 1, 6; según Ps. 96,
7]; a quien los Magos, postrándose le adoraron [cf. Mt. 2, 11], a quien, en
fin, la Escritura atestigua [cf. Mt. 28, 17] que le adoraron los Apóstoles
en Galilea. Declara además el santo Concilio que muy piadosa y
religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos
los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable
sacramento con singular veneración y solemnidad, y reverente y
honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos.
Justísima cosa es, en efecto, que haya estatuídos algunos días sagrados en
que los cristianos todos, por singular y extraordinaria muestra, atestigüen
su gratitud y recuerdo por tan inefable y verdaderamente divino beneficio,
por el que se hace nuevamente presente la victoria y triunfo de su muerte. Y
así ciertamente convino que la verdad victoriosa celebrara su triunfo sobre
la mentira y la herejía, a fin de que sus enemigos, puestos a la vista de
tanto esplendor y entre tanta alegría de la Iglesia universal, o se consuman
debilitados y quebrantados, o cubiertos de vergüenza y confundidos se
arrepientan un día.
Cap. 6. Que se ha de reservar el santísimo sacramento de la Eucaristía y
llevarlo a los enfermos
La costumbre de reservar en el sagrario la santa Eucaristía es tan antigua
que la conoció ya el siglo del Concilio de Nicea. Además, que la misma
Sagrada Eucaristía sea llevada a los enfermos, y sea diligentemente
conservada en las Iglesias para este uso, aparte ser cosa que dice con la
suma equidad y razón, se halla también mandado en muchos Concilios y ha sido
guardado por vetustísima costumbre de la Iglesia Católica. Por lo cual este
santo Concilio establece que se mantenga absolutamente esta saludable y
necesaria costumbre [Can. 7].
Cap. 7. De la preparación que debe llevarse, para recibir dignamente la
santa Eucaristía
Si no es decente que nadie se acerque a función alguna sagrada, sino
santamente; ciertamente, cuanto más averiguada está para el varón cristiano
la santidad y divinidad de este celestial sacramento, con tanta más
diligencia debe evitar acercarse a recibirlo sin grande reverencia y
santidad [Can. 11], señaladamente leyendo en el Apóstol aquellas tremendas
palabras: El que come y bebe indignamente, come y bebe su propio juicio, al
no discernir el cuerpo del Señor [1 Col. 11, 28]. Por lo cual, al que quiere
comulgar hay que traerle a la memoria el precepto suyo: Mas pruébese a sí
mismo el hombre [1 Cor. 11, 28]. Ahora bien, la costumbre de la Iglesia
declara ser necesaria aquella prueba por la que nadie debe acercarse a la
Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le
parezca estar, sin preceder la confesión sacramental. Lo cual este santo
Concilio decretó que perpetuamente debe guardarse aun por parte de aquellos
sacerdotes a quienes incumbe celebrar por obligación, a condición de que no
les falte facilidad de confesor. Y si, por urgir la necesidad, el sacerdote
celebrare sin previa confesión, confiésese cuanto antes [v. 1138 s].
Cap. 8. Del uso de este admirable Sacramento
En cuanto al uso, empero, recta y sabiamente distinguieron nuestros Padres
tres modos de recibir este santo sacramento. En efecto, enseñaron que
algunos sólo lo reciben sacramentalmente, como los pecadores; otros, sólo
espiritualmente, a saber, aquellos que comiendo con el deseo aquel celeste
Pan eucarístico experimentan su fruto y provecho por la fe viva, que obra
por la caridad [Gal. 5, 6]; los terceros, en fin, sacramental a par que
espiritualmente [Can. 8]; y éstos son los que de tal modo se prueban y
preparan, que se acercan a esta divina mesa vestidos de la vestidura nupcial
[Mt. 22, 11 ss]. Ahora bien, en la recepción sacramental fue siempre
costumbre en la Iglesia de Dios, que los laicos tomen la comunión de manos
de los sacerdotes y que los sacerdotes celebrantes se comulguen a sí mismos
[Can. 10]; costumbre, que, por venir de la tradición apostólica, con todo
derecho y razón debe ser mantenida.
Y, finalmente, con paternal afecto amonesta el santo Concilio, exhorta,
ruega y suplica, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios [Luc. 1,
78] que todos y cada uno de los que llevan el nombre cristiano convengan y
concuerden ya por fin una vez en este "signo de unidad, en este vínculo de
la caridad"; en este símbolo de concordia, y, acordándose de tan grande
majestad y de tan eximio amor de Jesucristo nuestro Señor que entregó su
propia vida por precio de nuestra salud y nos dio su carne para comer [Ioh.
6, 48 ss], crean y veneren estos sagrados misterios de su cuerpo y de su
sangre con tal constancia y firmeza de fe, con tal devoción de alma, con tal
piedad y culto, que puedan recibir frecuentemente aquel pan sobresustancial
[Mt. 6, 11] y ése sea para ellos vida de su alma y salud perpetua de su
mente, con cuya fuerza confortados [3 Rg. 19, 18], puedan llegar desde el
camino de esta mísera peregrinación a la patria celestial, para comer sin
velo alguno el mismo pan de los ángeles [Ps. 77, 25] que ahora comen bajo
los velos sagrados.
Mas porque no basta decir la verdad, si no se descubren y refutan los
errores; plugo al santo Concilio añadir los siguientes cánones, a fin de que
todos, reconocida ya la doctrina católica, entiendan también qué herejías
deben ser por ellos precavidas y evitadas.
Cánones sobre el santísimo sacramento de la Eucaristía
Can. 1. Si alguno negare que en el santísimo sacramento de la Eucaristía se
contiene verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente
con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por ende. Cristo
entero; sino que dijere que sólo está en él como en señal y figura o por su
eficacia, sea anatema [cf. 874 y 876].
Can. 2. Si alguno dijere que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía
permanece la sustancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo y la sangre
de nuestro Señor Jesucristo, y negare aquella maravillosa y singular
conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia
del vino en la sangre, permaneciendo sólo las especies de pan y vino;
conversión que la Iglesia Católica aptísimamente llama transustanciación,
sea anatema [cf. 877].
Can. 3. Si alguno negare que en el venerable sacramento de la Eucaristía se
contiene Cristo entero bajo cada una de las especies y bajo cada una de las
partes de cualquiera de las especies hecha la separación, sea anatema [cf.
876].
Can. 4. Si alguno dijere que, acabada la consagración, no está el cuerpo y
la sangre de nuestro Señor Jesucristo en el admirable sacramento de la
Eucaristía, sino sólo en el uso, al ser recibido, pero no antes o después, y
que en las hostias o partículas consagradas que sobran o se reservan después
de la comunión, no permanece el verdadero cuerpo del Señor, sea anatema [cf.
876].
Can. 5. Si alguno dijere o que el fruto principal de la santísima Eucaristía
es la remisión de los pecados o que de ella no provienen otros efectos, sea
anatema [cf. 875].
Can. 6. Si alguno dijere que en el santísimo sacramento de la Eucaristía no
se debe adorar con culto de latría, aun externo, a Cristo, Hijo de Dios
unigénito, y que por tanto no se le debe venerar con peculiar celebración de
fiesta ni llevándosele solemnemente en procesión, según laudable y universal
rito y costumbre de la santa Iglesia, o que no debe ser públicamente
expuesto para ser adorado, y que sus adoradores son idólatras, sea anatema
[cf. 878].
Can. 7. Si alguno dijere que no es lícito reservar la Sagrada Eucaristía en
el sagrario, sino que debe ser necesariamente distribuída a los asistentes
inmediatamente después de la consagración; o que no es lícito llevarla
honoríficamente a los enfermos, sea anatema [cf. 879].
Can. 8. Si alguno dijere que Cristo, ofrecido en la Eucaristía, sólo
espiritualmente es comido, y no también sacramental y realmente, sea anatema
[cf. 881].
Can. 9. Si alguno negare que todos y cada uno de los fieles de Cristo, de
ambos sexos, al llegar a los años de discreción, están obligados a comulgar
todos los años, por lo menos en Pascua, según el precepto de la santa madre
Iglesia, sea anatema [cf. 487].
Can. 10. Si alguno dijere que no es lícito al sacerdote celebrante
comulgarse a si mismo, sea anatema [cf. 881].
Can. 11. Si alguno dijere que la sola fe es preparación suficiente para
recibir el sacramento de la santísima Eucaristía, sea anatema. Y para que
tan grande sacramento no sea recibido indignamente y, por ende, para muerte
y condenación, el mismo santo Concilio establece y declara que aquellos a
quienes grave la conciencia de pecado mortal, por muy contritos que se
consideren, deben necesariamente hacer previa confesión sacramental, habida
facilidad de confesar. Mas si alguno pretendiere enseñar, predicar o
pertinazmente afirmar, o también públicamente disputando defender lo
contrario, por el mismo hecho quede excomulgado [cf. 880].
SESION XIV (25 de noviembre de 1551)
Doctrina sobre el sacramento de la penitencia
El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente
reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legado y nuncios
de la Santa Sede Apostólica: Si bien en el decreto sobre la justificación
[v. 807 y 839], a causa del parentesco de las materias, hubo de interponerse
por cierta necesaria razón más de una declaración acerca del sacramento de
la penitencia; tan grande, sin embargo, es la muchedumbre de los diversos
errores acerca de él en esta nuestra edad, que no ha de traer poca utilidad
pública proponer una más exacta y más plena definición acerca del mismo, en
la que, puestos patentes y arrancados con auxilio del Espíritu Santo todos
los errores, quede clara y luminosa la verdad católica. Y ésta es la que
este santo Concilio propone ahora para ser perpetuamente guardada por todos
los cristianos.
Cap. 1. De la necesidad e institución del sacramento de la penitencia
Si en los regenerados todos se diera tal gratitud para con Dios, que
guardaran constantemente la justicia recibida en el bautismo por beneficio y
gracia suya, no hubiera sido necesario instituir otro sacramento distinto
del mismo bautismo para la remisión de los pecados [Can 2]. Mas como Dios,
que es rico en misericordia [Eph, 2, 4], sabe bien de qué barro hemos sido
hechos [Ps. 102, 14], procuró también un remedio de vida para aquellos que
después del bautismo se hubiesen entregado a la servidumbre del pecado y al
poder del demonio, a saber, el sacramento de la penitencia [Can. 1], por el
que se aplica a los caídos después del bautismo el beneficio de la muerte de
Cristo. En todo tiempo, la penitencia para alcanzar la gracia y la justicia
fue ciertamente necesaria a todos los hombres que se hubieran manchado con
algún pecado mortal, aun a aquellos que hubieran pedido ser lavados por el
sacramento del bautismo, a fin de que, rechazada y enmendada la perversidad,
detestaran tamaña ofensa de Dios con odio del pecado y dolor de su alma De
ahí que diga el Profeta: Convertíos y haced penitencia de todas vuestras
iniquidades, y la iniquidad no se convertirá en ruina para vosotros [Ez. 18,
30]. Y el Señor dijo también: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis
de la misma manera [Luc. 18, 3]. Y el príncipe de los Apóstoles Pedro,
encareciendo la penitencia a los pecadores que iban a ser iniciados por el
bautismo, decía: Haced penitencia, y bautícese cada uno de vosotros [Act. 2,
38]. Ahora bien, ni antes del advenimiento de Cristo era sacramento la
penitencia, ni después de su advenimiento lo es para nadie antes del
bautismo. El Señor, empero, entonces principalmente instituyó el sacramento
de la penitencia, cuando, resucitado de entre los muertos, insufló en sus
discípulos diciendo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los
pecados, les son perdonados, y a quienes se los retuviereis, les son
retenidos [Ioh. 20, 22 s]. Por este hecho tan insigne y por tan claras
palabras, el común sentir de todos los Padres entendió siempre que fue
comunicada a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de
perdonar y retener los pecados, para reconciliar a los fieles caídos después
del bautismo [Can. 3], y con grande razón la Iglesia Católica reprobó y
consideró como herejes a los novacianos, que antaño negaban pertinazmente el
poder de perdonar los pecados. Por ello, este santo Concilio, aprobando v
recibiendo como muy verdadero este sentido de aquellas palabras del Señor,
condena las imaginarias interpretaciones de aquellos que, contra la
institución de este sacramento, falsamente las desvían hacia la potestad de
predicar la palabra de Dios y de anunciar el Evangelio de Cristo.
Cap. 2. De la diferencia entre el sacramento del bautismo y el de la
penitencia
Por lo demás, por muchas razones se ve que este sacramento se diferencia del
bautismo [Can. 2]. Porque, aparte de que la materia y la forma, que
constituyen la esencia del sacramento, están a larguísima distancia; consta
ciertamente que el ministro del bautismo no tiene que ser juez, como quiera
que la Iglesia en nadie ejerce juicio, que no haya antes entrado en ella
misma por la puerta del bautismo. Porque ¿qué se me da a mí —dice el
Apóstol— de juzgar a los que están fuera? [1 Cor. 5, 12]. Otra cosa es de
los domésticos de la fe, a los que Cristo Señor, por el lavatorio del
bautismo, los hizo una vez miembros de su cuerpo [1 Cor. 12, 13]. Porque
éstos, si después se contaminaren con algún pecado, no quiso qué fueran
lavados con la repetición del bautismo, como quiera que por ninguna razón
sea ello lícito en la Iglesia Católica, sino que se presentaran como reos
antes este tribunal, para que pudieran librarse de sus pecados por sentencia
de los sacerdotes, no una vez, sino cuantas veces acudieran a él
arrepentidos de los pecados cometidos; uno es además el fruto del bautismo,
y otro el de la penitencia. Por el bautismo, en efecto, al revestirnos de
Cristo [Gal. 3, 27], nos hacemos en Él una criatura totalmente nueva,
consiguiendo plena y entera remisión de todos nuestros pecados; mas por el
sacramento de la penitencia no podemos en manera alguna llegar a esta
renovación e integridad sin grandes llantos y trabajos de nuestra parte, por
exigirlo así la divina justicia, de suerte que con razón fue definida la
penitencia por los santos Padres como "cierto bautismo trabajoso". Ahora
bien, para los caídos después del bautismo, es este sacramento de la
penitencia tan necesario, como el mismo bautismo para los aún no regenerados
[Can. 6].
Cap. 3. De las partes y fruto de esta penitencia
Enseña además el santo Concilio que la forma del sacramento de la
penitencia, en que está principalmente puesta su virtud, consiste en
aquellas palabras del ministro: Yo te absuelvo, etc., a las que ciertamente
se añaden laudablemente por costumbre de la santa Iglesia algunas preces,
que no afectan en manera alguna a la esencia de la forma misma ni son
necesarias para la administración del sacramento mismo. Y son cuasi materia
de este sacramento, los actos del mismo penitente, a saber, la contrición,
confesión y satisfacción [Can. 4]; actos que en cuanto por institución de
Dios se requieren en el penitente para la integridad del sacramento y la
plena y perfecta remisión de los pecados, por esta razón se dicen partes de
la penitencia. Y a la verdad, la realidad y efecto de este sacramento, por
lo que toca a su virtud y eficacia, es la reconciliación con Dios, a la que
algunas veces, en los varones piadosos y los que con devoción reciben este
sacramento, suele seguirse la paz y serenidad de la conciencia con vehemente
consolación del espíritu. Y al enseñar esto el santo Concilio acerca de las
partes y efecto de este sacramento, juntamente condena las sentencias de
aquellos que porfían que las partes de la penitencia son los terrores que
agitan la conciencia, y la fe [Can. 4].
Cap. 4. De la contrición
La contrición, que ocupa el primer lugar entre los mencionados actos del
penitente, es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con
propósito de no pecar en adelante. Ahora bien, este movimiento de contrición
fue en todo tiempo necesario para impetrar el perdón de los pecados, y en el
hombre caído después del bautismo, sólo prepara para la remisión de los
pecados si va junto con la confianza en la divina misericordia y con el
deseo de cumplir todo lo demás que se requiere para recibir debidamente este
sacramento. Declara, pues, el santo Concilio que esta contrición no sólo
contiene en sí el cese del pecado y el propósito e iniciación de una nueva
vida, sino también el aborrecimiento de la vieja, conforme a aquello:
Arrojad de vosotros todas vuestras iniquidades, en que habéis prevaricado y
haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo [Ez. 18, 31]. Y cierto, quien
considerare aquellos clamores de los santos: Contra ti solo he pecado, y
delante de ti solo he hecho el mal [Ps. 50, 6]; trabajé en mi gemido; lavaré
todas las noches mi lecho [Ps. 6, 7]; repasaré ante ti todos mis años en la
amargura de mi alma [Is. 38, 15], y otros a este tenor, fácilmente entenderá
que brotaron de un vehemente aborrecimiento de la vida pasada y de muy
grande detestación de los pecados.
Enseña además el santo Concilio que, aun cuando alguna vez acontezca que
esta contrición sea perfecta por la caridad y reconcilie el hombre con Dios
antes de que de hecho se reciba este sacramento; no debe, sin embargo,
atribuirse la reconciliación a la misma contrición sin el deseo del
sacramento, que en ella se incluye. Y declara también que aquella contrición
imperfecta [Can. 5], que se llama atrición, porque comúnmente se concibe por
la consideración de la fealdad del pecado y temor del infierno y sus penas,
si excluye la voluntad de pecar y va junto con la esperanza del perdón, no
sólo no hace al hombre hipócrita y más pecador, sino que es un don de Dios e
impulso del Espíritu Santo, que todavía no inhabita, sino que mueve
solamente, y con cuya ayuda se prepara el penitente el camino para la
justicia. Y aunque sin el sacramento de la penitencia no pueda por sí misma
llevar al pecador a la justificación; sin embargo, le dispone para impetrar
la gracia de Dios en el sacramento de la penitencia. Con este temor, en
efecto, provechosamente sacudidos los ninivitas ante la predicación de
Jonás, llena de terrores, hicieron penitencia y alcanzaron misericordia del
Señor [cf. Ion. 3]. Por eso, falsamente calumnian algunos a los escritores
católicos como si enseñaran que el sacramento de la penitencia produce la
gracia sin el buen movimiento de los que lo reciben, cosa que jamás enseñó
ni sintió la Iglesia de Dios. Y enseñan también falsamente que la contrición
es violenta y forzada y no libre y voluntaria [Can. 5].
Cap. 5. De la confesión
De la institución del sacramento de la penitencia ya explicada, entendió
siempre la Iglesia universal que fue también instituída por el Señor la
confesión íntegra de los pecados [Iac. 5, 16; 1 Ioh. 1, 9; Lc. 17, 14], y
que es por derecho divino necesaria a todos los caídos después del bautismo
[Can. 7], porque nuestro Señor Jesucristo, estando para subir de la tierra a
los cielos, dejó por vicarios suyos [Mt. 16, 19; 18, 18; Ioh. 20, 23] a los
sacerdotes, como presidentes y jueces, ante quienes se acusen todos los
pecados mortales en que hubieren caído los fieles de Cristo, y quienes por
la potestad de las llaves, pronuncien la sentencia de remisión o retención
de los pecados.
Consta, en efecto, que los sacerdotes no hubieran podido ejercer este juicio
sin conocer la causa, ni guardar la equidad en la imposición de las penas,
si los fieles declararan sus pecados sólo en general y no en especie y uno
por uno. De aquí se colige que es necesario que los penitentes refieran en
la confesión todos los pecados mortales de que tienen conciencia después de
diligente examen de si mismos, aun cuando sean los más ocultos y cometidos
solamente contra los dos últimos preceptos del decálogo [Ex. 29, 17; Mt. 5,
28], los cuales a veces hieren más gravemente al alma y son más peligrosos
que los que se cometen abiertamente. Porque los veniales, por los que no
somos excluídos de la gracia de Dios y en los que con más frecuencia nos
deslizamos, aun cuando, recta y provechosamente y lejos de toda presunción,
puedan decirse en la confesión [Can. 7], como lo demuestra la practica de
los hombres piadosos; pueden, sin embargo, callarse sin culpa y ser por
otros medios expiados. Mas, como todos los pecados mortales, aun los de
pensamiento, hacen a los hombres hijos de ira [Eph. 2, 3] y enemigos de
Dios, es indispensable pedir también de todos perdón a Dios con clara y
verecunda confesión. Así, pues, al esforzarse los fieles por confesar todos
los pecados que les vienen a la memoria, sin duda alguna todos los exponen a
la divina misericordia, para que les sean perdonados [Can. 7]. Mas los que
de otro modo obran y se retienen a sabiendas algunos, nada ponen delante a
la divina bondad para que les sea remitido por ministerio del sacerdote.
"Porque si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la
medicina no cura lo que ignora". Colígese además que deben también
explicarse en la confesión aquellas circunstancias que mudan la especie del
pecado [Can. 7], como quiera que sin ellas ni los penitentes expondrían
integramente sus pecados ni estarían éstos patentes a los jueces, y seria
imposible que pudieran juzgar rectamente de la gravedad de los crímenes e
imponer por ellos a los penitentes la pena que conviene. De ahí que es ajeno
a la razón enseñar que estas circunstancias fueron excogitadas por hombres
ociosos, o que sólo hay obligación de confesar una circunstancia, a saber,
la de haber pecado contra un hermano.
Mas también es impío decir que es imposible la confesión que así se manda
hacer, o llamarla carnicería de las conciencias; consta, en efecto, que
ninguna otra cosa se exige de los penitentes en la Iglesia, sino que,
después que cada uno se hubiera diligentemente examinado y hubiere explorado
todos los senos y escondrijos de su conciencia, confiese aquellos pecados
con que se acuerde haber mortalmente ofendido a su Dios y Señor; mas los
restantes pecados, que, con diligente reflexión, no se le ocurren, se
entiende que están incluídos de modo general en la misma confesión, y por
ellos decimos fielmente con el Profeta: De mis pecados ocultos limpiame,
Señor [Ps. 18, 13]. Ahora bien, la dificultad misma de semejante confesión y
la vergüenza de descubrir los pecados, pudiera ciertamente parecer grave, si
no estuviera aliviada por tantas y tan grandes ventajas y consuelos que con
toda certeza se confieren por la absolución a todos los que dignamente se
acercan a este sacramento.
Por lo demás, en cuanto al modo de confesarse secretamente con solo el
sacerdote, si bien Cristo no vedó que pueda alguno confesar públicamente sus
delitos en venganza de sus culpas y propia humillación, ora para ejemplo de
los demás, ora para edificación de la Iglesia ofendida; sin embargo, no está
eso mandado por precepto divino ni sería bastante prudente que por ley
humana alguna se mandara que los delitos, mayormente los secretos, hayan de
ser por pública confesión manifestados [Can. 6]. De aquí que habiendo sido
siempre recomendada por aquellos santísimos y antiquísimos Padres, con
grande y unánime sentir, la confesión secreta sacramental de que usó desde
el principio la santa Iglesia y ahora también usa, manifiestamente se
rechaza la vana calumnia de aquellos que no tienen rubor de enseñar sea ella
ajena al mandamiento divino y un invento humano y que tuvo su principio en
los Padres congregados en el Concilio de Letrán [Can. 8]. Porque no
estableció la Iglesia por el Concilio de Letrán que los fieles se
confesaran, cosa que entendía ser necesaria e instituída por derecho divino,
sino que el precepto de la confesión había de cumplirse por todos y cada uno
por lo menos una vez al año, al llegar a la edad de la discreción. De ahí
que ya en toda la Iglesia, con grande fruto de las almas, se observa la
saludable costumbre de confesarse en el sagrado y señaladamente aceptable
tiempo de cuaresma; costumbre que este santo Concilio particularmente
aprueba y abraza como piadosa y que debe con razón ser mantenida [Can. 8 ¡
v. 437 s].
Cap. 6. Del ministro de este sacramento y de la absolución
Acerca del ministro de este sacramento declara el santo Concilio que son
falsas y totalmente ajenas a la verdad del Evangelio todas aquellas
doctrinas que perniciosamente extienden el ministerio de las llaves a otros
que a los obispos y sacerdotes [Can. 10], por pensar que las palabras del
Señor: Cuanto atareis sobre la tierra, será también atado en el cielo, y
cuanto desatareis sobre la tierra será también, desatado en el cielo [Mt.
18, 18], y: A los que perdonareis los pecados, les son perdonados, y a los
que se los retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20, 23], de tal modo fueron
dichas indiferente y promiscuamente para todos los fieles de Cristo contra
la institución de este sacramento, que cualquiera tiene poder de remitir los
pecados, los públicos por medio de la corrección, si el corregido da su
aquiescencia; los secretos, por espontánea confesión hecha a cualquiera.
Enseña también, que aun los sacerdotes que están en pecado mortal, ejercen
como ministros de Cristo la función de remitir los pecados por la virtud del
Espíritu Santo, conferida en la ordenación, y que sienten equivocadamente
quienes pretenden que en los malos sacerdotes no se da esta potestad. Mas,
aun cuando la absolución del sacerdote es dispensación de ajeno beneficio,
no es, sin embargo, solamente el mero ministerio de anunciar el Evangelio o
de declarar que los pecados están perdonados; sino a modo de acto judicial,
por el que él mismo, como juez, pronuncia la sentencia (Can. 9]. Y, por
tanto, no debe el penitente hasta tal punto lisonjearse de su propia fe que,
aun cuando no tuviere contrición alguna, o falte al sacerdote intención de
obrar seriamente y de absolverle verdaderamente; piense, sin embargo, que
por su sola fe está verdaderamente y delante de Dios absuelto. Porque ni la
fe sin la penitencia otorgaría remisión alguna de los pecados, ni otra cosa
sería sino negligentísimo de su salvación quien, sabiendo que el sacerdote
le absuelve en broma, no buscara diligentemente otro que obrara en serio.
Cap. 7. De la reserva de casos
Como quiera, pues, que la naturaleza y razón del juicio reclama que la
sentencia sólo se dé sobre los súbditos, la Iglesia de Dios tuvo siempre la
persuasión y este Concilio confirma ser cosa muy verdadera que no debe ser
de ningún valor la absolución que da el sacerdote sobre quien no tenga
jurisdicción ordinaria o subdelegada. Ahora bien, a nuestros Padres
santísimos pareció ser cosa que interesa en gran manera a la disciplina del
pueblo cristiano, que determinados crímenes, particularmente atroces y
graves, fueran absueltos no por cualesquiera, sino sólo por los sumos
sacerdotes. De ahí que los Pontífices Máximos, de acuerdo con la suprema
potestad que les ha sido confiada en la Iglesia universal, con razón
pudieron reservar a su juicio particular algunas causas de crímenes más
graves. Ni debiera tampoco dudarse, siendo así que todo lo que es de Dios es
ordenado, que esto mismo es lícito a los obispos, a cada uno en su diócesis,
para edificación, no para destrucción [2 Cor. 13, 10], según la autoridad
que sobre sus súbditos les ha sido confiada por encima de los demás
sacerdotes inferiores, particularmente acerca de aquellos pecados, a los que
va aneja censura de excomunión. Ahora bien, está en armonía con la divina
autoridad que esta reserva de pecados, no sólo tenga fuerza en el fuero
externo, sino también delante de Dios [Can. 11]. Muy piadosamente, sin
embargo, a fin de que nadie perezca por esta ocasión, se guardó siempre en
la Iglesia de Dios que ninguna reserva exista en el artículo de la muerte,
y, por tanto, todos los sacerdotes pueden absolver a cualesquiera penitentes
de cualesquiera pecados y censuras. Fuera de ese artículo, los sacerdotes,
como nada pueden en los casos reservados, esfuércense sólo en persuadir a
los penitentes a que acudan por el beneficio de la absolución a los jueces
superiores y legítimos.
Cap. 8. De la necesidad y fruto de la satisfacción
Finalmente, acerca de la satisfacción que, al modo que en todo tiempo fue
encarecida por nuestros Padres al pueblo cristiano, así es ella
particularmente combatida en nuestros días, so capa de piedad, por aquellos
que tienen apariencia de piedad, pero han negado la virtud de ella [2 Tim.
3, 5], el Concilio declara ser absolutamente falso y ajeno a la palabra de
Dios que el Señor jamás perdona la culpa sin perdonar también toda la pena
[Can. 12 y 15]. Porque se hallan en las Divinas Letras claros e ilustres
ejemplos [cf. Gen, 3, 16 ss; Num. 12, 14 s; 20, 11 s; 2 Reg. 12, 13 s,
etc.], por los que, aparte la divina tradición, de la manera más evidente se
refuta victoriosamente este error. A la verdad, aun la razón de la divina
justicia parece exigir que de un modo sean por Él recibidos a la gracia los
que antes del bautismo delinquieron por ignorancia; y de otro, los que una
vez liberados de la servidumbre del demonio y del pecado y después de
recibir el don del Espíritu Santo, no temieron violar a sabiendas el templo
de Dios [1 Cor. 3, 17] y contristar al Espíritu Santo [Eph. 4, 30]. Y dice
por otra parte con la divina clemencia que no se nos perdonen los pecados
sin algún género de satisfacción, de suerte que, venida la ocasión [Rom. 7,
8], teniendo por ligeros los pecados, como injuriando y deshonrando al
Espíritu Santo [Hebr. 10, 29], nos deslicemos a otros más graves,
atesorándonos ira para el día de la ira [Rom. 2, 5; Iac. 5, 3]. Porque no
hay duda que estas penas satisfactorias retraen en gran manera del pecado y
sujetan como un freno y hacen a los penitentes más cautos y vigilantes para
adelante; remedian también las reliquias de los pecados y quitan con las
contrarias acciones de las virtudes los malos hábitos contraídos con el mal
vivir. Ni realmente se tuvo jamás en la Santa Iglesia de Dios por más seguro
camino para apartar el castigo inminente del Señor, que el frecuentar los
hombres con verdadero dolor de su alma estas mismas obras de penitencia [Mt.
3, 28; 4, 17; 11, 21, etc.]. Añádase a esto que al padecer en satisfacción
por nuestros pecados, nos hacemos conformes a Cristo Jesús, que por ellos
satisfizo [Rom. 5, 10; 1 Ioh. 2, 1 s] y de quien viene toda nuestra
suficiencia [2 Cor. 3, 5], por donde tenemos también una prenda certísima de
que, si juntamente con Él padecemos, juntamente también seremos glorificados
[cf Rom. 8, 17]. A la verdad, tampoco es esta satisfacción que pagamos por
nuestros pecados, de tal suerte nuestra, que no sea por medio de Cristo
Jesús; porque quienes, por nosotros mismos, nada podemos, todo lo podemos
con la ayuda de Aquel que nos conforta [cf. Phil. 4, 13]. Así no tiene el
hombre de qué gloriarse; sino que toda nuestra gloria está en Cristo [cf. 1
Cor. 1, 31; 2 Cor. 2,17; Gal. 6, 14], en el que vivimos, en el que nos
movemos [cf. Act. 17, 28], en el que satisfacemos, haciendo frutos dignos de
penitencia [cf. Lc. 3, 8], que de Él tienen su fuerza, por Él son ofrecidos
al Padre, y por medio de Él son por el Padre aceptados [Can. 13 s].
Deben, pues, los sacerdotes del Señor, en cuanto su espíritu y prudencia se
lo sugiera, según la calidad de las culpas y la posibilidad de los
penitentes, imponer convenientes y saludables penitencias, no sea que,
cerrando los ojos a los pecados y obrando con demasiada indulgencia con los
penitentes, se hagan partícipes de los pecados ajenos [cf. 1 Tim. 5, 22], al
imponer ciertas ligerísimas obras por gravísimos delitos. Y tengan ante sus
ojos que la satisfacción que impongan, no sea sólo para guarda de la nueva
vida y medicina de la enfermedad, sino también en venganza y castigo de los
pecados pasados; porque es cosa que hasta los antiguos Padres creen y
enseñan, que las llaves de los sacerdotes no fueron concedidas sólo para
desatar, sino para atar también [cf. Mt. 16, 19; 18, 18; Ioh. 20, 23; Can.
15]. Y por ello no pensaron que el sacramento de la penitencia es el fuero
de la ira o de los castigos; como ningún católico sintió jamás que por estas
satisfacciones nuestras quede oscurecida o en parte alguna disminuída la
virtud del merecimiento y satisfacción de nuestro Señor Jesucristo; al
querer así entenderlo los innovadores, de tal suerte enseñan que la mejor
penitencia es la nueva vida, que suprimen toda la fuerza de la satisfacción
y su práctica [Can. 13].
Can. 9. De las obras de satisfacción
Enseña además [el santo Concilio] que es tan grande la largueza de la
munificencia divina, que podemos satisfacer ante Dios Padre por medio de
Jesucristo, no sólo con las penas espontáneamente tomadas por nosotros para
vengar el pecado o por las impuestas al arbitrio del sacerdote según la
medida de la culpa, sino también (lo que es máxima prueba de su amor) por
los azotes temporales que Dios nos inflige, y nosotros pacientemente
sufrimos [Can. 13].
Doctrina sobre el sacramento de la extremaunción
Mas ha parecido al santo Concilio añadir a la precedente doctrina acerca
[del sacramento] de la penitencia lo que sigue sobre el sacramento de la
extremaunción, que ha sido estimado por los Padres como consumativo no sólo
de la penitencia, sino también de toda la vida cristiana que debe ser
perpetua penitencia. En primer lugar, pues, acerca de su institución declara
y enseña que nuestro clementísimo Redentor que quiso que sus siervos
estuvieran en cualquier tiempo provistos de saludables remedios contra todos
los tiros de todos sus enemigos; al modo que en los otros sacramentos
preparó máximos auxilios con que los cristianos pudieran conservarse,
durante su vida, íntegros contra todo grave mal del espíritu; así por el
sacramento de la extremaunción, fortaleció el fin de la vida como de una
firmísima fortaleza [can. 1]. Porque, si bien nuestro adversario, durante
toda la vida busca y capta ocasiones, para poder de un modo u otro devorar
nuestras almas [cf. 1 Petr. 5, 8]; ningún tiempo hay, sin embargo, en que
con más vehemencia intensifique toda la fuerza de su astucia para perdernos
totalmente, y derribarnos, si pudiera, de la confianza en la divina
misericordia, como al ver que es inminente el término de la vida.
Cap. 1. De la institución del sacramento de la extremaunción
Ahora bien, esta sagrada unción de los enfermos fue instituída como
verdadero y propio sacramento del Nuevo Testamento por Cristo Nuestro Señor,
insinuado ciertamente en Marcos [Mc. 6, 13] y recomendado y promulgado a los
fieles por Santiago Apóstol y hermano del Señor [can. 1]. ¿Está —dice—
alguno enfermo entre vosotros? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y
oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración de
la fe salvará al enfermo y le aliviará el Señor; y si estuviere en pecados,
se le perdonarán [Iac. 5, 14 s]. Por estas palabras, la Iglesia, tal como
aprendió por tradición apostólica de mano en mano transmitida, enseña la
materia, la forma, el ministro propio y el efecto de este saludable
sacramento. Entendió, en efecto, la Iglesia que la materia es el óleo
bendecido por el obispo; porque la unción representa de la manera más apta
la gracia del Espíritu Santo, por la que invisiblemente es ungida el alma
del enfermo; la forma después entendió ser aquellas palabras: Por esta
unción, etc.
Cap. 2. Del efecto de este sacramento
Ahora bien, la realidad y el efecto de este sacramento se explican por las
palabras: Y la oración de la fe salvará al enfermo y le aliviará el Señor; y
si estuviere en pecados, se le perdonarán [Iac. 5, 15]. Porque esta realidad
es la gracia del Espíritu Santo, cuya unción limpia las culpas, si alguna
queda aún para expiar, y las reliquias del pecado, y alivia y fortalece el
alma del enfermo [Can. 2], excitando en él una grande confianza en la divina
misericordia, por la que, animado el enfermo, soporta con más facilidad las
incomodidades y trabajos de la enfermedad, resiste mejor a las tentaciones
del demonio que acecha a su calcañar [Gen. 3, 15] y a veces, cuando
conviniere a la salvación del alma, recobra la salud del cuerpo.
Cap. 3. Del ministro y del tiempo en que debe darse este sacramento
Pues ya, por lo que atañe a la determinación de aquellos que deben recibir y
administrar este sacramento, tampoco nos fue oscuramente trasmitido en
dichas palabras. Porque no sólo se manifiesta allí que los propios ministros
de este sacramento son los presbíteros de la Iglesia [Can. 4], por cuyo
nombre en este pasaje no han de entenderse los más viejos en edad o los
principales del pueblo, sino o los obispos o los sacerdotes legítimamente
ordenados por ellos, por medio de la imposición de las manos del presbiterio
[1 Tim. 4, 14; Can. 4]; sino que se declara también que esta unción debe
administrarse a los enfermos, pero señaladamente a aquellos que yacen en tan
peligroso estado que parezca están puestos en el término de la vida; razón
por la que se le llama también sacramento de moribundos. Y si los enfermos,
después de recibida esta unción, convalecieren, otra vez podrán ser ayudados
por el auxilio de este sacramento, al caer en otro semejante peligro de la
vida. Por eso, de ninguna manera deben ser oídos los que se enseñan, contra
tan clara y diáfana sentencia de Santiago Apóstol [Iac., 5, 14], que esta
unción o es un invento humano o un rito aceptado por los Padres, que no
tiene ni el mandato de Dios ni la promesa de su gracia [Can. 1]; ni tampoco
los que afirman que ha cesado ya, como si hubiera de ser referida solamente
a la gracia de curaciones en la primitiva Iglesia; ni los que dicen que el
rito que observa la santa Iglesia Romana en la administración de este
sacramento repugna a la sentencia de Santiago Apóstol y que debe, por ende,
cambiarse por otro; ni, en fin, los que afirman que esta extremaunción puede
sin pecado ser despreciada por los fieles [Can. 3]. Porque todo esto pugna
de la manera más evidente con las palabras claras de tan grande Apóstol. Ni,
a la verdad, la Iglesia Romana, que es madre y maestra de todas las demás,
otra cosa observa en la administración de esta unción, en cuanto a lo que
constituye la sustancia de este sacramento, que lo que el bienaventurado
Santiago prescribió; ni realmente pudiera darse el desprecio de tan grande
sacramento sin pecado muy grande e injuria del mismo Espíritu Santo.
Esto es lo que acerca de los sacramentos de la penitencia y de la
extremaunción profesa y enseña este santo Concilio ecuménico y propone a
todos los fieles de Cristo para ser creído y mantenido. Y manda que
inviolablemente se guarden los siguientes cánones y perpetuamente condena y
anatematiza a los que afirmen lo contrario.
Cánones sobre el sacramento de la penitencia
Can. 1. Si alguno dijere que la penitencia en la Iglesia Católica no es
verdadera y propiamente sacramento, instituído por Cristo Señor nuestro para
reconciliar con Dios mismo a los fieles, cuantas veces caen en pecado
después del bautismo, sea anatema [cf. 894].
Can. 2. Si alguno, confundiendo los sacramentos, dijere que el mismo
bautismo es el sacramento de la penitencia, como si estos dos sacramentos no
fueran distintos y que, por ende, no se llama rectamente la penitencia
"segunda tabla después del naufragio", sea anatema [cf. 894].
Can. 3. Si alguno dijere que las palabras del Señor Salvador nuestro:
Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonareis los pecados, les son
perdonados; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20, 22
s], no han de entenderse del poder de remitir y retener los pecados en el
sacramento de la penitencia, como la Iglesia Católica lo entendió siempre
desde el principio, sino que las torciere, contra la institución de este
sacramento, a la autoridad de predicar el Evangelio, sea anatema [cf. 894].
Can. 4. Si alguno negare que para la entera y perfecta remisión de los
pecados se requieren tres actos en el penitente, a manera de materia del
sacramento de la penitencia, a saber: contrición, confesión y satisfacción,
que se llaman las tres partes de la penitencia; o dijere que sólo hay dos
partes de la penitencia, a saber, los terrores que agitan la conciencia,
conocido el pecado, y la fe concebida del Evangelio o de la absolución, por
la que uno cree que sus pecados le son perdonados por causa de Cristo, sea
anatema [cf. 896].
Can. 5. Si alguno dijere que la contrición que se procura por el examen,
recuento y detestación de los pecados, por la que se repasan los propios
años en amargura del alma [Is. 38, 16], ponderando la gravedad de sus
pecados, su muchedumbre y fealdad, la pérdida de la eterna bienaventuranza y
el merecimiento de la eterna condenación, junto con el propósito de vida
mejor, rio es verdadero y provechoso dolor, ni prepara a la gracia, sino que
hace al hombre hipócrita y más pecador; en fin, que aquella contrición es
dolor violentamente arrancado y no libre y voluntario, sea anatema [cf.
898].
Can. 6. Si alguno dijere que la confesión sacramental o no fue instituida no
es necesaria para la salvación por derecho divino; o dijere que el modo de
confesarse secretamente con solo el sacerdote, que la Iglesia Católica
observó siempre desde el principio y sigue observando, es ajeno a la
institución y mandato de Cristo, y una invención humana, sea anatema [cf.
899 s].
Can. 7. Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el
sacramento de la penitencia no es necesario de derecho divino confesar todos
y cada uno de los pecados mortales de que con debida y deligente
premeditación se tenga memoria, aun los ocultos y los que son contra los dos
últimos mandamientos del decálogo, y las circunstancias que cambian la
especie del pecado; sino que esa confesión sólo es útil para instruir y
consolar al penitente y antiguamente sólo se observó para imponer la
satisfacción canónica; o dijere que aquellos que se esfuerzan en confesar
todos sus pecados, nada quieren dejar a la divina misericordia para ser
perdonado; o, en fin, que no es licito confesar los pecados veniales, sea
anatema [cf. 899 y 901].
Can. 8. Si alguno dijere que la confesión de todos los pecados, cual la
guarda la Iglesia, es imposible y una tradición humana que debe ser abolida
por los piadosos; o que no están obligados a ello una vez al año todos los
fieles de Cristo de uno y otro sexo, conforme a la constitución del gran
Concilio de Letrán, y que, por ende, hay que persuadir a los fieles de
Cristo que no se confiesen en el tiempo de Cuaresma, sea anatema [cf. 900
s].
Can. 9. Si alguno dijere que la absolución sacramental del sacerdote no es
acto judicial, sino mero ministerio de pronunciar y declarar que los pecados
están perdonados al que se confiesa, con la sola condición de que crea que
está absuelto, aun cuando no esté contrito o el sacerdote no le absuelva en
serio, sino por broma; o dijere que no se requiere la confesión del
penitente, para que el sacerdote le pueda absolver, sea anatema [cf. 902].
Can. 10. Si alguno dijere que los sacerdotes que están en pecado mortal no
tienen potestad de atar y desatar; o que no sólo los sacerdotes son
ministros de la absolución, sino que a todos los fieles de Cristo fue dicho:
Cuanto atareis sobre la tierra, será atado también en el cielo, y cuanto
desatareis sobre ¿a tierra, será desatado también en el cielo [Mt. 18, 18],
y: A quienes perdonareis los pecados, les son perdonados, y a quienes se los
retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20, 23], en virtud de cuyas palabras
puede cualquiera absolver los pecados, los públicos por la corrección
solamente, caso que el corregido diere su aquiescencia, y los secretos por
espontánea confesión, sea anatema [cf. 902].
Can. 11. Si alguno dijere que los obispos no tienen derecho de reservarse
casos, sino en cuanto a la policía o fuero externo y que, por ende, la
reservación de los casos no impide que el sacerdote absuelva verdaderamente
de los reservados, sea anatema, [cf. 903].
Can. 12. Si alguno dijere que toda la pena se remite siempre por parte de
Dios juntamente con la culpa, y que la satisfacción de los penitentes no es
otra que la fe por la que aprehenden que Cristo satisfizo por ellos, sea
anatema [cf. 904].
Can. 13. Si alguno dijere que en manera alguna se satisface a Dios por los
pecados en cuanto a la pena temporal por los merecimientos de Cristo con los
castigos que Dios nos inflige y nosotros sufrimos pacientemente o con los
que el sacerdote nos impone, pero tampoco con los espontáneamente tomados,
como ayunos, oraciones, limosnas y también otras obras de piedad, y que por
lo tanto la mejor penitencia es solamente la nueva vida, sea anatema [cf.
904 ss].
Can. 14. Si alguno dijere que las satisfacciones con que los penitentes por
medio de Cristo Jesús redimen sus pecados, no son culto de Dios, sino
tradiciones de los hombres que oscurecen la doctrina de la gracia y el
verdadero culto de Dios y hasta el mismo beneficio de la muerte de Cristo,
sea anatema [cf. 905].
Can. 15. Si alguno dijere que las llaves han sido dadas a la Iglesia
solamente para desatar y no también para atar, y que, por ende, cuando los
sacerdotes imponen penas a los que se confiesan, obran contra el fin de las
llaves y contra la institución de Cristo; y que es una ficción que, quitada
en virtud de las llaves la pena eterna, queda las más de las veces por pagar
la pena temporal, sea anatema [cf. 904].
Cánones sobre la extremaunción
Can. 1. Si alguno dijere que la extremaunción no es verdadera y propiamente
sacramento instituido por Cristo nuestro Señor [cf. Mt. 6, 13] y promulgado
por el bienaventurado Santiago Apóstol [Iac. 5, 14], sino sólo un rito
aceptado por los Padres, o una invención humana, sea anatema [cf. 907 ss].
Can. 2. Si alguno dijere que la sagrada unción de los enfermos no confiere
la gracia, ni perdona los pecados, ni alivia a los enfermos, sino que ha
cesado ya, como si antiguamente sólo hubiera sido la gracia de las
curaciones, sea anatema [cf. 909].
Can 3 Si alguno dijere que el rito y uso de la extremaunción que observa la
santa Iglesia Romana repugna a la sentencia del bienaventurado Santiago
Apóstol y que debe por ende cambiarse y que puede sin pecado ser despreciado
por los cristianos, sea anatema [cf. 910].
Can. 4. Si alguno dijere que los presbíteros de la Iglesia que exhorta el
bienaventurado Santiago se lleven para ungir al enfermo, no son los
sacerdotes ordenados por el obispo, sino los más viejos por su edad en cada
comunidad, y que por ello no es sólo el sacerdote el ministro propio de la
extremaunción, sea anatema [cf. 910].
MARCELO II, 1555 PAULO, IV, 1555-1559