PMagisterio de la Iglesia IV: Desde GREGORIO XVI hasta el CONCILIO VATICANO I (Denzinger)
GREGORIO XVI, 1831-1846
De la usura
[Declaraciones acerca de una Respuesta de Pío VIII]
A. A las dudas del obispo de Viviers [Francia]:
1. "Si el juicio predicho del Santísimo Pontífice ha de ser entendido tal
como suenan sus palabras, y separadamente del título de la ley del príncipe,
del que hablan los Emmos. Cardenales en estas respuestas, de modo que sólo
se trate del préstamo hecho a los negociantes".
2. "Si el título de la ley del príncipe, de que hablan los Eminentísimos
Cardenales, hay que entenderlo de modo que baste que la ley del principe
declare ser lícito a cada uno convenir sobre el lucro por el solo préstamo
hecho, como se hace en el código civil de los franceses, sin que diga
conceder derecho a percibir tal lucro".
La Congregación del Santo Oficio respondió el día 31 de agosto de 1831:
Provisto en los decretos del miércoles, día 18 de agosto de 1830, y dénse
los decretos.
B. A la duda del obispo de Nicea:
"Si los penitentes que percibieron con dudosa o mala fe un lucro moderado
del préstamo por el solo título de la ley, pueden ser absueltos
sacramentalmente, sin imponérseles carga alguna de restitución, con tal de
que sinceramente se arrepientan del pecado cometido por la dudosa o mala fe,
y estén dispuestos a acatar con filial obediencia los mandatos de la Santa
Sede".
La Congregación del Santo Oficio respondió el 17 de enero de 1838:
Afirmativamente, con tal de que estén dispuestos a acatar los mandatos de la
Santa Sede.
Del indiferentismo (contra Felicidad de Lamennais)
[De la Encíclica Mirari vos arbitramur, de 16 de agosto de 1832]
Tocamos ahora otra causa ubérrima de males, por los que deploramos la
presente aflicción de la Iglesia, a saber: el indiferentismo, es decir,
aquella perversa opinión que, por engaño de hombres malvados, se ha
propagado por todas partes, de que la eterna salvación del alma puede
conseguirse con cualquier profesión de fe, con tal que las costumbres se
ajusten a la norma de lo recto y de lo honesto... Y de esta de todo punto
pestífera fuente del indiferentismo, mana aquella sentencia absurda y
errónea, o más bien, aquel delirio de que la libertad de conciencia ha de
ser afirmada y reivindicada para cada uno.
A este pestilentísimo error le prepara el camino aquella plena e ilimitada
libertad de opinión, que para ruina de lo sagrado y de lo civil está
ampliamente invadiendo, afirmando a cada paso algunos con sumo descaro que
de ella dimana algún provecho a la religión. Pero "¿qué muerte peor para el
alma que la libertad del error?", decía San Agustín (Epist. 1661) y es así
que roto todo freno con que los hombres se contienen en las sendas de la
verdad, como ya de suyo la naturaleza de ellos se precipita, inclinada como
está hacia el mal, realmente decimos que se abre el pozo del abismo [Apoc.
9, 3], del que vio Juan que subía una humareda con que se oscureció el sol,
al salir de él langostas sobre la vastedad de la tierra...
Tampoco pudiéramos augurar más fausto suceso tanto para la religión como
para la autoridad civil de los deseos de aquellos que quieren a todo trance
la separación de la Iglesia y del Estado y que se rompa la mutua concordia
del poder y el sacerdocio. Consta, en efecto, que es sobremanera temida por
los amadores de la más descarada libertad aquella concordia que siempre fue
fausta y saludable a lo sagrado y a lo civil...
Abrazando en primer lugar con paterno afecto a los que han aplicado su mente
sobre todo a las disciplinas sagradas y a las cuestiones filosóficas,
exhortadlos y haced que no se desvíen imprudentemente, fiados en las fuerzas
de su solo ingenio, de las sendas de la verdad
al camino de los impíos. Acuérdense que Dios es el guía de la sabiduría y
enmendador de los sabios [cf. Sap. 7, 15], y que es imposible que sin Dios
aprendamos a Dios, quien por el Verbo enseña a los hombres a conocer a Dios,
Propio es de hombre soberbio o, más bien, insensato, pesar por balanzas
humanas los misterios de la fe, que superan todo sentido [Phil. 4, 7], y
confiarlos a la consideración de nuestra mente, que, por condición de ]a
humana naturaleza, es débil y enferma.
De las falsas doctrinas de Felicidad de Lamennais
[De la Encíclica Singulari nos affecerant gaudio a los obispos de Francia,
de 25 de junio de 1834]
Por lo demás, es mucho de deplorar a dónde van a parar los delirios de la
razón humana, apenas alguien se entrega a las novedades y, contra el aviso
del Apóstol, se empeña en saber más de lo que conviene saber [cf. Rom. 12,
3] y, confiando demasiado en sí mismo, se imagina que debe buscarse la
verdad fuera de la Iglesia Católica, en la que se halla sin la más leve
mancha de error, y que por esto se llama y es columna y sostén de la verdad
[1 Tim. 3, 15]. Pero bien comprenderéis, Venerables Hermanos, que Nos
hablamos aquí también de aquel falaz sistema de filosofía, ciertamente
reprobable, no ha mucho introducido, en el que por temerario y desenfrenado
afán de novedades, no se busca la verdad donde ciertamente se halla, y,
desdeñadas las santas y apostólicas tradiciones, se adoptan otras doctrinas
vanas, fútiles, inciertas y no aprobadas por la Iglesia, en las que hombres
vanísimos equivocadamente piensan que se apoya y sustenta la verdad misma.
Condenación de las obras de Jorge Hermes
[Del Breve Dum acerbissimas, de 26 de septiembre de 1835]
Para aumentar las angustias que día y noche nos oprimen por ello [por las
persecuciones de la Iglesia], añádese otro hecho calamitosísimo y
sobremanera deplorable y es que, entre aquellos que luchan a favor de la
religión con la publicación de obras, hay algunos que se atreven a
introducirse simuladamente, los cuales igualmente quieren parecer y hacen
ostentación de que combaten por la misma, a fin de que, sostenida la
apariencia de religión, pero despreciada la verdad, más fácilmente puedan
seducir y pervertir a los incautos por medio de la filosofía, es decir, por
medio de sus vanas fantasías filosóficas, y de la vacía falacia [Col. 2, 8},
y por ahí engañar a los pueblos y con más confianza tender las manos en
ayuda de los enemigos que a cara descubierta la persiguen. Por lo cual,
apenas nos fueron conocidas las impías e insidiosas maquinaciones de algunos
de esos escritores, no tardamos en denunciar, por medio de nuestras
Encíclicas y otras Letras apostólicas, sus astutos y depravados intentos, ni
en condenar sus errores y poner de manifiesto sus perniciosos engaños, por
los que pretenden con extrema astucia derrocar desde sus cimientos la
constitución divina de la Iglesia, la disciplina eclesiástica y hasta el
mismo orden civil, en su totalidad. Y, ciertamente, por un hecho tristísimo
se ha comprobado que, quitándose por fin la máscara de la simulación, han
levantado ya en alto la bandera de rebelión contra toda potestad constituída
por Dios.
Mas no tenemos esa sola causa gravísima de llanto. Pues aparte de los que,
con escándalo de todos los católicos, se entregaron a los rebeldes, para
colmo de nuestras amarguras, vemos que se meten también en el estudio
teológico quienes por el afán v el ardor de la novedad, aprendiendo siempre
y sin llegar jamás al conocimiento de la verdad [2 Tim. 3, 7], son maestros
del error, porque no fueron discípulos de la verdad. Y es así que ellos
inficionan con peregrinas y reprobables doctrinas los sagrados estudios y no
dudan en profanar el público magisterio, si alguno desempeñan en las
escuelas y academias, y en fin, es patente que adulteran el mismo depósito
sacratísimo de la fe que se jactan de defender. Ahora bien, entre tales
maestros del error, por la fama constante y casi común extendida por
Alemania, hay que contar a Jorge Hermes, como quiera que, desviándose
audazmente del real camino que la tradición universal y los Santos Padres
abrieron en la exposición y defensa de las verdades de la fe, es más,
despreciándolo y condenándolo con soberbia, inventa una tenebrosa vía hacia
todo género de errores en la duda positiva, como base de toda disquisición
teológica, y en el principio, por él establecido, de que la razón es la
norma principal y medio único por el que pueda el hombre alcanzar el
conocimiento de las verdades sobrenaturales...
Así, pues, mandamos que estos libros fueran entregados a teólogos
peritísimos en la lengua alemana para que fueran diligentísimamente
examinados en todas sus partes... Por fin (los Emmos. Cardenales
Inquisidores), considerando con todo empeño, como la gravedad del asunto
pedía, todos y cada uno de sus puntos... juzgaron que el autor se desvanece
en sus pensamientos [Rom. 1, 21], y que teje en dichas obras muchas
sentencias absurdas, ajenas a la doctrina de la Iglesia Católica;
señaladamente, acerca de la naturaleza de la fe y la regla de creer; acerca
de la Sagrada Escritura, de la tradición, la revelación y el magisterio de
la Iglesia; acerca de los motivos de credibilidad, de los argumentos con que
suele establecerse y confirmarse la existencia de Dios, de la esencia de
Dios mismo, de su santidad, justicia, libertad y finalidad en las obras que
los teólogos llaman ad extra, así como acerca de la necesidad de la gracia,
de la distribución de ésta y de los dones, la retribución de los premios y
la inflicción de las penas; acerca del estado de los primeros padres, el
pecado original y las fuerzas del hombre caído; y determinaron que dichos
libros debían ser prohibidos y condenados por contener doctrinas y
proposiciones respectivamente falsas, temerarias, capciosas, inducentes al
escepticismo y al indiferentismo, erróneas, escandalosas, injuriosas para
las escuelas católicas, subversivas de la fe divina, que saben a herejía y
otras veces fueron condenadas por la Iglesia.
Nos, pues..., a tenor de las presentes, condenamos y reprobamos los libros
predichos, dondequiera y en cualquier idioma, o en cualquier edición o
versión hasta ahora impresos o que en adelante, lo que Dios no permita,
hayan de imprimirse, y mandamos que sean puestos en el índice de libros
prohibidos.
De la fe y la razón (contra Luis Eug. Bautain)
[Tesis firmadas por Bautain, por mandato de su obispo, el 8 de septiembre de
1840]
1. El razonamiento puede probar con certeza la existencia de Dios y la
infinitud de sus perfecciones. La fe, don del cielo, es posterior a la
revelación; de ahí que no puede ser alegada contra un ateo para probar la
existencia de Dios [cf. 1650].
2. La divinidad de la religión mosaica se prueba con certeza por la
tradición oral y escrita de la sinagoga y del cristianismo.
3. La prueba tomada de los milagros de Jesucristo, sensible e impresionante
para los testigos oculares, no ha perdido su fuerza y su fulgor para las
generaciones siguientes. Esta prueba la hallamos con toda certeza en la
autenticidad del Nuevo Testamento, en la tradición oral y escrita de todos
los cristianos. Por esta doble tradición debemos demostrar la revelación a
aquellos que la rechazan o que, sin admitirla todavía, la buscan.
4. No tenemos derecho a exigir de un incrédulo que admita la resurrección de
nuestro divino Salvador, antes de haberle propuesto argumentos ciertos; y
estos argumentos se deducen de la misma tradición por razonamiento.
5. En cuanto a estas varias cuestiones, la razón precede a la fe y debe
conducirnos a ella [cf. 1651].
6. Aunque la razón quedó debilitada y oscurecida por el pecado original,
quedó sin embargo en ella bastante claridad y fuerza para conducirnos con
certeza al conocimiento de la existencia de Dios y de la revelación hecha a
los judíos por Moisés y a los cristianos por nuestro adorable Hombre-Dios.
De la materia de la extremaunción
[Del Decreto del Santo Oficio bajo Paulo V, de 13 de enero de 1611, y
Gregorio XVI, de 14 de septiembre de 1842]
1. La proposición: "Que el sacramento de la extremaunción puede válidamente
ser administrado con óleo no consagrado con la bendición episcopal", el S.
Oficio declaró el 13 de enero de 1611 que es temeraria y próxima a error.
2. Igualmente, sobre la duda: "Si en caso de necesidad puede el párroco para
la validez del sacramento de la extremaunción usar de óleo bendecido por él
mismo", el S. Oficio, con fecha 14 de septiembre de 1842 respondió
negativamente, conforme a la forma del Decreto de la feria quinta [jueves]
delante del SS. el día 18 de enero de 1611, resolución que Gregorio XVI
aprobó el mismo día.
De las versiones de la Sagrada Escritura
[De la Encíclica Inter praecipuas, de 16 de mayo de 1844]
... Cosa averiguada es para vosotros que ya desde la edad primera del nombre
cristiano, fue traza propia de los herejes, repudiada la palabra divina
recibida y la autoridad de la Iglesia, interpolar por su propia mano las
Escrituras o pervertir la interpretación de su sentido. Y no ignoráis,
finalmente, cuánta diligencia y sabiduría son menester para trasladar
fielmente a otra lengua las palabras del Señor; de suerte que nada por ello
resulta más fácil que el que en esas versiones, multiplicadas por medio de
las sociedades bíblicas, se mezclen gravísimos errores por inadvertencia o
mala fe de tantos intérpretes; errores, por cierto, que la misma multitud y
variedad de aquellas versiones oculta durante largo tiempo para perdición de
muchos. Poco o nada, en absoluto, sin embargo, les importa a tales
sociedades bíblicas que los hombres que han de leer aquellas Biblias
interpretadas en lengua vulgar caigan en estos o aquellos errores, con tal
de que poco a poco se acostumbren a reivindicar para sí mismos el libre
juicio sobre el sentido de las Escrituras, a despreciar las tradiciones
divinas que tomadas de la doctrina de los Padres, son guardadas en la
Iglesia Católica y a repudiar en fin el magisterio mismo de la Iglesia.
A este fin, esos mismos socios bíblicos no cesan de calumniar a la Iglesia y
a esta Santa Sede de Pedro, como si de muchos siglos acá estuviera empeñada
en alejar al pueblo fiel del conocimiento de las Sagradas Escrituras; siendo
así que existen muchísimos y clarísimos documentos del singular empeño que
aun en los mismos tiempos modernos han mostrado los Sumos Pontífices y,
siguiendo su guía, los demás prelados católicos porque los pueblos católicos
fueran más intensamente instruídos en la palabra de Dios, ora escrita, ora
legada por tradición...
En las reglas que fueron escritas por los Padres designados por el Concilio
Tridentino, aprobadas por Pío IV y puestas al frente del índice de los
libros prohibidos, se lee por sanción general que no se permita la lectura
de la Biblia publicada en lengua vulgar más que a aquellos para quienes se
juzgue ha de servir para acrecentamiento de la fe y piedad. A esta misma
regla, estrechada más adelante con nueva cautela a causa de los obstinados
engaños de los herejes, se añadió finalmente por autoridad de Benedicto XIV
la declaración de que se tuviera en adelante por permitida la lectura de
aquellas versiones vulgares que hubieran sido aprobadas por la Sede
Apostólica o publicadas con notas tomadas de los Santos Padres de la Iglesia
o de varones doctos y católicos... Todas las antedichas sociedades bíblicas,
ya de antiguo reprobadas por nuestros antecesores, las condenamos nuevamente
por autoridad apostólica...
Por tanto, sepan todos que se harán reos de gravísimo crimen delante de Dios
y de la Iglesia todos aquellos que osaren dar su nombre a alguna de dichas
sociedades o prestarles su trabajo o de modo cualquiera favorecerlas.
PIO XIX 1846-1878
De la fe y la razón
[De la Encíclica Qui pluribus, de 9 de noviembre de 1846]
Porque sabéis, venerables Hermanos, que estos enconadísimos enemigos del
nombre cristiano, míseramente arrebatados de cierto ímpetu ciego de loca
impiedad, han llegado a punto tal de temeridad de opinión que abriendo sus
bocas con audacia totalmente inaudita para blasfemar contra Dios [cf. Apoc.
13, 6] no se avergüenzan de enseñar manifiesta y públicamente que los
misterios sacrosantos de nuestra religión son ficciones y pura invención de
los hombres, que la doctrina de la Iglesia se opone al bien y provecho de la
sociedad humana [v. 1740], y no tiemblan de renegar de Cristo mismo y de
Dios. Y para más fácilmente burlarse de los pueblos y engañar principalmente
a los incautos e ignorantes y arrebatarlos consigo al error, fantasean que
sólo a ellos les son conocidos los caminos de la prosperidad, y no dudan de
arrogarse el nombre de filósofos, como si la filosofía, que versa toda
entera en la investigación de la verdad de la naturaleza, tuviera que
rechazar aquellas cosas que el mismo supremo y clementísimo autor de toda la
naturaleza, Dios, se ha dignado manifestar a los hombres por singular
beneficio y misericordia, para que alcancen la verdadera felicidad y
salvación.
De ahí que con un género de argumentaciones ciertamente retorcido y
falacísimo, no paran jamás de apelar a la fuerza y excelencia de la razón
humana y de exaltarla contra la fe santísima de Cristo y audacísimamente
gritan que ésta se opone a la razón humana [v. 1706]. Nada ciertamente puede
inventarse o imaginarse más demente, nada más impío, nada que más repugne a
la razón misma. Porque, si bien la fe está por encima de la razón, no puede,
sin embargo, hallarse jamás entre ellas verdadera disención alguna ni
verdadero conflicto, como quiera que ambas nacen de una y misma muente, la
de la verdad inmutable y eterna, que es Dios óptimo y máximo, y de tal
manera se prestan mutua ayuda que la recta razón demuestra, protege y
defiende la verdad de la fe, y la fe libra a la razón de todos los errores y
maravillosamente la ilustra, confirma y perfecciona con el conocimiento de
las cosas divinas [v. 1799].
Ni es menor ciertamente la falacia, Venerables Hermanos, con que estos
enemigos de la divina revelación, exaltando con sumas alabanzas el progreso
humano, con atrevimiento de todo punto temerario y sacrílego querrían
introducirlo en la religión católica, como si la religión misma no fuera
obra de Dios, sino de los hombres o algún invento filosófico que pueda
perfeccionarse por procedimientos humanos [cf. 1705]. A éstos que tan
míseramente deliran, se aplica muy oportunamente lo que Tertuliano echaba en
cara a los filósofos de su tiempo: "Que presentaron un cristianismo estoico
o platónico o dialéctico" y a la verdad, como quiera que nuestra santísima
religión no fue inventada por la razón humana, sino manifestada
clementísimamente por Dios a los hombres, a cualquiera se le alcanza
fácilmente que la religión misma toma toda su fuerza de la autoridad del
mismo Dios que habla, y que no puede jamás ser guiada ni perfeccionada de la
razón humana.
Ciertamente, la razón humana, para no ser engañada ni errar en asunto de
tanta importancia, es menester que inquiera diligentemente el hecho de la
revelación, para que le conste ciertamente que Dios ha hablado, y prestarle,
como sapientísimamente enseña el Apóstol, un obsequio razonable [Rom. 12,
1]. Porque ¿quién ignora o puede ignorar que debe darse toda fe a Dios que
habla y que nada es más conveniente a la razón que asentir y firmemente
adherirse a aquellas cosas que le consta han sido reveladas por Dios, el
cual no puede engañarse ni engañarnos?
Pero, ¡cuántos, cuán maravillosos, cuán espléndidos argumentos tenemos a
mano, por los cuales la razón humana se ve sobradamente obligada a reconocer
que la religión de Cristo es divina "y que todo principio de nuestros dogmas
tomó su raíz de arriba, del Señor de los cielos" y que por lo mismo nada hay
más cierto que nuestra fe, nada más seguro, nada más santo y que se apoye en
más firmes principios. Como es sabido, esta fe, maestra de la vida,
indicadora de la salvación, expulsadora de todos los vicios y madre fecunda
y nutridora de las virtudes, confirmada por el nacimiento, vida, muerte,
resurrección, sabiduría, prodigios, profecías de su divino autor y
consumador Jesucristo, brillando por doquier por la luz de la celeste
doctrina y enriquecida por los tesoros de los dones celestes, clara e
insigne sobre todo por las predicciones de tantos profetas, por el esplendor
de tantos milagros, por la constancia de tantos mártires, por la gloria de
tantos santos, llevando delante las saludables leyes de Cristo, y
adquiriendo fuerzas cada día mayores por las mismas persecuciones, invadió
con solo el estandarte de Cristo el orbe universo por tierra y mar, desde
oriente a occidente y, desbaratada la falacia de los ídolos, alejada la
niebla de los errores y triunfando de los enemigos de toda especie, ilustró
con la lumbre del conocimiento divino a todos los pueblos, gentes y
naciones, por bárbaros que fueran en su inhumanidad, por divididos que
estuvieran por su índole, costumbres, leyes e instituciones, y sometiólos al
suavísimo yugo del mismo Cristo, anunciando a todos la paz, anunciando los
bienes [Is. 52, 7]. Todos estos hechos brillan ciertamente por doquiera con
tan grande fulgor de la sabiduría y del poder divino que cualquier mente y
pensamiento puede con facilidad entender que la fe cristiana es obra de
Dios.
Así, pues, conociendo clara y patentemente por estos argumentos, a par
luminosísimos y firmísimos, que Dios es el autor de la misma fe, la razón
humana no puede ir más allá, sino que rechazada y alejada totalmente toda
dificultad y duda, es menester que preste a la misma fe toda obediencia,
como quiera que tiene por cierto que ha sido por Dios enseñado cuanto la fe
misma propone a los hombres para creer y hacer.
Sobre el matrimonio civil
De la Alocución Acerbissimum vobiscum, de 27 de septiembre de 1852]
Nada decimos de aquel otro decreto por el que, despreciado totalmente el
misterio, la dignidad y santidad del sacramento del matrimonio e ignorando y
trastornando absolutamente su institución y naturaleza, desechada de todo en
todo la potestad de la Iglesia sobre el mismo sacramento, se proponía, según
los errores ya condenados de los herejes y contra la doctrina de la Iglesia
Católica, que se tuviera el matrimonio sólo como contrato civil y se
sancionaba en varios casos el divorcio propiamente dicho [cf. 1767], a par
que todas las causas matrimoniales se sometían a los tribunales laicos y por
ellos eran juzgadas [v. 1774]. Pero ningún católico ignora o puede ignorar
que el matrimonio es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de
la ley evangélica, instituído por Cristo Señor, y que, por tanto, no puede
darse el matrimonio entre los fieles sin que sea al mismo tiempo sacramento,
y, consiguientemente, cualquier otra unión de hombre y mujer entre
cristianos, fuera del sacramento, sea cualquiera la ley, aun la civil, en
cuya virtud esté hecha, no es otra cosa que torpe y pernicioso concubinato
tan encarecidamente condenado por la Iglesia; y, por tanto, el sacramento no
puede nunca separarse del contrato conyugal [v. 1773], y pertenece
totalmente a la potestad de la Iglesia determinar todo aquello que de
cualquier modo pueda referirse al mismo matrimonio.
Definición de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María
[De la Bula Ineffabilis Deus, de 8 de diciembre de 1854]
... Para honor de la santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de
la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y acrecentamiento
de la religión cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de
los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra declaramos,
proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen
María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer
instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios
omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género
humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente
creída por todos los fieles. Por lo cual, si alguno, lo que Dios no permita,
pretendiere en su corazón sentir de modo distinto a como por Nos ha sido
definido, sepa y tenga por cierto que está condenado por su propio juicio,
que ha sufrido naufragio en la fe y se ha apartado de la unidad de la
Iglesia, y que además, por el mismo hecho, se somete a si mismo a las penas
establecidas por el derecho, si, lo que en su corazón siente, se atreviere a
manifestarlo de palabra o por escrito o de cualquiera otro modo externo.
Del racionalismo e indiferentismo
[De la Alocución Singulari quadam, de 9 de diciembre de 1854]
Hay, además, Venerables Hermanos, varones distinguidos por su erudición que
confiesan ser con mucho la religión el don más excelente hecho por Dios a
los hombres, pero que tienen en tanta estima la razón humana, la exaltan en
tanto grado, que piensan muy neciamente ha de ser equiparada con la religión
misma. De ahí que, según su vana opinión, las disciplinas teológicas habrían
de ser tratadas de la misma manera que las filosóficas, siendo así que
aquéllas se apoyan en los dogmas de la fe, a los que nada supera en firmeza,
nada en estabilidad; y éstas se explican e ilustran por la razón humana, lo
más incierto que pueda darse, como quiera que es varia según la variedad de
los ingenios y está expuesta a innumerables falacias e ilusiones. Y así,
rechazada la autoridad de la Iglesia, quedó abierto campo anchísimo a todas
las más difíciles y recónditas cuestiones, y la razón humana, confiada en
sus débiles fuerzas, corriendo con demasiada licencia, resbaló en torpísimos
errores que no tenemos ni tiempo ni ganas de referir aquí, mas que os son
bien conocidos y averiguados, y que han redundado en daño, y daño
grandísimo, para la religión y el estado. Por lo cual es menester mostrar a
esos hombres que exaltan más de lo justo las fuerzas de la razón humana, que
ello es llanamente contrario a aquella verdaderísima sentencia del Doctor de
las gentes: Si alguno piensa que sabe algo, no sabiendo nada, a sí mismo se
engaña [Gal. 6, 3]. Hay que demostrarles cuánta arrogancia sea investigar
hasta el fondo misterios que el Dios clementísimo se ha dignado revelarnos,
y atreverse a alcanzarlos y abarcarlos con la flaqueza y estrecheces de la
mente humana, cuando ellos exceden con larguísima distancia las fuerzas de
nuestro entendimiento que, conforme al dicho del mismo Apóstol, debe ser
cautivado en obsequio de la fe [cf. 2 Cor. 10, 5].
Y estos seguidores o, por decir mejor, adoradores de la razón humana, que se
la proponen como maestra cierta y que por ella guiados se prometen toda
clase de prosperidades, han olvidado ciertamente cuán grave y dolorosa
herida fue infligida a la naturaleza humana por la culpa del primer padre,
como que las tinieblas se difundieron en la mente, y la voluntad quedó
inclinada al mal. De ahí que los más célebres filósofos de la más remota
antigüedad, si bien escribieron muchas cosas de modo preclaro; contaminaron,
sin embargo, sus doctrinas con gravísimos errores. De ahí aquella continua
lucha que experimentamos en nosotros, de que habla el Apóstol: Siento en mis
miembros una ley que combate contra la ley de mi mente [Rom. 7, 23].
Ahora bien, cuando consta que la luz de la razón está extenuada por la culpa
de origen propagada a todos los descendientes de Adán, y cuando el género
humano ha caído misérrimamente de su primitivo estado de justicia e
inocencia, ¿quién tendrá la razón por suficiente para alcanzar la verdad?
¿Quién, entre tan grandes peligros y tan grande flaqueza de fuerzas para
resbalar y caer, negará serle necesarios para la salvación los auxilios de
la religión divina y de la gracia celeste? Auxilios que ciertamente concede
Dios con gran benignidad a aquellos que con humilde oración se los piden,
como quiera que está escrito: Dios resiste a los soberbios, pero da su
gracia a los humildes [Iac. 4, 6]. Por eso, volviéndose antaño Cristo Señor
al Padre, afirmó que los altísimos arcanos de las verdades no fueron
manifiestos a los prudentes y sabios de este siglo que se engríen de su
talento y doctrina y se niegan a prestar obediencia a la fe, sino a los
hombres humildes y sencillos que se apoyan en el oráculo de la fe divina y a
él dan su asentimiento [cf. Mt. 11, 25; Lc. 10, 21].
Este saludable documento es menester que lo inculquéis en los ánimos de
aquellos que hasta punto tal exageran las fuerzas de la razón humana, que se
atreven con ayuda de ella a escudriñar y explicar los misterios mismos. Nada
más inepto, nada más insensato. Esforzaos en apartarlos de tamaña perversión
de mente, exponiéndoles para ello que nada más excelente ha sido dado por
Dios a los hombres que la autoridad de la fe divina; que ésta es para
nosotros como una antorcha en las tinieblas, ésta el guía que hemos de
seguir para la vida, ésta nos es necesaria absolutamente para la salvación,
pues que sin la fe... es imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6] y: El que no
creyere se condenará [Mc. 16,16].
Otro error y no menos pernicioso hemos sabido, y no sin tristeza, que ha
invadido algunas partes del orbe católico y que se ha asentado en los ánimos
de muchos católicos que piensan ha de tenerse buena esperanza de la
salvación de todos aquellos que no se hallan de modo alguno en la verdadera
Iglesia de Cristo [v. 1717]. Por eso suelen con frecuencia preguntar cuál
haya de ser la suerte y condición futura, después de la muerte, de aquellos
que de ninguna manera están unidos a la fe católica y, aduciendo razones de
todo punto vanas, esperan la respuesta que favorece a esta perversa
sentencia. Lejos de nosotros, Venerables Hermanos, atrevernos a poner
limites a la misericordia divina, que es infinita; lejos de nosotros querer
escudriñar los ocultos consejos y juicios de Dios que son abismo grande [Ps.
35, 7] y no pueden ser penetrados por humano pensamiento. Pero, por lo que a
nuestro apostólico cargo toca, queremos excitar vuestra solicitud y
vigilancia pastoral, para que, con cuanto esfuerzo podáis, arrojéis de la
mente de los hombres aquella a par impía y funesta opinión de que en
cualquier religión es posible hallar el camino de la eterna salvación.
Demostrad, con aquella diligencia y doctrina en que os aventajáis, a los
pueblos encomendados a vuestro cuidado cómo los dogmas de la fe católica no
se oponen en modo alguno a la misericordia y justicia divinas.
En efecto, por la fe debe sostenerse que fuera de la Iglesia Apostólica
Romana nadie puede salvarse; que ésta es la única arca de salvación; que
quien en ella no hubiere entrado, perecerá en el diluvio. Sin embargo,
también hay que tener por cierto que quienes sufren ignorancia de la
verdadera religión, si aquélla es invencible, no son ante los ojos del Señor
reos por ello de culpa alguna. Ahora bien, ¿quién será tan arrogante que sea
capaz de señalar los limites de esta ignorancia, conforme a la razón y
variedad de pueblos, regiones, caracteres y de tantas otras y tan numerosas
circunstancias? A la verdad, cuando libres de estos lazos corpóreos, veamos
a Dios tal como es [1 Ioh. 3, 2], entenderemos ciertamente con cuán estrecho
y bello nexo están unidas la misericordia y la justicia divinas; mas en
tanto nos hallamos en la tierra agravados por este peso mortal, que embota
el alma, mantengamos firmísimamente según la doctrina católica que hay un
solo Dios, una sola fe, un solo bautismo [Eph. 4, 5]: Pasar más allá en
nuestra inquisición, es ilícito.
Por lo demás, conforme lo pide la razón de la caridad, hagamos asiduas
súplicas para que todas las naciones de la tierra se conviertan a Cristo;
trabajemos, según nuestras fuerzas, por la común salvación de los hombres,
pues no se ha acortado la mano del Señor [Is. 59, 1] y en modo alguno han de
faltar los dones de la gracia celeste a aquellos que con ánimo sincero
quieran y pidan ser recreados por esta luz. Estas verdades hay que fijarlas
profundamente en las mentes de los fieles, a fin de que no puedan ser
corrompidos por doctrinas que tienden a fomentar la indiferencia de la
religión, que para ruina de las almas vemos se infiltra y robustece con
demasiada amplitud.
Del falso tradicionalismo (contra Agustín Bonnetty)
[Del Decreto de la S. Congr. del Indice de 11 (15) de junio de 1855]
1. "Aun cuando la fe está por encima de la razón; sin embargo, ninguna
verdadera disensión, ningún conflicto puede jamás darse entre ellas, como
quiera que ambas proceden de la única y misma fuente inmutable de la verdad,
Dios óptimo máximo, y así se prestan mutua ayuda" [cf. 1635 y 1799].
2. El razonamiento puede probar con certeza la existencia de Dios, la
espiritualidad del alma y la libertad del hombre. La fe es posterior a la
revelación y, por tanto, no puede convenientemente alegarse para probar la
existencia de Dios contra el ateo ni la espiritualidad y libertad del alma
racional contra el seguidor del naturalismo y fatalismo [cf. 1622 y 1625].
3. El uso de la razón precede a la fe y a ella conduce al hombre con ayuda
de la revelación y de la gracia [cf. 1626].
4. El método de que usaron Santo Tomás y San Buenaventura, y los demás
escolásticos después de ellos, no conduce al racionalismo ni fue causa de
que en las modernas escuelas la filosofía haya ido a dar en el naturalismo y
panteísmo. Por tanto, no es licito reprochar a aquellos doctores y maestros
que hayan usado este método, sobre todo cuando la Iglesia lo aprueba o, por
lo menos, se calla.
Del abuso del magnetismo
[De la Encíclica del S. Oficio de 4 de agosto de 1856]
...Sobre esta materia se han dado ya por la Santa Sede algunas respuestas a
casos particulares, en que se reprueban como ilícitos aquellos experimentos
que se ordenen a conseguir un fin no natural, no honesto, no por los medios
debidos; por lo que en casos semejantes fue decretado el miércoles 21 de
abril de 1841: El uso del magnetismo, tal como se expone, no es lícito:
Igualmente, la Sagrada Congregación juzgó que debían ser prohibidos ciertos
libros que pertinazmente diseminaban estos errores. Mas como aparte los
casos particulares, había que tratar del uso del magnetismo en general, de
ahí que a modo de regla fue estatuido el miércoles, 28 de julio de 1847:
"Alejado todo error, sortilegio, implícita o explicita invocación del
demonio, el uso del magnetismo, es decir, el mero acto de aplicar medios
físicos por otra parte lícitos, no está moralmente vedado, con tal de que no
tienda a un fin ilícito o de cualquier modo malo. La aplicación, empero, de
principio y medios puramente físicos a cosas y efectos verdaderamente
sobrenaturales para explicarlos físicamente, no es sino un engaño totalmente
ilícito y herético".
Aun cuando por este decreto general se explica suficientemente la licitud o
ilicitud en el uso o abuso del magnetismo; sin embargo, hasta tal punto ha
crecido la malicia de los hombres que, descuidando el estudio lícito de la
ciencia, buscando más bien lo curioso, con gran quebranto de las almas y
daño de la misma sociedad civil, se glorían de haber alcanzado cierto
principio de vaticinar y adivinar. De ahí que con los embustes del
sonambulismo y de la que llaman clara intuición, unas mujerzuelas,
arrebatadas en gesticulaciones no siempre honestas, charlatanean que ven
cualquier cosa invisible y con temerario atrevimiento presumen pronunciar
palabras sobre la religión misma, evocar las almas de los muertos, recibir
respuestas, descubrir cosas lejanas y desconocidas, y practicar otras
supersticiones por el estilo, con el fin de conseguir ganancia ciertamente
pingue para sí y para sus señores. En todo esto, sea el que fuere el arte o
ilusión de que se valgan, como quiera que se ordenan medios físicos para
fines no naturales, hay decepción totalmente ilícita y herética, y escándalo
contra la honestidad de las costumbres.
De la falsa doctrina de Antonio Günther
[Del Breve Eximiam tuam al Cardenal de Geissel, arzobispo de Colonia, de 15
de junio de 1857]
...Y, en efecto, no sin dolor nos damos perfectamente cuenta que en esas
obras domina ampliamente el sistema del racionalismo, erróneo y
perniciosísimo, y muchas veces condenado por esta Sede Apostólica; y también
sabemos que en los mismos libros se leen, entre otras, no pocas cosas que se
desvían en no pequeña medida de la fe católica y de la genuina explicación
de la unidad de la divina Sustancia en tres Personas distintas y
sempiternas. Averiguado tenemos igualmente que no es mejor ni más exacto lo
que se enseña del misterio del Verbo encarnado y de la unidad de la persona
divina del Verbo en dos naturalezas divina y humana. Sabemos que en los
mismos libros se hiere el sentir y la enseñanza católica acerca del hombre,
el cual de tal modo se compone únicamente de cuerpo y alma, que el alma (que
es racional), es por si verdadera e inmediata forma del cuerpo. Tampoco
ignoramos que en los mismos libros se enseñan y establecen cosas que se
oponen claramente a la doctrina católica sobre la libertad de Dios, libre de
toda necesidad en la creación de las cosas.
Hay también que reprobar y condenar con la mayor energía el hecho de que en
los libros de Günther se atribuya temerariamente el derecho de magisterio a
la razón humana y a la filosofía que en las materias de religión no deben en
absoluto mandar, sino servir, y se perturban, por ende, todas aquellas cosas
que han de permanecer firmísimas, ora sobre la distinción entre la ciencia y
la fe, ora sobre la perenne inmutabilidad de la fe, que es siempre una y la
misma, mientras la filosofía y las enseñanzas humanas ni siempre son
consecuentes consigo mismas ni se ven libres de múltiple variedad de
errores.
Añádese que tampoco los Santos Padres son tenidos en aquella reverencia que
prescriben los cánones de los Concilios y que absolutamente merecen las más
espléndidas lumbreras de la Iglesia; ni se abstiene el autor de aquellos
dicterios contra las escuelas católicas que nuestro predecesor Pío Vl, de
feliz memoria, condenó solemnemente [v. 1576].
Tampoco pasaremos en silencio que en los libros güntherianos se viola de
modo extremo la sana forma de hablar, como si fuera lícito olvidarse de las
palabras del Apóstol Pablo [2 Tim. 1, 13] o de éstas en que gravísimamente
nos advierte Agustín: "Es menester que hablemos conforme a regla cierta, no
sea que la licencia en las palabras engendre también impía opinión sobre las
cosas que con las palabras son significadas" [V, 1714 a].
Errores de los ontologistas
[Según el decreto del S. Oficio de 18 de septiembre de 1861, no pueden
enseñarse con seguridad]
1. El conocimiento inmediato de Dios, por lo menos habitual, es esencial al
entendimiento humano, de suerte que sin él nada puede conocer: como que es
la misma luz intelectual.
2. Aquel ser que en todo y sin el cual nada entendemos es el Ser divino.
3. Los universales considerados objetivamente, no se distinguen realmente de
Dios.
4. La congénita noticia de Dios como ser simpliciter, envuelve de modo
eminente todo otro conocimiento, de suerte que por ella tenemos conocido
implícitamente todo ser bajo cualquier aspecto que sea conocible.
5. Todas las demás ideas no son sino modificaciones de la idea por la que
Dios es entendido como ser simpliciter.
6. Las cosas creadas están en Dios como la parte en el todo, no ciertamente
en el todo formal, sino en el todo infinito, simplicísimo, que pone fuera de
sí sus cuasipartes sin división ni disminución alguna de sí.
7. La creación puede explicarse de la siguiente manera: Dios, por el acto
especial mismo con que se entiende y quiere a sí mismo como distinto de una
criatura determinada, v. gr., el hombre, produce la criatura.
De la falsa libertad de la ciencia (contra Jacobo Frohschammer)
[De la Carta Gravísimas inter, al arzobispo de Munich-Frisinga, de 11 de
diciembre de 1862]
Entre las gravísimas amarguras con que de todas partes nos sentimos
oprimidos en tan grande perturbación e impiedad de los tiempos, nos dolemos
vehementemente al saber que en varias regiones de Alemania se hallan
hombres, aun entre los católicos, que, al enseñar la sagrada teología y la
filosofía, no dudan en modo alguno en introducir una libertad de enseñar y
escribir inaudita hasta ahora en la Iglesia ni en profesar pública y
abiertamente opiniones nuevas y de todo punto reprobables, que diseminan
entre el vulgo.
De ahí, Venerable Hermano, que sentimos tristeza no leve, cuando a Nos llegó
la infaustísima nueva de que el presbítero Jacobo Frohschammer, maestro de
filosofía en esa Universidad de Munich, emplea más que nadie semejante
licencia de enseñar y escribir, y defiende en sus obras publicadas
perniciosísimos errores. Así, pues, sin tardanza ninguna, mandamos a nuestra
Congregación, encargada de la censura de los libros, que cuidadosamente y
con la mayor diligencia examinara los principales volúmenes que corren bajo
el nombre del mismo presbítero Frohschammer, y nos informara de todo. Estos
volúmenes escritos en alemán llevan por título: Introducción a la filosofía,
De la libertad de la ciencia, Athenaeum, de los cuales el primero salió a
luz ahí en Munich el año 1858, el segundo el año 1861, el tercero en el
curso del presente año de 1862. Así, pues, la misma Congregación ... juzgó
que el autor no siente rectamente en muchos puntos y que su doctrina se
aparta de la verdad católica.
Y esto principalmente por doble motivo: primero porque el autor atribuye a
la razón humana tales fuerzas, que en manera alguna competen a la misma
razón; y segundo, porque concede a la misma razón tal libertad de opinar de
todo y de atreverse siempre a todo, que totalmente quedan suprimidos los
derechos, el deber y la autoridad de la Iglesia misma.
Porque este autor enseña en primer lugar que la filosofía, si se tiene su
verdadera noción, no sólo puede percibir y entender aquellos dogmas
cristianos que la razón natural tiene comunes con la fe (es decir, como
objeto común de percepción); sino aquellos también que de modo más
particular y propio constituyen la religión y fe cristianas; es decir, que
el mismo fin sobrenatural del hombre y todo lo que a este fin se refiere, y
el sacratísimo misterio de la Encarnación del Señor pertenecen al dominio de
la razón y de la filosofía, y que la razón, dado este objeto, puede llegar a
ellos científicamente por sus propios principios. Y si bien es cierto que el
autor introduce alguna distinción entre unos y otros dogmas y atribuye estos
últimos con menor derecho a la razón; sin embargo, clara y abiertamente
enseña que también éstos se contienen entre los que constituyen la verdadera
y propia materia de la ciencia o de la filosofía. Por lo cual, de la
sentencia del mismo autor pudiera y debiera absolutamente concluirse que la
razón, aun propuesto el objeto de la revelación, puede por sí misma, no ya
por el principio de la divina autoridad, sino por sus mismos principios y
fuerzas naturales, llegar a la ciencia o certeza incluso en los más ocultos
misterios de la divina sabiduría y bondad, más aún, hasta en los de su libre
voluntad. Cuán falsa y errónea sea esta doctrina del autor, nadie hay que no
lo vea inmediatamente y llanamente lo sienta, por muy ligeramente instruído
que esté en los rudimentos de la doctrina cristiana.
Porque si estos cultivadores de la filosofía defendieran los verdaderos y
solos principios y derechos de la razón y de la disciplina filosófica,
habría que rendirles alabanzas ciertamente debidas. Puesto que la verdadera
y sana filosofía ocupa su notabilísimo lugar, como quiera que a la misma
filosofía incumbe inquirir diligentemente la verdad, cultivar recta y
cuidadosamente e ilustrar a la razón humana, que, si bien oscurecida por la
culpa del primer hombre, no quedó en modo alguno extinguida; percibir,
entender bien y promover el objeto de su conocimiento y muchísimas verdades,
y demostrar, vindicar y defender por argumentos tomados de sus propios
principios muchas de las qué también la fe propone para creer, como la
existencia de Dios, su naturaleza y atributos, preparando de este modo el
camino para que estos dogmas sean más rectamente mantenidos por la fe, y aun
para que de algún modo puedan ser entendidos por la razón aquellos otros
dogmas más recónditos que sólo por la fe pueden primeramente ser percibidos.
Esto debe tratar, en esto debe ocuparse la severa y pulquérrima ciencia de
la verdadera filosofía. Si en alcanzar esto se esfuerzan los doctos varones
en las universidades de Alemania, siguiendo la singular propensión de
aquella ínclita nación para el cultivo de las más severas y graves
disciplinas, Nos aprobamos y recomendamos su empeño, como quiera que
convertirán en provecho y utilidad de las cosas sagradas lo que ellos
encontraren para sus usos.
Mas lo que en este asunto, a la verdad gravísimo, jamás podemos tolerar es
que todo se mezcle temerariamente y que la razón ocupe y perturbe aun
aquellas cosas que pertenecen a la fe, siendo así que son certísimos y a
todos bien conocidos los límites, más allá de los cuales jamás pasó la razón
por propio derecho, ni es posible que pase. Y a tales dogmas se refieren de
modo particular y muy claro todas aquellas cosas que miran a la elevación
sobrenatural del hombre y a su sobrenatural comunicación con Dios y cuanto
se sabe que para este fin ha sido revelado. Y a la verdad, como quiera que
estos dogmas están por encima de la naturaleza, de ahí que no puedan ser
alcanzados por la razón natural y los naturales principios. Nunca, en
efecto, puede la razón hacerse idónea por sus naturales principios para
tratar científicamente estos dogmas. Y si esos filósofos se atreven a
afirmarlo temerariamente, sepan ciertamente que se apartan no de la opinión
de cualesquiera doctores, sino de la común y jamás cambiada doctrina de la
Iglesia.
Porque consta por las Divinas Letras y por la tradición de los Santos
Padres, que la existencia de Dios y muchas otras verdades son conocidas con
la luz natural de la razón aun para aquellos que todavía no han recibido la
fe; mas aquellos dogmas más ocultos, sólo Dios los ha manifestado, al querer
dar a conocer el misterio que estuvo escondido desde los siglos y las
generaciones [Col. 1, 26], y ello por cierto de modo que después de que
antaño en ocasiones varias y de muchos modos habló a los padres por los
profetas, últimamente nos ha hablado a nosotros por su Hijo... por quien
hizo también los siglos [Hebr. 1, 1 s]... Porque a Dios, nadie le vio jamás:
El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, El mismo nos lo contó
[Ioh. 1, 18]. Por eso el Apóstol, que atestigua que las gentes conocieron a
Dios por las cosas creadas, al tratar de la gracia y de la verdad que fue
hecha por Jesucristo [Ioh. 1,17], hablamos —dice—de la sabiduría de Dios en
el misterio; sabiduría que está oculta... y que ninguno de los príncipes de
este mundo ha conocido... A nosotros, empero, nos lo reveló Dios por medio
de su Espíritu: Porque el Espíritu lo escudriña todo, aun las profundidades
de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe lo que es del hombre, sino el
espíritu del hombre que está dentro de él? Por la misma manera, tampoco lo
que es de Dios lo conoce nadie, sino el Espíritu de Dios [1 Cor. 2, 7 ss].
Siguiendo estos y otros casi innumerables oráculos divinos, al enseñar la
doctrina de la Iglesia, los Santos Padres tuvieron continuamente cuidado de
distinguir el conocimiento de las cosas divinas, que por la fuerza de la
inteligencia natural es a todos común, de aquel conocimiento de las cosas
que se recibe por la fe por medio del Espíritu Santo, y constantemente
enseñaron que por ésta se nos revelan en Cristo aquellos misterios que no
sólo transcienden la filosofía humana, sino la misma inteligencia natural de
los ángeles, y que, aun después de ser conocidos por la revelación divina y
recibidos por la fe misma, siguen, sin embargo, cubiertos por el sagrado
velo de la misma fe y envueltos en oscura tiniebla, mientras peregrinamos en
esta vida mortal lejos del Señor.
De todo esto se sigue en forma patente, ser totalmente ajena a la doctrina
de la Iglesia Católica la sentencia por la que el mismo Frohschammer no duda
en afirmar que todos los dogmas de la religión cristiana son indistintamente
objeto de la ciencia natural o filosofía y que la razón humana, con sólo que
esté histórica mente cultivada, si se proponen estos dogmas como objeto a la
razón misma, por sus fuerzas y principios naturales, puede llegar a
verdadera ciencia sobre todos los dogmas, aun los más recónditos [v. 1709].
Además, en los citados escritos del mismo autor, domina otra sentencia que
manifiestamente se opone a la doctrina y sentir de la Iglesia Católica.
Porque atribuye a la filosofía tal libertad, que no debe ya ser llamada
libertad de la ciencia, sino reprobable e intolerable licencia de la
filosofía. En efecto, establecida cierta distinción entre el filósofo y la
filosofía, al filósofo atribuye el derecho y el deber de someterse a la
autoridad que haya reconocido por verdadera; pero uno y otro se lo niega a
la filosofía, de tal suerte que, sin tener para nada en cuenta la doctrina
revelada, afirma que la filosofía no debe ni puede jamás someterse a la
autoridad. Lo cual debería tolerarse y acaso admitirse, si se dijera sólo
del derecho que tiene la filosofía, como también las demás ciencias, de usar
de sus principios o métodos y de sus conclusiones, y si su libertad
consistiera en usar de este su derecho, de suerte que nada admita en sí
misma que no haya sido adquirido por ella con sus propias condiciones o
fuere ajeno a la misma. Pero esta justa libertad de la filosofía debe
conocer y sentir sus propios límites. Porque jamás será licito, no sólo al
filósofo, sino a la filosofía tampoco, decir nada contrario a lo que la
revelación divina y la Iglesia enseñan, o poner algo de ello en duda por la
razón de que no lo entiende, o no aceptar el juicio que la autoridad de la
Iglesia determina proferir sobre alguna conclusión de la filosofía que hasta
entonces era libre.
Añádese a esto que el mismo autor tan enérgica y temerariamente propugna la
libertad o, por decir mejor, la desenfrenada licencia de la filosofía, que
no se recata en modo alguno de afirmar que la Iglesia no sólo no debe
reprender jamás a la filosofía, sino que debe tolerar los errores de la
misma filosofía y dejar que ella misma se corrija [v. 1711]; de donde
resulta que también los filósofos participan necesariamente de esta libertad
de la filosofía y que también ellos se ven libres de toda ley. ¿Quién no ve
con cuanta vehemencia haya de ser rechazada, reprobada y absolutamente
condenada semejante sentencia y doctrina de Frohschammer? Porque la Iglesia,
por su divina institución, debe custodiar diligentísimamente íntegro e
inviolado el depósito de la fe y vigilar continuamente con todo empeño por
la salvación de las almas, y con sumo cuidado ha de apartar y eliminar todo
aquello que pueda oponerse a la fe o de cualquier modo pueda poner en
peligro la salud de las almas.
Por lo tanto, la Iglesia, por la potestad que le fue por su Fundador divino
encomendada, tiene no sólo el derecho, sino principalmente el deber de no
tolerar, sino proscribir y condenar todos los errores, si así lo reclamaren
la integridad de la fe y la salud de las almas; y a todo filósofo que quiera
ser hijo de la Iglesia, y también a la filosofía, le incumbe el deber de no
decir jamás nada contra lo que la Iglesia enseña y retractarse de aquello de
que la Iglesia le avisare. La sentencia, empero, que enseña lo contrario,
decretamos y declaramos que es totalmente errónea, y en sumo grado injuriosa
a la fe misma, a la Iglesia y a la autoridad de ésta.
Del indiferentismo
[De la Encíclica Quanto conficiamur moerore, a los obispos de Italia, de 10
de agosto de 1863]
Y aquí, queridos Hijos nuestros y Venerables Hermanos, es menester recordar
y reprender nuevamente el gravísimo error en que míseramente se hallan
algunos católicos, al opinar que hombres que viven en el error y ajenos a la
verdadera fe y a la unidad católica pueden llegar a la eterna salvación [v.
1717]. I,o que ciertamente se opone en sumo grado a la doctrina católica.
Notoria cosa es a Nos y a vosotros que aquellos que sufren ignorancia
invencible acerca de nuestra santísima religión, que cuidadosamente guardan
la ley natural y sus preceptos, esculpidos por Dios en los corazones de
todos y están dispuestos a obedecer a Dios y llevan vida honesta y recta,
pueden conseguir la vida eterna, por la operación de la virtud de la luz
divina y de la gracia; pues Dios, que manifiestamente ve, escudriña y sabe
la mente, ánimo, pensamientos y costumbres de todos, no consiente en modo
alguno, según su suma bondad y clemencia, que nadie sea castigado con
eternos suplicios, si no es reo de culpa voluntaria. Pero bien conocido es
también el dogma católico, a saber, que nadie puede salvarse fuera de la
Iglesia Católica, y que los contumaces contra la autoridad y definiciones de
la misma Iglesia, y los pertinazmente divididos de la unidad de la misma
Iglesia y del Romano Pontífice, sucesor de Pedro, "a quien fue encomendada
por el Salvador la guarda de la viña", no pueden alcanzar la eterna
salvación.
Lejos, sin embargo, de los hijos de la Iglesia Católica ser jamás en modo
alguno enemigos de los que no nos están unidos por los vínculos de la misma
fe y caridad; al contrario, si aquéllos son pobres o están enfermos o
afligidos por cualesquiera otras miserias, esfuércense más bien en cumplir
con ellos todos los deberes de la caridad cristiana y en ayudarlos siempre
y, ante todo, pongan empeño por sacarlos de las tinieblas del error en que
míseramente yacen y reducirlos a la verdad católica y a la madre amantísima,
la Iglesia, que no cesa nunca de tenderles sus manos maternas y llamarlos
nuevamente a su seno, a fin de que, fundados y firmes en la fe, esperanza y
caridad y fructificando en toda obra buena [Col. 1, 10], consigan la eterna
salvación.
De los congresos de teólogos en Alemania
[De la carta Tuas libenter, al arzobispo de Murlich-Frisinga, de 21 de
diciembre de 1863]
... Sabíamos también, Venerable Hermano, que algunos de los católicos que se
dedican al cultivo de las disciplinas más severas confiados demasiado en las
fuerzas del ingenio humano, no temieron, ante los peligros de error, al
afirmar la falaz y en modo alguno genuina libertad de la ciencia, fueran
arrebatados más allá de los límites que no permite traspasar la obediencia
debida al magisterio de la Iglesia, divinamente instituído para guardar la
integridad de toda la verdad revelada. De donde ha resultado que esos
católicos, míseramente engañados, llegan a estar frecuentemente de acuerdo
hasta con quienes claman y chillan contra los Decretos de esta Sede
Apostólica y de nuestras Congregaciones, en que por ellos se impide el libre
progreso de la ciencia [v. 1712], y se exponen al peligro de romper aquellos
sagrados lazos de la obediencia con que por voluntad de Dios están ligados a
esta misma Sede Apostólica, que fue constituída por Dios mismo maestra y
vengadora de la verdad.
Tampoco ignorábamos que en Alemania ha cobrado fuerza la opinión falsa en
contra de la antigua Escuela y contra la doctrina de aquellos sumos Doctores
[v. 1713] que por su admirable sabiduría y santidad de vida venera la
Iglesia universal. Por esta falsa opinión, se pone en duda la autoridad de
la Iglesia misma, como quiera que la misma Iglesia no sólo permitió durante
tantos siglos continuos que se cultivara la ciencia teológica según el
método de los mismos doctores y según los principios sancionados por el
común sentir de todas las escuelas católicas; sino que exaltó también muy
frecuentemente con sumas alabanzas su doctrina teológica y vehementemente la
recomendó como fortísimo baluarte de la fe y arma formidable contra sus
enemigos...
A la verdad, al afirmar todos los hombres del mismo congreso, como tú
escribes, que el progreso de las ciencias y el éxito en la evitación y
refutación de los errores de nuestra edad misérrima depende de la íntima
adhesión a las verdades reveladas que enseña la Iglesia Católica, ellos
mismos han reconocido y profesado aquella verdad que siempre sostuvieron y
enseñaron los verdaderos católicos entregados al cultivo y desenvolvimiento
de las ciencias. Y apoyados en esta verdad, esos mismos hombres sabios y
verdaderamente católicos pudieron con seguridad cultivar, explicar y
convertir en útiles y ciertas las mismas ciencias. Lo cual no puede
ciertamente conseguirse, si la luz de la razón humana, circunscrita en sus
propios límites, aun investigando las verdades que están al alcance de sus
propias fuerzas y facultades, no tributa la máxima veneración, como es
debido, a la luz infalible e increada del entendimiento divino que
maravillosamente brilla por doquiera en la revelación cristiana. Porque, si
bien aquellas disciplinas naturales se apoyan en sus propios principios
conocidos por la razón; es menester, sin embargo, que sus cultivadores
católicos tengan la revelación divina ante sus ojos, como una estrella
conductora, por cuya luz se precavan de las sirtes y errores, apenas
adviertan que en sus investigaciones y exposiciones pueden ser conducidos
por ellos, como muy frecuentemente acontece, a proferir algo que en mayor o
menor grado se oponga a la infalible verdad de las cosas que han sido
reveladas por Dios.
De ahí que no queremos dudar de que los hombres del mismo congreso, al
reconocer y confesar la mentada verdad, han querido al mismo tiempo rechazar
y reprobar claramente la reciente y equivocada manera de filosofar, que si
bien reconoce la revelación divina como hecho histórico, somete, sin
embargo, a las investigaciones de la razón humana las inefables verdades
propuestas por la misma revelación divina, como si aquellas verdades
estuvieran sujetas a la razón, o la razón pudiera por sus fuerzas y
principios alcanzar inteligencia y ciencia de todas las más altas verdades y
misterios de nuestra fe santísima, que están tan por encima de la razón
humana, que jamás ésta podrá hacerse idónea para entenderlos o demostrarlos
por sus fuerzas y por sus principios naturales [v. 1709]. A los hombres,
empero, de ese congreso les rendimos las debidas alabanzas, porque
rechazando, como creemos, la falsa distinción entre el filósofo y la
filosofía, de que te hablamos en otra carta a ti dirigida [v. 1674], han
reconocido y afirmado que todos los católicos deben en conciencia obedecer
en sus doctas disquisiciones a los decretos dogmáticos de la infalible
Iglesia Católica.
Mas al tributarles las debidas alabanzas por haber profesado una verdad que
necesariamente nace de la obligación de la fe católica, queremos estar
persuadidos de que no han querido reducir la obligación que absolutamente
tienen los maestros y escritores católicos, sólo a aquellas materias que son
propuestas por el juicio infalible de la Iglesia para ser por todos creídas
como dogmas de fe [v. 1722]. También estamos persuadidos de que no han
querido declarar que aquella perfecta adhesión a las verdades reveladas, que
reconocieron como absolutamente necesaria para la consecución del verdadero
progreso de las ciencias y la refutación de los errores, pueda obtenerse, si
sólo se presta fe y obediencia a los dogmas expresamente definidos por la
Iglesia. Porque aunque se tratara de aquella sujeción que debe prestarse
mediante un acto de fe divina; no habría, sin embargo, que limitarla a las
materias que han sido definidas por decretos expresos de los Concilios
ecuménicos o de los Romanos Pontífices y de esta Sede, sino que habría
también de extenderse a las que se enseñan como divinamente reveladas por el
magisterio ordinario de toda la Iglesia extendida por el orbe y, por ende,
con universal y constante consentimiento son consideradas por los teólogos
católicos como pertenecientes a la fe.
Mas como se trata de aquella sujeción a que en conciencia están obligados
todos aquellos católicos que se dedican a las ciencias especulativas, para
que traigan con sus escritos nuevas utilidades a la Iglesia; de ahí que los
hombres del mismo congreso deben reconocer que no es bastante para los
sabios católicos aceptar y reverenciar los predichos dogmas de la Iglesia,
sino que es menester también que se sometan a las decisiones que,
pertenecientes a la doctrina, emanan de las Congregaciones pontificias, lo
mismo que a aquellos capítulos de la doctrina que, por común y constante
sentir de los católicos, son considerados como verdades teológicas y
conclusiones tan ciertas, que las opiniones contrarias a dichos capítulos de
la doctrina, aun cuando no puedan ser llamadas heréticas, merecen, sin
embargo, una censura teológica de otra especie.
De la uni(ci)dad de la Iglesia
[De la Carta del Santo Oficio a los obispos de Inglaterra, de 16 de
septiembre de 1864]
Se ha comunicado a la Santa Sede que algunos católicos y hasta varones
eclesiásticos han dado su nombre a la sociedad para procurar, como dicen, la
unidad de la cristiandad —erigida en Londres el año 1857— y que se han
publicado ya varios artículos de revistas, firmados por católicos que
aplauden a dicha sociedad o que se dicen compuestos por varones
eclesiásticos que la recomiendan. Y a la verdad, qué tal sea la índole de
esta sociedad y a qué fin tienda, fácilmente se entiende no sólo por los
artículos de la revista que lleva por título The Union Review, sino por la
misma hoja en que se invita e inscribe a los socios. En efecto, formada y
dirigida por protestantes, está animada por el espíritu que expresamente
profesa, a saber, que las tres comuniones cristianas: la romano-católica, la
greco-cismática y la anglicana, aunque separadas y divididas entre sí, con
igual derecho reivindican para si el nombre católico. La entrada, pues, a
ella está abierta para todos, en cualquier lugar que vivieren, ora
católicos, ora grecocismáticos, ora anglicanos, pero con esta condición: que
a nadie sea lícito promover cuestión alguna sobre los varios capítulos de
doctrina en que difieren, y cada uno pueda seguir tranquilamente su propia
confesión religiosa. Mas a los socios todos, ella misma manda recitar preces
y a los sacerdotes celebrar sacrificios según su intención, a saber: que las
tres mencionadas comuniones cristianas, puesto que, según se supone, todas
juntas constituyen ya la Iglesia Católica, se reúnan por fin un día para
formar un solo cuerpo...
El fundamento en que la misma se apoya es tal que trastorna de arriba abajo
la constitución divina de la Iglesia. Toda ella, en efecto, consiste en
suponer que la verdadera Iglesia de Jesucristo consta parte de la Iglesia
Romana difundida y propagada por todo el orbe, parte del cisma de Focio y de
la herejía anglicana, para las que, al igual que para la Iglesia Romana, hay
un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo [cf. Eph. 4, 5]... Nada
ciertamente puede ser de más precio para un católico que arrancar de raíz
los cismas y disensiones entre los cristianos, y que los cristianos todos
sean solícitos en guardar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz
[Eph. 4, 3]... Mas que los fieles de Cristo y los varones eclesiásticos oren
por la unidad cristiana, guiados por los herejes y, lo que es peor, según
una intención en gran manera manchada e infecta de herejía, no puede de
ningún modo tolerarse. La verdadera Iglesia de Jesucristo se constituye y
reconoce por autoridad divina con la cuádruple nota que en el símbolo
afirmamos debe creerse; y cada una de estas notas, de tal modo está unida
con las otras, que no puede ser separada de ellas; de ahí que la que
verdaderamente es y se llama Católica, debe juntamente brillar por la
prerrogativa de la unidad, la santidad y la sucesión apostólica. Así, pues,
la Iglesia Católica es una con unidad conspicua y perfecta del orbe de la
tierra y de todas las naciones, con aquella unidad por cierto de la que es
principio, raíz y origen indefectible la suprema autoridad y más excelente
principalía" del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, y de sus
sucesores en la cátedra romana. Y no hay otra Iglesia Católica, sino la que,
edificada sobre el único Pedro, se levanta por la unidad de la fe y la
caridad en un solo cuerpo conexo y compacto [Eph. 4, 16].
Otra razón por que deben los fieles aborrecer en gran manera esta sociedad
londinense es que quienes a ella se unen favorecen el indiferentismo y
causan escándalo.
Del naturalismo, comunismo y socialismo
[De la Encíclica Quanta cura, de 8 de diciembre de 1864]
Pero si bien no hemos dejado de proscribir y reprobar muchas veces estos
importantísimos errores; sin embargo, la causa de la Iglesia Católica y la
salud de las almas a Nos divinamente encomendada y hasta el bien de la misma
sociedad humana nos piden imperiosamente que nuevamente excitemos vuestra
solicitud pastoral para combatir otras depravadas opiniones que brotan, como
de sus fuentes, de los mismos errores.
Estas falsas y perversas opiniones son tanto más de detestar cuanto
principalmente apuntan a impedir y eliminar aquella saludable influencia que
la Iglesia Católica, por institución y mandamiento de su divino Fundador,
debe libremente ejercer hasta la consumación de los siglos [Mt. 28, 20], no
menos sobre cada hombre que sobre las naciones, los pueblos y sus príncipes
supremos, y a destruir aquella mutua unión y concordia de designios entre el
sacerdocio y el imperio, "que fue siempre fausta y saludable lo mismo a la
religión que al Estado". Porque bien sabéis, Venerables Hermanos, que hay no
pocos en nuestro tiempo, que aplicando a la sociedad civil el impío y
absurdo principio del llamado naturalismo, se atreven a enseñar que "la
óptima organización del estado y progreso civil exigen absolutamente que la
sociedad humana se constituya y gobierne sin tener para nada en cuenta la
religión, como si ésta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción
alguna entre la verdadera y las falsas religiones". Y contra la doctrina de
las Sagradas Letras, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en
afirmar que "la mejor condición de la sociedad es aquella en que no se le
reconoce al gobierno el deber de reprimir con penas establecidas a los
violadores de la religión católica, sino en cuanto lo exige la paz pública."
Partiendo de esta idea, totalmente falsa, del régimen social, no temen
favorecer la errónea opinión, sobremanera perniciosa a la Iglesia Católica y
a la salvación de las almas, calificada de "delirio" por nuestro antecesor
Gregorio XVI, de feliz memoria, de que "la libertad de conciencia y de
cultos es derecho propio de cada hombre, que debe ser proclamado y asegurado
por la ley en toda sociedad bien constituida, y que los ciudadanos tienen
derecho a una omnímoda libertad, que no debe ser coartada por ninguna
autoridad eclesiástica o civil, por el que puedan manifestar y declarar a
cara descubierta y públicamente cualesquiera conceptos suyos, de palabra o
por escrito o de cualquier otra forma". Mas al sentar esa temeraria
afirmación, no piensan ni consideran que están proclamando una libertad de
perdición, y que "si siempre fuera libre discutir de las humanas
persuasiones, nunca podrán faltar quienes se atrevan a oponerse a la verdad
y a confiar en la locuacidad de la sabiduría humana (v. 1.: mundana); mas
cuánto haya de evitar la fe y sabiduría cristiana esta dañosísima vanidad,
entiéndalo por la institución misma de nuestro Señor Jesucristo".
Y porque apenas se ha retirado de la sociedad civil la religión y repudiado
la doctrina y autoridad de la revelación divina, se oscurece y se pierde
hasta la genuina noción de justicia y derecho humano, y en lugar de la
verdadera justicia y del legítimo derecho se sustituye la fuerza material;
de ahí se ve claro por qué algunos, despreciados totalmente y dados de lado
los más ciertos principios de la sana razón, se atreven a gritar que "la
voluntad del pueblo, manifestada por la que llaman opinión pública o de otro
modo, constituye la ley suprema, independiente de todo derecho divino y
humano, y que en el orden polltico los hechos consumados, por lo mismo que
han sido consumados, tienen fuerza de derecho." Mas ¿quién no ve y siente
manifiestamente que la so ciedad humana, suelta de los vinculos de la
religión y de la verdadera justicia, no puede proponerse otro fin que
adquirir y acumular riquezas, ni seguir otra ley en sus acciones, sino ]a
indómita concupiscencia del alma de servir sus propios placeres e intereses?
Esta es la razón por que tales hombres persiguen con odio realmente
encarnizado a las órdenes religiosas, no obstante sus méritos relevantes
para con la sociedad cristiana y civil y las letras, y se desgañitan
gritando que no tienen razón legitima alguna de existir, aplaudiendo así las
invenciones de los herejes. Porque, como muy sabiamente enseñaba nuestro
predecesor Pío VI de feliz memoria, "la abolición de las órdenes regulares
ofende al estado que públicamente profesa los consejos evangélicos, ofende
aquel modo de vivir que la Iglesia recomienda como conforme a la doctrina
apostólica, ofende a los mismos insignes fundadores que veneramos sobre los
altares y que sólo por inspiración de Dios, instituyeron esas sociedades".
Impiamente proclaman también que debe quitarse a los ciudadanos y a la
Iglesia la facultad "de legar públicamente limosnas por causa de caridad
cristiana", así como que debe quitarse la ley, "por la que en determinados
días se prohiben los trabajos serviles a causa del culto de Dios",
pretextando con suma falacia que dicha facultad y ley se oponen a los
principios de la mejor economía pública. Y no contentos con eliminar la
religión de la sociedad pública, quieren también alejarla de las familias
privadas.
Porque es así que enseñando y profesando el funestísimo error del comunismo
y del socialismo, afirman que "la sociedad doméstica o familia toma toda su
razón de existir únicamente del derecho civil y que, por ende, de la ley
civil solamente dimanan y dependen todos los derechos de los padres sobre
los hijos, y ante todo el derecho de procurar su instrucción y educación."
Con estas impías opiniones y maquinaciones lo que principalmente pretenden
estos hombres falacisimos es eliminar totalmente la saludable doctrina e
influencia de la Iglesia Católica en la instrucción y educación de la
juventud, e inficionar y depravar míseramente las tiernas y flexibles almas
de los jóvenes con toda suerte de perniciosos errores y vicios. A la verdad,
cuantos se han empeñado en perturbar lo mismo la religión que el estado,
trastornar el recto orden de la sociedad y hacer tabla rasa de los derechos
humanos y divinos, dirigieron siempre todos sus criminales planes, sus
esfuerzos y trabajos, a engañar y depravar sobre todo a la imprudente
juventud, como antes indicamos, y en la corrupción de la misma juventud
pusieron toda su esperanza. Por eso no cesan nunca de vejar por cualesquiera
modos nefandos a uno y otro clero, del que como espléndidamente atestiguan
los monumentos más ciertos de la historia, tantas y tan grandes ventajas han
redundado a la religión, al estado y a las letras; y proclaman que el mismo
clero, "como enemigo del verdadero y útil progreso de la ciencia y de la
civilización, debe ser apartado de todo cuidado e incumbencia en la
instrucción y educación de la juventud".
Otros, renovando los delirios de los innovadores (protestantes), perversos y
tantas veces condenados, se atrevén con insigne impudor a someter al
arbitrio de la autoridad civil la suprema autoridad de la Iglesia y de esta
Sede Apostólica, que le fué concedida por Cristo Señor, y a negar todos los
derechos de la misma Iglesia y Sede acerca de las cosas que pertenecen al
orden externo.
Y es asi que en manera alguna se avergfienzan de afirmar que: "las leyes de
la Iglesia no obligan en conciencia, si no son promulgadas por el poder
civil; que las actas y decretos de los Romanos Pontífices relativos a la
religión y a la Iglesia necesitan de la sanción y aprobación o por lo menos
del consentimiento de la potestad civil; que las constituciones apostólicas
con que se condenan las sociedades clandestinas —ora se exija, ora no se
exija en ellas juramento de guardar secreto—, y se marcan con anatema sus
seguidores y favorecedores, no tienen ninguna fuerza en aquellos países en
que tales asociaciones se toleran por parte del gobierno civil; que la
excomunión pronunciada por el Concilio de Trento y por los Romanos
Pontifices contra los que invaden y usurpan los derechos y bienes de la
Iglesia, se apoya en la confusión del orden espiritual y del orden civil y
político con el solo fin de alcanzar un bien mundano; que la Iglesia no debe
decretar nada que obligue las conciencias de los fieles en orden al uso de
las cosas temporales; que no compete a la Iglesia el derecho de castigar con
penas temporales a los violadores de sus leyes; que está conforme con la
sagrada teología y con los principios de derecho público afirmar y vindicar
para el gobierno civil la propiedad de los bienes que son poseidos por la
Iglesia, por las órdenes religiosas y por otros lugares piadosos."
Tampoco tienen verguenza de profesar a cara descubierta y públicamente el
axioma y principio de los herejes, del que nacen tantas perversas sentencias
y errores. No cesan, en efecto, de decir que "la potestad eclesiástica no es
por derecho divino distinta e independiente de la potestad civil y que no
puede mantenerse tal distinción e independencia, sin que sean invadidos y
usurpados por la Iglesia derechos esenciales de la potestad civil." Tampoco
podemos pasar en silencio la audacia de aquellos que, por no poder sufrir la
sana doctrina [2 Tim. 4, 3], pretenden que "puede negarse asentimiento y
obediencia, sin pecado ni detrimento alguno de la profesión católica, a
aquellos juicios y decretos de la Sede Apostólica, cuyo objeto se declara
mirar al bien general de la Iglesia y a sus derechos y disciplina, con tal
de que no se toquen los dogmas de fe y costumbres." Lo cual, cuán contrario
sea al dogma católico sobre la plena potestad divinamente conferida por
Cristo Señor al Romano Pontífice de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia
universal, nadie hay que clara y abiertamente no lo vea y entienda.
En medio, pues, de tan grande perversidad de depravadas opiniones, Nos, bien
penetrados de nuestro deber apostólico y sobremanera solícitos de nuestra
religión santisima, de la sana doctrina de la salud de las almas —a Nos
divinamente encomendadas— asi como del bien de la misma sociedad humana,
hemos creído que debiamos levantar otra vez nuestra voz apostólica. Así,
pues
todas y cada una de las depravadas opiniones y doctrinas que en estas
nuestras Letras están particularmente mencionadas, por nuestra autoridad
apostólica las reprobamos, proscribimos y condenamos, y queremos y mandamos
que por todos los hijos de la Iglesia Católica sean tenidas absolutamente
como reprobadas, proscritas y condenadas.
"Silabo" o colección de los errores modernos
[Sacado de varias Alocuciones, Encíclicas y Cartas de Pío IX y publicado,
juntamente con la Bula arriba alegada, Quanta cura el 8 de diciembre de
1864]
A. Indice de las Actas de Pío IX, de que fué extractado el Sílabo
1. Carta Encíclica Qui pluribus, de 9 de noviembre de 1846 (de ella proceden
las proposiciones 4-7, 16, 40 y 63).
2. Alocución Quisque vestrum, de 4 de octubre de 1847 (prop. 63).
3. Alocución Ubi primum, de 17 de diciembre de 1847 (prop. 16).
4. Alocución Quibus quantisque, de 20 de abril de 1849 (prop. 40, 64 y 7B).
5. Carta Encíclica Nostis et Nobiscum, de 8 de diciembre de 1849
(proposiciones 18 y 63).
6. Alocución Si semper antea, de 20 de mayo de 1850 (prop. 76).
7. Alocución ln consistoriali, de 1.° de noviembre de 1850 (prop. 43-45).
8. Condenación Multiplices inter, de 10 de junio de 1851 (prop. 15, 21
9. Condenaci6n Ad apostolicae, de 22 de agosto de 1851 (prop. 24, 25 34-36,
38, 41, 42, 65-67 y 69-75).
10. Alocución Quibus luctuosissimis, de 5 de septiembre de 1851 (proposición
45)
11. Lettera al Re di Sardegna, de 9 de septiembre de 1852 (prop. 73).
12. Alocución Acerbissimum, de 87 de septiembre de 1852 (prop. 31, 51, 53
13. Alocución Singulari quadam, de 9 de diciembre de 1854 (pr. 8, 17 y 19).
14. Alocución Probe memineritis, de 22 de enero de 1855 (prop. 53)
15. Alocución Cum saepe, de 26 de julio de 1855 (prop. 53)
16. Alocución Nemo vestrum, de 26 de julio de 1855 (prop. 77)
17. Carta Encíclica Singulari quidem, de 17 de marzo de 1856 (prop. 4 y 16).
18. Alocución Nunquam fore, de 15 de diciembre de 1856 (prop. 26, 28, 29,
31, 46, 50, 52, 70).
19 Carta Eximiam tuam al arzobispo de Colonia, de 15 de iunio de 1857 (prop.
14 NB.).
30. Letras apostólicas Cum catholica Ecclesia, de 26 de marzo de 1860 (prop.
63 y 76 NB.).
21. Carta Dolore haud mediocri, al obispo de Breslau, de 30 de abril de 1860
(prop. 14 NB).
22. Alocución Novos et ante, de 28 de septiembre de 1860 (prop. 19, 62 y 76
NB).
23. Alocución Multis gravibusque, de 17 de diciembre de 1860 (prop. 37, 43 y
73).
24. Alocución lamdudum cernimus, de 18 de marzo de 1861 (prop. 37, 61, 76 NB
y 80).
25. Alocución Meminit unusquisque, de 30 de septiembre de 1861 (prop. 20).
26. Alocución Maxima quidem, de 9 de junio de 1862 (prop. 1-7, 15, 19, 27
39, 44, 49, 56-60 y 76 NB.).
27. Carta Gravissimas inter al arzobispo de Munich-Frisinga, de 21 de
dlciembre de 1862 (prop. 9-11).
28. Carta Encíclica Quanto conficiamur moerore, de 10 de agosto de 1863
prop. 17 y 58).
29. Carta Encíclica Incredibili, de 17 de septiembre de 1863 (prop. 26).
30. Carta Tuas libenter al arzobispo de Munich-Frisinga, de 21 de diciembre
de 1863 (prop. 9, 10, 12-14 22 y 33)
31. Carta Cum non sine al arzobispo de Friburgo, de 14 de julio de 1864
(prop. 47 y 48).
82. Carta Singularis Nobisque al obispo de Monreale, de 29 de septiembre de
1864 (prop. 32).
B. Sílabo 1
Comprende los principales errores de nuestra edad, que son notados en las
Alocuciones consistoriales, en las Encíclicas y en otras Letras apostólicas
de N. SS. S. el papa Pío XII
§ I. Panteísmo, naturalismo y racionalismo absoluto
1. No existe ser divino alguno, supremo, sapientisimo y providentisimo,
distinto de esta universidad de las cosas, y Dios es lo mismo que la
naturaleza, y, por tanto, sujeto a cambios y, en realidad, Dios se está
haciendo en el hombre y en el mundo, y todo es Dios y tiene la mismisima
sustancia de Dios; y una sola y misma cosa son Dios y el mundo y, por ende,
el espiritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo
falso, el bien y el mal, lo justo y lo injusto (26).
2. Debe negarse toda acción de Dios sobre los hombres y sobre el mundo (26).
3. La razón humana, sin tener por nada en cuenta a Dios, es el único árbitro
de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal; es ley de si misma y por
sus fuerzas naturales basta para procurar el bien de los hombres y de los
pueblos (26).
4. Todas las verdades de la religión derivan de la fuerza nativa de la razón
humana; de ahí que la razón es la norma principal, por la que el hombre
puede y debe alcanzar el conocimiento de las verdades de cualquier género
que sean (1, 17 y 26).
5. La revelación divina es imperfecta y, por tanto, sujeta a progreso
continuo e indefinido, en consonancia con el progreso de la razón humana (1
[cf. 1636] y 26).
6. La fe de Cristo se opone a la razón humana; y la revelación divina no
sólo no aprovecha para nada, sino que daña a la perfección del hombre (1
[cf. 1636] y 26).
7. Las profecías y milagros expuestos y narrados en las Sagradas Letras, son
ficciones de poetas; y los misterios de la fe cristiana, un conjunto de
investigaciones filosóficas; y en los libros de uno y otro Testamento se
contienen invenciones míticas, y el mismo Jesucristo es una ficción mítica
(1 y 26).
§ II. Racionalismo moderado
8. Como quiera que la razón humana se equipara a la religión misma, las
ciencias teológicas han de tratarse lo mismo que las filosóficas (18 [v.
1642]).
9. Todos los dogmas de la religión cristiana son indistintamente objeto del
corlocimiento natural, o sea, de la filosoffa; y la razón humana, con sólo
que esté históricamente cultivada, puede llegar por sus fuerzas y principios
naturales a una verdadera ciencia de todos los dogmas, aun los más
recónditos, con tal de que estos dogmas le fueren propuestos como objeto a
la misma razón (27 [cf. 1682] y 30).
10. Como una cosa es el filósofo y otra la filosofía, aquél tiene el derecho
y el deber de someterse a la autoridad que hubiere reconocido por verdadera;
pero la filosofia ni puede ni debe someterse a autoridad alguna (27 [v. 1673
y 1674] y 30).
11. La Iglesia no sólo no debe reprender jamás a la filosofía, sino que debe
tolerar sus errores y dejar que ella se corrija a si misma (27 [v. 1675]).
12. Los Decretos de la Sede Apostólica y de las Congregaciones romanas
impiden el libre progreso de la ciencia (30 [v. 1679]).
13. El método y los principios con que los antiguos doctores escolásticos
cultivaron la teologia, no convienen a las necesidades de nuestros tiempos y
al progreso de las ciencias (30 [v. 1680]).
14. La filosofía ha de tratarse sin tener en cuenta para nada la revelación
sobrenatural (30).
NB. Al racionalismo están vinculados en su mayor parte los errores de
Antonio Gunther, que se condenan en la carta al cardenal arzobispo de
Colonia Eximiam tuam, de 15 de junio de 1875 (19 [cf. 1655]) y en la carta
al obispo de Breelau Dolore huud mediocri, de 90 de abril de 1860 (21).
§ III. Indiferentismo, latitudinarismo
15. Todo hombre es libre en abrazar y profesar la religión que, guiado por
la luz de la razón, tuviere por verdadera (8 y 26).
16. Los hombres pueden encontrar en el culto de cualquier religión el camino
de la salvación eterna y alcanzar la eterna salvación (1, 3 y 17).
17. Por lo menos deben tenerse fundadas esperanzas acerca de la eterna
salvación de todos aquellos que no se hallan de modo alguno en la verdadera
Iglesia de Cristo (13 [v. 1646] y 28 [1677]).
18. El protestantismo no es otra cosa que una forma diversa de la misma
verdadera religión cristiana y en él, lo mismo que en la Iglesia Católica,
se puede agradar a Dios (5).
§ IV. Socialismo, comunismo, sociedades secretas, sociedades bíblicas,
sociedades clérico-liberales
Estas pestilenciales doctrinas han sido muchas veces condenadas y con las
más graves palabras, en la carta Enciclica Qui pluribus, de 9 de diciembre
de 1846 (1); en la Alocución Quibus quantisque, de 20 de abril de 1849 (4);
en la carta Encíclica Nostis et Nobiscum, de 8 de diciembre de 1849 (5); en
la Alocución Singulari quadam, de 9 de diciembre de 1854 (13); en la carta
Enciclica Quanto conficiamur moerore, de 10 de agosto de 1863 (28).
§ V. Errores sobre la Iglesia y sus derechos
19. La Iglesia no es una sociedad verdadera y perfecta, completamente libre,
ni goza de sus propios y constantes derechos a ella conferidos por su divino
Fundador, sino que toca a la potestad civil definir cuáles sean los derechos
de la Iglesia y los limites dentro de los cuales pueda ejercer esos mismos
derechos (12, 23 y 26).
20. La potestad eclesiástica no debe ejercer su autoridad sin el permiso y
consentimiento de la autoridad civil (25).
21. La Iglesia no tiene potestad para definir dogmáticamente que la religión
de la Iglesia Católica es la única religi6n verdadera (8).
22. La obligación que liga totalmente a los maestros y escritores católicos,
se limita sólo a aquellos puntos que han sido propuestos por el juicio
infalible de la Iglesia como dogmas de fe que todos han de creer (30 [v.
1683]).
23. Los Romanos Pontífices y los Concilios ecuménicos traspasaron los
límites de su potestad, usurparon los derechos de los príncipes y erraron
hasta en la definici6n de materias sobre fe y costumbres (8).
24. La Iglesia no tiene potestad para emplear la fuerza, ni potestad ninguna
temporal, directa o indirecta (9).
25. Además del poder inherente al episcopado, se le ha atribuído otra
potestad temporal, expresa o tácitamente concedida por el poder civil, y
revocable, por ende, cuando al mismo poder civil pluguiere (9).
26. La Iglesia no tiene derecho nativo y legitimo de adquirir y poseer (18 y
29).
27. Los ministros sagrados de la Iglesia y el Romano Pontifice deben ser
absolutamente excluidos de toda administración y dominio de las cosas
temporales (26).
28. No es licito a los obispos, sin permiso del gobierno, promulgar ni aun
las mismas Letras apostólicas (18).
29. Las gracias concedidas por el Romano Pontifice han de considerarse como
uulas, a no ser que hayan sido pedidas por conducto del gobierno (18).
30. La inmunidad de la Iglesia y de las personas eclesiásticas tuvo su
origen en el derecho civil (8).
31. El fuero eclesiástico para las causas temporales de los clérigos, sean
éstas civiles o criminales, ha de suprimirse totalmente, aun sin consultar
la Sede Apostólica y no obstante sus reclamaciones (12 y 18).
32. Sin violación alguna del derecho natural ni de la equidad, puede
derogarse la inmunidad personal, por la que los clérigos están exentos del
servicio militar y esta derogación la exige el progreso civil, sobre todo en
una sociedad constituida en régimen liberal (32).
33. No pertenece únicamente a la potestad eclesiástica de jurisdicción, por
derecho propio y nativo, dirigir la enseñanza de la teología (30).
34. La doctrina de los que comparan al Romano Pontífice a un príncipe libre
y que ejerce su acción sobre toda la Iglesia, es una doctrina que prevaleció
en la Edad Media (9).
35. No hay inconveniente, alguno en que, ora por sentencia de un Concilio
universal o por hecho de todos los pueblos, el Sumo Pontificado sea
trasladado del obispo y de la ciudad de Roma a otro obispo y ciudad (9).
36. Una definición de un Concilio nacional no admite ulterior discusión y el
poder civil puede atenerse a ella en sus actos (9).
37. Pueden establecerse iglesias nacionales sustraidas y totalmente
separadas de la autoridad del Romano Pontífice (23 y 24).
38. Las demasiadas arbitrariedades de los Romanos Pontifices contribuyeron a
la división de la Iglesia en oriental y occidental (9).
§ VI. Errores sobre la sociedad civil, considerada ya en sí misma, ya en sus
relaciones con la Iglesia
39. El Estado, como quiera que es la fuente y origen de todos los derechos,
goza de un derecho no circunscrito por límite alguno (26).
40. La doctrina de la Iglesia Católica se opone al bien e intereses de la
sociedad humana (1 [v. 1634] y 4).
41. A la potestad civil, aun ejercida por un infiel, le compete poder
indirecto negativo sobre las cosas sagradas; a la misma, por ende, compete
no sólo el derecho que llaman exequatur, sino también el derecho llamado de
apelación ab abusu (9).
42. En caso de conflicto de las leyes de una y otra potestad, prevalece el
derecho civil (9).
43. El poder laico tiene autoridad para rescindir, declarar y anular —sin el
consentimiento de la Sede Apostólica y hasta contra sus reclamaciones— los
solemnes convenios (Concordatos) celebrados con aquélla sobre el uso de los
derechas relativos a la inmunidad eclesiástica (7 y 23).
44. La autoridad civil puede inmiscuirse en los asuntos que se refieren a la
religión, a las costumbres y al régimen espiritual. De ahí que pueda juzgar
sobre las instrucciones que los pastores de la Iglesia, en virtud de su
cargo, publican para norma de las conciencias, y hasta puede decretar sobre
la administración de los divinos sacramentos y de las disposiciones
necesarias para recibirlos (7 y 26).
45. El régimen total de las escuelas públicas en que se educa la juventud de
una nación cristiana, si se exceptúan solamente y bajo algún aspecto los
seminarios episcopales, puede y debe ser atribuído a la autoridad civil y de
tal modo debe atribuírsele que no se reconozca derecho alguno a ninguna otra
autoridad, cualquiera que ella sea, de inmiscuirse en la disciplina de las
escuelas, en el régimen de los estudios, en la colación de grados ni en la
selección o aprobación de los maestros (7 y 10).
46. Más aún, en los mismos seminarios de los clérigos el método de estudios
que haya de seguirse, está sometido a ia autoridad civil (18).
47. La perfecta constitución de la sociedad civil exige que las escuelas
populares que están abiertas a los niños de cualquier clase del pueblo y en
general los establecimientos públicos destinados a la enseñanza de las
letras y de las ciencias y a la educación de la juventud, queden exentos de
toda autoridad de la Iglesia, de toda influencia e intervención reguladora
suya, y se sometan al pleno arbitrio de la autoridad civil y política, en
perfecto acuerdo con las ideas de los que mandan y la norma de las opiniones
comunes de nuestro tiempo (31).
48. Los católicos pueden aprobar aquella forma de educar a la juventud que
prescinde de la fe católica y de la autoridad de la Iglesia y que mira sólo
o por lo menos primariamente al conocimiento de las cosas naturales y a los
fines de la vida social terrena (31).
49. La autoridad civil puede impedir que los obispos y el pueblo fiel se
comuniquen libre y mutuamente con el Romano Pontifice (26).
50. La autoridad laica tiene por sí misma el derecho de presentar a los
obispos y puede exigir de ellos que tomen la administración de sus diócesis
antes de que reciban la institución canónica de la Santa Sede y las Letras
apostólicas (18).
51. Más aún, el gobierno laico tiene el derecho de destituir a los obispos
del ejercicio del ministerio pastoral y no está obligado a obedecer al
Romano Pontífice en lo que se refiere a la institución de obispados y
obispos (8 y 12).
52. El gobierno puede por derecho propio cambiar la edad prescrita por la
Iglesia para la profesión religiosa tanto de hombres como de mujeres y
mandar a todas las órdenes religiosas que, sin su permiso, no admitan a
nadie a emitir los votos solemnes (18).
53. Deben derogarse las leyes relativas a la defensa de las órdenes
religiosas, de sus derechos y deberes; más aún, el gobierno civil puede
prestar ayuda a todos aquellos que quieran abandonar el instituto de vida
que abrazaron e infringir sus votos solemnes; y puede igualmente extinguir
absolutamente las mismas órdenes religiosas, así como las Iglesias
colegiatas y los beneficios simples, aun los de derecho de patronato, y
someter y adjudicar sus bienes y rentas a la administración y arbitrio de la
potestad civil (12, 14 y 15).
54. Los reyes y principes no sólo están exentos de la jurisdicción de la
Iglesia, sino que son superiores a la Iglesia cuando se trata de dirimir
cuestiones de jurisdicción (8).
55. La Iglesia ha de separarse del Estado y el Estado de la Iglesia (12).
§ VII. Errores sobre la ética natural y cristiana
56. Las leyes morales no necesitan de la sanción divina y en manera alguna
es necesario que las leyes humanas se conformen con el derecho natural o
reciban de Dios la fuerza obligatoria (26).
57. La ciencia de la filosoffa y de la moral, así como las leyes civiles,
pueden y deben apartarse de la autoridad divina y eclesiástica (26).
58. No hay que reconocer otras fuerzas, sino las que residen en la materia,
y toda la moral y honestidad ha de colocarse en acumular y aumentar, de
cualquier modo, las riquezas y en satisfacer las pasiones (26 y 28).
59. El derecho consiste en el hecho material; todos los deberes de los
hombres son un nombre vacio; todos los hechos humanos tienen fueria de
derecho (26).
60. La autoridad no es otra cosa que la suma del número y de las fuerzas
materiales (26).
61. La injusticia de un hecho afortunado no produce daño alguno a la
santidad del derecho (24).
62. Hay que proclamar y observar el principio llamado de no intervención
(22).
63. Es lícito negar la obediencia a los príncipes legítimos y hasta
rebelarse contra ellos (1, 2, 5 y 20).
64. La violación de un juramento por santo que sea, o cualquier otra acción
criminal y vergonzosa contra la ley sempiterna, no sólo no es reprobable,
sino absolutamente lícita y digna de las mayores alabanzas, cuando se
realiza por amor a la patria (4).
§ VIII. Errores sobre el matrimonio cristiano
65. No puede demostrarse por razón alguna que Cristo elevara el matrimonio a
la dignidad de sacramento (9)..
66. El sacramento del matrimonio no es más que un accesorio del contrato y
separable de él, y el sacramento mismo consiste únicamente en la bendición
nupcial (9).
67. El vínculo del matrimonio no es indisoluble por derecho de la
naturaleza, y en varios casos, la autoridad civil puede sancionar el
divorcio propiamente dicho (2 y 9 [v. 1640]).
68. La Iglesia no tiene poder para establecer impedimentos dirimentes del
matrimonio, sino que tal poder compete a la autoridad civil, que debe
eliminar los impedimentos existentes (8).
69. La Iglesia empezó a introducir en siglos posteriores los impedimentos
dirimentes, no por derecho propio, sino haciendo uso de aquel poder que la
autoridad civil le prestó (9).
70. Los cánones del Tridentino que fulminan censura de anatema contra
quienes se atrevan a negar a la Iglesia el poder de introducir impedimentos
dirimentes [v. 973 s], o no son dogmáticos o hay que entenderlos de este
poder prestado (9).
71. La forma del Tridentino no obliga bajo pena de nulidad [v. 990], cuando
la ley civil establece otra forma y quiere que, dada esta nueva forma, el
matrimonio sea válido (9).
72. Bonifacio VIII fué el primero que afirmó que el voto de castidad,
emitido en la ordenación, anula el matrimonio (9).
73. Entre cristianos puede darse verdadero matrimonio en virtud del contrato
meramente civil; es falso que el contrato de matrimonio entre cristianos es
siempre sacramento, o que no hay contrato, si se excluye el sacramento (9,
11, 12 [v. 1640] y 23).
74. Las causas matrimoniales y los esponsales pertenecen, por su misma
naturaleza, al fuero civil (9 y 12 [v. 1640]).
NB. Aquí pueden incluirse otros dos errores sobre la supresión del celibato
de los clérigos y de la superioridad del estado de matrimonio sobre el de
virginidad. El primero se condena en la Carta Encíclica Qui pluribus, de 9
de noviembre de 1846 (1) y el otro en las Letras apostólicas Multiplices
inter, de 10 de junio de 1851 (8).
§ IX. Errores sobre el principado civil del Romano Pontífice
75. Los hijos de la Iglesia Cristiana y Católica disputan entre sí sobre la
compatibilidad del reino temporal con el espiritual (9).
76. La derogación de la soberanía temporal de que goza la Sede Apostólica
contribuiría de modo extraordinario a la libertad y prosperidad de la
Iglesia (4 y 6).
NB. Aparte de estos errores, explícitamente señalados, se reprueban
implícitamente muchos otros por la doctrina propuesta y afirmada, que todos
los católicos deben mantener firmísimamente, sobre el poder temporal del
Romano Pontífice Esta doctrina está claramente enseñada en la Alocución
Quibus guantisque, de 20 de abril de 1849 (4); en la Alocución Si semper
antea. de 20 de mayo de 1850 (6); en las Letras apostólicas Cum cathollca
Ecclesia, de 20 de marzo de 1860 (20)- en la Alocución Novos et ante, de 28
de septiembre de 1860 (22); en la Alocucion lamdudum cernimus de 18 de marzo
de 1861 (24); en la Alocución Maxima quidem, de 9 dé junio de 1862 (26).
§ X. Errores relativos al liberalismo actual
77. En nuestra edad no conviene ya que la religión católica sea tenida como
la única religión del Estado, con exclusión de cualesquiera otros cultos
(16).
78. De ahi que laudablemente se ha provisto por ley en algunas regiones
católicas que los hombres que allá inmigran puedan públicamente ejercer su
propio culto cualquiera que fuere (12).
79. Efectivamente, es falso que la libertad civil de cualquier culto, asi
como la plena potestad concedida a todos de manifestar abierta y
públicamente cualesquiera opiniones y pensamientos, conduzca a corromper más
fácilmente las costumbres y espíritu de los pueblos y a propagar la peste
del indiferentismo (18).
80. El Romano Pontifice puede y debe reconciliarse y transigir con el
progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna (24).
CONCILIO VATICANO, 1869-1870
XX ecuménico (sobre la fe y la Iglesia)
SESION III
(24 de abril de 1870)
Constitución dogmática sobre la fe católica
... Mas ahora, sentándose y juzgando con Nos los obispos de todo el orbe,
reunidos en el Espiritu Santo para este Concilio Ecuménico por autoridad
nuestra, apoyados en la palabra de Dios escrita y tradicional tal como
santamente custodiada y genuinamente expuesta la hemos recibido de la
Iglesia Católica, hemos determinado proclamar y declarar desde esta cátedra
de Pedro en presencia de todos la saludable doctrina de Cristo, después de
proscribir y condenar —por la autoridad a Nos por Dios concedida— los
errores contrarios.
Cap. 1. De Dios, creador de todas las cosas
[Sobre Dios uno, vivo y verdadero y su distinción de la universidad de las
cosas]. La santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana cree y confiesa que
hay un solo Dios verdadero y vivo, creador y señor del cielo y de la tierra,
omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en su entendimiento y
voluntad y en toda perfección; el cual, siendo una sola sustancia
espiritual, singular, absolutamente simple e inmutable, debe ser predicado
como distinto del mundo, real y esencialmente, felicísimo en sí y de sí, e
inefablemente excelso por encima de todo lo que fuera de Él mismo existe o
puede ser concebido [Can. 1-4].
[Del acto de la creación en sí y en oposición a los errores modernos, y del
efecto de la creación]. Este solo verdadero Dios, por su bondad "y virtud
omnipotente", no para aumentar su bienaventuranza ni para adquirirla, sino
para manifestar su perfección por los bienes que reparte a la criatura, con
libérrimo designio, "juntamente desde el principio del tiempo, creó de la
nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, esto es, la
angélica y la mundana, y luego la humana, como común, constituída de
esplritu y cuerpo" [Conc. Later. IV, v. 428; Can 2 y 5].
[Consecuencia de la creación]. Ahora bien, todo lo que Dios creó, con su
providencia lo conserva y gobierna, alcanzando de un confín a otro
poderosamente y disponiéndolo todo suavemente [cf. Sap. 8, 1]. Porque todo
está desnudo y patente ante sus ojos [Hebr. 4, 13], aun lo que ha de
acontecer por libre acción de las criaturas.
Cap. 2. De la revelación
[Del hecho de la revelación sobrenatural positiva]. La misma santa Madre
Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas,
puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana
partiendo de las cosas creadas; porque lo invisible de Él, se ve, partiendo
de la creación del mundo, entendido por medio de lo que ha sido hecho [Rom.,
1, 20]; sin embargo, plugo a su sabiduría y bondad revelar al género humano
por otro camino, y éste sobrenatural, a sí mismo y los decretos eternos de
su voluntad, como quiera que dice el Apóstol: Habiendo Dios hablado antaño
en muchas ocasiones y de muchos modos a nuestros padres por los profetas,
últimamente, en estos mismos días, nos ha hablado a nosotros por su Hijo
[Hebr. 1, 1 s; Can. 1].
[De la necesidad de la revelación]. A esta divina revelación hay ciertamente
que atribuir que aquello que en las cosas divinas no es de suyo inaccesible
a la razón humana, pueda ser conocido por todos, aun en la condición
presente del género humano, de modo fácil, con firme certeza y sin mezcla de
error alguno. Sin embargo, no por ello ha de decirse que la revelación sea
absolutamente necesaria, sino porque Dios, por su infinita bondad, ordenó al
hombre a un fin sobrenatural, es decir, a participar bienes divinos que
sobrepujan totalmente la inteligencia de la mente humana; pues a la verdad
ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni ha probado el corazón del hombre lo que
Dios ha preparado para los que le aman [1 Cor. 2, 9; Can. 2 y 3].
[De las fuentes de la revelación]. Ahora bien, esta revelación sobrenatural,
según la fe de la Iglesia universal declarada por el santo Concilio de
Trento, "se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no
escritas, que recibidas por los Apóstoles de boca de Cristo mismo, o por los
mismos Apóstoles bajo la inspiración del Esplritu Santo transmitidas como de
mano en mano, han llegado hasta nosotros" [Conc. Trid., v. 783]. Estos
libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, integros con todas sus partes,
tal como se enumeran en el decreto del mismo Concilio, y se contienen en la
antigua edición Vulgata latina, han de ser recibidos como sagrados y
canónicos. Ahora bien, la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no
porque compuestos por sola industria humana, hayan sido luego aprobados por
ella; ni solamente porque contengan la revelación sin error; sino porque
escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como
tales han. sido transmitidos a la misma Iglesia [Can. 4].
[De la interpretación de la Sagrada Escritura]. Mas como quiera que hay
algunos que exponen depravadamente lo que el santo Concilio de Trento, para
reprimir a los ingenios petulantes, saludablemente decretó sobre la
interpretación de la Escritura divina, Nos, renovando el mismo decreto,
declaramos que su mente es que en materias de fe y costumbres que atañen a
la edificación de la doctrina cristiana, ha de tenerse por verdadero sentido
de la Sagrada Escritura aquel que sostuvo y sostiene la santa madre Iglesia,
a quien toca juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras
santas; y, por tanto, a nadie es llcito interpretar la misma Escritura
Sagrada contra este sentido ni tampoco contra el sentir unánime de los
Padres.
Cap. 3. De la fe
[De la definición de la fe]. Dependiendo el hombre totalmente de Dios como
de su creador y señor, y estando la razón humana enteramente sujeta a la
Verdad increada; cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe
plena obediencia de entendimiento y de voluutad [Can. 1]. Ahora bien, esta
fe que "es el principio de la humana salvación" [cf. 801], la Iglesia
Católica profesa que es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración
y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido
revelado, no por la intrlnseca verdad de las cosas, percibida por la luz
natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el
cual no puede ni engañarse ni engañarnos [Can. 2]. Es, en efecto, la fe, en
testimonio del Apóstol, sustancia de las cosas que se esperan, argumento de
lo que no aparece [Hebr. 11, 1].
[La fe es conforme a la razón]. Sin embargo, para que el obsequio de nuestra
fe fuera conforme a la razón [cf. Rom. 12, 1], quiso Dios que a los auxilios
internos del Espiritu Santo se juntaran argumentos externos de su
revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las
profecias que, mostrando de consuno luminosamente la omnipotencia y ciencia
infinita de Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de
todos, de la revelación divina [Can. 3 y 4]. Por eso, tanto Moisés y los
profetas, como sobre todo el mismo Cristo Señor, hicieron y pronunciaron
muchos y clarísimos milagros y profecias ¡ y de los Apóstoles leemos: Y
ellos marcharon y predicaron por todas partes, cooperando el Señor y
confirmando su palabra con los signos que se seguían [Mc. 16, 20]. Y
nuevamente está escrito: Tenemos palabra profética más firme, a la que
hacéis bien en atender como a una antorcha que brilla en un lugar tenebroso
[2 Petr. 1, 19).
[La fe es en sí misma un don de Dios]. Mas aun cuando el asentimiento de la
fe no sea en modo alguno un movimiento ciego del alma; nadie, sin embargo,
"puede consentir a la predicación evangélica", como es menester para
conseguir la salvación, "sin la iluminación e inspiración del Espiritu
Santo, que da a todos suavidad en consentir y creer a la verdad" [Conc. de
Orange, v. 178 ss]. Por eso, la fe, aun cuando no obre por la caridad [cf.
Gal. 5, 6], es en sí misma un don de Dios, y su acto es obra que pertenece a
la salvación; obra por la que el hombre presta a Dios mismo libre
obediencia, consintiendo y cooperando a su gracia, a la que podria resistir
[cf. 797 s ¡ Can. 5].
[Del objeto de la fe]. Ahora bien, deben creerse con fe divina y católica
todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o
tradicional, y son propuestas por la Iglesia para ser creidas como
divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora por su ordinario y
universal magisterio.
[De la nacesidad de abrazar y conservar la fe]. Mas porque sin la fe... es
imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6] y llegar al consorcio de los hijos de
Dios; de ahi que nadie obtuvo jamás la justificación sin ella, y nadie
alcanzará la salvación eterna, si no perseverare en ella hasta el fin [Mt.
10, 22; 24, 13]. Ahora bien, para que pudiéramos cumplir el deber de abrazar
la fe verdadera y perseverar constantemente en ella, instituyó Dios la
Iglesia por medio de su Hijo unigénito y la proveyó de notas claras de su
institución, a fin de que pudiera ser reconocida por todos como guardiana y
maestra de la palabra revelada.
[Del auxilio divino externo para cumplir el deber de la fe]. Porque a la
Iglesia Católica sola pertenecen todas aquellas cosas, tantas y tan
maravillosas, que han sido divinamente dispuestas para la evidente
credibilidad de la fe cristiana. Es más, la Iglesia por sí misma, es decir,
por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en
toda suerte de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es
un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su
divina legación.
[Del auxilio divino interno para lo mismo]. De lo que resulta que ella
misma, como una bandera levantada para las naciones [Is. 11, 12], no sólo
invita a sí a los que todavia no han creído, sino que da a sus hijos la
certeza de que la fe que profesan se apoya en fundamento firmlsimo. A este
testimonio se añade el auxilio eficaz de la virtud de lo alto. Porque el
benignlsimo Señor excita y ayuda con su gracia a los errantes, para que
puedan llegar al conocimiento de la verdad [1 Tim. 2, 4], y a los que
trasladó de las tinieblas a su luz admirable [1 Petr. 2, 9], los confirma
con su gracia para que perseveren en esa misma luz, no abandonándolos, si no
es abandonado [v. 804]. Por eso, no es en manera alguna igual la situación
de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad
católica y la de aquellos que, llevados de opiniones humallas, siguen una
religión falsa; porque los que han recibido la fe bajo el magisterio de la
Iglesia no pueden jamás tener causa justa de cambiar o poner en duda esa
misma fe [Can. 6]. Siendo esto así, dando gracias a Dios Padre que nos hizo
dignos de entrar a la parte de la herencia de los santos en 1a luz [Col. 1,
12], no descuidemos salvación tan grande, antes bien, mirando al autor y
consumador de nuestra fe, Jesus, mantengamos inflexible la confesión de
nuestra esperanza [Hebr. 12, 2; 10, 2].
Cap. 4 De la fe y la razón
[Del doble orden de conocimiento]. El perpetuo sentir de la Iglesia Católica
sostuvo también y sostiene que hay un doble orden de conocimiento, distinto
no sólo por su principio, sino tan bién por su objeto; por su principio,
primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe
divina; por su objeto también, porque aparte aquellas cosas que la razón
natural puede alcanzar; se nos proponen para creer misterios escondidos en
Dios de los que a no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener
noticia [Can. 1]. Por eso el Apóstol, que atestigua que Dios es conocido por
los gentiles por medio de las cosas que han sido hechas [Rom. 1, 20]; sin
embargo, cuando habla de la gracia y de la verdad que ha sido hccha por
medio de Jesucristo [cf. Ioh. 1, 17], manifiesta: Proclamamos la sabiduría
de Dios en el misterio; sabiduría que está escondida, que Dios predestinó
antes de los siglos para gloria nuestra, que ninguno de los principes de
este mundo ha conocido...; pero a nosotros Dios nos la ha revelado por medio
de su Espíritu. Porque el Espíritu, todo lo escudrina, aun las profundidades
de Dios [1 Cor. 2, 7, 8 y 10]. Y el Unigénito mismo alaba al Padre, porque
escondió estas cosas a los sabios y prudentes y se las reveló a los
pequeñuelos [cf. Mt. 11, 25~.
[De la parte que toca a la razón en el cultivo de la verdad sobrenatural.]
Y, ciertamente, la razón ilustrada por la fe, cuando busca cuidadosa, pía y
sobriamente, alcanza por don de Dios alguna inteligencia, y muy fructuosa,
de los misterios, ora por analogía de lo que naturalmente conoce, ora por la
conexión de los misterios mismos entre sí y con el fin último del hombre;
nunca, sin embargo, se vuelve idónea para entenderlos totalmente, a la
manera de las verdades que constituyen su propio objeto. Porque los
misterios divinos, por su propia naturaleza, de tal manera sobrepasan el
entendimiento creado que, aun enseñados por la revelación y aceptados por la
fe; siguen, no obstante, encubiertos por el velo de la misma fe y envueltos
de cierta oscuridad, mientras en esta vida mortal peregrinamos lejos del
Señor; pues por fe caminamos y no por visión [2 Cor. 5, 6 s].
[De la imposibilidad de conflicto entre la fe y la razón]. Pero, aunque la
fe esté por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera disensión
puede jamás darse entre la fe y la razón como quiera que el mismo Dios que
revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma humana la luz de
la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir jamás
a la verdad. Ahora bien, la vana apariencia de esta contradicción se origina
principalmente o de que los dogmas de la fe no han sido entendidos y
expuestos según la mente de la Iglesia, o de que las fantasías de las
opiniones son tenidas por axiomas de la razón. Así, pues, "toda aserción
contraria a la verdad de la fe iluminada, definimos que es absolutamente
falsa" [V Concilio de Letrán; v. 738]. Ahora bien, la Iglesia, que recibió
juntamente con el cargo apostólico de enseñar, el mandato de custodiar el
depósito de la fe, tiene también divinamente el derecho y deber de
proscribir la ciencia de falso nombre [1 Tim. 6, 20], a fin de que nadie se
deje engañar por la filosofía y la vana falacia [cf. Col. 2, 8; Can 2]. Por
eso, no sólo se prohibe a todos los fieles cristianos defender como
legítimas conclusiones de la ciencia las opiniones que se reconocen como
contrarias a la doctrina de la fe, sobre todo si han sido reprobadas por la
Iglesia, sino que están absolutamente obligados a tenerlas más bien por
errores que ostentan la falaz apariencia de la verdad.
[De la mutua ayuda de la fe y la razón y de la justa libertad de la
ciencia]. Y no sólo no pueden jamás disentir entre sí la fe y la razón, sino
que además se prestan mutua ayuda, como quiera que la recta razón demuestra
los fundamentos de la fe y, por la luz de ésta ilustrada, cultiva la ciencia
de las cosas divinas; y la fe, por su parte, libra y defiende a la razón de
los errores y la provee de múltiples conocimientos. Por eso, tan lejos está
la Iglesia de oponerse al cultivo de las artes y disciplinas humanas, que
más bien lo ayuda y fomenta de muchos modos. Porque no ignora o desprecia
las ventajas que de ellas dimanan para la vida de los hombres; antes bien
confiesa que, así como han venido de Dios, que es Señor de las ciencias [1
Reg. 2, 3]; así, debidamente tratadas, conducen a Dios con la ayuda de su
gracia. A la verdad, la Iglesia no veda que esas disciplinas, cada una en su
propio ámbito, use de sus principios y método propio; pero, reconociendo
esta justa libertad, cuidadosamente vigila que no reciban en sí mismas
errores, al oponerse a la doctrina divina, o traspasando sus propios límites
invadan y perturben lo que pertenece a la fe.
[Del verdadero progreso ae la ciencia natural y revelada]. Y, en efecto, la
doctrina de la fe que Dios ha revelado, no ha sido propuesta como un
hallazgo filosófico que deba ser perfeccionado por los ingenios humanos,
sino entregada a la Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser
fielmente guardada e infaliblemente declarada. De ahí que también hay que
mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez
declaró la santa madre Iglesia y jamás hay que apartarse de ese sentido so
pretexto y nombre de una más alta inteligencia [Can. 3]. "Crezca, pues, y
mucho y poderosamente se adelante en quilates, la inteligencia, ciencia y
sabiduría de todos y de cada uno, ora de cada hombre particular, ora de toda
la Iglesia universal, de las edades y de los siglos; pero solamente en su
propio género, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma
sentencia".
Cánones [sobre la fe católica]
1. De Dios creador de todas las cosas
1. [Contra todos los errores acerca de la existencia de Dios creador]. Si
alguno negare al solo Dios verdadero creador y sefior de las cosas visibles
e invisibles, sea anatema [cf. 17823.
2. [Contra el materialismo.] Si alguno no se avergonzare de afirmar que nada
existe fuera de la materia, sea anatema [cf. 1783].
3. [Contra el panteísmo.] Si alguno dijere que es una sola: y la misma la
sustancia o esencia de Dios y la de todas las cosas, sea anatema [cf. 17823.
4. [Contra las formas especiales del panteísmo.] Si alguno dijere que las
cosas finitas, ora corpóreas, ora espirituales, o por lo menos las
espirituales, han emanado de la sustancia divina, o que la divina esencia
por manifestación o evolución de sí, se hace todas las cosas, o, finalmente,
que Dios es el ente universal o indefinido que, determinándose a sí mismo,
constituye la universalidad de las cosas, distinguida en géneros, especies e
individuos, sea anatema.
5. [Contra los pantéístas y materialistas.] Si alguno no confiesa que el
mundo y todas las cosas que en él se contienen, espirituales y materiales,
han sido producidas por Dios de la nada según toda su sustancia [cf. 1783],
[contra los güntherianos] o dijere que Dios no creó por libre voluntad, sino
con la misma necesidad con que se ama necesariamente a sí mismo [cf. 1783],
[contra güntherianos y hermesianos] o negare que el mundo ha sido creado
para gloria de Dios, sea anatema.
2. De la revelación
1. [Contra los que niegan la teología natural.] Si alguno dijere que Dios
vivo y verdadero, creador y señor nuestro, no puede ser conocido con certeza
por la luz natural de la razón humana por medio de las cosas que han sido
hechas, sea anatema [cf. 1785].
2. [Contra los deístas.] Si alguno dijere que no es posible o que no
conviene que el hombre sea enseñado por medio de la revelación divina acerca
de Dios y del culto que debe tributársele, sea anatema [cf. 1786].
3. [Contra los progresistas.] Si alguno dijere que el hombre no puede ser
por la acción de Dios levantado a un conocimiento y perfección que supere la
natural, sino que puede y debe finalmente llegar por sí mismo, en constante
progreso, a la posesión de toda verdad y de todo bien, sea anatema.
4. Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada
Escritura, íntegros con todas sus partes, tal como los enumeró el santo
Concilio de Trento [v. 783 s], o negare que han sido divinamente inspirados,
sea anatema.
3, De la fe
1. [Contra la autonomía de la razón.] Si alguno dijere que la razón humana
es de tal modo independiente que no puede serle imperada la fe por Dios, sea
atlatema [cf. 1789].
2. [Deben tenerse por verdad algunas cosas que la razón no alcanza por si
misma.] Si alguno dijere que la fe divina no se distingue de la ciencia
natural sobre Dios y las cosas morales y que, por tanto, no se requiere para
la fe divina que la verdad revelada sea creída por la autoridad de Dios que
revela, sea anatema [cf. 1789].
3. [Deben guardarse en la fe misma los derechos de la razón.] Si alguno
dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos externos
y que, por lo tanto, deben los hombres moverse a la fe por sola la
experiencia interna de cada uno y por la inspiración privada, sea anatema
[cf. 1790].
4. [De la demostrabilidad de la revelacioin.] Si alguno dijere que no puede
darse ningún milagro y que, por ende, todas las narraciones sobre ellos, aun
las contenidas en la Sagrada Escritura, hay que relegarlas entre las fábulas
o mitos, o que los milagros no pueden nunca ser conocidos con certeza y que
con ellos no se prueba legítimamente el origen divino de la religión
cristiana, sea anatema [cf. 1790].
5. [Libertad de la fe y necesidad de la gracia: contra Hermes; v. 1618 ss.]
Si alguno dijere que el asentimiento a la fe cristiana no es libre, sino que
se produce necesariamente por los argumentos de la razón; o que la gracia de
Dios sólo es necesaria para la fe viva que obra por la caridad [Ga]. 5, 6],
sea anatema [cf. 1791].
6. [Contra la duda positiva de Hermes; v. 1619.] Si alguno dijere que es
igual la condición de los fie]es y la de aquellos que todavía uo han llegado
a la única fe verdadera, de suerte que los católicos pueden tener causa
justa de poner en duda, suspendido el asentitniento, la fe que ya han
recibido bajo el magisterio de la Iglesia, hasta que terminen la
demostración científica de la credibilidad y verdad de su fe, sea anatema
[cf. 1794].
4. De la fe y la razón
[Contra los pseudofilósofos y pseudoteólogos, sobre los que se habla ('en
1679 ss]
1. Si alguno dijere que en la revelación divina no se contiene ningún
verdadero y propiamente dicho misterio, sino que todos los dogmas de la fe
pueden ser entendidos y demostrados por medio de la razón debidamente
cultivada partiendo de sus principios naturales, sea anatema [cf. 1795 s].
2. Si alguno dijere que las disciplinas humanas han de ser tratadas con tal
libertad, que sus afirmaciones han de tenerse por verdaderas, aunque se
opongan a la doctrina revelada, y que no pueden ser proscritas por la
Iglesia, sea anatema [cf. 1797-1799].
3. Si alguno dijere que puede suceder que, según el progreso de la ciencia,
haya que atribuir alguna vez a los dogmas propuestos por la Iglesia un
sentido distinto del que entendió y entiende la misma Iglesia, sea anatema
[cf. 1800].
Así, pues, cumpliendo lo que debemos a nuestro deber pastoral, por las
entrañas de Cristo suplicamos a todos sus fieles y señaladamente a los que
presiden o desempeñan cargo de enseñar, y a par por la autoridad del mismo
Dios y Salvador nuestro les mandamos que pongan todo empeño y cuidado en
apartar y eliminar de la Santa Iglesia estos errores y difundir la luz de la
fe purísima.
Mas como no basta evitar el extravío herético, si no se huye también
diligentísimamente de aquellos errores que más o menos se aproximan a aquél,
a todos avisamos del deber de guardar también las constituciones y decretos
por los que tales opiniones extraviadas, que aquí no se enumeran
expresamente, han sido proscritas y prohibidas por esta Santa Sede.
SESION IV
(18 de julio de 1870)
Constitución dogmática I sobre la Iglesia de Cristo
[De la institución y fundamento de la Iglesia.] El Pastor eterno y guardián
de nuestras almas [1 Petr. 2, 25], para convertir en perenne la obra
saludable de la redención, decretó edificar la Santa Iglesia en la que, como
en casa del Dios vivo, todos los fieles estuvieran unidos por el vínculo de
una sola fe y caridad. Por lo cual, antes de que fuera glorificado, rogó al
Padre, no sólo por los Apóstoles, sino también por todos los que habían de
creer en El por medio de la palabra de aquéllos, para que todos fueran una
sola cosa, a la manera que el mismo Hijo y el Padre son una sola cosa [Ioh.
17, 20 s]. Ahora bien, a la manera que envió a los Apóstoles —a quienes se
había escogido del mundo—, como Él mismo había sido enviado por el Padre
[Ioh. 20, 21]; así quiso que en su Iglesia hubiera pastores y doctores hasta
la consumación de los siglos [Mt. 28, 20]. Mas para que el episcopado mismo
fuera uno e indiviso y la universal muchedumbre de los creyentes se
conservara en la unidad de la fe y de la comunión por medio de los
sacerdotes coherentes entre sí; al anteponer al bienaventurado Pedro a los
demás Apóstoles, en él instituyó un principio perpetuo de una y otra unidad
y un fundamento visible, sobre cuya fortaleza se construyera un templo
eterno, y la altura de la Iglesia, que había de alcanzar el cielo, se
levantara sobre la firmeza de esta fe. y puesto que las puertas del
infierno, para derrocar, si fuera posible, a la Iglesia, se levantan por
doquiera con odio cada día mayor contra su fundamento divinamente asentado;
Nos, juzgamos ser necesario para la guarda, incolumidad y aumento de la grey
católica, proponer con aprobación del sagrado Concilio, la doctrina sobre la
institución, perpetuidad y naturaleza del sagrado primado apostólico —en que
estriba la fuerza y solidez de toda la Iglesia—, para que sea creída y
mantenida por todos los fieles, según la antigua y constante fe de la
Iglesia universal, y a la vez proscribir y condenar los errores contrarios,
en tanto grado perniciosos al rebaño del Señor.
Cap. 1. De la institución del primado apostólico en el bienaventurado Pedro
[Contra los herejes y cismáticos.] Enseñamos, pues, y declaramos que, según
los testimonios del Evangelio, el primado de jurisdicción sobre la Iglesia
universal de Dios fue prometido y conferido inmediata y directamente al
bienaventurado Pedro por Cristo Nuestro Señor. Porque sólo a Simón —a quien
ya antes había dicho: Tú te llamarás Cefas [Ioh. 1, 42)—, después de
pronunciar su confesión: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, se dirigió
el Señor con estas solemnes palabras: Bienaventurado eres, Simón, hijo de
Jonás, porque ni la carne ni la sangre te lo ha revelado, sino mi Padre que
está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra
ella, y a ti te daré las llaves del reino de los cielos. Y cuanto atares
sobre la tierra, será atado también en los cielos; y cuanto desatares sobre
la tierra, será desatado también en el cielo [Mt. 16, 16 ss]. [Contra
Richer, etc.v. 1503]. Y sólo a Simón Pedro confirió Jesús después de su
resurrección la jurisdicción de pastor y rector supremo sobre todo su
rebaño, diciendo: "Apacienta a mis corderos". "Apacienta a mis ovejas" [Ioh.
21, 15 ss].
A esta tan manifiesta doctrina de las Sagradas Escrituras, como ha sido
siempre entendida por la Iglesia Católica, se oponen abiertamente las
torcidas sentencias de quienes, trastornando la forma de régimen instituída
por Cristo Señor en su Iglesia, niegan que sólo Pedro fuera provisto por
Cristo del primado de jurisdicción verdadero y propio, sobre los demás
Apóstoles, ora aparte cada uno, ora todos juntamente. Igualmente se oponen
los que afirman que ese primado no fue otorgado inmediata y directamente al
mismo bienaventurado Pedro, sino a la Iglesia, y por medio de ésta a él,
como ministro de la misma Iglesia.
[Canon.] Si alguno dijere que el bienaventurado Pedro Apóstol no fue
constituído por Cristo Señor, príncipe de todos los Apóstoles y cabeza
visible de toda la Iglesia militante, o que recibió directa e inmediatamente
del mismo Señor nuestro Jesucristo solamente primado de honor, pero no de
verdadera y propia jurisdicción, sea anatema.
Cap. 2. De la perpetuidad del primado del bienaventurado Pedro en los
Romanos Pontífices
Ahora bien, lo que Cristo Señor, príncipe de los pastores y gran pastor de
las ovejas, instituyó en el bienaventurado Apóstol Pedro para perpetua salud
y bien perenne de la Iglesia, menester es dure perpetuamente por obra del
mismo Señor en la Iglesia que, fundada sobre la piedra, tiene que permanecer
firme hasta la consumación de los siglos. "A nadie a la verdad es dudoso,
antes bien, a todos los siglos es notorio que el santo y beatísimo Pedro,
príncipe y cabeza de los Apóstoles, columna de la fe y fundamento de la
Iglesia Católica, recibió las llaves del reino de manos de nuestro Señor
Jesucristo, Salvador y Redentor del género humano; y, hasta el tiempo
presente y siempre, sigue viviendo y preside y ejerce el juicio en sus
sucesores" [cf. Concilio de Éfeso, v. 112], los obispos de la santa Sede
Romana, por él fundada y por su sangre consagrada. De donde se sigue que
quienquiera sucede a Pedro en esta cátedra, ése, según la institución de
Cristo mismo, obtiene el primado de Pedro sobre la Iglesia universal.
"Permanece, pues, la disposición de la verdad, y el bienaventurado Pedro,
permaneciendo en la fortaleza de piedra que recibiera, no abandona el timón
de la Iglesia que una vez empuñara".
Por esta causa, fue "siempre necesario que" a esta Romana Iglesia, "por su
más poderosa principalidad, se uniera toda la Iglesia, es decir, cuantos
fieles hay, de dondequiera que sean", a fin de que en aquella Sede de la que
dimanan todos "los derechos de la veneranda comunión", unidos como miembros
en su cabeza, se trabaran en una sola trabazón de cuerpo.
[Canon.] Si alguno, pues, dijere que no es de institución de Cristo mismo,
es decir, de derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga perpetuos
sucesores en el primado sobre la Iglesia universal; o que el Romano
Pontífice no es sucesor del bienaventurado Pedro en el mismo primado, sea
anatema.
Cap. 3. De la naturaleza y razón del primado del Romano Pontífice
[Afirmación del primado.] Por tanto, apoyados en los claros testimonios de
las Sagradas Letras y siguiendo los decretos elocuentes y evidentes, ora de
nuestros predecesores los Romanos Pontífices, ora de los Concilios
universales, renovamos la definición del Concilio Ecuménico de Florencia,
por la que todos los fieles de Cristo deben creer que "la Santa Sede
Apostólica y el Romano Pontífice poseen el primado sobre todo el orbe, y que
el mismo Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de
los Apóstoles, y verdadero vicario de Jesucristo y cabeza de toda la
Iglesia, y padre y maestro de todos los cristianos; y que a él le fue
entregada por nuestro Señor Jesucristo, en la persona del bienaventurado
Pedro, plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal,
tal como aun en las actas de los Concilios Ecuménicos y en los sagrados
Cánones se contiene" [v. 694].
[Consecuencias negadas por los innvadores.] Enseñamos, por ende, y
declaramos, que la Iglesia Romana, por disposición del Señor, posee el
principado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y que esta potestad
de jurisdicción del Romano Pontífice, que es verdaderamente episcopal, es
inmediata. A esta potestad están obligados por el deber de subordinación
jerárquica y de verdadera obediencia los pastores y fieles de cualquier rito
y dignidad, ora cada uno separadamente, ora todos juntamente, no sólo en las
materias que atañen a la fe y a las costumbres, sino también en lo que
pertenece a la disciplina y régimen de la Iglesia difundida por todo el
orbe; de suerte que, guardada con el Romano Pontífice esta unidad tanto de
comunión como de profesión de la misma fe, la Iglesia de Cristo sea un solo
rebaño bajo un solo pastor supremo. Tal es la doctrina de la verdad
católica, de la que nadie puede desviarse sin menoscabo de su fe y
salvación.
[De la jurisdicción del Romano Pontífice y de los obispos.] Ahora bien, tan
lejos está esta potestad del Sumo Pontífice de dañar a aquella ordinaria e
inmediata potestad de jurisdicción episcopal por la que los obispos que,
puestos por el Espíritu Santo [cf. Act. 20, 28], sucedieron a los Apóstoles,
apacientan y rigen, como verdaderos pastores, cada uno la grey que le fue
designada; que más bien esa misma es afirmada, robustecida y vindicada por
el pastor supremo y universal, según aquello de San Gregorio Magno: "Mi
honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es el sólido vigor de
mis hermanos. Entonces soy yo verdaderamente honrado, cuando no se niega el
honor que a cada uno es debido".
[De la libre comunicación con todos los fieles. ] Además de la suprema
potestad del Romano Pontífice de gobernar la Iglesia universal, síguese para
él el derecho de comunicarse libremente en el ejercicio de este su cargo con
los pastores y rebaños de toda la Iglesia, a fin de que puedan ellos ser por
él regidos y enseñados en el camino de la salvación. Por eso, condenamos y
reprobamos las sentencias de aquellos que dicen poderse impedir lícitamente
esta comunicación del cabeza supremo con los pastores y rebaños, o la
someten a la potestad secular, pretendiendo que cuanto por la Sede
Apostólica o por autoridad de ella se estatuye para el régimen de la
Iglesia, no tiene fuerza ni valor, si no se confirma por el placet de la
potestad secular [v. 1847].
[Del recurso al Romano Pontífice como juez supremo.] Y porque el Romano
Pontífice preside la Iglesia universal por el derecho divino del primado
apostólico, enseñamos también y declaramos que él es el juez supremo de los
fieles [cf. 1500] y que, en todas las causas que pertenecen al fuero
eclesiástico, puede recurrirse al juicio del mismo [v. 466]; en cambio, el
juicio de la Sede Apostólica, sobre la que no existe autoridad mayor, no
puede volverse a discutir por nadie, ni a nadie es lícito juzgar de su
juicio [cf. 330 ss]. Por ello, se salen fuera de la recta senda de la verdad
los que afirman que es lícito apelar de los juicios de los Romanos
Pontífices al Concilio Ecuménico, como a autoridad superior a la del Romano
Pontífice.
[Canon.] Así, pues, si alguno dijere que el Romano Pontífice tiene sólo
deber de inspección y dirección, pero no plena y suprema potestad de
jurisdicción sobre la Iglesia universal, no sólo en las materias que
pertenecen a la fe y a las costumbres, sino también en las de régimen y
disciplina de la Iglesia difundida por todo el orbe, o que tiene la parte
principal, pero no toda la plenitud de esta suprema potestad; o que esta
potestad suya no es ordinaria e inmediata, tanto sobre todas y cada una de
las Iglesias, como sobre todos y cada uno de los pastores y de los fieles,
sea anatema.
Cap. 4. Del magisterio infalible del Romano Pontífice
[Argumentos tomados de los documentos públicos.] Ahora bien, que en el
primado apostólico que el Romano Pontífice posee, como sucesor de Pedro,
príncipe de los Apóstoles, sobre toda la lglesia, se comprende también la
suprema potestad de magisterio, cosa es que siempre sostuvo esta Santa Sede,
la comprueba el uso perpetuo de la Iglesia y la declararon los mismos
Concilios ecuménicos, aquellos en primer lugar en que Oriente y Occidente se
juntaban en unión de fe y caridad. En efecto, los Padres del Concilio cuarto
de Constantinopla, siguiendo las huellas de los mayores, publicaron esta
solemne profesión: "La primera salvación es guardar la regla de la recta fe
[...] Y como no puede pasarse por alto la sentencia de nuestro Señor
Jesucristo que dice: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia
[Mt. 16, 18], esto que fue dicho se comprueba por la realidad de los
sucesos, porque en la Sede Apostólica se guardó siempre sin mácula la
Religión Católica, y fue celebrada la santa doctrina. No deseando, pues, en
manera alguna separarnos de la fe y doctrina de esta Sede [...] esperamos
que hemos de merecer hallarnos en la única comunión que predica la Sede
Apostólica, en que está la íntegra y verdadera solidez de la religión
cristiana" [cf. 171 s].
Y con aprobación del Concilio segundo de Lyon, los griegos profesaron: Que
la Santa Iglesia Romana posee el sumo y pleno primado y principado sobre
toda la Iglesia Católica que ella veraz y humildemente reconoce haber
recibido con la plenitud de la potestad de parte del Señor mismo en la
persona del bienaventurado Pedro, príncipe o cabeza de los Apóstoles, de
quien el Romano Pontífice es sucesor; y como está obligada más que las demás
a defender la verdad de la fe, así las cuestiones que acerca de la fe
surgieren, deben ser definidas por su juicio" [cf. 466].
En fin, el Concilio de Florencia definió: "Que el Romano Pontífice es
verdadero vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia y padre y maestro de
todos los cristianos, y a él, en la persona de San Pedro, le fue entregada
por nuestro Señor Jesucristo la plena potestad de apacentar, regir y
gobernar a la Iglesia universal" [v. 694].
[Argumento tomado del consentimiento de la Iglesia.] En cumplir este cargo
pastoral, nuestros antecesores pusieron empeño incansable, a fin de que la
saludable doctrina de Cristo se propagara por todos los pueblos de la
tierra, y con igual cuidado vigilaron que allí donde hubiera sido recibida,
se conservara sincera y pura. Por lo cual, los obispos de todo el orbe, ora
individualmente, ora congregados en Concilios, siguiendo la larga costumbre
de las Iglesias y la forma de la antigua regla dieron cuenta particularmente
a esta Sede Apostólica de aquellos peligros que surgían en cuestiones de fe,
a fin de que allí señaladamente se resarcieran los daños de la fe, donde la
fe no puede sufrir mengua. Los Romanos Pontífices, por su parte, según lo
persuadía la condición de los tiempos y de las circunstancias, ora por la
convocación de Concilios universales o explorando el sentir de la Iglesia
dispersa por el orbe, ora por sínodos particulares, ora empleando otros
medios que la divina Providencia deparaba, definieron que habían de
mantenerse aquellas cosas que, con la ayuda de Dios, habían reconocido ser
conformes a las Sagradas Escrituras y a las tradiciones Apostólicas; pues no
fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por
revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su
asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación
trasmitida por los Apósloles, es decir el depósito de la fe. Y, ciertamente,
la apostólica doctrina de ellos, todos los venerables Padres la han abrazado
y los Santos Doctores ortodoxos venerado y seguido, sabiendo plenísimamente
que esta Sede de San Pedro permanece siempre intacta de todo error, según la
promesa de nuestro divino Salvador hecha al príncipe de sus discípulos: Yo
he rogado por ti, a fin de que no desfallezca tu fe y tú, una vez
convertido, confirma a tus hermanos [Lc. 22, 32].
Así, pues, este carisma de la verdad y de la fe nunca deficiente, fue
divinamente conferido a Pedro y a sus sucesores en esta cátedra, para que
desempeñaran su excelso cargo para la salvación de todos; para que toda la
grey de Cristo, apartada por ellos del pasto venenoso del error, se
alimentara con el de la doctrina celeste; para que, quitada la ocasión del
cisma, la Iglesia entera se conserve una, y, apoyada en su fundamento, se
mantenga firme contra las puertas del infierno.
[Definición de la infalibilidad.] Mas como quiera que en esta misma edad en
que más que nunca se requiere la eficacia saludable del cargo apostólico, se
hallan no pocos que se oponen a su autoridad, creemos ser absolutamente
necesario afirmar solemnemente la prerrogativa que el Unigénito Hijo de Dios
se dignó juntar con el supremo deber pastoral.
Así, pues, Nos, siguiendo la tradición recogida fielmente desde el principio
de la fe cristiana, para gloria de Dios Salvador nuestro, para exaltación de
la fe católica y salvación de los pueblos cristianos, con aprobación del
sagrado Concilio, enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que
el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra —esto es, cuando cumpliendo su
cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema
autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser
sostenida por la Iglesia universal—, por la asistencia divina que le fue
prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella
infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su
Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por
tanto, que las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí
mismas y no por el consentimiento de la Iglesia.
[Canon.] Y si alguno tuviere la osadía, lo que Dios no permita, de
contradecir a esta nuestra definición, sea anatema.
De la doble potestad en la tierra
[De la Encíclica Etsi multa luctuosa, de 21 de noviembre de 1873]
... La fe, sin embargo, enseña y la razón humana demuestra que existe un
doble orden de cosas, y, a par de ellas, que deben distinguirse dos
potestades sobre la tierra: la una natural que mira por la tranquilidad de
la sociedad humana y por los asuntos seculares, y la otra, cuyo origen está
por encima de la naturaleza, y que preside a la ciudad de Dios, es decir, a
la Iglesia de Cristo, instituída divinamente para la paz de las almas y su
salud eterna. Ahora bien, estos oficios (de esta doble potestad, están
sapientísimamente ordenados, a fin, de dar a Dios lo que es de Dios, y al
César, y por Dios, lo que es del César [Mt. 22, 21]; "el cual justamente es
grande, porque es menor que el cielo; pues él mismo es también de Aquel de
quien es el cielo y toda criatura. A la verdad, de este mandamiento divino
no se desvió jamás la Iglesia, que siempre y en todas partes se esfuerza en
inculcar en el alma de sus fieles la obediencia que inviolablemente deben
guardar para con los príncipes supremos y sus derechos en cuanto a las cosas
seculares, y enseña con el Apóstol que los príncipes no son de temer para el
bien obrar, sino para el mal obrar, mandando a sus fieles que estén sujetos
no sólo por motivo de la ira, puesto que el príncipe lleva la espada para
vengar su ira contra el que obra mal, sino también por motivo de conciencia,
pues en su oficio es ministro de Dios [Rom. 13, 3 ss]. Mas este temor a los
príncipes, ella misma lo limitó a las malas obras, excluyéndolo totalmente
de la observancia de la divina ley, como quien recuerda lo que el
bienaventurado Pedro enseñó a los fieles: Que ninguno de vosotros tenga que
sufrir como homicida o como ladrón o como maldiciente o codiciador de lo
ajeno; pero si sufre como cristiano, no se avergüence por ello, sino
glorifique a Dios en este nombre [1 Petr. 4, 15 s].
De la libertad de la Iglesia
[De la Encíclica Quod nunquam, a los obispos de Prusia, de 5 de febrero de
1875]
... Nos proponemos cumplir los deberes de nuestro cargo al denunciar por
estas Letras con pública protesta a todos los que el asunto atañe y al orbe
católico entero, que esas leyes son nulas, por oponerse totalmente a la
constitución divina de la Iglesia. Porque no son los poderosos de este mundo
los que Dios puso al frente de los obispos en aquello que toca al santo
ministerio, sino el bienaventurado Pedro, a quien encomendó apacentar no
sólo los corderos, sino también las ovejas [cf. Ioh. 21, 16-17]; y por tanto
por ninguna potestad secular, por elevada que sea, pueden ser privados de su
oficio episcopal aquellos a quienes el Espíritu Santo puso por obispos para
regir la Iglesia de Dios [Act. 20, 28] .. Pero sepan los que os son hostiles
que al negaros vosotros a dar al César lo que es de Dios, no habéis de
inferir injuria alguna a la autoridad regia y en nada la habéis de negar,
pues está escrito que es menester obedecer a Dios antes que a los hombres
[Act. 5, 29]; y juntamente sepan que cada uno de vosotros está dispuesto a
dar al César tributo y obediencia, no por motivo de ira, sino por conciencia
[Rom. 13, 5 s] en aquellas cosas que están sometidas al imperio y potestad
civil.
De la explicación de la transustanciación
[Del Decreto del Santo Oficio de 7 de julio de 1875]
A la duda: "Si puede tolerarse la explicación de la transustanciación en el
Santísimo Sacramento de la Eucaristía que se comprende en las proposiciones
siguientes:
1. Como la razón formal de la hipóstasis es ser por sí o sea subsistir por
sí, así la razón formal de la sustancia es ser en sí y no ser actualmente
sustentada en otro como primer sujeto; porque deben distinguirse bien estas
dos cosas: ser por sí (que es la razón formal de la hipóstasis) y ser en sí
(que es la razón formal de la sustancia).
2. Por eso, así como la naturaleza humana en Cristo no es hipóstasis, porque
no subsiste por sí, sino que es asumida por la hipóstasis divina superior;
así, una sustancia finita, por ejemplo la sustancia del pan, deja de ser
sustancia por el solo hecho y sin otra mutación de sí, de que se sustenta en
otro sobrenaturalmente, de modo que ya no está en sí, sino en otro como en
sujeto primero.
3. De ahí que la transustanciación o conversión de toda la sustancia del pan
en la sustancia del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo puede explicarse de
la siguiente manera: El cuerpo de Cristo al hacerse sustancialmente presente
en la Eucaristía, sustenta la naturaleza del pan, que deja de ser sustancia
por el mero hecho, y sin otra mutación de sí, de que ya no está en sí, sino
en otro sustentante; y por tanto, permanece, efectivamente, la naturaleza de
pan, pero en ella cesa la razón formal de sustancia; y, consiguientemente,
no son dos sustancias, sino una sola, a saber, la del cuerpo de Cristo.
4. Así, pues, en la Eucaristía permanecen la materia y forma de los
elementos del pan; pero existiendo ya en otro sobrenaturalmente, no tienen
razón de sustancia, sino que tienen razón de accidente sobrenatural, no como
si afectaran al cuerpo de Cristo a la manera de los accidentes naturales,
sino sólo en cuanto son sustentados por el cuerpo de Cristo del modo que se
ha dicho".
Se respondió: "Que la doctrina de la transustanciación, tal como aquí se
expone, no puede ser tolerada".
Del placet regio
[De la Alocución Luctuosis exagitati, de 12 de marzo de 1877]
... Nos recientemente nos vimos forzados a declarar que puede tolerarse que
las actas de la institución canónica de los mismos obispos sean presentadas
a la potestad laica, [lo cual declaramos] con el fin de remediar, en cuanto
de Nos dependa, funestísimas circunstancias, en que ya no se trataba de la
posesión de bienes temporales, sino que se ponían en evidente peligro las
conciencias de los fieles, su paz y el cuidado y salvación de las almas, que
es para Nos la suprema ley. Pero en eso que hicimos para evitar gravísimos
peligros, queremos que pública y reiteradamente se reconozca que Nos
absolutamente reprobamos y detestamos aquella injusta ley que se llama
placet regio, declarando abiertamente que por ella se hiere la autoridad
divina de la Iglesia y se viola su libertad [v. 1829].