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PMagisterio de la Iglesia IV: Desde GREGORIO XVI hasta el CONCILIO VATICANO I (Denzinger)

 

Magisterio de la Iglesia católica

 

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GREGORIO XVI, 1831-1846

De la usura

[Declaraciones acerca de una Respuesta de Pío VIII]

A. A las dudas del obispo de Viviers [Francia]:

1. "Si el juicio predicho del Santísimo Pontífice ha de ser entendido tal como suenan sus palabras, y separadamente del título de la ley del príncipe, del que hablan los Emmos. Cardenales en estas respuestas, de modo que sólo se trate del préstamo hecho a los negociantes".

2. "Si el título de la ley del príncipe, de que hablan los Eminentísimos Cardenales, hay que entenderlo de modo que baste que la ley del principe declare ser lícito a cada uno convenir sobre el lucro por el solo préstamo hecho, como se hace en el código civil de los franceses, sin que diga conceder derecho a percibir tal lucro".

La Congregación del Santo Oficio respondió el día 31 de agosto de 1831:

Provisto en los decretos del miércoles, día 18 de agosto de 1830, y dénse los decretos.

B. A la duda del obispo de Nicea:

"Si los penitentes que percibieron con dudosa o mala fe un lucro moderado del préstamo por el solo título de la ley, pueden ser absueltos sacramentalmente, sin imponérseles carga alguna de restitución, con tal de que sinceramente se arrepientan del pecado cometido por la dudosa o mala fe, y estén dispuestos a acatar con filial obediencia los mandatos de la Santa Sede".

La Congregación del Santo Oficio respondió el 17 de enero de 1838:

Afirmativamente, con tal de que estén dispuestos a acatar los mandatos de la Santa Sede.

Del indiferentismo (contra Felicidad de Lamennais)

[De la Encíclica Mirari vos arbitramur, de 16 de agosto de 1832]

Tocamos ahora otra causa ubérrima de males, por los que deploramos la presente aflicción de la Iglesia, a saber: el indiferentismo, es decir, aquella perversa opinión que, por engaño de hombres malvados, se ha propagado por todas partes, de que la eterna salvación del alma puede conseguirse con cualquier profesión de fe, con tal que las costumbres se ajusten a la norma de lo recto y de lo honesto... Y de esta de todo punto pestífera fuente del indiferentismo, mana aquella sentencia absurda y errónea, o más bien, aquel delirio de que la libertad de conciencia ha de ser afirmada y reivindicada para cada uno.

A este pestilentísimo error le prepara el camino aquella plena e ilimitada libertad de opinión, que para ruina de lo sagrado y de lo civil está ampliamente invadiendo, afirmando a cada paso algunos con sumo descaro que de ella dimana algún provecho a la religión. Pero "¿qué muerte peor para el alma que la libertad del error?", decía San Agustín (Epist. 1661) y es así que roto todo freno con que los hombres se contienen en las sendas de la verdad, como ya de suyo la naturaleza de ellos se precipita, inclinada como está hacia el mal, realmente decimos que se abre el pozo del abismo [Apoc. 9, 3], del que vio Juan que subía una humareda con que se oscureció el sol, al salir de él langostas sobre la vastedad de la tierra...

Tampoco pudiéramos augurar más fausto suceso tanto para la religión como para la autoridad civil de los deseos de aquellos que quieren a todo trance la separación de la Iglesia y del Estado y que se rompa la mutua concordia del poder y el sacerdocio. Consta, en efecto, que es sobremanera temida por los amadores de la más descarada libertad aquella concordia que siempre fue fausta y saludable a lo sagrado y a lo civil...

Abrazando en primer lugar con paterno afecto a los que han aplicado su mente sobre todo a las disciplinas sagradas y a las cuestiones filosóficas, exhortadlos y haced que no se desvíen imprudentemente, fiados en las fuerzas de su solo ingenio, de las sendas de la verdad

al camino de los impíos. Acuérdense que Dios es el guía de la sabiduría y enmendador de los sabios [cf. Sap. 7, 15], y que es imposible que sin Dios aprendamos a Dios, quien por el Verbo enseña a los hombres a conocer a Dios, Propio es de hombre soberbio o, más bien, insensato, pesar por balanzas humanas los misterios de la fe, que superan todo sentido [Phil. 4, 7], y confiarlos a la consideración de nuestra mente, que, por condición de ]a humana naturaleza, es débil y enferma.

De las falsas doctrinas de Felicidad de Lamennais

[De la Encíclica Singulari nos affecerant gaudio a los obispos de Francia, de 25 de junio de 1834]

Por lo demás, es mucho de deplorar a dónde van a parar los delirios de la razón humana, apenas alguien se entrega a las novedades y, contra el aviso del Apóstol, se empeña en saber más de lo que conviene saber [cf. Rom. 12, 3] y, confiando demasiado en sí mismo, se imagina que debe buscarse la verdad fuera de la Iglesia Católica, en la que se halla sin la más leve mancha de error, y que por esto se llama y es columna y sostén de la verdad [1 Tim. 3, 15]. Pero bien comprenderéis, Venerables Hermanos, que Nos hablamos aquí también de aquel falaz sistema de filosofía, ciertamente reprobable, no ha mucho introducido, en el que por temerario y desenfrenado afán de novedades, no se busca la verdad donde ciertamente se halla, y, desdeñadas las santas y apostólicas tradiciones, se adoptan otras doctrinas vanas, fútiles, inciertas y no aprobadas por la Iglesia, en las que hombres vanísimos equivocadamente piensan que se apoya y sustenta la verdad misma.

Condenación de las obras de Jorge Hermes

[Del Breve Dum acerbissimas, de 26 de septiembre de 1835]

Para aumentar las angustias que día y noche nos oprimen por ello [por las persecuciones de la Iglesia], añádese otro hecho calamitosísimo y sobremanera deplorable y es que, entre aquellos que luchan a favor de la religión con la publicación de obras, hay algunos que se atreven a introducirse simuladamente, los cuales igualmente quieren parecer y hacen ostentación de que combaten por la misma, a fin de que, sostenida la apariencia de religión, pero despreciada la verdad, más fácilmente puedan seducir y pervertir a los incautos por medio de la filosofía, es decir, por medio de sus vanas fantasías filosóficas, y de la vacía falacia [Col. 2, 8}, y por ahí engañar a los pueblos y con más confianza tender las manos en ayuda de los enemigos que a cara descubierta la persiguen. Por lo cual, apenas nos fueron conocidas las impías e insidiosas maquinaciones de algunos de esos escritores, no tardamos en denunciar, por medio de nuestras Encíclicas y otras Letras apostólicas, sus astutos y depravados intentos, ni en condenar sus errores y poner de manifiesto sus perniciosos engaños, por los que pretenden con extrema astucia derrocar desde sus cimientos la constitución divina de la Iglesia, la disciplina eclesiástica y hasta el mismo orden civil, en su totalidad. Y, ciertamente, por un hecho tristísimo se ha comprobado que, quitándose por fin la máscara de la simulación, han levantado ya en alto la bandera de rebelión contra toda potestad constituída por Dios.

Mas no tenemos esa sola causa gravísima de llanto. Pues aparte de los que, con escándalo de todos los católicos, se entregaron a los rebeldes, para colmo de nuestras amarguras, vemos que se meten también en el estudio teológico quienes por el afán v el ardor de la novedad, aprendiendo siempre y sin llegar jamás al conocimiento de la verdad [2 Tim. 3, 7], son maestros del error, porque no fueron discípulos de la verdad. Y es así que ellos inficionan con peregrinas y reprobables doctrinas los sagrados estudios y no dudan en profanar el público magisterio, si alguno desempeñan en las escuelas y academias, y en fin, es patente que adulteran el mismo depósito sacratísimo de la fe que se jactan de defender. Ahora bien, entre tales maestros del error, por la fama constante y casi común extendida por Alemania, hay que contar a Jorge Hermes, como quiera que, desviándose audazmente del real camino que la tradición universal y los Santos Padres abrieron en la exposición y defensa de las verdades de la fe, es más, despreciándolo y condenándolo con soberbia, inventa una tenebrosa vía hacia todo género de errores en la duda positiva, como base de toda disquisición teológica, y en el principio, por él establecido, de que la razón es la norma principal y medio único por el que pueda el hombre alcanzar el conocimiento de las verdades sobrenaturales...

Así, pues, mandamos que estos libros fueran entregados a teólogos peritísimos en la lengua alemana para que fueran diligentísimamente examinados en todas sus partes... Por fin (los Emmos. Cardenales Inquisidores), considerando con todo empeño, como la gravedad del asunto pedía, todos y cada uno de sus puntos... juzgaron que el autor se desvanece en sus pensamientos [Rom. 1, 21], y que teje en dichas obras muchas sentencias absurdas, ajenas a la doctrina de la Iglesia Católica; señaladamente, acerca de la naturaleza de la fe y la regla de creer; acerca de la Sagrada Escritura, de la tradición, la revelación y el magisterio de la Iglesia; acerca de los motivos de credibilidad, de los argumentos con que suele establecerse y confirmarse la existencia de Dios, de la esencia de Dios mismo, de su santidad, justicia, libertad y finalidad en las obras que los teólogos llaman ad extra, así como acerca de la necesidad de la gracia, de la distribución de ésta y de los dones, la retribución de los premios y la inflicción de las penas; acerca del estado de los primeros padres, el pecado original y las fuerzas del hombre caído; y determinaron que dichos libros debían ser prohibidos y condenados por contener doctrinas y proposiciones respectivamente falsas, temerarias, capciosas, inducentes al escepticismo y al indiferentismo, erróneas, escandalosas, injuriosas para las escuelas católicas, subversivas de la fe divina, que saben a herejía y otras veces fueron condenadas por la Iglesia.

Nos, pues..., a tenor de las presentes, condenamos y reprobamos los libros predichos, dondequiera y en cualquier idioma, o en cualquier edición o versión hasta ahora impresos o que en adelante, lo que Dios no permita, hayan de imprimirse, y mandamos que sean puestos en el índice de libros prohibidos.

De la fe y la razón (contra Luis Eug. Bautain)

[Tesis firmadas por Bautain, por mandato de su obispo, el 8 de septiembre de 1840]

1. El razonamiento puede probar con certeza la existencia de Dios y la infinitud de sus perfecciones. La fe, don del cielo, es posterior a la revelación; de ahí que no puede ser alegada contra un ateo para probar la existencia de Dios [cf. 1650].

2. La divinidad de la religión mosaica se prueba con certeza por la tradición oral y escrita de la sinagoga y del cristianismo.

3. La prueba tomada de los milagros de Jesucristo, sensible e impresionante para los testigos oculares, no ha perdido su fuerza y su fulgor para las generaciones siguientes. Esta prueba la hallamos con toda certeza en la autenticidad del Nuevo Testamento, en la tradición oral y escrita de todos los cristianos. Por esta doble tradición debemos demostrar la revelación a aquellos que la rechazan o que, sin admitirla todavía, la buscan.

4. No tenemos derecho a exigir de un incrédulo que admita la resurrección de nuestro divino Salvador, antes de haberle propuesto argumentos ciertos; y estos argumentos se deducen de la misma tradición por razonamiento.

5. En cuanto a estas varias cuestiones, la razón precede a la fe y debe conducirnos a ella [cf. 1651].

6. Aunque la razón quedó debilitada y oscurecida por el pecado original, quedó sin embargo en ella bastante claridad y fuerza para conducirnos con certeza al conocimiento de la existencia de Dios y de la revelación hecha a los judíos por Moisés y a los cristianos por nuestro adorable Hombre-Dios.

De la materia de la extremaunción

[Del Decreto del Santo Oficio bajo Paulo V, de 13 de enero de 1611, y Gregorio XVI, de 14 de septiembre de 1842]

1. La proposición: "Que el sacramento de la extremaunción puede válidamente ser administrado con óleo no consagrado con la bendición episcopal", el S. Oficio declaró el 13 de enero de 1611 que es temeraria y próxima a error.

2. Igualmente, sobre la duda: "Si en caso de necesidad puede el párroco para la validez del sacramento de la extremaunción usar de óleo bendecido por él mismo", el S. Oficio, con fecha 14 de septiembre de 1842 respondió negativamente, conforme a la forma del Decreto de la feria quinta [jueves] delante del SS. el día 18 de enero de 1611, resolución que Gregorio XVI aprobó el mismo día.

De las versiones de la Sagrada Escritura

[De la Encíclica Inter praecipuas, de 16 de mayo de 1844]

... Cosa averiguada es para vosotros que ya desde la edad primera del nombre cristiano, fue traza propia de los herejes, repudiada la palabra divina recibida y la autoridad de la Iglesia, interpolar por su propia mano las Escrituras o pervertir la interpretación de su sentido. Y no ignoráis, finalmente, cuánta diligencia y sabiduría son menester para trasladar fielmente a otra lengua las palabras del Señor; de suerte que nada por ello resulta más fácil que el que en esas versiones, multiplicadas por medio de las sociedades bíblicas, se mezclen gravísimos errores por inadvertencia o mala fe de tantos intérpretes; errores, por cierto, que la misma multitud y variedad de aquellas versiones oculta durante largo tiempo para perdición de muchos. Poco o nada, en absoluto, sin embargo, les importa a tales sociedades bíblicas que los hombres que han de leer aquellas Biblias interpretadas en lengua vulgar caigan en estos o aquellos errores, con tal de que poco a poco se acostumbren a reivindicar para sí mismos el libre juicio sobre el sentido de las Escrituras, a despreciar las tradiciones divinas que tomadas de la doctrina de los Padres, son guardadas en la Iglesia Católica y a repudiar en fin el magisterio mismo de la Iglesia.

A este fin, esos mismos socios bíblicos no cesan de calumniar a la Iglesia y a esta Santa Sede de Pedro, como si de muchos siglos acá estuviera empeñada en alejar al pueblo fiel del conocimiento de las Sagradas Escrituras; siendo así que existen muchísimos y clarísimos documentos del singular empeño que aun en los mismos tiempos modernos han mostrado los Sumos Pontífices y, siguiendo su guía, los demás prelados católicos porque los pueblos católicos fueran más intensamente instruídos en la palabra de Dios, ora escrita, ora legada por tradición...

En las reglas que fueron escritas por los Padres designados por el Concilio Tridentino, aprobadas por Pío IV y puestas al frente del índice de los libros prohibidos, se lee por sanción general que no se permita la lectura de la Biblia publicada en lengua vulgar más que a aquellos para quienes se juzgue ha de servir para acrecentamiento de la fe y piedad. A esta misma regla, estrechada más adelante con nueva cautela a causa de los obstinados engaños de los herejes, se añadió finalmente por autoridad de Benedicto XIV la declaración de que se tuviera en adelante por permitida la lectura de aquellas versiones vulgares que hubieran sido aprobadas por la Sede Apostólica o publicadas con notas tomadas de los Santos Padres de la Iglesia o de varones doctos y católicos... Todas las antedichas sociedades bíblicas, ya de antiguo reprobadas por nuestros antecesores, las condenamos nuevamente por autoridad apostólica...

Por tanto, sepan todos que se harán reos de gravísimo crimen delante de Dios y de la Iglesia todos aquellos que osaren dar su nombre a alguna de dichas sociedades o prestarles su trabajo o de modo cualquiera favorecerlas.

PIO XIX 1846-1878

De la fe y la razón

[De la Encíclica Qui pluribus, de 9 de noviembre de 1846]

Porque sabéis, venerables Hermanos, que estos enconadísimos enemigos del nombre cristiano, míseramente arrebatados de cierto ímpetu ciego de loca impiedad, han llegado a punto tal de temeridad de opinión que abriendo sus bocas con audacia totalmente inaudita para blasfemar contra Dios [cf. Apoc. 13, 6] no se avergüenzan de enseñar manifiesta y públicamente que los misterios sacrosantos de nuestra religión son ficciones y pura invención de los hombres, que la doctrina de la Iglesia se opone al bien y provecho de la sociedad humana [v. 1740], y no tiemblan de renegar de Cristo mismo y de Dios. Y para más fácilmente burlarse de los pueblos y engañar principalmente a los incautos e ignorantes y arrebatarlos consigo al error, fantasean que sólo a ellos les son conocidos los caminos de la prosperidad, y no dudan de arrogarse el nombre de filósofos, como si la filosofía, que versa toda entera en la investigación de la verdad de la naturaleza, tuviera que rechazar aquellas cosas que el mismo supremo y clementísimo autor de toda la naturaleza, Dios, se ha dignado manifestar a los hombres por singular beneficio y misericordia, para que alcancen la verdadera felicidad y salvación.

De ahí que con un género de argumentaciones ciertamente retorcido y falacísimo, no paran jamás de apelar a la fuerza y excelencia de la razón humana y de exaltarla contra la fe santísima de Cristo y audacísimamente gritan que ésta se opone a la razón humana [v. 1706]. Nada ciertamente puede inventarse o imaginarse más demente, nada más impío, nada que más repugne a la razón misma. Porque, si bien la fe está por encima de la razón, no puede, sin embargo, hallarse jamás entre ellas verdadera disención alguna ni verdadero conflicto, como quiera que ambas nacen de una y misma muente, la de la verdad inmutable y eterna, que es Dios óptimo y máximo, y de tal manera se prestan mutua ayuda que la recta razón demuestra, protege y defiende la verdad de la fe, y la fe libra a la razón de todos los errores y maravillosamente la ilustra, confirma y perfecciona con el conocimiento de las cosas divinas [v. 1799].

Ni es menor ciertamente la falacia, Venerables Hermanos, con que estos enemigos de la divina revelación, exaltando con sumas alabanzas el progreso humano, con atrevimiento de todo punto temerario y sacrílego querrían introducirlo en la religión católica, como si la religión misma no fuera obra de Dios, sino de los hombres o algún invento filosófico que pueda perfeccionarse por procedimientos humanos [cf. 1705]. A éstos que tan míseramente deliran, se aplica muy oportunamente lo que Tertuliano echaba en cara a los filósofos de su tiempo: "Que presentaron un cristianismo estoico o platónico o dialéctico" y a la verdad, como quiera que nuestra santísima religión no fue inventada por la razón humana, sino manifestada clementísimamente por Dios a los hombres, a cualquiera se le alcanza fácilmente que la religión misma toma toda su fuerza de la autoridad del mismo Dios que habla, y que no puede jamás ser guiada ni perfeccionada de la razón humana.

Ciertamente, la razón humana, para no ser engañada ni errar en asunto de tanta importancia, es menester que inquiera diligentemente el hecho de la revelación, para que le conste ciertamente que Dios ha hablado, y prestarle, como sapientísimamente enseña el Apóstol, un obsequio razonable [Rom. 12, 1]. Porque ¿quién ignora o puede ignorar que debe darse toda fe a Dios que habla y que nada es más conveniente a la razón que asentir y firmemente adherirse a aquellas cosas que le consta han sido reveladas por Dios, el cual no puede engañarse ni engañarnos?

Pero, ¡cuántos, cuán maravillosos, cuán espléndidos argumentos tenemos a mano, por los cuales la razón humana se ve sobradamente obligada a reconocer que la religión de Cristo es divina "y que todo principio de nuestros dogmas tomó su raíz de arriba, del Señor de los cielos" y que por lo mismo nada hay más cierto que nuestra fe, nada más seguro, nada más santo y que se apoye en más firmes principios. Como es sabido, esta fe, maestra de la vida, indicadora de la salvación, expulsadora de todos los vicios y madre fecunda y nutridora de las virtudes, confirmada por el nacimiento, vida, muerte, resurrección, sabiduría, prodigios, profecías de su divino autor y consumador Jesucristo, brillando por doquier por la luz de la celeste doctrina y enriquecida por los tesoros de los dones celestes, clara e insigne sobre todo por las predicciones de tantos profetas, por el esplendor de tantos milagros, por la constancia de tantos mártires, por la gloria de tantos santos, llevando delante las saludables leyes de Cristo, y adquiriendo fuerzas cada día mayores por las mismas persecuciones, invadió con solo el estandarte de Cristo el orbe universo por tierra y mar, desde oriente a occidente y, desbaratada la falacia de los ídolos, alejada la niebla de los errores y triunfando de los enemigos de toda especie, ilustró con la lumbre del conocimiento divino a todos los pueblos, gentes y naciones, por bárbaros que fueran en su inhumanidad, por divididos que estuvieran por su índole, costumbres, leyes e instituciones, y sometiólos al suavísimo yugo del mismo Cristo, anunciando a todos la paz, anunciando los bienes [Is. 52, 7]. Todos estos hechos brillan ciertamente por doquiera con tan grande fulgor de la sabiduría y del poder divino que cualquier mente y pensamiento puede con facilidad entender que la fe cristiana es obra de Dios.

Así, pues, conociendo clara y patentemente por estos argumentos, a par luminosísimos y firmísimos, que Dios es el autor de la misma fe, la razón humana no puede ir más allá, sino que rechazada y alejada totalmente toda dificultad y duda, es menester que preste a la misma fe toda obediencia, como quiera que tiene por cierto que ha sido por Dios enseñado cuanto la fe misma propone a los hombres para creer y hacer.

Sobre el matrimonio civil

De la Alocución Acerbissimum vobiscum, de 27 de septiembre de 1852]

Nada decimos de aquel otro decreto por el que, despreciado totalmente el misterio, la dignidad y santidad del sacramento del matrimonio e ignorando y trastornando absolutamente su institución y naturaleza, desechada de todo en todo la potestad de la Iglesia sobre el mismo sacramento, se proponía, según los errores ya condenados de los herejes y contra la doctrina de la Iglesia Católica, que se tuviera el matrimonio sólo como contrato civil y se sancionaba en varios casos el divorcio propiamente dicho [cf. 1767], a par que todas las causas matrimoniales se sometían a los tribunales laicos y por ellos eran juzgadas [v. 1774]. Pero ningún católico ignora o puede ignorar que el matrimonio es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley evangélica, instituído por Cristo Señor, y que, por tanto, no puede darse el matrimonio entre los fieles sin que sea al mismo tiempo sacramento, y, consiguientemente, cualquier otra unión de hombre y mujer entre cristianos, fuera del sacramento, sea cualquiera la ley, aun la civil, en cuya virtud esté hecha, no es otra cosa que torpe y pernicioso concubinato tan encarecidamente condenado por la Iglesia; y, por tanto, el sacramento no puede nunca separarse del contrato conyugal [v. 1773], y pertenece totalmente a la potestad de la Iglesia determinar todo aquello que de cualquier modo pueda referirse al mismo matrimonio.

Definición de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María

[De la Bula Ineffabilis Deus, de 8 de diciembre de 1854]

... Para honor de la santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y acrecentamiento de la religión cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles. Por lo cual, si alguno, lo que Dios no permita, pretendiere en su corazón sentir de modo distinto a como por Nos ha sido definido, sepa y tenga por cierto que está condenado por su propio juicio, que ha sufrido naufragio en la fe y se ha apartado de la unidad de la Iglesia, y que además, por el mismo hecho, se somete a si mismo a las penas establecidas por el derecho, si, lo que en su corazón siente, se atreviere a manifestarlo de palabra o por escrito o de cualquiera otro modo externo.

Del racionalismo e indiferentismo

[De la Alocución Singulari quadam, de 9 de diciembre de 1854]

Hay, además, Venerables Hermanos, varones distinguidos por su erudición que confiesan ser con mucho la religión el don más excelente hecho por Dios a los hombres, pero que tienen en tanta estima la razón humana, la exaltan en tanto grado, que piensan muy neciamente ha de ser equiparada con la religión misma. De ahí que, según su vana opinión, las disciplinas teológicas habrían de ser tratadas de la misma manera que las filosóficas, siendo así que aquéllas se apoyan en los dogmas de la fe, a los que nada supera en firmeza, nada en estabilidad; y éstas se explican e ilustran por la razón humana, lo más incierto que pueda darse, como quiera que es varia según la variedad de los ingenios y está expuesta a innumerables falacias e ilusiones. Y así, rechazada la autoridad de la Iglesia, quedó abierto campo anchísimo a todas las más difíciles y recónditas cuestiones, y la razón humana, confiada en sus débiles fuerzas, corriendo con demasiada licencia, resbaló en torpísimos errores que no tenemos ni tiempo ni ganas de referir aquí, mas que os son bien conocidos y averiguados, y que han redundado en daño, y daño grandísimo, para la religión y el estado. Por lo cual es menester mostrar a esos hombres que exaltan más de lo justo las fuerzas de la razón humana, que ello es llanamente contrario a aquella verdaderísima sentencia del Doctor de las gentes: Si alguno piensa que sabe algo, no sabiendo nada, a sí mismo se engaña [Gal. 6, 3]. Hay que demostrarles cuánta arrogancia sea investigar hasta el fondo misterios que el Dios clementísimo se ha dignado revelarnos, y atreverse a alcanzarlos y abarcarlos con la flaqueza y estrecheces de la mente humana, cuando ellos exceden con larguísima distancia las fuerzas de nuestro entendimiento que, conforme al dicho del mismo Apóstol, debe ser cautivado en obsequio de la fe [cf. 2 Cor. 10, 5].

Y estos seguidores o, por decir mejor, adoradores de la razón humana, que se la proponen como maestra cierta y que por ella guiados se prometen toda clase de prosperidades, han olvidado ciertamente cuán grave y dolorosa herida fue infligida a la naturaleza humana por la culpa del primer padre, como que las tinieblas se difundieron en la mente, y la voluntad quedó inclinada al mal. De ahí que los más célebres filósofos de la más remota antigüedad, si bien escribieron muchas cosas de modo preclaro; contaminaron, sin embargo, sus doctrinas con gravísimos errores. De ahí aquella continua lucha que experimentamos en nosotros, de que habla el Apóstol: Siento en mis miembros una ley que combate contra la ley de mi mente [Rom. 7, 23].

Ahora bien, cuando consta que la luz de la razón está extenuada por la culpa de origen propagada a todos los descendientes de Adán, y cuando el género humano ha caído misérrimamente de su primitivo estado de justicia e inocencia, ¿quién tendrá la razón por suficiente para alcanzar la verdad? ¿Quién, entre tan grandes peligros y tan grande flaqueza de fuerzas para resbalar y caer, negará serle necesarios para la salvación los auxilios de la religión divina y de la gracia celeste? Auxilios que ciertamente concede Dios con gran benignidad a aquellos que con humilde oración se los piden, como quiera que está escrito: Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes [Iac. 4, 6]. Por eso, volviéndose antaño Cristo Señor al Padre, afirmó que los altísimos arcanos de las verdades no fueron manifiestos a los prudentes y sabios de este siglo que se engríen de su talento y doctrina y se niegan a prestar obediencia a la fe, sino a los hombres humildes y sencillos que se apoyan en el oráculo de la fe divina y a él dan su asentimiento [cf. Mt. 11, 25; Lc. 10, 21].

Este saludable documento es menester que lo inculquéis en los ánimos de aquellos que hasta punto tal exageran las fuerzas de la razón humana, que se atreven con ayuda de ella a escudriñar y explicar los misterios mismos. Nada más inepto, nada más insensato. Esforzaos en apartarlos de tamaña perversión de mente, exponiéndoles para ello que nada más excelente ha sido dado por Dios a los hombres que la autoridad de la fe divina; que ésta es para nosotros como una antorcha en las tinieblas, ésta el guía que hemos de seguir para la vida, ésta nos es necesaria absolutamente para la salvación, pues que sin la fe... es imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6] y: El que no creyere se condenará [Mc. 16,16].

Otro error y no menos pernicioso hemos sabido, y no sin tristeza, que ha invadido algunas partes del orbe católico y que se ha asentado en los ánimos de muchos católicos que piensan ha de tenerse buena esperanza de la salvación de todos aquellos que no se hallan de modo alguno en la verdadera Iglesia de Cristo [v. 1717]. Por eso suelen con frecuencia preguntar cuál haya de ser la suerte y condición futura, después de la muerte, de aquellos que de ninguna manera están unidos a la fe católica y, aduciendo razones de todo punto vanas, esperan la respuesta que favorece a esta perversa sentencia. Lejos de nosotros, Venerables Hermanos, atrevernos a poner limites a la misericordia divina, que es infinita; lejos de nosotros querer escudriñar los ocultos consejos y juicios de Dios que son abismo grande [Ps. 35, 7] y no pueden ser penetrados por humano pensamiento. Pero, por lo que a nuestro apostólico cargo toca, queremos excitar vuestra solicitud y vigilancia pastoral, para que, con cuanto esfuerzo podáis, arrojéis de la mente de los hombres aquella a par impía y funesta opinión de que en cualquier religión es posible hallar el camino de la eterna salvación. Demostrad, con aquella diligencia y doctrina en que os aventajáis, a los pueblos encomendados a vuestro cuidado cómo los dogmas de la fe católica no se oponen en modo alguno a la misericordia y justicia divinas.

En efecto, por la fe debe sostenerse que fuera de la Iglesia Apostólica Romana nadie puede salvarse; que ésta es la única arca de salvación; que quien en ella no hubiere entrado, perecerá en el diluvio. Sin embargo, también hay que tener por cierto que quienes sufren ignorancia de la verdadera religión, si aquélla es invencible, no son ante los ojos del Señor reos por ello de culpa alguna. Ahora bien, ¿quién será tan arrogante que sea capaz de señalar los limites de esta ignorancia, conforme a la razón y variedad de pueblos, regiones, caracteres y de tantas otras y tan numerosas circunstancias? A la verdad, cuando libres de estos lazos corpóreos, veamos a Dios tal como es [1 Ioh. 3, 2], entenderemos ciertamente con cuán estrecho y bello nexo están unidas la misericordia y la justicia divinas; mas en tanto nos hallamos en la tierra agravados por este peso mortal, que embota el alma, mantengamos firmísimamente según la doctrina católica que hay un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo [Eph. 4, 5]: Pasar más allá en nuestra inquisición, es ilícito.

Por lo demás, conforme lo pide la razón de la caridad, hagamos asiduas súplicas para que todas las naciones de la tierra se conviertan a Cristo; trabajemos, según nuestras fuerzas, por la común salvación de los hombres, pues no se ha acortado la mano del Señor [Is. 59, 1] y en modo alguno han de faltar los dones de la gracia celeste a aquellos que con ánimo sincero quieran y pidan ser recreados por esta luz. Estas verdades hay que fijarlas profundamente en las mentes de los fieles, a fin de que no puedan ser corrompidos por doctrinas que tienden a fomentar la indiferencia de la religión, que para ruina de las almas vemos se infiltra y robustece con demasiada amplitud.

Del falso tradicionalismo (contra Agustín Bonnetty)

[Del Decreto de la S. Congr. del Indice de 11 (15) de junio de 1855]

1. "Aun cuando la fe está por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera disensión, ningún conflicto puede jamás darse entre ellas, como quiera que ambas proceden de la única y misma fuente inmutable de la verdad, Dios óptimo máximo, y así se prestan mutua ayuda" [cf. 1635 y 1799].

2. El razonamiento puede probar con certeza la existencia de Dios, la espiritualidad del alma y la libertad del hombre. La fe es posterior a la revelación y, por tanto, no puede convenientemente alegarse para probar la existencia de Dios contra el ateo ni la espiritualidad y libertad del alma racional contra el seguidor del naturalismo y fatalismo [cf. 1622 y 1625].

3. El uso de la razón precede a la fe y a ella conduce al hombre con ayuda de la revelación y de la gracia [cf. 1626].

4. El método de que usaron Santo Tomás y San Buenaventura, y los demás escolásticos después de ellos, no conduce al racionalismo ni fue causa de que en las modernas escuelas la filosofía haya ido a dar en el naturalismo y panteísmo. Por tanto, no es licito reprochar a aquellos doctores y maestros que hayan usado este método, sobre todo cuando la Iglesia lo aprueba o, por lo menos, se calla.

Del abuso del magnetismo

[De la Encíclica del S. Oficio de 4 de agosto de 1856]

...Sobre esta materia se han dado ya por la Santa Sede algunas respuestas a casos particulares, en que se reprueban como ilícitos aquellos experimentos que se ordenen a conseguir un fin no natural, no honesto, no por los medios debidos; por lo que en casos semejantes fue decretado el miércoles 21 de abril de 1841: El uso del magnetismo, tal como se expone, no es lícito: Igualmente, la Sagrada Congregación juzgó que debían ser prohibidos ciertos libros que pertinazmente diseminaban estos errores. Mas como aparte los casos particulares, había que tratar del uso del magnetismo en general, de ahí que a modo de regla fue estatuido el miércoles, 28 de julio de 1847: "Alejado todo error, sortilegio, implícita o explicita invocación del demonio, el uso del magnetismo, es decir, el mero acto de aplicar medios físicos por otra parte lícitos, no está moralmente vedado, con tal de que no tienda a un fin ilícito o de cualquier modo malo. La aplicación, empero, de principio y medios puramente físicos a cosas y efectos verdaderamente sobrenaturales para explicarlos físicamente, no es sino un engaño totalmente ilícito y herético".

Aun cuando por este decreto general se explica suficientemente la licitud o ilicitud en el uso o abuso del magnetismo; sin embargo, hasta tal punto ha crecido la malicia de los hombres que, descuidando el estudio lícito de la ciencia, buscando más bien lo curioso, con gran quebranto de las almas y daño de la misma sociedad civil, se glorían de haber alcanzado cierto principio de vaticinar y adivinar. De ahí que con los embustes del sonambulismo y de la que llaman clara intuición, unas mujerzuelas, arrebatadas en gesticulaciones no siempre honestas, charlatanean que ven cualquier cosa invisible y con temerario atrevimiento presumen pronunciar palabras sobre la religión misma, evocar las almas de los muertos, recibir respuestas, descubrir cosas lejanas y desconocidas, y practicar otras supersticiones por el estilo, con el fin de conseguir ganancia ciertamente pingue para sí y para sus señores. En todo esto, sea el que fuere el arte o ilusión de que se valgan, como quiera que se ordenan medios físicos para fines no naturales, hay decepción totalmente ilícita y herética, y escándalo contra la honestidad de las costumbres.

De la falsa doctrina de Antonio Günther

[Del Breve Eximiam tuam al Cardenal de Geissel, arzobispo de Colonia, de 15 de junio de 1857]

...Y, en efecto, no sin dolor nos damos perfectamente cuenta que en esas obras domina ampliamente el sistema del racionalismo, erróneo y perniciosísimo, y muchas veces condenado por esta Sede Apostólica; y también sabemos que en los mismos libros se leen, entre otras, no pocas cosas que se desvían en no pequeña medida de la fe católica y de la genuina explicación de la unidad de la divina Sustancia en tres Personas distintas y sempiternas. Averiguado tenemos igualmente que no es mejor ni más exacto lo que se enseña del misterio del Verbo encarnado y de la unidad de la persona divina del Verbo en dos naturalezas divina y humana. Sabemos que en los mismos libros se hiere el sentir y la enseñanza católica acerca del hombre, el cual de tal modo se compone únicamente de cuerpo y alma, que el alma (que es racional), es por si verdadera e inmediata forma del cuerpo. Tampoco ignoramos que en los mismos libros se enseñan y establecen cosas que se oponen claramente a la doctrina católica sobre la libertad de Dios, libre de toda necesidad en la creación de las cosas.

Hay también que reprobar y condenar con la mayor energía el hecho de que en los libros de Günther se atribuya temerariamente el derecho de magisterio a la razón humana y a la filosofía que en las materias de religión no deben en absoluto mandar, sino servir, y se perturban, por ende, todas aquellas cosas que han de permanecer firmísimas, ora sobre la distinción entre la ciencia y la fe, ora sobre la perenne inmutabilidad de la fe, que es siempre una y la misma, mientras la filosofía y las enseñanzas humanas ni siempre son consecuentes consigo mismas ni se ven libres de múltiple variedad de errores.

Añádese que tampoco los Santos Padres son tenidos en aquella reverencia que prescriben los cánones de los Concilios y que absolutamente merecen las más espléndidas lumbreras de la Iglesia; ni se abstiene el autor de aquellos dicterios contra las escuelas católicas que nuestro predecesor Pío Vl, de feliz memoria, condenó solemnemente [v. 1576].

Tampoco pasaremos en silencio que en los libros güntherianos se viola de modo extremo la sana forma de hablar, como si fuera lícito olvidarse de las palabras del Apóstol Pablo [2 Tim. 1, 13] o de éstas en que gravísimamente nos advierte Agustín: "Es menester que hablemos conforme a regla cierta, no sea que la licencia en las palabras engendre también impía opinión sobre las cosas que con las palabras son significadas" [V, 1714 a].

Errores de los ontologistas

[Según el decreto del S. Oficio de 18 de septiembre de 1861, no pueden enseñarse con seguridad]

1. El conocimiento inmediato de Dios, por lo menos habitual, es esencial al entendimiento humano, de suerte que sin él nada puede conocer: como que es la misma luz intelectual.

2. Aquel ser que en todo y sin el cual nada entendemos es el Ser divino.

3. Los universales considerados objetivamente, no se distinguen realmente de Dios.

4. La congénita noticia de Dios como ser simpliciter, envuelve de modo eminente todo otro conocimiento, de suerte que por ella tenemos conocido implícitamente todo ser bajo cualquier aspecto que sea conocible.

5. Todas las demás ideas no son sino modificaciones de la idea por la que Dios es entendido como ser simpliciter.

6. Las cosas creadas están en Dios como la parte en el todo, no ciertamente en el todo formal, sino en el todo infinito, simplicísimo, que pone fuera de sí sus cuasipartes sin división ni disminución alguna de sí.

7. La creación puede explicarse de la siguiente manera: Dios, por el acto especial mismo con que se entiende y quiere a sí mismo como distinto de una criatura determinada, v. gr., el hombre, produce la criatura.

De la falsa libertad de la ciencia (contra Jacobo Frohschammer)

[De la Carta Gravísimas inter, al arzobispo de Munich-Frisinga, de 11 de diciembre de 1862]

Entre las gravísimas amarguras con que de todas partes nos sentimos oprimidos en tan grande perturbación e impiedad de los tiempos, nos dolemos vehementemente al saber que en varias regiones de Alemania se hallan hombres, aun entre los católicos, que, al enseñar la sagrada teología y la filosofía, no dudan en modo alguno en introducir una libertad de enseñar y escribir inaudita hasta ahora en la Iglesia ni en profesar pública y abiertamente opiniones nuevas y de todo punto reprobables, que diseminan entre el vulgo.

De ahí, Venerable Hermano, que sentimos tristeza no leve, cuando a Nos llegó la infaustísima nueva de que el presbítero Jacobo Frohschammer, maestro de filosofía en esa Universidad de Munich, emplea más que nadie semejante licencia de enseñar y escribir, y defiende en sus obras publicadas perniciosísimos errores. Así, pues, sin tardanza ninguna, mandamos a nuestra Congregación, encargada de la censura de los libros, que cuidadosamente y con la mayor diligencia examinara los principales volúmenes que corren bajo el nombre del mismo presbítero Frohschammer, y nos informara de todo. Estos volúmenes escritos en alemán llevan por título: Introducción a la filosofía, De la libertad de la ciencia, Athenaeum, de los cuales el primero salió a luz ahí en Munich el año 1858, el segundo el año 1861, el tercero en el curso del presente año de 1862. Así, pues, la misma Congregación ... juzgó que el autor no siente rectamente en muchos puntos y que su doctrina se aparta de la verdad católica.

Y esto principalmente por doble motivo: primero porque el autor atribuye a la razón humana tales fuerzas, que en manera alguna competen a la misma razón; y segundo, porque concede a la misma razón tal libertad de opinar de todo y de atreverse siempre a todo, que totalmente quedan suprimidos los derechos, el deber y la autoridad de la Iglesia misma.

Porque este autor enseña en primer lugar que la filosofía, si se tiene su verdadera noción, no sólo puede percibir y entender aquellos dogmas cristianos que la razón natural tiene comunes con la fe (es decir, como objeto común de percepción); sino aquellos también que de modo más particular y propio constituyen la religión y fe cristianas; es decir, que el mismo fin sobrenatural del hombre y todo lo que a este fin se refiere, y el sacratísimo misterio de la Encarnación del Señor pertenecen al dominio de la razón y de la filosofía, y que la razón, dado este objeto, puede llegar a ellos científicamente por sus propios principios. Y si bien es cierto que el autor introduce alguna distinción entre unos y otros dogmas y atribuye estos últimos con menor derecho a la razón; sin embargo, clara y abiertamente enseña que también éstos se contienen entre los que constituyen la verdadera y propia materia de la ciencia o de la filosofía. Por lo cual, de la sentencia del mismo autor pudiera y debiera absolutamente concluirse que la razón, aun propuesto el objeto de la revelación, puede por sí misma, no ya por el principio de la divina autoridad, sino por sus mismos principios y fuerzas naturales, llegar a la ciencia o certeza incluso en los más ocultos misterios de la divina sabiduría y bondad, más aún, hasta en los de su libre voluntad. Cuán falsa y errónea sea esta doctrina del autor, nadie hay que no lo vea inmediatamente y llanamente lo sienta, por muy ligeramente instruído que esté en los rudimentos de la doctrina cristiana.

Porque si estos cultivadores de la filosofía defendieran los verdaderos y solos principios y derechos de la razón y de la disciplina filosófica, habría que rendirles alabanzas ciertamente debidas. Puesto que la verdadera y sana filosofía ocupa su notabilísimo lugar, como quiera que a la misma filosofía incumbe inquirir diligentemente la verdad, cultivar recta y cuidadosamente e ilustrar a la razón humana, que, si bien oscurecida por la culpa del primer hombre, no quedó en modo alguno extinguida; percibir, entender bien y promover el objeto de su conocimiento y muchísimas verdades, y demostrar, vindicar y defender por argumentos tomados de sus propios principios muchas de las qué también la fe propone para creer, como la existencia de Dios, su naturaleza y atributos, preparando de este modo el camino para que estos dogmas sean más rectamente mantenidos por la fe, y aun para que de algún modo puedan ser entendidos por la razón aquellos otros dogmas más recónditos que sólo por la fe pueden primeramente ser percibidos. Esto debe tratar, en esto debe ocuparse la severa y pulquérrima ciencia de la verdadera filosofía. Si en alcanzar esto se esfuerzan los doctos varones en las universidades de Alemania, siguiendo la singular propensión de aquella ínclita nación para el cultivo de las más severas y graves disciplinas, Nos aprobamos y recomendamos su empeño, como quiera que convertirán en provecho y utilidad de las cosas sagradas lo que ellos encontraren para sus usos.

Mas lo que en este asunto, a la verdad gravísimo, jamás podemos tolerar es que todo se mezcle temerariamente y que la razón ocupe y perturbe aun aquellas cosas que pertenecen a la fe, siendo así que son certísimos y a todos bien conocidos los límites, más allá de los cuales jamás pasó la razón por propio derecho, ni es posible que pase. Y a tales dogmas se refieren de modo particular y muy claro todas aquellas cosas que miran a la elevación sobrenatural del hombre y a su sobrenatural comunicación con Dios y cuanto se sabe que para este fin ha sido revelado. Y a la verdad, como quiera que estos dogmas están por encima de la naturaleza, de ahí que no puedan ser alcanzados por la razón natural y los naturales principios. Nunca, en efecto, puede la razón hacerse idónea por sus naturales principios para tratar científicamente estos dogmas. Y si esos filósofos se atreven a afirmarlo temerariamente, sepan ciertamente que se apartan no de la opinión de cualesquiera doctores, sino de la común y jamás cambiada doctrina de la Iglesia.

Porque consta por las Divinas Letras y por la tradición de los Santos Padres, que la existencia de Dios y muchas otras verdades son conocidas con la luz natural de la razón aun para aquellos que todavía no han recibido la fe; mas aquellos dogmas más ocultos, sólo Dios los ha manifestado, al querer dar a conocer el misterio que estuvo escondido desde los siglos y las generaciones [Col. 1, 26], y ello por cierto de modo que después de que antaño en ocasiones varias y de muchos modos habló a los padres por los profetas, últimamente nos ha hablado a nosotros por su Hijo... por quien hizo también los siglos [Hebr. 1, 1 s]... Porque a Dios, nadie le vio jamás: El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, El mismo nos lo contó [Ioh. 1, 18]. Por eso el Apóstol, que atestigua que las gentes conocieron a Dios por las cosas creadas, al tratar de la gracia y de la verdad que fue hecha por Jesucristo [Ioh. 1,17], hablamos —dice—de la sabiduría de Dios en el misterio; sabiduría que está oculta... y que ninguno de los príncipes de este mundo ha conocido... A nosotros, empero, nos lo reveló Dios por medio de su Espíritu: Porque el Espíritu lo escudriña todo, aun las profundidades de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe lo que es del hombre, sino el espíritu del hombre que está dentro de él? Por la misma manera, tampoco lo que es de Dios lo conoce nadie, sino el Espíritu de Dios [1 Cor. 2, 7 ss].

Siguiendo estos y otros casi innumerables oráculos divinos, al enseñar la doctrina de la Iglesia, los Santos Padres tuvieron continuamente cuidado de distinguir el conocimiento de las cosas divinas, que por la fuerza de la inteligencia natural es a todos común, de aquel conocimiento de las cosas que se recibe por la fe por medio del Espíritu Santo, y constantemente enseñaron que por ésta se nos revelan en Cristo aquellos misterios que no sólo transcienden la filosofía humana, sino la misma inteligencia natural de los ángeles, y que, aun después de ser conocidos por la revelación divina y recibidos por la fe misma, siguen, sin embargo, cubiertos por el sagrado velo de la misma fe y envueltos en oscura tiniebla, mientras peregrinamos en esta vida mortal lejos del Señor.

De todo esto se sigue en forma patente, ser totalmente ajena a la doctrina de la Iglesia Católica la sentencia por la que el mismo Frohschammer no duda en afirmar que todos los dogmas de la religión cristiana son indistintamente objeto de la ciencia natural o filosofía y que la razón humana, con sólo que esté histórica mente cultivada, si se proponen estos dogmas como objeto a la razón misma, por sus fuerzas y principios naturales, puede llegar a verdadera ciencia sobre todos los dogmas, aun los más recónditos [v. 1709].

Además, en los citados escritos del mismo autor, domina otra sentencia que manifiestamente se opone a la doctrina y sentir de la Iglesia Católica. Porque atribuye a la filosofía tal libertad, que no debe ya ser llamada libertad de la ciencia, sino reprobable e intolerable licencia de la filosofía. En efecto, establecida cierta distinción entre el filósofo y la filosofía, al filósofo atribuye el derecho y el deber de someterse a la autoridad que haya reconocido por verdadera; pero uno y otro se lo niega a la filosofía, de tal suerte que, sin tener para nada en cuenta la doctrina revelada, afirma que la filosofía no debe ni puede jamás someterse a la autoridad. Lo cual debería tolerarse y acaso admitirse, si se dijera sólo del derecho que tiene la filosofía, como también las demás ciencias, de usar de sus principios o métodos y de sus conclusiones, y si su libertad consistiera en usar de este su derecho, de suerte que nada admita en sí misma que no haya sido adquirido por ella con sus propias condiciones o fuere ajeno a la misma. Pero esta justa libertad de la filosofía debe conocer y sentir sus propios límites. Porque jamás será licito, no sólo al filósofo, sino a la filosofía tampoco, decir nada contrario a lo que la revelación divina y la Iglesia enseñan, o poner algo de ello en duda por la razón de que no lo entiende, o no aceptar el juicio que la autoridad de la Iglesia determina proferir sobre alguna conclusión de la filosofía que hasta entonces era libre.

Añádese a esto que el mismo autor tan enérgica y temerariamente propugna la libertad o, por decir mejor, la desenfrenada licencia de la filosofía, que no se recata en modo alguno de afirmar que la Iglesia no sólo no debe reprender jamás a la filosofía, sino que debe tolerar los errores de la misma filosofía y dejar que ella misma se corrija [v. 1711]; de donde resulta que también los filósofos participan necesariamente de esta libertad de la filosofía y que también ellos se ven libres de toda ley. ¿Quién no ve con cuanta vehemencia haya de ser rechazada, reprobada y absolutamente condenada semejante sentencia y doctrina de Frohschammer? Porque la Iglesia, por su divina institución, debe custodiar diligentísimamente íntegro e inviolado el depósito de la fe y vigilar continuamente con todo empeño por la salvación de las almas, y con sumo cuidado ha de apartar y eliminar todo aquello que pueda oponerse a la fe o de cualquier modo pueda poner en peligro la salud de las almas.

Por lo tanto, la Iglesia, por la potestad que le fue por su Fundador divino encomendada, tiene no sólo el derecho, sino principalmente el deber de no tolerar, sino proscribir y condenar todos los errores, si así lo reclamaren la integridad de la fe y la salud de las almas; y a todo filósofo que quiera ser hijo de la Iglesia, y también a la filosofía, le incumbe el deber de no decir jamás nada contra lo que la Iglesia enseña y retractarse de aquello de que la Iglesia le avisare. La sentencia, empero, que enseña lo contrario, decretamos y declaramos que es totalmente errónea, y en sumo grado injuriosa a la fe misma, a la Iglesia y a la autoridad de ésta.

Del indiferentismo

[De la Encíclica Quanto conficiamur moerore, a los obispos de Italia, de 10 de agosto de 1863]

Y aquí, queridos Hijos nuestros y Venerables Hermanos, es menester recordar y reprender nuevamente el gravísimo error en que míseramente se hallan algunos católicos, al opinar que hombres que viven en el error y ajenos a la verdadera fe y a la unidad católica pueden llegar a la eterna salvación [v. 1717]. I,o que ciertamente se opone en sumo grado a la doctrina católica. Notoria cosa es a Nos y a vosotros que aquellos que sufren ignorancia invencible acerca de nuestra santísima religión, que cuidadosamente guardan la ley natural y sus preceptos, esculpidos por Dios en los corazones de todos y están dispuestos a obedecer a Dios y llevan vida honesta y recta, pueden conseguir la vida eterna, por la operación de la virtud de la luz divina y de la gracia; pues Dios, que manifiestamente ve, escudriña y sabe la mente, ánimo, pensamientos y costumbres de todos, no consiente en modo alguno, según su suma bondad y clemencia, que nadie sea castigado con eternos suplicios, si no es reo de culpa voluntaria. Pero bien conocido es también el dogma católico, a saber, que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia Católica, y que los contumaces contra la autoridad y definiciones de la misma Iglesia, y los pertinazmente divididos de la unidad de la misma Iglesia y del Romano Pontífice, sucesor de Pedro, "a quien fue encomendada por el Salvador la guarda de la viña", no pueden alcanzar la eterna salvación.

Lejos, sin embargo, de los hijos de la Iglesia Católica ser jamás en modo alguno enemigos de los que no nos están unidos por los vínculos de la misma fe y caridad; al contrario, si aquéllos son pobres o están enfermos o afligidos por cualesquiera otras miserias, esfuércense más bien en cumplir con ellos todos los deberes de la caridad cristiana y en ayudarlos siempre y, ante todo, pongan empeño por sacarlos de las tinieblas del error en que míseramente yacen y reducirlos a la verdad católica y a la madre amantísima, la Iglesia, que no cesa nunca de tenderles sus manos maternas y llamarlos nuevamente a su seno, a fin de que, fundados y firmes en la fe, esperanza y caridad y fructificando en toda obra buena [Col. 1, 10], consigan la eterna salvación.

De los congresos de teólogos en Alemania

[De la carta Tuas libenter, al arzobispo de Murlich-Frisinga, de 21 de diciembre de 1863]

... Sabíamos también, Venerable Hermano, que algunos de los católicos que se dedican al cultivo de las disciplinas más severas confiados demasiado en las fuerzas del ingenio humano, no temieron, ante los peligros de error, al afirmar la falaz y en modo alguno genuina libertad de la ciencia, fueran arrebatados más allá de los límites que no permite traspasar la obediencia debida al magisterio de la Iglesia, divinamente instituído para guardar la integridad de toda la verdad revelada. De donde ha resultado que esos católicos, míseramente engañados, llegan a estar frecuentemente de acuerdo hasta con quienes claman y chillan contra los Decretos de esta Sede Apostólica y de nuestras Congregaciones, en que por ellos se impide el libre progreso de la ciencia [v. 1712], y se exponen al peligro de romper aquellos sagrados lazos de la obediencia con que por voluntad de Dios están ligados a esta misma Sede Apostólica, que fue constituída por Dios mismo maestra y vengadora de la verdad.

Tampoco ignorábamos que en Alemania ha cobrado fuerza la opinión falsa en contra de la antigua Escuela y contra la doctrina de aquellos sumos Doctores [v. 1713] que por su admirable sabiduría y santidad de vida venera la Iglesia universal. Por esta falsa opinión, se pone en duda la autoridad de la Iglesia misma, como quiera que la misma Iglesia no sólo permitió durante tantos siglos continuos que se cultivara la ciencia teológica según el método de los mismos doctores y según los principios sancionados por el común sentir de todas las escuelas católicas; sino que exaltó también muy frecuentemente con sumas alabanzas su doctrina teológica y vehementemente la recomendó como fortísimo baluarte de la fe y arma formidable contra sus enemigos...

A la verdad, al afirmar todos los hombres del mismo congreso, como tú escribes, que el progreso de las ciencias y el éxito en la evitación y refutación de los errores de nuestra edad misérrima depende de la íntima adhesión a las verdades reveladas que enseña la Iglesia Católica, ellos mismos han reconocido y profesado aquella verdad que siempre sostuvieron y enseñaron los verdaderos católicos entregados al cultivo y desenvolvimiento de las ciencias. Y apoyados en esta verdad, esos mismos hombres sabios y verdaderamente católicos pudieron con seguridad cultivar, explicar y convertir en útiles y ciertas las mismas ciencias. Lo cual no puede ciertamente conseguirse, si la luz de la razón humana, circunscrita en sus propios límites, aun investigando las verdades que están al alcance de sus propias fuerzas y facultades, no tributa la máxima veneración, como es debido, a la luz infalible e increada del entendimiento divino que maravillosamente brilla por doquiera en la revelación cristiana. Porque, si bien aquellas disciplinas naturales se apoyan en sus propios principios conocidos por la razón; es menester, sin embargo, que sus cultivadores católicos tengan la revelación divina ante sus ojos, como una estrella conductora, por cuya luz se precavan de las sirtes y errores, apenas adviertan que en sus investigaciones y exposiciones pueden ser conducidos por ellos, como muy frecuentemente acontece, a proferir algo que en mayor o menor grado se oponga a la infalible verdad de las cosas que han sido reveladas por Dios.

De ahí que no queremos dudar de que los hombres del mismo congreso, al reconocer y confesar la mentada verdad, han querido al mismo tiempo rechazar y reprobar claramente la reciente y equivocada manera de filosofar, que si bien reconoce la revelación divina como hecho histórico, somete, sin embargo, a las investigaciones de la razón humana las inefables verdades propuestas por la misma revelación divina, como si aquellas verdades estuvieran sujetas a la razón, o la razón pudiera por sus fuerzas y principios alcanzar inteligencia y ciencia de todas las más altas verdades y misterios de nuestra fe santísima, que están tan por encima de la razón humana, que jamás ésta podrá hacerse idónea para entenderlos o demostrarlos por sus fuerzas y por sus principios naturales [v. 1709]. A los hombres, empero, de ese congreso les rendimos las debidas alabanzas, porque rechazando, como creemos, la falsa distinción entre el filósofo y la filosofía, de que te hablamos en otra carta a ti dirigida [v. 1674], han reconocido y afirmado que todos los católicos deben en conciencia obedecer en sus doctas disquisiciones a los decretos dogmáticos de la infalible Iglesia Católica.

Mas al tributarles las debidas alabanzas por haber profesado una verdad que necesariamente nace de la obligación de la fe católica, queremos estar persuadidos de que no han querido reducir la obligación que absolutamente tienen los maestros y escritores católicos, sólo a aquellas materias que son propuestas por el juicio infalible de la Iglesia para ser por todos creídas como dogmas de fe [v. 1722]. También estamos persuadidos de que no han querido declarar que aquella perfecta adhesión a las verdades reveladas, que reconocieron como absolutamente necesaria para la consecución del verdadero progreso de las ciencias y la refutación de los errores, pueda obtenerse, si sólo se presta fe y obediencia a los dogmas expresamente definidos por la Iglesia. Porque aunque se tratara de aquella sujeción que debe prestarse mediante un acto de fe divina; no habría, sin embargo, que limitarla a las materias que han sido definidas por decretos expresos de los Concilios ecuménicos o de los Romanos Pontífices y de esta Sede, sino que habría también de extenderse a las que se enseñan como divinamente reveladas por el magisterio ordinario de toda la Iglesia extendida por el orbe y, por ende, con universal y constante consentimiento son consideradas por los teólogos católicos como pertenecientes a la fe.

Mas como se trata de aquella sujeción a que en conciencia están obligados todos aquellos católicos que se dedican a las ciencias especulativas, para que traigan con sus escritos nuevas utilidades a la Iglesia; de ahí que los hombres del mismo congreso deben reconocer que no es bastante para los sabios católicos aceptar y reverenciar los predichos dogmas de la Iglesia, sino que es menester también que se sometan a las decisiones que, pertenecientes a la doctrina, emanan de las Congregaciones pontificias, lo mismo que a aquellos capítulos de la doctrina que, por común y constante sentir de los católicos, son considerados como verdades teológicas y conclusiones tan ciertas, que las opiniones contrarias a dichos capítulos de la doctrina, aun cuando no puedan ser llamadas heréticas, merecen, sin embargo, una censura teológica de otra especie.

De la uni(ci)dad de la Iglesia

[De la Carta del Santo Oficio a los obispos de Inglaterra, de 16 de septiembre de 1864]

Se ha comunicado a la Santa Sede que algunos católicos y hasta varones eclesiásticos han dado su nombre a la sociedad para procurar, como dicen, la unidad de la cristiandad —erigida en Londres el año 1857— y que se han publicado ya varios artículos de revistas, firmados por católicos que aplauden a dicha sociedad o que se dicen compuestos por varones eclesiásticos que la recomiendan. Y a la verdad, qué tal sea la índole de esta sociedad y a qué fin tienda, fácilmente se entiende no sólo por los artículos de la revista que lleva por título The Union Review, sino por la misma hoja en que se invita e inscribe a los socios. En efecto, formada y dirigida por protestantes, está animada por el espíritu que expresamente profesa, a saber, que las tres comuniones cristianas: la romano-católica, la greco-cismática y la anglicana, aunque separadas y divididas entre sí, con igual derecho reivindican para si el nombre católico. La entrada, pues, a ella está abierta para todos, en cualquier lugar que vivieren, ora católicos, ora grecocismáticos, ora anglicanos, pero con esta condición: que a nadie sea lícito promover cuestión alguna sobre los varios capítulos de doctrina en que difieren, y cada uno pueda seguir tranquilamente su propia confesión religiosa. Mas a los socios todos, ella misma manda recitar preces y a los sacerdotes celebrar sacrificios según su intención, a saber: que las tres mencionadas comuniones cristianas, puesto que, según se supone, todas juntas constituyen ya la Iglesia Católica, se reúnan por fin un día para formar un solo cuerpo...

El fundamento en que la misma se apoya es tal que trastorna de arriba abajo la constitución divina de la Iglesia. Toda ella, en efecto, consiste en suponer que la verdadera Iglesia de Jesucristo consta parte de la Iglesia Romana difundida y propagada por todo el orbe, parte del cisma de Focio y de la herejía anglicana, para las que, al igual que para la Iglesia Romana, hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo [cf. Eph. 4, 5]... Nada ciertamente puede ser de más precio para un católico que arrancar de raíz los cismas y disensiones entre los cristianos, y que los cristianos todos sean solícitos en guardar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz [Eph. 4, 3]... Mas que los fieles de Cristo y los varones eclesiásticos oren por la unidad cristiana, guiados por los herejes y, lo que es peor, según una intención en gran manera manchada e infecta de herejía, no puede de ningún modo tolerarse. La verdadera Iglesia de Jesucristo se constituye y reconoce por autoridad divina con la cuádruple nota que en el símbolo afirmamos debe creerse; y cada una de estas notas, de tal modo está unida con las otras, que no puede ser separada de ellas; de ahí que la que verdaderamente es y se llama Católica, debe juntamente brillar por la prerrogativa de la unidad, la santidad y la sucesión apostólica. Así, pues, la Iglesia Católica es una con unidad conspicua y perfecta del orbe de la tierra y de todas las naciones, con aquella unidad por cierto de la que es principio, raíz y origen indefectible la suprema autoridad y más excelente principalía" del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, y de sus sucesores en la cátedra romana. Y no hay otra Iglesia Católica, sino la que, edificada sobre el único Pedro, se levanta por la unidad de la fe y la caridad en un solo cuerpo conexo y compacto [Eph. 4, 16].

Otra razón por que deben los fieles aborrecer en gran manera esta sociedad londinense es que quienes a ella se unen favorecen el indiferentismo y causan escándalo.

Del naturalismo, comunismo y socialismo

[De la Encíclica Quanta cura, de 8 de diciembre de 1864]

Pero si bien no hemos dejado de proscribir y reprobar muchas veces estos importantísimos errores; sin embargo, la causa de la Iglesia Católica y la salud de las almas a Nos divinamente encomendada y hasta el bien de la misma sociedad humana nos piden imperiosamente que nuevamente excitemos vuestra solicitud pastoral para combatir otras depravadas opiniones que brotan, como de sus fuentes, de los mismos errores.

Estas falsas y perversas opiniones son tanto más de detestar cuanto principalmente apuntan a impedir y eliminar aquella saludable influencia que la Iglesia Católica, por institución y mandamiento de su divino Fundador, debe libremente ejercer hasta la consumación de los siglos [Mt. 28, 20], no menos sobre cada hombre que sobre las naciones, los pueblos y sus príncipes supremos, y a destruir aquella mutua unión y concordia de designios entre el sacerdocio y el imperio, "que fue siempre fausta y saludable lo mismo a la religión que al Estado". Porque bien sabéis, Venerables Hermanos, que hay no pocos en nuestro tiempo, que aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio del llamado naturalismo, se atreven a enseñar que "la óptima organización del estado y progreso civil exigen absolutamente que la sociedad humana se constituya y gobierne sin tener para nada en cuenta la religión, como si ésta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la verdadera y las falsas religiones". Y contra la doctrina de las Sagradas Letras, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que "la mejor condición de la sociedad es aquella en que no se le reconoce al gobierno el deber de reprimir con penas establecidas a los violadores de la religión católica, sino en cuanto lo exige la paz pública."

Partiendo de esta idea, totalmente falsa, del régimen social, no temen favorecer la errónea opinión, sobremanera perniciosa a la Iglesia Católica y a la salvación de las almas, calificada de "delirio" por nuestro antecesor Gregorio XVI, de feliz memoria, de que "la libertad de conciencia y de cultos es derecho propio de cada hombre, que debe ser proclamado y asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida, y que los ciudadanos tienen derecho a una omnímoda libertad, que no debe ser coartada por ninguna autoridad eclesiástica o civil, por el que puedan manifestar y declarar a cara descubierta y públicamente cualesquiera conceptos suyos, de palabra o por escrito o de cualquier otra forma". Mas al sentar esa temeraria afirmación, no piensan ni consideran que están proclamando una libertad de perdición, y que "si siempre fuera libre discutir de las humanas persuasiones, nunca podrán faltar quienes se atrevan a oponerse a la verdad y a confiar en la locuacidad de la sabiduría humana (v. 1.: mundana); mas cuánto haya de evitar la fe y sabiduría cristiana esta dañosísima vanidad, entiéndalo por la institución misma de nuestro Señor Jesucristo".

Y porque apenas se ha retirado de la sociedad civil la religión y repudiado la doctrina y autoridad de la revelación divina, se oscurece y se pierde hasta la genuina noción de justicia y derecho humano, y en lugar de la verdadera justicia y del legítimo derecho se sustituye la fuerza material; de ahí se ve claro por qué algunos, despreciados totalmente y dados de lado los más ciertos principios de la sana razón, se atreven a gritar que "la voluntad del pueblo, manifestada por la que llaman opinión pública o de otro modo, constituye la ley suprema, independiente de todo derecho divino y humano, y que en el orden polltico los hechos consumados, por lo mismo que han sido consumados, tienen fuerza de derecho." Mas ¿quién no ve y siente manifiestamente que la so ciedad humana, suelta de los vinculos de la religión y de la verdadera justicia, no puede proponerse otro fin que adquirir y acumular riquezas, ni seguir otra ley en sus acciones, sino ]a indómita concupiscencia del alma de servir sus propios placeres e intereses?

Esta es la razón por que tales hombres persiguen con odio realmente encarnizado a las órdenes religiosas, no obstante sus méritos relevantes para con la sociedad cristiana y civil y las letras, y se desgañitan gritando que no tienen razón legitima alguna de existir, aplaudiendo así las invenciones de los herejes. Porque, como muy sabiamente enseñaba nuestro predecesor Pío VI de feliz memoria, "la abolición de las órdenes regulares ofende al estado que públicamente profesa los consejos evangélicos, ofende aquel modo de vivir que la Iglesia recomienda como conforme a la doctrina apostólica, ofende a los mismos insignes fundadores que veneramos sobre los altares y que sólo por inspiración de Dios, instituyeron esas sociedades".

Impiamente proclaman también que debe quitarse a los ciudadanos y a la Iglesia la facultad "de legar públicamente limosnas por causa de caridad cristiana", así como que debe quitarse la ley, "por la que en determinados días se prohiben los trabajos serviles a causa del culto de Dios", pretextando con suma falacia que dicha facultad y ley se oponen a los principios de la mejor economía pública. Y no contentos con eliminar la religión de la sociedad pública, quieren también alejarla de las familias privadas.

Porque es así que enseñando y profesando el funestísimo error del comunismo y del socialismo, afirman que "la sociedad doméstica o familia toma toda su razón de existir únicamente del derecho civil y que, por ende, de la ley civil solamente dimanan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos, y ante todo el derecho de procurar su instrucción y educación."

Con estas impías opiniones y maquinaciones lo que principalmente pretenden estos hombres falacisimos es eliminar totalmente la saludable doctrina e influencia de la Iglesia Católica en la instrucción y educación de la juventud, e inficionar y depravar míseramente las tiernas y flexibles almas de los jóvenes con toda suerte de perniciosos errores y vicios. A la verdad, cuantos se han empeñado en perturbar lo mismo la religión que el estado, trastornar el recto orden de la sociedad y hacer tabla rasa de los derechos humanos y divinos, dirigieron siempre todos sus criminales planes, sus esfuerzos y trabajos, a engañar y depravar sobre todo a la imprudente juventud, como antes indicamos, y en la corrupción de la misma juventud pusieron toda su esperanza. Por eso no cesan nunca de vejar por cualesquiera modos nefandos a uno y otro clero, del que como espléndidamente atestiguan los monumentos más ciertos de la historia, tantas y tan grandes ventajas han redundado a la religión, al estado y a las letras; y proclaman que el mismo clero, "como enemigo del verdadero y útil progreso de la ciencia y de la civilización, debe ser apartado de todo cuidado e incumbencia en la instrucción y educación de la juventud".

Otros, renovando los delirios de los innovadores (protestantes), perversos y tantas veces condenados, se atrevén con insigne impudor a someter al arbitrio de la autoridad civil la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Sede Apostólica, que le fué concedida por Cristo Señor, y a negar todos los derechos de la misma Iglesia y Sede acerca de las cosas que pertenecen al orden externo.

Y es asi que en manera alguna se avergfienzan de afirmar que: "las leyes de la Iglesia no obligan en conciencia, si no son promulgadas por el poder civil; que las actas y decretos de los Romanos Pontífices relativos a la religión y a la Iglesia necesitan de la sanción y aprobación o por lo menos del consentimiento de la potestad civil; que las constituciones apostólicas con que se condenan las sociedades clandestinas —ora se exija, ora no se exija en ellas juramento de guardar secreto—, y se marcan con anatema sus seguidores y favorecedores, no tienen ninguna fuerza en aquellos países en que tales asociaciones se toleran por parte del gobierno civil; que la excomunión pronunciada por el Concilio de Trento y por los Romanos Pontifices contra los que invaden y usurpan los derechos y bienes de la Iglesia, se apoya en la confusión del orden espiritual y del orden civil y político con el solo fin de alcanzar un bien mundano; que la Iglesia no debe decretar nada que obligue las conciencias de los fieles en orden al uso de las cosas temporales; que no compete a la Iglesia el derecho de castigar con penas temporales a los violadores de sus leyes; que está conforme con la sagrada teología y con los principios de derecho público afirmar y vindicar para el gobierno civil la propiedad de los bienes que son poseidos por la Iglesia, por las órdenes religiosas y por otros lugares piadosos."

Tampoco tienen verguenza de profesar a cara descubierta y públicamente el axioma y principio de los herejes, del que nacen tantas perversas sentencias y errores. No cesan, en efecto, de decir que "la potestad eclesiástica no es por derecho divino distinta e independiente de la potestad civil y que no puede mantenerse tal distinción e independencia, sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia derechos esenciales de la potestad civil." Tampoco podemos pasar en silencio la audacia de aquellos que, por no poder sufrir la sana doctrina [2 Tim. 4, 3], pretenden que "puede negarse asentimiento y obediencia, sin pecado ni detrimento alguno de la profesión católica, a aquellos juicios y decretos de la Sede Apostólica, cuyo objeto se declara mirar al bien general de la Iglesia y a sus derechos y disciplina, con tal de que no se toquen los dogmas de fe y costumbres." Lo cual, cuán contrario sea al dogma católico sobre la plena potestad divinamente conferida por Cristo Señor al Romano Pontífice de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal, nadie hay que clara y abiertamente no lo vea y entienda.

En medio, pues, de tan grande perversidad de depravadas opiniones, Nos, bien penetrados de nuestro deber apostólico y sobremanera solícitos de nuestra religión santisima, de la sana doctrina de la salud de las almas —a Nos divinamente encomendadas— asi como del bien de la misma sociedad humana, hemos creído que debiamos levantar otra vez nuestra voz apostólica. Así, pues

todas y cada una de las depravadas opiniones y doctrinas que en estas nuestras Letras están particularmente mencionadas, por nuestra autoridad apostólica las reprobamos, proscribimos y condenamos, y queremos y mandamos que por todos los hijos de la Iglesia Católica sean tenidas absolutamente como reprobadas, proscritas y condenadas.

"Silabo" o colección de los errores modernos

[Sacado de varias Alocuciones, Encíclicas y Cartas de Pío IX y publicado, juntamente con la Bula arriba alegada, Quanta cura el 8 de diciembre de 1864]

A. Indice de las Actas de Pío IX, de que fué extractado el Sílabo

1. Carta Encíclica Qui pluribus, de 9 de noviembre de 1846 (de ella proceden las proposiciones 4-7, 16, 40 y 63).

2. Alocución Quisque vestrum, de 4 de octubre de 1847 (prop. 63).

3. Alocución Ubi primum, de 17 de diciembre de 1847 (prop. 16).

4. Alocución Quibus quantisque, de 20 de abril de 1849 (prop. 40, 64 y 7B).

5. Carta Encíclica Nostis et Nobiscum, de 8 de diciembre de 1849 (proposiciones 18 y 63).

6. Alocución Si semper antea, de 20 de mayo de 1850 (prop. 76).

7. Alocución ln consistoriali, de 1.° de noviembre de 1850 (prop. 43-45).

8. Condenación Multiplices inter, de 10 de junio de 1851 (prop. 15, 21

9. Condenaci6n Ad apostolicae, de 22 de agosto de 1851 (prop. 24, 25 34-36, 38, 41, 42, 65-67 y 69-75).

10. Alocución Quibus luctuosissimis, de 5 de septiembre de 1851 (proposición 45)

11. Lettera al Re di Sardegna, de 9 de septiembre de 1852 (prop. 73).

12. Alocución Acerbissimum, de 87 de septiembre de 1852 (prop. 31, 51, 53

13. Alocución Singulari quadam, de 9 de diciembre de 1854 (pr. 8, 17 y 19).

14. Alocución Probe memineritis, de 22 de enero de 1855 (prop. 53)

15. Alocución Cum saepe, de 26 de julio de 1855 (prop. 53)

16. Alocución Nemo vestrum, de 26 de julio de 1855 (prop. 77)

17. Carta Encíclica Singulari quidem, de 17 de marzo de 1856 (prop. 4 y 16).

18. Alocución Nunquam fore, de 15 de diciembre de 1856 (prop. 26, 28, 29, 31, 46, 50, 52, 70).

19 Carta Eximiam tuam al arzobispo de Colonia, de 15 de iunio de 1857 (prop. 14 NB.).

30. Letras apostólicas Cum catholica Ecclesia, de 26 de marzo de 1860 (prop. 63 y 76 NB.).

21. Carta Dolore haud mediocri, al obispo de Breslau, de 30 de abril de 1860 (prop. 14 NB).

22. Alocución Novos et ante, de 28 de septiembre de 1860 (prop. 19, 62 y 76 NB).

23. Alocución Multis gravibusque, de 17 de diciembre de 1860 (prop. 37, 43 y 73).

24. Alocución lamdudum cernimus, de 18 de marzo de 1861 (prop. 37, 61, 76 NB y 80).

25. Alocución Meminit unusquisque, de 30 de septiembre de 1861 (prop. 20).

26. Alocución Maxima quidem, de 9 de junio de 1862 (prop. 1-7, 15, 19, 27 39, 44, 49, 56-60 y 76 NB.).

27. Carta Gravissimas inter al arzobispo de Munich-Frisinga, de 21 de dlciembre de 1862 (prop. 9-11).

28. Carta Encíclica Quanto conficiamur moerore, de 10 de agosto de 1863 prop. 17 y 58).

29. Carta Encíclica Incredibili, de 17 de septiembre de 1863 (prop. 26).

30. Carta Tuas libenter al arzobispo de Munich-Frisinga, de 21 de diciembre de 1863 (prop. 9, 10, 12-14 22 y 33)

31. Carta Cum non sine al arzobispo de Friburgo, de 14 de julio de 1864 (prop. 47 y 48).

82. Carta Singularis Nobisque al obispo de Monreale, de 29 de septiembre de 1864 (prop. 32).

B. Sílabo 1

Comprende los principales errores de nuestra edad, que son notados en las Alocuciones consistoriales, en las Encíclicas y en otras Letras apostólicas de N. SS. S. el papa Pío XII

§ I. Panteísmo, naturalismo y racionalismo absoluto

1. No existe ser divino alguno, supremo, sapientisimo y providentisimo, distinto de esta universidad de las cosas, y Dios es lo mismo que la naturaleza, y, por tanto, sujeto a cambios y, en realidad, Dios se está haciendo en el hombre y en el mundo, y todo es Dios y tiene la mismisima sustancia de Dios; y una sola y misma cosa son Dios y el mundo y, por ende, el espiritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, lo justo y lo injusto (26).

2. Debe negarse toda acción de Dios sobre los hombres y sobre el mundo (26).

3. La razón humana, sin tener por nada en cuenta a Dios, es el único árbitro de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal; es ley de si misma y por sus fuerzas naturales basta para procurar el bien de los hombres y de los pueblos (26).

4. Todas las verdades de la religión derivan de la fuerza nativa de la razón humana; de ahí que la razón es la norma principal, por la que el hombre puede y debe alcanzar el conocimiento de las verdades de cualquier género que sean (1, 17 y 26).

5. La revelación divina es imperfecta y, por tanto, sujeta a progreso continuo e indefinido, en consonancia con el progreso de la razón humana (1 [cf. 1636] y 26).

6. La fe de Cristo se opone a la razón humana; y la revelación divina no sólo no aprovecha para nada, sino que daña a la perfección del hombre (1 [cf. 1636] y 26).

7. Las profecías y milagros expuestos y narrados en las Sagradas Letras, son ficciones de poetas; y los misterios de la fe cristiana, un conjunto de investigaciones filosóficas; y en los libros de uno y otro Testamento se contienen invenciones míticas, y el mismo Jesucristo es una ficción mítica (1 y 26).

§ II. Racionalismo moderado

8. Como quiera que la razón humana se equipara a la religión misma, las ciencias teológicas han de tratarse lo mismo que las filosóficas (18 [v. 1642]).

9. Todos los dogmas de la religión cristiana son indistintamente objeto del corlocimiento natural, o sea, de la filosoffa; y la razón humana, con sólo que esté históricamente cultivada, puede llegar por sus fuerzas y principios naturales a una verdadera ciencia de todos los dogmas, aun los más recónditos, con tal de que estos dogmas le fueren propuestos como objeto a la misma razón (27 [cf. 1682] y 30).

10. Como una cosa es el filósofo y otra la filosofía, aquél tiene el derecho y el deber de someterse a la autoridad que hubiere reconocido por verdadera; pero la filosofia ni puede ni debe someterse a autoridad alguna (27 [v. 1673 y 1674] y 30).

11. La Iglesia no sólo no debe reprender jamás a la filosofía, sino que debe tolerar sus errores y dejar que ella se corrija a si misma (27 [v. 1675]).

12. Los Decretos de la Sede Apostólica y de las Congregaciones romanas impiden el libre progreso de la ciencia (30 [v. 1679]).

13. El método y los principios con que los antiguos doctores escolásticos cultivaron la teologia, no convienen a las necesidades de nuestros tiempos y al progreso de las ciencias (30 [v. 1680]).

14. La filosofía ha de tratarse sin tener en cuenta para nada la revelación sobrenatural (30).

NB. Al racionalismo están vinculados en su mayor parte los errores de Antonio Gunther, que se condenan en la carta al cardenal arzobispo de Colonia Eximiam tuam, de 15 de junio de 1875 (19 [cf. 1655]) y en la carta al obispo de Breelau Dolore huud mediocri, de 90 de abril de 1860 (21).

§ III. Indiferentismo, latitudinarismo

15. Todo hombre es libre en abrazar y profesar la religión que, guiado por la luz de la razón, tuviere por verdadera (8 y 26).

16. Los hombres pueden encontrar en el culto de cualquier religión el camino de la salvación eterna y alcanzar la eterna salvación (1, 3 y 17).

17. Por lo menos deben tenerse fundadas esperanzas acerca de la eterna salvación de todos aquellos que no se hallan de modo alguno en la verdadera Iglesia de Cristo (13 [v. 1646] y 28 [1677]).

18. El protestantismo no es otra cosa que una forma diversa de la misma verdadera religión cristiana y en él, lo mismo que en la Iglesia Católica, se puede agradar a Dios (5).

§ IV. Socialismo, comunismo, sociedades secretas, sociedades bíblicas, sociedades clérico-liberales

Estas pestilenciales doctrinas han sido muchas veces condenadas y con las más graves palabras, en la carta Enciclica Qui pluribus, de 9 de diciembre de 1846 (1); en la Alocución Quibus quantisque, de 20 de abril de 1849 (4); en la carta Encíclica Nostis et Nobiscum, de 8 de diciembre de 1849 (5); en la Alocución Singulari quadam, de 9 de diciembre de 1854 (13); en la carta Enciclica Quanto conficiamur moerore, de 10 de agosto de 1863 (28).

§ V. Errores sobre la Iglesia y sus derechos

19. La Iglesia no es una sociedad verdadera y perfecta, completamente libre, ni goza de sus propios y constantes derechos a ella conferidos por su divino Fundador, sino que toca a la potestad civil definir cuáles sean los derechos de la Iglesia y los limites dentro de los cuales pueda ejercer esos mismos derechos (12, 23 y 26).

20. La potestad eclesiástica no debe ejercer su autoridad sin el permiso y consentimiento de la autoridad civil (25).

21. La Iglesia no tiene potestad para definir dogmáticamente que la religión de la Iglesia Católica es la única religi6n verdadera (8).

22. La obligación que liga totalmente a los maestros y escritores católicos, se limita sólo a aquellos puntos que han sido propuestos por el juicio infalible de la Iglesia como dogmas de fe que todos han de creer (30 [v. 1683]).

23. Los Romanos Pontífices y los Concilios ecuménicos traspasaron los límites de su potestad, usurparon los derechos de los príncipes y erraron hasta en la definici6n de materias sobre fe y costumbres (8).

24. La Iglesia no tiene potestad para emplear la fuerza, ni potestad ninguna temporal, directa o indirecta (9).

25. Además del poder inherente al episcopado, se le ha atribuído otra potestad temporal, expresa o tácitamente concedida por el poder civil, y revocable, por ende, cuando al mismo poder civil pluguiere (9).

26. La Iglesia no tiene derecho nativo y legitimo de adquirir y poseer (18 y 29).

27. Los ministros sagrados de la Iglesia y el Romano Pontifice deben ser absolutamente excluidos de toda administración y dominio de las cosas temporales (26).

28. No es licito a los obispos, sin permiso del gobierno, promulgar ni aun las mismas Letras apostólicas (18).

29. Las gracias concedidas por el Romano Pontifice han de considerarse como uulas, a no ser que hayan sido pedidas por conducto del gobierno (18).

30. La inmunidad de la Iglesia y de las personas eclesiásticas tuvo su origen en el derecho civil (8).

31. El fuero eclesiástico para las causas temporales de los clérigos, sean éstas civiles o criminales, ha de suprimirse totalmente, aun sin consultar la Sede Apostólica y no obstante sus reclamaciones (12 y 18).

32. Sin violación alguna del derecho natural ni de la equidad, puede derogarse la inmunidad personal, por la que los clérigos están exentos del servicio militar y esta derogación la exige el progreso civil, sobre todo en una sociedad constituida en régimen liberal (32).

33. No pertenece únicamente a la potestad eclesiástica de jurisdicción, por derecho propio y nativo, dirigir la enseñanza de la teología (30).

34. La doctrina de los que comparan al Romano Pontífice a un príncipe libre y que ejerce su acción sobre toda la Iglesia, es una doctrina que prevaleció en la Edad Media (9).

35. No hay inconveniente, alguno en que, ora por sentencia de un Concilio universal o por hecho de todos los pueblos, el Sumo Pontificado sea trasladado del obispo y de la ciudad de Roma a otro obispo y ciudad (9).

36. Una definición de un Concilio nacional no admite ulterior discusión y el poder civil puede atenerse a ella en sus actos (9).

37. Pueden establecerse iglesias nacionales sustraidas y totalmente separadas de la autoridad del Romano Pontífice (23 y 24).

38. Las demasiadas arbitrariedades de los Romanos Pontifices contribuyeron a la división de la Iglesia en oriental y occidental (9).

§ VI. Errores sobre la sociedad civil, considerada ya en sí misma, ya en sus relaciones con la Iglesia

39. El Estado, como quiera que es la fuente y origen de todos los derechos, goza de un derecho no circunscrito por límite alguno (26).

40. La doctrina de la Iglesia Católica se opone al bien e intereses de la sociedad humana (1 [v. 1634] y 4).

41. A la potestad civil, aun ejercida por un infiel, le compete poder indirecto negativo sobre las cosas sagradas; a la misma, por ende, compete no sólo el derecho que llaman exequatur, sino también el derecho llamado de apelación ab abusu (9).

42. En caso de conflicto de las leyes de una y otra potestad, prevalece el derecho civil (9).

43. El poder laico tiene autoridad para rescindir, declarar y anular —sin el consentimiento de la Sede Apostólica y hasta contra sus reclamaciones— los solemnes convenios (Concordatos) celebrados con aquélla sobre el uso de los derechas relativos a la inmunidad eclesiástica (7 y 23).

44. La autoridad civil puede inmiscuirse en los asuntos que se refieren a la religión, a las costumbres y al régimen espiritual. De ahí que pueda juzgar sobre las instrucciones que los pastores de la Iglesia, en virtud de su cargo, publican para norma de las conciencias, y hasta puede decretar sobre la administración de los divinos sacramentos y de las disposiciones necesarias para recibirlos (7 y 26).

45. El régimen total de las escuelas públicas en que se educa la juventud de una nación cristiana, si se exceptúan solamente y bajo algún aspecto los seminarios episcopales, puede y debe ser atribuído a la autoridad civil y de tal modo debe atribuírsele que no se reconozca derecho alguno a ninguna otra autoridad, cualquiera que ella sea, de inmiscuirse en la disciplina de las escuelas, en el régimen de los estudios, en la colación de grados ni en la selección o aprobación de los maestros (7 y 10).

46. Más aún, en los mismos seminarios de los clérigos el método de estudios que haya de seguirse, está sometido a ia autoridad civil (18).

47. La perfecta constitución de la sociedad civil exige que las escuelas populares que están abiertas a los niños de cualquier clase del pueblo y en general los establecimientos públicos destinados a la enseñanza de las letras y de las ciencias y a la educación de la juventud, queden exentos de toda autoridad de la Iglesia, de toda influencia e intervención reguladora suya, y se sometan al pleno arbitrio de la autoridad civil y política, en perfecto acuerdo con las ideas de los que mandan y la norma de las opiniones comunes de nuestro tiempo (31).

48. Los católicos pueden aprobar aquella forma de educar a la juventud que prescinde de la fe católica y de la autoridad de la Iglesia y que mira sólo o por lo menos primariamente al conocimiento de las cosas naturales y a los fines de la vida social terrena (31).

49. La autoridad civil puede impedir que los obispos y el pueblo fiel se comuniquen libre y mutuamente con el Romano Pontifice (26).

50. La autoridad laica tiene por sí misma el derecho de presentar a los obispos y puede exigir de ellos que tomen la administración de sus diócesis antes de que reciban la institución canónica de la Santa Sede y las Letras apostólicas (18).

51. Más aún, el gobierno laico tiene el derecho de destituir a los obispos del ejercicio del ministerio pastoral y no está obligado a obedecer al Romano Pontífice en lo que se refiere a la institución de obispados y obispos (8 y 12).

52. El gobierno puede por derecho propio cambiar la edad prescrita por la Iglesia para la profesión religiosa tanto de hombres como de mujeres y mandar a todas las órdenes religiosas que, sin su permiso, no admitan a nadie a emitir los votos solemnes (18).

53. Deben derogarse las leyes relativas a la defensa de las órdenes religiosas, de sus derechos y deberes; más aún, el gobierno civil puede prestar ayuda a todos aquellos que quieran abandonar el instituto de vida que abrazaron e infringir sus votos solemnes; y puede igualmente extinguir absolutamente las mismas órdenes religiosas, así como las Iglesias colegiatas y los beneficios simples, aun los de derecho de patronato, y someter y adjudicar sus bienes y rentas a la administración y arbitrio de la potestad civil (12, 14 y 15).

54. Los reyes y principes no sólo están exentos de la jurisdicción de la Iglesia, sino que son superiores a la Iglesia cuando se trata de dirimir cuestiones de jurisdicción (8).

55. La Iglesia ha de separarse del Estado y el Estado de la Iglesia (12).

§ VII. Errores sobre la ética natural y cristiana

56. Las leyes morales no necesitan de la sanción divina y en manera alguna es necesario que las leyes humanas se conformen con el derecho natural o reciban de Dios la fuerza obligatoria (26).

57. La ciencia de la filosoffa y de la moral, así como las leyes civiles, pueden y deben apartarse de la autoridad divina y eclesiástica (26).

58. No hay que reconocer otras fuerzas, sino las que residen en la materia, y toda la moral y honestidad ha de colocarse en acumular y aumentar, de cualquier modo, las riquezas y en satisfacer las pasiones (26 y 28).

59. El derecho consiste en el hecho material; todos los deberes de los hombres son un nombre vacio; todos los hechos humanos tienen fueria de derecho (26).

60. La autoridad no es otra cosa que la suma del número y de las fuerzas materiales (26).

61. La injusticia de un hecho afortunado no produce daño alguno a la santidad del derecho (24).

62. Hay que proclamar y observar el principio llamado de no intervención (22).

63. Es lícito negar la obediencia a los príncipes legítimos y hasta rebelarse contra ellos (1, 2, 5 y 20).

64. La violación de un juramento por santo que sea, o cualquier otra acción criminal y vergonzosa contra la ley sempiterna, no sólo no es reprobable, sino absolutamente lícita y digna de las mayores alabanzas, cuando se realiza por amor a la patria (4).

§ VIII. Errores sobre el matrimonio cristiano

65. No puede demostrarse por razón alguna que Cristo elevara el matrimonio a la dignidad de sacramento (9)..

66. El sacramento del matrimonio no es más que un accesorio del contrato y separable de él, y el sacramento mismo consiste únicamente en la bendición nupcial (9).

67. El vínculo del matrimonio no es indisoluble por derecho de la naturaleza, y en varios casos, la autoridad civil puede sancionar el divorcio propiamente dicho (2 y 9 [v. 1640]).

68. La Iglesia no tiene poder para establecer impedimentos dirimentes del matrimonio, sino que tal poder compete a la autoridad civil, que debe eliminar los impedimentos existentes (8).

69. La Iglesia empezó a introducir en siglos posteriores los impedimentos dirimentes, no por derecho propio, sino haciendo uso de aquel poder que la autoridad civil le prestó (9).

70. Los cánones del Tridentino que fulminan censura de anatema contra quienes se atrevan a negar a la Iglesia el poder de introducir impedimentos dirimentes [v. 973 s], o no son dogmáticos o hay que entenderlos de este poder prestado (9).

71. La forma del Tridentino no obliga bajo pena de nulidad [v. 990], cuando la ley civil establece otra forma y quiere que, dada esta nueva forma, el matrimonio sea válido (9).

72. Bonifacio VIII fué el primero que afirmó que el voto de castidad, emitido en la ordenación, anula el matrimonio (9).

73. Entre cristianos puede darse verdadero matrimonio en virtud del contrato meramente civil; es falso que el contrato de matrimonio entre cristianos es siempre sacramento, o que no hay contrato, si se excluye el sacramento (9, 11, 12 [v. 1640] y 23).

74. Las causas matrimoniales y los esponsales pertenecen, por su misma naturaleza, al fuero civil (9 y 12 [v. 1640]).

NB. Aquí pueden incluirse otros dos errores sobre la supresión del celibato de los clérigos y de la superioridad del estado de matrimonio sobre el de virginidad. El primero se condena en la Carta Encíclica Qui pluribus, de 9 de noviembre de 1846 (1) y el otro en las Letras apostólicas Multiplices inter, de 10 de junio de 1851 (8).

§ IX. Errores sobre el principado civil del Romano Pontífice

75. Los hijos de la Iglesia Cristiana y Católica disputan entre sí sobre la compatibilidad del reino temporal con el espiritual (9).

76. La derogación de la soberanía temporal de que goza la Sede Apostólica contribuiría de modo extraordinario a la libertad y prosperidad de la Iglesia (4 y 6).

NB. Aparte de estos errores, explícitamente señalados, se reprueban implícitamente muchos otros por la doctrina propuesta y afirmada, que todos los católicos deben mantener firmísimamente, sobre el poder temporal del Romano Pontífice Esta doctrina está claramente enseñada en la Alocución Quibus guantisque, de 20 de abril de 1849 (4); en la Alocución Si semper antea. de 20 de mayo de 1850 (6); en las Letras apostólicas Cum cathollca Ecclesia, de 20 de marzo de 1860 (20)- en la Alocución Novos et ante, de 28 de septiembre de 1860 (22); en la Alocucion lamdudum cernimus de 18 de marzo de 1861 (24); en la Alocución Maxima quidem, de 9 dé junio de 1862 (26).

§ X. Errores relativos al liberalismo actual

77. En nuestra edad no conviene ya que la religión católica sea tenida como la única religión del Estado, con exclusión de cualesquiera otros cultos (16).

78. De ahi que laudablemente se ha provisto por ley en algunas regiones católicas que los hombres que allá inmigran puedan públicamente ejercer su propio culto cualquiera que fuere (12).

79. Efectivamente, es falso que la libertad civil de cualquier culto, asi como la plena potestad concedida a todos de manifestar abierta y públicamente cualesquiera opiniones y pensamientos, conduzca a corromper más fácilmente las costumbres y espíritu de los pueblos y a propagar la peste del indiferentismo (18).

80. El Romano Pontifice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna (24).

CONCILIO VATICANO, 1869-1870

XX ecuménico (sobre la fe y la Iglesia)

SESION III

(24 de abril de 1870)

Constitución dogmática sobre la fe católica

... Mas ahora, sentándose y juzgando con Nos los obispos de todo el orbe, reunidos en el Espiritu Santo para este Concilio Ecuménico por autoridad nuestra, apoyados en la palabra de Dios escrita y tradicional tal como santamente custodiada y genuinamente expuesta la hemos recibido de la Iglesia Católica, hemos determinado proclamar y declarar desde esta cátedra de Pedro en presencia de todos la saludable doctrina de Cristo, después de proscribir y condenar —por la autoridad a Nos por Dios concedida— los errores contrarios.

Cap. 1. De Dios, creador de todas las cosas

[Sobre Dios uno, vivo y verdadero y su distinción de la universidad de las cosas]. La santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana cree y confiesa que hay un solo Dios verdadero y vivo, creador y señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en su entendimiento y voluntad y en toda perfección; el cual, siendo una sola sustancia espiritual, singular, absolutamente simple e inmutable, debe ser predicado como distinto del mundo, real y esencialmente, felicísimo en sí y de sí, e inefablemente excelso por encima de todo lo que fuera de Él mismo existe o puede ser concebido [Can. 1-4].

[Del acto de la creación en sí y en oposición a los errores modernos, y del efecto de la creación]. Este solo verdadero Dios, por su bondad "y virtud omnipotente", no para aumentar su bienaventuranza ni para adquirirla, sino para manifestar su perfección por los bienes que reparte a la criatura, con libérrimo designio, "juntamente desde el principio del tiempo, creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, esto es, la angélica y la mundana, y luego la humana, como común, constituída de esplritu y cuerpo" [Conc. Later. IV, v. 428; Can 2 y 5].

[Consecuencia de la creación]. Ahora bien, todo lo que Dios creó, con su providencia lo conserva y gobierna, alcanzando de un confín a otro poderosamente y disponiéndolo todo suavemente [cf. Sap. 8, 1]. Porque todo está desnudo y patente ante sus ojos [Hebr. 4, 13], aun lo que ha de acontecer por libre acción de las criaturas.

Cap. 2. De la revelación

[Del hecho de la revelación sobrenatural positiva]. La misma santa Madre Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creadas; porque lo invisible de Él, se ve, partiendo de la creación del mundo, entendido por medio de lo que ha sido hecho [Rom., 1, 20]; sin embargo, plugo a su sabiduría y bondad revelar al género humano por otro camino, y éste sobrenatural, a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad, como quiera que dice el Apóstol: Habiendo Dios hablado antaño en muchas ocasiones y de muchos modos a nuestros padres por los profetas, últimamente, en estos mismos días, nos ha hablado a nosotros por su Hijo [Hebr. 1, 1 s; Can. 1].

[De la necesidad de la revelación]. A esta divina revelación hay ciertamente que atribuir que aquello que en las cosas divinas no es de suyo inaccesible a la razón humana, pueda ser conocido por todos, aun en la condición presente del género humano, de modo fácil, con firme certeza y sin mezcla de error alguno. Sin embargo, no por ello ha de decirse que la revelación sea absolutamente necesaria, sino porque Dios, por su infinita bondad, ordenó al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a participar bienes divinos que sobrepujan totalmente la inteligencia de la mente humana; pues a la verdad ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni ha probado el corazón del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman [1 Cor. 2, 9; Can. 2 y 3].

[De las fuentes de la revelación]. Ahora bien, esta revelación sobrenatural, según la fe de la Iglesia universal declarada por el santo Concilio de Trento, "se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no escritas, que recibidas por los Apóstoles de boca de Cristo mismo, o por los mismos Apóstoles bajo la inspiración del Esplritu Santo transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros" [Conc. Trid., v. 783]. Estos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, integros con todas sus partes, tal como se enumeran en el decreto del mismo Concilio, y se contienen en la antigua edición Vulgata latina, han de ser recibidos como sagrados y canónicos. Ahora bien, la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque compuestos por sola industria humana, hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente porque contengan la revelación sin error; sino porque escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han. sido transmitidos a la misma Iglesia [Can. 4].

[De la interpretación de la Sagrada Escritura]. Mas como quiera que hay algunos que exponen depravadamente lo que el santo Concilio de Trento, para reprimir a los ingenios petulantes, saludablemente decretó sobre la interpretación de la Escritura divina, Nos, renovando el mismo decreto, declaramos que su mente es que en materias de fe y costumbres que atañen a la edificación de la doctrina cristiana, ha de tenerse por verdadero sentido de la Sagrada Escritura aquel que sostuvo y sostiene la santa madre Iglesia, a quien toca juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras santas; y, por tanto, a nadie es llcito interpretar la misma Escritura Sagrada contra este sentido ni tampoco contra el sentir unánime de los Padres.

Cap. 3. De la fe

[De la definición de la fe]. Dependiendo el hombre totalmente de Dios como de su creador y señor, y estando la razón humana enteramente sujeta a la Verdad increada; cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y de voluutad [Can. 1]. Ahora bien, esta fe que "es el principio de la humana salvación" [cf. 801], la Iglesia Católica profesa que es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrlnseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos [Can. 2]. Es, en efecto, la fe, en testimonio del Apóstol, sustancia de las cosas que se esperan, argumento de lo que no aparece [Hebr. 11, 1].

[La fe es conforme a la razón]. Sin embargo, para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón [cf. Rom. 12, 1], quiso Dios que a los auxilios internos del Espiritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las profecias que, mostrando de consuno luminosamente la omnipotencia y ciencia infinita de Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos, de la revelación divina [Can. 3 y 4]. Por eso, tanto Moisés y los profetas, como sobre todo el mismo Cristo Señor, hicieron y pronunciaron muchos y clarísimos milagros y profecias ¡ y de los Apóstoles leemos: Y ellos marcharon y predicaron por todas partes, cooperando el Señor y confirmando su palabra con los signos que se seguían [Mc. 16, 20]. Y nuevamente está escrito: Tenemos palabra profética más firme, a la que hacéis bien en atender como a una antorcha que brilla en un lugar tenebroso [2 Petr. 1, 19).

[La fe es en sí misma un don de Dios]. Mas aun cuando el asentimiento de la fe no sea en modo alguno un movimiento ciego del alma; nadie, sin embargo, "puede consentir a la predicación evangélica", como es menester para conseguir la salvación, "sin la iluminación e inspiración del Espiritu Santo, que da a todos suavidad en consentir y creer a la verdad" [Conc. de Orange, v. 178 ss]. Por eso, la fe, aun cuando no obre por la caridad [cf. Gal. 5, 6], es en sí misma un don de Dios, y su acto es obra que pertenece a la salvación; obra por la que el hombre presta a Dios mismo libre obediencia, consintiendo y cooperando a su gracia, a la que podria resistir [cf. 797 s ¡ Can. 5].

[Del objeto de la fe]. Ahora bien, deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional, y son propuestas por la Iglesia para ser creidas como divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora por su ordinario y universal magisterio.

[De la nacesidad de abrazar y conservar la fe]. Mas porque sin la fe... es imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6] y llegar al consorcio de los hijos de Dios; de ahi que nadie obtuvo jamás la justificación sin ella, y nadie alcanzará la salvación eterna, si no perseverare en ella hasta el fin [Mt. 10, 22; 24, 13]. Ahora bien, para que pudiéramos cumplir el deber de abrazar la fe verdadera y perseverar constantemente en ella, instituyó Dios la Iglesia por medio de su Hijo unigénito y la proveyó de notas claras de su institución, a fin de que pudiera ser reconocida por todos como guardiana y maestra de la palabra revelada.

[Del auxilio divino externo para cumplir el deber de la fe]. Porque a la Iglesia Católica sola pertenecen todas aquellas cosas, tantas y tan maravillosas, que han sido divinamente dispuestas para la evidente credibilidad de la fe cristiana. Es más, la Iglesia por sí misma, es decir, por su admirable propagación, eximia santidad e inexhausta fecundidad en toda suerte de bienes, por su unidad católica y su invicta estabilidad, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación.

[Del auxilio divino interno para lo mismo]. De lo que resulta que ella misma, como una bandera levantada para las naciones [Is. 11, 12], no sólo invita a sí a los que todavia no han creído, sino que da a sus hijos la certeza de que la fe que profesan se apoya en fundamento firmlsimo. A este testimonio se añade el auxilio eficaz de la virtud de lo alto. Porque el benignlsimo Señor excita y ayuda con su gracia a los errantes, para que puedan llegar al conocimiento de la verdad [1 Tim. 2, 4], y a los que trasladó de las tinieblas a su luz admirable [1 Petr. 2, 9], los confirma con su gracia para que perseveren en esa misma luz, no abandonándolos, si no es abandonado [v. 804]. Por eso, no es en manera alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad católica y la de aquellos que, llevados de opiniones humallas, siguen una religión falsa; porque los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa de cambiar o poner en duda esa misma fe [Can. 6]. Siendo esto así, dando gracias a Dios Padre que nos hizo dignos de entrar a la parte de la herencia de los santos en 1a luz [Col. 1, 12], no descuidemos salvación tan grande, antes bien, mirando al autor y consumador de nuestra fe, Jesus, mantengamos inflexible la confesión de nuestra esperanza [Hebr. 12, 2; 10, 2].

Cap. 4 De la fe y la razón

[Del doble orden de conocimiento]. El perpetuo sentir de la Iglesia Católica sostuvo también y sostiene que hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino tan bién por su objeto; por su principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe divina; por su objeto también, porque aparte aquellas cosas que la razón natural puede alcanzar; se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios de los que a no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia [Can. 1]. Por eso el Apóstol, que atestigua que Dios es conocido por los gentiles por medio de las cosas que han sido hechas [Rom. 1, 20]; sin embargo, cuando habla de la gracia y de la verdad que ha sido hccha por medio de Jesucristo [cf. Ioh. 1, 17], manifiesta: Proclamamos la sabiduría de Dios en el misterio; sabiduría que está escondida, que Dios predestinó antes de los siglos para gloria nuestra, que ninguno de los principes de este mundo ha conocido...; pero a nosotros Dios nos la ha revelado por medio de su Espíritu. Porque el Espíritu, todo lo escudrina, aun las profundidades de Dios [1 Cor. 2, 7, 8 y 10]. Y el Unigénito mismo alaba al Padre, porque escondió estas cosas a los sabios y prudentes y se las reveló a los pequeñuelos [cf. Mt. 11, 25~.

[De la parte que toca a la razón en el cultivo de la verdad sobrenatural.] Y, ciertamente, la razón ilustrada por la fe, cuando busca cuidadosa, pía y sobriamente, alcanza por don de Dios alguna inteligencia, y muy fructuosa, de los misterios, ora por analogía de lo que naturalmente conoce, ora por la conexión de los misterios mismos entre sí y con el fin último del hombre; nunca, sin embargo, se vuelve idónea para entenderlos totalmente, a la manera de las verdades que constituyen su propio objeto. Porque los misterios divinos, por su propia naturaleza, de tal manera sobrepasan el entendimiento creado que, aun enseñados por la revelación y aceptados por la fe; siguen, no obstante, encubiertos por el velo de la misma fe y envueltos de cierta oscuridad, mientras en esta vida mortal peregrinamos lejos del Señor; pues por fe caminamos y no por visión [2 Cor. 5, 6 s].

[De la imposibilidad de conflicto entre la fe y la razón]. Pero, aunque la fe esté por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera disensión puede jamás darse entre la fe y la razón como quiera que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir jamás a la verdad. Ahora bien, la vana apariencia de esta contradicción se origina principalmente o de que los dogmas de la fe no han sido entendidos y expuestos según la mente de la Iglesia, o de que las fantasías de las opiniones son tenidas por axiomas de la razón. Así, pues, "toda aserción contraria a la verdad de la fe iluminada, definimos que es absolutamente falsa" [V Concilio de Letrán; v. 738]. Ahora bien, la Iglesia, que recibió juntamente con el cargo apostólico de enseñar, el mandato de custodiar el depósito de la fe, tiene también divinamente el derecho y deber de proscribir la ciencia de falso nombre [1 Tim. 6, 20], a fin de que nadie se deje engañar por la filosofía y la vana falacia [cf. Col. 2, 8; Can 2]. Por eso, no sólo se prohibe a todos los fieles cristianos defender como legítimas conclusiones de la ciencia las opiniones que se reconocen como contrarias a la doctrina de la fe, sobre todo si han sido reprobadas por la Iglesia, sino que están absolutamente obligados a tenerlas más bien por errores que ostentan la falaz apariencia de la verdad.

[De la mutua ayuda de la fe y la razón y de la justa libertad de la ciencia]. Y no sólo no pueden jamás disentir entre sí la fe y la razón, sino que además se prestan mutua ayuda, como quiera que la recta razón demuestra los fundamentos de la fe y, por la luz de ésta ilustrada, cultiva la ciencia de las cosas divinas; y la fe, por su parte, libra y defiende a la razón de los errores y la provee de múltiples conocimientos. Por eso, tan lejos está la Iglesia de oponerse al cultivo de las artes y disciplinas humanas, que más bien lo ayuda y fomenta de muchos modos. Porque no ignora o desprecia las ventajas que de ellas dimanan para la vida de los hombres; antes bien confiesa que, así como han venido de Dios, que es Señor de las ciencias [1 Reg. 2, 3]; así, debidamente tratadas, conducen a Dios con la ayuda de su gracia. A la verdad, la Iglesia no veda que esas disciplinas, cada una en su propio ámbito, use de sus principios y método propio; pero, reconociendo esta justa libertad, cuidadosamente vigila que no reciban en sí mismas errores, al oponerse a la doctrina divina, o traspasando sus propios límites invadan y perturben lo que pertenece a la fe.

[Del verdadero progreso ae la ciencia natural y revelada]. Y, en efecto, la doctrina de la fe que Dios ha revelado, no ha sido propuesta como un hallazgo filosófico que deba ser perfeccionado por los ingenios humanos, sino entregada a la Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser fielmente guardada e infaliblemente declarada. De ahí que también hay que mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la santa madre Iglesia y jamás hay que apartarse de ese sentido so pretexto y nombre de una más alta inteligencia [Can. 3]. "Crezca, pues, y mucho y poderosamente se adelante en quilates, la inteligencia, ciencia y sabiduría de todos y de cada uno, ora de cada hombre particular, ora de toda la Iglesia universal, de las edades y de los siglos; pero solamente en su propio género, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia".

Cánones [sobre la fe católica]

1. De Dios creador de todas las cosas

1. [Contra todos los errores acerca de la existencia de Dios creador]. Si alguno negare al solo Dios verdadero creador y sefior de las cosas visibles e invisibles, sea anatema [cf. 17823.

2. [Contra el materialismo.] Si alguno no se avergonzare de afirmar que nada existe fuera de la materia, sea anatema [cf. 1783].

3. [Contra el panteísmo.] Si alguno dijere que es una sola: y la misma la sustancia o esencia de Dios y la de todas las cosas, sea anatema [cf. 17823.

4. [Contra las formas especiales del panteísmo.] Si alguno dijere que las cosas finitas, ora corpóreas, ora espirituales, o por lo menos las espirituales, han emanado de la sustancia divina, o que la divina esencia por manifestación o evolución de sí, se hace todas las cosas, o, finalmente, que Dios es el ente universal o indefinido que, determinándose a sí mismo, constituye la universalidad de las cosas, distinguida en géneros, especies e individuos, sea anatema.

5. [Contra los pantéístas y materialistas.] Si alguno no confiesa que el mundo y todas las cosas que en él se contienen, espirituales y materiales, han sido producidas por Dios de la nada según toda su sustancia [cf. 1783],

[contra los güntherianos] o dijere que Dios no creó por libre voluntad, sino con la misma necesidad con que se ama necesariamente a sí mismo [cf. 1783],

[contra güntherianos y hermesianos] o negare que el mundo ha sido creado para gloria de Dios, sea anatema.

2. De la revelación

1. [Contra los que niegan la teología natural.] Si alguno dijere que Dios vivo y verdadero, creador y señor nuestro, no puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana por medio de las cosas que han sido hechas, sea anatema [cf. 1785].

2. [Contra los deístas.] Si alguno dijere que no es posible o que no conviene que el hombre sea enseñado por medio de la revelación divina acerca de Dios y del culto que debe tributársele, sea anatema [cf. 1786].

3. [Contra los progresistas.] Si alguno dijere que el hombre no puede ser por la acción de Dios levantado a un conocimiento y perfección que supere la natural, sino que puede y debe finalmente llegar por sí mismo, en constante progreso, a la posesión de toda verdad y de todo bien, sea anatema.

4. Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura, íntegros con todas sus partes, tal como los enumeró el santo Concilio de Trento [v. 783 s], o negare que han sido divinamente inspirados, sea anatema.

3, De la fe

1. [Contra la autonomía de la razón.] Si alguno dijere que la razón humana es de tal modo independiente que no puede serle imperada la fe por Dios, sea atlatema [cf. 1789].

2. [Deben tenerse por verdad algunas cosas que la razón no alcanza por si misma.] Si alguno dijere que la fe divina no se distingue de la ciencia natural sobre Dios y las cosas morales y que, por tanto, no se requiere para la fe divina que la verdad revelada sea creída por la autoridad de Dios que revela, sea anatema [cf. 1789].

3. [Deben guardarse en la fe misma los derechos de la razón.] Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos externos y que, por lo tanto, deben los hombres moverse a la fe por sola la experiencia interna de cada uno y por la inspiración privada, sea anatema [cf. 1790].

4. [De la demostrabilidad de la revelacioin.] Si alguno dijere que no puede darse ningún milagro y que, por ende, todas las narraciones sobre ellos, aun las contenidas en la Sagrada Escritura, hay que relegarlas entre las fábulas o mitos, o que los milagros no pueden nunca ser conocidos con certeza y que con ellos no se prueba legítimamente el origen divino de la religión cristiana, sea anatema [cf. 1790].

5. [Libertad de la fe y necesidad de la gracia: contra Hermes; v. 1618 ss.] Si alguno dijere que el asentimiento a la fe cristiana no es libre, sino que se produce necesariamente por los argumentos de la razón; o que la gracia de Dios sólo es necesaria para la fe viva que obra por la caridad [Ga]. 5, 6], sea anatema [cf. 1791].

6. [Contra la duda positiva de Hermes; v. 1619.] Si alguno dijere que es igual la condición de los fie]es y la de aquellos que todavía uo han llegado a la única fe verdadera, de suerte que los católicos pueden tener causa justa de poner en duda, suspendido el asentitniento, la fe que ya han recibido bajo el magisterio de la Iglesia, hasta que terminen la demostración científica de la credibilidad y verdad de su fe, sea anatema [cf. 1794].

4. De la fe y la razón

[Contra los pseudofilósofos y pseudoteólogos, sobre los que se habla ('en 1679 ss]

1. Si alguno dijere que en la revelación divina no se contiene ningún verdadero y propiamente dicho misterio, sino que todos los dogmas de la fe pueden ser entendidos y demostrados por medio de la razón debidamente cultivada partiendo de sus principios naturales, sea anatema [cf. 1795 s].

2. Si alguno dijere que las disciplinas humanas han de ser tratadas con tal libertad, que sus afirmaciones han de tenerse por verdaderas, aunque se opongan a la doctrina revelada, y que no pueden ser proscritas por la Iglesia, sea anatema [cf. 1797-1799].

3. Si alguno dijere que puede suceder que, según el progreso de la ciencia, haya que atribuir alguna vez a los dogmas propuestos por la Iglesia un sentido distinto del que entendió y entiende la misma Iglesia, sea anatema [cf. 1800].

Así, pues, cumpliendo lo que debemos a nuestro deber pastoral, por las entrañas de Cristo suplicamos a todos sus fieles y señaladamente a los que presiden o desempeñan cargo de enseñar, y a par por la autoridad del mismo Dios y Salvador nuestro les mandamos que pongan todo empeño y cuidado en apartar y eliminar de la Santa Iglesia estos errores y difundir la luz de la fe purísima.

Mas como no basta evitar el extravío herético, si no se huye también diligentísimamente de aquellos errores que más o menos se aproximan a aquél, a todos avisamos del deber de guardar también las constituciones y decretos por los que tales opiniones extraviadas, que aquí no se enumeran expresamente, han sido proscritas y prohibidas por esta Santa Sede.

SESION IV

(18 de julio de 1870)

Constitución dogmática I sobre la Iglesia de Cristo

[De la institución y fundamento de la Iglesia.] El Pastor eterno y guardián de nuestras almas [1 Petr. 2, 25], para convertir en perenne la obra saludable de la redención, decretó edificar la Santa Iglesia en la que, como en casa del Dios vivo, todos los fieles estuvieran unidos por el vínculo de una sola fe y caridad. Por lo cual, antes de que fuera glorificado, rogó al Padre, no sólo por los Apóstoles, sino también por todos los que habían de creer en El por medio de la palabra de aquéllos, para que todos fueran una sola cosa, a la manera que el mismo Hijo y el Padre son una sola cosa [Ioh. 17, 20 s]. Ahora bien, a la manera que envió a los Apóstoles —a quienes se había escogido del mundo—, como Él mismo había sido enviado por el Padre [Ioh. 20, 21]; así quiso que en su Iglesia hubiera pastores y doctores hasta la consumación de los siglos [Mt. 28, 20]. Mas para que el episcopado mismo fuera uno e indiviso y la universal muchedumbre de los creyentes se conservara en la unidad de la fe y de la comunión por medio de los sacerdotes coherentes entre sí; al anteponer al bienaventurado Pedro a los demás Apóstoles, en él instituyó un principio perpetuo de una y otra unidad y un fundamento visible, sobre cuya fortaleza se construyera un templo eterno, y la altura de la Iglesia, que había de alcanzar el cielo, se levantara sobre la firmeza de esta fe. y puesto que las puertas del infierno, para derrocar, si fuera posible, a la Iglesia, se levantan por doquiera con odio cada día mayor contra su fundamento divinamente asentado; Nos, juzgamos ser necesario para la guarda, incolumidad y aumento de la grey católica, proponer con aprobación del sagrado Concilio, la doctrina sobre la institución, perpetuidad y naturaleza del sagrado primado apostólico —en que estriba la fuerza y solidez de toda la Iglesia—, para que sea creída y mantenida por todos los fieles, según la antigua y constante fe de la Iglesia universal, y a la vez proscribir y condenar los errores contrarios, en tanto grado perniciosos al rebaño del Señor.

Cap. 1. De la institución del primado apostólico en el bienaventurado Pedro

[Contra los herejes y cismáticos.] Enseñamos, pues, y declaramos que, según los testimonios del Evangelio, el primado de jurisdicción sobre la Iglesia universal de Dios fue prometido y conferido inmediata y directamente al bienaventurado Pedro por Cristo Nuestro Señor. Porque sólo a Simón —a quien ya antes había dicho: Tú te llamarás Cefas [Ioh. 1, 42)—, después de pronunciar su confesión: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, se dirigió el Señor con estas solemnes palabras: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque ni la carne ni la sangre te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella, y a ti te daré las llaves del reino de los cielos. Y cuanto atares sobre la tierra, será atado también en los cielos; y cuanto desatares sobre la tierra, será desatado también en el cielo [Mt. 16, 16 ss]. [Contra Richer, etc.v. 1503]. Y sólo a Simón Pedro confirió Jesús después de su resurrección la jurisdicción de pastor y rector supremo sobre todo su rebaño, diciendo: "Apacienta a mis corderos". "Apacienta a mis ovejas" [Ioh. 21, 15 ss].

A esta tan manifiesta doctrina de las Sagradas Escrituras, como ha sido siempre entendida por la Iglesia Católica, se oponen abiertamente las torcidas sentencias de quienes, trastornando la forma de régimen instituída por Cristo Señor en su Iglesia, niegan que sólo Pedro fuera provisto por Cristo del primado de jurisdicción verdadero y propio, sobre los demás Apóstoles, ora aparte cada uno, ora todos juntamente. Igualmente se oponen los que afirman que ese primado no fue otorgado inmediata y directamente al mismo bienaventurado Pedro, sino a la Iglesia, y por medio de ésta a él, como ministro de la misma Iglesia.

[Canon.] Si alguno dijere que el bienaventurado Pedro Apóstol no fue constituído por Cristo Señor, príncipe de todos los Apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia militante, o que recibió directa e inmediatamente del mismo Señor nuestro Jesucristo solamente primado de honor, pero no de verdadera y propia jurisdicción, sea anatema.

Cap. 2. De la perpetuidad del primado del bienaventurado Pedro en los Romanos Pontífices

Ahora bien, lo que Cristo Señor, príncipe de los pastores y gran pastor de las ovejas, instituyó en el bienaventurado Apóstol Pedro para perpetua salud y bien perenne de la Iglesia, menester es dure perpetuamente por obra del mismo Señor en la Iglesia que, fundada sobre la piedra, tiene que permanecer firme hasta la consumación de los siglos. "A nadie a la verdad es dudoso, antes bien, a todos los siglos es notorio que el santo y beatísimo Pedro, príncipe y cabeza de los Apóstoles, columna de la fe y fundamento de la Iglesia Católica, recibió las llaves del reino de manos de nuestro Señor Jesucristo, Salvador y Redentor del género humano; y, hasta el tiempo presente y siempre, sigue viviendo y preside y ejerce el juicio en sus sucesores" [cf. Concilio de Éfeso, v. 112], los obispos de la santa Sede Romana, por él fundada y por su sangre consagrada. De donde se sigue que quienquiera sucede a Pedro en esta cátedra, ése, según la institución de Cristo mismo, obtiene el primado de Pedro sobre la Iglesia universal. "Permanece, pues, la disposición de la verdad, y el bienaventurado Pedro, permaneciendo en la fortaleza de piedra que recibiera, no abandona el timón de la Iglesia que una vez empuñara".

Por esta causa, fue "siempre necesario que" a esta Romana Iglesia, "por su más poderosa principalidad, se uniera toda la Iglesia, es decir, cuantos fieles hay, de dondequiera que sean", a fin de que en aquella Sede de la que dimanan todos "los derechos de la veneranda comunión", unidos como miembros en su cabeza, se trabaran en una sola trabazón de cuerpo.

[Canon.] Si alguno, pues, dijere que no es de institución de Cristo mismo, es decir, de derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga perpetuos sucesores en el primado sobre la Iglesia universal; o que el Romano Pontífice no es sucesor del bienaventurado Pedro en el mismo primado, sea anatema.

Cap. 3. De la naturaleza y razón del primado del Romano Pontífice

[Afirmación del primado.] Por tanto, apoyados en los claros testimonios de las Sagradas Letras y siguiendo los decretos elocuentes y evidentes, ora de nuestros predecesores los Romanos Pontífices, ora de los Concilios universales, renovamos la definición del Concilio Ecuménico de Florencia, por la que todos los fieles de Cristo deben creer que "la Santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice poseen el primado sobre todo el orbe, y que el mismo Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, y verdadero vicario de Jesucristo y cabeza de toda la Iglesia, y padre y maestro de todos los cristianos; y que a él le fue entregada por nuestro Señor Jesucristo, en la persona del bienaventurado Pedro, plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal, tal como aun en las actas de los Concilios Ecuménicos y en los sagrados Cánones se contiene" [v. 694].

[Consecuencias negadas por los innvadores.] Enseñamos, por ende, y declaramos, que la Iglesia Romana, por disposición del Señor, posee el principado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y que esta potestad de jurisdicción del Romano Pontífice, que es verdaderamente episcopal, es inmediata. A esta potestad están obligados por el deber de subordinación jerárquica y de verdadera obediencia los pastores y fieles de cualquier rito y dignidad, ora cada uno separadamente, ora todos juntamente, no sólo en las materias que atañen a la fe y a las costumbres, sino también en lo que pertenece a la disciplina y régimen de la Iglesia difundida por todo el orbe; de suerte que, guardada con el Romano Pontífice esta unidad tanto de comunión como de profesión de la misma fe, la Iglesia de Cristo sea un solo rebaño bajo un solo pastor supremo. Tal es la doctrina de la verdad católica, de la que nadie puede desviarse sin menoscabo de su fe y salvación.

[De la jurisdicción del Romano Pontífice y de los obispos.] Ahora bien, tan lejos está esta potestad del Sumo Pontífice de dañar a aquella ordinaria e inmediata potestad de jurisdicción episcopal por la que los obispos que, puestos por el Espíritu Santo [cf. Act. 20, 28], sucedieron a los Apóstoles, apacientan y rigen, como verdaderos pastores, cada uno la grey que le fue designada; que más bien esa misma es afirmada, robustecida y vindicada por el pastor supremo y universal, según aquello de San Gregorio Magno: "Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es el sólido vigor de mis hermanos. Entonces soy yo verdaderamente honrado, cuando no se niega el honor que a cada uno es debido".

[De la libre comunicación con todos los fieles. ] Además de la suprema potestad del Romano Pontífice de gobernar la Iglesia universal, síguese para él el derecho de comunicarse libremente en el ejercicio de este su cargo con los pastores y rebaños de toda la Iglesia, a fin de que puedan ellos ser por él regidos y enseñados en el camino de la salvación. Por eso, condenamos y reprobamos las sentencias de aquellos que dicen poderse impedir lícitamente esta comunicación del cabeza supremo con los pastores y rebaños, o la someten a la potestad secular, pretendiendo que cuanto por la Sede Apostólica o por autoridad de ella se estatuye para el régimen de la Iglesia, no tiene fuerza ni valor, si no se confirma por el placet de la potestad secular [v. 1847].

[Del recurso al Romano Pontífice como juez supremo.] Y porque el Romano Pontífice preside la Iglesia universal por el derecho divino del primado apostólico, enseñamos también y declaramos que él es el juez supremo de los fieles [cf. 1500] y que, en todas las causas que pertenecen al fuero eclesiástico, puede recurrirse al juicio del mismo [v. 466]; en cambio, el juicio de la Sede Apostólica, sobre la que no existe autoridad mayor, no puede volverse a discutir por nadie, ni a nadie es lícito juzgar de su juicio [cf. 330 ss]. Por ello, se salen fuera de la recta senda de la verdad los que afirman que es lícito apelar de los juicios de los Romanos Pontífices al Concilio Ecuménico, como a autoridad superior a la del Romano Pontífice.

[Canon.] Así, pues, si alguno dijere que el Romano Pontífice tiene sólo deber de inspección y dirección, pero no plena y suprema potestad de jurisdicción sobre la Iglesia universal, no sólo en las materias que pertenecen a la fe y a las costumbres, sino también en las de régimen y disciplina de la Iglesia difundida por todo el orbe, o que tiene la parte principal, pero no toda la plenitud de esta suprema potestad; o que esta potestad suya no es ordinaria e inmediata, tanto sobre todas y cada una de las Iglesias, como sobre todos y cada uno de los pastores y de los fieles, sea anatema.

Cap. 4. Del magisterio infalible del Romano Pontífice

[Argumentos tomados de los documentos públicos.] Ahora bien, que en el primado apostólico que el Romano Pontífice posee, como sucesor de Pedro, príncipe de los Apóstoles, sobre toda la lglesia, se comprende también la suprema potestad de magisterio, cosa es que siempre sostuvo esta Santa Sede, la comprueba el uso perpetuo de la Iglesia y la declararon los mismos Concilios ecuménicos, aquellos en primer lugar en que Oriente y Occidente se juntaban en unión de fe y caridad. En efecto, los Padres del Concilio cuarto de Constantinopla, siguiendo las huellas de los mayores, publicaron esta solemne profesión: "La primera salvación es guardar la regla de la recta fe [...] Y como no puede pasarse por alto la sentencia de nuestro Señor Jesucristo que dice: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia [Mt. 16, 18], esto que fue dicho se comprueba por la realidad de los sucesos, porque en la Sede Apostólica se guardó siempre sin mácula la Religión Católica, y fue celebrada la santa doctrina. No deseando, pues, en manera alguna separarnos de la fe y doctrina de esta Sede [...] esperamos que hemos de merecer hallarnos en la única comunión que predica la Sede Apostólica, en que está la íntegra y verdadera solidez de la religión cristiana" [cf. 171 s].

Y con aprobación del Concilio segundo de Lyon, los griegos profesaron: Que la Santa Iglesia Romana posee el sumo y pleno primado y principado sobre toda la Iglesia Católica que ella veraz y humildemente reconoce haber recibido con la plenitud de la potestad de parte del Señor mismo en la persona del bienaventurado Pedro, príncipe o cabeza de los Apóstoles, de quien el Romano Pontífice es sucesor; y como está obligada más que las demás a defender la verdad de la fe, así las cuestiones que acerca de la fe surgieren, deben ser definidas por su juicio" [cf. 466].

En fin, el Concilio de Florencia definió: "Que el Romano Pontífice es verdadero vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia y padre y maestro de todos los cristianos, y a él, en la persona de San Pedro, le fue entregada por nuestro Señor Jesucristo la plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal" [v. 694].

[Argumento tomado del consentimiento de la Iglesia.] En cumplir este cargo pastoral, nuestros antecesores pusieron empeño incansable, a fin de que la saludable doctrina de Cristo se propagara por todos los pueblos de la tierra, y con igual cuidado vigilaron que allí donde hubiera sido recibida, se conservara sincera y pura. Por lo cual, los obispos de todo el orbe, ora individualmente, ora congregados en Concilios, siguiendo la larga costumbre de las Iglesias y la forma de la antigua regla dieron cuenta particularmente a esta Sede Apostólica de aquellos peligros que surgían en cuestiones de fe, a fin de que allí señaladamente se resarcieran los daños de la fe, donde la fe no puede sufrir mengua. Los Romanos Pontífices, por su parte, según lo persuadía la condición de los tiempos y de las circunstancias, ora por la convocación de Concilios universales o explorando el sentir de la Iglesia dispersa por el orbe, ora por sínodos particulares, ora empleando otros medios que la divina Providencia deparaba, definieron que habían de mantenerse aquellas cosas que, con la ayuda de Dios, habían reconocido ser conformes a las Sagradas Escrituras y a las tradiciones Apostólicas; pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación trasmitida por los Apósloles, es decir el depósito de la fe. Y, ciertamente, la apostólica doctrina de ellos, todos los venerables Padres la han abrazado y los Santos Doctores ortodoxos venerado y seguido, sabiendo plenísimamente que esta Sede de San Pedro permanece siempre intacta de todo error, según la promesa de nuestro divino Salvador hecha al príncipe de sus discípulos: Yo he rogado por ti, a fin de que no desfallezca tu fe y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos [Lc. 22, 32].

Así, pues, este carisma de la verdad y de la fe nunca deficiente, fue divinamente conferido a Pedro y a sus sucesores en esta cátedra, para que desempeñaran su excelso cargo para la salvación de todos; para que toda la grey de Cristo, apartada por ellos del pasto venenoso del error, se alimentara con el de la doctrina celeste; para que, quitada la ocasión del cisma, la Iglesia entera se conserve una, y, apoyada en su fundamento, se mantenga firme contra las puertas del infierno.

[Definición de la infalibilidad.] Mas como quiera que en esta misma edad en que más que nunca se requiere la eficacia saludable del cargo apostólico, se hallan no pocos que se oponen a su autoridad, creemos ser absolutamente necesario afirmar solemnemente la prerrogativa que el Unigénito Hijo de Dios se dignó juntar con el supremo deber pastoral.

Así, pues, Nos, siguiendo la tradición recogida fielmente desde el principio de la fe cristiana, para gloria de Dios Salvador nuestro, para exaltación de la fe católica y salvación de los pueblos cristianos, con aprobación del sagrado Concilio, enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra —esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal—, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, que las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia.

[Canon.] Y si alguno tuviere la osadía, lo que Dios no permita, de contradecir a esta nuestra definición, sea anatema.

De la doble potestad en la tierra

[De la Encíclica Etsi multa luctuosa, de 21 de noviembre de 1873]

... La fe, sin embargo, enseña y la razón humana demuestra que existe un doble orden de cosas, y, a par de ellas, que deben distinguirse dos potestades sobre la tierra: la una natural que mira por la tranquilidad de la sociedad humana y por los asuntos seculares, y la otra, cuyo origen está por encima de la naturaleza, y que preside a la ciudad de Dios, es decir, a la Iglesia de Cristo, instituída divinamente para la paz de las almas y su salud eterna. Ahora bien, estos oficios (de esta doble potestad, están sapientísimamente ordenados, a fin, de dar a Dios lo que es de Dios, y al César, y por Dios, lo que es del César [Mt. 22, 21]; "el cual justamente es grande, porque es menor que el cielo; pues él mismo es también de Aquel de quien es el cielo y toda criatura. A la verdad, de este mandamiento divino no se desvió jamás la Iglesia, que siempre y en todas partes se esfuerza en inculcar en el alma de sus fieles la obediencia que inviolablemente deben guardar para con los príncipes supremos y sus derechos en cuanto a las cosas seculares, y enseña con el Apóstol que los príncipes no son de temer para el bien obrar, sino para el mal obrar, mandando a sus fieles que estén sujetos no sólo por motivo de la ira, puesto que el príncipe lleva la espada para vengar su ira contra el que obra mal, sino también por motivo de conciencia, pues en su oficio es ministro de Dios [Rom. 13, 3 ss]. Mas este temor a los príncipes, ella misma lo limitó a las malas obras, excluyéndolo totalmente de la observancia de la divina ley, como quien recuerda lo que el bienaventurado Pedro enseñó a los fieles: Que ninguno de vosotros tenga que sufrir como homicida o como ladrón o como maldiciente o codiciador de lo ajeno; pero si sufre como cristiano, no se avergüence por ello, sino glorifique a Dios en este nombre [1 Petr. 4, 15 s].

De la libertad de la Iglesia

[De la Encíclica Quod nunquam, a los obispos de Prusia, de 5 de febrero de 1875]

... Nos proponemos cumplir los deberes de nuestro cargo al denunciar por estas Letras con pública protesta a todos los que el asunto atañe y al orbe católico entero, que esas leyes son nulas, por oponerse totalmente a la constitución divina de la Iglesia. Porque no son los poderosos de este mundo los que Dios puso al frente de los obispos en aquello que toca al santo ministerio, sino el bienaventurado Pedro, a quien encomendó apacentar no sólo los corderos, sino también las ovejas [cf. Ioh. 21, 16-17]; y por tanto por ninguna potestad secular, por elevada que sea, pueden ser privados de su oficio episcopal aquellos a quienes el Espíritu Santo puso por obispos para regir la Iglesia de Dios [Act. 20, 28] .. Pero sepan los que os son hostiles que al negaros vosotros a dar al César lo que es de Dios, no habéis de inferir injuria alguna a la autoridad regia y en nada la habéis de negar, pues está escrito que es menester obedecer a Dios antes que a los hombres [Act. 5, 29]; y juntamente sepan que cada uno de vosotros está dispuesto a dar al César tributo y obediencia, no por motivo de ira, sino por conciencia [Rom. 13, 5 s] en aquellas cosas que están sometidas al imperio y potestad civil.

De la explicación de la transustanciación

[Del Decreto del Santo Oficio de 7 de julio de 1875]

A la duda: "Si puede tolerarse la explicación de la transustanciación en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía que se comprende en las proposiciones siguientes:

1. Como la razón formal de la hipóstasis es ser por sí o sea subsistir por sí, así la razón formal de la sustancia es ser en sí y no ser actualmente sustentada en otro como primer sujeto; porque deben distinguirse bien estas dos cosas: ser por sí (que es la razón formal de la hipóstasis) y ser en sí (que es la razón formal de la sustancia).

2. Por eso, así como la naturaleza humana en Cristo no es hipóstasis, porque no subsiste por sí, sino que es asumida por la hipóstasis divina superior; así, una sustancia finita, por ejemplo la sustancia del pan, deja de ser sustancia por el solo hecho y sin otra mutación de sí, de que se sustenta en otro sobrenaturalmente, de modo que ya no está en sí, sino en otro como en sujeto primero.

3. De ahí que la transustanciación o conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo puede explicarse de la siguiente manera: El cuerpo de Cristo al hacerse sustancialmente presente en la Eucaristía, sustenta la naturaleza del pan, que deja de ser sustancia por el mero hecho, y sin otra mutación de sí, de que ya no está en sí, sino en otro sustentante; y por tanto, permanece, efectivamente, la naturaleza de pan, pero en ella cesa la razón formal de sustancia; y, consiguientemente, no son dos sustancias, sino una sola, a saber, la del cuerpo de Cristo.

4. Así, pues, en la Eucaristía permanecen la materia y forma de los elementos del pan; pero existiendo ya en otro sobrenaturalmente, no tienen razón de sustancia, sino que tienen razón de accidente sobrenatural, no como si afectaran al cuerpo de Cristo a la manera de los accidentes naturales, sino sólo en cuanto son sustentados por el cuerpo de Cristo del modo que se ha dicho".

Se respondió: "Que la doctrina de la transustanciación, tal como aquí se expone, no puede ser tolerada".

Del placet regio

[De la Alocución Luctuosis exagitati, de 12 de marzo de 1877]

... Nos recientemente nos vimos forzados a declarar que puede tolerarse que las actas de la institución canónica de los mismos obispos sean presentadas a la potestad laica, [lo cual declaramos] con el fin de remediar, en cuanto de Nos dependa, funestísimas circunstancias, en que ya no se trataba de la posesión de bienes temporales, sino que se ponían en evidente peligro las conciencias de los fieles, su paz y el cuidado y salvación de las almas, que es para Nos la suprema ley. Pero en eso que hicimos para evitar gravísimos peligros, queremos que pública y reiteradamente se reconozca que Nos absolutamente reprobamos y detestamos aquella injusta ley que se llama placet regio, declarando abiertamente que por ella se hiere la autoridad divina de la Iglesia y se viola su libertad [v. 1829].


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