MAGISTERIO DE LA IGLESIA IV B LEON XIII, 1878-1903 (Denzinger)
LEON XIII, 1878-1903
De la recepción de los herejes convertidos
[Del Decreto del Santo Oficio de 20 de noviembre de 1878]
Sobre la duda: "Si debe administrarse el bautismo condicionado a los herejes
que se convierten a la fe católica, de cualquier lugar que provengan y a
cualquier secta que pertenezcan":
Se respondió: "Negativamente. Pero en la conversión de los herejes, de
cualquier lugar o de cualquier secta que vengan, hay que inquirir sobre la
validez del bautismo recibido en la herejía. Tenido, pues, en cada caso el
examen, si se averiguare que o no se confirió bautismo o fue nulamente
conferido, han de bautizarse absolutamente. Pero si practicada la
investigación conforme al tiempo y la razón de los lugares, nada se descubre
ora en pro, ora en contra de la validez, o queda todavía duda probable sobre
la validez del bautismo, entonces bautícense privadamente bajo condición.
Finalmente, si constare que el bautismo fue válido, han de ser sólo
recibidos a la abjuración o profesión de fe".
Del socialismo
[De la Encíclica Quod Apostolici muneris, de 28 de diciembre de 1878]
Según las enseñanzas del Evangelio, la igualdad de los hombres consiste en
que, habiéndoles a todos cabido en suerte la misma naturaleza, todos son
llamados a la dignidad altísima de hijos de Dios, y juntamente en que,
habiéndose señalado a todos un solo y mismo fin, todos han de ser juzgados
por la misma ley, para conseguir, según sus merecimientos, el castigo o la
recompensa.
Sin embargo, la desigualdad de derecho y poder dimana del autor mismo de la
naturaleza, de quien toda paternidad recibe su nombre en el cielo y en la
tierra [Eph. 3, 15]. Ahora bien, de tal manera se enlazan entre sí por
mutuos deberes y derechos, según la doctrina y preceptos católicos, las
mentes de los príncipes y de los súbditos que por una parte se templa la
ambición de mando, y por otra se hace fácil, firme y nobilísima la razón de
la obediencia...
Sin embargo, si alguna vez se diere el caso de que la pública potestad sea
ejercida por los príncipes temerariamente y traspasando sus límites, la
doctrina de la Iglesia Católica no permite levantarse por propia cuenta
contra ellos, a fin de que no se perturbe más y más la tranquilidad del
orden o de ahí reciba la sociedad mayor daño; y cuando la cosa llegare a
términos que no brille otra esperanza de salvación, enseña que ha de
acelerarse el remedio con los méritos de la paciencia cristiana y con
instantes oraciones a Dios. Pero si los decretos de los legisladores y
príncipes sancionaran o mandaran algo que repugne a la ley divina o natural,
la dignidad y el deber del nombre cristiano y la sentencia apostólica
persuaden que se debe obedecer más a Dios que a los hombres [Act. 5, 29].
Mas la sabiduría católica, apoyada en los preceptos de la ley divina y
natural, ha provisto también prudentísimamente a la tranquilidad pública y
doméstica por su sentir y doctrina acerca del derecho de propiedad y la
repartición de los bienes que han sido adquiridos para lo necesario o útil a
la vida. Porque mientras los socialistas acusan al derecho de propiedad como
invención que repugna a la igualdad natural de los hombres y, procurando la
comunidad de bienes, piensan que no debe sufrirse con paciencia la pobreza y
que pueden impunemente violarse las posesiones y derechos de los ricos; la
Iglesia, con más acierto y utilidad, reconoce la desigualdad entre los
hombres —naturalmente desemejantes en fuerzas de cuerpo y de espíritu— aun
en la posesión de los bienes, y manda que cada uno tenga, intacto e
inviolado, el derecho de propiedad y dominio, que viene de la misma
naturaleza. Porque sabe la Iglesia que el hurto y la rapiña de tal modo
están prohibidos por Dios, autor y vengador de todo derecho, que no es
lícito ni aun desear lo ajeno, y que los ladrones y rapaces, no menos que
los adúlteros e idólatras, están excluídos del reino de los cielos [I Cor.
6, 9 s].
No por eso, sin embargo, descuida el cuidado de los pobres u omite acudir
como piadosa madre a las necesidades de aquéllos; antes bien, abrazándolos
con maternal afecto, y sabiendo muy bien que representan la persona de
Cristo mismo, que tiene por hecho a sí mismo aun el más pequeño beneficio
que se preste a cualquiera de los pobres, los tiene en grande honor y los
alivia con la ayuda que puede; cuida de que en todas las partes de la tierra
se levanten casas y hospicios para recogerlos, alimentarlos y cuidarlos y
toma tales instituciones bajo su tutela. A los ricos, aprémialos con
gravísimo mandamiento de que den lo superfluo a los pobres y les amenaza con
el juicio divino que ha de condenarlos a los suplicios eternos, si no
socorren la necesidad de los pobres. Finalmente, ella alivia y consuela
sobremanera las almas de los pobres, ora poniéndoles delante el ejemplo de
Cristo que, siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro [2 Cor. 8, 9]; ora
recordandoles las palabras del mismo Cristo, por las que declaró
bienaventurados los pobres [Mt. 5, 3] y Ies mandó esperar los premios de la
eterna bienaventuranza.
Del matrimonio cristiano
[De la Encíclica Arcanum divinae sapientae, de 10 de febrero de 1880]
Como recibido del magisterio de los Apóstoles hay que considerar cuanto
nuestros Santos Padres, los Concilios y la tradición de la Iglesia universal
enseñaron siempre [v. 970], a saber, que Cristo Señor levantó el matrimonio
a dignidad de sacramento, v que juntamente hizo que los cónyuges, protegidos
y defendidos por la gracia celestial que los méritos de Él produjeron,
alcanzaran la santidad en el mismo matrimonio; que en éste, maravillosamente
conformado al ejemplar de su mística unión con la Iglesia, no sólo
perfeccionó el amor que es conforme a la naturaleza [Concilio Tridentino,
sesión 24, c. 1, de la reforma del matr.; cf. 969], sino que estrechó más
fuertemente la sociedad del varón y de la mujer, indivisible por su
naturaleza, con el vínculo de su caridad divina...
Ni debe tampoco convencer a nadie la distinción tan decantada por los
regalistas, en virtud de la cual separan del sacramento el contrato
matrimonial, con la intención, a la verdad, de que, reservado a la Iglesia
lo que tiene razón de sacramento, pase el contrato a la potestad y arbitrio
de los gobernantes del Estado. Porque semejante distinción o, más
exactamente, violenta separación, no puede ser admitida, como quiera que es
cosa averiguada que en el matrimonio cristiano el contrato no es disociable
del sacramento, y no puede, por ende, darse verdadero y legítimo contrato
sin que sea, por el mero hecho, sacramento. Porque Cristo Señor enriqueció
al matrimonio con la dignidad de sacramento; ahora bien, el matrimonio es el
contrato mismo, si ha sido legítimamente hecho. Alégase a esto que el
matrimonio es sacramento por ser signo sagrado que produce la gracia y
representa la imagen de las místicas nupcias de Cristo con la Iglesia. Ahora
bien, la forma y figura de éstas se expresa justamente con aquel mismo
vínculo de suprema unión con que quedan mutuamente ligados varón y mujer y
que no es otra cosa que el matrimonio mismo. Así, pues, es evidente que todo
legítimo matrimonio entre cristianos es en sí y de por sí sacramento, y nada
se aleja más de la verdad que hacer del sacramento una especie de ornamento
añadido, y una propiedad extrínsecamente sobrevenida, que puede, al arbitrio
de los hombres, separarse y ser extraña al contrato.
Sobre el poder civil
[De la Encíclica Diuturnum illud, de 29 de junio de 1881]
Aunque el hombre, incitado por cierta arrogancia y contumacia ha intentado
muchas veces rechazar el freno de la obediencia, nunca, sin embargo, ha
podido conseguir no obedecer a nadie. La necesidad misma obliga a que en
toda asociación y comunidad de hombres haya algunos que estén al frente...
Pero conviene atender en este lugar que los que han de presidir el Estado
pueden en ciertos casos ser elegidos por voluntad y juicio del pueblo, sin
que a ello se opongan ni repugne la doctrina católica. A la verdad, por esta
elección se designa el gobernante, pero no se le confieren los derechos de
gobierno ni se le entrega el mando, sino que se designa por quién ha de ser
desempeñado. Tampoco se discute aquí sobre las formas de gobierno; no hay,
en efecto, razón alguna por que no haya de ser aprobado por la Iglesia el
mando de uno solo o de varios, con tal que sea justo y se ordene al bien
común. Por eso, salva la justicia, no se prohibe a los pueblos que se
procuren aquel género de gobierno que mejor se adapta a su natural o a las
leyes y costumbres de sus mayores.
Por lo demás, respecto al poder civil, la Iglesia enseña rectamente que
viene de Dios... Es grande error no ver, lo que es manifiesto, que no siendo
los hombres una especie que vague solitaria. independientemente de su libre
voluntad, han nacido para la comunidad natural; y además, ese pacto que
proclaman, es evidentemente fantástico y fingido y no es capaz de otorgar al
poder civil tanta fuerza, dignidad y firmeza cuanta requieren la tutela del
estado y el bien común de los ciudadanos. Sino que esas excelencias y
garantías todas sólo las tendrá el poder, si se entiende que dimana de Dios,
su fuente augusta y santísima...
Una sola causa tienen los hombres para no obedecer, y es cuando se les pide
algo que abiertamente repugne al derecho natural o divino; porque todo
aquello en que se viola el derecho de la naturaleza o la voluntad de Dios,
tan criminal es mandarlo como hacerlo. Si alguno, pues, se viere en el
trance de tener que escoger entre desobedecer los mandatos de Dios o de los
príncipes, hay que obedecer a Jesucristo que nos manda dar a Dios lo que es
de Dios y al César lo que es del César [Mt. 22, 21], y a ejemplo de los
Apóstoles, responder animosamente: Es menester obedecer a Dios antes que a
los hombres [Act. 5, 29]... No querer referir a Dios como a su autor el
derecho de mandar es querer que se le borre su bellísimo esplendor y que se
le corten sus nervios...
En realidad, a la llamada Reforma, cuyos secuaces y caudillos atacaron con
las nuevas doctrinas los cimientos de la potestad religiosa y civil,
siguiéronla repentinos tumultos y audacísimas rebeliones, sobre todo en
Alemania... De aquella herejía trajo su origen en el siglo pasado la
pseudofilosofía, el derecho que llaman nuevo, el imperio del pueblo y una
licencia que desconoce todo límite, a la que muchos tienen por la sola
libertad. De ahí se ha venido a las plagas que con todo eso confinan, es
decir: al comunismo, al socialismo, al nihilismo, monstruos espantosos, que
son casi el aniquilamiento de la humana sociedad...
A la verdad, la Iglesia de Cristo no puede ser ni sospechosa a los
gobernantes ni mal vista de los pueblos. A los gobernantes, por una parte,
ella misma los amonesta a seguir la justicia y a no apartarse en cosa alguna
de su deber; pero juntamente robustece y de muchos modos ayuda a su
autoridad. La Iglesia reconoce y declara que lo perteneciente a las cosas
civiles está en la potestad y suprema autoridad de aquellos; en lo que, si
bien por causa diversa, pertenece a la vez a la potestad religiosa y civil,
quiere que haya concordia entre una y otra, a fin de evitar las contiendas
funestas para entrambas.
De las sociedades secretas
[De la Encíclica Humanum genus, de 20 de abril de 1884]
Nadie piense que le es lícito por causa alguna dar su nombre a la secta
masónica, si tiene la profesión de católico y la salvación de su alma en la
estima que debe tenerla. Ni engañe a nadie una simulada honestidad; puede,
en efecto, parecer a algunos que nada exigen los masones que sea contrario
abiertamente a la santidad de la religión y de las costumbres; mas como la
razón y causa toda de la secta está en el vicio y la infamia, justo es que
no sea lícito unirse con ellos o de cualquier modo ayudarlos...
[De la Instrucción del Santo Oficio de 10 de mayo de 1884]
... (3) a fin de que no haya lugar a error cuando haya de determinarse
cuáles de esas perniciosas sectas están sometidas a censura, y cuáles sólo a
prohibición, cierto es en primer lugar que están castigados con excomunión
latae sententiae, la masónica y otras sectas de la misma especie que...
maquinan contra la Iglesia o los poderes legítimos, ora lo hagan oculta, ora
públicamente, ora exijan o no de sus secuaces el juramento de guardar
secreto.
(4) Aparte de éstas, hay otras sectas prohibidas y que deben evitarse bajo
pena de culpa grave, entre las cuales hay que contar principalmente todas
aquellas que exigen por juramento a sus secuaces no revelar a nadie el
secreto y prestar omnímoda obediencia a jefes ocultos. Hay, además, que
advertir que existen algunas sociedades que, si bien no puede determinarse
de manera cierta si pertenecen o no a las que hemos nombrado, son sin
embargo dudosas y están llenas de peligro, ora por las doctrinas que
profesan, ora por la conducta de aquellos bajo cuya guía se reunieron y se
rigen...
De la asistencia del médico o confesor al duelo
[De la Respuesta del Santo Oficio al obispo de Poitiers, de 31 de mayo de
1884]
A las dudas:
I. ¿Puede el médico, rogado por los duelistas, asistir al duelo con
intención de poner antes fin a la lucha o simplemente de vendar o curar las
heridas, sin que incurra en la excomunión reservada simplemente al Sumo
Pontífice?
II. ¿Puede, por lo menos, sin presenciar el duelo, quedarse en una casa
vecina o en lugar cercano, próximo y preparado para prestar su auxilio, si
los duelistas lo necesitaren?
III. ¿Qué debe pensarse del confesor en las mismas condiciones?
Se respondió:
A I. Que no puede y se incurre en la excomunión.
A II y III. En cuanto se hace de común acuerdo, no se puede, y se incurre
igualmente en la excomunión.
De la cremación de los cadáveres
[De los Decretos del Sano Oficio, de 19 de mayo y 15 de diciembre de 1886]
A las dudas:
I. ¿Es lícito dar su nombre a las sociedades, cuyo fin es promover la
práctica de quemar los cadáveres humanos?
II. ¿Es lícito mandar que se quemen los cadáveres propios o de los demás?
Se respondió el día 19 de mayo de 1886:
A I. Negativamente, y si se trata de sociedades filiales de la masónica, se
incurre en las penas dadas contra ésta.
A II. Negativamente.
Luego, el día 15 de diciembre de 1886:
Cuando se trate de aquellos cuyos cuerpos no se queman por propia voluntad,
sino por la ajena, pueden cumplirse los ritos y sufragios de la Iglesia, ora
en casa, ora en el templo, pero no en el lugar de la cremación, removido el
escándalo. Ahora bien, el escándalo podrá también removerse, haciendo
conocer que la cremación no fue elegida por propia voluntad del difunto. Mas
si se trata de quienes por propia voluntad escogieron la cremación y en esta
voluntad perseveraron cierta y notoriamente hasta la muerte, atendido el
decreto de la feria IV, 19 de mayo de 1886 [cf. supra], hay que obrar con
ellos de acuerdo con las normas del Ritual Romano, Tit. Quibus non licet
dare ecclesiasticam sepulturam. En los casos particulares en que pueda
surgir duda o dificultad, ha de consultarse al Ordinario...
Del divorcio civil
[Del Decreto del Santo Oficio, de 27 de mayo de 1886]
Algunos obispos de Francia propusieron a la S. R. y U. Inquisición las dudas
siguientes: "En la carta de la S. R. y U. Inquisición, de 25 de junio de
1885, dirigida a todos los ordinarios de dominio francés, se decreta así
acerca de la ley del divorcio: En atención a gravísimas circunstancias de
cosas, tiempos y lugares, puede tolerarse que los magistrados y abogados
traten en Francia las causas matrimoniales, sin que estén obligados a
retirarse de su cargo, añadió las condiciones, la segunda de las cuales es
ésta: Con tal que estén en tal disposición de ánimo, ora sobre la validez y
nulidad del matrimonio, ora sobre la separación de los cuerpos, de cuyas
causas se ven obligados a tratar, que nunca dicten sentencia ni defiendan
que debe dictarse o provoquen o exciten a ella, si es contraria al derecho
civil o eclesiástico."
Se pregunta:
1. ¿Es recta la interpretación, difundida por Francia, incluso en textos
impresos, según la cual satisface a la precitada condición el juez que, aun
cuando un matrimonio sea válido delante de la Iglesia, prescinde totalmente
de tal matrimonio, que es verdadero y constante, y, aplicando la ley civil,
dictamina que ha lugar a divorcio, con tal que en su mente sólo intente
romper los efectos civiles y el solo contrato civil, y a ellos solos miren
los términos de la sentencia dictada? En otros términos: ¿la sentencia así
dada puede decirse que no es contraria al derecho civil o eclesiástico?
II. Después de que el juez sentenció que ha lugar a divorcio, ¿puede el
síndico (en francés: le maire), mirando también éste sólo los efectos
civiles y el solo contrato civil, como arriba se expone, declarar el
divorcio, aunque el matrimonio sea válido ante la Iglesia?
III. Declarado el divorcio, ¿puede el mismo síndico unir civilmente con otro
al cónyuge que intenta pasar a nuevas nupcias, aun cuando el primer
matrimonio sea válido ante la Iglesia y viva la otra parte?
Se respondió:
Negativamente a I, II y III.
De la constitución de los Estados
[De la Encíclica Immortale Dei, de 1 de noviembre de 1885]
Así, pues, Dios ha distribuído el gobierno del género humano entre dos
potestades, a saber: la eclesiástica y la civil; una está al frente de las
cosas divinas; otra, al frente de las humanas. Una y otra es suprema en su
género; una y otra tienen límites determinados, en que han de contenerse, y
ésos definidos por la naturaleza y causa próxima de cada una; de donde se
circunscribe una como esfera en que se desarrolla por derecho propio la
acción de cada una... Así, pues, todo lo que en las cosas humanas es de
algún modo sagrado, todo lo que pertenece al culto de Dios y a la salvación
de las almas, ora sea tal por su naturaleza, ora en cambio se entienda como
tal por razón de la causa a que se refiere; todo eso está en la potestad y
arbitrio de la Iglesia; todo lo demás, empero, que comprende el género civil
y político, es cosa clara que está sujeto a la potestad civil, como quiera
que Jesucristo mandó que se diera al César lo que es del César y a Dios lo
que es de Dios [Mt. 22, 21]. Sin embargo, alguna vez hay circunstancias en
que vige también otro modo de concordia, a saber: cuando determinados
gobernantes de la cosa pública y el Romano Pontífice se ponen de acuerdo
sobre un asunto particular. En tales circunstancias, la Iglesia da eximias
muestras de su materna piedad, puesto que suele llevar su facilidad y
condescendencia al extremo máximo posible...
Mas querer que la Iglesia esté sujeta a la potestad civil, aun en el
desempeño de sus deberes, es no sólo grande injusticia, sino temeridad
grande. Por semejante hecho se atropella el orden, porque se antepone lo que
es natural a lo que está por encima de la naturaleza; se suprime o, por lo
menos, en gran manera se disminuye la muchedumbre de bienes de que, si no se
le pusiera obstáculo, colmaría la Iglesia la vida común; además, se abre
camino a las enemistades y conflictos, los cuales cuánto daño acarrean a una
y otra potestad, con demasiada frecuencia lo han demostrado los
acontecimientos. Tales doctrinas que la razón humana no aprueba y que son de
suma importancia para la disciplina civil, los Romanos Pontífices
antecesores nuestros, entendiendo bien lo que de ellos pedía el cargo
apostólico, no consintieron en modo alguno que se propagaran impunemente.
Así Gregorio XVI, por la Carta Encíclica que empieza Mirari vos, de 15 de
agosto de 1882 [v. 1613 ss], condenó con grande gravedad de sentencias lo
que ya entonces se proclamaba: que en cuestión de religión, no hay que hacer
distinción ninguna; que cada uno puede juzgar de la religión lo que mejor le
plazca, que nadie tiene otro juez que la conciencia; que es además lícito
publicar lo que cada uno sienta, e igualmente lícito tramar revoluciones en
el Estado. Sobre la separación de ]a Iglesia y del Estado, el mismo
Pontífice se expresa así: "Ni podemos tampoco augurar más prósperos sucesos
para la religión y para el poder, de los deseos de aquellos que a todo
trance quieren la separación de la Iglesia y el Estado y que se rompa la
concordia del poder civil con el sacerdocio. Lo que consta es que es en gran
manera temida por los amadores de una impudentísima libertad aquella
concordia que fue siempre fausta y saludable, lo mismo a la religión que al
Estado." No de modo distinto, Pío IX notó, según se ofreció la oportunidad,
muchas de aquellas opiniones falsas que habían particularmente empezado a
cobrar fuerza y posteriormente mandó reducirlas a un índice, a fin de que,
en medio de tan grande aluvión de errores, tuvieran los católicos ante los
ojos lo que sin tropiezo habían de seguir.
Ahora bien, de estas enseñanzas de los Pontífices debe absolutamente
entenderse que el origen del poder público debe buscarse en Dios mismo y no
en la muchedumbre; que la licitud de las sediciones repugna a la razón; que
no tener en nada los deberes de la religión o guardar la misma actitud ante
las varias formas de religión, no es lícito a los particulares ni es lícito
a los Estados; que la inmoderada libertad de sentir y de manifestar
públicamente lo que se sienta, no está entre los derechos de los ciudadanos
ni debe en modo alguno ponerse entre las cosas dignas de gracia y
protección.
Debe igualmente entenderse que la Iglesia, no menos que la misma sociedad
civil, es una sociedad perfecta por su género y derecho, y que quienes
ocupan la autoridad suprema no deben atreverse a forzar a la Iglesia a que
les sirva o esté sometida, ni permitir que se le cercene su libertad para el
desempeño de su misión ni que se le quite ninguno de los demás derechos que
le fueron otorgados por Jesucristo.
En los asuntos, en cambio, de derecho mixto, es sobremanera conforme a la
naturaleza, no menos que a los consejos de Dios, no la separación de una
potestad de otra, y mucho menos el conflicto, sino manifiestamente la
concordia, y ésta, congruente con las causas próximas que dieron origen a
una y otra potestad.
Tal es lo que la Iglesia enseña sobre la constitución y régimen de los
Estados. Ahora bien, si rectamente se quiere juzgar, se verá que con estas
declaraciones y decretos ninguna de las varias formas de gobierno es
reprobada por sí misma, como quiera que nada tienen que repugne a la
doctrina católica y, si sabia y justamente se aplican, pueden mantener el
Estado en óptima situación.
Es más, de suyo tampoco es reprobable que el pueblo participe más o menos en
el gobierno, cosa que en ciertos tiempos y en determinadas legislaciones
puede ser no sólo de utilidad, sino de deber para los ciudadanos.
Además, tampoco puede haber causa justa para acusar a la Iglesia o de
restringir más de lo justo su blandura y flexibilidad o ser enemiga de la
que es genuina y legítima libertad.
A la verdad, si es cierto que la Iglesia juzga no ser lícito que las
diversas formas de culto divino gocen del mismo derecho que la verdadera
religión; sin embargo, no por eso condena a aquellos gobernantes que para
alcanzar algún bien o evitar un mal importante, toleran por uso y costumbre
que aquellas diversas formas tengan lugar en el Estado.
Y en otra cosa tiene la Iglesia suma cautela, y es que nadie sea forzado
contra su voluntad a abrazar la fe católica, pues como sabiamente advierte
Agustín: "nadie puede creer sino voluntariamente".
Por semejante manera no puede tampoco la Iglesia aprobar aquella libertad
que engendra desprecio de las leyes santísimas de Dios y pretende eximir de
la debida obediencia a la potestad legítima. En realidad, es más bien
licencia que no libertad y con toda razón es por San Agustín llamada
libertad de perdición y por el bienaventurado Pedro, capa de malicia [1
Petr. 2, 16]; antes bien, como quiera que está fuera de lo razonable, es
verdadera servidumbre, pues el que comete pecado, esclavo es del pecado
[Ioh. 8, 34]. Por el contrario, aquélla es genuina libertad, aquélla debe
ser apetecida que, si a lo privado se mira, no consiente que el hombre sea
esclavo de los errores y pasiones que son los más tétricos tiranos; si a lo
público, dirige sabiamente a los ciudadanos, les procura facilidad de
aumentar ampliamente sus fortunas y defiende al Estado de toda ajena
ingerencia.
Pues esta libertad, honrosa y digna del hombre, nadie hay que la apruebe
como la Iglesia, la cual jamás dejó de esforzarse y encarecer que se
mantuviera firme y entera entre los pueblos. En verdad, las cosas que más
contribuyen al bien común en el Estado, las que han sido útilmente
instituidas para frenar la licencia de los gobernantes que desatienden el
bien del pueblo; las que prohiben al Estado invadir importunamente el ámbito
municipal o familiar; las que valen para conservar el decoro, la persona del
hombre y la igualdad del derecho en todos los ciudadanos: de todo eso, los
monumentos de las edades pasadas atestiguan que fue siempre la Iglesia
inventora, favorecedora o guardiana. Siempre, pues, consecuente consigo
misma, si por una parte rechaza la desmesurada libertad que termina para
individuos y pueblos en desenfreno o servidumbre, abraza por otra de muy
buena gana los progresos que el tiempo trae, si realmente contribuyen a la
prosperidad de esta vida, que es como una etapa en el camino hacia la otra
que ha de durar para siempre.
Consiguientemente, decir que la Iglesia mira con malos ojos el moderno
régimen de los Estados y que repudia indistintamente cuanto la naturaleza de
estos tiempos ha producido, es vacua e infundada calumnia. Repudia, en
efecto, la locura de las opiniones, reprueba los criminales intentos de las
sediciones, y señaladamente aquella disposición de las almas en la que
claramente se ven los comienzos del voluntario apartamiento de Dios; mas
como quiera que todo lo que es verdadero procede necesariamente de Dios,
cuanto de verdad se alcanza por la investigación, la Iglesia lo reconoce
como un vestigio de la mente divina. Y pues nada hay de verdadero en la
naturaleza de las cosas que contraríe a la fe en las doctrinas divinamente
enseñadas, y sí mucho que la confirma, y todo descubrimiento de la verdad
puede conducir a conocer o alabar a Dios mismo; de ahí que todo lo que
contribuya a dilatar los confines de las ciencias, será recibido con gozo y
beneplácito de la Iglesia, y, como suele, con las demás disciplinas,
fomentará y promoverá también con todo empeño aquellas que tienen por objeto
la explicación de la naturaleza.
Si en estos estudios hallare la mente algo nuevo, la Iglesia no se opone; ni
le contraría que se investigue más y más para ornamento y comodidad de la
vida; antes bien, enemiga de la inacción y de la pereza, quiere con todo
empeño que, por el ejercicio y la cultura, los ingenios de los hombres den
copiosos frutos; ella presta incentivo para todo género de artes y de
trabajos, y, dirigiendo con su virtud todo los estudios de estas cosas a la
honestidad y salvación, sólo se esfuerza en impedir que la inteligencia e
industria del hombre le aparten de Dios y de los bienes del cielo...
Así, pues, si los católicos, en tan difíciles circunstancias, Nos oyeren,
como es menester, fácilmente verán cuáles sean los deberes de cada uno lo
mismo en sus opiniones que en su conducta. Y en cuanto a las opiniones, ante
todo es necesario no sólo mantener todas las cosas con firme juicio
comprendidas, que los Romanos Pontífices han enseñado o enseñaren, sino
profesarlas públicamente, siempre que la ocasión lo exigiere. Y,
señaladamente, acerca de las que llaman libertades, en estos novísimos
tiempos inventadas, es menester atenerse al juicio de la Sede Apostólica y
lo que ella sintiere, eso debe sentir cada uno. Téngase cuidado que a nadie
engañe su honesta apariencia, sino piénsese qué principios tuvieron y con
qué intentos se sustentan y fomentan corrientemente. Bastantemente ha
demostrado ya la experiencia qué es lo que ellas producen en el Estado, pues
han prodigado tales frutos que con razón se arrepienten de ellas los hombres
honrados y sabios. Si en alguna parte existiera realmente o por el
pensamiento se imaginara un estado en que proterva y tiránicamente se
persiguiera el nombre cristiano y con él se compara el régimen moderno de
que estamos hablando, podrá éste parecer más tolerable. Sin embargo, los
principios en que se apoya son ciertamente tales que, como antes dijimos, de
suyo, no deben ser por nadie aprobados.
En cuanto a la acción, ésta puede considerarse ya en los asunto:, privados y
domésticos, ya en los públicos. Privadamente el primer deber es conformar
con toda diligencia la vida y las costumbres a los preceptos evangélicos y
no rehusar si acaso la virtud cristiana exige sufrir y tolerar algo más
dificultoso. Deben además amar todos a la Iglesia como a madre común y
guardar obedientemente sus leyes, trabajar por el honor de ella, querer que
se respeten sus derechos y esforzarse, en fin, por que aquellos sobre
quienes se tenga alguna autoridad, la honren y amen con el mismo afecto.
Otra cosa interesa también a la pública salud, y es prestar sabiamente su
cooperación en la administración de las cosas ciudadanas y en ella poner el
mayor celo y esfuerzo en que públicamente se atienda a la formación de los
jóvenes en la religión y buenas costumbres de la manera que dice con los
cristianos: de ello depende en gran manera la salud de cada uno de los
Estados.
Igualmente y de modo general es útil y honesto que la obra de los católicos
salga, como si dijéramos, de este campo más estrecho y se extienda también
al gobierno supremo. Decimos de modo general, porque estas enseñanzas
nuestras se dirigen a todas las naciones; pero puede darse en alguna parte
el caso que, por gravísimas y muy justas causas, no convenga en modo alguno
ocupar el mando del Estado ni desempeñar cargos políticos. Pero de modo
general, como hemos dicho, no querer tomar parte alguna en las cosas
públicas sería tan reprensible como no poner empeño ni trabajo alguno para
la común utilidad, tanto más cuanto que los católicos, por imperativo de la
doctrina misma que profesan, son impelidos a una gestión íntegra y fiel. En
cambio, si ellos están mano sobre mano, fácilmente tomarán las riendas del
mando otros, cuyas ideas no han de ofrecer ciertamente grande esperanza de
bienandanza. Y ello iría también junto con el daño del nombre cristiano,
como quiera que tendrán el máximo poder los que son de ánimo hostil a la
Iglesia, y mínimo, los que la aman.
Por lo tanto, es evidente que tienen los católicos causa justa de intervenir
en el gobierno del Estado; porque no intervienen ni deben intervenir para
aprobar lo que en los regímenes de hoy dm no es honesto, sino para dirigir,
en lo posible, estos mismos regímenes al bien público auténtico y verdadero,
con la determinación de infiltrar en las venas todas del Estado, como savia
y sangre salubérrima, la sabiduría y virtud de la religión católica...
... A fin de que la unión de los ánimos no se rompa por la temeridad de
recriminarse, entiendan todos que la integridad de la profesión católica no
es compatible en modo alguno con las opiniones que se allegan al naturalismo
o racionalismo, que se cifran en arrasar hasta sus cimientos las
instituciones cristianas y sentar en la sociedad, sin tener en cuenta a
Dios, el dominio del hombre.
Tampoco es lícito seguir privadamente una forma de deber y otra en público,
es decir, que privadamente se reconozca la autoridad de la Iglesia y
públicamente se rechace. Porque esto sería mezclar lo honesto con lo torpe y
obligar al hombre a entablar combate consigo mismo, cuando por lo contrario
ha de ser consecuente siempre consigo y en ningún asunto ni en género alguno
de vida ha de desviarse de la virtud cristiana.
Mas si la cuestión versa sobre las meras formas políticas, sobre la mejor
forma de gobierno, sobre la varia organización de los Estados; ciertamente,
sobre estos asuntos puede darse legítima disensión.
Así, pues, no consiente la justicia que a quienes por otra parte son
conocidos por su piedad y su prontitud de ánimo para recibir obedientemente
los decretos de la Sede Apostólica, se les recrimine por su disentimiento de
opinión acerca de esos puntos que hemos dicho; y mucho mayor injusticia
serla si se los acusara de sospecha o violación de la fe católica, cosa, de
que nos dolemos haber más de una vez sucedido.
Tengan absolutamente presente este mandato los que acostumbran divulgar por
escrito sus ideas y señaladamente los redactores de periódicos. A la verdad
en esta lucha en que se ponen en juego los intereses supremos, no hay que
dar lugar alguno a disensiones intestinas o a miras de partidos, sino con
ánimos unidos y con un solo empeño, todos deben tender a lo que es propósito
común de todos: la salvación de la Religión y del Estado. Si hubo, pues,
antes algún disentimiento, hay que pisotearlo con voluntario olvido; si en
algo se ha obrado injusta o temerariamente, tenga quien tuviere la culpa, ha
de compensarse por la mutua caridad y resarcirse principalmente por la
obediencia de todos a la Sede Apostólica.
Por este camino han de conseguir los católicos dos cosas sobremanera
preclaras, una cooperar con la Iglesia en la conservación y propagación de
la sabiduría cristiana, y otra procurar un beneficio máximo a la sociedad
civil, cuya salud está en gravísimo peligro por causa particularmente de las
malas doctrinas y concupiscencias.
De la craneotomía y del aborto
[De la Respuesta del Santo Oficio al arzobispo de Lyon, de 31 de mayo de
1889 (28 de mayo de 1884)]
A la duda:
¿Puede enseñarse con seguridad en las escuelas católicas ser lícita la
operación quirúrgica que llaman craneotomía, cuando de no hacerse, han de
perecer la madre y el niño, y de hacerse se salva la madre, aunque muera el
niño?
Se respondió:
No puede enseñarse con seguridad.
[De la Respuesta del Santo Oficio al arzobispo de Cambrai, de 19 de mayo de
1889]
Se respondió de modo semejante, con la añadidura:
... y cualquier operación quirúrgica directamente occisiva del feto o de la
madre gestante.
[De la Respuesta del Santo Oficio al arzobispo de Cambrai, de 24/25 de julio
de 1895]
El médico Ticio, al ser llamado a asistir a una mujer encinta gravemente
enferma, advertía a cada paso que no había otra causa de enfermedad mortal,
sino la preñez misma, es decir, la presencia del feto en el útero. Así,
pues, sólo le quedaba un camino para salvar a la madre de una muerte cierta
e inminente, a saber, el de procurar el aborto o eyección del feto. Este
camino solía él ordinariamente seguir, empleando, sin embargo, los medios y
operaciones que tienden de suyo e inmediatamente no a matar el feto en el
seno materno, sino a sacarlo a luz, de ser posible, vivo, aunque haya de
morir próximamente, por estar todavía completamente inmaturo.
Ahora bien, leído lo que se respondió el 19 de agosto a los arzobispos de
Cambrai, que no puede enseñarse con seguridad ser lícita operación
quirúrgica alguna directamente occisiva del feto, aun cuando ello fuere
necesario para la salvación de la madre; Ticio está dudoso acerca de la
licitud de las operaciones quirúrgicas con las que él mismo no raras veces
procuraba hasta ahora el aborto, para salvar la vida a las preñadas
gravemente enfermas.
Por lo cual, para atender a su conciencia, Ticio suplica una aclaración: Si
puede con seguridad realizar las operaciones explicadas dadas las repetidas
circunstancias dichas.
Se respondió:
Negativamente, conforme a los demás decretos, a saber: de 28 de mayo de 1884
y de 19 de agosto de 1889.
Y el siguiente día, jueves, 25 de julio... Nuestro Santísimo Señor aprobó la
resolución de los Emmos. Padres que le fue referida.
[De la Respuesta del Santo Oficio al obispo de Sinaloa, de 4/6 de mayo de
1898]
I: ¿Es lícita la aceleración del parto, siempre que por la estrechez de la
mujer se haría imposible la salida del reto en su tiempo natural?
II. Y si la estrechez de la mujer es tal que ni el parto prematuro se
considere posible, ¿será lícito provocar el aborto o realizar a su tiempo la
operación cesárea?
III. ¿Es lícita la laparotomía, cuando se trate de pregnación extrauterina,
o de concepciones ectópicas?
Se respondió:
A I. La aceleración del parto no es de suyo ilícita, con tal que se haga por
causas justas y en tiempo y de modo que, según las contingencias ordinarias,
se atienda a la vida de la madre y del feto.
A II: En cuanto a la primera parte, negativamente, conforme al decreto de la
feria IV, 24 de julio de 1895, sobre la ilicitud del aborto. En cuanto a lo
segundo, nada obsta para que la mujer de que se trata sea sometida a la
operación cesárea a su debido tiempo
A III: Si hay necesidad forzosa, es lícita la laparatomía para extraer del
seno de la madre las concepciones ectópicas, con tal de que seria y
oportunamente se provea, en lo posible, a la vida del feto y de la madre.
En la siguiente del viernes, 6 del mismo mes y año, el Santísimo aprobó las
respuestas de los Emmos. y Rvmos. Padres.
[De la Respuesta del Santo Oficio al Decano de la Facultad Teol. de la
Universidad de Montreal, de 5 de marzo de 1902]
A la duda:
Si es alguna vez lícito extraer del seno de la madre los fetos ectópicos aún
inmaturos, no cumplido aún el sexto mes de la concepción.
Se respondió:
"Negativamente, conforme al decreto de miércoles, 4 de mayo de 1898, en cuya
virtud hay que proveer seria y oportunamente, en lo posible, a la vida del
feto y de la madre; en cuanto al tiempo, el consultante debe recordar,
conforme al mismo decreto, que no es lícita ninguna aceleración del parto,
si no se realiza en el tiempo y modo que, según las ordinarias
contingencias, se atienda a la vida de la madre y del feto."
Errores de Antonio de Rosmini-Serbati
[Condenados en el Decreto del Santo Oficio, de 14 de diciembre de 1887]
1. En el orden de las cosas creadas se manifiesta inmediatamente al
entendimiento humano algo de lo divino en sí mismo, a saber, aquello que
pertenece a la naturaleza divina.
2. Cuando hablamos de lo divino en la naturaleza, no usamos la palabra
divino para significar un efecto no divino de la causa divina; ni tampoco es
nuestra intención hablar de cierta cosa divina que sea tal por
participación.
3. Así, pues, en la naturaleza del universo, es decir, en las inteligencias
que hay en él, hay algo a que conviene la denominación de divino, no en
sentido figurado, sino propio. Hay una actualidad no distinta del resto de
la actualidad divina
4. El ser indeterminado que sin duda alguna es conocido de todas las
inteligencias, es lo divino que se manifiesta al hombre en la naturaleza.
5. El ser que el hombre intuye es necesario que sea algo del ser necesario y
eterno, causa creadora, determinante y finalizadora de todos los seres
contingentes: y éste es Dios.
6. En el ser que prescinde de las criaturas y de Dios, que es ser
indeterminado, y en Dios, ser no indeterminado, sino absoluto, hay la misma
esencia.
7. El ser indeterminado de la intuición, el ser inicial, es algo del Verbo,
que en la mente del Padre distingue no realmente, sino con distinción de
razón, del Verbo mismo.
8. Los entes finitos de que se compone el mundo, resultan de dos elementos,
a saber, del término real finito, y del ser inicial. que da a dicho término
la forma de ente.
9. El ser, objeto de la intuición, es el acto inicial de todos los entes: El
ser inicial es inicio tanto de lo cognoscible como de lo subsistente, es
igualmente inicio de Dios, tal como por nosotros es concebido, y de las
criaturas.
10. El ser virtual y sin límites es la primera y más esencial de todas las
entidades, de suerte que cualquiera otra entidad es compuesta y entre sus
componentes está siempre y necesariamente el ser virtual. Es parte esencial
de todas las entidades absolutamente, como quiera se dividan por el
pensamiento.
11. La quiddidad (lo que la cosa es) del ente finito, no se constituye por
lo que tiene de positivo, sino por sus límites. La quiddidad del ente
infinito se constituye por la entidad, y es positiva; la quiddidad, empero,
del ente finito se constituye por los límites de la entidad, y es negativa.
12. La realidad finita no existe, sino que Dios la hace existir añadiendo
limitación a la realidad infinita. El ser inicial se hace esencia de todo
ser real. El ser que actúa las naturalezas finitas, que está unido a ellas,
es cortado de Dios.
13. La diferencia entre el ser absoluto y el ser relativo no es la que va de
sustancia a sustancia, sino otra mucho mayor; porque uno es absolutamente
ser, otro es absolutamente no ser. Pero este otro es relativamente ser.
Ahora bien, cuando se pone ser relativo, no se multiplica absolutamente el
ser; de ahí que lo absoluto y lo relativo no son absolutamente una sustancia
única, sino un ser único, y en este sentido no hay diversidad alguna de ser;
más bien se tiene unidad de ser.
14. Por divina abstracción se produce el ser inicial, primer elemento de los
entes finitos; mas por divina imaginación se produce el real finito, o sea,
todas las realidades de que el mundo consta.
15. La tercera operación del ser absoluto que crea el mundo es la síntesis
divina, esto es, la unión de los dos elementos, que son el ser inicial,
común principio de todos los seres finitos, y el real finito, o mejor: los
diversos reales finitos, términos diversos del mismo ser inicial. Por esta
unión se crean los entes finitos.
16. El ser inicial por la divina síntesis, referido por la inteligencia —no
como inteligible, sino meramente como esencia—, a los términos finitos
reales, hace que existan los entes finitos subjetiva y realmente.
17. Lo único que Dios hace al crear es que pone íntegramente todo el acto
del ser de las criaturas; este acto, pues, no es propiamente hecho, sino
puesto.
18. El amor con que Dios se ama, aun en las criaturas, y que es la razón por
la que se determina a crear, constituye una necesidad moral que en el ser
perfectísimo induce siempre el efecto; porque tal necesidad, sólo entre
diversos entes imperfectos deja íntegra libertad bilateral.
19. El Verbo es aquella materia invisible, de la que, como se dice en Sap.
11, 18, todas las cosas del universo fueron hechas.
20 No repugna que el alma humana se multiplique por la generación, de modo
que se concibe que pase de lo imperfecto, es decir, del grado sensitivo, a
lo perfecto, es decir, al grado intelectivo.
21. Cuando el ser se hace intuíble al principio sensitivo, por este solo
contacto, por esta unión de sí, aquel principio antes sólo sintiente, ahora
juntamente inteligente, se levanta a más noble estado, cambia su naturaleza
y se convierte en inteligente, subsistente e inmortal.
22. No es imposible de pensar que puede suceder por poder divino que del
cuerpo animado se separe el alma intelectiva y siga él siendo todavía
animal; pues permanecería aún en él, como base de puro animal, el principio
animal que antes estaba en él como apéndice.
23 En el estado natural el alma del difunto existe como si no existiera; al
no poder ejercer reflexión alguna sobre sí misma o tener conciencia alguna
de sí, su condición puede decirse semejante al estado de tinieblas perpetuas
y de sueño sempiterno.
24. La forma sustancial del cuerpo es más bien efecto del alma y el término
interior de su operación; por lo tanto, la forma sustancial del cuerpo, no
es el alma misma. La unión del alma y del cuerpo propiamente consiste en la
percepción inmanente, por la que el sujeto que intuye la idea, afirma lo
sensible, después de haber intuído en ella su esencia.
25. Una vez revelado el misterio de la Santísima Trinidad, su existencia
puede demostrarse por argumentos puramente especulativos, negativos
ciertamente e indirectos, pero tales que por ellos aquella misma verdad
entra en las disciplinas filosóficas en una proposición y se convierte en
una proposición científica como las demás; porque si ésta se negara, la
doctrina teosófica de la razón pura no sólo quedaría incompleta, sino que,
rebosando por todas partes de absurdos, se aniquilaría.
26. Las tres supremas formas del ser, a saber: subjetividad, objetividad y
santidad, o bien, realidad, idealidad, moralidad, si se trasladan al ser
absoluto, no pueden concebirse de otra manera que como personas subsistentes
y vivientes. El Verbo, en cuanto objeto amado, y no en cuanto Verbo, esto
es, objeto en sí subsistente, por sí conocido, es la persona del Espíritu
Santo.
27. En la humanidad de Cristo, la voluntad humana fue de tal modo arrebatada
por el Espíritu Santo para adherirla al Ser objetivo, es decir, al Verbo,
que ella le entregó a Éste íntegramente el régimen del hombre, y el Verbo lo
tomó personalmente, uniendo así consigo la naturaleza humana. De ahí que la
voluntad humana dejó de ser personal en el hombre y, siendo persona en los
otros hombres, en Cristo permaneció naturaleza.
28. En la doctrina cristiana, el Verbo, carácter y faz de Dios, se imprime
en el alma de aquellos que reciben con fe el bautismo de Cristo. El Verbo,
es decir, el carácter, impreso en el alma, en la doctrina cristiana, es el
Ser real (infinito) por sí manifiesto, que luego conocemos ser la segunda
persona de la Santísima Trinidad.
29. No tenemos en modo alguno por ajena a la doctrina católica, que es la
sola verdadera, la siguiente conjetura: En el sacramento de la Eucaristía la
sustancia del pan y del vino se convierte en verdadera carne y verdadera
sangre de Cristo, cuando Cristo la hace término de su principio sintiente y
la vivifica con su vida, casi del mismo modo como el pan y el vino se
transustancian verdaderamente en nuestra carne y sangre, porque se hacen
término de nuestro principio sintiente.
30. Realizada la transustanciación, puede entenderse que al cuerpo glorioso
de Cristo se le añade alguna parte incorporada al mismo, indivisa y
juntamente gloriosa.
31. En el sacramento de la Eucaristía, por virtud de las palabras, el cuerpo
y sangre de Cristo están sólo en aquella medida que responde a la cantidad
(ital.: a quel tanto) de la sustancia del pan y del vino que se
transustancian; el resto del cuerpo de Cristo está allí por concomitancia.
32. Puesto que el que no come la carne del Hijo del hombre y no bebe su
sangre, no tiene la vida en sí [Ioh. 6, 54]; y, sin embargo, los que mueren
con el bautismo de agua, de sangre o de deseo consiguen ciertamente vida
eterna, hay que decir que a quienes no comieron en esta vida el cuerpo y la
sangre de Cristo, se les suministra este pan del cielo en la vida futura, en
el mismo instante de la muerte. De ahí que también a los Santos del Antiguo
Testamento pudo Cristo, al descender a los infiernos, darse a comulgar a sí
mismo bajo las especies de pan y vino, a fin de hacerlos aptos para la
visión de Dios.
33. Como los demonios poseían el fruto, pensaron que si el hombre comía de
él, ellos entrarían en el hombre; porque convertido aquel manjar en el
cuerpo animado del hombre, ellos podrían entrar libremente en su animalidad,
esto es, en la vida subjetiva de este ente, y así disponer de él como se
habían propuesto.
34. Para preservar a la Bienaventurada Virgen María de la mancha de origen,
bastaba que permaneciera incorrupta una porción. mínima de semen en el
hombre, descuidado casualmente por el demonio, semen incorrupto del que,
trasmitido de generación en generación, nacería, a su tiempo, la Virgen
María.
35. Cuanto más se examina el orden de justificación en el hombre, más exacto
aparece el modo de hablar espiritual, de que Dios cubre o no imputa ciertos
pecados. Según el salmista [Ps. 31, 1], hay diferencia entre ]as iniquidades
que se perdonan y los pecados que se cubren: Aquéllas, a lo que parece, son
culpas actuales y libres; éstos, son pecados no libres de quienes pertenecen
al pueblo de Dios, a quienes, por tanto, ningún daño acarrean.
36. El orden sobrenatural se constituye por la manifestación del ser en la
plenitud de su forma real, el efecto de esta comunicación o manifestación es
el sentimiento (sentimiento) deiforme que, incoado en esta vida, constituye
la luz de la fe y de la gracia, y completado en la otra, constituye la luz
de la gloria.
37 ... La primera luz que hace al alma inteligente es el ser ideal; otra
primera luz es también el ser, no ya puramente ideal, sino subsistente y
viviente: Aquél, escondiendo su personalidad, manifiesta sólo su
objetividad; mas el que ve al otro (que es el Verbo), aun cuando sea por
espejo y enigma, ve a Dios.
38. Dios es objeto de la visión beatífica en cuanto es autor de las obras ad
extra.
39. Las huellas de la sabiduría y bondad que brillan en las criaturas, son
necesarias a los comprensores; porque ellas mismas, recogidas en el eterno
ejemplar, son la parte del mismo que puede por ellas ser visto (che è loro
accessibile) y prestan motivo para las alabanzas que los bienaventurados
cantan a Dios eternamente.
40. Como Dios no puede, ni siquiera por medio de la luz de la gloria,
comunicarse totalmente a seres finitos, no puede revelar ni comunicar su
esencia a los comprensores, sino de modo acomodado a inteligencias finitas:
esto es, Dios se manifiesta a ellas en cuanto tiene relación con ellas, como
creador, provisor, redentor y santificador.
Censura: El Santo Oficio juzgó que en estas proposiciones "en el propio
sentido del autor deben ser reprobadas y proscritas, como por el presente
decreto general las reprueba, condena y proscribe... Su Santidad aprobó y
confirmó el decreto de los Emmos. Padres y mandó que fuera por todos
guardado."
De la extensión de la libertad y sobre la acción ciudadana
[De la Encíclica Libertas, praestantissimum, de 20 de junio de 1888]
... Muchos finalmente no aprueban la separación de lo religioso y lo civil,
pero juzgan que debe lograrse que la Iglesia se adapte a la época y se doble
y acomode a lo que en el gobierno de los pueblos exige la moderna ciencia.
Honesta sentencia, si se entiende de cierta equidad que puede ser compatible
con la verdad y la justicia; es decir, que, averiguada la esperanza de algún
grande bien, se muestre la Iglesia indulgente y conceda a los tiempos lo
que, salva la santidad de su deber, les puede conceder. Pero otra cosa es si
se trata de cosas y doctrinas que, contra todo derecho, han introducido el
cambio de las costumbres y un juicio engañoso...
Así, pues, de lo dicho se sigue que no es en manera alguna lícito pedir,
defender ni conceder la libertad de pensar, escribir y enseñar, ni
igualmente la promiscua libertad de cultos, como otros tantos derechos que
la naturaleza haya dado al hombre. Porque si verdaderamente los hubiera dado
la naturaleza, habría derecho a negar el imperio de Dios y por ninguna ley
podría ser moderada la libertad humana. Síguese igualmente que esos géneros
de libertad pueden ciertamente ser tolerados, si existen causas justas, pero
con limitada moderación, a fin de que no degeneren en desenfreno e
insolencia...
Donde el poder sea opresor o amenace uno de tal naturaleza que vaya a tener
al pueblo oprimido por injusta fuerza o a obligar a la Iglesia a carecer de
la debida libertad, lícito es buscar otra forma de régimen, en que se
conceda obrar con libertad; porque entonces no se ambiciona aquella libertad
inmoderada y viciosa, sino que se pretende un alivio por causa de la salud
de todos, y este sólo se hace para que donde se concede licencia para el
mal, no se impida el poder de obrar honestamente.
Tampoco es de suyo contra el deber preferir para el Estado un régimen
democrático, quedando sin embargo a salvo la doctrina católica acerca del
origen y ejercicio del poder público. La Iglesia no rechaza ninguno de los
varios regímenes del Estado, con tal de que sean aptos para procurar el bien
de los ciudadanos; pero sí quiere que cada uno se constituya —cosa que
evidentemente manda la naturaleza— sin agravios de nadie y, sobre todo,
dejando intactos los derechos de la Iglesia.
Tomar parte en la gestión de los asuntos públicos, a no ser donde, por la
condición de las circunstancias, se precava de otro modo, es cosa honesta;
más aún, la Iglesia aprueba que cada uno aporte su trabajo para el provecho
común y, por cuantos medios pueda, defienda, conserve y acreciente la
prosperidad del Estado.
Tampoco condena la Iglesia querer que la propia nación no sea esclava de
nadie, ni de un extraño ni de un tirano, con tal de que pueda hacerse sin
atentar contra la justicia. En fin, tampoco reprende a aquellos que intentan
conseguir que sus Estados vivan de sus propias leyes y los ciudadanos gocen
de la máxima facilidad de acrecentar sus provechos. La Iglesia acostumbró
ser siempre fautora fidelísima de las libertades cívicas sin intemperancia;
lo que atestiguan principalmente los Estados italianos que alcanzaron
prosperidad, riquezas y renombre glorioso en el régimen municipal, en la
época en que la saludable virtud de la Iglesia penetraba, sin oposición de
nadie, en todas las instituciones de la cosa pública.
Del amor a la Iglesia y a la Patria
[De la Encíclica Sapientiae christianae, de 10 de enero de 1890]
Que los católicos tienen en su vida más y más importantes deberes que
quienes o tienen idea falsa de la fe católica o en absoluto la desconocen,
cosa es de que no puede dudarse... Después que el hombre ha abrazado, como
debe, la fe cristiana, por el mero hecho queda sometido a la Iglesia, como
de ella nacido, y se hace partícipe de aquella sociedad máxima y santísima,
que los Romanos Pontífices, bajo la cabeza invisible, Cristo Jesús, tienen
por propio cargo regir con suprema potestad. Ahora bien, si por ley de
naturaleza se nos manda señaladamente amar y defender la patria en que
nacimos y fuimos recibidos a esta presente luz, hasta punto tal que el buen
ciudadano no duda en afrontar la muerte misma en defensa de su patria; deber
mucho más alto es de los cristianos, hallarse en la misma disposición de
ánimo para con la Iglesia. Es, en efecto, la Iglesia, la ciudad santa del
Dios vivo, de Él mismo nacida y por obra suya constituída; y si es cierto
que anda peregrina en la tierra, llama, no obstante, e instruye y conduce a
los hombres a la eterna felicidad de los cielos. Debe, pues, ser amada la
patria de la que recibimos esta vida mortal; pero es menester que nos sea
más cara la Iglesia, a quien debemos la vida del alma que ha de permanecer
perpetuamente; pues justo es anteponer los bienes del alma a los del cuerpo
y mucho más santos son nuestros deberes para con Dios que para con los
hombres.
Por lo demás, si queremos juzgar con verdad, el amor sobrenatural a la
Iglesia y el cariño natural de la Patria, son dos amores gemelos que nacen
del mismo principio sempiterno, como quiera que autor y causa de uno y otro
es Dios; de donde se sigue que no puede haber pugna entre uno y otro
deber... No obstante, sea por la calamidad de los tiempos, sea por la mala
voluntad de los hombres, se trastorna algunas veces el orden de estos
deberes. Es decir, se dan casos en que parece que una cosa exige a los
ciudadanos el Estado y otra la religión a los cristianos, y esto no por otra
causa sucede, sino porque los rectores de la cosa pública o menosprecian la
sagrada autoridad de la Iglesia o quieren que les esté sometida... Si las
leyes del Estado discrepan abiertamente con el derecho divino, si imponen un
agravio a la Iglesia o contradicen a los que son deberes de la religión, o
violan la autoridad de Jesucristo en el Pontífice Máximo; entonces, a la
verdad, resistir es el deber, y obedecer, un crimen, y éste va unido a un
agravio al Estado, porque contra el Estado se peca, siempre que contra la
religión se delinque.
Del apostolado de los seglares
[De la misma Encíclica]
Y nadie objete que Jesucristo, conservador y vengador de la Iglesia, no
necesita para nada de la ayuda de los hombres. Porque no por falta de
fuerza, sino por la grandeza de su bondad, quiere Él que también de nuestra
parte pongamos algún trabajo para obtener y alcanzar los frutos de la
salvación que Él nos ha granjeado.
Lo primero que este deber nos exige es profesar abierta y constantemente la
doctrina católica y, en cuanto cada uno pudiere, propagarla... A la verdad,
el cargo de predicar, es decir, de enseñar toca por derecho divino a los
maestros, que el Espíritu Santo puso por obispos para regir a la Iglesia de
Dios [Act. 20, 28] y señaladamente al Romano Pontífice, Vicario de
Jesucristo, puesto con suprema potestad al frente de la Iglesia universal,
maestro de la fe y de las costumbres. Nadie piense, sin embargo, que se
prohibe a los particulares poner alguna industria en este asunto, aquellos
particularmente a quienes dio Dios facilidad de ingenio juntamente con celo
de obrar el bien. Éstos, siempre que la ocasión lo pida, muy bien pueden no
precisamente arrogarse oficio de maestros, sino repartir a los demás lo que
ellos han recibido y ser como un eco de la voz de los maestros. Es más, la
cooperación de los particulares hasta punto tal pareció oportuna y fructuosa
a los Padres del Concilio Vaticano que juzgaron había a todo trance que
reclamarla: "Por las entrañas de Jesucristo suplicamos a todos sus
fieles..." [v. 1819]. Por lo demás acuérdense todos que pueden y deben
sembrar la doctrina católica con la autoridad del ejemplo y predicarla con
la constancia en profesarla. Entre los deberes, por ende, que nos ligan con
Dios y con la Iglesia, hay que contar particularmente éste de que cada uno
trabaje y se industrie cuanto pueda en propagar la verdad cristiana y
rechazar los errores.
Del vino, materia de la Eucaristía
[De las Respuestas del Santo Oficio, de 8 de mayo de 1887 y 30 de julio de
1890]
Para precaver el peligro de corrupción del vino, el obispo de Carcasona
propone dos remedios:
1. Añádase al vino natural una pequeña cantidad de aguardiente;
2. Hiérvase el vino hasta los sesenta y cinco grados.
A la pregunta sobre si estos remedios son lícitos en el vino para el
sacrificio de la misa y cuál ha de preferirse,
Se respondió:
Debe preferirse el vino conforme se expone en el caso segundo.
El obispo de Marsella expone y pregunta:
En muchas partes de Francia, particularmente las situadas al sur, el vino
blanco que sirve para el incruento sacrificio de la misa es tan débil e
impotente, que no puede conservarse mucho tiempo, si no se le mezcla una
cantidad de espíritu de vino o alcohol.
1. Si esta mezcla es lícita.
2. Si lo es, qué cantidad de esta materia extraña se permite añadir al vino.
3. En caso afirmativo ¿se requiere espíritu de vino extraído del vino puro,
es decir del fruto de la vid?
Se respondió:
Con tal que el alcohol sea realmente alcohol vínico y la cantidad de alcohol
añadido junto con la que naturalmente tiene el vino de que se trata, no
exceda la proporción de 12 % y la mezcla se haga cuando el vino es aún muy
reciente, nada obsta para que el mismo se emplee en el sacrificio de la
Misa.
Del derecho de propiedad privada, de la justa retribución del trabajo y del
derecho de constituir sociedades privadas
[De la Encíclica Rerum novarum, de 15 de mayo de 1891]
Poseer privadamente las cosas como suyas es derecho que la naturaleza ha
dado al hombre... Ni hay por qué se introduzca la providencia del Estado,
pues el hombre es más antiguo que el Estado y hubo por ende de tener por
naturaleza su derecho para defender su vida y su cuerpo antes de que se
formara Estado alguno... Porque las cosas que se requieren para conservar y,
sobre todo, para perfeccionar la vida, cierto es que la tierra las produce
con gran largueza; pero no podría producirlas de suyo, sin el cultivo y
cuidado de los hombres. Ahora bien, al consumir el hombre el ingenio de su
mente y las fuerzas de su cuerpo en la explotación de los bienes de la
naturaleza, por el mismo hecho se aplica a sí mismo aquella parte de la
naturaleza corpórea que el cultivó y en la que dejó como impresa una especie
de forma de su propia persona; de suerte que es totalmente justo que aquella
parte sea por él poseída como suya, y que en modo alguno sea lícito a nadie
violar su derecho. La fuerza de estos argumentos es tan evidente que causa
verdadera admiración ver que disienten ciertos restauradores de ideas
envejecidas. Son los que ciertamente conceden al individuo el uso del suelo
y los varios frutos de las fincas; pero niegan de plano que tenga derecho a
poseer como dueno el suelo sobre que edificó o la finca que cultivó...
Pero estos derechos que los hombres tienen individualmente, aparecen mucho
más firmes, si se consideran en su aptitud y conexión con los deberes de la
vida familiar... Así pues, el derecho de propiedad que hemos demostrado
haber sido dado a los individuos por la naturaleza, es menester trasladarlo
al hombre en cuanto es cabeza de familia; y, aún más, ese derecho es tanto
más firme cuantos más son los deberes que abarca la persona humana en la
vida familiar. Ley santísima de la naturaleza es que el padre de familia,
defienda, con medios de vida y con todo cuidado, a quienes él engendró, y la
naturaleza misma le lleva a querer adquirir y procurar para sus hijos, como
quiera que estos representan y en cierto modo prolongan la persona del
padre, los medios por los que puedan honestamente defenderse de la miseria
en el curso dudoso de la presente vida. Ahora bien, eso no puede lograrlo de
otro modo, sino por la posesión de cosas provechosas, que pueda transmitir a
sus hijos por la herencia... Querer, pues, que el Estado penetre en su
arbitrio hasta la intimidad del hogar, es un grande y pernicioso error... La
patria potestad es de tal naturaleza que ni puede extinguirse ni ser
absorbida por el Estado... Quede, pues, asentado cuando se trata de buscar
un alivio al pueblo, que es menester que se tenga por fundamento la guarda
intacta de la propiedad privada...
La justa posesión del dinero se distingue del uso justo del dinero. Poseer
bienes privadamente es derecho natural al hombre, como poco antes hemos
demostrado, y usar de este derecho, sobre todo en la sociedad de la vida, no
sólo es lícito, sino manifiestamente necesario... Mas si se pregunta cuál ha
de ser el uso de los bienes, la Iglesia responde sin vacilación alguna: "en
cuanto a esto, no debe el hombre tener las cosas exteriores como propias,
sino como comunes, de modo que fácilmente las comunique en las necesidades
de los demás. De ahí que el Apóstol dice: A los ricos de este siglo
mándales... que den fácilmente, que comuniquen [1 Tim. 6, 17]. A nadie
ciertamente se le manda que socorra a los demás de lo que necesitará para su
uso o el de los suyos; más aún, ni siquiera dar a los otros lo que ha
menester para guardar la conveniencia y decoro de su persona... Mas una vez
atendida la necesidad y el decoro, es obligación hacer gracia a los
necesitados de lo que sobra. Lo que sobra, dadlo en limosna [Lc. 11, 41]. No
son éstos, excepto en casos extremos, deberes de justicia, sino de cristiana
caridad, los cuales ciertamente no hay derecho a reclamar por acción legal;
pero a la ley y juicio de los hombres se antepone la ley y juicio de Cristo
Dios, que de muchos modos persuade la práctica de la limosna... y ha de
juzgar como hecho o negado a sí mismo, el beneficio hecho o negado a los
pobres [Mt. 25, 34 ss].
Dos como caracteres tiene el trabajo en el hombre, marcados por la
naturaleza misma, a saber, que es personal, porque su fuerza operante es
inherente a la persona y totalmente propia de aquel que la ejerce y a cuya
utilidad está destinada; y, luego, que es necesario por razón de que el
hombre necesita del fruto de su trabajo para la conservación de su vida; y
conservar la vida es mandato de la naturaleza misma, a la que se debe antes
de todo obedecer. Ahora bien, si sólo se considera desde el punto de vista
personal, no hay duda que en mano del obrero está señalar un límite
demasiado estrecho a la paga convenida; pues, así como de su voluntad pone
su trabajo, así puede voluntariamente contentarse con escasa y aun ninguna
paga de su trabajo. Pero le modo muy distinto hay que juzgar, si, con la
razón de personalidad, se junta la razón de necesidad, que sólo por
pensamiento, no en la realidad, es separable de aquélla. Realmente,
permanecer en la vida es universal deber de todos, y un crimen, faltar a él.
De aquí nace necesariamente el derecho a procurarse las cosas con que la
vida se sustenta, y esas cosas, al hombre de la clase más humilde, sólo se
las proporciona el salario ganado con el trabajo. Pase, pues, que el obrero
y el patrono convengan libremente en lo mismo y, concretamente, en la
determinación del salario; sin embargo, siempre hay algo que viene de la
justicia natural y que es superior y anterior a la libre voluntad de los
pactantes, a saber, que el salario no puede ser insuficiente para el
sustento de un obrero frugal y morigerado. Y si el obrero, forzado por la
necesidad o movido por miedo a un mal peor, tiene que aceptar una condición
más dura, quiera que no quiera, por imponérsela el patrono o empresario,
esto es ciertamente sufrir una violencia contra la que reclama la
justicia... Si el obrero recibe un salario bastante elevado, con que pueda
fácilmente atender al sustento propio, y al de su mujer e hijos, si es
prudente, fácilmente atenderá al ahorro y hará lo que la misma naturaleza
parece amonestar, a saber, que, atendidos los gastos, sobre algo con que
pueda formarse un pequeño capital. Porque ya hemos visto que no hay manera
eficaz de dirimir esta contienda de que tratamos, si no se sienta y
establece que es menester que el derecho de propiedad privada sea
inviolado... Sin embargo, no es posible llegar a estas ventajas, sino a
condición de que el capital privado no se agote por la exorbitancia de los
tributos e impuestos. Porque como el derecho de poseer privadamente bienes
no ha sido dado al hombre por la ley, sino por la naturaleza, la autoridad
pública no puede abolirlo, sino sólo moderar su uso y atemperarlo al bien
común. Obra, pues, injusta e inhumanamente si, a título de tributo, cercena
más de lo justo los bienes de los particulares...
Que corrientemente se formen estas sociedades, ora se compongan totalmente
de obreros, ora sean mixtas de uno y otro orden, es cosa grata; pero es de
desear que crezcan en número y actividad... Porque formar sociedades
privadas, le ha sido concedido al hombre por derecho de naturaleza; ahora
bien, el Estado ha sido instituído para defensa, no para ruina del derecho
natural; y además, si vedara las asociaciones de los ciudadanos, obraría
contradictoriamente consigo mismo, pues tanto él como las asociaciones
privadas han nacido de este solo principio: que los hombres son sociables
por naturaleza. Hay alguna vez ocasiones en que es justo que las leyes se
opongan a este linaje de asociaciones, a saber, cuando por su constitución
persigan un fin que abiertamente pugne con la probidad, con la justicia o
con la salud del Estado.
Sobre el duelo
[De la Carta Pastoralis officii a los obispos de Alemania y Austria, de la
de septiembre de 1891]
... Una y otra ley divina, ora la que es promulgada por la luz de la razón
natural, ora la que consta en las Letras escritas por divina inspiración,
vedan estrechamente que nadie, fuera de causa pública, mate o hiera a un
hombre, a no ser forzado por la necesidad de defender su propia vida. Ahora
bien, los que retan al duelo o aceptan el reto tienen por intento, y a ello
dirigen su ánimo y sus fuerzas, sin que los fuerce necesidad alguna, o
quitar la vida o por lo menos herir al adversario. Además una y otra ley
prohiben despreciar temerariamente la propia vida, exponiéndola a un grave y
manifiesto peligro, cuando no lo aconseja razón alguna de deber o de caridad
magnánima; y esta ciega temeridad, despreciadora de la vida, entra
manifiestamente en la naturaleza del duelo. Por lo cual, para nadie puede
ser oscuro o dudoso que sobre quienes privadamente traban combate singular,
pesa un doble crimen: el voluntario peligro de daño ajeno y de la propia
vida. Finalmente, apenas hay calamidad que más lejos esté de la disciplina
de la vida civil y que más perturbe el orden del Estado que la licencia dada
a los ciudadanos de que se tomen la venganza por su mano y venguen el honor
que crean ofendido...
Tampoco para quienes aceptan el reto puede servir de justa excusa el temor
de pasar ante el vulgo por cobardes si se niegan a la lucha. Porque si los
deberes de los hombres hubieran de medirse por las falsas opiniones del
vulgo, y no por la norma eterna de lo recto y de lo justo, no existiría
diferencia alguna natural y verdadera entre las acciones honestas y los
hechos ignominiosos. Los mismos sabios paganos supieron y enseñaron que el
hombre fuerte y constante ha de despreciar los juicios falaces del vulgo.
Más bien es justo y santo temor el que aparta al hombre de causar una muerte
injusta y le hace solícito de la salvación propia y de la de sus hermanos.
La verdad es que quien desprecia los vanos juicios del vulgo, quien prefiere
sufrir los azotes de la afrenta antes que desertar un punto de su deber, ése
demuestra tener mayor y más levantado ánimo que no el que, herido por una
injuria, acude a las armas. Y aun si se quiere juzgar rectamente, ése sólo
es en quien brilla la sólida fortaleza, aquella fortaleza decimos, que lleva
de verdad nombre de virtud y a la que acompaña la gloria no pintada y falaz.
Porque la virtud consiste en el bien conforme a la razón, y si no se apoya
en el juicio y aprobación de Dios vana es toda gloria.
De la Bienaventurada Virgen María, medianera de las gracias
[De la Encíclica Octobri mense, sobre el rosario, de 22 de septiembre de
1891]
Cuando el Hijo eterno de Dios, para redención y gloria del hombre, quiso
tomar naturaleza de hombre y por este medio establecer con el género humano
entero un místico desposorio, no lo hizo antes de que se allegara el
libérrimo consentimiento de la que estaba designada para madre suya y que
representaba en cierto modo la persona del humano linaje, conforme a aquella
ilustre y de todo punto verdadera sentencia del Aquinate: "Por la
Anunciación se esperaba que la Virgen, en representación de toda la
naturaleza humana, diera su consentimiento".
De ahí, no menos verdadera y propiamente es lícito afirmar que de aquel
grandioso tesoro que trajo el Señor —porque la gracia y la verdad fue hecha
por medio de Jesucristo [Ioh. 1, 17]— nada se nos distribuye sino por medio
de María, por quererlo Dios así; de suerte que a la manera que nadie se
acerca al supremo Padre sino por el Hijo, casi del mismo modo, nadie puede
acercarse a Cristo sino por su madre.
[De la Encíclica Fidentem, sobre el rosario, de 20 de septiembre de 1896]
Nadie, efectivamente, puede ser pensado que haya contribuído o haya jamás de
contribuir con cooperación igual a la suya a reconciliar a los hombres con
Dios. Porque es así que ella trajo el Salvador a los hombres que se
precipitaban en su ruina sempiterna, ya cuando con admirable consentimiento
"en representación de toda la naturaleza humana" recibió el mensaje del
misterio de la paz que fue traído por el ángel a la tierra. Ella es de quien
ha nacido Jesús [Mt. 1, 16], es decir, verdadera madre suya y, por esta
causa, digna y muy acepta medianera para el mediador.
De los estudios de la Sagrada Escritura
[De la Encíclica Providentissimus Deus, de 18 de noviembre de 1893]
... Como sea necesario cierto método para llevar útilmente a cabo la
interpretación, el maestro prudente ha de evitar un doble inconveniente: el
de aquellos que dan a probar trozos tomados de corrida de cada uno de los
libros, y el de los que se detienen más de lo debido en una parte
determinada de uno solo... Para esta labor tomará como ejemplar la versión
Vulgata que el Concilio Tridentino, decretó fuera tenida por auténtica en
las públicas lecciones, disputas, predicaciones y exposiciones [v. 785], y
recomendada también por uso cotidiano de la Iglesia. Tampoco, sin embargo,
habrá de dejarse de tener en cuenta las otras versiones que alabó y usó la
antigüedad cristiana, y sobre todo los códices originales. Porque si bien en
cuanto al fondo, de las dicciones de la Vulgata brilla bien el sentido del
griego y del hebreo, sin embargo, si algo se ha trasladado allí ambiguamente
o de modo menos exacto, será de provecho, según consejo de San Agustín, el
examen de la lengua original.
... El Concilio Vaticano abrazó la doctrina de los Padres, cuando renovando
el decreto del Concilio Tridentino acerca de la interpretación de la palabra
de Dios escrita, declaró que la mente de aquél es que en las materias de fe
y costumbres que atañen a la edificación de la doctrina cristiana, ha de
tenerse por verdadero sentido de la Sagrada Escritura aquel que mantuvo y
sigue manteniendo la Santa Madre Iglesia; a quien toca juzgar del verdadero
sentido e interpretación de las Escrituras Santas; y que por tanto, a nadie
es lícito interpretar la misma Sagrada Escritura contra este sentido ni
tampoco contra el unánime consentimiento de los Padres [v. 786 y 1788]. Por
esta ley llena de sabiduría, la Iglesia no retarda ni impide la
investigación de la ciencia bíblica, sino que más bien la preserva de todo
error y en gran manera contribuye a su verdadero progreso. Porque a cada
maestro particular se le abre un amplio campo en que puede gloriosamente y
con provecho de la Iglesia campear con paso seguro su pericia de intérprete.
Ciertamente, en los lugares de la divina Escritura que aún esperan una
determinada y definida exposición, puede así suceder por el suave designio
de Dios providente que por una especie de estudio preparatorio madure el
juicio de la Iglesia; y en los lugares ya definidos, puede igualmente el
maestro privado ser de provecho, o explicándolos con más claridad al pueblo
fiel, o disertando con más ingenio ante los doctos, o defendiéndolos con más
insigne victoria contra los adversarios...
En lo demás ha de seguirse la analogía de la fe, y tomarse como norma
suprema la doctrina católica, tal como es recibida por ]a autoridad de la
Iglesia... De donde aparece que ha de rechazarse por inepta y falsa aquella
interpretación que o hace que los autores inspirados se contradigan de algún
modo entre sí, o se opone a la doctrina de la Iglesia...
Ahora bien, los Santos Padres que, "después de los Apóstoles plantaron,
regaron, edificaron, apacentaron y alimentaron a la Iglesia y por cuya
acción creció ella", tienen autoridad suma siempre que explican todos de
modo unánime un texto bíblico, como perteneciente a la doctrina de la fe y
de las costumbres...
La autoridad de los otros intérpretes católicos es ciertamente menor; sin
embargo, como quiera que los estudios bíblicos han seguido en la Iglesia un
progreso continuo, también a los comentarios de estos autores hay que
tributarles el honor que se les debe, y de ellos pueden sacarse
oportunamente muchas cosas para refutar a los contrarios y resolver las
dificultades. Mas lo que es de verdad harto indecoroso es que, ignoradas o
despreciadas las obras egregias que en gran abundancia dejaron los nuestros,
se prefieran los libros de los heterodoxos y, con peligro inmediato de la
sana doctrina y, no raras veces, con detrimento de la fe, se busque en ellos
la explicación de pasajes en que los católicos, de mucho tiempo atrás,
ejercitaron, con óptimo resultado, sus ingenios y trabajos...
... La primera de estas ayudas para la interpretación es el estudio de las
antiguas lenguas orientales y juntamente el arte que llaman crítica ... Es,
pues, necesario a los maestros de la Sagrada Escritura y conveniente a los
teólogos que conozcan aquellas lenguas en que los libros canónicos fueron
primeramente escritos por los autores sagrados... Estos mismos, y por la
misma razón es menester que sean suficientemente doctos y ejercitados en la
verdadera disciplina del arte critica; pues, perversamente y con daño de la
religión, se ha introducido un artificio que se honra con el nombre de "alta
critica" por la que se juzga del origen, integridad y autenticidad de un
libro cualquiera por solas las que llaman razones internas. Por el
contrario, es evidente que en cuestiones históricas, como el origen y
conservación de los libros, deben prevalecer sobre todo los testimonios de
la historia, y ésos son los que con más ahínco han de investigarse y
discutirse; en cambio, las razones internas no son las más de las veces de
tanta importancia que puedan invocarse en el pleito, si no es a modo de
confirmación... Ese mismo género de "alta crítica" que preconizan vendrá
finalmente a parar a que cada uno siga su propio interés y prejuicio en la
interpretación...
Al maestro, de la Sagrada Escritura le prestará también buen servicio el
conocimiento de las cosas naturales, con el que más fácilmente descubrirá y
refutará las objeciones dirigidas en este terreno contra los libros divinos.
A la verdad, ningún verdadero desacuerdo puede darse entre el teólogo y el
físico, con tal de que uno y otro se mantengan en su propio terreno,
procurando cautamente seguir el aviso de San Agustín de "no afirmar nada
temerariamente ni dar lo desconocido por conocido"; pero si, no obstante,
disintieren en cómo ha de portarse el teólogo, he aquí en compendio la regla
por él mismo ofrecida: "Cuanto ellos —dice— pudieren demostrarnos por
argumentos verdaderos de la naturaleza de las cosas, mostrémosles que no es
contrario a nuestras letras, mas cuanto presentaren de cualesquiera libros
suyos como contrario a nuestras letras, es decir, a la fe católica, o
mostrémoselo también por algún medio o sin vacilación creamos que es cosa de
todo punto falsa. Acerca de la justeza de esta regla es de considerar en
primer lugar que los escritores sagrados o, más exactamente, "el Espíritu de
Dios que por medio de ellos hablaba, no quiso ensenar a los hombres esas
cosas (es decir la intima constitución de las cosas sensibles), como quiera
que para nada habían de aprovechar a su salvación"; por lo cual, más bien
que seguir directamente la investigación de la naturaleza, describen o
tratan a veces las cosas mismas o por cierto modo de metáfora o como solía
hacerlo el lenguaje común de su tiempo, y aún ahora acostumbra, en muchas
materias de la vida diaria, aun entre los mismos hombres más impuestos en la
ciencia.
Ahora bien, como el lenguaje vulgar expresa primera y propiamente lo que cae
bajo los sentidos, no de distinta manera el escritor sagrado (y lo notó
también el doctor Angélico), "ha seguido aquello que sensiblemente aparece",
o sea, lo que Dios mismo, al hablar a los hombres, expresó de manera humana
para ser entendido por ellos.
Ahora, de que haya que defender valerosamente la Escritura Santa, no hay que
concluir que deben por igual mantenerse todas las opiniones que en su
interpretación emitieron cada uno de los Padres y los intérpretes que les
sucedieron, como quiera que, conforme a las ideas de su época, al explicar
los pasajes en que se trata de fenómenos físicos, quizá no siempre juzgaron
tan de acuerdo con la verdad, que no sentaran afirmaciones que ahora no son
tan aceptables. Por ello, hay que distinguir cuidadosamente en sus
explicaciones qué es lo que realmente ensenan como perteneciente a la fe o
íntimamente ligado con ella, qué es lo que ensenan con unánime sentir;
porque "en lo que no es necesidad de la fe, lícito fue a los Santos opinar
de modo diverso, como lícito nos es a nosotros", conforme al sentir de Santo
Tomás, el cual, en otro lugar, se expresa muy prudentemente: "Paréceme ser
más seguro que las cosas de esta clase que comúnmente sintieron los
filósofos y no repugnan a nuestra fe, ni deben afirmarse como dogmas de fe,
si bien a veces puedan introducirse bajo el nombre de los filósofos, ni
deben negarse como contrarias a la fe, para no dar a los sabios de este
mundo ocasión de menospreciar la doctrina de la fe".
A la verdad, aun cuando el intérprete debe demostrar que no se opone a las
Escrituras rectamente entendidas nada de lo que los investigadoras de la
naturaleza afirman ser ya cierto con argumentos ciertos; no se le pase, sin
embargo, por alto que también ha acontecido que algunas cosas ensenadas por
aquéllos como ciertas han sido luego puestas en duda y hasta repudiadas. Y
si los físicos, traspasando las fronteras de su disciplina, invaden por la
perversidad de sus ideas, el dominio de la filosofía, a los filósofos debe
dejar su refutación el intérprete teólogo.
Esto mismo será bien se traslade seguidamente a las disciplinas afines,
principalmente a la historia. De doler es, en efecto, que haya muchos que
investigan a fondo y sacan a luz, y ciertamente con grandes esfuerzo, los
monumentos de la antigüedad, las costumbres e instituciones de los pueblos y
los testimonios de cosas semejantes, pero frecuentemente con el intento de
descubrir en las Sagradas Letras las manchas del error y hacer así que su
autoridad de todo punto se debilite y vacile. Y esto lo hacen algunos con
ánimo demasiadamente hostil y con juicio no lo bastante justo, como quiera
que de tal modo se fían de los libros profanos y de los documentos de la
antigüedad, como si en ellos no cupiera ni sospecha siquiera de error; en
cambio, por una apariencia de error sólo imaginada y no honradamente
discutida, niegan a los libros de la Sagrada Escritura una fe siquiera
igual.
Puede ciertamente suceder que algunas cosas se les escaparan a los copistas
al transcribir menos exactamente los códices; pero esto debe juzgarse con
consideración y no admitirse con facilidad, si no es en aquellos pasajes en
que se haya debidamente demostrado; puede también darse que en algunos
pasajes permanezca dudoso el sentido genuino, para cuyo esclarecimiento,
mucho contribuirán las mejores reglas de hermenéutica; pero es absolutamente
ilícito ora limitar ]a inspiración solamente a algunas partes de la Sagrada
Escritura, ora conceder que erró el autor mismo sagrado. Ni debe tampoco
tolerarse el procedimiento de aquellos que, para salir de estas
dificultades, no vacilan en sentar que ]a inspiración divina toca a las
materias de fe y costumbres y a nada mas...
Todos los libros que la Iglesia recibe como sagrados y canónicos, han sido
escritos íntegramente, en todas sus partes, por dictado del Espíritu Santo,
y tan lejos está que la divina inspiración pueda contener error alguno, que
ella de suyo no sólo excluye todo error, sino que los excluye y rechaza tan
necesariamente como necesario es que Dios, Verdad suprema, no sea autor de
error alguno.
Ésta es la antigua y constante fe de la Iglesia, definida también por
solemne sentencia en los Concilios de Florencia [v. 706] y de Trento [v. 783
ss] y confirmada finalmente y más expresamente declarada en el Concilio
Vaticano, que promulgó absolutamente: Los libros del Antiguo y del Nuevo
Testamento... tienen a Dios por autor [v. 1787]. Por ello, es absolutamente
inútil alegar que el Espíritu Santo tomara a los hombres como instrumento
para escribir, como si, no ciertamente al autor primero, pero sí a los
escritores inspirados, se les hubiera podido deslizar alguna falsedad.
Porque fue Él mismo quien, por sobrenatural virtud, de tal modo los impulsó
y movió, de tal modo los asistió mientras escribían, que rectamente habían
de concebir en su mente, y fielmente habrían de querer consignar y aptamente
con infalible verdad expresar todo aquello y sólo aquello que Él mismo les
mandara: en otro caso, no sería Él, autor de toda la Escritura Sagrada...
Hasta punto tal estuvieron los Padres y Doctores todos absolutamente
persuadidos de que las divinas Letras, tal como fueron publicadas por los
hagiógrafos, estaban absolutamente inmunes de todo error, que con no menor
sutileza que reverencia pusieron empeño en componer y conciliar entre sí no
pocas de aquellas cosas (que son poco más o menos las que en nombre de la
ciencia nueva se objetan ahora), que parecían presentar alguna contrariedad
o desemejanza; pues profesaban unánimes que aquellos libros, en su
integridad y en sus partes, procedían igualmente de la inspiración divina, y
que Dios mismo, que por los autores sagrados había hablado, nada
absolutamente pudo haber puesto ajeno a la verdad.
Valga en general lo que el mismo Agustín escribió a Jerónimo: "Si tropiezo
en esas Letras con algo que parezca contrario a la verdad, no dudaré sino
que o el códice es mendoso, o el traductor no alcanzó lo que decía el
original, o yo no he entendido nada...".
... Muchas cosas efectivamente tomadas de todo género de ciencias, se han
lanzado durante mucho tiempo y con ahínco contra la Escritura, y luego han
envejecido totalmente por vanas; igualmente, no pocas interpretaciones (no
pertenecientes propiamente a la regla de la fe y las costumbres) fueron en
otro tiempo propuestas de pasajes en que más tarde vio más rectamente una
investigación más penetrante. En efecto, el tiempo borra las fantasías de
las opiniones, pero "la verdad permanece y cobra fuerzas eternamente".
De la uni(ci)dad de la Iglesia
[De la Encíclica Satis cognitum, de 29 de junio de 1896]
... A la verdad, que la auténtica Iglesia de Jesucristo es una, de tal modo
consta para todos por claros y múltiples testimonios de las Sagradas Letras,
que ningún cristiano puede atreverse a contradecirlo. Mas cuando se trata de
determinar y establecer la naturaleza de esa unidad, varios son los errores
que a muchos desvían del camino. Ciertamente, no sólo el origen, sino toda
la constitución de la Iglesia pertenece al género de cosas que proceden de
la libre voluntad ¡ por lo tanto, toda la cuestión está en saber lo que
realmente se ha hecho, y lo que hay que averiguar no es precisamente de qué
modo puede la Iglesia ser una, sino de qué modo quiso que fuera una Aquel
que la fundó.
Ahora bien, si se mira lo que ha sido hecho, Jesucristo no concibió ni formó
a la Iglesia de modo que comprendiera pluralidad de comunidades semejantes
en su género, pero distintas, y no ligadas por aquellos vínculos que
hicieran a la Iglesia indivisible y única, a la manera que profesamos en el
Símbolo de la fe: Creo en una sola Iglesia... Y es así que cuando Jesucristo
hablara de este místico edificio, sólo recuerda a una sola Iglesia, a la que
llama suya: Edificaré mi Iglesia [Mt. 16, 18]. Cualquiera otra que fuera de
ésta se imagine, al no ser fundada por Jesucristo, no puede ser la verdadera
Iglesia de Jesucristo... Así, pues, la salvación que nos adquirió
Jesucristo, y juntamente todos los beneficios que de ella proceden, la
Iglesia tiene el deber de difundirlos ampliamente a todos los hombres y
propagarlos a todas las edades. Consiguientemente, por voluntad de su
fundador, es necesario que sea única en todas las tierras en la perpetuidad
de los tiempos... Es, pues, la Iglesia de Cristo única y perpetua.
Quienquiera de ella se aparta, se aparta de la voluntad y prescripción de
Cristo Señor y, dejado el camino de la salvación, se desvía hacia su ruina.
Mas el que la fundó única, la fundó también una, es decir, de tal naturaleza
que cuantos habían de formar parte de ella habían de estar unidos entre sí
por tan estrechísimos vínculos, que de todo punto formaran una sola nación,
un sólo reino, un solo cuerpo: un solo cuerpo y un solo espíritu, como
habéis sido llamados en una sola esperanza de vuestro llamamiento [Eph. 4,
4]... Mas el necesario fundamento de tan grande y absoluta concordia entre
los hombres es el acuerdo y unión de las inteligencias, de donde
naturalmente se engendra la conspiración de las voluntades y la semejanza de
las acciones... Consiguientemente, para aunar las inteligencias, para lograr
y conservar la concordia del sentir, por más que existieran las Letras
Divinas, era de todo punto necesario otro principio distinto...
Por lo cual instituyó Jesucristo en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico
y juntamente perenne, al que dotó de su propia autoridad, le proveyó del
Espíritu de la verdad, lo confirmó con milagros y quiso y severísimamente
mandó que sus enseñanzas fueran recibidas como suyas... Este es
consiguientemente sin duda alguna el deber de la Iglesia: conservar la
doctrina de Cristo y propagarla íntegra e incorrupta...
Mas a la manera que la doctrina celeste jamás fue abandonada al arbitrio e
ingenio de los particulares, sino que, enseñada al principio por Jesús, fue
luego separadamente encomendada al magisterio de que hemos hablado; así
tampoco a cualquiera del pueblo cristiano, sino a algunos escogidos, ha sido
divinamente conferida facultad de realizar y administrar los divinos
misterios, juntamente con el poder de regir y gobernar...
Por lo cual Jesucristo llamó a los mortales todos, cuantos eran y cuantos
habían de ser, para que le siguieran como guía y salvador, no sólo cada uno
individualmente, sino también asociados y mutuamente unidos de hecho y de
corazón, de suerte que de la muchedumbre se formara un pueblo legítimamente
asociado: uno por la comunidad de fe, de fin y de medios conducentes al fin,
y sujeto a una sola y misma potestad... Por tanto, la Iglesia es sociedad,
por su origen, divina; por su fin y por los medios que próximamente se
ordenan a ese fin, sobrenatural; mas en cuanto se compone de hombres, es una
comunidad humana...
Como el autor divino de la Iglesia hubiera decretado que fuera una por la
fe, por el régimen y por la comunión, escogió a Pedro y a sus sucesores para
que en ellos estuviera el principio y como el centro de la unidad... Mas, en
cuanto al orden de los obispos, entonces se ha de pensar que está
debidamente unido con Pedro, como Cristo mandó, cuando a Pedro está sometido
y obedece; en otro caso, necesariamente se diluye en una muchedumbre confusa
y perturbada. Para conservar debidamente la unidad de fe y comunión, no
basta desempeñar una primacía de honor, no basta una mera dirección, sino
que es de todo punto necesaria la verdadera autoridad y autoridad suprema, a
que ha de someterse toda la comunidad... De ahí aquellas singulares
denominaciones de los antiguos aplicadas al bienaventurado Pedro, que
pregonan brillantemente estar él colocado en el más alto grado de dignidad y
de poder. Llámanle a cada paso príncipe del colegio de los discípulos,
príncipe de los santos Apóstoles, corifeo de su coro; boca de los Apóstoles
todos; cabeza de aquella familia; puesto al frente del orbe de la tierra;
primero entre los Apóstoles; cima de la Iglesia...
Pero es cosa que se aparta de la verdad y abiertamente repugna a la
constitución divina, ser de derecho que los obispos estén individualmente
sujetos a la jurisdicción de los Romanos Pontífices y no ser de derecho que
lo estén todos juntos... Esta potestad de que hablamos, sobre el colegio
mismo de los obispos, que tan abiertamente proclaman las Divinas Letras, la
Iglesia no dejó de reconocerla y atestiguarla en ningún tiempo... Por estas
causas, por el Decreto del Concilio Vaticano sobre la naturaleza y razón del
primado del Romano Pontífice [v. 1826 ss], no se introdujo una opinión
nueva, sino que se afirmó la fe, vieja y constante, de todos los siglos. Ni
tampoco, en verdad, el que unos mismos súbditos estén sometidos a doble
potestad, engendra confesión alguna en el gobierno. Sospechar nada
semejante, nos lo prohibe en primer lugar la sabiduría de Dios, por cuyo
designio se ha constituído esta suerte de régimen. Y hay que observar, en
segundo lugar, que se perturbaría el orden de las cosas y las mutuas
relaciones, si en un pueblo hubiera dos poderes de igual categoría, sin
dependencia uno de otro. Pero la potestad del Romano Pontífice es suprema,
universal y enteramente independiente; pero la de los obispos está
circunscrita a ciertos límites y no es enteramente independiente...
Mas los Romanos Pontífices, acordándose de su deber, quieren más que nadie
que se conserve cuanto en la Iglesia ha sido divinamente constituído; y por
eso, así como defienden su propia autoridad con el cuidado y vigilancia que
es debido; así se han esforzado y se esforzarán constantemente porque a los
obispos quede a salvo la suya. Es más, cuanto honor, cuanta obediencia se
tributa a los obispos, todo lo consideran ellos como tributado a sí mismos.
De las ordenaciones anglicanas
[De la Carta Apostolicae curae, de 13 de septiembre de 1896]
En el rito de realizar y administrar cualquier sacramento, con razón se
distingue entre la parte ceremonial y la parte esencial, que suele llamarse
materia y forma. Y todos saben que los sacramentos de la nueva Ley, como
signos que son sensibles y que producen la gracia invisible, deben lo mismo
significar la gracia que producen, que producir la que significan [v. 695 y
849]. Esta significación, si bien debe darse en todo el rito esencial, es
decir, en la materia y la forma, pertenece, sin embargo, principalmente a la
forma, como quiera que la materia es por sí misma parte no determinada, que
es determinada por aquélla. Y esto aparece más manifiesto en el sacramento
del orden, cuya materia de conferirlo, en cuanto aquí hay que considerarla,
es la imposición de las manos, la que ciertamente por sí misma nada
determinado significa y lo mismo se usa para ciertos órdenes que para la
confirmación.
Ahora bien, las palabras que hasta época reciente han sido corrientemente
tenidas por los anglicanos como forma propia de la ordenación presbiteral, a
saber: Recibe el Espíritu Santo, en manera alguna significan definidamente
el orden del sacerdocio o su gracia o potestad, que principalmente es la
potestad de consagrar y ofrecer el verdadero cuerpo y sangre del Señor en
aquel sacrificio, que no es mera conmemoración del sacrificio cumplido en la
cruz [v. 950]. Semejante forma se aumentó después con las palabras: para el
oficio y obra del presbítero; pero esto más bien convence que los anglicanos
mismos vieron que aquella primera forma era defectuosa e impropia. Mas esa
misma añadidura, si acaso hubiera podido dar a la forma su legítima
significación, fue introducida demasiado tarde, pasado ya un siglo después
de aceptarse el Ordinal Eduardiano, cuando, consiguientemente, extinguida la
jerarquía, no había ya potestad alguna de ordenar.
Lo mismo hay que decir de la ordenación episcopal. Porque a la fórmula:
Recibe el Espíritu Santo, no sólo se añadieron más tarde las palabras: para
el oficio y obra del obispo, sino que de ellas hay que juzgar, como en
seguida diremos, de modo distinto que en el rito católico. Ni vale para nada
invocar la oración de la prefación Omnipotens Deus, como quiera que también
en ella se han cercenado las palabras que declaran el sumo sacerdocio. A la
verdad, nada tiene que ver aquí averiguar si el episcopado es complemento
del sacerdocio o un orden distinto de éste; o si conferido; como dicen, per
saltum, es decir, a un hombre que no es sacerdote, produce su efecto o no.
Pero de lo que no cabe duda es que él, por institución de Cristo, pertenece
con absoluta verdad al sacramento del orden y es el sacerdocio de más alto
grado, el que efectivamente tanto por voz de los Santos Padres, como por
nuestra costumbre ritual, es llamado sumo sacerdote, suma del sagrado
ministerio. De ahí resulta que, al ser totalmente arrojado del rito
anglicano el sacramento del orden y el verdadero sacerdocio de Cristo, y,
por tanto, en la consagración episcopal del mismo rito, no conferirse en
modo alguno el sacerdocio, en modo alguno, igualmente, puede de verdad y de
derecho conferirse el episcopado; tanto más cuanto que entre los primeros
oficios del episcopado está el de ordenar ministros para la Santa Eucaristía
y sacrificio...
Con este íntimo defecto de forma está unida la falta de intención, que se
requiere igualmente de necesidad para que haya sacramento... Así, pues,
asintiendo de todo punto a todos los decretos de los Pontífices predecesores
nuestros sobre esta misma materia, confirmándolos plenísimamente y como
renovándolos por nuestra autoridad, por propia iniciativa y a ciencia
cierta, pronunciamos y declaramos que las ordenaciones hechas en rito
anglicano han sido y son absolutamente inválidas y totalmente nulas...
De la fe e intención requerida para el bautismo
[Respuesta del Santo Oficio, de 30 de marzo de 1898]
Se pregunta si puede el misionero administrar el bautismo en el artículo de
la muerte a un mahometano adulto que se supone estar de buena fe en sus
errores:
1. Si tiene todavía plena advertencia, exhortándole sólo al dolor y a la
confianza, no hablándole para nada de nuestros misterios, por temor de que
no los vaya a creer.
2. Cualquier advertencia que tenga, no diciéndole nada, ya que por una parte
se supone que no le falta la contrición y por otra no es prudente hablar con
él de nuestros misterios.
3. Si ha perdido la advertencia, no diciéndole absolutamente nada.
Respuestas: a 1 y 2, negativamente, es decir, que no es lícito administrar
el bautismo a tales mahometanos... ni absoluta ni condicionalmente; y dénse
los decretos del Santo Oficio al obispo de Quebec de 25 de enero y de 10 de
mayo de 1703 [v. 1849 a s].
A 3: sobre los mahometanos moribundos y faltos ya de sentido, hay que
responder como en el Decreto del Santo Oficio de 18 de septiembre de 1850 al
obispo de Perth; esto es: "Si antes hubieren dado señales de quererse
bautizar o en el estado presente manifestaren la misma disposición por señas
o de otro modo, pueden ser bautizados bajo condición, en cuanto, sin
embargo, atendidas todas las circunstancias, así lo juzgare prudente el
misionero"... El Santísimo lo aprobó.
Del americanismo
[De la Carta Testem benevolentiae, al cardenal Gibbons, de 22 de enero de
1899]
El fundamento sobre que, en definitiva, se fundan las nuevas ideas que
dijimos, es el siguiente: Con el fin de atraer más fácilmente a los
disidentes a la doctrina católica, debe por fin la Iglesia acercarse algo
más a la cultura de este siglo ya adulto y, aflojando la antigua severidad,
condescender con los principios y modos recientemente introducidos entre los
pueblos. Y muchos piensan que ello ha de entenderse no sólo de la disciplina
de la vida, sino también de las enseñanzas en que se contiene el depósito de
la fe. Pretenden, en efecto, que es oportuno para atraer las voluntades de
los discordes, omitir ciertos puntos de doctrina, como si fueran de menor
importancia, o mitigarlos de manera que no conserven el mismo sentido que
constantemente mantuvo la Iglesia. Mas con cuán reprobable consejo haya sido
todo eso excogitado... no hace falta largo discurso para demostrarlo, con
que se recuerde la naturaleza y el origen de la doctrina que enseña la
Iglesia. Dice a este propósito el Concilio Vaticano: "Y jamás hay que
apartarse..." [v. 1800] .
Y la historia de todas las edades pretéritas es testigo de que esta Sede
Apostólica, a quien fue concedido no sólo el magisterio, sino también el
régimen supremo de toda }a Iglesia, se mantuvo constantemente adherida al
mismo dogma, al mismo sentido, a la misma sentencia [Concilio Vaticano, v.
1800]; mas en cuanto a la disciplina de la vida, de tal manera acostumbró
siempre moderarse que, mantenido incólume el derecho divino, jamás
desatendió las costumbres y modos de tan varias gentes como ella comprende.
¿Y quién dudará de que también ahora lo ha de hacer, si así lo exige la
salvación de las almas? Mas esto no ha de ser determinado al arbitrio de los
individuos particulares, que de ordinario se engañan con apariencia de bien,
sino que es menester dejarlo al juicio de la Iglesia...
En la causa, sin embargo, de que hablamos, querido Hijo Nuestro, lo que trae
más peligro y es más perjudicial a la doctrina y disciplina católica es el
consejo aquel de los seguidores de novedades por el que piensan que hay que
introducir en la Iglesia una especie de libertad, de suerte que, restringida
en cierto modo la fuerza y vigilancia del poder, sea lícito a los fieles
entregarse algo más ampliamente a su natural y a la virtud activa...
Todo magisterio externo es rechazado como superfluo y hasta como menos útil
por aquellos que se dedican a alcanzar la perfección cristiana: ahora
—dicen— infunde el Espíritu Santo en las almas de los fieles más amplios y
abundantes carismas que en los tiempos pasados, y les enseña y los conduce,
sin intermedio de nadie, por cierto misterioso instinto...
Sin embargo, si se considera a fondo el asunto, quitado también todo
director externo, apenas se ve en la sentencia de los innovadores a que debe
referirse ese más abundante influjo del Espíritu Santo, que tanto exaltan.
Ciertamente, es absolutamente necesario el auxilio del Espíritu Santo, sobre
todo para cultivar las virtudes; pero los que gustan de seguir las
novedades, alaban más de la medida las virtudes naturales, como si éstas
respondieran mejor a las costumbres y necesidades de la época presente y
valiera más estar adornado de ellas, pues preparan mejor y hacen al hombre
más fuerte para la acción. Difícil ciertamente se hace de entender cómo
quienes están imbuídos de la sabiduría cristiana, pueden anteponer las
virtudes naturales a las sobrenaturales y atribuirles mayor eficacia y
fecundidad...
Con esta sentencia sobre las virtudes naturales está estrechamente unida
otra, por la que todas las virtudes cristianas se dividen como en dos
géneros, en pasivas, como dicen, y en activas, y añaden que aquéllas
convienen mejor a las edades pasadas, y que éstas se adaptan más a la
presente... Ahora bien, sólo tendrá las virtudes cristianas por acomodadas
unas a unos tiempos y otras a otros, quien no recuerde las palabras del
Apóstol: A quienes de antemano conoció, a éstos predestinó para hacerse
conformes a la imagen de su Hijo [Rom. 8, 29]. El maestro y ejemplar de toda
santidad es Cristo, a cuya regla es preciso que se adapten todos los que han
de ser colocados en los asientos de los bienaventurados. Ahora bien, Cristo
no cambia con el curso de los siglos, sino que es el mismo ayer y hoy y por
los siglos [Hebr. 13, 8]. A los hombres, pues, de todas las edades pertenece
su palabra: Aprended de mí, porque soy manso y humilde de corazón [Mt. 11,
29]; y en todo tiempo se nos muestra Cristo hecho obediente hasta la muerte
[Phil, 2, 8]; y en todo tiempo es válida la sentencia del Apóstol: Los
que... son de Cristo han crucificado su carne con sus vicios y
concupiscencias [Gal. 5, 24]...
En esta especie de menosprecio de las virtudes evangélicas que erróneamente
se llaman pasivas, era natural consecuencia que también invadiera
insensiblemente los ánimos el desprecio de la vida religiosa. Y que eso sea
común a los fautores de las nuevas ideas, lo conjeturamos de algunas de sus
sentencias sobre los votos que profesan las órdenes religiosas. Dicen, en
efecto, que tales votos se apartan muchísimo del carácter de nuestra edad,
como quiera que estrechan los límites de la libertad humana; que son más
propios de ánimos débiles que de fuertes y que no valen mucho para el
aprovechamiento cristiano ni para el bien de la sociedad humana, sino que
más bien se oponen y dañan a lo uno y a lo otro. Mas cuán falsamente se dice
todo eso, es bien evidente por la práctica y doctrina de la Iglesia, que
aprobó siempre sobremanera el género de vida religiosa... Y en cuanto a lo
que añaden, que la vida religiosa o no ayuda en absoluto o es poco lo que
ayuda a la Iglesia, aparte denotar malquerencia para las órdenes religiosas,
no habrá uno solo que así piense, si ha repasado los anales de la Iglesia...
Finalmente, para no detenernos en minucias, se proclama que el camino y
método que hasta ahora han seguido los católicos para convertir a los
disidentes, debe ser abandonado y empleado otro... Que si de las varias
formas de predicar la palabra de Dios, parece alguna vez que haya de
preferirse la de hablar a los disidentes no en los templos, sino en algún
lugar particular honesto, y no como quien discute, sino como quien conversa
amigablemente, la cosa no es ciertamente de reprender; a condición, sin
embargo, que para este cargo se destinen por autoridad de los obispos
quienes antes les hubieren probado su ciencia e integridad...
Así, pues, de cuanto aquí hemos disertado, resulta evidente, querido Hijo
Nuestro, que Nos no podemos aprobar esas opiniones, cuyo conjunto designan
algunos con el nombre de americanismo... Pues eso nos produce la sospecha
que hay entre vosotros quienes se forjan y quieren una Iglesia distinta en
América de la que está en todas las demás regiones.
La Iglesia es una por su unidad de doctrina, como por su unidad de gobierno
y, a la vez, católica, y pues Dios estableció su centro y fundamento en la
cátedra del bienaventurado Pedro, con razón se llama Romana; pues donde está
Pedro, allí está la Iglesia. Por el cual, todo el que quiera honrarse con el
nombre de católico, debe usar de verdad las palabras de Jerónimo a Dámaso
Pontífice: "Yo, no siguiendo a nadie antes que a Cristo, me asocio por la
comunión a tu beatitud, es decir, a la cátedra de Pedro, yo sé que sobre esa
piedra está edificada la Iglesia [Mt. 16, 18]; todo el que contigo no
recoge, esparce" [Mt. 12, .30].
De la materia del bautismo
[Del Decreto del Santo Oficio de 21 de agosto de 1901]
El arzobispo de Utrecht (Holanda) expone:
"Varios médicos, en los nosocomios y en otras partes, suelen bautizar a los
niños en caso de necesidad, sobre todo en el útero de la madre, con agua
mezclada con cloruro mercúrico (sublimado corrosivo). Esta agua se compone
aproximadamente de la solución de una parte de este cloruro de mercurio en
mil partes de agua, y por esa solución el agua resulta venenosa para beber.
La razón por que se usa de esta mezcla, es para evitar la infección del
útero de la madre.
A las dudas, pues:
I. ¿El bautismo administrado con esa agua, es cierta o dudosamente válido?
II. ¿Es lícito administrar el sacramento del bautismo con esa agua, para
evitar todo peligro de enfermedad?
III. ¿Es lícito usar también de esa agua, cuando sin ningún peligro de
enfermedad puede emplearse el agua pura?
Se respondió (con aprobación de León XIII):
A lo I. Se proveerá en lo II.
A lo II. Es licito, cuando hay verdadero peligro de enfermedad.
A lo III. Negativamente.
Del uso de la Santísima Eucaristía
[De la Encíclica Mirae caritatis, de 28 de mayo de 1902]
... Lejos, pues, el error tan divulgado como pernicioso de los que opinan
que el uso de la Eucaristía ha de relegarse casi exclusivamente a quienes
libres de cuidados y apocados de ánimo, se proponen vivir tranquilos en un
tenor de vida más religiosa.
Puesto que este asunto, a que ningún otro sobrepasa en excelencia y
saludable eficacia, atañe a cuantos, sean del cargo y dignidad que fueren,
quieran —y nadie debe dejar de quererlo— fomentar en sí mismos la vida de la
gracia divina cuyo término último es la consecución de la vida
bienaventurada con Dios.
SAN Pío X, 1903-1914
De la Bienaventurada Virgen María, medianera de las gracias
[De la Encíclica Ad diem, de 2 de febrero de 1904]
Por esta comunión de dolores y de voluntad entre María y Cristo, "mereció"
ella "ser dignísimamente hecha reparadora del orbe perdido", y por tanto
dispensadora de todos los dones que nos ganó Jesús con su muerte y su
sangre... Puesto que aventaja a todos en santidad y en unión con Cristo y
fue asociada por Cristo a la obra de la salvación humana, de congruo, como
dicen, nos merece lo que Cristo mereció de condigno y es la ministra
principal de la concesión de las gracias.
De las "citas implícitas" en la Sagrada Escritura
[De la Respuesta de la Comisión Bíblica, de 13 de febrero de 1905]
A la duda:
Si para resolver las dificultades que ocurren en algunos textos de la
Sagrada Escritura que parecen referir hechos históricos, es lícito afirmar
al exegeta católico tratarse en ellos de una cita tácita o implícita de un
documento escrito por autor no inspirado, cuyos asertos todos en modo alguno
intenta aprobar o hacer suyos el autor inspirado y que, por lo tanto, no
pueden tenerse por inmunes de error.
Se respondió (con aprobación de Pío X):
Negativamente, excepto en el caso en que, salvo el sentido y juicio de la
Iglesia, se pruebe con sólidos argumentos:
1º que el hagiógrafo cita realmente dichos o documentos de otro, y
2º que ni los aprueba ni los hace suyos, de modo que con razón pueda
pensarse que no habla en su propio nombre.
Del carácter histórico de la Sagrada Escritura
[De la Respuesta de la Comisión Bíblica de 23 de junio de 1905]
A la duda:
Si puede admitirse como principio de la recta exégesis la sentencia según la
cual los libros de la Sagrada Escritura que se tienen por históricos, ora
totalmente, ora en parte, no narran a veces una historia propiamente dicha y
objetivamente verdadera, sino que presentan sólo una apariencia de historia
para dar a entender algo que es ajeno a la significación propiamente literal
o histórica de las palabras.
Se respondió (con aprobación de Pío X):
Negativamente, excepto, sin embargo, el caso, que no ha de admitirse fácil
ni temerariamente, en que, sin oponerse el sentido de la Iglesia y salvo su
juicio, se pruebe con sólidos argumentos que el hagiógrafo quiso dar no una
historia verdadera y propiamente dicha, sino proponer, bajo apariencia y
forma de historia, una parábola, alegoría, o algún sentido alejado de la
significación propiamente literal o histórica de las palabras.
De la recepción diaria de la Santísima Eucaristía
[Del Decreto de la congregación del Santo Concilio, aprobado por Pío X el 20
de diciembre de 1905]
... Mas el deseo de Jesucristo y de la Iglesia de que todos los fieles se
acerquen diariamente al sagrado convite, se cifra principalmente en que los
fieles unidos con Dios por medio del sacramento, tomen de ahí fuerza para
reprimir la concupiscencia, para borrar las culpas leves que diariamente
ocurren y para precaver los pecados graves a que la fragilidad humana está
expuesta; pero no principalmente para mirar por el honor y reverencia del
Señor, ni para que ello sea paga o premio de las virtudes de quienes
comulgan. De ahí que el Santo Concilio de Trento llama a la Eucaristía
"antídoto con que nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de
los pecados mortales" [v. 875].
Al invadir por doquiera la peste janseniana, se empezó a discutir sobre las
disposiciones con que había que acercarse a la comunión frecuente y
cotidiana y a porfía las exigieron mayores y más difíciles, como necesarias.
Estas discusiones lograron que muy pocos se tuvieran por dignos de recibir
diariamente la Santísima Eucaristía y sacar de este saludable sacramento más
plenos frutos, contentándose los demás de confortarse con él una vez al año
o cada mes o, a lo sumo, cada semana. Es más, se llegó a tal punto de
severidad, que se excluyó de la frecuentación de la mesa celestial a clases
enteras, como la de los mercaderes y de aquellos que estuviesen unidos por
matrimonio.
... La Santa Sede no faltó en esto a su propio deber [v. 1147 ss y 1313]...
Sin embargo, el veneno janseniano que, bajo apariencia del honor y
reverencia debida a la Eucaristía, había inficionado hasta los ánimos de los
buenos, no se desvaneció totalmente. La cuestión de las disputas sobre las
disposiciones para frecuentar recta y legítimamente la Eucaristía,
sobrevivió a las declaraciones de la Santa Sede, de lo que resultó que
algunos teólogos, aun de buen nombre, pensaron que sólo raras veces y con
muchas cortapisas, se podía permitir a los fieles la comunión diaria.
... Pero Su Santidad, que lleva en el corazón que... el pueblo cristiano sea
invitado con la mayor frecuencia y hasta diariamente al sagrado convite,
encomendó a esta Sacra Congregación examinar y definir la cuestión predicha.
[Del Decreto de la Congregación del Santo Concilio, 16 de diciembre de 1905]
1. La Comunión frecuente y cotidiana... esté permitida a todos los fieles de
Cristo de cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede
impedir, con tal que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa
con recta y piadosa intención.
2. La recta intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa no
lo haga por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la
voluntad de Dios, unirse más estrechamente con Él por la caridad y remediar
las propias flaquezas y defectos con esa divina medicina.
3. Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben frecuente y hasta
diariamente la comunión estén libres de pecados veniales por lo menos de los
plenamente deliberados y de apego a ellos, basta sin embargo que no tengan
culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante...
4. Ha de procurarse que a la sagrada comunión preceda una diligente
preparación y le siga la conveniente acción de gracias, según las fuerzas,
condición y deberes de cada uno.
5.... Debe pedirse consejo al confesor. Procuren, sin embargo, los
confesores, no apartar a nadie de la comunión frecuente o cotidiana, con tal
que se halle en estado de gracia y se acerque con rectitud de intención...
9. Finalmente, después de la promulgación de este Decreto, absténganse todos
los escritores eclesiásticos de cualquier disputa y contienda acerca de las
disposiciones para la comunión frecuente y diaria...
De la ley tridentina de clandestinidad
[Del Decreto de Pío X Provida sapientique, de 18 de enero de 1906]
I. Aun cuando el capítulo Tametsi del Concilio Tridentino [v. 990 ss], no
haya sido con certeza promulgado e introducido en varios lugares, ora por
expresa publicación, ora por legítima observancia; sin embargo, a partir de
la fiesta de Pascua (es decir, desde el 15 de abril) del presente año 1906,
en todo el actual imperio alemán, ha de obligar a todos los católicos, aun a
los que hasta ahora estaban exentos de guardar la forma tridentina, de
suerte que no podrán contraer entre sí matrimonio válido de otro modo que
delante del párroco y dos o tres testigos [cf. 2066 ss].
II. Los matrimonios mixtos que se contraen por católicos con herejes o
cismáticos, están y siguen estando gravemente prohibidos, a no ser que con
justa y grave causa canónica, dadas íntegramente y en forma por ambas partes
las cautelas canónicas, fuere debidamente obtenida por la parte católica
dispensa sobre el impedimento de religión mixta. Estos matrimonios, aun
después de obtenida la dispensa, han de celebrarse absolutamente en faz de
la Iglesia delante del párroco y de dos o tres testigos; de suerte que pecan
gravemente quienes contraen delante del ministro acatólico o sólo ante el
magistrado o de otro cualquier modo clandestino. Es más, si algún católico
pide o admite la cooperación del ministro acatólico para la celebración de
estos matrimonios mixtos, comete otro delito y está sometido a las censuras
canónicas.
Sin embargo, todos los matrimonios mixtos que ya se han contraído o en
adelante (lo que Dios no permita) se contrajeren en cualesquiera provincias
y lugares del Imperio alemán, aun en aquellas que según las decisiones de
las congregaciones romanas han estado hasta ahora ciertamente sometidas a la
fuerza dirimente del capítulo Tametsi, queremos que sean tenidos
absolutamente por válidos y expresamente lo declaramos, definimos y
decretamos, con tal que no obste ningún otro impedimento canónico, ni
hubiere sido dada legítimamente sentencia de nulidad por impedimento de
clandestinidad antes del día de Pascua de este ano y durare hasta ese día el
mutuo consentimiento de los cónyuges.
III. Y para que los jueces eclesiásticos tengan una norma segura, esto mismo
y bajo las mismas condiciones y restricciones declaramos, estatuimos y
decretamos de los matrimonios de los acatólicos, ora herejes, ora
cismáticos, que hasta ahora se hayan contraído o en adelante se contraigan
en esas regiones sin guardar la forma tridentina; de suerte que si uno de
los cónyuges, o los dos se convirtieren a la fe católica o surgiere en el
foro eclesiástico controversia sobre la validez del matrimonio de dos
acatólicos, relacionada con la cuestión de validez del matrimonio contraído
o por contraer por un acatólico, esos matrimonios, ceterir paribus, han de
ser tenidos igualmente por absolutamente válidos...
De la separación de la Iglesia y el Estado
[De la Encíclica Vehementer nos al clero y pueblo de Francia, de 11 de
febrero de 1906]
... Nos, por la suprema autoridad que de Dios tenemos, reprobamos y
condenamos la ley sancionada que separa de la Iglesia a la República
Francesa, y ello por las razones que hemos expuesto: porque con la mayor
injuria ultraja a Dios, de quien solemnemente reniega al declarar por
principio a la República exenta de todo culto religioso; porque viola el
derecho natural y de gentes y la fe pública debida a los pactos; porque se
opone a la constitución divina, a la íntima esencia y a la libertad de la
Iglesia, porque destruye la justicia, conculcando el derecho de propiedad
legítimamente adquirido por muchos títulos y hasta por mutuo acuerdo, porque
ofende gravemente a la dignidad de la Sede Apostólica, a nuestra persona, al
orden de los obispos, al clero y a los católicos franceses. Por lo tanto,
protestamos con toda vehemencia contra la presentación, aprobación y
promulgación de tal ley y atestiguamos que nada hay en ella que tenga valor
para debilitar los derechos de la Iglesia, que no pueden cambiar por ninguna
fuerza ni atropello de los hombres.
De la forma brevísima de la extremaunción
[Del Decreto del santo Oficio, de 25 de abril de 1906]
Decretaron: En caso de verdadera necesidad, basta la forma: Por esta santa
unción, perdónete el Señor cuanto faltaste. Amén.
Sobre la autenticidad mosaica del Pentateuco
[De la Respuesta de la Comisión Bíblica de 27 de junio de 1906]
Duda I: Si los argumentos, acumulados por los críticos para combatir la
autenticidad mosaica de los libros sagrados que se designan con el nombre de
Pentateuco son de tanto peso que, sin tener en cuenta los muchos testimonios
de uno y de otro Testamento considerados en su conjunto, el perpetuo
consentimiento del pueblo judío, la tradición constante de la Iglesia, así
como los indicios internos que se sacan del texto mismo, den derecho a
afirmar que tales libros no tienen a Moisés por autor, sino que fueron
compuestos de fuentes en su mayor parte posteriores a la época mosaica.
Respuesta: Negativamente.
Duda II: Si la autenticidad mosaica del Pentateuco exige necesariamente una
redacción tal de toda la obra que haya de pensarse en absoluto que Moisés lo
escribió todo con todos sus pormenores por su propia mano o lo dictó a sus
amanuenses; o bien, puede permitirse la hipótesis de los que opinan que
Moisés encomendó la escritura de la obra, por él concebida bajo la divina
inspiración, a otro u otros; de suerte, sin embargo, que expresaran
fielmente sus pensamientos, nada escribieran contra su voluntad, nada
omitieran, y que finalmente, la obra así compuesta, aprobada por Moisés su
principal e inspirado autor, se publicara bajo su nombre.
Respuesta: Negativamente a la primera parte; afirmativamente a la segunda.
Duda III: Si puede concederse sin perjuicio de la autenticidad mosaica del
Pentateuco que Moisés, para componer su obra, se valió de fuentes, es decir,
de documentos escritos o de tradiciones orales, de las que, según el
peculiar fin que se había propuesto y bajo el soplo de la inspiración
divina, sacó algunas cosas y las insertó en su obra, ora literalmente, ora
resumidas o ampliadas en cuanto al sentido.
Respuesta: Afirmativamente.
Duda IV: Si puede admitirse, salva la autenticidad mosaica esencial y la
integridad del Pentateuco, que hayan podido introducirse en él algunas
modificaciones, en tan prolongado transcurso de siglos, como: adiciones
después de la muerte de Moisés, o apostillas de un autor inspirado o glosas
y explicaciones insertadas en el texto, ciertos vocablos y formas de la
lengua antigua trasladadas a lenguaje más moderno, en fin, lecciones
mendosas atribuíbles a defecto de los amanuenses, acerca de las cuales es
lícito discutir y juzgar de acuerdo con la crítica.
Respuesta: Afirmativamente, salvo el juicio de la Iglesia.
Errores de los modernistas acerca de la Iglesia, la revelación, Cristo y los
sacramentos
[Del Decreto del Santo Oficio Lamentabili, de 3 de julio de 1907]
1. La ley eclesiástica que manda someter a previa censura los libros que
tratan de las Escrituras divinas, no se extiende a los cultivadores de la
crítica o exégesis científica de los Libros Sagrados del Antiguo y del Nuevo
Testamento.
2, La interpretación que la Iglesia hace de los Libros Sagrados no debe
ciertamente despreciarse; pero está sujeta al más exacto juicio y corrección
de los exegetas.
3. De los juicios y censuras eclesiásticas dadas contra la exégesis libre y
más elevada, puede colegirse que la fe propuesta por la Iglesia contradice a
la historia, y que los dogmas católicos no pueden realmente conciliarse con
los más verídicos orígenes de la religión cristiana.
4. El magisterio de la Iglesia no puede determinar el genuino sentido de las
Sagradas Escrituras, ni siquiera por medio de definiciones dogmáticas.
5. Como quiera que en el depósito de la fe sólo se contienen las verdades
reveladas, no toca a la Iglesia bajo ningún respeto dar juicio sobre las
aserciones de las disciplinas humanas.
6. En la definición de las verdades de tal modo colaboran la Iglesia
discente y la docente, que sólo le queda a la docente sancionar las
opiniones comunes de la discente.
7. Al proscribir los errores, la Iglesia no puede exigir a los fieles
asentimiento interno alguno, con que abracen los juicios por ella
pronunciados.
8. Deben considerarse inmunes de toda culpa los que no estiman en nada las
reprobaciones de la Sagrada Congregación del Indice y demás Congregaciones
romanas.
9. Excesiva simplicidad o ignorancia manifiestan los que creen que Dios es
verdaderamente autor de la Sagrada Escritura.
10. La inspiración de los libros del Antiguo Testamento consiste en que los
escritores israelitas enseñaron las doctrinas religiosas bajo un peculiar
aspecto poco conocido o ignorado por los gentiles.
11. La inspiración divina no se extiende a toda la Sagrada Escritura, de
modo que preserve de todo error a todas y cada una de sus partes.
12. Si el exegeta quiere dedicarse con provecho a los estudios bíblicos,
debe ante todo dar de mano a toda opinión preconcebida sobre el origen
sobrenatural de la Escritura e interpretarla no de otro modo que los demás
documentos puramente humanos.
13. Las parábolas evangélicas, las compusieron artificiosamente los mismos
evangelistas y los cristianos de la segunda y tercera generación, y de este
modo dieron razón del escaso fruto de la predicación de Cristo entre los
judíos.
14. En muchas narraciones, los evangelistas no tanto refirieron lo que es
verdad, cuanto lo que creyeron más provechoso para los lectores, aunque
fuera falso.
15. Los evangelios fueron aumentados con adiciones y correcciones continuas
hasta llegar a un canon definitivo y constituído; en ellos, por ende, no
quedó sino un tenue e incierto vestigio de la doctrina de Cristo.
16. Las narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una
contemplación mística del Evangelio; los discursos contenidos en su
Evangelio son meditaciones teológicas, acerca del misterio de la salud,
destituidas de verdad histórica.
17. El cuarto Evangelio exageró los milagros, no sólo para que aparecieran
más extraordinarios, sino también para que resultaran más aptos para
significar la obra y la gloria del Verbo Encarnado.
18. Juan vindica para sí el carácter de testigo de Cristo; pero en realidad
no es sino testigo eximio de la vida cristiana, o sea, de la vida de Cristo
en la Iglesia al final del siglo I.
19. Los exegetas heterodoxos han expresado el verdadero sentido de las
Escrituras con más fidelidad que los exegetas católicos.
20. La revelación no pudo ser otra cosa que la conciencia adquirida por el
hombre de su relación para con Dios.
21. La revelación que constituye el objeto de la fe católica, no quedó
completa con los Apóstoles.
22. Los dogmas que la Iglesia presenta como revelados, no son verdades
bajadas del cielo, sino una interpretación de hechos religiosos que la mente
humana se elaboró con trabajoso esfuerzo.
23. Puede existir y de hecho existe oposición entre los hechos que se
cuentan en la Sagrada Escritura y los dogmas de la Iglesia que en ellos se
apoyan; de suerte que el crítico puede rechazar, como falsos, hechos que la
Iglesia cree verdaderísimos y certísimos.
24. No se debe desaprobar al exegeta que establece premisas de las que se
sigue que los dogmas son históricamente falsos o dudosos, con tal que
directamente no niegue los dogmas mismos.
25. El asentimiento de la fe estriba en último término en una suma de
probabilidades.
26. Los dogmas de fe deben retenerse solamente según el sentido práctico,
esto es, como norma preceptiva del obrar, mas no como norma de fe.
27. La divinidad de Jesucristo no se prueba por los Evangelios; sino que es
un dogma que la conciencia cristiana dedujo de la noción de Mesías.
28. Al ejercer su ministerio, Jesús no hablaba con el fin de enseñar que ��l
era el Mesías, ni sus milagros se enderezaban a demostrarlo.
29. Es lícito conceder que el Cristo que presenta la historia es muy
inferior al Cristo que es objeto de la fe.
30. En todos los textos del Evangelio, el nombre de Hijo de Dios equivale
solamente al nombre de Mesías; pero en modo alguno significa que Cristo sea
verdadero y natural hijo de Dios.
31. La doctrina sobre Cristo que enseñan Pablo, Juan y los Concilios de
Nicea, Éfeso y Calcedonia, no es la que Jesús enseñó, sino la que sobre
Jesús concibió la conciencia cristiana.
32. El sentido natural de los textos evangélicos no puede conciliarse con lo
que nuestros teólogos enseñan sobre la conciencia y ciencia infalible de
Jesucristo.
33. Es evidente para cualquiera que no se deje llevar de opiniones
preconcebidas que o Jesús profesó el error sobre el próximo advenimiento
mesiánico o que la mayor parte de su doctrina contenida en los Evangelios
sinópticos carece de autenticidad.
34. El crítico no puede conceder a Cristo una ciencia no circunscrita por
limite alguno, si no es sentando la hipótesis, que no puede concebirse
históricamente y que repugna al sentido moral, de que Cristo como hombre
tuvo la ciencia de Dios y que, sin embargo, no quiso comunicar con sus
discípulos ni con la posteridad el conocimiento de tantas cosas.
35. Cristo no tuvo siempre conciencia de su dignidad mesiánica.
36. La resurrección del Salvador no es propiamente un hecho de orden
histórico, sino un hecho de orden meramente sobrenatural, ni demostrado ni
demostrable, que la conciencia cristiana derivó paulatinamente de otros
hechos.
37. La fe en la resurrección de Cristo no versó al principio tanto sobre el
hecho mismo de la resurrección, cuanto sobre la vida inmortal de Cristo en
Dios.
38. La doctrina sobre la muerte expiatoria de Cristo no es evangélica, sino
solamente paulina.
39. Las opiniones sobre el origen de los sacramentos de que estaban imbuidos
los Padres de Trento y que tuvieron sin duda influjo sobre sus cánones
dogmáticos, distan mucho de las que ahora dominan con razón entre quienes
investigan históricamente el cristianismo.
40. Los sacramentos tuvieron su origen del hecho de que los Apóstoles y sus
sucesores, por persuadirles y moverles las circunstancias y acontecimientos,
interpretaron cierta idea e intención de Cristo.
41. Los sacramentos no tienen otro fin que evocar en el alma del hombre la
presencia siempre benéfica del Creador.
42. La comunidad cristiana introdujo la necesidad del bautismo, adoptándolo
como rito necesario y ligando a él las obligaciones de la profesión
cristiana.
43. La costumbre de conferir el bautismo a los niños fue una evolución
disciplinar y constituyó una de las causas por que este sacramento se
dividió en dos: el bautismo y la penitencia.
44. Nada prueba que el rito del sacramento de la confirmación fuera usado
por los Apóstoles, y la distinción formal de dos sacramentos: bautismo y
confirmación, nada tiene que ver con la historia del cristianismo primitivo.
45. No todo lo que Pablo cuenta sobre la institución de la Eucaristía [1
Cor. 11, 23-25], ha de tomarse históricamente.
46. En la primitiva Iglesia no existió el concepto del cristiano pecador
reconciliado por autoridad de la Iglesia, sino que la Iglesia sólo muy
lentamente se fue acostumbrando a este concepto; es más, aún después que la
penitencia fue reconocida como institución de la Iglesia, no se llamaba con
el nombre de sacramento, porque era tenida por sacramento ignominioso.
47. Las palabras de Cristo Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis
los pecados, les son perdonados y a quienes se los retuviereis le son
retenidos [Ioh. 2, 22-23] no se refieren al sacramento de la penitencia, sea
lo que fuere de lo que plugo afirmar a los Padres del Tridentino.
48. Santiago, en su carta [Iac. 5, 14 ss] no intenta promulgar sacramento
alguno de Cristo, sino recomendar alguna piadosa costumbre, y si en esta
costumbre ve tal vez algún medio de gracia, no lo toma con aquel rigor con
que lo tomaron los teólogos que establecieron la noción y el número de los
sacramentos.
49. Cuando la cena cristiana fue tomando poco a poco carácter de acción
litúrgica, los que acostumbraban presidir la cena, adquirieron carácter
sacerdotal.
50. Los ancianos que en las reuniones de los cristianos desempeñaban el
cargo de vigilar, fueron instituidos por los Apóstoles presbíteros u obispos
para atender a la necesaria organización de las crecientes comunidades, pero
no propiamente para perpetuar la misión y potestad apostólica.
51. En la Iglesia, el matrimonio no pudo convertirse en sacramento de la
nueva ley sino muy tardíamente. Efectivamente, para que el matrimonio fuera
tenido por sacramento, era necesario que precediera la plena explicación
teológica de la doctrina de los sacramentos y de la gracia.
52. Fue ajeno a la mente de Cristo constituir la Iglesia como sociedad que
había de durar por una larga serie de siglos sobre la tierra; más bien, en
la mente de Cristo, el reino del cielo estaba a punto de llegar juntamente
con el fin del mundo.
53. La constitución orgánica de la Iglesia no es inmutable, sino que la
sociedad cristiana, lo mismo que la sociedad humana, está sujeta a perpetua
evolución.
54. Los dogmas, los sacramentos y la jerarquía, tanto en su noción como en
su realidad, no son sino interpretaciones y desenvolvimientos de la
inteligencia cristiana que por externos acrecentamientos aumentaron y
perfeccionaron el exiguo germen oculto en el Evangelio.
55. Simón Pedro ni sospechó siquiera jamás que le hubiera sido encomendado
por Cristo el primado de la Iglesia.
56. La Iglesia Romana se convirtió en cabeza de todas las Iglesias no por
ordenación de la divina Providencia, sino por circunstancias meramente
políticas.
57. La Iglesia se muestra hostil al progreso de las ciencias naturales y
teológicas.
58. La verdad no es más inmutable que el hombre mismo, pues se desenvuelve
con él, en él y por él.
59. Cristo no enseñó un cuerpo determinado de doctrina aplicable a todos los
tiempos y a todos los hombres, sino que inició más bien cierto movimiento
religioso, adaptado o para adaptar a los diversos tiempos y lugares.
60. La doctrina cristiana fue en sus comienzos judaica, y por sucesivos
desenvolvimientos se hizo primero paulina, luego joánica y finalmente
helénica y universal.
61. Puede decirse sin paradoja que ningún capitulo de la Escritura, desde el
primero del Génesis, hasta el último del Apocalipsis, contiene doctrina
totalmente idéntica a la que sobre el mismo punto enseña la Iglesia; y por
ende ningún capitulo de la Escritura tiene el mismo sentido para el critico
que para el teólogo.
62. Los principales artículos del Símbolo Apostólico no tenían para los
cristianos de los primeros tiempos la misma significación que tienen para
los cristianos de nuestro tiempo.
63. La Iglesia se muestra incapaz de defender eficazmente la moral
evangélica, pues obstinadamente se apega a doctrinas inmutables que no
pueden conciliarse con los progresos modernos.
64. El progreso de las ciencias demanda que se reformen los conceptos de la
doctrina cristiana sobre Dios, la creación, la revelación, la persona del
Verbo Encarnado y la redención.
65. El catolicismo actual no puede conciliarse don la verdadera ciencia, si
no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en
protestantismo amplio y liberal.
Censura: "Su Santidad aprobó y confirmó el decreto de los Eminentísimos
Padres y mandó que todas y cada una de las proposiciones arriba enumeradas
fueran por todos tenidas como reprobadas y proscritas" (v. 2114).
De los esponsales y del matrimonio
[Del Decreto Ne temere de la Congregación del Santo Concilio, de 2 de agosto
de 1907]
De los esponsales. I. Sólo son tenidos por válidos y surten efectos
canónicos aquellos esponsales que fueren contraidos por medio de escritura
firmada por las partes y por el párroco o el Ordinario del lugar o, por lo
menos, por dos testigos...
Del matrimonio. III. Sólo son válidos aquellos matrimonios que se contraen
delante del párroco o del Ordinario del lugar o sacerdote delegado por uno u
otro y dos testigos por lo menos.
VII. Si hay inminente peligro de muerte, cuando no se pueda tener al párroco
o al Ordinario del lugar u otro sacerdote delegado por uno de ellos, para
mirar por la conciencia, y, si hubiere caso, por la legitimación de la
prole, el matrimonio puede válida y lícitamente contraerse delante de
cualquier sacerdote y dos testigos.
VIII. Si sucediere que en alguna región no puede haberse ni párroco, ni
Ordinario del lugar, ni sacerdote por ellos delegado ante quien se pueda
celebrar el matrimonio, y esa situación se prolongare ya por un mes, el
matrimonio puede lícita y válidamente contraerse emitiendo los esposos el
consentimiento formal delante de dos testigos...
XI, § 1. A las leyes arriba establecidas están obligados todos los
bautizados en la Iglesia Católica y que a ella se hayan convertido de la
herejía y del cisma (aun cuando ora éstos ora aquéllos se hayan apartado
posteriormente de ella), siempre que entre si contraigan esponsales o
matrimonios.
§ 2. Vigen también para los mismos católicos de que se ha hablado arriba, si
contraen esponsales o matrimonios con acatólicos ora bautizados ora no
bautizados aun después de obtenida la dispensa del impedimento de religión
mixta o disparidad de culto; a no ser que para algún lugar o región
particular haya sido estatuido de otro modo por la Santa Sede.
§ 3. Los acatólicos, bautizados o no bautizados, si contraen entre sí, no
están obligados en ninguna parte a guardar la forma católica de los
esponsales y matrimonios.
El presente Decreto ha de tenerse por legítimamente publicado y promulgado
por medio de su transmisión a los ordinarios de lugar; y lo que en él se
dispone tendrá fuerza de ley en todas partes desde la fiesta de Pascua de
resurrección de N.S.J.C. (19 de abril) del próximo año de 1908.
De las falsas doctrinas de los modernistas
[De la Encíclica Pascendi dominici gregis, de 8 de septiembre de 1907]
Como es táctica muy astuta de los modernistas (con este nombre se les llama
con razón vulgarmente) no proponer con orden metódico sus doctrinas ni
formando un todo, sino como esparcidas y separadas entre si, evidentemente
para que se los tenga por vacilantes y como indecisos, cuando por lo
contrario son muy firmes y constantes, es preferible, Venerables Hermanos,
presentar aquí primeramente en un solo cuadro esas doctrinas e indicar la
unión con que entre si se enlazan, para escudriñar luego las causas de los
errores y prescribir los remedios para apartar esa peste... Mas para
proceder ordenadamente en materia tan abstrusa, hay que notar ante todo que
cualquier modernista representa y, como si dijéramos, mezcla en si mismo
varias personas: al filósofo [I], al creyente [II], al teólogo [III], al
historiador [IV], al critico [V], al apologista [VI] y al reformador [VII];
todas ha de distinguirlas una por una el que quiera conocer debidamente su
sistema y ver a fondo los principios y consecuencias de sus doctrinas.
[I] Pues ya, empezando por el filósofo, el fundamento de la filosofía
religiosa lo ponen los modernistas en la doctrina que vulgarmente llaman
agnosticismo. Según éste, la razón humana está absolutamente encerrada en
los fenómenos, es decir, en las cosas que aparecen y en la apariencia en que
aparecen, sin que tenga derecho ni poder para traspasar sus términos. Por
tanto, ni es capaz de levantarse hasta Dios ni puede conocer su existencia
ni aun por las cosas que se ven. De aquí se infiere que Dios no puede en
modo alguno ser directamente objeto de la ciencia; y por lo que a la
historia se refiere, Dios no puede en modo alguno ser considerado como
sujeto histórico. Sentados estos principios, cualquiera puede ver fácilmente
qué queda de la teología natural, qué de los motivos de credibilidad, qué de
la revelación externa. Y es que todo eso lo suprimen los modernistas y lo
relegan al intelectualismo: sistema —dicen— ridículo y de mucho tiempo
muerto. Y no los detiene que semejantes monstruos de errores los haya
clarísimamente condenado la Iglesia, pues el Concilio Vaticano definía así:
Si alguno... [v. 1806 s y 1812].
Ahora, por qué razón pasan los modernistas del agnosticismo, que consiste
sólo en la ignorancia, al ateísmo científico e histórico que, al contrario,
se cifra todo en la negación; por tanto, por qué derecho de raciocinio del
hecho de ignorar si Dios ha intervenido o no en la historia de las gentes
humanas, se da el salto a explicar la misma historia desdeñando totalmente a
Dios, como si realmente no interviniera, compréndalo quien pueda
comprenderlo. No obstante, los modernistas dan por cosa averiguada y firme
que la ciencia debe ser atea y lo mismo la historia, en cuyos dominios no
puede haber lugar más que para los fenómenos, desterrado totalmente Dios y
todo lo divino. Qué se sigue de esta doctrina absurdísima, qué haya de
afirmarse sobre la persona santísima de Cristo, sobre los misterios de su
vida y muerte, su resurrección y ascensión a los cielos, claramente lo
veremos en seguida.
Sin embargo, este agnosticismo, en la enseñanza de los modernistas, ha de
tenerse sólo como parte negativa; la positiva, según dicen, la constituye la
inmanencia vital. El paso de una a otra se realiza así:
La religión, sea natural, sea sobrenatural, como otro hecho cualquiera,
tiene que tener una explicación. Pero borrada la teología natural, cerrado
el paso a la revelación por haber rechazado los argumentos de credibilidad,
más aún, suprimida de todo punto cualquier revelación externa, en vano se
busca fuera del hombre la explicación. Hay que buscarla, pues, dentro del
hombre mismo, y como la religión es cierta forma de vida, se ha de encontrar
necesariamente en la vida del hombre. De ahí la afirmación del principio de
la inmanencia religiosa. Ahora pues, el primer, como si dijéramos,
movimiento de cualquier fenómeno vital, cual ya hemos dicho que es la
religión, hay que derivarlo de alguna indigencia o impulso; y los orígenes,
si hemos de hablar más ceñidamente de la vida, hay que ponerlos en cierto
movimiento del corazón que se llama sentimiento. Por lo cual, como quiera
que el objeto de la religión es Dios, hay que concluir absolutamente que la
fe, principio y fundamento de toda religión, debe colocarse en cierto
sentimiento íntimo que nace de la indigencia de lo divino.
Ahora bien, esta indigencia de lo divino, al no sentirse más que en
determinados y aptos complejos, no puede de suyo pertenecer al ámbito de la
conciencia, y está primeramente oculta por bajo de la conciencia o, como
dicen con palabra tomada a la moderna filosofía, en la subconciencia, donde
está también su raíz oculta e incomprendida. Alguien preguntará tal vez de
qué modo finalmente se convierte en religión esta indigencia de lo divino
que el hombre percibe en si mismo. A esto responden los modernistas: La
ciencia y la historia están limitadas por doble barrera: una externa, que es
el mundo visible, y otra interna, que es la conciencia. Apenas llegan a una
u otra, no pueden pasar adelante; pues más allá de estos limites está lo
incognoscible. Ante este incognoscible, ora esté fuera del hombre y más allá
de la naturaleza visible de las cosas, ora se oculte dentro, en la
subconciencia, la indigencia de lo divino excita un peculiar sentimiento en
el alma inclinada a la religión, sin que preceda juicio alguno de la mente
según los principios del fideísmo; este sentimiento implica en si mismo la
realidad misma divina, ya como objeto, ya como causa íntima de sí mismo, y
une en cierto modo al hombre con Dios. Ahora bien, este sentimiento es el
que los modernistas llaman con el nombre de fe y es para ellos el principio
de la religión.
Pero no termina aquí la filosofía o, mejor dicho, el delirio efectivamente,
en tal sentimiento, no hallan los modernistas solamente la fe sino con la fe
y en la misma fe, tal como ellos la entienden, afirman que tiene lugar la
revelación. A la verdad, ¿qué más hay que pedir para la revelación? ¿Acaso
no llamaremos revelación o por lo menos principio de revelación a ese mismo
sentimiento religioso que aparece en la conciencia y hasta en Dios mismo
que, aunque confusamente, se manifiesta a las almas en ese mismo sentimiento
religioso? Añaden sin embargo: Como Dios es a la vez objeto y causa de la
fe, aquella revelación juntamente versa sobre Dios y viene de Dios; es
decir, que tiene a Dios a la vez por revelante y revelado. De aquí,
venerables Hermanos, la afirmación sobremanera absurda de los modernistas,
según la cual toda religión ha de ser llamada según aspecto diverso al mismo
tiempo natural y sobrenatural. De ahí la confusa significación de conciencia
y revelación. De ahí la ley por la que la conciencia religiosa se erige en
regla universal, que ha de equipararse con la revelación, y a la que todos
tienen que someterse, hasta la suprema potestad de la Iglesia, ora enseñe,
ora estatuya sobre culto y disciplina.
Sin embargo, en todo este proceso, de donde, según los modernistas, nacen la
fe y la revelación, hay que prestar suma atención a un punto de no escasa
importancia ciertamente, por las consecuencias histórico-criticas que ellos
sacan de ahí. Porque el incognoscible de que hablan no se presenta a la fe
como algo desnudo o singular, sino, al contrario, íntimamente unido a algún
fenómeno que, si bien pertenece al campo de la ciencia o de la historia, en
cierto modo, sin embargo, lo traspasa, ora sea este fenómeno un hecho de la
naturaleza que contiene en si algo misterioso, ora sea uno cualquiera de
entre los hombres, cuyo carácter, hechos, palabras, parecen no poder
conciliarse con las leyes ordinarias de la historia. Entonces la fe, atraída
por lo incognoscible, que va unido al fenómeno, abraza al fenómeno mismo
entero y lo penetra en cierto modo de su propia vida. Pero de aquí se siguen
dos consecuencias. Primero, cierta trasfiguración del fenómeno levantándote
por encima de sus verdaderas condiciones, por lo cual se haga materia más
apta para revestirse de la forma de lo divino, que la fe ha de introducir.
Segundo, una desfiguración llamemósla así, del mismo fenómeno, nacida de que
la fe, después de despojarlo de las circunstancias de lugar y tiempo, le
atribuye lo que realmente no tiene; esto sucede principalmente cuando se
trata de fenómenos de tiempo pasado y, tanto más, cuanto más antiguos son.
De este doble capítulo sacan los modernistas otros dos principios que,
unidos al otro que el agnosticismo les ha proporcionado constituyen los
fundamentos de la critica histórica. Aclararemos lo expuesto con un ejemplo
y éste lo vamos a tomar de la persona de Cristo. En la persona de Cristo
—dicen— la ciencia y la historia no descubren más que a un hombre. Luego, en
virtud del primer principio deducido del agnosticismo, hay que borrar de su
historia todo lo que huele a divino. Ahora bien, en virtud de la segunda
regla, la persona histórica de Cristo ha sido trasfigurada por la fe; luego
hay que ir quitando de ella cuanto la levanta por encima de las condiciones
históricas. Por fin, en virtud de la tercera regla, la misma persona de
Cristo ha sido desfigurada por la fe; luego hay que apartar de ella los
discursos, hechos, cuanto, en una palabra, no responde en modo alguno a su
carácter, estado y educación y al lugar y tiempo en que vivió. Maravillosa
manera, por cierto, de raciocinar; pero tal es la crítica de los
modernistas.
En conclusión, el sentimiento religioso que por medio de la inmanencia vital
brota de los escondrijos de la subconciencia es el germen de toda la
religión y juntamente la razón de cuanto ha habido o habrá en cualquier
religión. Rudo, ciertamente, en sus principios y casi informe, ese
sentimiento fue paulatinamente creciendo bajo el influjo de aquel arcano
principio de donde tuvo origen, a par con el progreso de la vida humana, de
la que, como hemos dicho, es una de las formas. He aquí, pues, el origen de
toda religión, aun de la sobrenatural: son, efectivamente todas, mero
desenvolvimiento del sentimiento religioso. Y nadie piense que se va a
exceptuar a la católica, sino que se la pone absolutamente al nivel de las
demás ¡ puesto que no nació de otro modo que por el proceso de la inmanencia
vital en la conciencia de Cristo, hombre de naturaleza privilegiada, cual
jamás le hubo ni le habrá...
[Luego se alega el canon del Concilio Vaticano sobre la revelación: v.
1808].
Hasta aquí, sin embargo, Venerables Hermanos, no hemos visto: Se dé cabida
alguna a la inteligencia. Pero también ésta tiene su parte, según la
doctrina de los modernistas, en el acto de fe. De qué manera, es conveniente
advertirlo. En aquel sentimiento —dicen— tantas veces nombrado, puesto que
es sentimiento y no conocimiento, Dios se presenta ciertamente al hombre,
pero de modo tan confuso y revuelto que apenas o en absoluto se distingue
del sujeto creyente. Es, por consiguiente, necesario ilustrar el mismo
sentimiento con alguna luz para que Dios surja de ahí totalmente y sea
discernido. Tal función corresponde al entendimiento a quien toca pensar y
analizar y por quien el hombre reduce primero a ideas los fenómenos vitales
que en él surgen y los expresa luego por palabras. De ahí la expresión
corriente entre los modernistas de que el hombre religioso tiene que pensar
su fe. La inteligencia, pues, sobreviniendo a aquel sentimiento, se inclina
sobre él y en él trabaja a la manera de un pintor que restaura el dibujo ya
desfigurado, de viejo, de un cuadro, para que resalte nítido: así en efecto,
sobre poco más o menos, explica el caso uno de los maestros del modernismo.
Ahora bien, en asunto de tal naturaleza, la inteligencia trabaja de dos
maneras: primero, por un acto natural y espontáneo, por el que expresa la
cosa con cierta sentencia sencilla y vulgar; segundo, reflexivamente y más a
fondo o, como ellos dicen, elaborando un pensamiento, y expresando lo
pensado por medio de sentencias secundarias, derivadas ciertamente de
aquella primera concepción sencilla, pero más limadas y distintas. Estas
sentencias secundarias, si finalmente fueren sancionadas por el supremo
magisterio de la Iglesia, constituirán los dogmas.
De este modo, pues, hemos llegado en la doctrina de los modernistas a un
punto principal, cual es el origen del dogma y la naturaleza misma del
dogma. El origen, en efecto, del dogma, lo ponen en aquellas fórmulas
sencillas primitivas que bajo cierto aspecto son necesarias a la fe; pues la
revelación, para que realmente lo sea, requiere en la conciencia algún
conocimiento claro de Dios. Sin embargo, el dogma mismo parecen afirmar que
se contiene propiamente en las fórmulas secundarias. Ahora, pues, para
averiguar su naturaleza, hay que averiguar ante todo qué relación existe
entre las fórmulas religiosas y el sentimiento religioso del alma. Y esto lo
entenderá fácilmente quien sepa que tales fórmulas no tienen otro fin que el
de procurar al creyente un modo de darse razón de su fe. Por eso son
intermedias entre el creyente y su fe: por lo que a la fe se refiere son
notas inadecuadas de su objeto, que vulgarmente se llaman símbolos; por lo
que al creyente se refiere, son meros instrumentos. De ahí que por ninguna
razón se puede establecer que contengan la verdad absolutamente; porque en
cuanto símbolos, son imágenes de la verdad y, por tanto, han de acomodarse
al sentimiento religioso, tal como este se refiere al hombre; en cuanto
instrumentos, son vehículos de la verdad y, por lo tanto, han de acomodarse
a su vez al hombre, tal como éste se refiere al sentimiento religioso. Ahora
bien, el sentimiento religioso, como quiera que está contenido en lo
absoluto, tiene infinitos aspectos, de los que ahora puede aparecer uno,
luego otro. Por semejante manera, el hombre creyente, puede hallarse en
diversas situaciones. Luego también las fórmulas que llamamos dogmas tienen
que estar sujetas a las mismas vicisitudes y, consiguientemente, sujetas a
variación. Y así, a la verdad, queda expedito el camino para la íntima
evolución del dogma. Amontonamiento, por cierto, infinito de sofismas, que
arruinan y aniquilan toda religión.
Que el dogma no sólo puede, sino que debe evolucionar y cambiar, no sólo lo
afirman en realidad desenfadadamente los modernistas, sino que es
consecuencia que se sigue evidentemente de sus principios. Porque entre los
puntos principales de la doctrina tienen ellos uno que deducen del principio
de la inmanencia vital y es que las fórmulas religiosas, para que sean
realmente religiosas y no puras elucubraciones del entendimiento, tienen que
ser vitales y vivir la vida misma del sentimiento religioso. Lo cual no ha
de entenderse como si estas fórmulas, sobre todo si son puramente
imaginativas, hubieran sido inventadas para el sentimiento mismo religioso,
pues nada importa en absoluto de su origen ni tampoco de su número o
cualidad, sino en el sentido de que el sentimiento religioso, aun
imponiéndoles, si hace falta, alguna modificación, se las asimile
vitalmente. Es decir, para expresarlo de otro modo, es menester que la
fórmula primitiva sea aceptada por el corazón y que éste la sancione; y que,
igualmente bajo la dirección del corazón, se realice el trabajo por el que
se engendran las fórmulas secundarias. De ahí resulta que, para que estas
fórmulas sean vitales, tienen que ser y permanecer acomodadas a la fe
juntamente y al creyente. Consiguientemente, si por cualquier causa cesa
esta acomodación, pierden aquéllas sus primitivas nociones y necesitan
mudarse. Ahora bien, siendo inestable esta fuerza y fortuna de las fórmulas
dogmáticas, no es de maravillar que los modernistas las hagan objeto de
tanto escarnio y desprecio, mientras por lo contrario de nada hablan, nada
exaltan tanto como el sentimiento religioso y la vida religiosa. De ahí
también que ataquen con extrema audacia a la Iglesia de que anda por camino
extraviado, pues, dicen, no distingue para nada la fuerza moral y religiosa,
de la significación externa de las fórmulas y, adhiriéndose con vano trabajo
y suma tenacidad a fórmulas que carecen de sentido, deja que se diluya la
religión misma. Ciegos y guías de ciegos [Mt. 15, 14] que, hinchados con
soberbio nombre de ciencia, llegan a extremo tal de locura que pervierten la
eterna noción de la verdad y el genuino sentimiento de la religión, con la
introducción de un sistema nuevo en que, por temerario y desenfrenado afán
de novedades, no se busca la verdad donde realmente se halla y, desdeñadas
las santas tradiciones apostólicas, se invocan otras doctrinas vanas,
fútiles e inciertas y que la Iglesia no ha aprobado, sobre las que hombres
de todo en todo vanos se imaginan que se apoya y sostiene la verdad misma.
Esto, Venerables Hermanos, por lo que se refiere al modernista como
filósofo.
[II] Si pasando ahora al creyente, se quiere saber en qué se distingue éste
del filósofo en los modernistas, es menester advertir que, si bien el
filósofo admite la realidad de lo divino como objeto de la fe, esta realidad
él no la encuentra más que en el alma del creyente, en cuanto es objeto del
sentimiento y de la afirmación y, por lo tanto, no traspasa el ámbito de los
fenómenos; ahora, si esa realidad existe en sí misma fuera del sentimiento y
de tal afirmación, es cosa que el filósofo pasa por alto y la descuida. Por
el contrario, para el modernista creyente es cosa cierta y averiguada que la
realidad de lo divino existe realmente en sí misma y no depende en absoluto
del creyente. Y si se les pregunta en qué se funda finalmente esta
afirmación del creyente, responderán: En la experiencia particular de cada
hombre. Afirmación por la que, si es cierto que se apartan de los
racionalistas, vienen por otra parte a dar en la opinión de los protestantes
y pseudomísticos [cf. 273].
Ellos lo explican así: En el sentimiento religioso hay que reconocer cierta
intuición del corazón, por la que el hombre, sin intermedio alguno, alcanza
la realidad de Dios y adquiere tan grande persuasión de la existencia de
Dios y de su acción tanto dentro como fuera del hombre, que aventaja con
mucho a toda persuasión que pueda venir de la ciencia. Ponen, pues, una
verdadera experiencia y ésta superior a cualquier experiencia racional, y si
algunos, como los racionalistas, la niegan, es —afirman los modernistas— que
no quieren ponerse en las condiciones morales que se requieren para que
surja aquella experiencia. Ahora bien, esta experiencia, cuando uno la
adquiere, es la que propia y verdaderamente le hace creyente. ¡Cuán lejos
estamos aquí de las enseñanzas católicas!
Ya vimos [v. 2072] cómo tales quimeras fueron condenadas por el Concilio
Vaticano. Más adelante indicaremos, cómo admitidos estos postulados junto
con los demás errores ya mencionados, queda abierta la puerta al ateísmo.
Advirtamos por de pronto que de esta doctrina de la experiencia, junto con
la otra del simbolismo, se sigue que toda religión, sin exceptuar el
paganismo, ha de tenerse por verdadera. ¿Por qué, en efecto, no han de darse
experiencias semejantes en cualquier religión? Más de uno afirma que se han
dado. ¿Y con qué derecho negarán los modernistas la verdad de la experiencia
que afirma un turco y reclamarán para solos los católicos las experiencias
verdaderas? Pero, en realidad, los modernistas no lo niegan, antes bien,
unos más o menos oscuramente, otros con toda claridad, pretenden que todas
las religiones son verdaderas. Y es, por otra parte, evidente que no pueden
pensar de otra manera. Pues ¿por qué capítulo habrá que atribuir falsedad a
una religión cualquiera según los principios modernistas? Ciertamente, o por
engaño del sentimiento religioso o por ser falsa la fórmula pronunciada por
la inteligencia. Ahora bien, el sentimiento religioso es siempre uno y el
mismo, aunque alguna vez quizá imperfecto, y para que la fórmula del
entendimiento sea verdadera basta que responda al sentimiento religioso v al
hombre creyente, sea lo que fuere de la perspicacia del ingenio de éste. Una
cosa, a lo más, podrían acaso sostener los modernistas, en el conflicto de
las diversas religiones y es que la católica por tener más vida, tiene más
verdad, y que merece mejor el nombre cristiano, por ser la que mejor
responde a los orígenes del cristianismo.
Otro punto hay en este capítulo de la doctrina, totalmente contrario a la
verdad católica. Porque esta teoría de la experiencia Se traslada también a
la tradición que la Iglesia ha afirmado hasta el presente, y totalmente la
destruye. Efectivamente, los modernistas entienden la tradición de modo que
sea cierta comunicación con otros de una experiencia original por medio de
la predicación y con ayuda de la fórmula intelectiva. Por eso, a esta
fórmula, aparte la virtud que llaman representativa, le atribuyen otra
sugestiva, ora para excitar en el que ya cree el sentido religioso tal vez
entorpecido y para restablecer la experiencia otrora habida, ora para
producir en los que aún no creen por vez primera el sentimiento religioso y
la experiencia. De este modo se propaga ampliamente la experiencia religiosa
en los pueblos, no sólo en los que ahora son, por medio de la predicación,
sino también en los por venir, por medio de libros y la trasmisión oral de
unos a otros. Esta comunicación de la experiencia, hay veces que echa raíces
y florece; otra se marchita inmediatamente y muere. Ahora bien, el
florecimiento es para los modernistas argumento de la verdad, como quiera
que toman promiscuamente verdad y vida. De lo que nuevamente será lícito
inferir que todas las religiones que existen son verdaderas, pues de lo
contrario tampoco vivirían.
Llegados aquí, Venerables Hermanos, tenemos sobrados elementos para conocer
cabalmente qué relaciones establecen los modernistas entre la fe y la
ciencia, bajo cuyo nombre comprenden también la historia. Y ante todo hay
que pensar que el objeto de la una es totalmente externo al de la otra y
separado de ella. Porque la fe mira únicamente a aquello que la ciencia
declara serle incognoscible. De ahí, la diversa tarea de cada una: la
ciencia versa sobre los fenómenos en que no hay lugar alguno para la fe; la
fe, por su parte, versa sobre lo divino, que la ciencia de todo punto
ignora. De donde, finalmente, resulta que entre la fe y la ciencia no puede
darse jamás conflicto; pues, como cada una se mantenga en su puesto, no
podrán encontrarse jamás y por ende tampoco contradecirse. Si a esto se
objeta que hay en la naturaleza visible cosas que pertenecen también a la
fe, como la vida humana de Cristo, lo negarán. Porque si bien estas cosas se
cuentan entre los fenómenos; sin embargo, en cuanto están penetrados de la
fe y por la fe fueron trasfigurados y desfigurados del modo que arriba se
dijo [v. 2076], han sido arrebatados del mundo sensible y trasladados a la
materia de lo divino. Por eso, si seguimos preguntando si Cristo realizó
verdaderos milagros y realmente presintió lo por venir, si realmente
resucitó y subió a los cielos, la ciencia agnóstica lo negará, la fe lo
afirmará; pero de aquí no se seguirá contradicción alguna entre una y otra.
Porque uno lo negará como filósofo que habla a filósofos, es decir, que ha
contemplado a Cristo únicamente según su realidad histórica; otro lo
afirmará como creyente que habla con creyentes, mirando la vida de Cristo en
cuanto otra vez es vivida por la fe y en la fe.
Mucho se engañaría, sin embargo, quien pensara que podrá sacar de aquí la
consecuencia de que la fe y la ciencia no han de estar absolutamente
sometidas una a otra. De la ciencia, sí, podrá pensarlo recta y
verdaderamente; pero no de la fe que tiene que estar sometida la ciencia no
ya por uno, sino por triple motivo. Porque en primer lugar hay que advertir
que en cualquier hecho religioso, quitada la realidad divina y la
experiencia que de ella tiene el creyente, todo lo demás y particularmente
las fórmulas religiosas no traspasa en modo alguno el ámbito de los
fenómenos y, por lo tanto, caen bajo el dominio de la ciencia. Puede, si
quiere, el creyente salirse de este mundo; pero mientras viva en el mundo,
no escapará jamas, quiera que no quiera, las leyes, la observación y los
juicios de la ciencia y de la historia. Además, si es cierto que se ha dicho
que Dios es sólo objeto de la fe, eso ha de concederse de la realidad
divina, pero no de la idea de Dios, pues ésta está sometida a la ciencia,
que, filosofando en el orden que llaman lógico, alcanza también cuanto hay
de absoluto e ideal. Por lo cual, la filosofía, esto es, la ciencia, tiene
derecho a conocer acerca de la idea de Dios, moderarla en su
desenvolvimiento y, si algo extraño se le mezclare, corregirlo. De ahí el
axioma de los modernistas de que la evolución religiosa debe conciliarse con
la moral e intelectual, es decir, como lo explica uno de sus maestros, debe
someterse a ellas. Allégase finalmente que el hombre no sufre en sí mismo la
dualidad, por lo que urge al creyente la necesidad íntima de conciliar su fe
con la ciencia de manera que no discrepe de la idea general que la ciencia
ofrece sobre el universo. De este modo, pues, se llega al resultado de que
la ciencia se sienta absolutamente libre de la fe; pero la fe, por mucho que
se pregone ser extraña a la ciencia, tiene que estar sujeta a ésta. Todo lo
cual, Venerables Hermanos, es contrario a lo que Pío IX antecesor nuestro,
enseñaba diciendo: "En las cosas que atañen a la religión, a la filosofía le
toca servir, no mandar; no prescribir lo que hay que creer, sino abrazarlo
con razonable deferencia; no escudriñar la profundidad de los misterios de
Dios, sino reverenciarla piadosa y humildemente". Los modernistas vuelven la
cosa al revés y por eso puede aplicárseles lo que Gregorio IX, también
antecesor nuestro, escribía de ciertos teólogos de su tiempo: Algunos de
vosotros, hinchados como un odre por el espíritu de vanidad, se empeñan en
traspasar con profana novedad los límites puestos por los Padres, inclinando
la inteligencia de la página celeste... a la doctrina filosófica de la
razón, para ostentación de ciencia y no para provecho alguno de los
oyentes... Ellos arrastrados por doctrinas varias y peregrinas, reducen la
cabeza a la cola y obligan a la reina a servir a la esclava.
Esto se pondrá más patentemente de manifiesto a quien observe la manera de
obrar de los modernistas, que responde de todo en todo a sus enseñanzas.
Muchos de sus escritos y dichos parecen, efectivamente, contradictorios, de
suerte que fácilmente se los podría tener por vacilantes y dudosos; sin
embargo, eso lo hacen de propósito y deliberadamente, es decir, de acuerdo
con la idea que profesan sobre la mutua separación de la fe y de la ciencia,
De ahí que en sus libros tropezamos con cosas que un católico puede aprobar
punto por punto; y, pasando página, con otras que diríanse dictadas por un
racionalista. De ahí que escribiendo de historia no mencionan para nada la
divinidad de Jesucristo; predicando, empero, en los templos, la profesan
firmísimamente. Así también, si cuentan la historia, no dan cabida alguna a
los Padres y Concilios; pero si enseñan catecismo, a unas y a otros los
alegan con honor. De ahí también el separar la exégesis teológica pastoral,
de la científica e histórica. Igualmente, partiendo del principio de que la
ciencia no depende para nada de la fe, sin horrorizarse de seguir las
pisadas de Lutero [cf. 769], cuando disertan sobre filosofía, historia y
crítica manifiestan de mil modos su desdén por las enseñanzas católicas por
los Santos Padres, los Concilios ecuménicos y el magisterio de la Iglesia; y
si por ello se los reprende, se quejan de que se les quita la libertad.
Profesando, finalmente, la idea de que la fe ha de someterse a la ciencia, a
cada paso y a cara descubierta censuran a la Iglesia porque con la mayor
obstinación se niega a someter y acomodar sus dogmas a las opiniones de la
filosofía; ellos, por su parte, suprimida para este fin la antigua teología,
pretenden introducir otra nueva que siga dócilmente los delirios de los
filósofos.
[III.] Aquí tenemos ya, Venerables Hermanos, abierto el camino para
contemplar a los modernistas en la arena teológica. Tarea escabrosa, que hay
que resumir brevemente. Trátase ni más ni menos que de conciliar la fe con
la ciencia, y eso no de otro modo que sometiendo la una a la otra. En este
terreno, el teólogo modernista usa de los mismos principios que vimos usaba
el filósofo y los adapta al creyente: nos referimos a los principios de la
inmanencia y del simbolismo. La cosa se logra con la mayor expedición de la
siguiente manera: el filósofo enseña que el principio de la fe es inmanente;
el creyente añade que este principio es Dios; el teólogo concluye: Luego
Dios es inmanente en el hombre. De ahí la inmanencia teológica. Por otra
parte, para el filósofo es cierto que las representaciones del objeto de la
fe son sólo simbólicas; para el creyente es igualmente cierto que el objeto
de la fe es Dios en sí mismo; el teólogo consiguientemente colige que las
representaciones de la realidad divina son simbólicas. De ahí el simbolismo
teológico. Errores ciertamente grandísimos, y cuán perniciosos sean uno y
otro, se hará patente examinando sus consecuencias. Porque, hablando ya del
simbolismo, como quiera que los símbolos son tales respecto del objeto, pero
respecto del creyente son instrumentos, el creyente ha de tener —dicen— ante
todo buen cuidado de no adherirse más de lo debido a la fórmula en cuanto
fórmula, sino que ha de usar de ella únicamente para unirse a la verdad
absoluta que la fórmula descubre y encubre juntamente y que se esfuerza en
expresar sin conseguirlo jamás. Añaden además que tales fórmulas ha de
emplearlas el creyente, tanto cuanto le ayuden, pues para su comodidad han
sido dadas, no para su estorbo; eso sí, sin tocar para nada al honor que por
respeto social se debe a las fórmulas que el público magisterio haya juzgado
aptas para expresar la conciencia común, mientras, se entiende, el mismo
magisterio no mandare otra cosa. Por lo que a la inmanencia se refiere, no
es fácil indicar qué sientan realmente los modernistas, pues no todos son de
la misma opinión. Hay quienes la ponen en que Dios, al obrar, está en el
hombre más que el hombre en sí mismo, lo que, bien entendido, no tiene
motivo de reprensión. Otros en que la acción de Dios es una con la acción de
la naturaleza, y la de la causa primera una con la de ]a causa segunda; lo
cual en realidad destruye el orden sobrenatural. otros lo explican de modo
que ofrecen sospecha de sentido panteístico, cosa que responde mejor al
resto de sus doctrinas.
A este postulado de la inmanencia se añade otro que podemos llamar de la
permanencia divina. Los dos se diferencian entre sí, sobre poco más o menos,
como la experiencia particular y la trasmitida por tradición. Un ejemplo lo
aclarará, y sea tomado de la Iglesia y de los sacramentos. Que la Iglesia
—dicen— y los sacramentos hayan sido instituídos por Cristo mismo, es cosa
que no ha de creerse en modo alguno. Lo prohibe el agnosticismo, el cual no
ve en Cristo más que a un hombre, cuya conciencia religiosa, como la de los
otros hombres, se fue formando poco a poco; lo prohibe la ley de la
inmanencia, que rechaza las que llaman aplicaciones externas; lo prohibe
igualmente la ley de la evolución, que pide, para que los gérmenes se
desenvuelvan, tiempo y una serie de circunstancias sucesivas; lo prohibe, en
fin, la historia, que demuestra cómo fue en realidad el curso de los hechos.
Sin embargo, hay que mantener que la Iglesia y los sacramentos fueron
mediatamente instituídos por Cristo. ¿De qué modo? Los modernistas afirman
que todas las conciencias cristianas estuvieron en cierto modo virtualmente
incluídas en la conciencia de Cristo, como la planta en la semilla; y como
los gérmenes viven la vida de la semilla, hay que decir que los cristianos
todos viven la vida de Cristo. Ahora bien, la vida de Cristo según la fe es
divina; luego también lo es la vida de los cristianos. Si, pues, esta vida
en el decurso de las edades dio principio a la Iglesia y a los sacramentos,
con todo derecho se dirá que este principio viene de Cristo y que es divino.
De modo enteramente semejante establecen que son divinas las Sagradas
Escrituras y divinos los dogmas. A esto, poco más o menos, se reduce la
teología de los modernistas; pequeño caudal, sin duda, pero sobreabundante
para quien sostenga que hay que obedecer siempre a la ciencia, en todo lo
que mandare. La aplicación de todo esto a lo que vamos a decir, cualquiera
la verá fácilmente por sí mismo.
Hasta aquí hemos tocado el origen y naturaleza de la fe. Mas como quiera que
los brotes de la fe son muchos, principalmente la Iglesia, el dogma, las
cosas sagradas y el culto, los Libros que llamamos santos, hay que examinar
qué es lo que los modernistas enseñan sobre estos puntos. Y empezando por el
dogma, ya quedó antes indicado cuál sea su origen y naturaleza [v. 2079 s].
El dogma nace de cierto impulso o necesidad, por la que el creyente trabaja
en sus propios pensamientos, a fin de ilustrar más su conciencia y la de los
otros. Este trabajo se ordena todo a penetrar y pulir la primitiva fórmula
de la inteligencia, no ciertamente en sí misma según su desenvolvimiento
lógico, sino según sus circunstancias o, según ellos dicen con menos
claridad, vitalmente. De ahí resulta, como ya insinuamos [v. 2078], que en
torno a la fórmula primitiva se van formando poco a poco otras secundarias,
que juntándose en un cuerpo o construcción de doctrina, al ser aprobadas por
el magisterio público, como expresión de la conciencia común, se llaman
dogmas. Del dogma hay que separar cuidadosamente las especulaciones de los
teólogos que, por otra parte, si bien no viven la vida del dogma, no son,
sin embargo, del todo inútiles, ora para componer la religión con la ciencia
y deshacer sus conflictos ora para ilustrar desde fuera la religión y
defenderla; otra utilidad quizá tengan también para preparar la materia de
un nuevo dogma futuro. Del culto no habría mucho que decir, si no fuera
porque bajo ese nombre se comprenden también los sacramentos, acerca de los
cuales versan los mayores errores de los modernistas. Del culto afirman que
tiene su origen en un doble impulso o necesidad; pues, como vimos, todo en
su sistema nos dicen que se engendra por íntimos impulsos o necesidades. Una
es la de dar alguna forma sensible a la religión; otra, la de propagarla; lo
que no sería posible sin cierta forma sensible y actos santificantes, que
llamamos sacramentos. Ahora bien, los sacramentos son para los modernistas
meros símbolos o signos, aunque no carentes de eficacia. Para indicar esta
eficacia sí valen del ejemplo de ciertas palabras que vulgarmente se dice
han hecho fortuna, pues tienen la virtud de propagar ciertas ideas poderosas
y que impresionan de modo extraordinario los ánimos. Como esas palabras se
ordenan a dichas ideas, así los sacramentos al sentimiento religioso: nada
más. Por cierto, hablarían más claro si dijeran que los sacramentos han sido
instituídos únicamente para alimentar la fe; pero esto lo condenó el
Concilio de Trento: "Si alguno dijere que estos sacramentos han sido
instituídos para el solo fin de alimentar la fe, sea anatema" [v. 848].
Algo hemos indicado ya sobre la naturaleza y origen de los Libros Sagrados.
Éstos, conforme a los principios de los modernistas, pudieran muy bien
definirse como una colección de experiencias, no de las que a cualquiera le
ocurren a cada paso, sino de las extraordinarias e insignes, que se han dado
en toda religión. Así absolutamente lo enseñan los modernistas sobre
nuestros Libros lo mismo del Antiguo que del Nuevo Testamento. Con miras,
sin embargo, a sus opiniones notan con suma astucia: Aun cuando la
experiencia se refiere al presente, puede no obstante tomar su materia de lo
pasado, lo mismo que de lo por venir, en cuanto el creyente vuelve a vivir
lo pasado al modo de lo presente por medio del recuerdo, o lo por venir, por
anticipación. Y esto explica por qué entre los Libros Sagrados pueden
contarse los históricos y los apocalípticos. Así, pues, Dios habla
ciertamente en estos libros por medio del creyente; pero, como enseña la
teología de los modernistas, sólo habla por la inmanencia y la permanencia
vital. Preguntaremos: ¿Qué se hace entonces de la inspiración? Ésta
—responden—si no es tal vez por su grado de vehemencia, no se distingue en
nada del impulso por el que el creyente se siente movido a comunicar su fe
de palabra o por escrito. Algo semejante tenemos en la inspiración poética
por lo que alguien dijo: "Está Dios en nosotros, y agitados por Él nos
encendemos". De esta inspiración añaden los modernistas que nada hay
absolutamente en los Sagrados Libros que carezca de ella. Al afirmar esto,
pudiera creérselos más ortodoxos que otros modernos que limitan en parte la
inspiración, como por ejemplo, cuando introducen las que se llaman citas
tácitas. Pero aquéllos hablan así sólo de boca y simuladamente. Porque si
juzgamos la Biblia por los principios del agnosticismo, es decir, como obra
humana compuesta por hombres, aunque se le conceda al teólogo el derecho de
proclamarla divina por la inmanencia, ¿cómo puede, en definitiva, coartarse
más la inspiración? Los modernistas afirman realmente la inspiración
universal de los Libros Sagrados; pero en sentido católico, no admiten
ninguna.
Más abundante cosecha nos ofrece lo que la escuela de los modernistas
imagina sobre la Iglesia. Para empezar, sientan que la Iglesia tiene su
origen en una doble necesidad, una que se da en cualquier creyente, en aquel
sobre todo que ha alcanzado alguna experiencia primera y singular, la de
comunicar con otros su fe; otra, una vez que la fe se ha hecho común entre
varios, en la colectividad, para crecer en la sociedad, y conservar,
aumentar y propagar el bien común. ¿Qué es, pues, la Iglesia? La Iglesia es
el parto de la conciencia colectiva, o reunión de las conciencias
individuales, que, en virtud de la permanencia vital, dependen de algún
primer creyente, en caso de los católicos, de Cristo. Ahora bien, toda
sociedad necesita de una autoridad moderadora, cuyo oficio es dirigir a
todos los asociados a un fin común y conservar prudentemente los elementos
de cohesión, que en una asociación religiosa se reducen a la doctrina y al
culto. De aquí una triple autoridad en la Iglesia Católica: disciplinar,
dogmática y cultural. Ahora, la naturaleza de esta autoridad hay que
colegirla de su origen, y de su naturaleza han de derivarse sus derechos y
deberes. En las edades pretéritas, fue vulgar error que la autoridad venía a
la Iglesia desde fuera, es decir, inmediatamente de Dios, por lo que con
razón se la tenía por autocrática. Pero semejante idea está hoy día
envejecida. Al modo que la Iglesia se dice haber emanado de la colectividad
de las conciencias; por igual manera, la autoridad emana vitalmente de la
misma Iglesia. La autoridad, pues, como la Iglesia, nace de la conciencia
religiosa y, por ende, a ella está sujeta; si desprecia esta sujeción, cae
en la tiranía. Ahora bien, vivimos en una época en que el sentido de la
libertad ha alcanzado su más alta cima. En el Estado, la conciencia pública
ha introducido el régimen popular. Mas la conciencia, lo mismo que la vida,
es una en el hombre. Si, pues, no quiere levantar y fomentar en las
conciencias de los hombres una guerra intestina, la autoridad de la Iglesia
tiene el deber de usar de las formas democráticas, tanto más cuanto que, de
no hacerlo, le amenaza la ruina Porque tiene que ser ciertamente un loco
quien imagine que puede jamás darse vuelta atrás en el sentido de la
libertad que hoy está en vigor. Forzado y detenido violentamente, se
derramaría con más ímpetu, arrasando juntamente la Iglesia y la religión.
Todo esto raciocinan los modernistas, cuyos esfuerzos todos se dirigen a
indagar los medios para conciliar la autoridad de la Iglesia con la libertad
de los creyentes.
Pero no sólo dentro de sus domésticas paredes tiene la Iglesia gentes con
quienes es menester que se las entienda amigablemente, sino fuera también.
Porque no es ella sola la que habita el mundo; lo ocupan también otras
asociaciones, con quienes tiene por fuerza que mantener comunicación y
trato. Consiguientemente, hay que determinar también qué derechos, qué
deberes tiene la Iglesia con las sociedades civiles, y no de otro modo hay
que determinarlo, sino por la naturaleza de la Iglesia, tal, se entiende,
como los modernistas nos la han descrito. En este terreno, usan enteramente
de las mismas reglas que arriba se alegaron para las relaciones entre la
ciencia y la fe. Allí se hablaba de objetos; aquí de fines. Así, pues, a la
manera que por razón de su objeto vimos que la fe y la ciencia eran extrañas
una a otra; así la Iglesia y el Estado son extraños entre sí por razón de
los fines que persiguen, temporal éste, y espiritual aquélla. Pudo
ciertamente otras veces someterse lo temporal a lo espiritual; pudo hablarse
de materias mixtas, en que la Iglesia intervenía como reina y señora, pues
se la tenía por instituída directamente por Dios en cuanto es autor del
orden sobrenatural. Pero todo esto se rechaza ya por filósofos e
historiadores. El Estado, consiguientemente, ha de separarse de la Iglesia,
lo mismo que el católico del ciudadano. Por lo tanto, cualquier católico,
por ser también ciudadano, tiene el derecho y el deber de llevar a cabo lo
que juzgue conviene a la autoridad del Estado, despreciando la autoridad de
la Iglesia, sin tener para nada en cuenta sus deseos, consejos y mandatos, y
sin hacer caso alguno de sus reprensiones. Señalar bajo cualquier pretexto a
un ciudadano la línea de conducta, es un abuso de la autoridad eclesiástica
que ha de rechazarse a todo trance. Los principios, Venerables Hermanos, de
donde todo esto dimana, son ciertamente los mismos que solemnemente condenó
nuestro predecesor Pío VI en la Constitución Apostólica Auctorem fidei [cf.
1502 s].
Pero no le basta a la escuela modernista imponer el deber de la separación
de la Iglesia y del Estado. A la manera que la fe, en los elementos que
llaman fenoménicos, tiene que someterse a la ciencia, así, en los asuntos
temporales, la Iglesia tiene que depender del Estado. Esto quizá no lo digan
aún ellos abiertamente; pero la fuerza del razonamiento les fuerza a
admitirlo. Efectivamente, sentado que en lo temporal el único poder es el
del Estado, si se da un creyente que, no contento con los actos íntimos de
la religión, quiere pasar a los externos, por ejemplo, la administración o
recepción de los sacramentos, fuerza será que también éstos caigan bajo el
poder del Estado. ¿Qué será entonces de la autoridad eclesiástica? Como ésta
no se desenvuelve sino por actos externos, tendrá que estar toda entera
sometida al Estado. Forzados por esta consecuencia, muchos protestantes
liberales suprimen todo culto religioso externo y hasta toda asociación
religiosa externa y se empeñan en introducir la que llaman religión
individual. Si los modernistas todavía no llegan descubiertamente hasta tal
extremo, piden entre tanto que la Iglesia espontáneamente se incline hacia
donde ellos la empujan y se adapte a las formas civiles. Esto en cuanto a la
autoridad disciplinar. Porque lo que sienten de la potestad doctrinal y
dogmática es mucho peor y más pernicioso. Sobre el magisterio de la Iglesia
fantasean de este modo. Una asociación religiosa no puede en modo alguno
tener unidad, si no hay una sola conciencia de los asociados y una fórmula
única de que se valgan. Ahora bien, una y otra unidad exige una especie de
inteligencia común, a quien toque hallar y determinar la fórmula que más
exactamente responda a la conciencia común, y esa inteligencia es menester
que tenga suficiente autoridad para imponer a la comunidad la fórmula que
hubiere estatuído. Pues bien, en esta conjunción y como fusión, tanto de la
inteligencia que elige la fórmula como de la potestad que la prescribe,
ponen los modernistas la noción del magisterio eclesiástico. Así, pues, como
en definitiva el magisterio nace de las conciencias individuales y tiene
encomendado su público deber para comodidad de las mismas conciencias,
síguese necesariamente que depende de esas conciencias y debe doblegarse a
las formas populares. Por tanto, prohibir a las conciencias de los
individuos que profesen pública y abiertamente los impulsos que sienten, así
como cerrarle el camino a la crítica para que impulse el dogma hacia sus
necesarias evoluciones, no es uso, sino abuso de una potestad que le fue
encomendada para utilidad. De modo semejante debe guardarse templanza en el
uso mismo de la autoridad. Censurar y prohibir un libro cualquiera sin
conocimiento del autor, sin admitir explicación ni discusión alguna, es
ciertamente cosa que linda con la tiranía. Por lo cual también aquí hay que
hallar un camino medio, a fin de que queden intactos los derechos juntamente
de la autoridad y de la libertad. Entre tanto, el católico ha de obrar de
modo que públicamente se muestre obedientísimo a la autoridad, pero no por
eso deje de seguir su propio genio. En cuanto a la Iglesia en general
prescriben así: Puesto que el fin de la potestad eclesiástica se dirige
únicamente a lo espiritual, hay que quitar todo el aparato externo con que
se muestra adornada con demasiada magnificencia a los ojos de quienes la
contemplan. En lo cual olvidan seguramente una cosa, y es que la religión,
aunque se dirige a las almas, no se encierra únicamente en las almas, y que
el honor que a su potestad se tributa recae sobre Cristo su fundador.
Para terminar toda esta materia acerca de la fe y de sus varios brotes,
réstanos, Venerables Hermanos, que oigamos en último lugar lo que los
modernistas enseñan acerca de su desenvolvimiento. El principio general aquí
es: En una religión que vive, nada hay que no sea variable y que, por ende,
no deba variarse. De aquí pasan a lo que en sus doctrinas es casi lo
principal: la evolución: Consiguientemente, el dogma, la Iglesia, el culto,
los libros que veneramos como santos, y hasta la fe misma, si no queremos
que todo eso se cuente entre lo muerto, tiene que someterse a las leyes de
la evolución. Cosa que no puede parecer maravillosa a quien tenga ante los
ojos lo que de cada uno de esos puntos enseñan los modernistas. Sentada,
pues, la ley de la evolución, el modo como se cumple ésta lo tenemos
descrito por los mismos modernistas. Y, ante todo, en cuanto a la fe. La
primitiva forma de la fe —dicen— fue ruda y común a todos los hombres, como
quiera que nacía de la naturaleza y vida misma de los hombres. La evolución
vital trajo el progreso y éste no porque se agregaran nuevas formas desde
fuera, sino porque el sentimiento religioso fue invadiendo cada vez con más
fuerza la conciencia. Ahora bien, el progreso mismo se cumplió de doble
modo, primero, negativamente, eliminando todo elemento extraño, por ejemplo,
el que viniere de la familia o nación; luego, positivamente, por el
desarrollo intelectual y moral del hombre, que hizo que la noción de lo
divino se tornara más amplia y clara y el sentimiento religioso más
exquisito. Para el progreso de la fe, hay que alegar las mismas causas antes
dichas para explicar su origen; a ellas, no obstante, hay que añadir ciertos
hombres extraordinarios, a los que llamamos profetas, el más grande de los
cuales es Cristo.
Y esto, no sólo porque mostraron en su vida y palabras algo misterioso que
la fe atribuía a la divinidad, sino porque alcanzaron nuevas y antes no
habidas experiencias que respondían a la indigencia religiosa de cada época.
Pero la evolución del dogma nace principalmente de la necesidad de superar
los impedimentos de la fe, de vencer a sus enemigos y de refutar las
contradicciones. Añádase a esto un empeño constante por penetrar mejor los
arcanos que la fe encierra. Así, dejando aparte los demás ejemplos, ha
sucedido con Cristo: lo que en él admitía la fe de divino —fuérase lo que se
fuere— de tal modo se fue paso a paso y gradualmente ampliando, que por fin
fue tenido por Dios. A la evolución del culto contribuye sobre todo la
necesidad de adaptarse a las costumbres y tradiciones de los pueblos, así
como la de gozar de la virtud que el uso o práctica ha prestado a
determinados actos. Finalmente, la causa de la evolución de la Iglesia nace
de su necesidad de adaptarse a las circunstancias históricas y a las formas
de régimen civil públicamente introducidas. Así ellos de cada cosa. Aquí,
empero, antes de seguir adelante, quisiéramos que se notara bien su doctrina
de las necesidades o indigencias (italiano: dei bisogni, como más
expresivamente las llaman); porque, aparte de cuanto hemos ya visto, es como
la base y fundamento del famoso método que llaman histórico.
Insistiendo todavía en la doctrina de la evolución, debe advertirse además
que, si bien las necesidades o indigencias impelen a la evolución, ésta, por
ellas únicamente empujada, traspasarla fácilmente los límites de la
tradición y, por ende, arrancada del primitivo principio vital conduciría
más bien a la ruina que al progreso. De ahí que siguiendo más de lleno la
mente de los modernistas, diremos que la evolución surge del conflicto de
dos fuerzas, de las que una tira hacia el progreso, otra retrae hacia la
conservación. La fuerza conservadora reside en todo su vigor en la Iglesia y
se contiene en la tradición; la ejerce, empero, la autoridad religiosa, y
eso, tanto de derecho, puesto que entra en la naturaleza de la autoridad
salvaguardar la tradición, como de hecho, pues la autoridad, limitada por
los cambios de la vida no se siente nada o apenas nada urgida por los
estímulos que impelen al progreso. Aquí vemos, Venerables Hermanos, cómo
levantó su cabeza una doctrina perniciosísima que furtivamente introduce en
la Iglesia a los laicos, como elementos de progreso. De una especie de
convenio y pacto entre estas dos fuerzas, la conservadora y la progresiva,
es decir, entre la autoridad y las conciencias individuales, nacen los
progresos y los cambios. Porque las conciencias de los individuos, o algunas
de ellas, obran sobre la conciencia colectiva, y ésta sobre los
representantes de la autoridad, obligándoles a pactar y atenerse a lo
pactado. De aquí es fácil entender cómo se maravillan tanto los modernistas,
cuando saben que se los reprende o castiga. Lo que se les echa en cara como
pecado, ellos lo tienen por deber de su conciencia. Nadie conoce mejor que
ellos las necesidades de las conciencias, pues llegan a ellas más de cerca
que no la autoridad eclesiástica. Ellos recogen en sí, pues, como si
dijéramos, todas esas necesidades, y por eso se sienten ligados por el deber
de hablar y escribir públicamente. Repréndalos, si quiere, la autoridad;
ellos se apoyan en la conciencia de su deber y por íntima experiencia saben
que se les deben no reprensiones, sino alabanzas. No se les oculta
ciertamente que no se da progreso sin lucha, ni lucha sin víctimas; sean,
pues, ellos las víctimas como los profetas y Cristo. No por ser maltratados,
miran con malos ojos a la autoridad; de buena gana conceden que ésta cumple
con su deber. Sólo se quejan de que no se les oye para nada; pues de este
modo se retarda el curso de las almas; pero vendrá certísimamente la hora de
romper todas las trabas, pues las leyes de la evolución pueden reprimirse,
pero no totalmente infringirse. Ellos continúan el camino emprendido; ]o
continúan aun después de reprendidos y condenados, cubriendo una audacia
increíble con el velo de una sumisión fingida. Simulan doblar sus cervices;
con la mano empero y el alma prosiguen con más audacia la obra emprendida. Y
así obran a ciencia y conciencia, ora porque opinan que a la autoridad hay
que estimularla, no destruirla, ora porque necesitan permanecer dentro del
recinto de la Iglesia para cambiar insensiblemente la conciencia colectiva;
mas al hablar así, no caen en la cuenta que están confesando serles adversa
la conciencia colectiva y que, por tanto, no tienen derecho a venderse por
sus intérpretes... [Alégase y explícase seguidamente lo que se contiene en
1636, 1703 y 1800]. Pero después que hemos examinado en los secuaces del
modernismo al filósofo, al creyente y al teólogo, réstanos ya ahora mirar
igualmente al historiador, al crítico, al apologista y al reformador.
[IV] Algunos modernistas que se dedican a escribir historia parecen
demostrar cuidado extremo por que no se los tenga por filósofos, antes bien
proclaman hallarse totalmente ayunos de filosofía. Astucia suma, para que
nadie piense que se hallan imbuídos de prejuicios filosóficos y que no son,
por ende, como dicen, absolutamente objetivos. La verdad es, sin embargo,
que su historia o su crítica respira pura filosofía y que lo que ellos
infieren, se deduce de sus principios filosóficos, por exacto raciocinio, lo
que fácilmente resultará patente para quien reflexione. Las tres primeras
reglas o cánones de tales historiadores o críticos, como dijimos, son
aquellos mismos principios que arriba adujimos de los filósofos: el
agnosticismo, el teorema de la trasfiguración de las cosas por la fe, y otro
que nos pareció podía llamarse de la desfiguración. Señalemos ya las
consecuencias de cada uno. En virtud del agnosticismo, la historia, no de
otro modo que la ciencia, únicamente se ocupa en los fenómenos. Luego Dios,
lo mismo que cualquier intervención divina en lo humano, deben relegarse a
la fe, como cosa que pertenece a ella sola. Por tanto, si se presenta algo
que consta de doble elemento, divino y humano, como son Cristo y la Iglesia,
los sacramentos y muchas otras cosas a este tenor, hay que partirlo y
distribuirlo de manera que lo humano se dé a la historia y lo divino a la
fe. De ahí la distinción corriente entre los modernistas del Cristo,
histórico y el Cristo de la fe, la Iglesia de la historia y la Iglesia de la
fe, los sacramentos de la historia y los sacramentos de la fe, y otras cosas
semejantes a cada paso. Luego, ese mismo elemento humano que vemos toma el
historiador para sí, tal como aparece en los monumentos, hay que decir que
ha sido elevado por la fe en fuerza de la trasfiguración más allá de las
condiciones históricas. Es menester, pues, separar nuevamente las adiciones
hechas por la fe y relegarlas a la fe misma y a la historia de la fe; así,
tratándose de Cristo, cuanto sobrepasa la condición de hombre, ora la
natural, tal como la psicología la presenta, ora la que resulta del lugar y
tiempo en que vivió. Además, en virtud del tercer principio de su filosofía,
las cosas mismas que no exceden el ámbito de la historia, las pasan como por
una criba y relegan igualmente a la fe todo lo que, a su juicio, no entra en
la que llaman lógica de los hechos o no se adapta a las personas. Así
quieren que Cristo no dijera nada que parezca sobrepasar la capacidad del
vulgo que le oía. De aquí que de su historia real borran y pasan a la fe
todas las alegorías que ocurren en sus discursos. Se preguntará tal vez en
qué ley se funda tal discernimiento. Se funda en el carácter del hombre, en
]a condición que ocupó en su patria, en su educación, en el complejo de
circunstancias de un hecho cualquiera: en una palabra, si es que lo hemos
comprendido bien, en una norma que, en definitiva, viene a parar en
puramente subjetiva. Es decir, que se esfuerzan en tomar y casi representar
ellos la figura de Cristo y, lo que ellos hubieran hecho en circunstancias
semejantes, eso todo se lo pasan a Cristo. Así, pues, para concluir, a
priori y llevados de determinados principios de filosofía que ciertamente
profesan, pero que afectan ignorar, en la historia que llaman real afirman
que Cristo no fue Dios ni hizo nada divino; como hombre, empero, sólo hizo o
dijo lo que ellos, en relación a los tiempos de Cristo, le conceden hacer o
decir.
[V] Mas como la historia recibe sus conclusiones de la filosofía, así la
crítica las recibe de la historia. El crítico, en efecto, siguiendo los
indicios que le da el historiador divide los monumentos en dos grupos. Lo
que queda después de la triple desmembración ya dicha, lo asigna a la
historia real; lo demás lo relega a la historia de la fe o historia interna.
Estas dos especies de historia las distinguen cuidadosamente; y la historia
de la fe —cosa que queremos se note bien— la oponen a la historia real, en
cuanto es real. De ahí, como ya dijimos, un doble Cristo: uno real, otro que
no existió jamás realmente, sino que pertenece a la fe; uno que vivió en
determinado lugar y en determinada edad, otro que sólo se halla en las pías
imaginaciones de la fe, como es, por ejemplo, el que presenta el Evangelio
de Juan, que ciertamente, todo cuanto es, es especulación.
Pero no termina aquí el dominio de la filosofía sobre la historia.
Distribuídos, como dijimos, en dos grupos los monumentos, se presenta
nuevamente el filósofo con su dogma de la inmanencia vital; y manda que todo
lo que hay en la historia de la Iglesia se ha de explicar por la emanación
vital. Ahora bien, la causa o condición de cualquier emanación vital hay que
ponerla en la necesidad o indigencia; luego también hay que concebir el
hecho después de la necesidad, e históricamente aquél es posterior a ésta.
¿Qué hace entonces el historiador? Escudriñando de nuevo los monumentos, ora
los que se contienen en los Libros Sagrados, ora los que se traen de
dondequiera, traza por ellos un índice de las necesidades particulares,
referentes ya al dogma, ya al culto o a lo demás, que tuvieron unas tras
otras lugar en la Iglesia. El índice compuesto se lo entrega al crítico.
Éste por su parte pone mano sobre los monumentos que se destinan a la
historia de la fe y los va disponiendo por cada edad de la Iglesia de modo
que cada uno responda al índice trazado, con el precepto constantemente en
la memoria que la necesidad antecede al hecho y el hecho a la narración. A
la verdad, puede darse alguna vez el caso, que ciertas partes de la Biblia,
por ejemplo, las Epístolas, son el hecho mismo creado por la necesidad.
Fuere, sin embargo, lo que fuere, es de ley que la edad de un monumento
cualquiera no ha de determinarse de otro modo que por la edad en que cada
una de las necesidades surgieron en la Iglesia. Hay que distinguir además
entre los comienzos de un hecho cualquiera y su desenvolvimiento; puesto que
lo que puede nacer en un día, sólo al correr del tiempo crece. Por esta
razón, los monumentos que ya están distribuídos por edades, tiene el crítico
que partirlos en dos otra vez, separando los que pertenecen a su
desenvolvimiento, y ordenarlos nuevamente por tiempos.
Entra nuevamente el filósofo en escena y manda al historiador que lleve a
cabo sus estudios tal como prescriben los preceptos y leyes de la evolución.
A esto, vuelve el historiador a escudriñar los monumentos, inquiere
curiosamente las circunstancias y condiciones en que se ha encontrado la
Iglesia en cada edad, su fuerza conservadora, las necesidades tanto internas
como externas que la impulsaron al progreso, los impedimentos que se le
opusieron, en una palabra, todo lo que ayude a determinar de qué modo se
cumplieron las leyes de la evolución. Después de esto, finalmente, nos traza
como por rasgos extremos la historia de la evolución o desenvolvimiento.
Viene en ayuda el crítico y acomoda el resto de los documentos. Se pone
manos a la obra y la historia queda terminada. ¿A quién —preguntamos ahora—
hay que atribuir la historia? ¿Al historiador o al crítico? A ninguno de los
dos, ciertamente, sino al filósofo. Todo es aquí apriorismo, y apriorismo
por cierto que está chorreando herejías. Lástima dan, a la verdad, estos
hombres, de quienes diría el Apóstol: Se desvanecieron en sus
pensamientos... diciendo ser sabios, se hicieron necios [Rom. l, 21-22]; nos
irritan, sin embargo, cuando acusan a la Iglesia de que mezcla y dispone los
documentos de manera que hablen a su favor. Es decir, que achacan a la
Iglesia lo que sienten que su conciencia les reprocha a ellos con toda
evidencia.
Ahora bien, de esta distribución y repartición de los monumentos por edades,
se sigue espontáneamente que los Libros Sagrados no pueden atribuirse a los
autores cuyos nombres llevan realmente. Por lo cual, los modernistas no
vacilan en afirmar a cada paso que esos mismos libros, particularmente el
Pentateuco y los tres primeros Evangelios, de una breve narración primitiva,
fueron gradualmente acrecentándose con añadiduras, es decir, con
interpolaciones a modo de interpretación, ora teológica ora alegórica, o
también con inserciones destinadas sólo a unir entre sí las diversas partes.
Sin duda, para decirlo con mayor brevedad y claridad, hay que admitir una
evolución vital de los Libros Sagrados, que nace de la evolución de la fe y
a ella responde. Añaden por otra parte que los rastros de esta evolución son
tan manifiestos que casi puede escribirse su historia. Es más, la escriben
realmente con tanta seguridad, que creyérase han visto con sus ojos a cada
uno de los escritores que en cada edad han puesto mano en la amplificación
de los Libros Sagrados. Para confirmar todo esto, llaman en su auxilio a la
que llaman crítica textual y se empeñan en persuadirnos que este o el otro
hecho o dicho no está en su lugar, o traen otras razones por el estilo.
Diríase realmente que se han preestablecido unos como tipos de narraciones o
discursos y de ahí juzgan con absoluta certeza qué está en su lugar, qué en
el ajeno. Cómo por este método puedan ser aptos para discernirlo, júzguelo
el que quiera. Sin embargo, quien les oiga haciendo afirmaciones sobre sus
trabajos acerca de los Libros Sagrados, trabajos en que tantas
incongruencias se pueden sorprender, tal vez creerá que apenas hombre alguno
hojeó esos libros antes que ellos, como si no los hubiera investigado en
todos sus sentidos una muchedumbre poco menos que infinita de Doctores, muy
superiores a ellos en ingenio, en erudición y en santidad de vida. Estos
Doctores sapientísimos tan lejos estuvieron de reprender bajo ningún
concepto las Escrituras Sagradas, que más bien, cuanto más profundamente las
penetraban, más gracias daban a la Divinidad que se hubiera así dignado
hablar con los hombres. Mas ¡ay! que nuestros Doctores no se inclinaron
sobre los Sagrados Libros con los mismos instrumentos o auxilios de los
modernistas, es decir, que no tuvieron por maestra y guía a una filosofía
que partiera de la negación de Dios ni tampoco se erigieron a sí mismos en
norma de juicio. Pensamos, pues, que queda ya patente cuál sea el método
histórico de los modernistas. Va delante el filósofo, a éste le sigue el
historiador, y por sus pasos contados viene luego la crítica tanto interna
como textual. Y pues compete a la primera causa comunicar su virtud a las
siguientes, es evidente que esta crítica no es una crítica cualquiera, sino
que se llama con razón, agnóstica, inmanentista, evolucionista, y, por
tanto, quien la sigue y de ella se vale, profesa los errores en ella
implícitos y se opone a la doctrina católica. Por eso, pudiera parecer en
sumo grado maravilloso que tal linaje de crítica tenga hoy día tanta
autoridad entre católicos. La cosa tiene doble causa: en primer lugar la
alianza con que historiadores y críticos de este jaez están entre si
estrechísimamente ligados por encima de la variedad de pueblos y diferencia
de religiones; luego la audacia máxima con que exaltan a una voz cuanto
cualquiera de ellos fantasea, y lo atribuyen al progreso científico. Y si
alguno pretende examinar por si mismo el nuevo portento, le acometen en
cerrado escuadrón; si lo niega, le tachan de ignorante; si lo abraza y
defiende, le cubren de alabanzas. De ahí quedan engañados no pocos que si
consideraran más atentamente de qué se trata, se horrorizarían. De este
prepotente dominio de los que yerran, de este incauto asentimiento de almas
ligeras, se engendra una especie de corrupción del ambiente que por todas
partes penetra y difunde la peste.
[VI] Pero pasemos al apologista. También éste depende doblemente del
filósofo entre los modernistas. Primero, indirectamente, tomando por materia
la historia escrita, como hemos visto, al dictado del filósofo; luego,
directamente, tomando de él sus dogmas y juicios. De ahí el precepto
difundido en la escuela de los modernistas sobre que la nueva apologética
tiene que dirimir las controversias sobre la religión por medio de
investigaciones históricas y psicológicas. Por eso, los apologistas
modernistas acometen su obra, advirtiendo a los racionalistas que ellos no
defienden la religión por los Libros Sagrados ni por las historias
vulgarmente empleadas en la Iglesia, escritas por el viejo método; sino por
la historia real, compuesta de acuerdo con los preceptos y método modernos.
Y esto lo aseguran, no como si argumentasen ad hominen, sino porque
realmente piensan que sólo esta historia enseña la verdad. Lo que no
necesitan es afirmar su sinceridad al escribirla: ya son conocidos entre los
racionalistas, ya han sido alabados como soldados que militan bajo la misma
bandera; y de estas alabanzas, que un verdadero católico rechazaría, se
congratulan ellos y las oponen a las reprensiones de la Iglesia. Pues veamos
ya cómo cualquiera de ellos compone la apología. El fin que se propone
conseguir es éste: llevar al hombre que carece todavía de fe a que alcance
aquella experiencia de la fe católica que, según los principios de los
modernistas, es el único fundamento de la fe. Doble camino se abre para
ello: uno objetivo y otro subjetivo. El primero procede del agnosticismo y
se endereza a mostrar que en la religión y particularmente en la católica,
existe aquella fuerza vital que convence a cualquier psicólogo, y también a
cualquier historiador de buena fe, de que en su historia ha de ocultarse
necesariamente algo incógnito. Para esto es menester demostrar que la
religión católica, tal como hoy existe, es absolutamente la misma que fundó
Cristo, o sea, no otra cosa que el progresivo desenvolvimiento del germen
que Cristo sembró. Hay, pues, que determinar ante todo de qué naturaleza sea
ese germen. Es lo que quieren hacer ver con la siguiente fórmula: Cristo
anunció el advenimiento del reino de Dios que había de establecerse muy en
breve, y del que él sería el Mesías, es decir, su autor y organizador dado
por Dios. Después hay que demostrar de qué manera este germen, siempre
inmanente y permanente en la religión católica, se fue desenvolviendo paso a
paso y de acuerdo con la historia, y se adaptó a las sucesivas
circunstancias, tomando de ellas para sí vitalmente cuanto le era útil de
las formas doctrinales, culturales y eclesiásticas, superando entre tanto
los obstáculos que tal vez se le oponían, venciendo a sus adversarios y
sobreviviendo a cualesquiera persecuciones y luchas. Pero después de haber
demostrado que todo esto, es decir, los impedimentos, los adversarios, las
persecuciones, las luchas, y no menos la vida y fecundidad de la Iglesia
fueron tales que, si bien en la historia de la Iglesia aparecen incólumes
las leyes de la evolución, no bastan, en cambio, para explicar dicha
historia plenamente; subsistirá, sin embargo, lo incógnito y se ofrecerá
espontáneamente ante nosotros. Así ellos. Pero, en todo este razonamiento,
una cosa no advierten: que aquella determinación del germen primitivo se
debe únicamente al apriorismo del filósofo agnóstico y evolucionista, y que
el germen mismo está por ellos gratuitamente definido de modo que convenga
con su tesis.
Sin embargo, mientras los apologistas de nuevo cuño trabajan por afirmar y
persuadir la religión católica con los citados argumentos, conceden de buena
gana que hay en ella muchas cosas que chocan a los ánimos. Es más, con mal
disimulado placer van diciendo abiertamente que aun en materia dogmática
hallan ellos errores y contradicciones; pero añaden a renglón seguido que
ello no sólo admite excusa, sino que fue justa y legítimamente introducido:
afirmación, a la verdad, maravillosa. Así también, según ellos, hay en los
Libros Sagrados muchísimas cosas viciadas de error en materia histórica y
científica. Pero no se trata allí —dicen— de ciencias o de historia, sino
sólo de religión y moral. La ciencia y la historia son allí ciertas
envolturas con que se cubren experiencias religiosas y morales, para que más
fácilmente se propagaran entre el vulgo; como éste no había de entenderlo de
otra manera, una ciencia o una historia más perfecta, no le hubiera servido
de utilidad, sino de daño. Por lo demás —añaden— como los Libros Sagrados
son por su naturaleza religiosos, viven necesariamente de la vida; ahora
bien, la vida tiene también su verdad y su lógica, distinta ciertamente de
la verdad y lógica racional y hasta de un orden totalmente distinto, es
decir, la verdad de adaptación y proporción, ora al medio, como ellos dicen,
en que se vive, ora al fin para que se vive. En fin, llegan al extremo de
afirmar sin atenuante alguno, que lo que se desenvuelve por medio de la
vida, es todo verdadero y legítimo. Nosotros, Venerables Hermanos, para
quienes la verdad es una y única y que de los Libros Sagrados juzgamos que,
escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor [v.
1787]; afirmamos que eso equivale a atribuir a Dios mismo una mentira
oficiosa o de utilidad, y con palabras de Agustín decimos: Una vez admitida
en cumbre tan alta de autoridad una mentira oficiosa, no quedará ni la más
pequeña parte de aquellos libros que, si alguien le parece o difícil para
las costumbres o increíble para la fe, no se refiera por esa misma
perniciosísima regla, al propósito y condescendencia del autor que miente.
De donde resultará lo que añade el mismo santo doctor: En ellas (es decir,
en las Escrituras) cada uno creerá lo que quiera y no creerá, lo que no
quiera. Mas los apologistas modernistas prosiguen impávidos. Conceden además
que en los Sagrados Libros ocurren a veces razonamientos para probar alguna
doctrina, que no se rigen por fundamento racional ninguno, como son los que
se apoyan en las profecías. Sin embargo, también defienden esos
razonamientos como una especie de artificio de la predicación que la vida
hace legítimo. ¿Qué más? Consienten y hasta afirman que el mismo Cristo erró
manifiestamente al indicar el tiempo del advenimiento del reino de Dios; lo
cual —dicen— no debe parecer extraño, como quiera que también Él estaba
sujeto a las leyes de la vida. ¿Qué decir después de esto de los dogmas de
la Iglesia? También estos están llenos de manifiestas contradicciones; pero
aparte que éstas son admitidas por la lógica vital no se oponen a la verdad
simbólica, puesto que en ellos se trata del Infinito y éste tiene aspectos
infinitos. En fin, hasta punto tal aprueban y defienden todo esto, que no
vacilan en afirmar que ningún honor más excelente se le puede tributar al
Infinito que afirmar de Él cosas contradictorias. Ahora bien, admitida la
contradicción ¿qué no se admitirá?
Por otra parte, el que todavía no cree, no sólo puede disponerse a la fe con
argumentos objetivos, sino también con subjetivos. Para lo cual los
apologistas modernistas se vuelven a la doctrina de la inmanencia. Se
esfuerzan, efectivamente, en persuadir al hombre que en él mismo y en los
más recónditos pliegues de su naturaleza y de su vida, se oculta el deseo y
la exigencia de alguna religión y no de una religión cualquiera, sino
absolutamente tal cual es la católica; pues dicen que ésta es exigida de
todo punto por el perfecto desenvolvimiento de la vida. Aquí tenemos que
lamentarnos otra vez vehementemente de que no falten entre los católicos
quienes, si bien rechazan la doctrina de la inmanencia como doctrina, se
valen luego de ella para fines apologéticos, y ello lo hacen tan
incautamente que parece admiten en la naturaleza humano no sólo cierta
capacidad y conveniencia para el orden sobrenatural, cosa que demostraron
siempre los apologistas católicos con las oportunas limitaciones; sino una
auténtica y propiamente dicha exigencia. Sin embargo, hablando con rigor,
esta exigencia de la religión católica la introducen los modernistas que
quieren pasar por más moderados; pues los que pudiéramos llamar integrales
quieren demostrar que en el hombre todavía no creyente se halla latente el
mismo germen que hubo en la conciencia de Cristo y por éste fue transmitido
a los hombres. Reconocemos, pues, Venerables Hermanos, que el método
apologético de los modernistas someramente descrito, conviene de todo en
todo con sus doctrinas; método, a la verdad, como también sus doctrinas,
lleno de errores, propio no para edificar, sino para destruir; no para hacer
a otros católicos, sino para arrastrar a los católicos mismos a la herejía y
hasta para destruir de todo punto cualquier religión.
[VII] Réstanos finalmente añadir algo sobre el modernista en cuanto
reformador. Ya lo que hasta aquí hemos dicho pone de manifiesto de cuán
grande y vivo afán innovador están animados estos hombres. Y este afán se
extiende a las cosas todas absolutamente que hay entre los católicos.
Quieren que se innove la filosofía, sobre todo en los sagrados Seminarios,
de suerte que, relegada la escolástica a la historia de la filosofía entre
los demás sistemas que ya están envejecidos, se enseñe a los adolescentes la
filosofía moderna que es la sola verdadera y que responde a nuestra época.
Para innovar la teología, quieren que la que llamamos teología racional
tenga por fundamento la filosofía moderna, y la teología positiva, piden que
se funde sobre todo en la historia de los dogmas. La historia reclaman
también que se escriba según su método y las prescripciones modernas.
Decretan que los dogmas y su evolución se concilien con la ciencia y la
historia. Por lo que a la catequesis se refiere, exigen que en los libros
catequéticos sólo se consignen los dogmas innovados y que estén al alcance
del vulgo. Acerca del culto dicen que deben disminuirse las devociones
exteriores y prohiben que se aumenten; si bien otros, que son más
partidarios del simbolismo, se muestran aquí más indulgentes. El régimen de
la Iglesia gritan que ha de reformarse en todos sus aspectos, sobre todo en
el disciplinar y dogmático; y, por tanto, que ha de conciliarse por dentro y
por fuera con la conciencia moderna que tiende toda a la democracia: hay que
dar, por ende, al clero inferior y a los mismos laicos su parte en el
régimen, y distribuir una autoridad que está demasiado recogida y
centralizada. Quieren igualmente que se cambien las congregaciones romanas,
y ante todo las que se llaman del Santo Oficio y del Indice. Igualmente
pretenden que se varíe la acción del régimen eclesiástico en asuntos
políticos y sociales, para que juntamente se destierre de las ordenaciones
civiles y se adapte, no obstante, a ellas para imbuirlas de su espíritu. En
materia moral, aceptan el principio de los americanistas de que las virtudes
activas han de anteponerse a las pasivas y promover preferentemente su
ejercicio [v. 1967]. Piden que el clero se forme de manera que muestre su
antigua humildad y pobreza y se adapte por pensamiento y obras a los
preceptos o enseñanzas del modernismo. Hay finalmente quienes, dando de muy
buena gana oídos a los maestros protestantes, desean que se suprima en el
sacerdocio el mismo sagrado celibato. ¿Qué dejan, pues, intacto en la
Iglesia, que no haya de ser reformado por ellos y de acuerdo con sus
proclamas?
En toda esta exposición de la doctrina de los modernistas, Venerables
Hermanos, tal vez parezca a alguno que nos hemos detenido demasiado; ello,
sin embargo, era de todo punto necesario, ora para que no nos tacharan, como
suelen, de ignorancia de sus cosas; ora para poner en claro que cuando se
trata del modernismo, no es cuestión de doctrinas vagas, sin nexo alguno
entre ellas, sino de un como cuerpo único y compacto, en que admitido un
principio, todo lo demás se sigue de necesidad. Por eso nos hemos valido de
un método casi didáctico y no hemos alguna vez rehuído los vocablos no
latinos que emplean los modernistas.
Contemplando ahora como en una sola mirada el sistema entero, nadie se
admirará si lo definimos como un conjunto de todas las herejías. A la
verdad, si alguien se propusiera juntar, como si dijéramos el jugo y la
sangre de cuantos errores acerca de la fe han existido, jamás lo hubiera
hecho mejor de como lo han hecho los modernistas. Es más, han llegado éstos
tan lejos que, como ya insinuamos, no sólo han destruído la religión
católica, sino toda religión en absoluto. De ahí los aplausos de los
racionalistas; de ahí que quienes entre éstos hablan más libre y
abiertamente, se felicitan de que no han hallado auxiliares más eficaces que
los modernistas.
Volvamos, en efecto, Venerables Hermanos, por un momento a la perniciosísima
doctrina del agnosticismo. Por ella, sabemos, se le cierra al hombre todo
camino hacia Dios por parte del entendimiento, mientras creen depararse uno
más apto por parte de cierto sentimiento y acción del alma. ¿Pero quién no
ve cuán erróneamente? Porque el sentimiento del alma responde a la acción de
la cosa que el entendimiento o los sentidos externos han propuesto. Quitado
el entendimiento, el hombre seguirá con más fuerza a los sentidos externos,
a los que ya de sí se inclina. Erróneamente además, porque todas las
fantasías sobre el sentimiento religioso no expugnarán el sentido común, y
el sentido común nos enseña que una perturbación o preocupación cualquiera
del ánimo, lejos de ayudarnos a la investigación de la verdad, nos la
impide; de la verdad, decimos, como es en sí misma; porque la otra verdad
subjetiva, fruto del sentimiento y de la acción interna, si se presta
ciertamente al juego, para nada le sirve al hombre en orden a saber lo que
más le interesa: si hay fuera de él mismo o no un Dios en cuyas manos caerá
un día. Cierto que para tamaña obra llaman en su auxilio a la experiencia.
Pero, ¿qué es lo que ésta añade al sentimiento? Nada, si no es hacerlo más
vehemente y que de esta vehemencia resulte proporcionalmente más firme la
persuasión sobre la verdad del objeto. Y ciertamente estas dos cosas no
logran que el sentimiento deje de ser sentimiento, ni cambiar su naturaleza,
expuesta siempre al engaño, si no se rige por el entendimiento; más bien la
confirman y ayudan, pues el sentimiento, cuanto más intenso es, con mayor
derecho es sentimiento.
Mas como aquí tratamos del sentimiento religioso y de la experiencia que en
él se contiene, bien sabéis, Venerables Hermanos, de cuanta prudencia sea
menester en esta materia, y de cuanta ciencia también que rija a la
prudencia misma. Lo sabéis por el trato de las almas, de algunas
señaladamente en que predomina el sentimiento; lo sabéis por vuestra
frecuentación de los libros ascéticos, que, si no merecen estima alguna a
los modernistas, no por ello dejan de ofrecer doctrina mucho más sólida y
más fina sagacidad de observación que la que ellos a sí mismos se arrogan. A
la verdad, cosa de un demente o, por lo menos, de imprudencia suma nos
parece tener, sin averiguación alguna, por verdaderas, experiencias íntimas
del linaje de las que venden los modernistas. Pero si tanta es, digámoslo de
pasada, la fuerza y firmeza de estas experiencias, ¿por qué no se atribuye
la misma a la que millares de católicos afirman tener del extraviado camino
que siguen los modernistas? ¿Sólo ésta es falsa y engañosa? Pero la mayoría
absoluta de los hombres mantiene y mantendrá siempre que, por solo el
sentimiento y la experiencia, sin guía ni luz alguna de la inteligencia, no
se puede jamás llegar a la noticia de Dios. Queda pues de nuevo el ateísmo y
ninguna religión.
Tampoco se prometan mejores consecuencias de la doctrina del simbolismo que
profesan. Porque si cualesquiera elementos intelectuales, como dicen, no son
otra cosa que símbolos de Dios, ¿por qué no ha de serlo el nombre mismo de
Dios o de la personalidad divina? Y si así es, ya puede dudarse de la divina
personalidad y queda abierto el camino para el panteísmo. Al mismo término,
es decir, al puro y descarado panteísmo conduce la otra doctrina sobre la
inmanencia divina. Porque preguntamos: ¿Esta inmanencia distingue a Dios del
hombre o no lo distingue? Si lo distingue, ¿en qué se diferencia entonces de
la doctrina católica y por qué rechaza la doctrina sobre la revelación
externa? Si no lo distingue, tenemos el panteísmo. Es así que esta
inmanencia de los modernistas quiere y admite que todo fenómeno de
conciencia procede del hombre en cuanto es hombre; luego, el legítimo
raciocinio concluye de ahí que Dios es una sola y misma cosa con el hombre:
De ahí el panteísmo.
La distinción, en fin, que pregonan entre la ciencia y la fe, no admite otra
consecuencia. El objeto de la ciencia lo ponen, efectivamente, en la
realidad de lo cognoscible; el de la fe, por lo contrario, en la de lo
incognoscible. Ahora bien, lo incognoscible resulta, en su totalidad, de que
entre la materia propuesta y el entendimiento no hay proporción alguna. Es
así que esta falta de proporción no puede ser eliminada nunca ni aun en la
doctrina de los modernistas; luego lo incognoscible permanecerá
incognoscible lo mismo para el creyente que para el filósofo. Luego si ha de
haber alguna religión, ésta será siempre de la realidad incognoscible; ahora
bien, por qué esta realidad no pueda ser el alma del mundo, como lo admiten
algunos racionalistas, a la verdad que no lo vemos. Pero basta por ahora
esto para que quede sobradamente patente por cuán múltiple camino la
doctrina de los modernistas lleva al ateísmo y a destruir toda religión. A
la verdad, el primer paso por esta senda lo dio el error de los
protestantes; sigue el error de los modernistas y próximamente vendrá el
ateísmo.
[Señaladas finalmente las causas de estos errores —la curiosidad, la
soberbia, la ignorancia de la verdadera filosofía— se dan algunas reglas
para fomentar y ordenar los estudios filosóficos, teológicos y profanos,
sobre la cautela en elegir a los maestros, etc.]