MAGISTERIO DE LA IGLESIA V: Desde San PIO X hasta PIO XI (Denzinger)
Sobre el autor y la verdad histórica del cuarto Evangelio
[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 29 de mayo de 1907]
Duda I. Si por la constante, universal y solemne tradición de la Iglesia que
viene ya del siglo II, como principalmente se deduce: a) de los testimonios
y alusiones de los Santos Padres y escritores eclesiásticos y hasta
heréticos, que por tener que derivarse de discípulos de los Apóstoles o sus
primeros sucesores, se enlazan con nexo necesario a los orígenes del libro;
b) de haberse siempre y en todas partes aceptado el nombre del autor del
cuarto Evangelio en el canon y catálogo de los Libros Sagrados; c) de los
más antiguos manuscritos, códices y versiones a otros idiomas de los mismos
Libros; d) del público uso litúrgico que desde los comienzos de la Iglesia
se extendió por todo el orbe; prescindiendo del argumento teológico, por tan
sólido argumento histórico se demuestra que debe reconocerse por autor del
cuarto Evangelio a Juan Apóstol y no á otro, de suerte que, las razones de
los críticos aducidas en contra, no debilitan en modo alguno esta tradición.
Respuesta: Afirmativamente.
Duda II. Si también las razones internas que se sacan del texto del cuarto
Evangelio, considerado dicho texto separadamente, del testimonio del
escritor y del parentesco manifiesto del mismo Evangelio con la Epístola I
de Juan Apóstol, se ha de considerar que confirman la tradición que atribuye
sin vacilación al mismo Apóstol el cuarto Evangelio. Y si las dificultades
que se toman de la comparación del mismo Evangelio con los otros tres,
pueden racionalmente resolverse, teniendo presente la diversidad de tiempo,
de fin y de oyentes para los cuales o contra los cuales escribió el autor,
como corrientemente las han resuelto los Santos Padres y exegetas católicos.
Respuesta: Afirmativamente a las dos partes.
Duda III. Si, no obstante la práctica que estuvo constantísimamente en vigor
desde los primeros tiempos de la Iglesia universal de argumentar por el
cuarto Evangelio como por documento propiamente histórico; considerando, sin
embargo, la índole peculiar del mismo Evangelio y la intención manifiesta
del autor de ilustrar y vindicar la divinidad de Cristo por los mismos
hechos y discursos del Señor, puede decirse que los hechos narrados en el
cuarto Evangelio están total ó parcialmente inventados con el fin de que
sean alegorías o símbolos doctrinales, y los discursos del Señor no son
propia y verdaderamente discursos del Señor mismo, sino composiciones
teológicas del escritor, aunque puestas en boca del Señor.
Respuesta: Negativamente.
De la autoridad de las sentencias de la Comisión Bíblica
[Del Motu proprio Praestantia Scripturae, de 18 de noviembre de 1907]
... Después de largas deliberaciones sobre las materias y de consultas
diligentísimas, la Pontificia Comisión Bíblica ha emitido felizmente algunas
sentencias, sumamente útiles para promover genuinamente los estudios
bíblicos y dirigirlos por una norma cierta. Pero vemos que no faltan en modo
alguno quienes... no han recibido ni reciben con la debida obediencia tales
sentencias, por más que han sido aprobados por el Sumo Pontífice.
Por eso vemos que ha de declararse y mandarse, como al presente lo
declaramos y expresamente mandamos que todos absolutamente están obligados
por deber de conciencia a someterse a las sentencias de la Pontificia
Comisión Bíblica, ora a las que ya han sido emitidas, ora a las que en
adelante se emitieren, del mismo modo que a los Decretos de las Sagradas
Congregaciones, referentes a cuestiones doctrinales y aprobados por el Sumo
Pontífice; y no pueden evitar la nota de desobediencia y temeridad y, por
ende, no están libres de culpa grave, cuantos de palabra o por escrito
impugnen estas sentencias; y esto aparte del escándalo con que desedifican y
lo demás de que puedan ser culpables delante de Dios, por lo que sobre estas
materias, como suele suceder, digan temeraria y erróneamente.
Además, con el fin de reprimir los espíritus cada día más audaces de los
modernistas que con sofismas y artificios de todo género se empeñan en
quitar fuerza y eficacia no sólo al Decreto Lamentabili sane exitu, que el 3
de julio del presente año publicó por mandato nuestro la S. R. y U.
Inquisición [v. 2001 s], sino también a nuestra Carta Encíclica Pascendi
Dominici gregis, fecha a 8 de septiembre de este mismo año [v. 2071 ss], por
nuestra autoridad apostólica reiteramos y confirmamos tanto el Decreto de la
Congregación de la Sagrada Suprema Inquisición, como dicha Carta Encíclica
nuestra, añadiendo la pena de excomunión contra los contradictores, y
declaramos y decretamos que si alguno, lo que Dios no permita, llegare a
tanta audacia que defendiere cualquiera de las proposiciones, opiniones y
doctrinas reprobadas en uno u otro de los documentos arriba dichos, queda
ipso facto herido por la censura irrogada por el capitulo Docentes de la
Constitución Apostolicae Sedis que es la primera de las excomuniones latae
sententiae, sencillamente reservadas al Romano Pontífice. Esta excomunión ha
de entenderse a reserva de las penas en que puedan incurrir quienes falten
contra los citados documentos como propagadores y defensores de herejías, si
alguna vez sus proposiciones, opiniones o doctrinas son heréticas, cosa que
sucede más de una vez con los enemigos de ese doble documento y, sobre todo,
cuando propugnan los errores de los modernistas, es decir, la reunión de
todas las herejías.
Del carácter y autor del libro de Isaías
[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 29 de junio de 1908]
Duda I. Si puede enseñarse que los vaticinios que se leen en el libro de
Isaías —y a cada paso en las Escrituras— no son profecías propiamente
dichas, sino o narraciones compuestas después del suceso, o, si hay que
reconocer que el profeta anunció algo antes del suceso, lo anunció no por
revelación sobrenatural de Dios conocedor de lo futuro, sino conjeturándolo
de lo que ya antes había acontecido, gracias a cierta sagacidad afortunada y
a la agudeza del ingenio natural.
Resp.: Negativamente.
Duda II. Si la sentencia que afirma que Isaías y demás profetas no
pronunciaron vaticinios sino de lo que había de suceder inmediatamente o no
después de largo espacio de tiempo, puede conciliarse con los vaticinios,
los mesiánicos y escatológicos ante todo, ciertamente pronunciados de lejos
por los mismos profetas así como con la sentencia de los santos Padres que
afirman concordemente haber predicho también los profetas cosas que habían
de cumplirse después de muchos siglos.
Resp.: Negativamente.
Duda III. Si puede admitirse que los profetas, no sólo como correctores de
la maldad humana y pregoneros de la palabra divina para provecho de los
oyentes, sino también como anunciadores de sucesos futuros, constantemente
tenían que dirigirse no a oyentes futuros, sino presentes y contemporáneos
suyos, de modo que pudieran ser plenamente entendidos por ellos; por tanto,
que la segunda parte del Libro de Isaías (cap. 40-46), en que el profeta no
se dirige y consuela a los judíos contemporáneos de Isaías, sino a los
judíos que lloran en el destierro de Babilonia como si viviera entre ellos,
no puede tener por autor al mismo Isaías, de tanto tiempo atrás muerto, sino
que se debe atribuir a algún profeta desconocido que viviera entre los
desterrados.
Resp.: Negativamente.
Duda IV. Si para impugnar la identidad de autor del libro: de Isaías ha de
considerarse de tal fuerza el argumento filológico tomado de la lengua y
estilo que obligue a un hombre serio y diestro en la crítica y en la lengua
hebrea, a reconocer en dicho libro pluralidad de autores.
Resp.: Negativamente.
Duda V. Si hay sólidos argumentos, aun tomados cumulativamente, para
demostrar victoriosamente que el libro de Isaías no se ha de atribuir a un
solo autor, sino a dos y hasta más de dos autores.
Resp.: Negativamente.
De la relación entre la filosofía y la teología
[De la Encíclica Communium rerum, de 21 de abril de 1909]
... El principal oficio, pues, de la filosofía es poner en claro la sumisión
racional de nuestra fe [Rom. 12, 1], y, consiguientemente, el deber de
prestarla a la autoridad divina que nos propone misterios altísimos, los
cuales, atestiguados por muchísimos indicios de verdad, se han hecho
sobremanera creíbles [Ps. 92, 5]. Muy distinto de éste es el oficio de la
teología que se apoya en la divina revelación, y hace más sólidos en la fe a
quienes confiesan gozarse en el honor del nombre cristiano. Ningún
cristiano, en efecto, debe disputar cómo no es lo que la Iglesia Católica
cree con el corazón y confiesa con la boca; sino manteniendo siempre
indubitablemente la misma fe y amándola y viviendo conforme a ella, buscar
humildemente, en cuanto pueda, la razón de cómo es. Si logra entender, dé
gracias a Dios; si no puede, no saque sus cuernos para impugnar [1 Mac. 7,
46], sino baje su cabeza para venerar.
Del carácter histórico de los primeros capítulos del Génesis
[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 30 de junio de 1909]
Duda I. Si se apoyan en sólido fundamento los varios sistemas exegéticos que
se han excogitado y con apariencia de ciencia propugnado para excluir el
sentido literal de los tres primeros capítulos del libro del Génesis.
Resp.: Negativamente.
Duda II. Si, no obstante el carácter y forma histórica del libro del
Génesis, el peculiar nexo de los tres primeros capítulos entre sí y con los
capítulos siguientes, el múltiple testimonio de las Escrituras tanto del
Antiguo como del Nuevo Testamento, el sentir casi unánime de los santos
Padres y el sentido tradicional que, trasmitido ya por el pueblo de Israel,
ha mantenido siempre la Iglesia, puede enseñarse que: los tres predichos
capítulos del Génesis contienen, no narraciones de cosas realmente
sucedidas, es decir, que respondan a la realidad objetiva y a la verdad
histórica; sino fábulas tomadas de mitologías y cosmogonías de los pueblos
antiguos, y acomodadas por el autor sagrado a la doctrina monoteística, una
vez expurgadas de todo error de politeísmo; o bien alegorías y símbolos,
destituidos de fundamento de realidad objetiva, bajo apariencia de historia,
propuestos para inculcar las verdades religiosas y filosóficas; o en fin
leyendas, en parte históricas, en parte ficticias, libremente compuestas
para instrucción o edificación de las almas.
Resp.: Negativamente.
Duda III. Si puede especialmente ponerse en duda el sentido literal
histórico donde se trata de hechos narrados en los mismos capítulos que
tocan a los fundamentos de la religión cristiana, como son, entre otros, la
creación de todas las cosas hechas por Dios al principio del tiempo; la
peculiar creación del hombre; la formación de la primera mujer del primer
hombre; la unidad del linaje humano; la felicidad original de los primeros
padres en el estado de justicia, integridad e inmortalidad; el mandamiento,
impuesto por Dios al hombre, para probar su obediencia; la transgresión, por
persuasión del diablo, bajo especie de serpiente, del mandamiento divino; la
pérdida por nuestros primeros padres del primitivo estado de inocencia, así
como la promesa del Reparador futuro.
Resp.: Negativamente.
Duda IV. Si en la interpretación de aquellos lugares de estos capítulos que
los Padres y Doctores entendieron de modo diverso, sin enseñar nada cierto y
definido, sea licito a cada uno seguir y defender la sentencia que
prudentemente aprobare, salvo el juicio de la Iglesia y guardada la analogía
de la fe.
Resp.: Afirmativamente.
Duda V. Si todas y cada una de las cosas, es decir, las palabras y frases
que ocurren en los capítulos predichos han de tomarse siempre y
necesariamente en sentido propio, de suerte que no sea licito apartarse
nunca de él, aun cuando las locuciones mismas aparezcan como usadas
impropiamente, o sea, metafórica o antropomórficamente, y la razón prohiba
mantener o la necesidad obligue a dejar el sentido propio.
Resp.: Negativamente.
Duda VI. Si, presupuesto el sentido literal e histórico, puede sabia y
útilmente emplearse la interpretación alegórica y profética de algunos
pasajes de los mismos capítulos, siguiendo el brillante ejemplo de los
Santos Padres y de la misma Iglesia.
Resp.: Afirmativamente.
Duda VII. Si dado el caso que no fue la intención del autor sagrado, al
escribir el primer capitulo del Génesis, enseñar de modo científico la
intima constitución de las cosas visibles y el orden completo de la
creación, sino dar más bien a su nación una noticia popular acomodada a los
sentidos y a la capacidad de los hombres, tal como era uso en el lenguaje
común del tiempo, ha de buscarse en la interpretación de estas cosas
exactamente y siempre el rigor de la lengua científica.
Resp.: Negativamente.
Duda VIII. Si en la denominación y distinción de los seis días de que se
habla en el capítulo I del Génesis se puede tomar la voz Yôm (día) ora en
sentido propio, como un día natural, ora en sentido impropio, como un
espacio indeterminado de tiempo, y si es licito discutir libremente sobre
esta cuestión entre los exegetas.
Resp.: Afirmativamente.
De los autores y tiempo de composición de los Salmos
[Respuestas de la comisión Bíblica, de 1 de mayo de 1910]
Duda I. Si las denominaciones de salmos de David, Himnos de David, Libro de
los salmos de David, Salterio davídico, usadas en las antiguas colecciones y
en los Concilios mismos para designar el Libro de ciento cincuenta salmos
del Antiguo Testamento; como también la sentencia de varios Padres que
sostuvieron que todos los salmos absolutamente habían de atribuirse a David
solo, tengan tanta fuerza que haya de tenerse a David por autor único de
todo el Salterio.
Resp.: Negativamente.
Duda II. Si de la concordancia del texto hebreo con el texto griego
alejandrino y con otras viejas versiones se puede con razón argüir que los
títulos de los salmos puestos al frente del texto hebreo son más antiguos
que la llamada versión de los LXX; y que, por lo tanto, derivan si no
directamente de los autores mismos de los salmos, si por lo menos de la
antigua tradición judaica.
Resp.: Afirmativamente.
Duda III. Si los predichos títulos de los salmos, testigos de la tradición
judaica, pueden ponerse prudentemente en duda, cuando no haya razón alguna
grave en contra de su genuinidad.
Resp.: Negativamente.
Duda IV. Si teniendo en cuenta los frecuentes testimonios de la Sagrada
Escritura sobre la natural pericia de David, ilustrada por carisma del
Espíritu Santo, en componer cantos religiosos, las instituciones por él
fundadas para el canto litúrgico de los salmos, las atribuciones a él de
salmos hechas ora en el Antiguo, ora en el Nuevo Testamento, ora en los
títulos, que de antiguo están antepuestos a los salmos, aparte del
consentimiento de los judíos, de los Padres y Doctores de la Iglesia, puede
prudentemente negarse ser David el autor principal de los cantos del
salterio o afirmarse, por lo contrario, que sólo unos pocos salmos han de
atribuirse al regio cantor.
Resp.: Negativamente a las dos partes.
Duda V. Si puede especialmente negarse el origen davídico de aquellos salmos
que en el Antiguo o en el Nuevo Testamento se citan expresamente con el
nombre de David, entre los que hay que contar sobre todo el salmo 2 Quare
fremuerunt gentes; el salmo 15 Conserva me, Domine; el salmo 17 Diligam te,
Domine, fortitudo mea; el salmo 31 Beati, guorum remissae sunt iniquitates;
el salmo 68 Salvum me fac, Deus; el salmo 109 Dixit Dominus Domino meo?.
Resp.: Negativamente.
Duda VI. Si puede admitirse la sentencia de aquellos que sostienen que entre
los salmos del salterio hay algunos de David o de otros autores que por
razones litúrgicas o musicales, por la somnolencia de los amanuenses o por
otras no descubiertas causas han sido divididos en varios o juntados en uno;
igualmente, que hay otros salmos, como el Miserere mei, Deus, que para
adaptarlos mejor a las circunstancias históricas o a las solemnidades del
pueblo judaico, han sido levemente retocados o modificados con la
sustracción o adición de algún que otro versículo, salva, sin embargo, la
inspiración de todo el texto sagrado.
Resp.: Afirmativamente a las dos partes
Duda VII. Si puede sostenerse con probabilidad la sentencia de aquellos de
entre los escritores modernos que, apoyados sólo en indicios internos o en
una interpretación menos recta del texto sagrado, se han esforzado en
demostrar que no pocos salmos fueron compuestos después de la época de
Esdras y Nehemías y hasta en tiempo de los ¿Macabeos.
Resp.: Negativamente.
Duda VIII. Si por el múltiple testimonio de los Libros Sagrados del Nuevo
Testamento y el unánime sentir de los Padres, de acuerdo también con los
escritores de la nación judaica, han de reconocerse varios salmos proféticos
y mesiánicos que han vaticinado la venida, reino, sacerdocio, pasión, muerte
y resurrección del Libertador futuro; y que, por ende, debe ser totalmente
rechazada la sentencia de los que pervirtiendo la índole profética y
mesiánica de los salmos limitan esos mismos oráculos sobre Cristo a anunciar
sólo el futuro destino del pueblo elegido.
Resp.: Afirmativamente a las dos partes.
De la edad de los que han de ser admitidos a la primera Comunión Eucarística
[Del Decreto Quam singulari, de la congr. de Sacramentos,de 8 de agosto de
1910]
I. La edad de discreción, tanto para la confesión como para la comunión, es
aquella en que el niño empieza a razonar, es decir, hacia los siete años,
bien sea más, bien sea también menos. Desde este tiempo empieza la
obligación de satisfacer a uno y a otro mandamiento de la confesión y
comunión [v. 437].
II. Para la primera confesión y primera comunión, no es necesario un
conocimiento pleno y cabal de la doctrina cristiana. El niño, sin embargo,
deberá luego aprender gradualmente todo el catecismo, según la medida de su
inteligencia.
III El conocimiento de la religión que se requiere en el niño para
prepararse convenientemente a la primera comunión, es aquel en que perciba,
según su capacidad, los misterios de la fe necesarios con necesidad de medio
y distinga el pan eucarístico del pan corporal y común, para que se acerque
a la Eucaristía can la devoción que su edad permite.
IV. La obligación del precepto de la confesión y comunión: que grava al
niño, recae principalmente sobre aquellos que deben tener cuidado de él,
esto es, sobre sus padres, confesor, educadores y párroco. Sin embargo, al
padre o a quienes hagan sus veces, y al confesor, les toca, según el
Catecismo Romano, admitir al niño a la primera comunión.
V. Una o varias veces al año, procuren los párrocos anunciar y celebrar
comunión general de los niños y admitan a ella no sólo a los noveles sino
también a los otros que, con consentimiento de los padres y del confesor,
como antes se ha dicho, participaron ya por vez primera del sacramento del
altar. Para unos y otros, han de preceder algunos días de instrucción y de
preparación.
VI. Los que tienen cuidado de los niños han de procurar con todo empeño que
después de la primera comunión los mismos niños se acerquen con frecuencia a
la sagrada mesa y, a ser posible, hasta diariamente, como lo desean Cristo
Jesús y la madre Iglesia [v 1891 ss], y que lo hagan con aquella devoción
que permite su edad. Recuerden también quienes están a su cuidado el
gravísimo deber que les obliga a procurar que los niños continúen asistiendo
a las públicas instrucciones de la catequesis, o de suplir de otro modo su
instrucción religiosa.
VII. La costumbre de no admitir los niños a la confesión o de no absolverlos
nunca, una vez que han llegado al uso de la razón, es totalmente reprobable.
Por eso los Ordinarios de lugar procurarán que de todo en todo se suprima,
hasta empleando los remedios de derecho.
VIII. Es absolutamente detestable el abuso de no administrar el viático y la
extremaunción a los niños después del uso de la razón y enterrarlos por el
rito de los párvulos. Los Ordinarios de lugar han de castigar severamente a
quienes no se aparten de esta costumbre.
Juramento contra los errores del modernismo
[Del Motu proprio Sacrorum Antistitum de 1º de septiembre de 1910]
Yo... abrazo y acepto firmemente todas y cada una de las cosas que han sido
definidas, afirmadas y declaradas por el magisterio inerrante de la Iglesia,
principalmente aquellos puntos de doctrina que directamente se oponen a los
errores de la época presente. Y en primer lugar: profeso que Dios, principio
y fin de todas las cosas, puede ser ciertamente conocido y, por tanto,
también demostrado, como la causa por sus efectos, por la luz natural de la
razón mediante las cosas que han sido hechas [cf. Rom. 1, 20], es decir, por
las obras visibles de la creación. En segundo lugar: admito y reconozco como
signos certísimos del origen divino de la religión cristiana los argumentos
externos de la revelación, esto es, hechos divinos, y en primer término, los
milagros y las profecías, y sostengo que son sobremanera acomodados a la
inteligencia de todas las edades y de los hombres, aun los de este tiempo.
En tercer lugar: creo igualmente con fe firme que la Iglesia, guardiana y
maestra de la palabra revelada, fue próxima y directamente instituida por el
mismo, verdadero e histórico, Cristo, mientras vivía entre nosotros, y que
fue edificada sobre Pedro, principe de la jerarquía apostólica, y sus
sucesores para siempre. Cuarto: acepto sinceramente la doctrina de la fe
trasmitida hasta nosotros desde los Apóstoles por medio de los Padres
ortodoxos siempre en el mismo sentido y en la misma sentencia; y por tanto,
de todo punto rechazo la invención herética de la evolución de los dogmas,
que pasarían de un sentido a otro diverso del que primero mantuvo la
Iglesia; igualmente condeno todo error, por el que al depósito divino,
entregado a la Esposa de Cristo y que por ella ha de ser fielmente
custodiado, sustituye un invento filosófico o una creación de la conciencia
humana, lentamente formada por el esfuerzo de los hombres y que en adelante
ha de perfeccionarse por progreso indefinido. Quinto: Sostengo con toda
certeza y sinceramente profeso que la fe no es un sentimiento ciego de la
religión que brota de los escondrijos de la subconciencia, bajo presión del
corazón y la inclinación de la voluntad formada moralmente, sino un
verdadero asentimiento del entendimiento a la verdad recibida de fuera por
oído, por el que creemos ser verdaderas las cosas que han sido dichas,
atestiguadas y reveladas por el Dios personal, creador y Señor nuestro, y lo
creemos por la autoridad de Dios, sumamente veraz.
También me someto con la debida reverencia y de todo corazón me adhiero a
las condenaciones, declaraciones y prescripciones todas que se contienen en
la Carta Encíclica Pascendi [v. 2071] y en el Decreto Lamentabili,
particularmente en lo relativo a la que llaman historia de los dogmas.
Asimismo repruebo el error de los que afirman que la fe propuesta por la
Iglesia puede repugnar a la historia, y que los dogmas católicos en el
sentido en que ahora son entendidos, no pueden conciliarse con los más
exactos orígenes de la religión cristiana. Condeno y rechazo también la
sentencia de aquellos que dicen que el cristiano erudito se reviste de doble
personalidad, una de creyente y otra de historiador, como si fuera licito al
historiador sostener lo que contradice a la fe del creyente, o sentar
premisas de las que se siga que los dogmas son falsos y dudosos, con tal de
que éstos no se nieguen directamente. Repruebo igualmente el método de
juzgar e interpretar la Sagrada Escritura que, sin tener en cuenta la
tradición de la Iglesia, la analogía de la fe y las normas de la Sede
Apostólica, sigue los delirios de los racionalistas y abraza no menos libre
que temerariamente la crítica del texto como regla única y suprema. Rechazo
además la sentencia de aquellos que sostienen que quien enseña la historia
de la teología o escribe sobre esas materias, tiene que dejar antes a un
lado la opinión preconcebida, ora sobre el origen sobrenatural de la
tradición católica, ora sobre la promesa divina de una ayuda para la
conservación perenne de cada una de las verdades reveladas, y que además los
escritos de cada uno de los Padres han de interpretarse por los solos
principios de la ciencia, excluida toda autoridad sagrada, y con aquella
libertad de juicio con que suelen investigarse cualesquiera monumentos
profanos. De manera general, finalmente, me profeso totalmente ajeno al
error por el que los modernistas sostienen que en la sagrada tradición no
hay nada divino, o, lo que es mucho peor, lo admiten en sentido panteístico,
de suerte que ya no quede sino el hecho escueto y sencillo, que ha de
ponerse al nivel de los hechos comunes de la historia, a saber: unos hombres
que por su industria, ingenio y diligencia continúan en las edades
siguientes la escuela comenzada por Cristo y sus Apóstoles. Por tanto,
mantengo firmísimamente la fe de los Padres y la mantendré hasta el postrer
aliento de mi vida sobre el carisma cierto de la verdad, que está, estuvo y
estará siempre en la sucesión del episcopado desde los Apóstoles; no para
que se mantenga lo que mejor y más apto pueda parecer conforme a la cultura
de cada edad, sino para que nunca se crea de otro modo, nunca de otro modo
se entienda la verdad absoluta e inmutable predicada desde el principio por
los Apóstoles.
Todo esto prometo que lo he de guardar íntegra y sinceramente y custodiar
inviolablemente sin apartarme nunca de ello, ni enseñando ni de otro modo
cualquiera de palabra o por escrito. Así lo prometo, así lo juro, así me
ayude Dios...
Acerca de algunos errores te los orientales
[De la Carta Ex quo a los arzobispos delegados apostólicos de Bizancio, en
Grech, en Egipto, en Mesopotamia, en Persia, en Siria y en las Indias
orientales, de 26 de diciembre de 1910]
No menos temeraria que falsamente se da entrada a esta opinión: que el dogma
de la procesión del Espíritu Santo por parte del Hijo no dimana en modo
alguno de las palabras mismas del Evangelio ni se prueba por la fe de los
antiguos Padres; —igualmente con la mayor imprudencia se pone en duda si los
sagrados dogmas del purgatorio y de la Inmaculada Concepción de la
Bienaventurada Virgen María fueron conocidos por los santos varones de los
primeros siglos;— ... sobre la constitución de la Iglesia... en primer lugar
se renueva el error tiempo ha condenado por nuestro predecesor Inocencio X
[v. 1091], por el que se persuade se tenga a San Pablo como hermano
totalmente igual a San Pedro; —luego con no menor falsedad se introduce la
persuasión de que la Iglesia Católica no fue en los primeros siglos mando de
uno solo, es decir, monarquía, o que el primado de la Iglesia Romana no se
apoya en ningún argumento válido.— Mas ni siquiera... queda intacta la
doctrina católica sobre el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, al
enseñarse audazmente poderse aceptar la sentencia que defiende que entre los
griegos las palabras de la consagración no surten efecto sino después de
pronunciada la oración que llaman epiclesis, cuando, por lo contrario, es
cosa averiguada que a la Iglesia no le compete derecho alguno de innovar
nada acerca de la sustancia misma de los sacramentos, y no es menos
disonante que haya de tenerse por válida la confirmación conferida por
cualquier presbítero.
Estas opiniones están notadas como "errores graves".
Del autor, del tiempo de composición y de la verdad histórica del Evangelio
según San Mateo
[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 18 de junio de 1911]
1. Si atendiendo el universal y constante consentimiento de la Iglesia ya
desde los primeros siglos, que luminosamente muestran los expresos
testimonios de los Padres, los títulos de los códices de los Evangelios, las
versiones, aun las más antiguas, de los Sagrados Libros y los catálogos
trasmitidos por los Santos Padres, por los escritores eclesiásticos, por los
Sumos Pontífices y por los Concilios, y finalmente el uso litúrgico de la
Iglesia oriental y occidental, puede y debe afirmarse con certeza que Mateo,
Apóstol de Cristo, es realmente el autor del Evangelio publicado bajo su
nombre.
Resp.: Afirmativamente.
II. Si ha de considerarse como suficientemente apoyada en la tradición la
sentencia que sostiene que Mateo precedió a los demás Evangelistas en
escribir y que escribió el primer Evangelio en la lengua patria usada
entonces por los judíos palestinenses, a quienes fue dirigida la obra.
Resp.: Afirmativamente, en cuanto a las dos partes.
III. Si la redacción de este texto original puede aplazarse más allá de la
fecha de la ruina de Jerusalén, de suerte que los vaticinios que en el se
leen sobre la misma ruina, hayan sido escritos después del suceso; o si el
testimonio que suele alegarse de Ireneo [Adv. haer. 3, 1, 2], de
interpretación incierta y controvertida, haya de considerarse de tanto peso
que obligue a rechazar la sentencia de aquellos que creen, más conformemente
con la tradición, que dicha redacción estaba ya terminada antes de la venida
de Pablo a Roma.
Resp.: Negativamente a las dos partes.
IV. Si puede sostenerse, siquiera con probabilidad, la opinión de algunos
modernos, según la cual, Mateo no habría compuesto propia y estrictamente el
Evangelio cual nos ha sido trasmitido, sino solamente cierta colección de
dichos o discursos de Cristo de los que se habría valido como de fuente otro
autor anónimo, a quien hacen redactor del Evangelio mismo.
Resp.: Negativamente.
V. Si por el hecho de que los Padres y escritores eclesiásticos todos, más
aún, hasta la Iglesia misma ya desde su cuna, han usado únicamente como
canónico el texto griego del Evangelio conocido bajo el nombre de Mateo, sin
exceptuar siquiera aquellos que expresamente enseñaron que Mateo Apóstol
habría escrito en lengua patria, puede probarse con certeza que el mismo
Evangelio griego es idéntico en cuanto a la sustancia con el Evangelio
compuesto por el mismo Apóstol en su lengua patria.
Resp.: Afirmativamente.
VI. Si por el hecho de que el autor del primer Evangelio persigue
principalmente un fin apologético y dogmático, es decir, demostrar a los
judíos que Jesús es el Mesías anunciado de antemano por los profetas y
nacido de la estirpe de David, y que además no siempre guarda el orden
cronológico en la disposición de los hechos y dichos que narra y refiere,
puede de ahí deducirse que no han de tomarse como verdaderos tales dichos y
hechos; o si puede también afirmarse que los relatos de los hechos y
discursos de Cristo que se leen en el mismo Evangelio, han sufrido alguna
alteración y adaptación bajo el influjo de las profecías del Antiguo
Testamento y del más adelantado estado de la Iglesia, y que, por ende, no
están conformes con la verdad histórica.
Resp.: Negativamente a las dos partes.
VII. Si deben especialmente considerarse con razón destituidas de sólido
fundamento las opiniones de aquellos que ponen en duda la autenticidad
histórica de los dos primeros capítulos en que se narran la genealogía e
infancia de Cristo, así como la de algunas sentencias de grande importancia
en materia dogmática, como son las que se refieren al primado de Pedro [Mt.
16, 17-19], a la forma del bautismo con la universal misión de predicar
confiada a los Apóstoles [Mt. 28, 19-20], a la profesión de fe de los
Apóstoles en la divinidad de Jesucristo [Mt. 14, 33] y a otros puntos por el
estilo que aparecen en Mateo enunciados de modo peculiar.
Resp.: Afirmativamente.
Del autor, del tiempo de composición y de la verdad histórica de los
Evangelios según Marcos y según Lucas
[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 26 de junio de 1912]
I. Si el sufragio luminoso de la tradición, maravillosamente unánime desde
los comienzos de la Iglesia y confirmado por múltiples argumentos, a saber,
por los testimonios expresos de los Santos Padres y escritores
eclesiásticos, por las citas y alusiones que ocurren en lo escritos de los
mismos, por el uso de los antiguos herejes, por las versiones de los libros
del Nuevo Testamento, por casi todos los códices manuscritos más antiguos, y
también por las razones internas sacadas del texto mismo de los Libros
Sagrados, obliga a afirmar con certeza que Marcos, discípulo e intérprete de
Pedro, y Lucas, médico, auxiliar y compañero de Pablo, son realmente los
autores de los Evangelios que respectivamente se les atribuyen.
Resp.: Afirmativamente.
II. Si las razones con que algunos críticos se esfuerzan en demostrar que
los doce últimos versículos del Evangelio de Marcos [Mc. 16, 9-20], no han
sido escritos por el mismo Marcos, sino añadidos por mano ajena, son tales
que den derecho a afirmar que no han de recibirse como canónicos e
inspirados; o por lo menos demuestren que no es Marcos el autor de los
mismos versículos.
Resp.: Negativamente a las dos partes.
III. Si es igualmente licito dudar de la inspiración y canonicidad de las
narraciones de Lucas sobre la infancia de Cristo [Lc. 1-2]; o de la
aparición del ángel que conforta a Jesús y del sudor de sangre [Lc. 22, 43
ss]; o si puede por lo menos demostrarse con sólidas razones —tesis grata a
los antiguos herejes y que gusta también a algunos críticos recientes— que
esas narraciones no pertenecen al auténtico Evangelio de Lucas.
Resp.: Negativamente a ambas partes.
IV. Si aquellos documentos, rarísimos y totalmente singulares en que el
cántico del Magnificat no se atribuye a la Bienaventurada Virgen María, sino
a Isabel, pueden y deben prevalecer en algún modo contra el testimonio
concorde de casi todos los códices, tanto del texto griego original como de
las versiones, así como contra la interpretación que manifiestamente exigen
no menos el contexto que el ánimo de la misma Virgen y la constante
tradición de la Iglesia.
Resp.: Negativamente.
V. Si en cuanto al orden cronológico de los Evangelios, es lícito apartarse
de aquella sentencia que, robustecida por antiquísimo y constante testimonio
de la tradición, atestigua que después que Mateo, que escribió el primero de
todos su Evangelio en lengua patria, Marcos escribió el segundo en orden y
Lucas el tercero; o si hay que pensar que a esta sentencia se opone a su vez
la opinión de aquellos que afirman que el segundo y tercer Evangelio fueron
compuestos antes que la traducción griega del primer Evangelio.
Resp.: Negativamente a las dos partes.
VI. Si es lícito diferir el tiempo de la composición de los Evangelios de
Marcos y Lucas hasta la destrucción de la ciudad de Jerusalén, o si puede
sostenerse, por el hecho de que la profecía del Señor acerca de la
destrucción de esta ciudad parece más determinada en Lucas, que por lo menos
su Evangelio fue escrito cuando ya estaba iniciado el cerco de la ciudad.
Resp.: Negativamente a las dos partes.
VII. Si debe afirmarse que el Evangelio de Lucas precedió al libro de los
Hechos de los Apóstoles y que, como este libro, que tiene al mismo Lucas por
autor [Act. 1, 15], fue terminado hacia el fin de la cautividad romana del
Apóstol, su Evangelio no fue compuesto después de este tiempo.
Resp.: Afirmativamente.
VIII. Si teniendo presente tanto los testimonios de la tradición como los
argumentos internos en cuanto a las fuentes de que ambos Evangelistas se
valieron para escribir su Evangelio, puede ponerse prudentemente en duda la
sentencia que afirma haber escrito Marcos según la predicación de Pedro, y
Lucas según la predicación de Pablo, y juntamente afirma que los mismos
Evangelistas, tuvieron también a mano otras fuentes fidedignas, tanto
orales, como ya también consignadas por escrito.
Resp.: Negativamente.
IX. Si los dichos y hechos que Marcos narra diligentemente y como
gráficamente conforme a la predicación de Pedro, y Lucas expone
sincerísimamente, después de seguirlo todo diligentemente, desde el
principio, por medio de testigos totalmente fidedignos como que desde el
principio lo vieron por sí mismos y fueron ministros de la palabra [Lc. 1, 2
s], reclaman con razón para si aquella plena fe histórica que siempre les
prestó la Iglesia; o, por el contrario, hay que considerar tales dichos y
hechos como desprovistos, por lo menos en parte, de verdad histórica, ora
porque los escritores no fueron testigos oculares, ora porque en uno y otro
Evangelista se sorprende no raras veces defecto de orden y discrepancia en
la sucesión de los hechos, ora porque, habiendo venido y escrito más tarde,
hubieron forzosamente de referir concepciones extrañas a la mente de Cristo
y los Apóstoles o hechos ya más o menos contaminados por la imaginación
popular, ora, finalmente, porque cada uno según su fin condescendió con
ideas dogmáticas preconcebidas.
Resp.: Afirmativamente a la primera parte; negativamente a la segunda.
De la cuestión sinóptica, o sea, de las mutuas relaciones entre los tres
primeros Evangelios
[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 26 de junio de 1912]
I. Si guardado lo que de todo punto ha de guardarse conforme a lo
precedentemente estatuido, particularmente sobre la autenticidad e
integridad de los tres Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, sobre la
identidad sustancial del Evangelio griego de Mateo con su original
primitivo, así como sobre el orden de tiempo en que fueron escritos; para
explicar sus reciprocas semejanzas y desemejanzas, entre tan varias y
opuestas opiniones de los autores, es lícito a los exegetas disputar
libremente, y apelar a las hipótesis de la tradición oral o escrita, o
también de la dependencia de uno respecto a su precedente o precedentes.
Resp.: Afirmativamente.
II. Si debe considerarse que guardan lo que arriba ha sido estatuído
quienes, sin apoyarse en testimonio alguno de la tradición ni en ningún
argumento histórico, fácilmente abrazan la hipótesis vulgarmente llamada de
las dos fuentes, que pretende explicar la composición del Evangelio griego
de Mateo y del Evangelio de Lucas por su dependencia sobre todo del
Evangelio de Marcos y de la llamada colección de discursos del Señor, y si
por lo tanto pueden defenderla libremente.
Resp.: Negativamente a las dos partes.
Del autor, del tiempo de composición y de la verdad histórica del libro de
los Hechos de los Apóstoles
[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 12 de junio de 1913]
I. Si considerando principalmente la tradición de la Iglesia universal que
se remonta hasta los primeros escritores eclesiásticos y atendidas las
razones internas del libro de los Hechos ora en sí mismo considerado, ora en
relación con el tercer Evangelio y, sobre todo, la mutua afinidad y conexión
de ambos prólogos [Lc. 1, 1-4; Act. 1, 1 s], ha de tenerse por cierto que el
volumen que se titula Hechos de los Apóstoles o lIpd~6~ 'A7roaróA~ov tiene
por autor a Lucas Evangelista.
Resp.: Afirmativamente.
II. Si por razones críticas tomadas ora de la lengua y estilo,; ora del modo
de contar, ora de la unidad de fin y de doctrina, puede demostrarse que el
libro de los Hechos de los Apóstoles debe se atribuído a un solo autor; y
si, por tanto, la sentencia de los modernos escritores, según la cual Lucas
no es el autor único del libro, sino que hay que reconocer diversos autores
del mismo libro, está destituída de todo fundamento.
Resp.: Afirmativamente a las dos partes.
III. Si especialmente las perícopes famosas en los Hechos, en que
interrumpido bruscamente el uso de la tercera persona se introduce la
primera plural (Wir-Stücke), debilitan la unidad de composición y la
autenticidad; o si, consideradas histórica y filológicamente, más bien hay
que deducir que la confirman.
Resp.: Negativamente a la primera parte; afirmativamente a la segunda.
IV. Si del hecho de que el libro mismo, apenas hecha mención del bienio de
la primera cautividad romana de Pablo, se cierra bruscamente, es lícito
inferir que el autor escribió un segundo volumen perdido o que lo intentó
escribir y, por tanto, que la fecha de composición del libro de los Hechos
puede atrasarse mucho después de dicha cautividad; o si más bien hay que
sostener con derecho y razón que Lucas terminó su libro hacia el fin de la
cautividad romana del Apóstol Pablo.
Resp.: Negativamente a la primera parte; afirmativamente a la segunda.
V. Si considerando juntamente, ora la frecuente y fácil comunicación que sin
género de duda tuvo Lucas con los palestinenses así como con Pablo, Apóstol
de las naciones, de quien fue auxiliar en la predicación evangélica y
compañero de viajes, ora su acostumbrada industria y diligencia en buscar
testigos y observar las cosas por sus propios ojos, ora finalmente la
concordia muchas veces evidente y admirable del libro de los Hechos con las
Epístolas de Pablo y con los más sinceros monumentos de la historia, debe
sostenerse con certeza que Lucas tuvo a mano fuentes dignas de toda fe y que
las empleó cuidadosa, proba y fielmente, de suerte que puede reclamar para
si, con razón, la plena autoridad histórica.
Resp.: Afirmativamente.
VI. Si las dificultades que corrientemente suelen objetarse, tomadas, ya de
los hechos sobrenaturales narrados por Lucas, ya de la referencia de ciertos
discursos que, al estar trasmitidos compendiosamente, se consideran fingidos
y adaptados a las circunstancias, ya de ciertos pasajes que por lo menos
aparentemente disienten de la historia bíblica o profana, ya finalmente de
ciertos resultados que parecen pugnar con el autor mismo de los Hechos o con
otros autores sagrados, son tales que puedan inducir a poner en duda la
autoridad histórica de los Hechos o, por lo menos disminuirla de algún modo.
Resp.: Negativamente.
Del autor, integridad y tiempo de composición de las Epístolas pastorales de
Pablo Apóstol
[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 12 de junio de 1913]
I. Si teniendo presente la tradición de la Iglesia que persevera universal y
firmemente desde sus orígenes, tal como de muchos modos la atestiguan
vetustos monumentos eclesiásticos, debe sostenerse con certeza que las
Epístolas que se llaman pastorales, a saber, las dos a Timoteo y una a Tito,
no obstante el atrevimiento de ciertos herejes, los cuales, por ser éstas
contrarias a su doctrina, las borraron sin alegar razón alguna del número de
las Epístolas paulinas, fueron escritas por el mismo Apóstol Pablo y
perpetuamente contadas entre las auténticas y canónicas.
Resp.: Afirmativamente.
II. Si la hipótesis llamada fragmentaria, introducida y de diverso modo
propuesta por algunos críticos modernos, quienes, por lo demás, sin razón
probable alguna, sino más bien pugnando entre sí, pretenden que las
Epístolas pastorales, en tiempo posterior, fueron entretejidas y
notablemente aumentadas con fragmentos de cartas o con cartas paulinas
perdidas, por obra de autores desconocidos, puede acarrear algún perjuicio,
siquiera leve, al testimonio claro y firmísimo de la tradición.
Resp.: Negativamente.
III. Si las dificultades que de modos varios se suelen oponer, tomadas, ora
del estilo y lengua del autor, ora de los errores particularmente gnósticos
que se describen como ya introducidos, ora del estado de la jerarquía
eclesiástica, que se supone ya desarrollada, y otras razones por el estilo
en contra, debilitan de algún modo la sentencia, que sostiene como probada y
cierta la genuinidad de las Epístolas pastorales.
Resp.: Negativamente.
IV. Si, como quiera que no menos por razones históricas que por la tradición
eclesiástica, concorde con los testimonios de los Padres orientales y
occidentales, así como por los indicios mismos que se sacan fácilmente, ya
de la brusca conclusión del libro de los Hechos, ya de las Epístolas
paulinas escritas en Roma, y principalmente de la segunda a Timoteo, debe
tenerse por cierta la sentencia de la doble cautividad romana del Apóstol
Pablo, puede afirmarse con seguridad que las Epístolas pastorales fueron
escritas en el espacio de tiempo que media entre la liberación de la primera
cautividad y la muerte del Apóstol.
Resp.: Afirmativamente.
Del autor y modo de composición de la Epístola a los Hebreos
[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 24 de junio de 1914]
I. Si a las dudas que en los primeros siglos, debidas ante todo al abuso de
los herejes, retuvieron los ánimos de algunos en Occidente acerca de la
divina inspiración y origen paulino de la carta a los hebreos, ha de
atribuírseles tanta fuerza que, atendida la perpetua, unánime y constante
afirmación de los Padres orientales, a la que después del siglo IV se añadió
el pleno consentimiento de la Iglesia occidental; consideradas también las
actas de los Sumos Pontífices y de los sagrados Concilios, particularmente
del Tridentino, así como el perpetuo uso de la Iglesia universal, es lícito
dudar que la Epístola a los Hebreos haya de contarse con certeza no sólo
entre las canónicas —cosa que está definida de fe—, sino entre las genuinas
Epístolas del Apóstol Pablo.
Resp.: Negativamente.
II. Si los argumentos que suelen tomarse, ora de la insólita ausencia del
nombre de Pablo y de la omisión del acostumbrado exordio y saludo en la
Epístola a los Hebreos, ora de la pureza de su lengua griega, de la
elegancia y perfección de la dicción y del estilo, ora del modo como en ella
se alega el Antiguo Testamento y de él se argüye, ora de ciertas diferencias
que se pretende existen entre la doctrina de esta carta y la de las demás
epístolas de Pablo, tienen fuerza para debilitar de algún modo su origen
paulino; o si, más bien, la perfecta armonía de doctrina y sentencias, la
semejanza de avisos y exhortaciones, así como la consonancia de locuciones y
palabras mismas, que hasta algunos acatólicos han celebrado, que se observan
entre ella y los demás escritos del Apóstol de las gentes, demuestran y
confirman el mismo origen paulino.
Resp.: Negativamente a la primera parte, afirmativamente la segunda.
III. Si el Apóstol Pablo de tal modo ha de considerarse como autor de esta
Epístola que deba necesariamente afirmarse no sólo haberla concebido y
expresado toda ella por inspiración del Espíritu Santo, sino que le dio
también la forma en que se conserva
Resp.: Negativamente, salvo ulterior juicio de la Iglesia.
BENEDICTO XV, 1914-1922
De la "Parusía" o del segundo advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo en
las Epístolas del Apóstol San Pablo
[Respuestas de la Comisión Bíblica, de 18 de junio de 1915]
I. Si para resolver las dificultades que ocurren en las Epístolas de San
Pablo y en las de otros Apóstoles cuando se habla de la que llaman
"Parusía", o sea, del segundo advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo, esté
permitido al exegeta católico afirmar que los Apóstoles, si bien bajo la
inspiración del Espíritu Santo no enseñan error alguno, expresan no obstante
sus propios sentimientos humanos, en los que puede deslizarse error o
engaño.
Resp.: Negativamente.
II. Si teniendo en cuenta la auténtica noción del cargo apostólico y la
indudable fidelidad de San Pablo a la doctrina del Maestro, y también el
dogma católico sobre inspiración e inerrancia de las Sagradas Escrituras,
por el que todo lo que el hagiógrafo afirma, enuncia e insinúa debe tenerse
como afirmado, enunciado e insinuado por el Espíritu Santo, bien pesados
también los textos de las Epístolas del Apóstol, en si mismos considerados,
perfectamente acordes con el modo de hablar del Señor mismo, es menester
afirmar que el Apóstol Pablo nada absolutamente dijo en sus escritos que no
concuerde perfectamente con aquella ignorancia del tiempo de la Parusía que
el mismo Cristo proclamó ser propia de los hombres.
Resp.: Afirmativamente.
III. Si atendida la locución griega i1,u~s OL 'S~V7~S OL ~r6pLA~- 2]
7rO,U~VOL; pasada también la exposición de los Padres y ante todo la de San
Juan Crisóstomo, versadísimo igualmente en su lengua patria, como en las
Epístolas de San Pablo, es lícito rechazar, como traída de muy lejos y
desprovista de sólido fundamento, la interpretación tradicional en las
escuelas católicas (mantenida también por los innovadores del siglo XVI) que
explica las palabras de San Pablo en el cap. 4 de la Epístola 1 a los
tesalonicenses [v. 15-17], sin que en modo alguno implique la afirmación de
una Parusía tan próxima que el Apóstol se cuente a sí mismo y a sus lectores
entre los fieles que han de salir, sobrevivientes, al encuentro de Cristo.
Resp.: Negativamente.
De los cismáticos moribundos y muertos
[Respuestas del Santo Oficio a varios Ordinarios, de 17 de mayo de 1916]
I. Si a los cismáticos materiales que se hallan en el artículo de la muerte
y piden de buena fe la absolución o la extremaunción, se les pueden conferir
esos sacramentos sin abjuración de los errores.
Resp.: Negativamente; antes bien, se requiere que del modo mejor posible
rechacen sus errores y hagan la profesión de fe.
II. Si a los cismáticos que se hallan en artículo de muerte y destituídos de
sus sentidos, se les puede dar la absolución y la extremaunción.
Resp.: Bajo condición, afirmativamente, sobre todo si por las circunstancias
es lícito conjeturar que por lo menos implícitamente rechazan sus errores;
excluido, sin embargo, eficazmente, el escándalo, manifestando, por ejemplo,
a los circunstantes que la Iglesia supone que en el último momento han
vuelto a la unidad.
III. En cuanto a la sepultura eclesiástica, debe seguirse el Ritual Romano.
Del espiritismo
[Respuesta del Santo Oficio, de 24 de abril de 1917]
Si es licito por el que llaman medium, o sin el medium, empleado o no el
hipnotismo, asistir a cualesquiera alocuciones o manifestaciones
espiritistas, siquiera a las que presentan apariencia de honestidad o de
piedad, ora interrogando a las almas o espíritus, ora oyendo sus respuestas,
ora sólo mirando, aun con protesta tácita o expresa de no querer tener parte
alguna con los espíritus malignos.
Resp.: Negativamente a todo.
Código de Derecho Canónico
Del Código de Derecho Canónico, promulgado el 19 de mayo de 1918, citamos
varios cánones en el Indice sistemático.
Acerca de algunas proposiciones sobre la ciencia del alma de Cristo
[Decreto del Santo Oficio, de 5 de junio de 1918]
Propuesta por la sagrada Congregación de Seminarios y Universidades la duda:
Si pueden enseñarse con seguridad las siguientes proposiciones:
I. No consta que en el alma de Cristo, mientras Éste vivió entre los
hombres, se diera la ciencia que tienen los bienaventurados o comprensores.
II. Tampoco puede decirse cierta la sentencia que establece no haber
ignorado nada el alma de Cristo, sino que desde el principio lo conoció todo
en el Verbo, lo pasado, lo presente y lo futuro, es decir, todo lo que Dios
sabe por ciencia de visión.
III. La opinión de algunos modernos sobre la limitación de la ciencia del
alma de Cristo, no ha de aceptarse menos en las escuelas católicas que la
sentencia de los antiguos sobre la ciencia universal.
Los Emmos. y Revmos. Sres. Cardenales Inquisidores Generales en materias de
fe y costumbres, previo sufragio de los Señores Consultores, decretaron que
debía responderse: Negativamente.
De la inerrancia de la Sagrada Escritura
[De la Encíclica Spiritus Paraclitus, de 15 de septiembre de 1920]
Con la doctrina de Jerónimo se confirman e ilustran de una manera egregia
aquellas palabras con que nuestro predecesor de feliz memoria, León XIII,
solemnemente declaró la antigua y constante fe de la Iglesia acerca de la
absoluta inmunidad de las Escrituras respecto a cualesquiera errores: "Tan
lejos está.." [véase 1951]. Y después de alegar las definiciones de los
Concilios de Florencia y Trento, confirmadas en el del Vaticano, añade
además lo siguiente: "Por eso poco importa... pues en otro caso no sería Él
mismo el autor de la Sagrada Escritura entera" [v. 1952].
Aun cuando estas palabras de nuestro predecesor no dejan lugar a duda ni
tergiversación alguna, doloroso es, sin embargo, Venerables Hermanos, que no
hayan faltado no sólo de entre los que están fuera, sino también de entre
los hijos de la Iglesia Católica y hasta —cosa que con más vehemencia
desgarra nuestro corazón— de entre los mismos clérigos y maestros de las
sagradas disciplinas, quienes apoyados orgullosamente en su propio juicio
han rechazado abiertamente u ocultamente combatido el magisterio de la
Iglesia en esta materia. Cierto que aprobamos el designio de aquellos que
para salir ellos y sacar a los demás de las dificultades del Sagrado Libro,
buscan nuevos métodos y modos de resolverlas, apoyándose en todos los
auxilios de los estudios y de la crítica; pero míseramente se descaminarán
de su intento, si descuidaren las enseñanzas de nuestro antecesor y
traspasaren las fronteras ciertas y los límites establecidos por los Padres
[Prov. 22, 28]. A la verdad, no se encierra en esas enseñanzas y límites la
opinión de aquellos modernos que, introduciendo la distinción entre el
elemento primario o religioso de la Escritura, y el secundario o profano,
quieren, en efecto, que la inspiración misma se extienda a todas las
sentencias y hasta a cada palabra de la Biblia, pero coartan o limitan sus
efectos y, ante todo, la inmunidad de error y absoluta verdad, al elemento
primario o religioso. Sentencia suya es, en efecto, que sólo lo que a la
religión se refiere es por Dios intentado y enseñado en las Escrituras; pero
lo demás, que pertenece a las disciplinas profanas y sólo sirve a la
doctrina revelada como de una especie de vestidura exterior de la verdad
divina, eso solamente lo permite y lo deja a la flaqueza del escritor. Nada
tiene, pues, de extraño que en materias físicas e históricas y otras
semejantes, haya en la Biblia muchas cosas que no puedan en absoluto
componerse con los adelantos de nuestra edad en las buenas artes. Hay
quienes pretenden que estos delirios de opiniones no pugnan en nada contra
las prescripciones de nuestro predecesor, como quiera que declaró éste que
en las cosas naturales el hagiógrafo habla según la apariencia externa,
ciertamente falaz [v. 1947]. Pero cuán temeraria, cuán falsamente se afirme
eso, manifiestamente aparece por las palabras mismas del Pontífice...
No disienten menos de la doctrina de la Iglesia... quienes piensan que las
partes históricas de las Escrituras no se fundan en la verdad absoluta de
los hechos, sino en la que llaman verdad relativa y en la opinión concorde
del vulgo; y esto no temen deducirlo de las palabras mismas del Pontífice
León, como quiera que éste dijo poderse trasladar a las disciplinas
históricas los principios establecidos sobre las cosas naturales [v. 1949].
Consiguientemente pretenden que, así como en lo físico hablaron los
hagiógrafos según lo que aparece; así refieren sucesos sin conocerlos, tal
como parecia que constaban por la común sentencia del vulgo o por los falsos
testimonios de los otros, y que ni indicaron las fuentes de su conocimiento
ni hicieron suyos los relatos de los otros. ¿A qué prodigarnos en refutar
una cosa que es patentemente injuriosa a nuestro antecesor, falsa y llena de
error? Porque, ¿qué tiene que ver la historia con las cosas naturales,
cuando la física versa sobre lo que "sensiblemente aparece" y debe por tanto
concordar con los fenómenos, y la ley principal de la historia es, por lo
contrario, que lo escrito ha de convenir con los hechos, tal como realmente
se realizaron? Una vez aceptada la opinión de éstos, ¿cómo permanecerá
incólume aquella verdad inmune de toda falsedad en la narración sagrada,
verdad que nuestro predecesor en todo el contexto de su Carta declara debe
mantenerse? Y si afirma que puede provechosamente trasladarse a la historia
y disciplinas afines lo que tiene lugar en lo físico, eso no lo estableció
ciertamente de modo general, sino que aconseja solamente que usemos de
método semejante para refutar las falacias de nuestros adversarios y
defender de sus ataques la fe histórica de la Sagrada Escritura...
No le faltan a la Escritura Santa otros detractores; nos referimos a quienes
de tal manera abusan de principios de suyo rectos, con tal de que se
contengan dentro de ciertos límites, que destruyen los fundamentos de la
verdad de la Biblia y socavan la doctrina católica comúnmente enseñada por
los Padres.
Si aun viviera, sobre ellos dispararía Jerónimo aquellos acérrimos dardos de
su palabra, pues, sin tener en cuenta el sentir y juicio de la Iglesia,
acuden con demasiada facilidad a las citas que llaman implícitas o a las
narraciones sólo aparentemente históricas; o pretenden encontrar en los
Sagrados Libros ciertos géneros literarios, con los que no puede componerse
la integra y perfecta verdad de la palabra divina; o tales opiniones
profesan sobre el origen de la Biblia que se tambalea o totalmente se
destruye su autoridad. Pues, ¿qué sentir ahora de aquellos que en la
exposición de los mismos Evangelios, de la fe a ellos debida, la humana la
disminuyen y la divina la echan por tierra? En efecto, lo que nuestro Señor
Jesucristo dijo e hizo, no creen haya llegado a nosotros integro e
inmutable, por aquellos testigos que religiosamente pusieron por escrito lo
que ellos mismos vieron y oyeron; sino que —particularmente por lo que al
cuarto Evangelio se refiere— parte procedió de los Evangelistas, que
inventaron y añadieron muchas cosas por su cuenta, parte se compuso de la
narración de los fieles de otra generación...
Pues ya, Venerables Hermanos, no vaciléis en llevar a vuestro clero y pueblo
lo que en este décimoquinto centenario de la muerte del Doctor máximo hemos
comunicado con vosotros, a fin de que todos, bajo la guía y patronazgo de
Jerónimo, no sólo mantengan y defiendan la doctrina católica sobre la
inspiración divina de las Escrituras, sino que sigan también
cuidadosísimamente los principios que en la Carta Encíclica Providentissimus
Deus y esta nuestra están prescritos...
De las doctrinas teosóficas
[Respuesta del Santo Oficio, de 18 de julio de 1919]
Si las doctrinas que llaman hoy día teosóficas pueden conciliarse con la
doctrina católica, y por tanto, si es licito dar su nombre a las sociedades
teosóficas, asistir a sus reuniones y leer sus libros, revistas, diarios y
escritos. Resp.: Negativamente en todo.
PIO XI 1922-1939
De la relación entre la Iglesia y el Estado
[De la Encíclica Ubi arcano, de 23 de diciembre de 1922]
Y si la Iglesia mira como cosa vedada el inmiscuirse sin razón en el arreglo
de estos negocios terrenos y meramente políticos, sin embargo, con propio
derecho se esfuerza para que el poder civil no tome de ahí pretexto, o para
oponerse de cualquier manera a aquellos bienes más elevados en que se cifra
la salvación eterna de los hombres, o para intentar su daño y perdición con
leyes y mandatos inicuos, o para poner en peligro la constitución divina de
la Iglesia misma o finalmente para conculcar los sagrados derechos de Dios
mismo en la sociedad civil.
De la ley y modo de seguir la doctrina de Santo Tomás de Aquino
[De la Encíclica Studiorum Ducem, de 29 de junio de 1923]
Nos, empero, queremos que todo cuanto nuestros predecesores y, ante todo,
León XIII y Pío X decretaron, y Nos mismo el año pasado mandamos,
cuidadosamente lo atiendan e inviolablemente lo guarden aquellos
señaladamente que en las escuelas de los clérigos desempeñan el magisterio
de las disciplinas superiores. Y persuádanse estos mismos que no sólo
cumplirán con su deber, sino que llenarán también nuestros votos, si
empezaren ellos por amar ardientemente al Doctor Aquinatense, a fuerza de
revolver día y noche sus escritos, y comunicaren luego ese ardiente amor a
sus alumnos, al interpretar al mismo Doctor, y los vuelven idóneos para
excitar también en otros esa misma afición.
Es decir, que entre los amadores de Santo Tomás, cual es bien que lo sean
todos los hijos de la Iglesia que se dedican a los mejores estudios, Nos
deseamos que se dé aquella honesta emulación dentro de la justa libertad, de
donde procede el progreso de los estudios; pero no detracción alguna que no
favorece a la verdad y únicamente vale para romper los lazos de la caridad.
Sea, pues, cosa santa para cada uno lo que en el Código de derecho canónico
se manda, a saber, que "los profesores traten absolutamente los estudios de
la filosofía racional y de la teología, y la instrucción de los alumnos en
estas disciplinas según el método, doctrina y principios del Doctor Angélico
y sosténganlos religiosamente"; y aténganse todos de modo tal a esta norma,
que puedan llamarle verdaderamente su maestro. Pero no exijan unos de otros
más de lo que de todos exige la Iglesia, maestra y madre de todos; pues en
aquellas materias en que se disputa en contrario sentido en las escuelas
católicas entre los autores de mejor nota, a nadie se le ha de prohibir que
siga aquella sentencia que le pareciere más verosímil.
De la reviviscencia de los méritos y de los dones
[De la Bula del jubileo Infinita Dei misericordia, de 2 de mayo de 1924]
Lo que se daba entre los hebreos el año sabático, que, recuperados sus
bienes, que habían pasado a propiedad de otros, volvían a su antigua
posesión, y que los siervos volvían libres a la familia primitiva [Lev. 25,
10] y que se perdonaban las deudas a quienes debían, todo eso sucede y se
cumple con más facilidad entre nosotros en el año de expiación. Todos
aquellos, en efecto, que con espíritu de penitencia, cumplan, durante el
magno jubileo, los saludables mandatos de la Sede Apostólica, reparan y
recuperan integramente aquella abundancia de méritos y dones que pecando
perdieron y se eximen del aspérrimo dominio de Satanás, para adquirir
nuevamente aquella libertad con que Cristo nos liberó [Gal. 4, 31], y
finalmente quedan absueltos plenamente, en virtud de los méritos
copiosísimos de Jesucristo, de la B. Virgen Maria y de los Santos, de todas
las penas que habían de pagar por sus culpas y pecados.
De la realeza de Cristo
[De la Encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1925]
Ahora bien, en qué fundamento se apoye esta dignidad y potestad de nuestro
Señor, convenientemente lo advierte San Cirilo Alejandrino: "De todas las
criaturas, para decirlo en una palabra, obtiene el Señor la dominación, no
por haberla arrancado a la fuerza ni por otro medio adquirido, sino por su
misma esencia y naturaleza"; es decir, su realeza se funda en aquella
maravillosa unión que llaman hipostática. De donde se sigue que Cristo no
sólo ha de ser adorado como Dios por ángeles y hombres, sino que también
ángeles y hombres han de obedecer y estar sujetos a su imperio de hombre, es
decir: aun por el solo título de la unión hipostática, Cristo tiene poder
sobre todas las criaturas. Mas por otra parte, ¿qué pensamiento más grato ni
más dulce podemos tener que el de que Cristo impere sobre nosotros, no sólo
por derecho de naturaleza, sino también por derecho adquirido, es decir, por
el de redención? ¡Ojalá, en efecto, los hombres todos, tan olvidadizos,
recordaran cuánto le hemos costado a nuestro Salvador: Porque no habréis
sido comprados con oro o plata corruptibles, sino con la sangre de Cristo,
como de cordero inmaculado y sin tacha [1 Petr. 1, 18-19]. Ya no somos
nuestros, como quiera que Cristo nos ha comprado a alto precio [1 Cor. 6,
20]; nuestros mismos cuerpos, son miembros de Cristo [Ibid. 15].
Ahora bien, para declarar en pocas palabras la fuerza y naturaleza de este
principado, apenas hace falta decir que se contiene en un triple poder,
careciendo del cual apenas se entiende el principado. Lo mismo indican más
que sobradamente los testimonios tomados y alegados de las Sagradas Letras
acerca del imperio universal de nuestro Redentor, y debe ser creído con fe
católica que Cristo Jesús ha sido dado a los hombres como Redentor en quien
confíen y, al mismo tiempo, como legislador a quien obedezcan [Concilio de
Trento, sesión n, Can. 21; v. 831]. Ahora bien, los Evangelios no tanto nos
cuentan que Él dio leyes, cuanto nos lo presentan dándolas; y quienes esos
preceptos guardaren, esos dice el divino Maestro, unas veces con unas, otras
con otras palabras, que le probarán el amor que le tienen y que permanecerán
en su amor [Ioh. 14, 15; 15, 10]. Que la potestad judicial le haya sido dada
por su Padre, el mismo Jesús lo proclama ante los judíos que le echan en
cara la violación del descanso del sábado por la maravillosa curación de un
hombre enfermo: Porque tampoco el Padre juzga a nadie, sino que todo juicio
lo dio al Hijo [Ioh. 5, 22]. Y en él se comprende, por ser cosa inseparable
del juicio, el imponer por propio derecho premios y castigos a los hombres,
aun mientras viven. Y hay, en fin, que atribuir a Cristo el poder que llaman
ejecutivo, como quiera que a su imperio es menester que obedezcan todos, y
ese poder justamente unido a la promulgación, contra los contumaces, de
suplicios a que nadie puede escapar.
Sin embargo, que este reino sea principalmente espiritual y a lo espiritual
pertenezca muéstranlo por una parte clarísimamente las palabras que hemos
alegado de la Biblia, y confirmalo por otra, con su modo de obrar, Cristo
Señor mismo. Porque fue así que en más de una ocasión, como los judíos y
hasta los mismos Apóstoles pensaran erróneamente que el Mesías había de
reivindicar la libertad del pueblo y restablecer el reino de Israel, Él les
quitó y arrancó esa vana opinión y esperanza; cuando estaba para ser
proclamado rey por la confusa muchedumbre de los que le admiraban, Él rehusó
ese nombre y honor, huyendo y escondiéndose; y ante el presidente romano
proclamó que su reino no era de este mundo [Ioh. 18, 36]. Tal se nos propone
ciertamente en los Evangelios este reino, para entrar en el cual los hombres
han de prepararse haciendo penitencia, y no pueden de hecho entrar si no es
por la fe y el bautismo, sacramento este que, si bien es un rito externo,
significa y produce, sin embargo, la regeneración interior; opónese
únicamente al reino de Satanás y al poder de las tinieblas y exige de sus
seguidores no sólo que, desprendido su corazón de las riquezas y de las
cosas terrenas, ostenten mansedumbre de costumbres y tengan hambre y sed de
justicia, sino que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz. Y habiendo Cristo
adquirido la Iglesia, como Redentor, con su sangre, y habiéndose, como
Sacerdote, ofrecido a si mismo como victima por los pecados y siguiendo
perpetuamente ofreciéndose, ¿quién no ve que su regia dignidad ha de
revestir y participar la naturaleza de aquellos dos cargos de Redentor y
Sacerdote?
Torpemente, por lo demás, erraría quien le negara a Cristo hombre el imperio
sobre cualesquiera cosas civiles, como quiera que Él tiene de su Padre un
derecho tan absoluto sobre todas las cosas creadas, que todas están puestas
bajo su arbitrio. Sin embargo, mientras vivió en la tierra, se abstuvo en
absoluto de ejercer semejante dominio y, como entonces despreció la posesión
y administración de las cosas humanas, así las dejó entonces a sus posesores
y se las deja ahora. Y aquí puede muy bellamente aplicarse aquello de que:
"No quita los reinos mortales, quien da los celestiales" [Himno Crudelis
Herodes del oficio de la Epifanía]. Así, pues, el principado de nuestro
Redentor comprende a todos los hombres, y en este punto hacemos gustosamente
nuestras las palabras de nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII:
"Es decir, su imperio no se extiende sólo a las gentes de nombre católico,
ni sólo a aquellos que, lavados con el sagrado bautismo, pertenecen
ciertamente de derecho a la Iglesia, aun cuando el error de sus opiniones
los lleve extraviados, o la disensión los separe de la caridad; sino que
comprende también cuantos entran en el número de los que carecen de fe
cristiana, de suerte que con toda verdad está en la potestad de Cristo toda
la universidad del género humano" [Encíclica Annum sacrum, de 25 de mayo de
1899]. Y en este punto no hay diferencia alguna entre los individuos y las
sociedades domésticas y civiles, pues los hombres reunidos en sociedad no
están menos en poder de Cristo que individualmente.
La misma es, a la verdad, la fuente de la salud privada y de la común: y no
hay en otro alguno salud, ni se ha dado a los hombres bajo el cielo otro
nombre en que hayamos de salvarnos [Act. 4, 12]; el mismo es, tanto para los
ciudadanos en particular como para la cosa pública toda, el autor de la
prosperidad y de la auténtica felicidad: "Porque no es el Estado feliz de
otro modo que el hombre, como quiera que no otra cosa es el Estado que la
concorde muchedumbre de los hombres." No rehusen, pues, los rectores de las
naciones prestar al imperio de Cristo, por si y por su pueblo, público
homenaje de reverencia y sumisión, si es que de verdad quieren, mantenida
incólume su autoridad, promover y acrecentar la prosperidad de la patria.
Del laicismo
[De la misma Encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1935]
Pues ya, al mandar que se dé culto a Cristo Rey por la universidad del
nombre católico, por ello mismo atenderemos a la necesidad de los tiempos
presentes y pondremos un remedio principal a la peste que ha inficionado a
la sociedad humana.
Peste de nuestra edad decimos ser el que llaman laicismo con sus errores y
criminales intentos... Se empezó por negar el imperio de Cristo sobre todas
las naciones; se le negó a la Iglesia el derecho que viene del derecho mismo
de Cristo, de enseñar al género humano, de dar leyes, de regir a los
pueblos, en orden, ciertamente, de su eterna felicidad. Luego, poco a poco,
fue igualada la religión de Cristo con las falsas religiones y puesta con
absoluto indecoro en su mismo género; se la sometió después al poder civil y
se la dejó casi al arbitrio de gobernantes y magistrados. Aún pasaron más
allá quienes pensaron que la religión divina debía ser sustituida por una
religión natural, por una especie de movimiento natural del alma. Y no han
faltado Estados que han creído podían pasar sin Dios, y que su religión
consistía en la impiedad y en el abandono de Dios.
Del "Comma lohanneum"
[Del Decreto del Santo Oficio, de 13 de enero de 1897 y la Declaración del
Santo Oficio, de 2 de junio de 1927]
A la pregunta: "Si puede negarse con seguridad o, por lo menos, ponerse en
duda que sea auténtico el texto de San Juan en la Epístola primera, cap. 5,
vers. 7, que dice así: Porque tres son los que dan testimonio en el cielo:
El Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son una sola cosa"; se
respondió el 13 de enero de 1897: Negativamente.
Sobre esta respuesta, emanó el 2 de junio de 1927 la siguiente declaración,
dada ya desde el principio privadamente por la misma Congregación y luego
muchas veces repetida, la cual se ha hecho de derecho público por
autorización del mismo Santo Oficio en el EB 121:
"Este decreto fue dado para reprimir la audacia de los doctores particulares
que se arrogaban el derecho o de rechazar totalmente o de poner al menos en
duda en último juicio suyo la autenticidad del Comma Iohanneum. Pero no
quiso en manera alguna impedir que los escritores católicos investigaran más
a fondo el asunto, y pesados cuidadosamente los argumentos de una y otra
parte con la moderación y templanza que requiere la gravedad de la cosa, se
inclinaran a la sentencia contraria a la genuinidad, con tal que declararan
que están dispuestos a atenerse al juicio de la Iglesia, a la que fue por
Jesucristo encomendado el cargo no sólo de interpretar las Sagradas Letras,
sino también el de custodiarlas fielmente.
De las reuniones para procurar la unidad de todos los cristianos
[Del Decreto del Santo Oficio, de 8 de julio de 1927]
Si es licito a los católicos asistir o favorecer las reuniones,
asociaciones, congresos o sociedades de acatólicos, cuyo fin es que cuantos
reclaman para sí de un modo u otro el nombre de cristianos se unan en una
sola alianza religiosa.
Resp.: Negativamente, y hay que atenerse totalmente al Decreto publicado por
esta misma Suprema S. Congregación el día 4 de julio de 1919 Sobre la
participación de los católicos en la sociedad "para procurar la unidad de la
cristiandad".
Del nexo de la sagrada Liturgia con la Iglesia
[De la Constitución Apostólica Divini cultus, de 20 de diciembre de 1928]
Habiendo la Iglesia recibido de Cristo, su Fundador, el cargo de guardar la
santidad del culto divino, a ella le toca ciertamente —salvo la sustancia
del sacrificio y de los sacramentos—, mandar aquellas cosas, a saber:
ceremonias, ritos, fórmulas, preces, canto, por las que ha de regirse de la
mejor manera aquel augusto y público ministerio, cuyo nombre peculiar es
Liturgia, como si dijéramos, la acción sagrada por excelencia. Y cosa, a la
verdad, sagrada es la Liturgia, pues por ella nos levantamos a Dios y con Él
nos unimos, atestiguamos nuestra fe y nos obligamos a Él con gravísimo deber
por los beneficios y auxilios recibidos, de los que perpetuamente estamos
necesitados. De ahí el intimo parentesco entre la sagrada Liturgia y el
dogma, así como entre el culto cristiano y la santificación del pueblo. Por
eso Celestino I creía ver expresado el canon o regla de la fe en las
fórmulas venerandas de la Liturgia. Dice efectivamente: "La ley de creer ha
de establecerla la ley de orar. Pues como quiera que los prelados de los
pueblos santos desempeñan la delegación que les ha sido encomendada,
representan ante la clemencia divina la causa del género humano, y piden y
suplican, a par que con ellos gime la Iglesia entera" [v. 139].
De la masturbación procurada directamente
[Del Decreto del Santo Oficio, de 2 de agosto de 1929]
Si es licita la masturbación directamente procurada para obtener esperma con
que se descubra y, en lo posible, se cure la enfermedad contagiosa de la
blenorragia.
Resp.: Negativamente.
De la educación cristiana de la juventud
[De la Encíclica Divini illius magistri, de 31 de diciembre de 1929]
Puesto que toda la razón de la educación se dirige a aquella formación del
hombre que éste debe conseguir en esta vida mortal para alcanzar el fin
supremo a que fue destinado por su Creador, es evidente que, como no puede
haber educación verdadera alguna que no se enderece toda al fin último; así,
en el presente orden de las cosas, establecido por la providencia de Dios,
es decir, después que Él mismo se reveló en su Unigénito, único que es
camino, verdad y vida [Ioh. 14, 6], no puede darse educación plena y
perfecta, sino la que se llama cristiana..
La misión de educar pertenece necesariamente a la sociedad, no a los
individuos en particular. Ahora bien, tres son las sociedades necesarias,
distintas entre sí, pero, por voluntad de Dios, armónicamente unidas, en que
el hombre queda inscrito desde su nacimiento: dos de ellas, es decir, la
doméstica y la civil, de orden natural, la tercera, la Iglesia, de orden
sobrenatural. El primer lugar lo ocupa la sociedad doméstica, que por haber
sido instituída y dispuesta por Dios mismo para este fin propio, que es la
procreación y educación de los hijos, antecede por su naturaleza y,
consiguientemente, por derechos a ella propios, a la sociedad civil.
Sin embargo, la familia es sociedad imperfecta, precisamente porque no está
dotada de todos los medios para conseguir, de modo perfecto, su fin
nobilísimo; en cambio, la sociedad civil, por disponer de todo lo necesario
para el fin a que está destinada, que es el bien común de esta vida terrena,
es sociedad en todos aspectos absoluta y perfecta, y, por esta causa,
aventaja a la comunidad familiar que precisamente sólo en la sociedad civil
alcanza segura y debidamente su objeto. En fin, la tercera sociedad en que
los hombres entran, por el lavatorio del bautismo y la vida de la gracia
divina, es la Iglesia, sociedad ciertamente sobrenatural, que abraza a todo
el género humano, y es en si misma perfecta, por disponer de todos los
medios para alcanzar su fin, que es la salvación eterna de los hombres, y,
por ende, suprema en su orden.
Síguese de aquí que la educación que abarca a todo el hombre, individual y
socialmente, en el orden de la naturaleza y en el de la gracia divina,
pertenece igualmente a estas tres sociedades necesarias, en una medida
proporcional y correspondiente al fin propio de cada una, según el orden
actual de la providencia, por Dios establecido.
Y en primer lugar y de manera eminente, la educación pertenece a la Iglesia,
por doble titulo de orden sobrenatural que Dios le concedió exclusivamente a
ella y, por tanto, absolutamente superior y más fuerte que cualquier otro
títuIo de orden natural.
La primera razón de este derecho se funda en la suprema autoridad y misión
del magisterio que su divino Fundador confió a la Iglesia por estas
palabras: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la Tierra. Marchad,
pues, y enseñad... hasta la consumación del tiempo [Mt. 28, 18-20]. A este
magisterio otorgó Cristo Señor la inmunidad de todo error, juntamente con el
mandato de enseñar su doctrina a todos los hombres; por lo cual, "la Iglesia
ha sido constituida por su divino Autor columna y fundamento de la verdad,
para enseñar a todos los hombres la fe divina y guardar su depósito, a ella
confiado, integro e inviolado, y formar y dirigir a los hombres, sus
asociaciones y acciones, a la honestidad de costumbres e integridad de la
vida, conforme a la norma de la doctrina revelada".
La segunda razón de su derecho nace de aquel sobrenatural oficio de madre,
por el que la Iglesia, esposa purísima de Cristo, reparte a los hombres la
vida de la gracia y la alimenta y acrece con sus sacramentos y enseñanzas.
Con razón, pues, afirma San Agustín: "No tendrá a Dios por padre, quien no
quisiere tener a la Iglesia por madre"...
La Iglesia, consiguientemente promueve las letras, las ciencias y las artes,
en cuanto son necesarias o útiles para la educación cristiana y para toda su
labor de la salud de las almas, aun fundando y sosteniendo escuelas e
instituciones propias, donde se enseñe toda disciplina y se dé entrada a
todo grado de erudición. Ni ha de tenerse por ajena a su maternal magisterio
la que llaman educación física, como quiera que también ella es tal que
puede aprovechar o dañar a la educación cristiana.
Esta acción de la Iglesia en todo género de cultura, así como cede en sumo
provecho de las familias y naciones, que sin Cristo caminan a su ruina —como
rectamente observa San Hilario: "¿Qué hay más peligroso para el mundo que no
recibir a Cristo?"—, así no trae inconveniente alguno a las ordenaciones
civiles de estas cosas; pues la Iglesia, como madre que es prudentísima, no
sólo no se opone a que sus escuelas e instituciones para la educación de los
seglares se conformen en cada nación a las legitimas disposiciones de los
gobernantes, sino que está dispuesta en todo caso a ponerse de acuerdo con
éstos y resolver, de común consejo, las dificultades que pudieran surgir.
Tiene además la Iglesia no sólo el derecho, de que no puede abdicar, sino el
deber, que no puede abandonar, de vigilar sobre toda educación que a sus
hijos, los fieles, se dé en cualquier institución pública o privada, no sólo
en cuanto a la doctrina religiosa que en ellas se enseñe, sino también
respecto a toda otra disciplina y reglamentación de las cosas, en cuanto
están relacionadas con la religión y la moral...
Con este principal derecho de la Iglesia, no sólo no discrepan, sino que
absolutamente están de acuerdo los derechos de la familia y del Estado y
hasta los mismos derechos que cada ciudadano tiene en lo que atañe a la
justa libertad de la ciencia y de los métodos de investigación científica y,
finalmente, de cualquier cultura profana. Efectivamente, para declarar desde
luego la causa y origen de esta armonía, tan lejos está el orden
sobrenatural, en que se fundan los derechos de la Iglesia, de destruir o
mermar el orden natural a que pertenecen los otros derechos que hemos
mencionado, que, por lo contrario, lo levanta y perfecciona, y cada uno de
los dos órdenes presta al otro un auxilio y como complemento, proporcionado
a su propia naturaleza y dignidad, como quiera que ambos proceden de Dios,
que no puede menos de estar de acuerdo consigo mismo: Las obras de Dios son
perfectas y todos sus caminos justicia [Deut. 32, 4].
Lo mismo se verá más claramente si consideramos separadamente y más de cerca
la misión que en orden a la educación incumbe a familia y a Estado.
Y ante todo, con la misión de la Iglesia concuerda maravillosamente la
misión de la familia, como quiera que una y otra proceden de Dios de modo
muy semejante. Porque Dios, en el orden natural, comunica can la familia de
modo inmediato su fecundidad, principio de vida y, por ende, principio de
educación para la vida, juntamente con la autoridad, principio de orden.
A este propósito, dice el Doctor Angélico con la perspicacia y la precisión
que acostumbra: "El padre carnal participa particularmente de la razón de
principio, que de modo universal se halla en Dios... El padre es principio
de la generación, de la educación, de la disciplina y de todo lo que atañe a
la perfección de la vida humana".
Tiene consiguientemente la familia inmediatamente del Creador la misión, y
por ende, el derecho, de educar a la prole; derecho, ciertamente, que no
puede por una parte renunciarse, por ir unido a un gravísimo deber, y es por
otra anterior a cualquier derecho de la sociedad civil y del Estado, y, por
esta causa, a ninguna potestad de la tierra es licito infringirlo...
De esta misión educativa que compete en primer término a la Iglesia y a la
familia, no sólo dimanan, como hemos visto, máximas ventajas a la sociedad
entera, sino que ningún daño puede venir a los verdaderos y propios derechos
del Estado en orden a la educación de los ciudadanos. Estos derechos se
conceden por el autor mismo de la naturaleza a la sociedad civil, no por
titulo de paternidad, como a la Iglesia y a la familia, sino por razón de la
autoridad que tiene para promover el bien común en la tierra, que es
ciertamente su propio fin.
De aquí se sigue que la educación no pertenece de manera igual a la sociedad
civil que a la Iglesia y a la familia, sino manifiestamente de otra manera,
que responda a su fin propio. Ahora bien, este fin, que es el bien común en
el orden temporal, consiste en la paz y seguridad de que las familias y cada
ciudadano gozan en el ejercicio de sus derechos, y juntamente en la máxima
abundancia que sea posible en esta vida mortal, de las cosas, espirituales y
perecederas, que se debe alcanzar con el esfuerzo y acuerdo de todos. Doble
es, pues, la función de la autoridad civil que reside en el Estado: proteger
y promover, pero en manera alguna absorber y suplantar a la familia y a los
individuos.
Por tanto, en orden a la educación, es derecho o, por mejor decir, es deber
del Estado proteger con sus leyes el derecho anterior de la familia, que
antes hemos recordado, es decir, el de educar cristianamente a la prole, y,
consiguientemente, secundar el derecho sobrenatural de la Iglesia en orden a
esa educación cristiana.
Toca igualmente al Estado proteger ese mismo derecho en la prole, si alguna
vez llegase a faltar física o moralmente la obra de los padres, por
negligencia, incapacidad o indignidad; porque, como antes hemos dicho, el
derecho educativo de los padres, no es absoluto y despótico, sino que
depende de la ley natural y divina, y está, por ende, sujeto no sólo a la
autoridad y juicio de la Iglesia, sino también, por razón del bien común, a
la vigilancia y tutela del Estado; ni, efectivamente, es la familia sociedad
perfecta que tenga en si misma todo lo necesario para su cabal y pleno
perfeccionamiento. En este caso, por lo demás, excepcional, ya no suplanta
el Estado a la familia, sino que atiende y provee a una necesidad con
oportunos remedios, siempre en conformidad con los derechos naturales de la
prole y los sobrenaturales de la Iglesia.
De modo general, es derecho y misión del Estado proteger la educación moral
y religiosa de la juventud, conforme a las normas de la recta razón y de la
fe, apartando aquellas causas públicas que a ella se oponen. Pero toca
principalmente al Estado, como lo exige el bien común, promover de muchos
modos la educación e instrucción misma de la juventud. Ante todo y
directamente, favoreciendo y ayudando a la acción de la Iglesia y de las
familias, cuya eficacia se demuestra por la historia y la experiencia; luego
complementando esa misma acción, donde falta o no es suficiente; fundando
también escuelas e instituciones propias; pues el Estado dispone de recursos
superiores a los de los particulares y como le fueron entregados para las
comunes necesidades de todos, es justo y conveniente que los emplee en
utilidad de los mismos de quienes los ha recibido. Puede además mandar el
Estado, y por ende procurar, que todos los ciudadanos no sólo aprendan sus
derechos civiles y nacionales, sino que también reciban aquel grado de
cultura científica, moral y física que conviene y realmente exige el bien
común en nuestros tiempos. Sin embargo, es evidente que en todos estos modos
de promover la educación e instrucción pública y privada, el Estado tiene el
deber no sólo de respetar los derechos nativos de la Iglesia y la familia en
orden a la educación cristiana, sino que ha de obedecer a la justicia que da
a cada uno lo suyo. Por consiguiente, no es licito que el Estado de tal modo
monopolice toda la educación e instrucción, que las familias, contra los
deberes de su conciencia cristiana, o contra sus legitimas preferencias, se
vean forzadas física o moralmente a mandar sus hijos a las escuelas del
mismo Estado.
Pero esto no quita que para la recta administración de la cosa pública o
para la defensa interior y exterior de la paz, todo lo cual, así como es tan
necesario para el bien común, así exige peculiar pericia y especial
preparación, el Estado instituya escuelas que pudieran llamarse
preparatorias para algunos cargos, especialmente militares, con tal que, en
lo que a ellas se refiere, se abstenga de violar los derechos de la Iglesia
y de la familia...
A la sociedad civil y al Estado pertenece la que puede llamarse educación
cívica, no sólo de la juventud, sino de todas las edades y condiciones, y
que en la parte que llaman positiva, consiste en proponer públicamente a los
hombres pertenecientes a tal sociedad las cosas que imbuyendo sus mentes e
hiriendo sus sentidos con conocimientos e imágenes, inviten la voluntad
hacia lo honesto y a ello la conduzcan por una especie de necesidad moral; y
en su parte negativa, en precaver e impedir lo que a ella se opone. Esta
educación cívica, tan amplia y múltiple que abarca casi toda la obra del
Estado por el bien común, como haya de conformarse a las leyes de la
equidad, no puede oponerse a la doctrina de la Iglesia que está divinamente
constituída maestra de esas leyes...
Tampoco... ha de perderse jamás de vista que el sujeto de la educación
cristiana es el hombre todo entero, es decir, el hombre que se compone de
una sola naturaleza por medio del espíritu y del cuerpo y dotado de todas
las facultades de alma y cuerpo que o proceden de la naturaleza o la
sobrepasan; tal, finalmente, como le conocemos por la recta razón y los
divinos oráculos; es decir, el hombre a quien, después de caer de su
prístina nobleza, redimió Cristo y le restituyó a la sobrenatural dignidad
de ser hijo adoptivo de Dios, sin devolverle, no obstante, aquellos
privilegios preternaturales en virtud de los cuales era antes su cuerpo
inmortal y su alma equilibrada e integra. De donde resultó que sobreviven en
el hombre las fealdades que a la naturaleza humana fluyeron de la culpa de
Adán, particularmente la debilidad de la voluntad y las desenfrenadas
concupiscencias del alma.
Y a la verdad, pegada está la necedad al corazón del niño, y la vara de la
disciplina la arrojará fuera [Prov. 22, 15]. Desde la niñez, por lo tanto,
hay que reprimir las inclinaciones de la voluntad, si son malas, y
fomentarlas si son buenas, y, sobre todo, es menester imbuir la mente de los
niños con las doctrinas que de Dios vienen y fortalecer su voluntad con los
auxilios de la gracia divina, en faltando los cuales, ni podrá nadie moderar
sus concupiscencias, ni podrá la Iglesia llevar a término y perfección la
disciplina y formación, no obstante haberla Cristo provisto de celestes
doctrinas y sacramentos divinos, para que ella fuese maestra eficaz de todos
los hombres.
Por lo tanto, toda pedagogía, cualquiera que sea, que se contente con las
meras fuerzas de la naturaleza y rechace o descuide lo que por institución
divina contribuye a la debida formación de la vida cristiana, es falsa y
llena de error, y todo método y procedimiento educativo de la juventud que
no tenga apenas para nada en cuenta la mancha trasmitida por los primeros
padres a toda su posteridad, ni tampoco la gracia divina, y que, por ende,
se funde toda entera en las solas fuerzas de la naturaleza, se desvía
totalmente de la verdad. Tales son, sobre poco más o menos sistemas que con
nombres varios se propalan públicamente en nuestros tiempos, los cuales se
reducen a poner casi totalmente el fundamento de cualquier educación en que
sea permitido a los niños formarse ellos a sí mismos, según su plena
inclinación y arbitrio, aun repudiando los consejos de los mayores y
maestros, y sin tener para nada en cuenta ley alguna, ni ayuda humana, ni
divina. Todo esto, si de tal manera se circunscribiera en sus propios
límites, que estos nuevos maestros quisieran que los adolescentes
colaboraran también en su educación con su propio trabajo e industria, tanto
más cuanto más adelantan en edad y conocimiento de las cosas, o bien, que de
la educación de los niños se apartara toda violencia y aspereza (con la que
no ha, sin embargo, de confundirse la justa corrección), la cosa sería
verdadera, pero en modo alguno nueva, como quiera que eso mismo ha enseñado
la Iglesia y lo han mantenido por tradición de sus mayores los educadores
cristianos, imitando a Dios, el cual quiere que todas las criaturas y
señaladamente todos los hombres, colaboren con Él, conforme a la propia
naturaleza de ellos, pues la divina sabiduría se extiende poderosa de confín
a confín y lo dispone todo suavemente [Sap. 8,1]...
Pero mucho más perniciosas son las ideas y doctrinas sobre seguir
absolutamente como guía a la naturaleza, que tocan una parte delicadísima de
la educación humana, aquella —decimos— que atañe a la integridad de las
costumbres y a la castidad. Corrientemente, en efecto, se hallan muchos que,
tan necia como peligrosamente, defienden y proponen aquel método educativo
que con afectación llaman educación sexual, estimando falsamente que podrán
precaver a los jóvenes contra el placer de la lujuria por medios puramente
naturales y sin ayuda alguna de la religión y de la piedad; a saber,
iniciándolos e instruyéndolos a todos, sin distinción de sexo, y hasta
públicamente, en doctrinas resbaladizas, y aun —lo que es peor—
exponiéndolos prematuramente a las ocasiones, a fin de que su espíritu,
acostumbrado, como ellos dicen, a estas cosas, quede como curtido para los
peligros de la pubertad.
Pero yerran gravemente esos hombres al no reconocer la nativa fragilidad de
la naturaleza humana ni la ley ínsita en nuestros miembros, la cual, para
valernos de las palabras del Apóstol Pablo, combate contra la ley de la
mente [Rom. 1, 23], y al negar temerariamente lo que sabemos por la diaria
experiencia, que los jóvenes más que nadie caen frecuentemente en los
pecados torpes, no tanto por falta de conocimiento de la inteligencia,
cuanto por debilidad de la voluntad, expuesta a los halagos y desprovista de
los auxilios divinos.
En este asunto, de verdad difícil, si, atendidas todas las circunstancias,
se hace necesario dar oportunamente a algún joven alguna instrucción de
parte de quienes han recibido de Dios el deber de educar a los niños
juntamente con las gracias oportunas, hay que emplear aquellas cautelas y
artes que no son desconocidos de los educadores cristianos...
Igualmente ha de tenerse por erróneo y pernicioso para la educación
cristiana aquel método de formación de la juventud que llaman vulgarmente
coeducación... Uno y otro sexo han sido constituídos por la sabiduría de
Dios para que en la familia y en la sociedad se completen mutuamente y
formen una conveniente unidad, y eso justamente por su misma diferencia de
cuerpo y alma, que los distingue entre sí, diferencia que, por tanto, debe
mantenerse en la educación y formación, y hasta favorecerse por la
conveniente distinción y separación, adecuada a las edades y condiciones. Y
estos preceptos, que dicta la prudencia cristiana, han de guardarse en su
tiempo y ocasión, no sólo en todas las escuelas, señaladamente durante los
años inquietos de la adolescencia, de los que depende totalmente la marcha
de casi toda la vida futura, sino también en los ejercicios de gimnasia y
deporte, en los que debe atenderse de modo peculiar a la cristiana modestia
de las niñas, de las que gravemente desdice cualquier exhibición y
publicidad a los ojos de todos...
Mas para procurar una perfecta educación es menester procurar que cuanto a
los niños rodee durante el periodo de su formación, corresponda bien al fin
que se pretende.
Y, a la verdad, como primer ambiente que por necesidad rodea al niño para su
recta formación, hay que considerar su propia familia, destinada por Dios
precisamente para esta misión. De ahí que con razón tendremos por más
constante y segura educación, la que se recibe en la familia bien ordenada y
morigerada, y tanto más eficaz y firme cuanto los padres principalmente y
los demás domésticos más vayan con su ejemplo de virtud delante de los
niños...
Mas a las débiles fuerzas de la naturaleza humana, decaída por la culpa
originaria, Dios por su bondad atendió con los auxilios abundantes de su
gracia y con aquella copiosidad de medios de que dispone la Iglesia para
purificar a las almas y levantarlas a la santidad; la Iglesia, decimos,
aquella gran familia de Cristo, la cual es por ello la educadora que se
adapta y une como ninguna con las familias particulares...
Mas como era necesario que las nuevas generaciones se instruyeran en
aquellas artes y disciplinas por las que prospera y florece la sociedad
civil, y para ello no bastaba por sí sola la familia; de ahí tuvieron
principio los públicos institutos, primero —nótese bien— por la acción
mancomunada de la Iglesia y de la familia, y mucho después por la del
Estado. Por eso las instituciones literarias y las escuelas, si a la luz de
la historia se examinan sus orígenes, fueron por su naturaleza como un
subsidio y casi complemento de la Iglesia y de la familia juntamente; de
donde consiguientemente se sigue que las escuelas públicas no sólo no pueden
oponerse a la familia y a la Iglesia, sino que deben, en la medida de lo
posible, estar de acuerdo con una y otra, de suerte que las tres —escuela,
familia e Iglesia— formen como un santuario único de la educación cristiana,
si es que no queremos que la escuela se desvíe totalmente de sus fines y se
convierta en peste y ruina de los adolescentes...
De ahí se sigue necesariamente que las escuelas que llaman neutras o laicas,
socavan y trastornan todo fundamento de educación cristiana, como quiera que
de ellas se excluye de todo punto la religión; escuelas, por lo demás, que
sólo en apariencia son neutras, pues de hecho o son o se convierten en
enemigas declaradas de la religión.
Largo fuera, y tampoco es necesario, repetir lo que nuestros predecesores,
señaladamente Pío IX y León XIII, declararon abiertamente, como quiera que
fue principalmente en sus tiempos, cuando esta peste del laicismo invadió
las escuelas públicas. Nos reiteramos y confirmamos sus protestas, así como
las prescripciones de los sagrados cánones en que se prohibe a los niños
católicos frecuentar por ninguna causa las escuelas, ora neutras, ora
mixtas, es decir, aquellas en que se reúnen sin distinción educadores
católicos y acatólicos; a las cuales, sin embargo, será lícito asistir, sólo
según el prudente juicio del Ordinario, en determinadas circunstancias de
lugares y de tiempos, con tal que se pongan las convenientes cautelas.
Tampoco puede tolerarse aquella escuela (y menos si es "única", y a ella
tienen que acudir todos los niños) en que, si bien se da separadamente a los
católicos la instrucción religiosa, no son, sin embargo, católicos los
maestros que instruyen promiscuamente a niños católicos y acatólicos en las
letras y en las artes.
Porque tampoco basta que en una escuela se dé instrucción religiosa
(frecuentemente con harta parsimonia), para que satisfaga a los derechos de
la Iglesia y de la familia y se haga digna de ser frecuentada por alumnos
católicos; pues para que una escuela cualquiera logre esto realmente, es de
todo punto preciso que la educación y enseñanza toda, la organización toda
de la escuela, es decir, maestros, métodos, libros, en lo que atañe a
cualquier disciplina, de tal modo estén imbuídos y penetrados de espíritu
cristiano, bajo la dirección y maternal vigilancia de la Iglesia, que la
religión misma constituya no sólo el fundamento, sino la cúspide de toda la
educación; y esto no sólo en las escuelas elementales, sino también en
aquellas en que se dan las disciplinas superiores. "Menester es —para
valernos de palabras de León XIII— que no sólo se enseñe en determinadas
horas a los jóvenes la religión, sino que todo el resto de la formación
respire sentimientos de piedad. Si esto falta, si este hábito sagrado no
penetra y calienta los corazones de maestros y discípulos, exiguos frutos se
sacarán de cualquier doctrina, y con frecuencia se seguirán danos no
exiguos..."
Mas todo cuanto hacen los fieles para promover y defender la escuela
católica para sus hijos, es sin género de duda obra de religión y por ello
misión principalísima de la Acción Católica; de suerte que son
particularmente gratas a nuestro corazón de padre y dignas de especiales
alabanzas aquellas asociaciones todas que en múltiples formas trabajan de
modo peculiar y con todo empeño en obra tan necesaria.
Por eso, hay que proclamar muy alto y por todos ha de ser bien advertido y
reconocido que, al procurar los fieles la escuela católica para sus hijos,
no hacen en nación alguna obra de partido político, sino que cumplen un
deber de religión que imperiosamente les exige su conciencia; y tampoco
pretenden separar a sus hijos de la disciplina y espíritu del Estado, antes
bien, educarlos en él del modo más perfecto y más conducente a la
prosperidad de la nación, puesto que el verdadero católico, formado
precisamente en la doctrina católica, es por ello mismo el mejor ciudadano y
el mejor patriota, que obedece a la pública autoridad con sincera lealtad
bajo cualquier forma legítima de gobierno.
Sin embargo, la saludable eficacia de las escuelas, no ha de atribuirse
tanto a las buenas leyes, cuanto a los buenos maestros, que especialmente
preparados y bien impuestos cada uno en la disciplina que ha de enseñar,
dotados de aquellas cualidades intelectuales y morales que su cargo, a la
verdad gravísimo, reclama, ardan en pura y divina caridad para con los
jóvenes que les han sido confiados, del mismo modo que aman a Jesucristo y a
su Iglesia —de quienes aquéllos son hijos carísimos—, y por lo mismo buscan
con todo empeño el verdadero bien de las familias y de la patria.
Llénasenos, pues, el alma de consuelos preclaros, y damos gracias a la
divina Bondad, cuando vemos que a los religiosos y religiosas dedicados a la
enseñanza de niños y adolescentes, se agregan tantos y tan excelentes
maestros de ambos sexos —unidos también ellos para cultivar más santamente
su espíritu en congregaciones y asociaciones especiales, que han de alabarse
y promoverse como el más noble y poderoso auxiliar de la Acción Católica—
los cuales, olvidados de su propio interés, trabajan con celo y constancia
en lo que San Gregorio Nacianceno llama "el arte de las artes y la ciencia
de las ciencias", es decir, en la obra de dirigir y formar a los jóvenes.
Sin embargo, como sea cierto que también a ellos se aplica el dicho del
divino maestro: La mies es mucha, pero los obreros pocos [Mt. 9, 37],
roguemos con humildes preces al Señor de la mies que envíe más y más tales
operarios de la educación cristiana, cuya formación deben tener muy en el
corazón los pastores de las almas y los supremos moderadores de las órdenes
religiosas.
Es menester además dirigir y vigilar la educación del joven, como que es "de
cera para doblarse al vicio", en cualquier ambiente de vida en que se halle,
apartándole de las malas ocasiones y procurándole la oportunidad de las
buenas, en las recreaciones y en la selección de sus compañías, porque
corrompen las buenas costumbres las conversaciones malas [1 Cor. 15, 33].
Sin embargo, esta guardia y vigilancia que hemos dicho es menester emplear,
no exige en modo alguno que los jóvenes hayan de estar separados de la
sociedad humana en la que han de vivir y atender a la salvación de su alma,
sino que se armen y cristianamente fortalezcan, hoy más que nunca, contra
los halagos y errores del mundo que, como dice San Juan, es todo
concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida
[1 Ioh. 2, 16]; de suerte que, como de los primeros cristianos escribió
Tertuliano, sean tales los nuestros cuales en todo tiempo es bien sean los
cristianos: "coposeedores del mundo, pero no del error".
Fin propio e inmediato de la educación cristiana es, con la cooperación de
la gracia divina, hacer al hombre auténtico y perfecto cristiano, es decir,
expresar y formar a Cristo mismo en aquellos que han renacido por el
bautismo, conforme a la viva expresión de San Pablo: Hijitos míos, por
quienes otra vez estoy de parto, hasta que se forme Cristo en vosotros [Gal.
4, 19]. Vida, en efecto, sobrenatural debe vivir en Cristo el auténtico
cristiano —Cristo vida vuestra [Col. 8, 4]— y esa misma ha de poner de
manifiesto en todas sus acciones, de suerte que también la vida de Jesús se
manifieste en nuestra carne mortal [2 Cor. 4, 11].
Siendo esto así, el conjunto mismo de los actos humanos, lo mismo en la
acción de los sentidos que del espíritu, lo mismo en cuanto a la
inteligencia que a las costumbres, los individuos y la sociedad, sea esta
doméstica, sea civil, todo lo abarca la educación cristiana, pero no para
menoscabarlo en lo mas mínimo, sino para levantarlo, dirigirlo y
perfeccionarlo conforme a los ejemplos y doctrina de Jesucristo.
Así, pues, el verdadero cristiano, formado por la educación cristiana, no es
otro que el hombre sobrenatural que siente, juzga y obra de modo constante y
congruente consigo mismo, conforme a la recta razón, sobrenaturalmente
ilustrada por los ejemplos y doctrina de Jesucristo; es decir, el hombre que
se distingue por su auténtica firmeza de carácter. Porque no todo el que
obra de acuerdo consigo mismo y es tenaz en su propio y personal intento, es
el hombre de sólido carácter, sino sólo aquel que sigue las eternas razones
de la justicia, como lo reconoció el mismo poeta pagano, al exaltar "al
varón justo" y juntamente •tenaz en su propósito"; razones, por lo demás, de
justicia que no pueden ser íntegramente guardadas, si no se da a Dios, como
hace el verdadero cristiano, lo que a Dios es debido...
El verdadero cristiano está tan lejos de abdicar de la gestión de las cosas
de la vida y de amenguar sus facultades naturales, que, por el contrario,
las desarrolla y perfecciona, armonizándolas con la vida sobrenatural de
modo que ennoblece la misma vida natural y la dota de más eficaces auxilios
no sólo en orden a lo espiritual y eterno, sino también a las necesidades de
la misma vida natural...
Del matrimonio cristiano
[De la Carta Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]
Quede asentado, ante todo, como fundamento inconmovible e inviolable que el
matrimonio no fue instituido ni establecido por obra de los hombres, sino
por obra de Dios; que fue protegido, confirmado y elevado no con leyes de
los hombres, sino del autor mismo de la naturaleza, Dios, y del restaurador
de la misma naturaleza, Cristo Señor; leyes, por ende, que no pueden estar
sujetas al arbitrio de los hombres, ni siquiera al acuerdo contrario de los
mismos cónyuges. Esta es la doctrina de las Sagradas Letras [Gen. 1, 27 s;
2, 22 s; Mt. 19; 3 ss; Eph. 5, 23 ss]; ésta, la constante y universal
tradición de la Iglesia; ésta, la solemne definición del sagrado Concilio de
Trento, que predica y confirma con las palabras mismas de la Sagrada
Escritura que el perpetuo e indisoluble vinculo del matrimonio y su unidad y
firmeza tienen a Dios por autor (sesión 24; v. 969 ss].
Mas, aun cuando el matrimonio sea por su naturaleza de institución divina,
también la voluntad humana tiene en él su parte y por cierto nobilísima.
Porque cada matrimonio particular, en cuanto es unión conyugal entre un
hombre determinado y una determinada mujer, no se realiza sin el libre
consentimiento de uno y de otro esposo; y este acto libre de la voluntad,
por el que una y otra parte entrega y acepta el derecho propio del
matrimonio, es tan necesario para constituir verdadero matrimonio, que no
puede ser suplido por potestad humana alguna. Esta libertad, sin embargo,
sólo tiene por fin que conste si los contrayentes quieren o no contraer
matrimonio y con esta persona precisamente; pero la naturaleza del
matrimonio está totalmente sustraída a la libertad del hombre, de suerte
que, una vez se ha contraido, está el hombre sujeto a sus leyes divinas y a
sus propiedades esenciales. Pues, tratando el Doctor Angélico de la
fidelidad y de la prole: "Éstas —dice—s e originan en el matrimonio en
virtud del mismo pacto conyugal, de suerte que si en el consentimiento, que
causa el matrimonio, se expresara algo contrario a ellas, no habría
verdadero matrimonio".
Por obra, pues, del matrimonio, se unen y funden las almas antes y más
estrechamente que los cuerpos y no por pasajero afecto de los sentidos o del
espíritu, sino por determinación firme y deliberada de las voluntades. Y de
esta unión de las almas surge, porque Dios así lo ha establecido, el vinculo
sagrado e inviolable.
La naturaleza absolutamente propia y señera de este contrato lo hace
totalmente diverso, no sólo de los ayuntamientos de las bestias realizados
por el solo instinto ciego de la naturaleza, sin razón ni voluntad
deliberada alguna, sino también de aquellas inconstantes uniones de los
hombres, que carecen de todo vinculo verdadero y honesto de las voluntades y
están destituidas de todo derecho a la convivencia doméstica.
De ahí se desprende ya que la legitima autoridad tiene el derecho y está,
por ende, obligada por el deber de reprimir, impedir y castigar las uniones
torpes, que se oponen a la razón y a la naturaleza; mas como se trata de
cosa que se sigue de la naturaleza misma del hombre, no consta con menor
certidumbre lo que claramente advirtió nuestro predecesor, de feliz memoria,
León XIII: "No hay duda ninguna que en la elección del género de vida está
en la potestad y albedrío de cada uno tomar uno de los dos partidos: o
seguir el consejo de Jesucristo sobre la virginidad o ligarse con el vinculo
del matrimonio. Ninguna ley humana puede privar al hombre del derecho
natural y originario de casarse ni de modo alguno circunscribir la causa
principal de las nupcias, constituida al principio por autoridad de Dios:
Creced y multiplicaos [Gen. 1, 28]".
Ahora bien, al disponernos, Venerables Hermanos, a exponer cuáles y cuán
grandes sean los bienes dados por Dios al verdadero matrimonio, se nos
ocurren las palabras de aquel preclarísimo Doctor de la Iglesia a quien no
ha mucho, con ocasión del XV centenario de su muerte, exaltamos en nuestra
Carta Encíclica Ad Salutem: "Tres son los bienes —dice San Agustín— por los
que las nupcias son buenas: la prole, la fidelidad y el sacramento". De qué
modo estos tres capítulos puede con razón decirse que contienen una luminosa
síntesis de toda la doctrina sobre el matrimonio cristiano, el mismo santo
Doctor lo declara expresamente cuando dice: "En la fidelidad se atiende que
fuera del vinculo conyugal no se unan con otro o con otra; en la prole, a
que se reciba con amor, se críe con benignidad y se eduque religiosamente;
en el sacramento, en fin, a que la unión no se rompa y el repudiado o
repudiada, ni aun por razón de la prole, se una con otro. Ésta es como la
regla de las nupcias, por la que se embellece la fecundidad de la naturaleza
o se reprime el desorden de la incontinencia".
[1.] Así pues, la prole ocupa el primer lugar entre los bienes del
matrimonio. Y a la verdad, el mismo Creador del género humano que quiso por
su benignidad valerse de los hombres como de cooperadores en la propagación
de la vida, lo enseñó así, cuando en el paraiso, al instituir el matrimonio,
les dijo a los primeros padres y por ellos a todos los futuros cónyuges:
Creced y multiplicaos y llenad la tierra [Gen. 1, 28]. Lo mismo deduce
bellamente San Agustín de las palabras del Apóstol San Pablo a Timoteo,
diciendo: Así, pues, que por causa de la generación se hagan las nupcias, el
mismo Apóstol lo atestigua: Quiero —dice— que las que son jóvenes se casen,
y como si le preguntaran: ¿Para qué? añade seguidamente: para que engendren
hijos, para que sean madres de familia [1 Tim. 5,14]...
Mas los padres cristianos han de entender que no están ya destinados
solamente a propagar y conservar en la tierra el género humano; más aún, ni
siquiera a producir cualesquiera adoradores del Dios verdadero, sino a dar
descendencia a la Iglesia de Cristo, a procrear conciudadanos de los santos
y domésticos de Dios [Eph. 2, 19], a fin de que cada día se aumente el
pueblo dedicado al culto de Dios y de nuestro Salvador. Porque, si bien es
cierto que los cónyuges cristianos, aunque santificados ellos, no son
capaces de transmitir la santificación a la prole, antes bien la natural
generación de la vida se convirtió en camino de la muerte, por el que pasa a
la prole el pecado original; en algo, sin embargo, participan de algún modo
en aquel primitivo enlace del paraíso, como quiera que a ellos les toca
ofrecer su propia descendencia a la Iglesia, a fin de que esta madre
fecundísima de los hijos de Dios, la regenere por el lavatorio del bautismo
para la justicia sobrenatural, y quede hecha miembro vivo de Cristo,
partícipe de la vida inmortal y heredera, finalmente, de la gloria eterna
que todos de todo corazón anhelamos...
Mas no termina el bien de la prole con el beneficio de la procreación, sino
que es menester se añada otro que se contiene en la debida educación de la
prole. Insuficientemente en verdad hubiera Dios sapientísimo provisto a los
hijos y, consiguientemente, a todo el género humano, si a quienes dio
potestad y derecho de engendrar, no les hubiera también atribuído el derecho
y el deber de educar. A nadie, efectivamente, se le oculta que la prole no
puede bastarse y proveerse a sí misma, ni siquiera en las cosas que atañen a
la vida natural, y mucho menos en las que atañen a la vida sobrenatural,
sino que por muchos años necesita del auxilio, instrucción y educación de
los otros. Ahora bien, es cosa averiguada que, por mandato de la naturaleza
y de Dios, este derecho y deber de educar a la prole pertenece ante todo a
quienes por la generación empezaron la obra de la naturaleza y de todo punto
se les veda que, después de empezada, la expongan a una ruina segura,
dejándola sin acabar. Ahora bien, en el matrimonio se proveyó del mejor modo
posible a esta tan necesaria educación de los hijos, pues en él, por estar
los padres unidos con vínculo indisoluble, siempre está a mano la
cooperación y mutua ayuda de uno y otro...
Tampoco hay, finalmente, que pasar en silencio que por ser de tan grande
dignidad y de tan capital importancia esta doble función encomendada a los
padres para el bien de la prole, todo honesto ejercicio de la facultad dada
por Dios para procrear nueva vida, por imperativo del Creador mismo y de la
misma ley de la naturaleza, es derecho y privilegio del solo matrimonio y
debe absolutamente encerrarse dentro del santuario de la vida conyugal.
[2.] El segundo bien del matrimonio, recordado, como dijimos, por San
Agustín, es el bien de la fidelidad, que consiste en la mutua lealtad de los
cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial, de suerte que lo que
en este contrato, sancionado por la ley divina, se debe únicamente al otro
cónyuge, ni a éste le sea negado ni a ningún otro permitido; ni tampoco al
cónyuge mismo se conceda lo que, por ser contrario a los derechos y leyes
divinas y ajeno en sumo grado a la fe conyugal, no puede jamás concederse.
Por lo tanto, esta fidelidad exige ante todo la absoluta unidad del
matrimonio, que el Creador mismo preestableció en el matrimonio de nuestros
primeros padres, al no querer que se diera sino entre un solo hombre y una
sola mujer. Y si bien más tarde, Dios, legislador supremo, mitigó un tanto,
temporalmente, esta ley primitiva, no hay, sin embargo, duda alguna de que
la Ley evangélica restableció íntegramente aquella prístina y perfecta
unidad y derogó toda dispensación, como evidentemente lo manifiestan las
palabras de Cristo y la constante enseñanza y práctica de la Iglesia... [v.
969].
Mas no sólo quiso Cristo Señor nuestro condenar toda forma de la llamada
poligamia o poliandria sucesiva o simultánea, o cualquier otro acto externo
deshonesto, sino también los mismos pensamientos y deseos voluntarios de
todas estas cosas, a fin de guardar absolutamente inviolado el recinto
sagrado del matrimonio: Yo empero os digo, que todo el que mirare a una
mujer para codiciarla, ya cometió con ella adulterio en su corazón [Mt. 5,
28]. Palabras de Cristo nuestro Señor que ni siquiera con el consentimiento
del otro de los cónyuges pueden anularse, como quiera que expresan una ley
de Dios y de la naturaleza, que nunca es capaz de invalidar o desviar
ninguna voluntad de los hombres.
Más aún, las mutuas relaciones familiares de los cónyuges deben distinguirse
por la nota de la castidad, para que el bien de la fidelidad resplandezca
con el decoro debido, de suerte que los cónyuges se conduzcan en todo según
la norma de la ley de Dios y de la naturaleza y procuren seguir siempre la
voluntad del Creador sapientísimo y santísimo con grande reverencia a la
obra de Dios.
Ahora bien, esta que San Agustín con suma propiedad llama "la fidelidad de
la castidad", florecerá no sólo más fácil, sino también más grata y
noblemente por otro motivo excelentísimo, es decir, por el amor conyugal,
que penetra todos los deberes de la vida conyugal y ocupa cierta primacía de
nobleza en el matrimonio cristiano. "Pide además la fidelidad del matrimonio
que el marido y la mujer estén unidos por un singular, santo y puro amor; y
no se amen como los adúlteros, sino del modo como Cristo amó a la Iglesia,
pues esta regla prescribió el Apóstol cuando dijo: Varones, amad a vuestras
esposas, como también Cristo amó a la Iglesia [Eph. 5, 25; cf. Col. 3, 19];
y ciertamente Él la abrazó con aquella caridad inmensa, no por su interés,
sino mirando sólo el provecho de la Esposa".
Caridad, pues, decimos, que no estriba solamente en la inclinación carnal
que con harta prisa se desvanece, ni totalmente en las blandas palabras,
sino que radica también en el íntimo afecto del alma y, "puesto que la
prueba del amor es la muestra de la obra" se comprueba también por obras
exteriores. Ahora bien, esta obra en la sociedad doméstica no sólo comprende
el mutuo auxilio, sino que es necesario que se extienda, y hasta que éste
sea su primer intento, a la recíproca ayuda entre los cónyuges en orden a la
formación y a la perfección más cabal cada día del hombre interior; de
suerte que por el mutuo consorcio de la vida, adelanten cada día más y más
en las virtudes y crezcan sobre todo en la verdadera caridad para con Dios y
con el prójimo, de la que, en definitiva, depende toda la ley y los profetas
[Mt. 22, 40]. Es decir, que todos, de cualquier condición que fueren y
cualquiera que sea el género honesto de vida que hayan abrazado, pueden y
deben imitar al ejemplar más absoluto de toda santidad, propuesto por Dios a
los hombres, que es Cristo Señor, y llegar también, con la ayuda de Dios, a
la más alta cima de la perfección cristiana, como se comprueba por los
ejemplos de muchos santos.
Esta mutua formación interior de los cónyuges, este asiduo cuidado de su
mutuo perfeccionamiento, puede también llamarse en cierto sentido muy
verdadero, como enseña el Catecismo romano, causa y razón primaria del
matrimonio, cuando no se toma estrictamente como una institución para
procrear y educar convenientemente a la prole, sino, en sentido más amplio,
como una comunión, estado y sociedad para toda la vida.
Con esta misma caridad es menester que se concilien los restantes derechos y
deberes del matrimonio, de suerte que sea no sólo ley de justicia, sino
norma también de caridad aquello del Apóstol: El marido preste a la mujer el
débito; e igualmente, la mujer al marido [1 Cor. 7, 3].
Fortalecida, en fin, con el vínculo de esta caridad la sociedad doméstica,
por necesidad ha de florecer en ella el que San Agustín llama orden del
amor. Este orden comprende tanto la primacía del varón sobre la mujer y los
hijos, cuanto la pronta y no forzada sumisión y obediencia de la mujer, que
el Apóstol encarece por estas palabras: Las mujeres estén sujetas a sus
maridos, como al Señor porque el varón es cabeza de la mujer, como Cristo es
cabeza dé la Iglesia [Eph. 5, 22 ss].
Tal sumisión ho niega ni quita la libertad que con pleno derecho compete a
la mujer, así por su dignidad de persona humana, como por sus nobilísimas
funciones de esposa, madre y compañera, ni la obliga tampoco a dar
satisfacción a cualesquiera gustos del marido, menos convenientes tal vez
con la razón misma y con su dignidad de esposa; ni, finalmente, enseña que
se haya de equiparar la esposa con las personas que en el derecho se llaman
menores, a las que, por falta de madurez de juicio o inexperiencia de las
cosas humanas, no se les suele conceder el libre ejercicio de sus derechos;
sino que veda aquella exagerada licencia, que no se cuida del bien de la
familia, veda que en este cuerpo de la familia el corazón se separe de la
cabeza, con daño grandísimo de todo el cuerpo y con peligro máximo de ruina.
Porque si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón y como aquél tiene
la primacía del gobierno, esta puede y debe reclamar para sí, como cosa
propia, la primacía del amor.
Por otra parte, el grado y modo de esta sumisión de la mujer al marido puede
ser diverso, según las diversas condiciones de personas, de lugares y de
tiempos; más aún, si el marido faltare a su deber, a la mujer toca hacer sus
veces en la dirección de la familia; mas trastornar y atentar contra la
estructura de la familia y a su ley fundamental constituída y confirmada por
Dios, no es lícito en ningún tiempo ni en ningún lugar.
Sobre este orden que ha de guardarse entre marido y mujer, enseña muy
sabiamente nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, en la Carta
Encíclica sobre el matrimonio cristiano, de que hemos hecho mención: "El
varón es el rey de la familia y cabeza de la mujer, la cual, sin embargo,
puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, ha de someterse y
obedecer al marido, no a manera de esclava, sino de compañera; es decir, de
forma que a la obediencia que se presta no le falte ni la honestidad ni la
dignidad. En el que manda, empero, y en la que obedece, puesto que uno
representa a Cristo y la otra a la Iglesia, la caridad divina sea moderadora
perpetua del deber..."
[3.] Sin embargo, la suma de tan grandes beneficios se completa y llega como
a su colmo por el bien aquel del matrimonio cristiano que, con palabra de
San Agustín hemos llamado sacramento, por el que se indica tanto la
indisolubilidad del vínculo, como la elevación y consagración del contrato,
hecha por Cristo, a signo eficaz de la gracia. Y cierto, ante todo, Cristo
mismo urge la indisolubilidad de la alianza nupcial, cuando dice: Lo que
Dios unió, el hombre no lo separe [Mt. 19, 6]; y: Todo aquel que repudia a
su mujer y se casa con otra, comete adulterio y el que se casa con la
repudiada por su marido, comete adulterio [Lc. 16, 18].
En esta indisolubilidad pone San Agustín lo que él llama el bien del
sacramento con estas claras palabras: "En el sacramento, empero, se atiende
a que no se rompa el enlace, y ni el repudiado ni la repudiada, ni aun por
causa de la prole, se una con otro".
Y esta inviolable firmeza, si bien no a cada uno en la misma y tan perfecta
medida, compete, sin embargo, a todos los verdaderos matrimonios; puesto que
habiendo dicho el Señor de la unión de los primeros padres, prototipo de
todo futuro enlace: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe, fuerza es que
se refiera absolutamente a todos los matrimonios verdaderos. Así, pues, aun
cuando antes de Cristo, de tal modo se templó la sublimidad y severidad de
la ley primitiva que Moisés permitió a los ciudadanos del mismo pueblo de
Dios por causa de la dureza de su corazón, dar libelo de repudio por
determinadas causas; sin embargo, Cristo, en uso de su potestad de
legislador supremo, revocó este permiso de mayor licencia, y restableció
íntegramente la ley primitiva por aquellas palabras que nunca hay que
olvidar: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe. Por lo cual,
sapientísimamente, nuestro predecesor de feliz memoria, Pío VI, escribiendo
al obispo de Eger, dice: "Por lo que resulta patente que el matrimonio, aun
en el estado de naturaleza pura y, a la verdad, mucho antes de ser elevado a
la dignidad de sacramento propiamente dicho, fue de tal suerte instituído
por Dios, que lleva consigo un lazo perpetuo e indisoluble, que no puede,
por ende, ser desatado por ley civil alguna. En consecuencia, aunque la
razón de sacramento puede separarse del matrimonio, como acontece entre
infieles; sin embargo, aun en ese matrimonio, desde el momento que es
verdadero matrimonio, debe persistir y absolutamente persiste aquel perpetuo
lazo que, desde el origen primero, de tal modo por derecho divino se une al
matrimonio, que no está sujeto a ninguna potestad civil. Y, por tanto, todo
matrimonio que se diga contraerse, o se contrae de modo que sea verdadero
matrimonio, y en ese caso llevará consigo aquel perpetuo nexo que por
derecho divino va anejo a todo matrimonio, o se supone contraído sin aquel
perpetuo nexo, y entonces no es matrimonio, sino unión ilegítima, que por su
objeto repugna a la ley divina; unión, por tanto, que ni puede contraerse ni
mantenerse".
Y si esta firmeza parece estar sujeta a alguna excepción, aunque muy rara,
como en ciertos matrimonios naturales contraidos solamente entre infieles, y
también, tratándose de cristianos, en los matrimonios ratos, pero no
consumados; tal excepción no depende de la voluntad de los hombres ni de
potestad cualquiera meramente humana, sino del derecho divino, del que la
Iglesia de Cristo es sola guardiana e intérprete. Nunca, sin embargo, ni por
ninguna causa, podrá esta excepción extenderse al matrimonio cristiano rato
y consumado, puesto que en él, así como llega a su pleno acabamiento el
pacto marital; así también, por voluntad de Dios, brilla la máxima firmeza e
indisolubilidad, que por ninguna autoridad de hombres puede ser desatada.
Y si queremos... investigar reverentemente la razón íntima de esta voluntad
divina, fácilmente la hallaremos en la mística significación del matrimonio
cristiano, que se da de manera plena y perfecta en el matrimonio entre
fieles consumado. Porque, según testimonio del Apóstol, en su Epístola a los
Efesios (a la que desde el comienzo aludimos), el matrimonio de los
cristianos representa aquella perfectísima unión que media entre Cristo y su
Iglesia: Este sacramento es grande; pero yo lo digo en Cristo y la Iglesia
[Eph. 5, 32]. Y esta unión, mientras Cristo viva, y por Él la Iglesia, jamás
a la verdad podrá deshacerse por separación alguna...
Mas en este bien del sacramento se encierran, aparte la indisoluble firmeza,
provechos mucho más excelsos, aptísimamente designados por la misma voz de
sacramento, pues para los cristianos no es éste un nombre vano y vacío, como
quiera que Cristo Señor, "instituidor y perfeccionador de los sacramentos",
al elevar el matrimonio de sus fieles a verdadero y propio sacramento de la
Nueva Ley, lo hizo realmente signo y fuente de aquella peculiar gracia
interior, por la que "se perfeccionara el amor natural, se confirmara su
indisoluble unidad y se santificará a los cónyuges".
Y puesto que Cristo constituyó el mismo consentimiento conyugal válido entre
fieles como signo de la gracia, la razón de sacramento se une tan
íntimamente con el matrimonio cristiano, que no puede darse matrimonio
verdadero alguno entre bautizados "que no sea por el mero hecho sacramento".
Desde el momento, pues, que con ánimo sincero prestan los fieles tal
consentimiento, abren para si mismos el tesoro de la gracia sacramental, de
donde han de sacar fuerzas sobrenaturales para cumplir sus deberes y
funciones fiel y santamente y con perseverancia hasta la muerte.
Porque este sacramento, a los que no ponen lo que se llama óbice, no sólo
aumenta el principio permanente de la vida sobrenatural, que es la gracia
santificante, sino que añade también dones peculiares, buenas mociones del
alma, gérmenes de la gracia, aumentando y perfeccionando las fuerzas de la
naturaleza a fin de que los cónyuges puedan no sólo por la razón entender,
sino íntimamente sentir, mantener firmemente, eficazmente querer y de obra
cumplir cuanto atañe al estado conyugal, a sus fines y deberes; y, en fin,
concédeles derecho para alcanzar auxilio actual de la gracia, cuantas veces
lo necesiten para cumplir las obligaciones de su estado.
Sin embargo, como sea ley de la divina providencia en el orden sobrenatural,
que los hombres no recojan pleno fruto de los sacramentos que reciben
después del uso de la razón, si no cooperan a la gracia; la gracia del
matrimonio quedará en gran parte como talento inútil, escondido en el campo,
si los cónyuges no ejercitan sus fuerzas sobrenaturales y no cultivan y
desarrollan los gérmenes de la gracia que han recibido. En cambio, si
haciendo lo que está de su parte, se muestran dóciles a la gracia, podrán
llevar las cargas y cumplir los deberes de su estado y serán fortalecidos,
santificados y como consagrados por tan gran sacramento. Porque, como enseña
San Agustín, así como por el bautismo y el orden, es el hombre diputado y
ayudado ora para vivir cristianamente, ora para ejercer el ministerio
sacerdotal, y nunca está destituído del auxilio de aquellos sacramentos;
casi por modo igual (si bien no en virtud de carácter sacramental), los
fieles que una vez se han unido por el vínculo del matrimonio, nunca pueden
estar privados de la ayuda y lazo de este sacramento. Más aún, como añade el
mismo santo Doctor, aun después que se hayan hecho adúlteros, arrastran
consigo aquel sagrado vínculo, aunque ya no para la gloria de la gracia,
sino para la culpa del crimen, "del mismo modo que el alma apóstata, como si
se apartara del matrimonio de Cristo, aun después de perdida la fe, no
pierde el sacramento de la fe que por el lavatorio de la regeneración
recibiera".
Pero los mismos cónyuges, no ya constreñidos, sino adornados; no ya
impedidos, sino confortados por el lazo de oro del matrimonio, han de
esforzarse con todas sus fuerzas para que su unión, no sólo por virtud y
significación del sacramento, sino también por su mente y costumbres de su
vida, sea siempre y permanezca viva imagen de aquella fecundísima unión de
Cristo con su Iglesia que es el misterio venerable de la más perfecta
caridad...
Del abuso del matrimonio
[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]
Hay que hablar de la prole que muchos se atreven a llamar carga pesada del
matrimonio, y estatuyen que ha de ser cuidadosamente evitada por los
cónyuges, no por medio de la honesta continencia (que también en el
matrimonio se permite, supuesto el consentimiento de ambos esposos), sino
viciando el acto de la naturaleza. Esta criminal licencia, unos se la
reivindican, porque, aburridos de la prole, desean procurarse el placer solo
sin la carga de la prole; otros, diciendo que ni son capaces de guardar la
continencia, ni pueden tampoco admitir la prole, por sus propias
dificultades, las de la madre o las de la hacienda.
Pero ninguna razón, aun cuando sea gravísima, puede hacer que lo que va
intrínsecamente contra la naturaleza, se convierta en conveniente con la
naturaleza y honesto. Ahora bien, como el acto del matrimonio está por su
misma naturaleza destinado a la generación de la prole, quienes en su
ejercicio lo destituyen adrede de esta su naturaleza y virtud, obran contra
la naturaleza y cometen una acción intrínsecamente torpe y deshonesta.
Por lo cual no es de maravillar que las mismas Sagradas Letras nos
atestigüen el aborrecimiento sumo de la Divina Majestad contra ese nefando
pecado, y que alguna vez lo haya castigado de muerte, como lo recuerda San
Agustín: "Porque ilícita y torpemente yace aun con su legítima esposa, el
que evita la concepción de la prole; pecado que cometió Onán, hijo de Judá,
y por él le mató Dios".
Habiéndose, pues, algunos separado abiertamente de la doctrina cristiana,
enseñada desde el principio y jamás interrumpida, y creyendo ahora que sobre
tal modo de obrar se debía predicar solemnemente otra doctrina, la Iglesia
Católica, a quien el mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la
integridad y honestidad de las costumbres, colocada en medio de esta ruina
moral, para conservar inmune de tan torpe mancha la castidad de la unión
nupcial, en señal de su legación divina, levanta su voz por nuestra boca y
nuevamente promulga: Que cualquier uso del matrimonio en cuyo ejercicio el
acto, por industria de los hombres, queda destituido de su natural virtud
procreativa, infringe la ley de Dios y de la naturaleza, y los que tal
cometen se mancillan con mancha de culpa grave.
Así, pues, según pide nuestra suprema autoridad y el cuidado por la
salvación de todas las almas, advertimos a los sacerdotes dedicados al
ministerio de oir confesiones y a cuantos tienen cura de almas, que no
consientan en los fieles a ellos encomendados error alguno acerca de esta
gravísima ley de Dios; y mucho más, que se conserven ellos mismos inmunes de
estas falsas opiniones y no condesciendan en manera alguna con ellas. Y si
algún confesor o pastor de almas, lo que Dios no permita, indujere a esos
errores a los fieles que le están encomendados o por lo menos los confirmare
en ellos, ya con su aprobación, ya con silencio doloso, sepa que ha de dar
estrecha cuenta a Dios, juez supremo, de haber traicionado a su deber, y
tenga por dichas a sí mismo las palabras de Cristo: ciegos y guías de ciegos
son; mas si un ciego guía a otro ciego, los dos caen en el hoyo [Mt. 15,
14].
Muy bien sabe la Santa Iglesia que no raras veces uno de los cónyuges más
bien sufre que no comete el pecado, cuando por causa absolutamente grave
permite la perversión del recto orden, que él no quiere, y que, por lo
tanto, no tiene él culpa, con tal que también entonces recuerde la ley de la
caridad y no se descuide de apartar al otro del pecado. Ni hay que decir que
obren contra el orden de la naturaleza los esposos que hacen uso de su
derecho de modo recto y natural, aunque por causas naturales ya del tiempo,
ya de determinados defectos, no pueda de ello originarse una nueva vida.
Hay, efectivamente, tanto en el matrimonio como en el uso del derecho
conyugal, otros fines secundarios, como son, el mutuo auxilio y el fomento
del mutuo amor y la mitigación de la concupiscencia, cuya prosecución en
manera alguna está vedada a los esposos, siempre que quede a salvo la
naturaleza intrínseca de aquel acto y, por ende, su debida ordenación al fin
primario...
Se ha de evitar a todo trance que las funestas condiciones de las cosas
externas den ocasión a un error mucho más funesto. En efecto, no puede
surgir dificultad alguna que sea capaz de derogar la obligación de los
mandamientos de Dios que vedan los actos malos por su naturaleza intrínseca;
sino que en todas las circunstancias, fortalecidos por la gracia de Dios,
pueden los cónyuges cumplir fielmente su deber y conservar en el matrimonio
su castidad limpia de tan torpe mancha; porque firme está la verdad de fe
cristiana, expresada por el magisterio del Concilio de Trento: "Nadie...
para que puedas" [v. 804]. Y la misma doctrina ha sido nueva y solemnemente
reiterada y confirmada por la Iglesia, al condenar la herejía janseniana,
que se habla atrevido a proferir esta blasfemia contra la bondad de Dios:
"Algunos mandamientos... con que se hagan posibles" [v. 1092].
De la muerte del feto provocada
[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]
Todavía hay que recordar otro crimen gravísimo con el que se atenta a la
vida de la prole, escondida aún en el seno materno. Hay quienes pretenden
que ello está permitido y dejado al arbitrio del padre y de la madre; otros,
sin embargo, lo tachan de ilícito a no ser que existan causas muy graves, a
las que dan el nombre de indicación médica, social y eugénica. Todos éstos,
por lo que se refiere a las leyes penales del Estado que prohiben dar muerte
a la prole concebida, pero no dada aún a luz, exigen que la indicación que
cada uno defiende, unos una y otros otra, sea también reconocida por las
leyes públicas y declarada exenta de toda pena. Es más, no faltan quienes
reclaman que los públicos magistrados presten su concurso para estas
mortíferas operaciones, lo cual, triste es confesarlo, se verifica en
algunas partes, como todos saben, frecuentísimamente.
Por lo que atañe a "la indicación médica y terapéutica" —para emplear sus
palabras—, ya hemos dicho, Venerables Hermanos, cuánto nos mueve a compasión
el estado de la madre a quien, por razón de su deber de naturaleza, amenazan
graves peligros a la salud y hasta a la vida; pero, ¿qué causa podrá jamás
tener fuerza para excusar de algún modo la muerte del inocente directamente
procurada? Porque de ella tratamos en este lugar. Ya se cause a la madre, ya
a la prole, siempre será contra el mandamiento de Dios y la voz de la
naturaleza que clama: No matarás [Ex. 20, 13]. Porque cosa igualmente
sagrada es la vida de entrambos y nadie, ni la misma autoridad pública,
podrá tener jamás facultad para atentar contra ella. Muy ineptamente, por
otra parte, se quiere deducir este poder contra los inocentes del ius gladii
o derecho de vida y muerte, que sólo vale contra los reos; no hay aquí
tampoco derecho alguno de defensa cruenta contra injusto agresor (¿quién, en
efecto, llamará agresor injusto a un niño inocente?), ni el que llaman
"derecho de extrema necesidad", por el que pueda llegarse hasta la muerte
directa del inocente. Laudablemente, pues, se esfuerzan los médicos honrados
y expertos en defender y salvar ambas vidas, la de la madre y la de la
prole; y se mostrarían, por lo contrario, muy indignos del noble nombre y de
la gloria de médicos quienes, so pretexto de medicinar, o movidos de falsa
compasión, procuraran la muerte de uno de ellos.
Lo que suele aducirse en favor de la indicación social y eugénica, puede y
debe tenerse en cuenta, con medios lícitos y honestos, y dentro de los
debidos límites; pero querer proveer a las necesidades en que aquéllas se
fundan, por medio de la muerte de inocentes, es cosa absurda y contraria al
precepto divino, promulgado también por las palabras del Apóstol: Que no hay
que hacer el mal, para que suceda el bien [Rom. 3, 83.
Finalmente, no es licito que quienes gobiernan las naciones y dan las leyes,
echen en olvido que es función de la autoridad pública defender con leyes y
penas convenientes la vida de los inocentes, y eso tanto más cuanto menos
pueden defenderse a sí mismos aquellos cuya vida peligra y es atacada, entre
los cuales ocupan ciertamente el primer lugar los niños encerrados aún en
las entrañas maternas. Y si los públicos magistrados no sólo no defienden a
esos niños, sino que con sus leyes y ordenaciones los abandonan, y, aún más,
los entregan a manos de médicos u otros para ser muertos, acuérdense que
Dios es juez y vengador de la sangre inocente, que de la tierra clama al
cielo [Gen. 4, 10].
Del derecho al matrimonio y de la esterilización
[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]
Es, finalmente, necesario reprobar aquel otro uso pernicioso que
inmediatamente se refiere, sin duda, al derecho natural del hombre a
contraer matrimonio, pero toca también en un sentido verdadero, al bien de
la prole. Hay, en efecto, quienes demasiado solícitos de los fines
eugénicos, no sólo dan ciertos saludables consejos para procurar con más
seguridad la salud y vigor de la prole futura —lo cual, a la verdad, no es
contrario a la recta razón—, sino que anteponen el fin eugénico a cualquier
otro, aun de orden superior, y pretenden que por pública autoridad se
prohiba contraer matrimonio a todos aquellos que, según las normas y
conjeturas de su ciencia, creen que han de engendrar, por la transmisión
hereditaria, prole defectuosa y tarada, aun cuando de suyo sean aptos para
contraer matrimonio. Más aún, llegan a pretender que por pública autoridad
se los prive de aquella facultad natural, aun contra su voluntad, por
intervención médica; y esto no para solicitar de la autoridad pública un
castigo cruento de un crimen cometido ni para precaver futuros crímenes de
los reos, sino atribuyendo contra todo derecho y licitud a los magistrados
civiles un poder que nunca tuvieron ni pueden legítimamente tener.
Quienesquiera que así obran, olvidan perversamente que la familia es más
santa que el Estado y que los hombres no se engendran ante todo para la
tierra y para el tiempo, sino para el cielo y la eternidad. Y no es
ciertamente licito que hombres, capaces, por lo demás, del matrimonio, los
cuales, aun empleada toda diligencia y cuidado se conjetura no han de
engendrar sino prole tarada; no es lícito —decimos— cargarlos con grave
delito por contraer matrimonio, si bien frecuentemente, haya que
disuadírseles de que lo contraigan.
Los públicos magistrados, empero, no tienen potestad directa alguna sobre
los miembros de sus súbditos; luego, ni por razones eugénicas, ni por otra
causa alguna podrán jamás atentar o dañar a la integridad misma del cuerpo,
donde no mediare culpa alguna ni motivo de castigo cruento. Lo mismo enseña
Santo Tomás de Aquino, cuando inquiriendo si los jueces humanos, para
precaver futuros males, pueden irrogar algún mal a un hombre, lo concede, en
efecto, en cuanto a algunos otros males, pero con razón y justicia lo niega
en cuanto a la lesión corporal: "Jamás —dice— según el juicio humano se debe
castigar a nadie, sin culpa, con pena corporal: muerte, mutilación, azotes".
Por lo demás, la doctrina cristiana establece y ello consta absolutamente
por la luz misma de la razón humana, que los individuos mismos no tienen
sobre los miembros de su cuerpo otro dominio que el que se refiere a los
fines naturales de aquellos, y no pueden destruirlos o mutilarlos o de
cualquier otro modo hacerlos ineptos para las funciones naturales, a no ser
en el caso que no se pueda por otra vía proveer a la salud de todo el
cuerpo.
De la emancipación de la mujer
[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]
Cuantos... de palabra o por escrito empañan el brillo de la fidelidad y de
la castidad nupcial, ellos mismos, como maestros del error, fácilmente echan
por tierra la confiada y honesta obediencia de la mujer al marido. Y más
audazmente algunos de ellos charlatanean que tal obediencia es una indigna
esclavitud de un cónyuge respecto del otro; que todos los derechos son
iguales entre los dos; y pues estos derechos se violan por la sujeción de
uno de los dos, proclaman con toda soberbia haberse logrado o haberse de
lograr no sabemos qué emancipación de la mujer. Tal emancipación establecen
ser triple, ora en el régimen de la sociedad doméstica, ora en la
administración del patrimonio familiar, ora en la facultad de evitar o
suprimir la vida de la prole, y así la llaman social, económica y
fisiológica: fisiológica, porque quieren que las mujeres a su arbitrio estén
libres o se libren de las cargas conyugales o maternales (emancipación ésta,
como ya dijimos suficientemente no ser tal, sino un crimen horrendo);
económica, por la que pretenden que la mujer, aun sin saberlo ni quererlo el
marido, pueda libremente tener sus propios negocios, dirigirlos y
administrarlos, sin tener para nada en cuenta a los hijos, al marido, y a
toda la familia; social, en fin, por cuanto apartan a la mujer de los
cuidados domésticos, lo mismo de los hijos que de la familia, a fin de que,
sin preocuparse de ellos, pueda entregarse a sus antojos y dedicarse a los
negocios y a cargos, incluso públicos.
Mas ni es ésta la verdadera emancipación de la mujer, ni aquélla, la
razonable y dignísima libertad que se debe a la misión de la mujer y de la
esposa cristiana y noble; antes bien, una corrupción del carácter femenino y
de la dignidad maternal, un trastorno de toda la familia, por la que el
marido se ve privado de la esposa, los hijos de la madre, la casa y la
familia toda de su guardiana siempre vigilante. Más aún, esta falsa libertad
e igualdad no natural con el varón, se convierte en ruina de la mujer misma;
pues si ésta desciende del trono, en verdad regio, a que fue levantada por
el Evangelio dentro de las paredes domésticas, en breve quedará reducida a
la antigua servidumbre (si no en la apariencia, si en la realidad) y se
convertirá, como entre los paganos era, en mero instrumento del varón.
Aquella igualdad de derechos que tanto se exagera y de que tanto se alardea,
ha de reconocerse ciertamente en lo que es propio de la persona y de la
dignidad humana y en lo que se sigue al pacto conyugal y es inherente al
matrimonio; en todo eso, ciertamente, ambos cónyuges gozan del mismo derecho
y ambos están ligados por las mismas obligaciones; en lo demás, tiene que
haber cierta desigualdad y templanza, que exigen de consuno el bien de la
familia y la debida unidad y firmeza de la sociedad y orden doméstico.
Sin embargo, si en alguna parte, deben de algún modo cambiarse las
condiciones económicas y sociales de la mujer casada, por haber cambiado los
usos y costumbres del trato humano, a la pública autoridad le toca adaptar
los derechos civiles de la esposa a las necesidades y exigencias de esta
época, teniendo bien en cuenta lo que exige la diversa índole natural del
sexo femenino, la honestidad de las costumbres y el bien común de la
familia; con tal también que permanezca incólume el orden esencial de la
sociedad doméstica, fundado por más alta autoridad que la humana, es decir,
la divina autoridad y sabiduría, y que no puede mudarse ni por las leyes
públicas ni por los caprichos particulares.
Del divorcio
[De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]
Los favorecedores del nuevo paganismo, no aleccionados para nada por la
triste experiencia, se desatan cada día con más violencia contra la sagrada
indisolubilidad del matrimonio y contra les leyes que la protegen, y
pretenden que se declare lícito el divorció, a fin —dicen— que una ley más
humana sustituya a leyes ya anticuadas. Muchas son, ciertamente, y muy
varias las causas que aquéllos alegan en favor del divorcio: unas, que
llaman subjetivas, nacidas de vicio o culpa de las personas; otras,
objetivas, que dependen de la condición de las cosas; todo, en fin, lo que
hace más áspera e ingrata la indivisible comunidad de vida...
Por esto vociferan que las leyes han de conformarse en absoluto a todas
estas necesidades, al cambio de condiciones de los tiempos, a las opiniones
de los hombres, a las instituciones y costumbres de los Estados; todo lo
cual, aun separadamente y, sobre todo, reunido todo en haz, prueba, según
ellos, de la manera más evidente, que debe absolutamente concederse por
determinadas causas la facultad de divorciarse.
Otros, pasando más adelante con sorprendente procacidad, opinan que el
matrimonio, como contrato que es puramente privado, ha de dejarse totalmente
al consentimiento y arbitrio privado de cada contrayente, como se hace en
los demás contratos privados, y que, por ende, puede disolverse por
cualquier causa.
Pero también frente a todos estos desvaríos se levanta... la sola certísima
ley de Dios, amplísimamente confirmada por Cristo, que no puede debilitarse
por decreto alguno de los hombres, ni convención de los pueblos, ni por
voluntad alguna de los legisladores: Lo que Dios unió, el hombre no lo
separe [Mt. 19, 6]. Y si por injusticia el hombre lo separa, su acción será
absolutamente nula. Por eso, con razón, como más de una vez hemos visto,
afirmó Cristo mismo: Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra,
comete adulterio; y el que se casa con la repudiada por su marido, comete
adulterio [Lc. 16, 18]. Y estas palabras de Cristo miran a cualquier
matrimonio, aun el sólo natural y legítimo; pues a todo matrimonio le
conviene aquella indisolubilidad por la que queda totalmente sustraído, en
lo que se refiere a la disolución del vinculo, al capricho de las partes y a
toda potestad secular.
De la "educación sexual" y de la "eugénica"
[Del Decreto del Santo Oficio, de 21 de marzo de 1931]
I) Si puede aprobarse el método que llaman de "la educación sexual" y
también de la "iniciación sexual".
Resp.: Negativamente; y ha de guardarse absolutamente en la educación de la
juventud el método que por la Iglesia y por hombres santos ha sido hasta el
presente empleado y que S. S. ha recomendado en su Carta Encíclica De
christiana inventae educatione, fecha el día 31 de diciembre de 1929 [v.
2214]. Ha de procurarse ante todo una plena, firme y nunca interrumpida
formación religiosa de la juventud de uno y de otro sexo; hay que excitar en
ella la estima, el deseo y el amor de la virtud angélica e inculcarle con
sumo interés que inste en la oración, que sea asidua en la recepción de los
sacramentos de la penitencia y de la Santísima Eucaristía, que profese
filial devoción a la Bienaventurada Virgen, madre de la santa pureza y se
encomiende totalmente a su protección; que evite cuidadosamente las lecturas
peligrosas, los espectáculos obscenos, las malas compañías y cualesquiera
ocasiones de pecar.
Por tanto, en modo alguno puede aprobarse lo que, particularmente en estos
últimos tiempos, se ha escrito y publicado, aun por parte de algunos autores
católicos, en defensa del nuevo método.
II) ¿Qué debe sentirse de la llamada teoría "eugénica" tanto positiva como
negativa, y de los medios por ella indicados para promover el mejoramiento
de la especie humana, sin tener para nada en cuenta las leyes naturales ni
divinas, ni eclesiásticas que se refieren al matrimonio y al derecho de los
individuos?
Resp.: Que debe ser totalmente reprobada y tenida por falsa y condenada,
como se enseña en la Carta Encíclica sobre el matrimonio cristiano Casti
connubii, fecha el día 31 de diciembre de 1930 [v. 2245 s].
De la autoridad de la Iglesia en materia social y económica
[De la Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]
Como principio previo hay que sentar lo que brillantemente confirmó tiempo
ha León XIII, a saber, que tenemos derecho y deber de juzgar con autoridad
suprema sobre estas cuestiones sociales y económicas... Porque si bien es
cierto que la economía y la moral, cada una en su ámbito, usan de principios
propios; es, sin embargo, un error afirmar que el orden moral y el económico
están tan alejados y son entre sí tan extraños, que éste no depende, bajo
ningún aspecto, de aquél.
Del dominio o derecho de propiedad
[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]
Su carácter individual y social. Así, pues, téngase ante todo por cosa
cierta y averiguada que ni León XIII ni los teólogos que han enseñado
guiados por la dirección y el magisterio de la Iglesia, negaron jamás ni
pusieron en duda el doble carácter de la propiedad, que llaman individual y
social, según mire a los individuos o al bien común; sino que siempre
afirmaron unánimemente que el derecho de la propiedad privada fue dado a los
hombres por la naturaleza, es decir, por el Creador mismo, no sólo para que
cada uno proveyera a sus necesidades y a las de la familia, sino también
para que con ayuda de esta institución, los bienes que el Creador destinó
para toda la familia humana, sirvieran verdaderamente para este fin, todo lo
cual no es posible lograr en modo alguno sin el mantenimiento de cierto y
determinado orden...
Obligaciones inherentes a la propiedad. Para señalar con certeza los
términos de las controversias que han empezado a agitarse en torno a la
propiedad y a sus deberes inherentes, hay que sentar previamente, a modo de
fundamento, lo que León XIII estableció, a saber, que el derecho de la
propiedad se distingue de su uso. Efectivamente, respetar religiosamente la
división de los bienes y no invadir el derecho ajeno, traspasando los
limites del propio dominio, cosa es que manda la justicia que se llama
conmutativa; mas que los dueños no usen de lo suyo sino honestamente, no es
objeto de esta justicia, sino de otras virtudes, el cumplimiento de cuyos
deberes "no puede reclamarse por acción legal". Por lo cual, sin razón
proclaman algunos que la propiedad y el uso honesto de ella se encierran en
unos mismos limites, y mucho más se desvía de la verdad afirmar que por el
abuso mismo o por el no-uso caduca o se pierde el derecho de la propiedad.
Qué es lo que puede el Estado. En realidad, que los hombres en este asunto
no han de tener sólo en cuenta su propio provecho, sino también el común,
dedúcese del carácter mismo, como ya dijimos, individual y social juntamente
de la propiedad. Ahora bien, determinar por menudo estos deberes, cuando la
necesidad lo exige y la misma ley natural no lo ha hecho ya, cosa es que
pertenece a los que presiden el Estado. Por tanto, la autoridad pública,
guiada siempre por la ley natural y divina, y considerada la verdadera
necesidad del bien común, puede determinar más concretamente que sea licito
a los que poseen y qué ilícito en el uso de sus propios bienes. Es más, León
XIII había sabiamente entendido que "Dios dejó al cuidado de los hombres y a
las instituciones de los pueblos la delimitación de los bienes
particulares"... Sin embargo, es evidente que el Estado no puede desempeñar
esa función suya arbitrariamente, pues es necesario que quede siempre
intacto e inviolado el derecho de poseer privadamente y de trasmitir por la
herencia los bienes; derecho que el Estado no puede abolir, como quiera que
"el hombre es anterior al Estado" y también "la sociedad doméstica tiene
prioridad lógica y real sobre la sociedad civil". De ahí que ya el
sapientísimo Pontífice había declarado que no es licito al Estado agotar los
bienes privados por la exorbitancia de los tributos e impuestos. Pues como
el derecho de propiedad privada no ha sido dado a los hombres por la ley,
sino por la naturaleza, la autoridad pública no puede abolirlo, sino sólo
atemperar su uso y conciliarlo con el bien común...
Obligaciones sobre la renta libre. Tampoco se dejan al omnimodo arbitrio del
hombre sus rentas libres; aquéllas, se entiende que no necesita para
sustentar conveniente y decorosamente su vida; antes bien, la Sagrada
Escritura y los Santos Padres de la Iglesia con palabras clarísimas declaran
a cada paso que los ricos están gravísimamente obligados a ejercitar la
limosna, la beneficencia y la magnificencia.
Ahora bien, el que emplea grandes cantidades, a fin de que haya abundante
facilidad de trabajo remunerado, con tal que ese trabajo se ponga en obras
de verdadera utilidad; ése hay que decir que practica una ilustre obra de la
virtud de la magnificencia, muy acomodada a las necesidades de nuestros
tiempos, como lógicamente deducimos de los principios sentados por el Doctor
Angélico.
Los títulos de adquisición de la propiedad. Ahora, la tradición de todos los
tiempos y la doctrina de León XIII, nuestro predecesor, atestiguan con
evidencia que la propiedad se adquiere originariamente por la ocupación de
la cosa de nadie (res nullius) y por el trabajo o la que llaman
especificación. Contra nadie, en efecto, se comete injusticia alguna, por
más que algunos charlataneen en contrario, cuando se ocupa una cosa que está
a disposición de todos, o sea, que no es de nadie; el trabajo, por otra
parte, que el hombre ejerce en su propio nombre y por cuya virtud surge una
nueva forma o un aumento de valor de la cosa, es el único que adjudica estos
frutos al que trabaja.
Del capital y del trabajo
[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]
Muy otra es la condición del trabajo que, contratado con otros, se ejerce
sobre cosa ajena. A éste señaladamente se aplica lo que León XIII dice ser
cosa "verdaderísima", "que las riquezas de los Estados, no de otra parte
nacen, sino del trabajo de los obreros".
Ninguno de los dos puede nada sin el otro. De aquí resulta, que si uno no
ejerce su trabajo sobre cosa propia, deberán unirse el trabajo de uno y el
capital del otro, pues ninguno de los dos puede lograr nada sin el otro.
Esto tenía ciertamente presente León XIII cuando escribía: "Ni el capital
puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital". Por lo tanto,
es completamente falso atribuir al capital solo o al trabajo solo lo que se
ha obtenido por la eficaz colaboración de entrambos; y totalmente injusto
que uno de los dos, negada la eficacia del otro, se arrogue todo lo
logrado...
Principio directivo de la justa atribución. Indudablemente, para que con
estos falsos principios no se cerraran mutuamente el paso a la justicia y a
la paz, unos y otros debieron haberse precavido con las sapientísimas
palabras de nuestro predecesor: "Por varia que sea la forma en que la tierra
esté distribuida entre los particulares, ella no cesa de servir a la
utilidad de todos...". Por lo tanto, las riquezas, que constantemente se
acrecen por el desarrollo económico social, de tal modo han de distribuirse
entre los individuos y las clases sociales, que quede a salvo aquella común
utilidad de todos que León XIII preconiza, o, en otras palabras, que se
conserve inmune el bien común de toda la sociedad. En efecto, la viola la
clase de los ricos, cuando libres de cuidados en la abundancia de sus
fortunas, piensan que el justo orden de las cosas consiste en que todo el
provecho sea para ellos, y nada para el obrero, no menos que la clase
proletaria, cuando vehementemente encendida por la violación de la justicia,
y demasiado pronta a reivindicar su solo derecho, de que tiene conciencia,
lo reclama todo para si como producto de sus manos, y, por ende, combate y
pretende abolir la propiedad y las rentas o intereses, que no hayan sido
adquiridos por el trabajo, de cualquier género que sean y cualquiera que sea
la función que en la sociedad humana desempeñen, no por otra causa, sino
porque son tales [es decir, no adquiridos por el trabajo]. Ni hay que pasar
por alto en esta materia cuán ineptamente y sin razón apelan algunos al
dicho del Apóstol: Si alguno no quiere trabajar, no coma tampoco [2 Thess.
3, 10]. Porque el Apóstol condena a aquellos que, pudiendo y debiendo
trabajar, no lo hacen y avisa que aprovechemos diligentemente el tiempo y
las fuerzas de cuerpo y alma, y no gravemos a los demás, cuando nosotros
podemos proveernos a nosotros mismos. Mas que el trabajo sea el título único
de recibir sustento o ganancias, en modo alguno lo enseña el Apóstol [cf. 2
Thess. 3, 8-10],
Debe, pues, darse a cada uno su parte de bienes y ha de lograrse que la
distribución de los bienes creados se ajuste y conforme a las normas del
bien común o de la justicia social.
De la justa retribución del trabajo o salario
[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]
Tratemos, pues, la cuestión del salario, que León XIII dijo ser de "muy
grande importancia", declarando y desenvolviendo, donde fuere preciso, su
doctrina y preceptos.
El contrato de salario no es por su naturaleza injusto. En primer lugar, los
que afirman que el contrato de trabajo es por su naturaleza injusto y que
debe, por ende, sustituirse por el contrato de sociedad, sostienen
ciertamente un absurdo y torcidamente calumnian a nuestro predecesor, cuya
Encíclica no sólo admite el salario, sino que se extiende largamente
explicando las normas de justicia que han de regirlo...
[Norma de la justa retribución.] Ahora bien, que la cuantía justa del
salario no se debe deducir de la consideración de un solo capitulo, sino de
varios, sabiamente le había ya declarado León XIII con estas palabras: "Para
establecer con equidad la medida del salario, hay que tener presentes muchos
puntos de vista...".
Carácter individual y social del trabajo. Como en la propiedad, así en el
trabajo, y principalmente en el trabajo contratado, se comprende
evidentemente que hay que considerar no sólo su carácter personal o
individual, sino también el social; porque, si no se forma cuerpo
verdaderamente social y orgánico, si el orden social y jurídico no protege
el ejercicio del trabajo, si las varias profesiones, que dependen unas de
otras, no se conciertan entre sí y mutuamente se completan, y si, lo que es
más importante, no se asocian y se unen para un mismo fin la dirección, el
capital y el trabajo, el quehacer de los hombres no puede rendir sus frutos.
Éste, pues, no se podría estimar justamente ni retribuir conforme a la
equidad, si no se tiene en cuenta su naturaleza social e individual.
Tres factores que hay que considerar. De este doble aspecto que es
intrínseco por naturaleza al trabajo humano, brotan consecuencias
gravísimas, por las que debe regirse y determinarse el salario.
a) El sustento del obrero y su familia. Y en primer lugar, hay que dar al
obrero un salario que sea suficiente para su propio sustento y el de su
familia. Justo es, a la verdad, que el resto de la familia contribuya según
sus fuerzas al sostenimiento común de todos, como es de ver particularmente
en las familias de campesinos y también en muchas de artesanos y
comerciantes al por menor; pero es un crimen abusar de la edad infantil y de
la debilidad de la mujer. En casa y en lo que se refiere de cerca a la casa
es donde principalmente las madres de familia han de desarrollar su trabajo,
entregándose a los quehaceres domésticos. Pero es un abuso gravísimo y con
todo empeño ha de ser extirpado que la madre, por causa de la escasez del
salario del padre, se vea forzada a ejercer fuera de las paredes domésticas
un arte productivo abandonando sus cuidados y deberes peculiares y, sobre
todo, la educación de los niños pequeños. Debe, consiguientemente, ponerse
todo empeño, para que los padres de familia reciban un salario suficiente
para atender convenientemente las necesidades ordinarias de una casa. Y si
las presentes circunstancias no siempre permiten hacerlo así, la justicia
social exige que cuanto antes se introduzcan aquellas reformas, por las que
pueda asegurarse tal salario a todo obrero adulto. No será aquí inoportuno
tributar las merecidas alabanzas a cuantos con sapientísimo y muy útil
consejo han experimentado e intentado diversos medios para acomodar la
remuneración del trabajo a las cargas de la familia, de manera que,
aumentadas éstas, sea aquélla más amplia; y hasta, si fuere menester, haga
frente a las necesidades extraordinarias.
b) La situación de la empresa. Para determinar la cuantía, del salario, debe
también haberse cuenta de la situación de la empresa y del empresario,
porque sería injusto reclamar salarios desmesurados que la empresa no podría
soportar sin ruina suya y consiguiente daño de los obreros. Aunque si la
ganancia es menor por causa de pereza o negligencia, o por descuidar el
progreso técnico o económico; ésta no debe reputarse causa justa de rebajar
el salario a los obreros. Mas si las empresas mismas no disponen de entradas
suficientes para pagar un salario equitativo a los obreros, ora por estar
oprimidas por cargas injustas, ora por verse obligadas a vender sus
productos a precio inferior al justo, quienes de tal suerte las oprimen son
reos de grave delito, al privar a los obreros del justo salario, pues,
forzados de la necesidad, tienen que aceptar uno inferior al justo...
c) La necesidad del bien común. Finalmente, la cuantía del salario ha de
atemperarse al bien público económico. Ya hemos anteriormente expuesto
cuanto contribuye a este bien público que obreros y empleados, ahorrada
alguna parte que sobre de los gastos necesarios, vayan formando poco a poco
un modesto capital; pero tampoco ha de pasarse por alto otro punto de no
menor importancia y en nuestros tiempos altamente necesario y es que a
cuantos pueden y quieren trabajar, se les dé oportunidad de trabajo... Es,
consiguientemente, ajeno a la justicia social que con miras al propio
interés y sin tener en cuenta el bien común, se rebajen o eleven demasiado
los salarios de los obreros; y la misma justicia pide que, con acuerdo de
consejos y voluntades, en cuanto sea hacedero se regulen los salarios de
modo que el mayor número posible logren trabajo y puedan ganarse el
necesario sustento de la vida.
También al capital favorecen oportunamente la justa proporción de los
salarios, con la que se enlaza estrechamente la justa proporción de los
precios a que se vende lo que produzcan las diversas artes, como son la
agricultura, la industria y otras. Si todo esto se guarda convenientemente,
las diversas artes se unirán y fundirán como en un solo cuerpo, y, a manera
de miembros, se prestarán mutua ayuda y perfección. A la verdad, sólo
entonces estará sólidamente establecida la economía social y alcanzará sus
fines, cuando a todos y a cada uno se les procuren los bienes todos que se
les pueden procurar por las riquezas y subsidios de la naturaleza, por la
técnica y por la organización social y económica, y estos bienes han de ser
tantos cuantos son necesarios para satisfacer las necesidades y honestas
comodidades de la vida y también para elevar a los hombres a aquella
condición de vida más feliz, que, prudentemente administrada, no sólo no
empece a la virtud, sino que en gran manera la favorece.
Del recto orden social
[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]
[La función del Estado.] Al aludir la reforma de las instituciones, tenemos
principalmente presente el Estado, no porque toda la salvación haya de
esperarse de su acción, sino porque el vicio que hemos dicho del
individualismo, ha reducido la situación a que, abatida y casi extinguida la
rica vida social que en otros tiempos se desarrolló armónicamente por medio
de asociaciones o gremios de toda clase, casi han quedado solos frente a
frente los individuos y el Estado, con no pequeño daño de éste, pues perdida
aquella forma de régimen social y recayendo sobre el Estado todas las cargas
que antes sostenían las antiguas cooperaciones, se ve abrumado y oprimido
por asuntos y obligaciones poco menos que infinitos...
Es, pues, menester que la suprema autoridad del Estado deje a las
corporaciones los asuntos y cuidados de menor importancia, que por otra
parte la entorpecerían, de donde resultará que ejecutará con más libertad,
fuerza y eficacia lo que sólo a ella pertenece, como quiera que sola ella
está en condiciones de hacerlo: dirigir, vigilar, urgir y reprimir, según se
presente el caso y la necesidad lo exija. Persuádanse, por tanto, los
gobernantes que cuanto más vigorosamente reine el orden jerárquico entre las
diversas asociaciones, guardando el principio de la función supletiva del
Estado, tanto más excelente será la autoridad y eficiencia social y tanto
más próspera y feliz la situación del Estado.
Aspiración concorde de profesiones. Ahora bien, lo que ante todo ha de
mirar, lo que debe intentar tanto el Estado como todo buen ciudadano es que,
suprimida la lucha de clases opuestas, se suscite y promueva una concorde
aspiración de profesiones...
La política social ha de dedicarse, por ende, a la reconstrucción de las
profesiones... profesiones, decimos, en que se agrupen los hombres no por la
función que tienen en el mercado del trabajo, sino según las diversas partes
sociales que cada uno desempeña. Porque así como por instinto de la
naturaleza, los que están unidos por la vecindad del lugar, forman un
municipio; así quienes se dedican a la misma arte o profesión —tanto si es
económica como de algún otro género— formen ciertos gremios o cuerpos, de
tal suerte que estas corporaciones que tienen su propio derecho, han sido
por muchos tenidas si no por esenciales, por lo menos como naturales a la
sociedad civil...
Apenas hace falta recordar que lo que León XIII enseñó acerca de la forma de
gobierno, lo mismo, guardada la debida proporción, se aplica a los gremios o
corporaciones profesionales: es decir, que los hombres son libres de elegir
la forma que quisieren, con tal que se atienda a las exigencias de la
justicia y del bien común.
Libertad de asociación. Ahora bien, como los habitantes de un municipio
suelen fundar asociaciones para los más varios fines, en los que cada uno
tiene amplia libertad de inscribirse o no; así los que ejercen la misma
profesión formarán asociaciones igualmente libres unos con otros para los
fines de algún modo conexos con el ejercicio de su profesión. Como estas
libres asociaciones, las explica distinta y lúcidamente nuestro predecesor,
de gloriosa memoria, nos contentamos con inculcar un solo punto: que el
hombre tiene libre facultad no sólo de fundar estas asociaciones que son de
derecho y orden privado, sino "de adoptar libremente en ellas aquella
disciplina y aquellas leyes que se juzgue mejor han de conducir al fin que
se propone". La misma libertad hay que afirmar, de instituir asociaciones
que excedan los límites de las profesiones particulares. Ahora bien,
aquellas de las asociaciones libres que estén ya en estado floreciente y se
gocen de sus saludables frutos, traten de preparar el camino para aquellas
agrupaciones u órdenes más perfectos de los que antes hemos hecho mención y
procuren con varonil denuedo realizarlas, según la mente de la doctrina
social cristiana.
Restauración del principio directivo de la economía. Otro punto hay que
procurar todavía, muy enlazado con el anterior. A la manera que la sociedad
humana no puede basarse en la lucha de clases, así tampoco el recto orden
económico puede quedar abandonado al libre juego de la concurrencia... Hay
que buscar, pues, más altos y más nobles principios por los que este poder
sea severa e íntegramente gobernado: a saber, la justicia social y la
caridad social. Por tanto, las mismas instituciones de los pueblos y, por
ende, de la vida social entera, han de estar imbuídas de aquella justicia y
ello es sobremanera necesario para que resulte verdaderamente eficaz, es
decir, que constituya un orden jurídico y social del que esté como
impregnada toda la economía. En cuanto a la caridad social, ha de ser como
el alma de ese orden, a cuya defensa y vindicación efectiva es menester que
se entregue denodadamente la autoridad pública; y le será menos difícil
lograrlo, si echa de si aquellas cargas que antes hemos declarado no
competirle.
Es más, convendría que varias naciones, puesto que en el orden económico
dependen en gran parte unas de otras y necesitan de la mutua cooperación,
unieran sus esfuerzos y trabajos para promover, por sabios convenios e
instituciones, la fausta y feliz cooperación de los pueblos en materia
económica.
Del socialismo
[De la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]
Declaramos lo siguiente: el socialismo, ya se considere como doctrina, ya
como hecho histórico, ya como "acción", si realmente sigue siendo
socialismo, aun después de las concesiones a la verdad y a la justicia que
hemos dicho, es incompatible con los dogmas de la Iglesia Católica, pues
concibe la misma sociedad como totalmente ajena a la verdad cristiana.
Su concepción de la sociedad y del carácter social del hombre, es
absolutamente ajena a la verdad cristiana. En efecto, según la doctrina
cristiana, el hombre, dotado de naturaleza socia], ha sido puesto por Dios
en la tierra para que, viviendo en sociedad y bajo una autoridad ordenada
por Dios [cf. Rom. 13, 1], cultive y desenvuelva plenamente todas sus
facultades a gloria y alabanza de su Creador y, cumpliendo fielmente el
deber de su profesión u otra vocación, alcance su felicidad, temporal y
eterna juntamente. El socialismo, en cambio, totalmente ignorante y
descuidado de este fin sublime tanto del hombre como de la sociedad,
pretende que el consorcio humano ha sido instituido por causa del solo
bienestar...
Católico y socialista son términos antitéticos. Y si el socialismo, como
todos los errores, tiene en si algo de verdad (lo que ciertamente nunca han
negado los Sumos Pontífices), se apoya, sin embargo, en una doctrina sobre
la sociedad humana —doctrina que le es propia—, que disuena del verdadero
cristianismo. Socialismo religioso, socialismo cristiano, son términos
contradictorios. Nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero
socialista...
De la maternidad universal de la Bienaventurada Virgen María
[De la Encíclica Lux Veritatis, de 20 de diciembre de 1931]
Es decir, que ella, por el hecho mismo de haber dado a luz al Redentor del
género humano, es también, en cierto modo, madre benignísima de todos
nosotros, a quienes Cristo Señor quiso tener por hermanos. "Tal—dice nuestro
predecesor de feliz memoria, León XIII— nos la dio Dios, quien por el hecho
mismo de haberla elegido para madre de su Unigénito, le infundió
sentimientos verdaderamente maternales que no respiran sino amor y
misericordia; tal, con su modo de obrar, nos la mostró Jesucristo, al querer
estar voluntariamente sometido y obedecer a María como hijo a su madre; tal
nos la proclamó desde la cruz, cuando en el discípulo Juan encomendó a su
cuidado y amparo a todo el género humano [Ioh. 19, 26 s]; tal, finalmente,
se dio ella misma, cuando al abrazar generosamente aquella herencia de
inmenso trabajo que su hijo moribundo le dejaba, empezó inmediatamente a
cumplir para todos sus oficios de madre".
De la falsa interpretación de algunos textos bíblicos
[Respuesta de la Comisión Bíblica, de 1º de julio de 1933]
I. Si es licito a un católico, sobre todo dada la interpretación: auténtica
del Principe de los Apóstoles [Act. 2, 24-33; 13, 35-37], interpretar las
palabras del salmo 15, 10-11: No abandonarás a mi alma en lo profundo, ni
permitirás que tu santo vea la corrupción. Me diste a conocer los senderos
de la vida, como si el autor sagrado no hubiera hablado de la resurrección
de nuestro Señor Jesucristo.
Resp.: Negativamente.
II. Si es lícito afirmar que las palabras de Jesucristo que se: leen en San
Mateo 16, 26: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si sufre daño
en su alma? O, ¿qué cambio dará el hombre por su alma? Y juntamente las que
trae San Lucas, 9, 25: Porque ¿qué adelanta el hombre con ganar el mundo
entero, si se pierde a sí mismo y a sí mismo causa daño?, no se refieren en
su sentido literal a la salvación eterna del alma, sino sólo a la vida
temporal del hombre, no obstante el tenor de las mismas palabras y su
contexto, así como la unánime interpretación católica.
Resp.: Negativamente.
De la necesidad y misión del sacerdocio
[De la Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]
En ningún tiempo ha dejado de sentir el género humano la necesidad de
sacerdotes, es decir, de hombres, que por oficio legítimamente conferido,
fueran los conciliadores de Dios y los hombres, la función de los cuales
durante toda su vida comprendiera los menesteres que dicen relación con la
eterna Divinidad y que ofrecieran plegarias, expiaciones y sacrificios en
nombre de la sociedad misma, que tiene realmente obligación de practicar
públicamente la religión, de reconocer a Dios como dueño supremo y primer
principio, de proponérselo como su último fin, rendirle gracias inmortales y
hacérselo propicio. A la verdad, entre todos los pueblos de cuyas costumbres
se tiene noticia, si no se los fuerza a obrar contra las leyes más santas de
la naturaleza humana, siempre se hallan ministros de las cosas sagradas, aun
cuando con harta frecuencia estén al servicio de la superstición; e
igualmente, dondequiera los hombres profesan alguna religión, dondequiera
erigen un altar, no sólo no carecen de sacerdotes, sino que se les rodea de
peculiar veneración.
Sin embargo, cuando brilló la divina revelación, la función sacerdotal fue
distinguida con dignidad ciertamente mucho mayor, dignidad que por cierta
misteriosa manera, anticipadamente anuncia aquel Melquisedec, sacerdote y
rey [Gen. 14, 18], cuyo símbolo relaciona el Apóstol Pablo con la persona y
el sacerdocio de Jesucristo [cf. Hebr. 5, 10; 16, 20; 7, 1-11 y 15].
Y si el ministro de lo sagrado, según la preclara sentencia del mismo Pablo,
es tomado de entre los hombres; no obstante, está constituído en favor de
los hombres en aquellas cosas que atañen a Dios [Hebr. 5, 1], es decir: su
ministerio no mira a las cosas humanas y perecederas, por más dignas que
puedan parecer de estimación y alabanza, sino a las divinas y juntamente
eternas...
En las Sagradas Letras del Antiguo Testamento se atribuyen peculiares
oficios, cargos y ritos al sacerdote, constituido según las normas que
Moisés por inspiración y voluntad de Dios promulgara...
Mas el sacerdocio del Antiguo Testamento, no de otra parte tomaba sus
glorias y majestad sino de que anticipadamente anunciaba el del Nuevo y
eterno Testamento dado por Jesucristo, es decir, instituido por la sangre
del verdadero Dios y Hombre.
El Apóstol de las gentes, tratando sumaria y rápidamente de la grandeza,
dignidad y misión del sacerdocio cristiano, esculpe como a cincel su
sentencia con estas palabras: Así nos ha de mirar el hombre, como a
ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios [1 Cor. 9, 1].
De los efectos del orden del presbiterado
[De la misma Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]
El sacerdote es ministro de Cristo: es, por consiguiente, como un
instrumento del divino Redentor para poder proseguir a lo largo de los
tiempos aquella obra suya admirable que, reintegrando con superior eficacia
a toda la sociedad humana, la condujo a un culto más excelso. Más aún, él
es, como solemos decir con toda razón, "otro Cristo", puesto que representa
su persona, según aquellas palabras: Como el Padre me ha enviado, así
también yo os envío [Ioh. 20, 21]; y del mismo modo que su Maestro por voz
de los ángeles, así él canta Gloria a Dios en las alturas y persuade la paz
a los hombres de buena voluntad [cf. Lc. 2, 14]...
Tales poderes, conferidos al sacerdote por un peculiar sacramento, no son
caducos y pasajeros, sino estables y perpetuos, como quiera que proceden del
carácter indeleble, impreso en su alma por el que, a semejanza de Aquel, de
cuyo sacerdocio participa se ha hecho Sacerdote para siempre [Ps. 109, 4]. Y
aun cuando por fragilidad humana, cayere en error o en infamias morales;
jamás, sin embargo, podrá borrar de su alma este carácter sacerdotal.
Además, por el sacramento del orden, no recibe el sacerdote solamente este
carácter sacerdotal, ni sólo aquellos poderes excelsos, sino que se le
concede también una nueva y peculiar gracia y una peculiar ayuda, por las
cuales, a condición de que fielmente secunde con su libre cooperación la
virtud de los celestes dones divinamente eficaces, podrá responder de manera
ciertamente digna y con ánimo levantado a los arduos deberes del ministerio
recibido...
De estos sagrados retiros [los ejercicios espirituales], podrá también
resultar alguna vez la utilidad de que, quien ha entrado "en la herencia del
Señor", no llamado por Cristo mismo, sino guiado por sus propios consejos
terrenos, pueda resucitar la gracia de Dios [cf. 2 Tim. 1, 6]; pues, como
quiera que también ése está adscrito a Cristo y a la Iglesia por vínculo
perpetuo, no podrá menos de abrazar el consejo de San Bernardo: "Haz en
adelante buenos tus caminos, tus intentos y tu santo ministerio: si la
santidad de la vida no precedió, que siga al menos". La gracia que Dios da
comúnmente y que da por peculiar razón al que recibe el sacramento del
orden, sin duda le ayudará también a él, con tal que en verdad quiera, no
sólo para corregir lo que en un principio fue tal vez viciosamente puesto,
sino para entender y cumplir los deberes de su vocación.
Del oficio divino, como oración pública de la Iglesia
[De la misma Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]
El sacerdote, finalmente, continuando también en esto la misión de
Jesucristo que pasaba la noche en la oración de Dios [Lc. 6, 12] y vive
siempre para interceder por nosotros [Hebr. 7, 25], es de oficio el público
intercesor ante Dios en favor de todos, y tiene mandamiento de ofrecer a la
Divinidad celeste en nombre de la Iglesia no sólo el verdadero y propio
sacrificio del altar, sino también el sacrificio de alabanza [Ps. 49, 14] y
las comunes oraciones; es decir, que el sacerdote, con salmos, súplicas y
cánticos, tomados en gran parte de las Sagradas Letras, una y otra vez a
diario rinde a Dios el debido tributo de adoración, y cumple este necesario
deber de impetración en favor de los hombres...
Si la oración, aun privada, goza de tan solemnes y magnificas promesas, como
las que le hizo Jesucristo [Mt. 7, 7-11; Mc. 11, 24; Lc. 11, 9-13]
indudablemente, mayor fuerza y virtud tienen las súplicas que se hacen
oficialmente en nombre de la Iglesia, es decir, de la esposa querida del
Redentor.
De la justicia social
[De la Encíclica Divini Redemptoris, de 19 de marzo de 1937]
[51] Pero aparte de la justicia que llaman conmutativa, hay que practicar
también la justicia social, la que ciertamente impone deberes a que ni
obreros ni patronos pueden sustraerse. Ahora bien, a la justicia social toca
exigir a los individuos todo lo que es necesario para el bien común. Mas así
como, tratándose de cualquier organismo de cuerpo viviente, no se provee al
todo, si no se da a cada miembro cuanto necesita para desempeñar su función;
así, en lo que atañe a la organización y gobierno de la comunidad, no puede
mirarse por el bien de la sociedad entera, si no se distribuye a cada
miembro, es decir, a los hombres adornados de la dignidad de personas, todo
aquello que necesitan para cumplir cada uno su función social.
Consiguientemente, si se hubiere atendido a la justicia social, la economía
dará los copiosos frutos de una actividad intensa, que madurarán en la
tranquilidad del orden y pondrán de manifiesto la fuerza y firmeza del
Estado, a la manera que la salud del cuerpo humano se conoce por su
inalterado, pleno y fructuoso trabajo.
[52] Pero no se puede decir que se haya satisfecho a la justicia social, si
los obreros no tienen asegurado su sustento y el de sus familias con un
salario proporcionado a este fin; si no se les facilita alguna ocasión de
una modesta fortuna para prevenir la plaga del pauperismo, que tan
ampliamente se difunde; si no se toman precauciones en su favor con
instituciones públicas o privadas de seguros para el tiempo de la vejez, de
la enfermedad o del paro. Y sobre este punto, nos es grato referir lo que
dijimos en nuestra Carta Encíclica Quadragesimo anno: "A la verdad, sólo
entonces la economía social... favorece" [v. 2265].
De la resistencia contra el abuso del poder
[De la Encíclica Firmissimam constantiam a los Obispos de Méjico, de 28 de
marzo de 1937]
Hay que conceder ciertamente que para el desenvolvimiento de la vida
cristiana son también necesarios los auxilios externos, que se perciben por
los sentidos, y juntamente que la Iglesia, como sociedad humana que es,
necesita absolutamente para su vida e incremento, de una justa libertad de
acción, y los fieles mismos gozan del derecho de vivir en la sociedad civil
de acuerdo con los dictámenes de la razón y la conciencia.
Síguese de ahí que cuando se atacan las libertades originarias del orden
religioso y civil, no lo pueden soportar pasivamente los ciudadanos
católicos. Sin embargo, aun la vindicación de estos derechos y libertades,
puede ser, según las diversas circunstancias, más o menos oportuna, más o
menos vehemente. Pero vosotros mismos, Venerables Hermanos, habéis repetidas
veces enseñado a vuestros fieles, que la Iglesia, aun a costa de graves
sacrificios de su parte, es favorecedora de la paz y del orden y condena
toda rebelión injusta, es decir, la violencia contra los poderes
constituidos. Por lo demás, también es vuestra la afirmación que si alguna
vez los poderes mismos atacan manifiestamente la verdad y la justicia, de
suerte que destruyen los fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo
pudiera condenarse a aquellos ciudadanos que Se coaligaran para la propia
defensa y para salvar la nación, empleando medios lícitos y adecuados contra
quienes abusan del mando para ruina del Estado.
Y si bien la solución de esta cuestión depende necesariamente de las
circunstancias particulares; sin embargo, hay que poner en clara luz algunos
principios:
1. Estas reivindicaciones tienen razón de medio o bien de fin relativo, no
de fin último y absoluto.
2. Que en su razón de medios, deben ser acciones lícitas y no
intrínsecamente malas.
3. Como tienen que ser convenientes y adecuadas al fin, han de emplearse en
la medida en que, total o parcialmente, conducen al fin propuesto, de tal
modo, sin embargo, que no acarreen a la comunidad y a la justicia daños
mayores que los que tratan de reparar.
4. El uso, empero, de tales medios y el pleno ejercicio de los derechos
civiles y políticos, como quiera que comprende también los casos de orden
puramente temporal y técnico, y de defensa violenta, no pertenece
directamente a la función de la Acción Católica, aunque sea deber de ésta
instruir a los católicos sobre el recto ejercicio de sus propios derechos, y
la reivindicación de los mismos por justos medios, en cuanto así lo exige el
bien común.
5. El Clero y la Acción Católica, como quiera que por la misión de paz y
amor a ellos encomendada, están obligados a unir a todos los hombres en el
vínculo de la paz [Eph. 4, 3], deben en gran manera contribuir a la
prosperidad de las naciones, ora señaladamente fomentando la reconciliación
de las clases y de los ciudadanos, ora secundando todas las iniciativas
sociales que no estén en desacuerdo con la doctrina y la ley moral de
Cristo.