DENZINGER: MAGISTERIO DE LA IGLESIA V B PIO XII
PIO XII, 1939
De la ley natural
[De la Encíclica Summi Pontificatus, de 20 de octubre de 1939]
Es cosa de todo punto averiguada que la fuente primera y más profunda de los
males que afligen a la moderna sociedad, tiene su hontanar en el hecho de
negarse y rechazarse la norma universal de moralidad, ya en la vida privada
de los individuos, ya en el mismo Estado y en las mutuas relaciones que
ligan a los pueblos y naciones; es decir, que se niega y echa en olvido la
misma ley natural. Esta ley natural estriba, como en su fundamento, en Dios,
omnipotente, creador y padre de todos, y juntamente supremo y perfectísimo
legislador y juez sapientísimo y justísimo de las acciones humanas. Cuando
temerariamente se reniega de la eterna Divinidad, al punto cae vacilante el
principio de toda honestidad, al punto calla la voz de la naturaleza o se
debilita poco a poco; aquella voz que enseña aun a los indoctos y a las
mismas tribus salvajes qué es bueno y qué es malo, qué licito y qué ilícito,
y les avisa que un día habrán de dar cuenta ante el Supremo Juez del bien y
del mal que hubieren hecho.
De la unidad natural del género humano
[De la misma Encíclica Summi Pontificatus, de 20 de octubre de 1939]
Ese pernicioso error se cifra en el olvido de aquella mutua unión y caridad
humana que piden de consuno el común origen y la igualdad de la naturaleza
racional de todos los hombres, a cualesquiera naciones pertenezcan...
Los Libros Sagrados... nos cuentan cómo de la primera pareja de hombre y
mujer, tuvieron origen todos los demás hombres, y nos refieren cómo se
diferenciaron en varias tribus y gentes, diseminados por partes varias del
orbe de la tierra... [cita del texto de Act. 17, 26]. Maravillosa visión que
nos hace contemplar al género humano uno por su origen común en el Creador,
según aquello: Un solo Dios y Padre de todos, el cual está sobre todos y por
todos y habita en todos nosotros [Eph. 4, 6]; uno también por naturaleza,
que consta igualmente en todos los hombres de cuerpo material y alma
inmortal y espiritual.
Del derecho de gentes
[De la misma Encíclica Summi Pontificatus, de 20 de octubre de 1939]
Aquella concepción, Venerables Hermanos, que atribuye al Estado un poder
casi infinito, resulta un error pernicioso no sólo para la vida interna de
las naciones y para su próspero desenvolvimiento, sino que daña también a
las mutuas relaciones entre los pueblos, como quiera que rompe aquella
unidad con que es menester que todos los Estados estén entre sí enlazados,
despoja al derecho de gentes de su fuerza y su firmeza y, abriendo el camino
a la violación de los derechos ajenos, hace en extremo difícil la pacífica y
tranquila convivencia.
Porque es así que, si bien el género humano, por ley de orden natural
establecida por Dios, se divide en clases de ciudadanos y también en
naciones y Estados que, en lo que atañe a la organización de su régimen
interno, son independientes unos de otros; todavía está ligado por mutuos
vínculos en materia jurídica y moral, y viene a unirse en una universal y
grande comunidad de pueblos que se destina a conseguir el bien de todas las
naciones y se rige por las normas peculiares que protegen la unidad y
promueven su prosperidad.
Ahora bien, no hay quien no vea que estos supuestos derechos del Estado
absolutísimos, y que a nadie absolutamente han de sujetarse, están en
abierta contradicción con esta ley inmanente y natural, y fundamentalmente
la destruyen; y no es menos evidente que aquel poder Absoluto deja al
arbitrio de los gobernantes los legítimos pactos con que las naciones se
unen entre sí, e impide la concordia de todos los ánimos y la entrega mutua
a una eficaz colaboración. Esto ciertamente exigen, Venerables Hermanos, las
armónicas y duraderas relaciones de los Estados, exígenlo los vínculos de la
amistad, de los que sólo bienes han de nacer, que los pueblos reconozcan
debidamente y debidamente obedezcan a los principios y normas del derecho
natural, que ha de regir las relaciones entre las naciones. Por manera
semejante, esos mismos principios mandan que a cada uno se le respete su
libertad y a todos se les concedan aquellos derechos por los que han de
vivir y llegar, por el camino del progreso civil, a una prosperidad cada día
mayor; y mandan, finalmente, que los pactos estipulados y sancionados
conforme al derecho de gentes, se guarden íntegra e inviolablemente.
No hay duda alguna que sólo podrán convivir pacíficamente las naciones, sólo
podrán regirse por relaciones públicas y jurídicamente estatuídas, cuando
exista mutua confianza, cuando todos estén persuadidos de que por una y otra
parte se ha de guardar incólume la fe dada, cuando todos tengan por axioma
que es mejor la sabiduría que las armas bélicas [cf. Eccl. 9, 18]; y además,
cuando estén todos dispuestos a inquirir y discutir mejor todo asunto, y no
dirimir la cuestión por la violencia o la amenaza, caso que surgieren
dilaciones, controversias, dificultades y cambios, todo lo cual puede
originarse no solamente de mala voluntad, sino de un cambio de
circunstancias y de un conflicto real de intereses.
Por otra parte, separar el derecho de gentes del derecho divino para que
estribe como único fundamento en el arbitrio de los rectores del Estado, no
otra cosa significa que derrocar al mismo derecho del trono de su honor y de
su firmeza, y entregarlo al excesivo y apasionado afán del interés privado y
público, únicamente preocupado de hacer valer los propios derechos,
desconociendo los ajenos.
Cierto que en el decurso del tiempo, por un cambio sustancial de las
circunstancias que al firmar el pacto no se preveían y quizá ni podían
preverse, puede un pacto integro o algunas de sus cláusulas resultar o
parecer injusto para una de las partes estipulantes o, por lo menos, serle
demasiado gravosas o no poderse, en fin, llevar a la práctica. Si esto
sucede, no hay duda que debe oportunamente acudirse a una leal y honrada
discusión para modificar oportunamente el pacto o sustituirlo por otro. Mas
tenerlos por cosas transitorias y caducas y atribuirse tácitamente el poder
de rescindirlos siempre que así parezca exigirlo el propio interés, por
propia cuenta, sin consultar y hasta despreciando al otro pactante, es
procedimiento que destruye infaliblemente la debida fe mutua entre los
Estados y, por tanto, se trastorna fundamentalmente el orden de la
naturaleza, y pueblos y naciones se separan entre sí por abismos enormes,
imposibles de llenar.
De la esterilización
[Decreto del Santo Oficio, de 24 de febrero de 1940]
Propuesta a la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio la duda:
"Si es lícita la esterilización directa, ya temporal, ya perpetua, tanto del
hombre como de la mujer", los Emmos. y Rvmos. Padres Sres. Cardenales,
encargados de la defensa de las cosas de la fe y costumbres, el miércoles,
día 21 de febrero de 1940, decretaron debía responderse:
Negativamente y que está prohibida por la ley natural y que en cuanto a la
esterilización eugénica fue reprobada por Decreto de esta Congregación, el
día 21 de marzo de 1931.
Del origen corporal del hombre
[De la alocución de Pío XII el 90 de noviembre de 1941, en la inauguración
de curso de la Pontificia Academia de Ciencias]
El hombre, dotado de alma espiritual, fue colocado por Dios en la cima de la
escala de los vivientes, como príncipe y soberano del reino animal.
Las múltiples investigaciones, tanto de la paleontología como de la biología
y morfología, sobre estos problemas tocantes a los orígenes del hombre, no
han aportado hasta ahora nada de positivamente claro y cierto. No queda, por
tanto, sino dejar al porvenir la respuesta a la pregunta de si un día la
ciencia, iluminada y guiada por la revelación, podrá ofrecer resultados
seguros y definitivos sobre punto tan importante.
De los miembros de la Iglesia
[De la Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]
Pero entre los miembros de la Iglesia, sólo se han de contar de hecho los
que recibieron las aguas regeneradoras del Bautismo y profesan la verdadera
fe y ni se han separado ellos mismos miserablemente de la contextura del
cuerpo, ni han sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de
gravísimas culpas. Porque todos nosotros —dice el Apóstol— hemos sido
bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo, ya seamos
judíos, ya gentiles, ya esclavos, ya libres [1 Cor. 12, 13]. Así, pues, como
en la verdadera congregación de los fieles, hay un solo cuerpo, un solo
Espíritu, un solo Señor y un solo bautismo; así no puede haber más que una
sola fe [cf. Eph. 4, 5]; y, por tanto, quien rehusare oír a la Iglesia,
según el mandato del Señor, ha de ser tenido por gentil y publicano [cf. Mt.
18, 17]. Por lo cual, los que están separados entre sí por la fe o por el
gobierno, no pueden vivir en este cuerpo único ni de este su único Espíritu
divino.
De la jurisdicción de los obispos
[De la misma Encíclica Mistici corporis, de 29 de junio de 1943]
Por lo cual, los obispos, no sólo han de ser considerados como los miembros
principales de la Iglesia universal, como quienes están ligados por vínculo
especialísimo con la Cabeza divina de todo el Cuerpo, por lo que con razón
son llamadas "partes primeras de los miembros del Señor", sino que, por lo
que a su propia diócesis se refiere, apacientan y rigen en nombre de Cristo
como verdaderos pastores la grey que a cada uno le ha sido confiada
[Concilio Vaticano, Constitución de la Iglesia, cap. 3; v. 1828]; sin
embargo, al hacer esto, no son completamente independientes, sino que están
puestos bajo la debida autoridad del Romano Pontífice, aun cuando gozan de
jurisdicción ordinaria, que el mismo Sumo Pontífice les ha inmediatamente
comunicado. Por lo cual, han de ser venerados por los fieles como sucesores
de los Apóstoles por divina institución [cf. CIC 329, 1], y más que a los
gobernantes de este mundo, aun los más elevados, conviene a los obispos
adornados como están con el crisma del Espíritu Santo, aquel dicho: No
toquéis a mis ungidos [1 Par. 16, 22; Ps. 104, 15].
Del Espíritu Santo como alma de la Iglesia
[De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]
Y si atentamente consideramos este divino principio de vida y eficacia, dado
por Cristo, en cuanto constituye la fuente misma de todo don y de toda
gracia creada, fácilmente entenderemos no ser otro que el Espíritu Paráclito
que procede del Padre y del Hijo y que de modo peculiar es llamado "Espíritu
de Cristo" o "Espíritu del Hijo" [Rom. 8, 9; 2 Cor. 3, 17; Gal. 4, 6].
Porque con este Espíritu de gracia y de verdad adornó su alma el Hijo de
Dios en el mismo seno incontaminado de la Virgen; este Espíritu tiene sus
delicias en habitar en el alma bienaventurada del Redentor como en su templo
amadísimo; este Espíritu nos mereció Cristo con su sangre derramada en la
cruz; éste, finalmente, alentando sobre los Apóstoles, lo concedió a la
Iglesia para la remisión de los pecados [cf. Ioh. 20, 22]; y mientras
solamente Cristo recibió este Espíritu sin medida [cf. Ioh. 3, 34], a los
miembros de su Cuerpo místico se les reparte la plenitud de Cristo mismo
sólo en la medida de la donación de Cristo [cf. Eph. 1, 8; 4, 7]. Y después
que Cristo fue glorificado en la Cruz, su Espíritu se comunica a la Iglesia
con ubérrima efusión, a fin de que ella cada uno de sus miembros se asemejen
cada día más a nuestro Salvador. El Espíritu de Cristo es el que nos ha
hecho hijos adoptivos de Dios [Rom. 8, 14-17; Gal. 4, 6-7], para que
contemplando algún día todos nosotros la gloria del Señor a cara
descubierta, nos transformemos en su misma imagen, de claridad en claridad
[2 Cor. 3, 18].
Ahora bien, a este Espíritu de Cristo, como principio invisible, hay que
atribuir también que todas las partes del Cuerpo estén íntimamente unidas
tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, como quiera que Él está todo en
la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de sus miembros, en los
cuales está presente, asistiéndoles de muchas maneras, según sus diversos
cargos y oficios, según el mayor o menor grado de perfección espiritual de
que gozan. Él, con su celestial hálito de vida, ha de ser considerado como
el principio de toda acción vital y realmente saludable en todas las partes
del cuerpo. Él es el que, aunque por sí mismo se halle presente en todos los
miembros y en ellos obre por su divino influjo, en los inferiores, sin
embargo, obra también por el ministerio de los superiores. Él es,
finalmente, quien a par que coengendra cada día nuevos hijos a la Iglesia
con la inspiración de la gracia, rehusa habitar con su gracia santificante
en los miembros totalmente separados del Cuerpo. Esta presencia y acción del
Espíritu de Jesucristo, la significó breve y concisamente nuestro
sapientísimo predecesor León XIII, de inmortal memoria, en su Carta
Encíclica Divinum lllud con estas palabras: "Baste afirmar que mientras
Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma".
De la ciencia del alma de Cristo
[De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]
Mas aquel amorosísimo conocimiento que desde el primer momento de la
Encarnación tuvo de nosotros el Redentor divino, está por encima de todo el
alcance escrutador de la mente humana; toda vez que, en virtud de aquella
visión beatífica de que gozó apenas acogido en el seno de la Madre divina,
tiene siempre y continuamente presentes a todos los miembros del Cuerpo
místico y los abraza con su amor salvífico.
De la inhabitación del Espíritu Santo en las almas
[De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]
No ignoramos ciertamente que para la inteligencia y explicación de esta
recóndita doctrina que se refiere a nuestra unión con el divino Redentor y
de modo peculiar a la inhabitación del Espíritu Santo en el alma, se
interponen muchos velos en los que la misma misteriosa doctrina queda como
envuelta en una especie de niebla por la flaqueza de la mente de quienes la
investigan. Pero sabemos también que de la recta y asidua investigación de
esta cuestión, así como del contraste de las varias opiniones y de
coincidencias de pareceres, cuando el amor a la verdad y debido acatamiento
a la Iglesia guían el estudio, brotan y se desprenden preciosos rayos de
luz, con los que se logra un adelanto real también en estas disciplinas
sagradas. No censuramos, por tanto, a quienes usan diversos métodos para
penetrar e ilustrar en lo posible tan profundo misterio de esta admirable
unión nuestra con Cristo. Sin embargo, tengan por norma general e inconcusa,
los que no quieran apartarse de la doctrina genuina y del verdadero
magisterio de la Iglesia, que han de rechazar, tratándose de esta unión
mística, toda forma de ella que haga a los fieles traspasar de cualquier
modo el orden de las cosas creadas, e invadir erróneamente lo divino, de
suerte que pudiera decirse de ellos, como propio, uno solo de los atributos
de la sempiterna Divinidad. Y además sostendrán firmemente y con toda
certeza que en estas cosas todo es común a la Santísima Trinidad, puesto que
todo se refiere a Dios como a la suprema causa eficiente.
También es menester que adviertan que aquí se trata de un misterio oculto,
el cual, mientras vivamos en este destierro terrestre, jamás puede ser
totalmente penetrado, descubierto todo velo, ni expresado por lengua humana.
Se dice ciertamente que las divinas Personas inhabitan, en cuanto, estando
ellas presentes de manera inescrutable en las almas creadas dotadas de
inteligencia, son alcanzadas por ellas por medio del conocimiento y el amor;
de modo, sin embargo, que trasciende toda la naturaleza, y totalmente íntimo
y singular. Para acercarnos por lo menos un tanto a contemplarla, no ha de
descuidarse aquel método que en estas materias mucho encarece el Concilio
Vaticano [Ses. 8, Const. de fide Cath. cap. 4; v. 1795]; método que,
tratando de adquirir alguna luz, con que conocer siquiera un poco los
arcanos de Dios, lo consigue comparando los misterios mismos entre sí y con
el fin a que están enderezados. Oportunamente, pues, al hablar nuestro
sapientísimo antecesor, León XIII, de feliz memoria, de esta nuestra unión
con Cristo y el divino Paráclito, que en nosotros habita, vuelve sus ojos a
aquella visión beatífica, por la que esta misma trabazón mística alcanzará
un día su consumación y perfección en los cielos: "Esta maravillosa unión
—dice— que por propio nombre se llama inhabitación, sólo por su condición y
estado difiere de aquella por la que Dios abraza a los bienaventurados
beatificándolos". Por esta visión será posible, por modo absolutamente
inefable, contemplar con los ojos adornados de sobrenatural luz al Padre, al
Hijo y al Espíritu Santo, asistir de cerca por toda la eternidad a las
procesiones de las divinas Personas y ser bienaventurados por gozo muy
semejante al que hace bienaventurada a la santísima e individua Trinidad.
Del parentesco entre la Bienaventurada Virgen María y la Iglesia
[De la misma Encíclica Mystici corporis, de 29 de junio de 1943]
Ella [la Virgen Madre de Dios] fue la que, libre de toda mancha personal u
original, unida siempre estrechísimamente con su Hijo, lo ofreció como nueva
Eva al eterno Padre en el Gólgota, juntamente con el holocausto de sus
derechos maternos y de su materno amor, por todos los hijos de Adán,
manchados con su deplorable pecado; de tal suerte que la que era madre
corporalmente de nuestra Cabeza, fuera hecha espiritualmente por un nuevo
titulo de dolor y de gloria, madre de todos sus miembros. Ella fue la que
por sus eficacísimas súplicas consiguió que el Espíritu del divino Redentor
que ya habla sido dado en la cruz, se comunicara en prodigiosos dones a la
Iglesia recién nacida, el día de Pentecostés, Ella, en fin, soportando con
ánimo esforzado y confiado sus inmensos dolores, como verdadera Reina de los
mártires, más que todos los fieles cumplió lo que falta a los padecimientos
de Cristo... por su Cuerpo, que es la Iglesia [Col. 1, 24], y prodigó al
Cuerpo místico de Cristo, nacido del corazón abierto de nuestro Salvador, el
mismo materno cuidado y la misma intensa caridad con que calentó y amamantó
en la cuna al tierno Niño Jesús.
Ella, pues, Madre Santísima de todos los miembros de Cristo, a cuyo Corazón
Inmaculado hemos consagrado confiadamente a todos los hombres, y que ahora
brilla en el cielo por la gloria de su cuerpo y de su alma y reina
juntamente con su Hijo, obtenga de Él con su apremiante intercesión que de
la excelsa Cabeza desciendan sin interrupción copiosos raudales de gracias
sobre todos los miembros de su místico Cuerpo.
De la autenticidad de la Vulgata
[De la Encíclica Divino afflante Spiritu, de 30 de septiembre de 1943]
En cuanto al hecho de que el Concilio de Trento quiso que la Vulgata fuera
la versión latina, "que todos usasen como auténtica", ello a la verdad, como
todos saben, sólo se refiere a la Iglesia latina y al uso público de la
Escritura, y, sin género de duda, no disminuye en modo alguno la autoridad y
valor de los textos originales. Porque no se trataba en aquella ocasión de
textos originales, sino de las versiones latinas que en aquella época
corrían, entre las cuales el mismo Concilio decretó con razón que debía ser
preferida aquella que "ha sido aprobada en la Iglesia misma por el largo uso
de tantos siglos".
Así, pues, esta privilegiada autoridad o, como dicen, autenticidad de la
Vulgata, no fue establecida por el Concilio por razones principalmente
críticas, sino más bien por su uso legítimo en las Iglesias, durante el
decurso de tantos siglos; uso a la verdad, que demuestra que la Vulgata, tal
como la entendió y entiende la Iglesia, está totalmente inmune de todo error
en materias de fe y costumbres; de suerte que, por testimonio y confirmación
de la misma Iglesia, se puede citar con seguridad y sin peligro de errar en
las disputas, lecciones y predicaciones; y, por tanto, este género de
autenticidad no se llama con nombre primario crítica, sino más bien
jurídica. Por lo cual, esta autoridad de la Vulgata en materias de doctrina
no veda en modo alguno —antes, por lo contrario, hoy más bien exige— que
esta misma doctrina se compruebe y confirme también por los textos
primitivos; ni tampoco que corrientemente se invoque el auxilio de esos
mismos textos, con los que dondequiera y cada día más se patentice y exponga
el recto sentido de las Sagradas Letras. Y ni siquiera prohibe el decreto
del Concilio de Trento que, para uso y provecho de los fieles y para más
fácil inteligencia de la divina palabra, se hagan versiones en las lenguas
vulgares, y eso aun tomándolas de los textos originales, como sabemos
haberse hecho laudablemente en muchas partes, con aprobación de la autoridad
de la Iglesia.
Del sentido literal y místico de la Sagrada Escritura
[De la misma Encíclica Divino afflante Spiritu, de 30 de septiembre de 1943]
Armado egregiamente con el conocimiento de las lenguas antiguas y con los
recursos de la crítica, pase el exegeta católico a aquella tarea que es la
suprema que se le impone, a saber: hablar y exponer el genuino sentido de
los Sagrados Libros. Al llevar a cabo esta obra, tengan presente los
intérpretes que su máximo cuidado ha de dirigirse a ver y determinar con
claridad cuál es el sentido de las palabras bíblicas que se llama literal.
Este sentido literal han de averiguar con toda diligencia por medio del
conocimiento de las lenguas, con ayuda del contexto y de la comparación con
pasajes semejantes; a todo lo cual suele también apelarse en la
interpretación de los escritores profanos, a fin de que aparezca patente y
claro el pensamiento del autor. Sólo que los exegetas de las Sagradas
Letras, acordándose que aquí se trata de una palabra divinamente inspirada,
cuya custodia e interpretación fue por Dios mismo confiada a la Iglesia, no
han de tener menos diligentemente en cuenta las explicaciones y
declaraciones del magisterio de la Iglesia, así como la interpretación dada
por los Santos Padres y la "analogía de la fe", como sapientísimamente
advierte León XIII en su Carta Encíclica Providentissimus Deus. Traten
también con singular empeño de no exponer solamente —cosa que con dolor
vemos se hace en algunos comentarios— las cosas que atañen a la historia,
arqueología, filología y otras disciplinas por el estilo; sino que, sin
dejar de alegarlas oportunamente, en cuanto pueden contribuir a la exégesis,
muestren sobre todo cuál es la doctrina teológica de cada uno de los libros
o textos sobre la fe y las costumbres, de suerte que esta su exposición no
sólo sirva a los maestros de teología para proponer y confirmar los dogmas
de la fe, sino que ayude también a los sacerdotes para explicar ante el
pueblo la doctrina cristiana y, en fin, a todos los fieles, para llevar una
vida santa y digna del hombre cristiano.
Como den tal interpretación, ante todo, como hemos dicho, teológica,
eficazmente reducirán a silencio a quienes, afirmando que en los comentarios
bíblicos apenas hallan nada que eleve la mente a Dios, nutra el espíritu y
promueva la vida interior, andan repitiendo que hay que acudir a no sabemos
qué interpretación espiritual que ellos llaman mística. Cuán poco acertado
sea su sentir, enséñalo la misma experiencia de muchos que, meditando y
considerando una y otra vez la palabra de Dios, han perfeccionado su
espíritu y se han sentido movidos de vehemente amor a Dios, y lo mismo ponen
de manifiesto la constante instrucción de la Iglesia y los avisos de los más
grandes Doctores.
A la verdad, no se excluye de la Sagrada Escritura todo sentido espiritual.
Porque las cosas dichas o hechas en el Antiguo Testamento, de tal manera
fueron sapientísimamente dispuestas y ordenadas por Dios, que las pasadas
significaran de manera espiritual anticipadamente las que estaban por venir
en la Nueva Alianza de la gracia. Por ello, el exegeta, así como debe hallar
y exponer el que llaman sentido literal de las palabras, cual el hagiógrafo
lo intentara y expresara, así también ha de hacer con el espiritual, con tal
que debidamente conste que éste fue dado por Dios. Puesto que solamente Dios
pudo conocer y revelarnos este sentido espiritual. Ahora bien, en los Santos
Evangelios nos indica y enseña este sentido el mismo Salvador divino lo
profesan también los Apóstoles de palabra y por escrito, imitando el ejemplo
de su Maestro; lo demuestra la doctrina perpetuamente enseñada por la
Iglesia, y nos lo declara, finalmente, el uso antiquísimo de la Liturgia,
dondequiera que pueda debidamente aplicarse el conocido axioma: "La ley de
orar es la ley de creen". Así, pues, este sentido espiritual intentado y
ordenado por el mismo Dios, descúbranlo y propónganlo los exegetas católicos
con aquella diligencia que la dignidad de la palabra divina reclama; pero
guarden religiosa cautela de no proponer, como genuino sentido de la Sagrada
Escritura, otros sentidos traslaticios.
De los géneros literarios en la Sagrada Escritura
[De la misma Encíclica Divino afflante Spiritu, de 30 de septiembre de 1943]
Así, pues, el intérprete, con todo empeño y sin descuidar luz alguna que
hayan aportado las investigaciones modernas, esfuércese por averiguar cuál
fue el carácter y condición de vida del escritor sagrado, en qué edad
floreció, qué fuentes utilizó ya escritas ya orales y qué formas de decir
empleó. Porque así podrá conocer más plenamente quién haya sido el
hagiógrafo y qué haya querido significar al escribir. Porque a nadie se le
oculta que la norma suprema de la interpretación es aquella por la que se
averigua y define qué es lo que el escritor intentó decir, como egregiamente
lo advierte San Atanasio: "Aquí, como conviene hacerlo en todos los otros
pasajes de la Sagrada Escritura, hay que observar con qué ocasión habló el
Apóstol; hay que atender cuidadosa y fielmente cuál es la persona y cuál el
asunto que le movió a escribir, no sea que ignorándolo o entendiendo otra
cosa distinta, nos descaminemos de su verdadero sentir".
Por otra parte, cuál sea el sentido literal, no está muchas veces tan claro
en las palabras y escritos de los antiguos orientales, como en los
escritores de nuestra época. Y efectivamente, qué quisieron ellos dar a
entender con sus palabras, no se determina solamente por las leyes de la
gramática y de la filología, ni sólo por el contexto del discurso; sino que
es de todo punto necesario que el intérprete se traslade, como si dijéramos,
mentalmente a aquellos remotos siglos de Oriente a fin de que, debidamente
ayudado por los recursos de la historia, de la arqueología, de la etnología
y de otras disciplinas, discierna y claramente vea qué géneros literarios,
como dicen, quisieron usar y de hecho usaron los escritores de aquella
vetusta edad. Porque los antiguos orientales no siempre empleaban, para
expresar sus conceptos, las mismas formas y el mismo estilo que nosotros
hoy, sino más bien aquellas que se usaban entre los hombres de su tiempo y
de su tierra. Cuáles fueran esas formas, el exegeta no lo puede establecer
como de antemano, sino solamente por la cuidadosa investigación de las
antiguas literaturas de Oriente. Ahora bien, esta investigación, llevada a
cabo en estos últimos decenios con mayor cuidado y diligencia que antes, ha
manifestado con más claridad qué formas de decir se usaron en aquellos
antiguos tiempos, ora en la descripción poética de las cosas, ora en el
establecimiento de las normas y leyes de la vida, ora, en fin, en la
narración de los hechos y acontecimientos. Esta misma investigación ha
probado lúcidamente que el pueblo israelítico se aventajó singularmente
entre las demás naciones de Oriente a escribir bien la historia tanto por su
antigüedad, como por la fiel relación de los hechos, lo cual, a la verdad,
se deduce del carisma de la divina inspiración y del fin peculiar de la
historia bíblica que pertenece a la religión. Sin embargo, que también en
los escritores sagrados, como en los demás antiguos, se hallan artes
determinadas de exponer y de narrar, idiotismos especiales, propios
particularmente de las lenguas semíticas, las que se llaman aproximaciones,
determinadas hipérboles de lenguaje, y hasta a veces también paradojas con
que las cosas se imprimen mejor en la mente, cosa es que no puede
ciertamente sorprender a quienquiera sienta rectamente de la inspiración
bíblica. Porque ninguna de aquellas maneras de hablar de que entre los
antiguos, y señaladamente entre los orientales, se valía el lenguaje humano
para expresar el pensamiento, es ajena a los Libros Sagrados, con la
condición, sin embargo, que el genero de decir empleado no repugne en modo
alguno a la santidad ni a la verdad de Dios, como lo advierte con su
peculiar sagacidad el mismo Angélico Doctor con estas palabras: "En la
Escritura las cosas divinas se nos dan al modo como suelen usar los
hombres". Porque a la manera como el Verbo sustancial de Dios, se hizo
semejante a los hombres en todo "excepto el pecado" [Hebr. 4, 15], así las
palabras de Dios expresadas por lenguas humanas, se han hecho en todo
semejantes al humano lenguaje, excepto en el error; y esto fue lo que ya San
Juan Crisóstomo exaltó con suma alabanza como una ~rVyK~I, d/3a.o'~S O
condescendencia de Dios providente, y afirmó que se da una y muchas veces en
los Libros Sagrados.
Por esto, para satisfacer debidamente a las necesidades actuales de la
ciencia bíblica en la exposición de la Sagrada Escritura y en la
demostración y comprobación de su inmunidad de todo error, válgase también
prudentemente el exegeta católico del subsidio de averiguar hasta qué punto
la forma de decir o género literario empleado por el hagiógrafo, pueda
contribuir a su verdadera y genuina interpretación; y persuádase que no
puede descuidar esta parte de su oficio sin gran menoscabo de la exégesis
católica. Porque no raras veces —para no tocar más que este punto— cuando
algunos en son de reproche cacarean que los autores sagrados se descarriaron
de la fidelidad histórica o que contaron las cosas con menos exactitud, se
averigua no tratarse de otra cosa que de los acostumbrados y originales
modos de hablar y narrar que corrientemente solían emplearse en el mutuo
trato humano y que de hecho se empleaban por lícita y general costumbre.
Conocidas, pues, y exactamente apreciadas las maneras y artes de hablar de
los antiguos, podrán resolverse muchas dificultades que se objetan contra la
verdad y fidelidad históricas de las Divinas Letras, y no menos aptamente
conducirá tal estudio a un más pleno y luminoso conocimiento de la mente del
Autor sagrado.
De los fines del matrimonio
[Decreto del Santo Oficio, de 1º de abril de 1944]
Sobre los fines del matrimonio y su relación y orden, han aparecido en estos
últimos años algunos escritos que afirman o que el fin primario del
matrimonio no es la procreación de los hijos o que los fines secundarios no
están subordinados al primario, sino que son independientes del mismo.
En estas elucubraciones, unos asignan un fin primario al matrimonio; otros,
otro; por ejemplo: el complemento y perfección personal de los cónyuges por
medio de la omnímoda comunión de vida y acción; el fomento y perfección del
mutuo amor y unión de los cónyuges por medio de la entrega psíquica y
somática de la propia persona, y otros muchos por el estilo. En estos
escritos, se atribuye a veces a palabras que ocurren en documentos de la
Iglesia (como son, por ejemplo, fin primario y secundario), un sentido que
no conviene a estas voces según el uso común de los teólogos. Este nuevo
modo de pensar y de hablar es propio para fomentar errores e incertidumbres;
mirando de apartarlas, los Emmos. y Rvmos. Padres de esta Suprema Sagrada
Congregación encargados de la tutela de las cosas de fe y costumbres, en
sesión plenaria habida el miércoles, día 29 de marzo de 1944, habiéndose
propuesto la duda: "Si puede admitirse la sentencia de algunos modernos que
niegan que el fin primario del matrimonio sea la procreación y educación de
los hijos, o enseñan que los fines secundarios no están esencialmente
subordinados al fin primario, sino que son igualmente principales e
independientes", decretaron debía responderse:
Negativamente.
Del milenarismo (quiliasmo)
[Decreto del Santo Oficio, de 21 de julio de 1944]
En estos últimos tiempos se ha preguntado más de una vez a esta Suprema
Sagrada Congregación del Santo Oficio qué haya de sentirse del sistema del
milenarismo mitigado, es decir, del que enseña que Cristo Señor, antes del
juicio final, previa o no la resurrección de muchos justos, ha de venir
visiblemente para reinar en la tierra.
Resp.: El sistema del milenarismo mitigado no puede enseñarse con seguridad.
De la presencia de Cristo en los misterios de la Iglesia
[De la Encíclica Mediator Dei, de 20 de noviembre de 1947]
En toda acción litúrgica Juntamente con la Iglesia está presente su divino
Fundador; presente está Cristo en el augusto Sacrificio del altar, ora en la
persona de sus ministros, ora sobre todo bajo las especies eucarísticas;
presente está en los sacramentos por su virtud, la cual trasfunde en ellos,
como instrumentos para producir. la santidad; presente está finalmente en
las alabanzas y súplicas elevadas a Dios, según su palabra: Dondequiera hay
dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos [Mt. 18,
20]...
Por eso el año litúrgico, al que alimenta y acompaña la piedad de la
Iglesia, no es fría e inerte representación de cosas que pertenecen a
tiempos pasados, ni mero y desnudo recuerdo de una edad anterior. Sino que
es más bien Cristo mismo que sigue en su Iglesia y continúa aquel camino de
su inmensa misericordia que Él mismo inició en esta vida mortal, cuando
pasaba haciendo bien, con el piadosísimo designio de que las almas de los
hombres se pusiesen en contacto con sus misterios, y por ellos, en cierto
modo, vivieran. Los cuales misterios, por cierto, están constantemente
presentes y obran a la manera no indeterminada y medio oscura de que hablan
neciamente algunos escritores modernos, sino de la manera que nos enseña la
doctrina católica; pues, según sentir de los Doctores de la Iglesia, son no
solamente ejemplos eximios de cristiana perfección, sino fuentes también de
la divina gracia, por los méritos y oraciones de Cristo, y por su efecto
perduran en nosotros, como quiera que cada uno, según su índole, es a su
modo causa de nuestra salvación.
De la genuina noción de la Liturgia
[De la misma Encíclica Mediator Dei, de 20 de noviembre de 1947]
La sagrada Liturgia, consiguientemente, constituye el culto público que
nuestro Redentor, Cabeza de la Iglesia, tributa al Padre celestial y el que
la sociedad de los fieles tributa a su Fundador y por Él al eterno Padre; y,
para decirlo todo brevemente, constituye el culto público íntegro del Cuerpo
místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros...
Por eso, totalmente se desvían de la verdadera y genuina noción e idea de la
Liturgia, quienes la consideran sólo como la parte externa y sensible del
culto divino o un bello aparato de ceremonias; y no yerran menos quienes la
reputan como un conjunto de leyes y preceptos con que la jerarquía
eclesiástica manda que se cumplan y ordenen los ritos sagrados.
De la relación entre la vida ascética y la piedad de la Liturgia
[De la misma Encíclica Mediator Dei, de 20 de noviembre de 1947]
Consiguientemente, en la vida espiritual, no puede darse discrepancia ni
oposición alguna entre la acción divina que infunde la gracia en las almas
para perpetuar nuestra redención y la simultánea y laboriosa cooperación del
hombre, que no ha de hacer vano el don de Dios [cf. 2 Cor. 6, l]; tampoco
entre la eficacia del rito externo de los sacramentos que proviene ex opere
operato y el acto meritorio de aquellos que los administran o reciben, acto
que llamamos opus operantis, y por modo semejante, entre las súplicas
públicas y las oraciones privadas; entre la recta manera de obrar y la
contemplación de las cosas de arriba; entre la vida ascética y la piedad de
la Liturgia, ni, finalmente, entre la jurisdicción y legítimo magisterio de
la jerarquía eclesiástica y aquella potestad que propiamente se llama
sacerdotal y que se ejerce en el sagrado ministerio.
Por graves motivos, la Iglesia prescribe a los que por cargo oficial sirven
al altar y a los que han abrazado la vida religiosa que en determinados
tiempos se den a la piadosa meditación, al diligente examen y enmienda de su
conciencia y demás espirituales ejercicios, pues ellos de modo peculiar
están destinados a desempeñar las funciones litúrgicas del sacrificio y de
la alianza divina. Indudablemente, la oración litúrgica, por ser la pública
plegaria de la ínclita esposa de Jesucristo, aventaja en excelencia a las
oraciones privadas. Pero esta superior excelencia no significa en modo
alguno que haya discrepancia o repugnancia entre estas dos especies de
oración. En efecto, como uno solo y mismo sentimiento anima a las dos,
juntamente confluyen y se concilian conforme a la palabra: Todo y en todas
las cosas Cristo [Col. 3, 11]; y a un mismo fin se enderezan. a que Cristo
se forme en nosotros [Gal. 4, 19].
De la participación de los fieles en el sacerdocio de Cristo
[De la misma Encíclica Mediator Dei, de 20 de noviembre de 1947]
Conviene... que todos los fieles se den cuenta de que su deber supremo, a
par que su suprema dignidad, es participar del sacrificio eucarístico...
Sin embargo, del hecho de que los fieles participan del sacrificio
eucarístico, no se sigue que gocen también de dignidad sacerdotal. Esto es
de todo punto necesario que lo pongáis bien claro ante los ojos de vuestra
grey.
Porque hay en la actualidad quienes volviendo a errores ya de antiguo
condenados, enseñan que en el Nuevo Testamento solamente se entiende por
sacerdocio lo que atañe a todos los que han sido purificados por las aguas
del bautismo y que el mandato de Jesús a los Apóstoles de que hicieran lo
mismo que Él había hecho, pertenece directamente a toda la comunidad de los
fieles y, consiguientemente, que sólo posteriormente se constituyó el
sacerdocio jerárquico. De ahí que opinan que el pueblo goza de verdadera
potestad sacerdotal y que el sacerdote solamente obra por función delegada
de la comunidad. Por eso tienen el sacrificio eucarístico por verdadera
concelebración y opinan que vale más que los sacerdotes "concelebren"
juntamente con el pueblo presente que no que ofrezcan el sacrificio sin la
presencia del pueblo.
Es ocioso explicar cuánto contradicen estos capciosos errores a las verdades
que ya antes hemos dejado asentadas al tratar del grado de que goza el
sacerdote en el cuerpo místico de Cristo. Una cosa, sin embargo, creemos
oportuno recordar y es que el sacerdote solamente representa al pueblo
porque representa la persona de Nuestro Señor Jesucristo en cuanto es Cabeza
de todos los miembros y por ellos se ofrece a sí mismo, y que se acerca, por
ende al altar como ministro de Cristo, inferior ciertamente a Cristo, pero
superior al pueblo. El pueblo, en cambio, puesto que por ningún concepto
representa la persona del divino Redentor ni es mediador entre si mismo y
Dios, de ningún modo puede gozar de derecho sacerdotal. Todo esto consta por
certeza de fe; sin embargo, fuera de eso, hay que afirmar que también los
fieles ofrecen la divina víctima, aunque de diverso modo.
Así lo declararon ya luminosamente algunos de nuestros antecesores y
doctores de la Iglesia. "No sólo —dice Inocencio III, de inmortal memoria—
ofrecen los sacerdotes, sino todos los fieles: porque lo que especialmente
se cumple por ministerio de los sacerdotes, se hace universalmente por deseo
de los fieles". Y nos place aducir uno siquiera de los muchos dichos de San
Roberto Belarmino a este propósito: "El sacrificio —dice— se ofrece
principalmente en la persona de Cristo; así, pues, esta oblación que sigue a
la consagración es como una testificación de que toda la Iglesia consiente
en la oblación hecha por Cristo y de que juntamente con Él la ofrece". No
menos claramente indican y manifiestan también los ritos y oraciones del
sacrificio eucarístico que la oblación de la victima es hecha por los
sacerdotes juntamente con el pueblo...
Ni es de maravillar que los fieles sean elevados a semejante dignidad.
Porque por el lavatorio del bautismo, son hechos los cristianos por título
general, en el Cuerpo místico, miembros de Cristo sacerdote y en virtud del
carácter que queda como esculpido en su alma, son diputados para el culto
divino y, consiguientemente, participan, según su condición, del sacerdocio
de Cristo...
Pero hay también una razón íntima para que pueda decirse que también los
fieles, mayormente los que asisten al altar, ofrecen el Sacrificio.
Para que en materia tan grave no se deslice un pernicioso error, es preciso
circunscribir la voz "ofrecer" dentro de los límites de su propia
significación. Efectivamente, aquella incruenta inmolación, por la que,
pronunciadas las palabras de la consagración, Cristo se hace presente en
estado de víctima sobre el altar, se realiza por solo el sacerdote, en
cuanto representa la persona de Cristo, no en cuanto representa a los
fieles. Mas por el hecho de que el sacerdote pone sobre el altar la victima
divina, preséntala como oblación a Dios Padre para gloria de la Santísima
Trinidad y en bien de toda la Iglesia. Ahora bien, en esta oblación,
estrictamente dicha, los fieles participan a su modo y por doble razón:
porque no sólo por manos del sacerdote, sino con él en cierto modo ofrecen
también el sacrificio: por esta participación, también la oblación del
pueblo forma parte del culto litúrgico mismo.
Ahora, que los fieles ofrecen el sacrificio por manos del sacerdote es
evidente por el hecho de que el ministro del altar representa la persona de
Cristo, y como Cabeza que ofrece en nombre de todos los miembros; de donde
resulta que con razón se dice que toda la Iglesia presenta por medio de
Cristo la oblación de la victima. Mas que el pueblo ofrezca juntamente con
el sacerdote, no se establece por razón de que los miembros de la Iglesia
realicen el rito litúrgico visible de la misma manera que el sacerdote, cosa
que atañe sólo al ministro divinamente diputado para ello; sino porque une
sus votos de alabanza, de impetración, de expiación y de acción de gracias
con los votos o intención de la mente del sacerdote y hasta del mismo Sumo
Sacerdote, con el fin de que sean presentados a Dios Padre en la misma
oblación de la victima, aun por el rito externo del sacerdote. En efecto, es
menester que el rito externo del sacrificio, por su misma naturaleza,
manifieste el culto interno; y el sacrificio de la nueva Ley significa aquel
supremo acatamiento con que el mismo principal oferente que es Cristo, y por
Él todos sus miembros místicos, honran y veneran a Dios con el debido honor.
De la materia y forma del sacramento del orden
[Constitución Apostólica Sacramentum ordinis, de 30 de noviembre de 1947]
1. La fe católica profesa que el sacramento del orden instituído por Cristo
Señor, y por el que se da el poder espiritual y se confiere gracia para
desempeñar debidamente los deberes eclesiásticos, es uno y el mismo para
toda la Iglesia... Ni tampoco en el decurso de los siglos sustituyó o pudo
la Iglesia sustituir con otros sacramentos los instituidos por Cristo Señor,
como quiera que, según la doctrina del Concilio de Trento, los siete
sacramentos de la nueva Ley han sido todos instituídos por Jesucristo
nuestro Señor y ningún poder compete a la iglesia sobre "la sustancia de los
sacramentos", es decir, sobre aquellas cosas que, conforme al testimonio de
las fuentes de la revelación, Cristo Señor estatuyó debían ser observadas en
el signo sacramental...
3. Ahora bien, es sentir constante de todos que los sacramentos de la nueva
Ley, como signos que son sensibles y eficientes de la gracia invisible, no
sólo deben significar la gracia que producen, sino producir la que
significan. Ahora bien, los efectos que deben producirse y, por ende,
significarse, por la sagrada ordenación del diaconado, del presbiterado y
del episcopado, que son la potestad y la gracia, en todos los ritos de la
Iglesia universal de todos los tiempos y regiones se ve que están
suficientemente significados por la imposición de manos y las palabras que
la determinan. Y además, nadie hay que ignore que la Iglesia Romana tuvo
siempre por válidas las órdenes conferidas por el rito griego sin la entrega
de los instrumentos, de suerte que en el mismo Concilio de Florencia en que
se hizo la unión de los griegos con la Iglesia Romana, en modo alguno se
impuso a los griegos que cambiaran el rito de la ordenación o le añadieran
la entrega de los instrumentos; es más, la Iglesia quiso que en la misma
Urbe los griegos se ordenaran según su propio rito. De donde se colige que
ni siquiera, según la mente del Concilio de Florencia, se requiere por
voluntad del mismo Señor nuestro Jesucristo la entrega de los instrumentos
para la validez y sustancia de este sacramento. Y si alguna vez por voluntad
y prescripción de la Iglesia aquélla ha sido también necesaria para la
validez, todos saben que la Iglesia tiene poder para cambiar y derogar lo
que ella ha estatuído.
4. Siendo esto así, después de invocar la lumbre divina, con nuestra suprema
potestad apostólica y a ciencia cierta, declaramos y, en cuanto preciso sea,
decretamos y disponemos: Que la materia única de las sagradas órdenes del
diaconado, presbiterado y episcopado es la imposición de las manos, y la
forma, igualmente única, son las palabras que determinan la aplicación de
esta materia, por las que unívocamente se significan los efectos
sacramentales —es decir, la potestad de orden y la gracia del Espíritu
Santo— y que por la Iglesia son recibidas y usadas como tales. De aquí se
sigue que declaremos, como, para cerrar el camino a toda controversia y
ansiedad de conciencia, con nuestra autoridad apostólica realmente
declaramos y, si alguna vez legítimamente se hubiere dispuesto otra cosa,
estatuimos que, por lo menos en adelante, la entrega de los instrumentos no
es necesaria para la validez de las sagradas órdenes de diaconado,
presbiterado y episcopado.
5. En cuanto a la materia y forma en la colación de cada una de las órdenes,
por nuestra misma suprema autoridad apostólica decretamos y constituimos lo
que sigue: En la ordenación diaconal, la materia es la imposición de manos
del obispo que en el rito de esta ordenación sólo ocurre una sola vez. La
forma consta de las palabras "del Prefacio" de las que son esenciales y, por
tanto, requeridas para la validez las siguientes: "Envía sobre él, te
rogamos, Señor, al Espíritu Santo por el que sea robustecido con el don de
tu gracia septiforme para cumplir fielmente la obra de tu ministerio". En la
ordenación presbiteral, la materia es la primera imposición de manos del
obispo que se hace en silencio, pero no la continuación de la misma
imposición por medio de la extensión de la mano derecha, ni la última a que
se añaden las palabras: "Recibe el Espíritu Santo: a quien perdonares los
pecados, etc.". La forma consta de las palabras del "Prefacio" de las que
son esenciales y, por tanto, requeridas para la validez, las siguientes:
"Da, te rogamos, Padre omnipotente, a este siervo tuyo la dignidad del
Presbiterio; renueva en sus entrañas el espíritu de santidad para que
alcance recibido de ti, oh Dios, el cargo del segundo mérito y muestre con
el ejemplo de su conducta la severidad de las costumbres". Finalmente, en la
ordenación o consagración episcopal, la materia es la imposición de las
manos que se hace por el Obispo consagrante. La forma consta de las palabras
del "Prefacio" de las que son esenciales y, por tanto, requeridas para la
validez, las siguientes: "Completa en tu Sacerdote la suma de tu ministerio
y, provisto de los ornamentos de toda glorificación, santifícalo con el
rocío del ungüento celeste...
6. Y para que no se dé lugar a dudas, mandamos que en la colación de
cualquier orden, se haga la imposición de manos tocando físicamente la
cabeza del ordenando, si bien el contacto moral basta para conferir
válidamente el sacramento... Las disposiciones de esta nuestra constitución
no tienen fuerza retroactiva...
Del tiempo de los documentos del Pentateuco y del genero literario de los
once primeros capítulos del Génesis
[Carta del Secretario de la Comisión Bíblica al Cardenal Suhard, arzobispo
de París, fecha a 16 de enero de 1948]
El Padre Santo se ha dignado confiar al examen de la Pontificia Comisión
Bíblica, dos cuestiones que fueron recientemente sometidas a Su Santidad
acerca de las fuentes del Pentateuco y de la historicidad de los once
primeros capítulos del Génesis. Estas dos cuestiones, con sus considerandos
y votos, han sido objeto del más atento estudio por parte de los Rvmos.
Consultores y de los Eminentísimos Cardenales, miembros de dicha Comisión.
Como resultado de sus deliberaciones, Su Santidad se ha dignado aprobar la
respuesta siguiente en la audiencia concedida al que suscribe con fecha de
16 de enero de 1948.
La Pontificia Comisión Bíblica se complace en rendir homenaje al sentimiento
de filial confianza que ha inspirado este paso y desea corresponder a él por
un esfuerzo sincero de promover los estudios bíblicos, asegurándoles, dentro
de los limites de la enseñanza tradicional de la Iglesia, la más completa
libertad. Esta libertad ha sido explícitamente afirmada por la Encíclica
Divino afflante Spiritu del soberano Pontífice gloriosamente reinante en
estos términos: "El exegeta católico, llevado de activo y fuerte amor de su
propia ciencia, y sinceramente adicto a la Santa Madre Iglesia, por nada ha
de cejar en su empeño de acometer una y otra vez las cuestiones difíciles
que hasta el presente no han sido resueltas, no sólo para rechazar las
objeciones de los adversarios, sino para tratar de hallar una sólida
explicación que, por una parte, esté fielmente de acuerdo con la doctrina de
la Iglesia, señaladamente con lo que enseña sobre la inmunidad de todo error
en la Sagrada Escritura, y, por otra, satisfaga del modo debido a las
conclusiones ciertas de las disciplinas profanas.
Ahora bien, recuerden todos los demás hijos de la Iglesia que los esfuerzos
de estos denodados obreros de la viña del Señor, han de ser juzgados no sólo
con ánimo de justicia y equidad, sino con suma caridad; y apártense de aquel
afán nada prudente por el que se cree que todo lo nuevo, por el hecho de ser
nuevo, ha de ser condenado o tenido por sospechoso".
Si a la luz de esta recomendación del soberano Pontífice se entienden e
interpretan las tres respuestas oficiales dadas antaño por la Comisión
Bíblica a propósito de las antes mentadas cuestiones; a saber, el 23 de
junio de 1905 sobre los relatos que sólo tendrían apariencia histórica en
los libros históricos de la Sagrada Escritura (EB 154), el 27 de junio de
1906 sobre la autenticidad mosaica del Pentateuco (EB 174-177), y el 30 de
junio de 1939 sobre el carácter histórico de los tres primeros capítulos del
Génesis (EB 332-339), se concederá que estas respuestas no se oponen en modo
alguno a un examen ulterior verdaderamente científico de estos problemas,
según los resultados obtenidos durante estos últimos cuarenta años. En
consecuencia, la Comisión Bíblica no cree que haya lugar a promulgar, por lo
menos de momento, nuevos decretos a propósito de estas cuestiones.
En lo que a la composición del Pentateuco se refiere, la Comisión Bíblica
reconocía ya en el mentado Decreto de 27 de junio de 1906 que se podía
afirmar que Moisés "para componer su obra se sirvió de documentos escritos o
de tradiciones orales" y admitir también modificaciones y adiciones
posteriores a Moisés (EB 176-177). Hoy no hay nadie que ponga en duda la
existencia de estas fuentes y no admita un acrecimiento progresivo de las
leyes mosaicas, debido a las condiciones sociales y religiosas de los
tiempos posteriores, progresión que se manifiesta también en los relatos
históricos.
Sin embargo, aun en el campo de los exegetas no católicos, se profesan hoy
día opiniones muy divergentes respecto a la naturaleza y el número de tales
documentos, su denominación y su fecha. Ni siquiera faltan en diferentes
países, autores que, por razones puramente críticas e históricas, y sin
intención alguna apologética, rechazan resueltamente las teorías más en boga
hasta ahora, y buscan la explicación de ciertas particularidades
redaccionales del Pentateuco, no tanto en la diversidad de los supuestos
documentos, cuanto en la psicología especial, en los procedimientos
particulares, mejor conocidos hoy día, del pensamiento y de la expresión de
los orientales, o también en el diferente género literario postulado por la
diversidad de materias. Por eso, invitamos a los sabios católicos a estudiar
estos problemas sin prejuicio alguno, a la luz de una sana crítica y de los
resultados de las otras ciencias interesadas en estas materias, y este
estudio establecerá sin duda la gran parte y la profunda influencia de
Moisés como autor y como legislador.
La cuestión de las formas literarias de los once primeros capítulos del
Génesis es mucho más oscura y compleja. Estas formas literarias no responden
a ninguna de nuestras categorías clásicas y no pueden ser juzgadas a la luz
de los géneros literarios grecolatinos o modernos. No puede
consiguientemente negarse ni afirmarse en bloque la historicidad de estos
capítulos sin aplicarles indebidamente las normas de un género literario
bajo el cual no pueden ser clasificados. Si se admite que en estos capítulos
no se encuentra historia en el sentido clásico y moderno, hay que confesar
también que los datos científicos actuales no permiten dar una solución
positiva a todos los problemas que plantea... Declarar a priori que sus
relatos no contienen historia en el sentido moderno de la palabra, dejaría
fácilmente entender que no la contienen en ningún sentido, cuando en
realidad cuentan en lenguaje sencillo y figurado, adaptado a las
inteligencias de una humanidad menos desarrollada, las verdades
fundamentales presupuestas a la economía de la salvación, al mismo tiempo
que la descripción popular de los orígenes del género humano y del pueblo
escogido...
De la fecundación artificial
[De la alocución de Pío XII, de 29 de septiembre de 1949, ante el Cuarto
Congreso Internacional de Médicos Católicos]
1. La práctica de esta fecundación artificial desde el momento que se trata
del hombre, no puede ser considerada ni exclusiva ni principalmente desde el
punto de vista biológico y médico, dejando a un lado el de la moral y del
derecho.
2. La fecundación artificial fuera del matrimonio debe condenarse pura y
simplemente como inmoral.
Tal es, en efecto, la ley natural y la ley divina positiva, que la
procreación de una nueva vida no puede ser fruto más que del matrimonio. El
matrimonio solo salvaguarda la dignidad de los esposos (de la mujer
principalmente en el caso presente) y su bien personal. De suyo, sólo él
provee al bien y a la educación del infante. Por consiguiente, sobre la
condenación de una fecundación artificial fuera de la unión conyugal, no es
posible entre católicos divergencia alguna de opiniones. El hijo, concebido
en estas condiciones, sería, por el mero hecho, ilegitimo.
3. La fecundación artificial dentro del matrimonio, pero hecha con elemento
activo de un tercero, es igualmente inmoral y, como tal, ha de reprobarse
sin distingo.
Sólo los esposos tienen derecho reciproco sobre sus cuerpos para engendrar
una nueva vida, derecho exclusivo, intransferible e inajenable. Y esto ha de
ser también en consideración del hijo. A quienquiera da la vida a un niñito,
la naturaleza le impone, en virtud misma de este lazo, la obligación de su
conservación y educación. Mas entre el esposo legitimo y el niño, fruto del
elemento activo de un tercero (aun con consentimiento del esposo), no existe
lazo alguno de origen, ningún lazo moral y jurídico de procreación conyugal.
4. En cuanto a la licitud de la fecundación artificial dentro del matrimonio
bástenos recordar de momento estos principios de derecho natural: el simple
hecho de que el resultado que se intenta es conseguido por este medio, no
justifica el empleo del medio mismo; ni basta el deseo, en si muy legítimo,
de los esposos de tener un hijo, para probar la legitimidad del recurso a la
fecundación artificial, que realizaría este deseo.
Sería falso pensar que la posibilidad de recurrir a este medio podría hacer
válido el matrimonio, entre personas inaptas para contraerlo por razón del
impedimentum impotentiae.
Por otra parte, superfluo es observar que el elemento activo no puede jamás
ser procurado lícitamente por actos antinaturales.
Si bien es cierto que no pueden a priori rechazarse nuevos métodos por el
sólo hecho de su novedad; sin embargo, por lo que a la fecundación
artificial se refiere, no solamente hay que ser por extremo reservado, sino
que debe ser absolutamente rechazada. Al hablar así, no se proscribe
necesariamente el empleo de ciertos medios artificiales destinados
únicamente ora a facilitar el acto natural, ora a hacer alcanzar su fin al
acto natural normalmente cumplido.
No ha de olvidarse que sólo la procreación de una nueva vida según la
voluntad y designio del Creador, lleva consigo, en grado sorprendente de
perfección, la realización de los fines perseguidos. Ella es a par conforme
a la naturaleza corporal y espiritual y a la dignidad de los esposos, así
como al normal y feliz desenvolvimiento del niño,
De la intención que ha de tenerse en el bautismo
[Respuesta del Santo Oficio, de 28 de diciembre de 1949]
A esta Suprema Sagrada Congregación le fue propuesta la duda:
Si en los juicios sobre causas matrimoniales, el bautismo conferido en las
sectas de los Discípulos de Cristo, Presbiterianos Congregacionalistas,
Baptistas y Metodistas, puesta la necesaria materia y forma, ha de
presumirse inválido por falta de la intención requerida en el ministro de
hacer lo que hace la Iglesia o lo que Cristo instituyó o por lo contrario ha
de presumirse válido, a no ser que en caso particular se pruebe lo
contrario.
Resp.: Negativamente a la primera parte, afirmativamente a la segunda.
De algunas falsas opiniones que amenazan destruir los fundamentos de la
doctrina católica
[De la Encíclica Humani generis, de 12 de agosto de 1950]
La discordia y extravío, fuera de la verdad, del género humano en las cosas
religiosas y morales fueron siempre fuente y causa de muy vehemente dolor
para todos los buenos y principalmente para los fieles y sinceros hijos de
la Iglesia, y lo son hoy señaladamente, cuando vemos de todas partes
combatidos los principios mismos de la cultura cristiana.
No es de maravillar ciertamente que tal discordia y extravío se haya dado
siempre fuera del redil de Cristo. Porque si bien es cierto que la razón
humana, sencillamente hablando, puede realmente con solas sus fuerzas y luz
natural alcanzar conocimiento verdadero y cierto de un solo Dios personal,
que con su providencia conserva y gobierna al mundo, así como de la ley
natural impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, muchos son
los obstáculos que se oponen a que la razón use eficaz y fructuosamente de
esta su nativa facultad. En efecto, las verdades que a Dios se refieren y
atañen a las relaciones que median entre Dios y el hombre, trascienden
totalmente el orden de las cosas sensibles y, cuando se llevan a la práctica
de la vida e informan a ésta, exigen la entrega y abnegación de si mismo.
Ahora bien, el entendimiento humano halla dificultad en la adquisición de
tales verdades, ora por el impulso de los sentidos y de la imaginación, ora
por las desordenadas concupiscencias nacidas del pecado original. De lo que
resulta que los hombres se persuaden con gusto ser falso o, por lo menos,
dudoso lo que no quisieran fuera verdadero.
Por eso hay que decir que la "revelación" divina es moralmente necesaria
para que, aun en el estado actual del género humano, todos puedan conocer
con facilidad, con firme certeza y sin mezcla de error alguno, aquellas
verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón.
Más aún, la mente humana puede a veces sufrir dificultades hasta para formar
un juicio cierto sobre la "credibilidad" de la fe católica, no obstante ser
tantos y tan maravillosos los signos externos divinamente dispuestos, por
los que, aun con la sola luz natural de la razón, puede probarse con certeza
el origen divino de la religión cristiana. El hombre, en efecto, ora llevado
de sus prejuicios, ora instigado de sus pasiones y mala voluntad, no sólo
puede negar la evidencia, que tiene delante, de los signos externos, sino
resistir y rechazar también las superiores inspiraciones que Dios infunde en
nuestras almas.
A quienquiera mire en torno suyo a los que se hallan fuera del redil de
Cristo, fácilmente se le descubrirán las principales direcciones que han
emprendido los hombres doctos. Hay, efectivamente, quienes, admitido sin
prudencia y discreción el sistema que llaman de la evolución, que todavía no
está probado de modo indiscutible en el campo mismo de las ciencias
naturales, pretenden extenderlo al origen de todas las cosas, y audazmente
sostienen la opinión monística y panteística de un universo sujeto a
continua evolución; opinión que los fautores del comunismo aceptan con
fruición, para defender y propagar más eficazmente su "materialismo
dialéctico", arrancando de las almas toda noción teística.
Los delirios de semejante evolución por los que se repudia todo lo que es
absoluto, firme e inmutable, han abierto el camino a la nueva filosofía
aberrante que, en concurrencia con el "idealismo", "inmanentismo" y
"pragmatismo", ha recibido el nombre de "existencialismo", como quiera que,
desdeñadas las esencias de las cosas, sólo se preocupa de la existencia de
cada una singularmente.
Añádese un falso "historicismo", que ateniéndose sólo a los acontecimientos
de la vida humana, socava los fundamentos de toda verdad y ley absoluta, lo
mismo en el terreno de la filosofía que en el de los dogmas cristianos.
En medio de tan grande confusión de ideas, algún consuelo nos trae
contemplar a los que, abandonando las doctrinas del "racionalismo" en que
antaño se formaran, no es hoy raro el caso que desean volver a los
manantiales de la verdad divinamente revelada y reconocer y profesar la
palabra de Dios conservada en la Sagrada Escritura, como fundamento de las
enseñanzas sagradas. Pero juntamente es de lamentar que no pocos de éstos,
cuanto más firmemente se adhieren a la palabra de Dios, tanto más rebajan el
valor de la razón humana, y cuanto con más entusiasmo enaltecen la autoridad
de Dios revelante, tanto más ásperamente desprecian el magisterio de la
Iglesia, instituído por Cristo Señor para custodiar e interpretar las
verdades divinamente reveladas; conducta que no solamente está en abierta
contradicción con las Sagradas Letras, sino que la experiencia misma
demuestra ser falsa. Con frecuencia, en efecto, los mismos disidentes de la
verdadera Iglesia, públicamente se quejan de la discordia dogmática que
reina entre ellos, de suerte que, contra su voluntad, confiesan la necesidad
de un magisterio vivo.
Ahora bien, a los teólogos y filósofos católicos, a quienes incumbe el grave
cargo de defender la verdad divina y humana y sembrarla en las almas de los
hombres, no les es lícito ni ignorar ni descuidar esas opiniones que se
apartan más o menos del recto camino. Más aún, es menester que las conozcan
a fondo, primero porque no se curan bien las enfermedades si no son de
antemano debidamente conocidas; luego, porque alguna vez en esos mismos
falsos sistemas se esconde algo de verdad, y, finalmente, porque estimulan
la mente a investigar y ponderar con más diligencia algunas verdades
filosóficas y teológicas.
Ahora bien, si nuestros teólogos y filósofos se esforzaran en sacar sólo ese
fruto de estas doctrinas estudiadas con cautela, no habría razón alguna de
intervenir por parte del magisterio de la Iglesia. Pero, si bien sabemos que
los doctores católicos evitan en general esos errores, nos consta, sin
embargo, que no faltan hoy día, lo mismo que en los tiempos apostólicos,
quienes aficionados más de lo justo a las novedades, o temiendo también
sentar plaza de ignorantes de los progresos de la ciencia, tratan de
sustraerse a la dirección del sagrado magisterio, y se hallan
consiguientemente en peligro de irse insensiblemente desviando de la misma
verdad divinamente revelada y de arrastrar a otros consigo hacia el error.
Todavía se observa otro peligro, y éste tanto más grave cuanto más cubierto
se presenta so capa de virtud. Hay, en efecto, muchos que, deplorando la
discordia del género humano y la confusión de las inteligencias, llevados de
imprudente celo de las almas, se sienten movidos de una especie de ímpetu e
inflamados de vehemente deseo de romper las barreras por las que están
separados los hombres buenos y honrados, y abrazan un "irenismo" tal que,
dando de mano a las cuestiones que separan a los hombres, no sólo intentan
rechazar con fuerzas unidas el arrollador ateísmo, sino que tratan de
conciliar las oposiciones aun en materias dogmáticas. Y a la manera que hubo
antaño quienes preguntaban si la apologética tradicional de la Iglesia no
constituiría más bien un obstáculo que una ayuda para ganar las almas para
Cristo, así no faltan hoy tampoco quienes se atreven a plantear en serio la
cuestión de si la teología y sus métodos, tal como con aprobación de la
autoridad de la Iglesia se dan en las escuelas, no sólo hayan de
perfeccionarse, sino ser de todo en todo reformados, a fin de que el reino
de Cristo se propague con más eficacia por todos los lugares de la tierra,
entre los hombres de cualquier cultura y de cualesquiera ideas religiosas.
Ahora bien, si estos hombres no intentaran otra cosa que adaptar mejor la
ciencia eclesiástica y su método a las actuales condiciones y necesidades,
con la introducción de algún nuevo procedimiento, apenas habría razón alguna
de temer; pero es el caso que algunos, arrebatados de un imprudente
"irenismo" parecen considerar como óbices para la restauración de la unidad
fraterna lo que se funda en las leyes y principios mismos dados por Cristo y
en las instituciones por Él fundadas, o constituye la defensa o sostén de la
fe, cayendo lo cual, todo seguramente se uniría, pero solamente para la
ruina...
Por lo que a la teología se refiere, es intento de algunos atenuar lo más
posible la significación de los dogmas y librar al dogma mismo de la
terminología de tiempo atrás recibida por la Iglesia, así como de las
nociones filosóficas vigentes entre los doctores católicos, para volver en
la exposición de la doctrina católica al modo de hablar de la Sagrada
Escritura y de los Santos Padres. Ellos abrigan la esperanza de que
despojado el dogma de los elementos que dicen ser extraños a la divina
revelación podrá fructuosamente compararse con las ideas dogmáticas de los
que están separados de la unidad de la Iglesia y que por este camino vengan
paulatinamente a equilibrarse el dogma católico y las opiniones de los
disidentes.
Además, reducida la doctrina católica a esta condición, piensan que queda
así abierto el camino por el que satisfaciendo a las exigencias actuales
pueda expresarse también el dogma por las nociones de la filosofía moderna,
ya del inmanentismo, ya del idealismo, ya del existencialismo, ya de
cualquier otro sistema. Algunos más audaces afirman que ello puede y debe
hacerse, porque, según ellos, los misterios de la fe jamás pueden
significarse por nociones adecuadamente verdaderas, sino solamente por
nociones "aproximativas", como ellos las llaman, y siempre cambiantes, por
las cuales, efectivamente, la verdad se indica, en cierto modo, pero
forzosamente también se deforma. De ahí que no tienen por absurdo, sino por
absolutamente necesario, que la teología, al hilo de las varias filosofías
de que en el decurso de los tiempos se vale como de instrumento, vaya
sustituyendo las antiguas nociones por otras nuevas, de suerte que por modos
diversos y hasta en algún modo opuestos, pero, según ellos, equivalentes,
traduzca a estilo humano las mismas verdades divinas. Añaden en fin que la
historia de los dogmas consiste en exponer las varias formas sucesivas que
la verdad revelada ha ido tomando, conforme a las varias doctrinas e ideas
que han aparecido en el decurso de los siglos.
Pero es evidente, por lo que llevamos dicho, que tales conatos no sólo
conducen al llamado "relativismo" dogmático, sino que ya en si mismos lo
contienen, y, por cierto, más que sobradamente lo favorece el desprecio de
la doctrina comúnmente enseñada y de los términos con que se expresa. Nadie
hay ciertamente que no vea que los términos empleados tanto en las escuelas
como por el magisterio de la Iglesia para expresar tales conceptos, pueden
ser perfeccionados y aquilatados, y es también notorio que la Iglesia no ha
sido siempre constante en el empleo de las mismas voces. Evidente es además
que la Iglesia no puede ligarse a cualquier efímero sistema filosófico; los
conceptos y términos que en el decurso de muchos siglos fueron elaborados
con unánime consentimiento por los doctores católicos, indudablemente no se
fundan en tan deleznable fundamento. Fúndanse, efectivamente, en los
principios y conceptos deducidos del verdadero conocimiento de las cosas
creadas, deducción realizada a la luz de la verdad revelada que, por medio
de la Iglesia iluminaba, como una estrella, la mente humana. Por eso, no hay
que maravillarse de que algunos de esos conceptos hayan sido no sólo
empleados, sino sancionados por los Concilios ecuménicos, de suerte que no
sea licito separarse de ellos.
Por eso, descuidar, rechazar o privar de su valor a tantas y tan importantes
nociones y expresiones que hombres de talento y santidad no comunes, con
esfuerzo multisecular, bajo la vigilancia del sagrado magisterio y no sin la
luz y guía del Espíritu Santo, han concebido, expresado y perfeccionado para
expresar cada día con mayor exactitud las verdades de la fe, a fin de
sustituirlas por nociones hipotéticas y expresiones fluctuantes y vagas de
una nueva filosofía, las cuales, como la flor del campo, hoy son y mañana
caerán, no sólo es imprudencia suma, sino que convierte al dogma mismo en
caña agitada por el viento. Y el desprecio de los términos y conceptos que
suelen emplear los teólogos escolásticos, lleva naturalmente a enervar la
llamada teología especulativa, la cual, por fundarse en la razón teológica,
opinan que carece de verdadera certeza.
Por desgracia, estos amadores de novedades fácilmente pasan del desprecio de
la teología escolástica a descuidar y hasta despreciar también el magisterio
mismo de la Iglesia, que en tan alto grado aprueba con su autoridad aquella
teología. Y es que este magisterio es por ellos presentado como rémora del
progreso y obstáculo de la ciencia y ya por muchos acatólicos es considerado
como un injusto freno que impide a algunos teólogos más cultos la renovación
de su ciencia. Y aunque este sagrado magisterio ha de ser para cualquier
teólogo en materias de fe y costumbres la norma próxima y universal de la
verdad, como quiera que a él encomendó Cristo Señor el depósito entero de la
fe, es decir, la Sagrada Escritura y la "Tradición" divina, para
custodiarlo, defenderlo o interpretarlo; sin embargo, el deber que tienen
todos los fieles de evitar también aquellos errores que más o menos se
aproximan a la herejía y, por ende, "de guardar también las constituciones y
decretos con que esas erróneas opiniones han sido prohibidas y proscritas
por la Santa Sede"; ese deber, decimos, de tal modo es a veces ignorado,
como si no existiera. Hay quienes expresamente suelen dar de mano a cuanto
en las Encíclicas de los Pontífices Romanos se expone sobre la naturaleza y
constitución de la Iglesia, a fin de que prevalezca un concepto vago que
afirman haber ellos sacado de los antiguos Padres, particularmente griegos.
Porque los Sumos Pontífices, como ellos andan diciendo, no quieren juzgar de
las cuestiones que se disputan entre los teólogos y hay que volver, por
ende, a las fuentes primitivas, y explicar por los escritos de los antiguos
las constituciones y decretos modernos del magisterio.
Esto, si bien parece estar dicho con conocimiento de causa, no carece sin
embargo de falacia. Porque es cierto que generalmente los Pontífices dejan
libertad a los teólogos en las cuestiones que se discuten con diversidad de
pareceres entre los doctores de mejor nota, pero la historia enseña que
muchas cosas que antes estuvieron dejadas a la libre discusión, luego no
pueden admitir discusión de ninguna especie.
Tampoco ha de pensarse que no exige de suyo asentimiento lo que en las
Encíclicas se expone, por el hecho de que en ellas no ejercen los Pontífices
la suprema potestad de su magisterio; puesto que estas cosas se enseñan por
el magisterio ordinario, al que también se aplica lo de quien a vosotros
oye, a mí me oye [Lc. 10, 16], y las más de las veces, lo que en las
Encíclicas se propone y se inculca, pertenece ya por otros conceptos a la
doctrina católica. Y si los Sumos Pontífices en sus documentos pronuncian de
propósito sentencia sobre alguna cuestión hasta entonces discutida, es
evidente que esa cuestión, según la mente y voluntad de los mismos
Pontífices, no puede ya tenerse por objeto de libre discusión entre los
teólogos.
También es verdad que los teólogos han de volver constantemente a las
fuentes de la divina revelación, pues a ellos toca indicar de qué modo se
halle en las Sagradas Letras y en la "tradición", explicita o
implícitamente, lo que por el magisterio vivo es enseñado. Añádase a esto
que ambas fuentes de la doctrina divinamente revelada contienen tantos y tan
grandes tesoros de verdad, que realmente jamás se agotan. De ahí que, con el
estudio de las sagradas fuentes, las ciencias sagradas se rejuvenecen
constantemente; mientras por experiencia sabemos que la especulación que
descuida la ulterior investigación del depósito sagrado, se hace estéril.
Mas no por esto puede la teología, ni la que llaman positiva, equipararse a
una ciencia puramente histórica. Porque juntamente con estas fuentes, Dios
dio a su Iglesia el magisterio vivo, aun para ilustrar y declarar lo que en
el depósito de la fe se contiene sólo oscura e implícitamente. El divino
Redentor no encomendó la auténtica interpretación de ese depósito a cada uno
de los fieles ni a los mismos teólogos, sino sólo al magisterio de la
Iglesia. Ahora bien, si la Iglesia ejerce esta función suya, como en el
decurso de los siglos lo ha hecho muchas veces, ora por el ejercicio
ordinario, ora por el extraordinario de la misma, es de todo punto evidente
ser método falso el que trata de explicar lo claro por lo oscuro, y es
preciso que todos sigan justamente el contrario. De ahí que enseñando
nuestro predecesor, de inmortal memoria, Pío IX, que el oficio nobilísimo de
la teología es manifestar como la doctrina definida por la Iglesia está
contenida en las fuentes de la revelación, no sin grave causa añadió estas
palabras: "en el mismo sentido en que ha sido definida".
Volviendo a las nuevas teorías que hemos tocado antes, muchas cosas proponen
o insinúan algunos en detrimento de la divina autoridad de la Sagrada
Escritura. Efectivamente, empiezan por tergiversar audazmente el sentido de
la definición del Concilio Vaticano sobre Dios autor de la Sagrada Escritura
y renuevan la sentencia ya muchas veces reprobada, según la cual la
inmunidad de error en las Sagradas Letras sólo se extiende a aquellas cosas
que se enseñan sobre Dios y materias de moral y religión.
Es más, erróneamente hablan de un sentido humano de los Sagrados Libros,
bajo el cual se ocultaría su sentido divino que es el único que declaran
infalible. En las interpretaciones de la Sagrada Escritura no quieren que se
tenga cuenta alguna de la analogía de la fe ni de la "tradición" de la
Iglesia; de suerte que la doctrina de los Santos Padres y del sagrado
magisterio debe pasarse, por así decir, por el rasero de la Sagrada
Escritura, explicada por los exegetas de modo puramente humano, más bien que
exponer la misma Sagrada Escritura según la mente de la Iglesia, que ha sido
constituida por Cristo Señor guardiana e intérprete de todo el depósito de
la verdad divinamente revelada.
Además, el sentido literal de la Sagrada Escritura y su exposición,
elaborada por tantos y tan eximios exegetas bajo la vigilancia de la
Iglesia, debe ceder, según sus fantásticas opiniones, a la nueva exégesis
que llaman simbólica y espiritual, y por la que los Sagrados Libros del
Antiguo Testamento, que estarían hoy ocultos en la Iglesia, como una fuente
sellada, se abrirían por fin a todos. De este modo —afirman— se desvanecen
todas las dificultades que solamente son traba para quienes se pegan al
sentido literal de las Escrituras.
Nadie hay que no vea cuán ajeno es todo esto a los principios y normas
hermenéuticas debidamente estatuidos por nuestros predecesores, de feliz
memoria, León XIII, en su Encíclica Providentissimus Deus, Benedicto XV, en
su Encíclica Spiritus Paraclitus, e igualmente por Nos mismo, en la
Encíclica Divino afflante Spiritu.
Y no es de maravillar que tales novedades hayan ya dado sus venenosos frutos
casi en todas las partes de la teología. Se pone en duda que la razón
humana, sin el auxilio de la revelación y de la gracia divina, pueda
demostrar la existencia de un Dios personal por argumentos deducidos de las
cosas creadas; se niega que el mundo haya tenido principio y se pretende que
la creación del mundo es necesaria, como quiera que procede de la
liberalidad necesaria del amor divino; niégase igualmente a Dios la eterna e
infalible presciencia de las acciones libres de los hombres; todo lo cual es
contrario a las declaraciones del Concilio Vaticano.
Algunos plantean también la cuestión de si los ángeles son criaturas
personales y si la materia difiere esencialmente del espíritu. Otros
desvirtúan el concepto de "gratuidad" del orden sobrenatural, como quiera
que opinan que Dios no puede crear seres intelectuales sin ordenarlos y
llamarlos a la visión beatifica. Y no es eso solo, porque se pervierte el
concepto de pecado original, sin atención alguna a las definiciones
tridentinas, y lo mismo el de pecado en general, en cuanto es ofensa de
Dios, y el de satisfacción que Cristo pagó por nosotros. Tampoco faltan
quienes pretenden que la doctrina de la transustanciación, como apoyada que
está en una noción filosófica de sustancia ya anticuada, ha de ser corregida
en el sentido de que la presencia real de Cristo en la Santísima Eucaristía
se reduzca a una especie de simbolismo, en cuanto las especies consagradas
sólo son signos eficaces de la presencia espiritual de Cristo y de su intima
unión con los fieles miembros de su Cuerpo místico.
Algunos no se creen obligados por la doctrina hace pocos años expuesta en
nuestra Carta Encíclica y apoyada en las fuentes de la revelación, según la
cual el Cuerpo místico de Cristo y la Iglesia Católica Romana son una sola y
misma cosa. Algunos reducen a una fórmula vana la necesidad de pertenecer a
la Iglesia verdadera para alcanzar la salvación eterna. Otros finalmente
atacan el carácter racional de la "credibilidad" de la fe cristiana...
Es cosa sabida cuán gran estima hace la Iglesia de la razón humana para
demostrar con certeza la existencia de un solo Dios personal, para probar
invenciblemente, por los signos divinos, los fundamentos de la misma fe
cristiana, igualmente que para expresar de manera conveniente la ley que el
Creador grabó en las almas de los hombres y, finalmente, para alcanzar algún
conocimiento de los misterios y, por cierto, muy provechoso. Mas la razón
sólo podrá desempeñar este servicio de modo apto y seguro si ha sido
debidamente cultivada; es decir, cuando estuviere imbuida de aquella sana
filosofía, que es ya, de tiempo atrás, como un patrimonio legado por las
generaciones cristianas de pasadas edades y que, por ende, goza de una
autoridad de orden superior, puesto que el magisterio mismo de la Iglesia ha
pesado con el fiel de la revelación los principios y principales asertos de
aquél, lentamente esclarecidos y definidos por hombres de grande
inteligencia. Esta filosofía, reconocida y aceptada por la Iglesia, no sólo
defiende el verdadero y auténtico valor del conocimiento humano, sino
también los principios metafísicos inconcusos —a saber, los de razón
suficiente, de causalidad y finalidad— y, finalmente, la consecución de la
verdad cierta e inmutable.
En esta filosofía se exponen ciertamente muchas cosas que ni: directamente
ni indirectamente tocan las materias de fe y costumbres, y que, por tanto,
la Iglesia deja a la libre discusión de los entendidos; pero no vige la
misma libertad en muchas otras cosas, señaladamente acerca de los principios
y asertos principales que arriba hemos recordado. Aun en estas cuestiones
esenciales, se puede vestir a la filosofía con más propias y ricas
vestiduras, reforzarla con más eficaces expresiones, despojarla de ciertos
arreos menos aptos, propios de las escuelas, y enriquecerla también
cautamente con ciertos elementos de la especulación humana en sus avances;
pero nunca es lícito derribarla o contaminarla con falsos principios o
considerarla, en verdad, como un gran monumento, pero ya envejecido. Porque
ni la verdad ni toda exposición filosófica de ella pueden estar cambiando
cada día, sobre todo cuando se trata de los principios por sí evidentes para
la mente humana o de aquellas doctrinas que se apoyan ora en la sabiduría de
los siglos, ora en la conformidad y apoyo de la divina "revelación". Toda
verdad que la mente humana, investigando sinceramente, puede encontrar, no
puede ciertamente oponerse a la verdad ya adquirida, puesto que Dios, Verdad
Suma, creó y rige el entendimiento humano, no para que diariamente oponga a
lo debidamente adquirido contrarias novedades, sino para que, eliminados los
errores que hubieran podido deslizarse, construya la verdad sobre la verdad
con aquel orden y trabazón con que aparece constituida la naturaleza misma
de donde la verdad se extrae. De ahí que el cristiano, tanto filósofo como
teólogo, no ha de abrazar de prisa y ligeramente cualquier novedad que de
día en día se excogitare, sino que ha de sopesarla con toda diligencia y
ponerla sobre la balanza exacta, no sea que pierda la verdad ya alcanzada, o
la corrompa, con peligro o daño ciertamente grave de la misma fe.
Considerando bien todo lo dicho, se verá patente la razón por que la Iglesia
exige que los futuros sacerdotes se formen en las disciplinas filosóficas
"según el método, la doctrina y los principios del Doctor Angélico", pues
sabe ella muy bien por la experiencia de muchos siglos que el método y
sistema del Aquinate descuella con singular excelencia tanto para la
instrucción de los principiantes, como para la investigación de las más
recónditas verdades; que su doctrina resuena como al unisono con la
revelación divina y es eficacísima para asegurar los fundamentos de la fe y
recoger con provecho y seguridad los frutos de un sano progreso.
Por eso, es altamente lamentable que una filosofía recibida y reconocida en
la Iglesia, sea hoy despreciada por algunos y motejada impudentemente de
anticuada en su forma y racionalista, como ellos dicen, en sus
procedimientos. Van diciendo, en efecto, que esta nuestra filosofía defiende
erróneamente la opinión de que puede existir una metafísica absolutamente
verdadera; mientras ellos por lo contrario afirman que las cosas,
señaladamente las trascendentes, no pueden expresarse con mayor propiedad
que por medio de doctrinas dispares, que mutuamente se completen, aun cuando
en cierto modo se opongan unas a otras. Por eso conceden que la filosofía
que se enseña en nuestras escuelas con su lúcida exposición y solución de
las cuestiones, con su exacta precisión de conceptos y sus claras
distinciones, puede ciertamente ser útil como propedéutica de la teología
escolástica, maravillosamente acomodada a las inteligencias de los hombres
de la Edad Media; pero que no presenta un estilo filosófico que responda a
nuestra actual cultura y exigencias. Objetan además que la filosofía perenne
es solamente una filosofía de las esencias inmutables, mientras la mente
actual tiene que considerar la "existencia" de cada cosa y la vida en su
perenne fluencia. Ahora bien, mientras desprecian esta filosofía, exaltan
otras, antiguas o modernas, de Oriente u Occidente, con lo que parecen
insinuar que cualquier filosofía o doctrina, con algunas añadiduras o
correcciones, si fuere menester, puede compaginarse con el dogma católico.
No hay católico que pueda poner en duda que ello es absolutamente falso,
sobre todo tratándose de engendros como los que llaman inmanentismo,
idealismo o materialismo, histórico éste o dialéctico, no menos que del
existencialismo, ora profese el ateísmo, ora por lo menos se oponga al valor
del raciocinio metafísico.
Achacan, finalmente, a la filosofía enseñada en nuestras escuelas que en el
proceso del conocimiento atiende solamente al entendimiento, descuidando la
función de la voluntad y de los sentimientos. Lo que ciertamente no es
verdad. Nunca, en efecto, negó la filosofía cristiana la utilidad y eficacia
de las buenas disposiciones del alma entera para conocer y abrazar
plenamente las verdades religiosas y morales; más bien enseñó siempre que el
defecto de tales disposiciones puede ser la causa de que el entendimiento,
dominado por la concupiscencia y mala voluntad, de tal modo quede
oscurecido, que no vea rectamente. Y hasta piensa el Doctor Común que el
entendimiento puede de algún modo percibir los bienes más altos que
pertenecen al orden moral, tanto natural como sobrenatural, en cuanto
experimenta en el alma cierta "connaturalidad" afectiva, con los mismos
bienes, ya natural, ya añadida por don de la gracia; y es evidente de cuán
grande auxilio pueda ser aún este mismo semioscuro conocimiento para las
investigaciones de la razón. Sin embargo, una cosa es reconocer su fuerza a
la disposición afectiva de la voluntad para ayudar a la razón a un
conocimiento más cierto y firme de las verdades morales, y otra lo que
pretenden estos innovadores: a saber, atribuir a las facultades volitiva y
afectiva cierta fuerza de intuición y que el hombre, cuando por el discurso
de la razón no pueda determinar qué es lo que deba abrazar como verdadero,
se incline a la voluntad, por la que decidiendo libremente elija entre
opiniones opuestas, en una confusa mezcla de conocimiento y acto de
voluntad.
No es de de maravillar que con estas nuevas ideas se ponga en peligro a dos
disciplinas filosóficas que por su naturaleza están estrechamente unidas con
la doctrina de la fe, cuales son la teodicea y la ética. Su oficio —opinan
éstos— no es demostrar nada cierto de Dios ni de ningún otro ente
trascendente, sino mostrar más bien que lo que la fe enseña de un Dios
personal y de sus mandamientos, está en perfecto acuerdo con las exigencias
de la vida y debe, por ende, abrazarse por todos, para evitar la
desesperación y obtener la salvación.
Todo esto no sólo se opone abiertamente a los documentos de nuestros
predecesores León XIII y Pío X, sino que no puede conciliarse con los
decretos del Concilio Vaticano. No tendríamos que lamentar estas
desviaciones de la verdad, si aun en las materias filosóficas atendieran
todos con la reverencia que conviene al magisterio de la Iglesia, a quien
incumbe, por divina institución, no sólo custodiar e interpretar el depósito
de la verdad divinamente revelada, sino también vigilar sobre las mismas
disciplinas filosóficas, a fin de que los dogmas católicos no sufran daño
alguno por las ideas no rectas.
Réstanos decir algo de algunas cuestiones que si bien se refieren a las
ciencias que llaman ordinariamente "positivas", se relacionan más o menos
con las verdades de la fe. No pocos piden insistentemente que la religión
católica tenga lo más posible en cuenta tales ciencias; cosa ciertamente
digna de alabanza cuando se trata de hechos realmente demostrados; pero que
ha de recibirse con cautela cuando es más bien cuestión de "hipótesis",
aunque de algún modo fundadas en la ciencia humana, por las que se roza la
doctrina contenida en las Sagradas Letras o en la "tradición". Y si tales
hipotéticas opiniones se oponen directa o indirectamente a la doctrina por
Dios revelada, entonces semejante postulado no puede ser admitido en modo
alguno.
Por eso el magisterio de la Iglesia no prohibe que, según el estado actual
de las ciencias humanas y de la sagrada teología, se trate en las
investigaciones y disputas de los entendidos en uno y otro campo, de la
doctrina del "evolucionismo", en cuanto busca el origen del cuerpo humano en
una materia viva y preexistente —pues las almas nos manda la fe católica
sostener que son creadas inmediatamente por Dios—; pero de manera que con la
debida gravedad, moderación y templanza se sopesen y examinen las razones de
una y otra opinión, es decir, de los que admiten y los que niegan la
evolución, y con tal de que todos estén dispuestos a obedecer al juicio de
la Iglesia, a quien Cristo encomendó el cargo de interpretar auténticamente
las Sagradas Escrituras y defender los dogmas de la fe. Algunos, empero, con
temerario atrevimiento, traspasan esta libertad de discusión al proceder
como si el mismo origen del cuerpo humano de una materia viva preexistente
fuera cosa absolutamente cierta y demostrada por los indicios hasta ahora
encontrados y por los razonamientos de ellos deducidos, y como si, en las
fuentes de la revelación divina, nada hubiera que exija en esta materia
máxima moderación y cautela.
Mas cuando se trata de otra hipótesis, la del llamado poligenismo, los hijos
de la Iglesia no gozan de la misma libertad. Porque los fieles no pueden
abrazar la sentencia de los que afirman o que después de Adán existieron en
la tierra verdaderos hombres que no procedieron de aquél como del primer
padre de todos por generación natural, o que Adán significa una especie de
muchedumbre de primeros padres. No se ve por modo alguno cómo puede esta
sentencia conciliarse con lo que las fuentes de la verdad revelada y los
documentos del magisterio de la Iglesia proponen sobre el pecado original,
que procede del pecado verdaderamente cometido por un solo Adán y que,
transfundido a todos por generación, es propio a cada uno.
Y lo mismo que en las ciencias biológicas y antropológicas, así hay también
quienes en las históricas traspasan audazmente los límites y cautelas
establecidas por la Iglesia. Y de modo particular hay que deplorar cierto
método demasiado libre de interpretar los libros históricos del Antiguo
Testamento, cuyos secuaces en defensa de su causa, alegan sin razón la carta
no ha mucho escrita por la Pontificia Comisión Bíblica al arzobispo de
París. Esta carta, en efecto, abiertamente enseña que los once primeros
capítulos del Génesis, si bien no convienen propiamente con los métodos de
composición histórica seguidos por los eximios historiadores griegos y
latinos o los eruditos de nuestro tiempo; sin embargo, en un sentido
verdadero, que a los exegetas toca investigar y precisar más, pertenecen al
género de la historia; y que esos capítulos contienen en estilo sencillo y
figurado y acomodado a la inteligencia de un pueblo poco culto, tanto las
principales verdades en que se funda la eterna salvación que debemos
procurar, como una descripción popular del origen del género humano y del
pueblo elegido. Y si algo tomaron los hagiógrafos antiguos, de las
narraciones populares (lo que puede ciertamente concederse), nunca debe
olvidarse que lo hicieron con la ayuda del soplo de la inspiración divina,
que los hacia inmunes de todo error en la elección y juicio de aquellos
documentos.
Y lo que de las narraciones populares ha sido admitido en nuestros Libros
Santos, en modo alguno debe ser equiparado con las mitologías o creaciones
de este linaje, que más bien proceden de una desbordada fantasía que no de
aquel amor a la verdad y sencillez que tanto brilla aun en los libros del
Antiguo Testamento y que obliga a poner a nuestros hagiógrafos abiertamente
por encima de los antiguos escritores profanos.
Definición de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María
[De la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus, de 1º de noviembre de
1950]
Todos estos argumentos y razones de los Santos Padres y teólogos se apoyan,
como en su fundamento último; en las Sagradas Letras, las cuales,
ciertamente, nos presentan ante los ojos a la augusta Madre de Dios en
estrechísima unión con su divino Hijo y participando siempre de su suerte.
Por ello parece como imposible imaginar a aquella que concibió a Cristo, le
dio a luz, le alimentó con su leche, le tuvo entre sus brazos y le estrechó
contra su pecho, separada de Él después de esta vida terrena, si no con el
alma, si al menos con el cuerpo. Siendo nuestro Redentor hijo de María, como
observador fidelísimo de la ley divina, ciertamente no podía menos de
honrar, además de su Padre eterno, a su Madre queridísima. Luego, pudiendo
adornarla de tan grande honor como el de preservarla inmune de la corrupción
del sepulcro, debe creerse que realmente lo hizo.
Pues debe sobre todo recordarse que, ya desde el siglo II, la Virgen María
es presentada por los Santos Padres como la nueva Eva, aunque sujeta,
estrechísimamente unida al nuevo Adán en aquella lucha contra el enemigo
infernal; lucha que, como de antemano se significa en el protoevangelio
[Gen. 3, 15], había de terminar en la más absoluta victoria sobre la muerte
y el pecado, que van siempre asociados entre sí en los escritos del Apóstol
de las gentes [Rom. 5 y 6; 1 Cor. 15, 21-26; 54, 57].
Por eso, a la manera que la gloriosa resurrección de Cristo fue parte
esencial y último trofeo de esta victoria; así la lucha de la Bienaventurada
Virgen común con su Hijo, había de concluir con la glorificación de su
cuerpo virginal; pues, como dice el mismo Apóstol, cuando este cuerpo mortal
se revistiere de la inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que fue
escrita: absorbida fue la muerte en la victoria [1. Cor. 15, 54].
Por eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde
toda la eternidad, "por un solo y mismo decreto" de predestinación,
inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad,
generosamente asociada al Redentor divino, que alcanzó pleno triunfo sobre
el pecado y sus consecuencias, consiguió, al fin, como corona suprema de sus
privilegios, ser conservada inmune de la corrupción del sepulcro y, del
mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser levantada en cuerpo y
alma a la suprema gloria del cielo, donde brillaría como Reina a la derecha
de su propio Hijo, Rey inmortal de los siglos [1 Tim. 1, 17].
En consecuencia, como quiera que la Iglesia universal, en la que muestra su
fuerza el Espíritu de verdad, que la dirige infaliblemente a la consecución
del conocimiento de las verdades reveladas, ha puesto de manifiesto de
múltiples maneras su fe en el decurso de los siglos, y puesto que todos los
obispos de la redondez de la tierra piden con casi unánime consentimiento
que sea definida como dogma de fe divina y católica la verdad de la Asunción
corporal de la Beatísima Virgen María a los cielos —verdad que se funda en
las Sagradas Letras, está grabada profundamente en las almas de los fieles,
confirmada por el culto eclesiástico desde los tiempos más antiguos, acorde
en grado sumo con las demás verdades reveladas y espléndidamente explicada y
declarada por el estudio, ciencia y sabiduría de los teólogos—, creemos que
ha llegado ya el momento preestablecido por el consejo de Dios providente en
que solemnemente proclamemos este singular privilegio de la misma Virgen
María...
Por eso, después que una y otra vez hemos elevado a Dios nuestras preces
suplicantes e invocado la luz del Espíritu de Verdad, para gloria de Dios
omnipotente que otorgó su particular benevolencia a la Virgen María, para
honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la
muerte, para aumento de la gloria de la misma augusta Madre, y gozo y
regocijo de toda la Iglesia, por la autoridad de nuestro Señor Jesucristo,
de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y nuestra, proclamamos,
declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que la Inmaculada
Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre,
fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.
Por eso, si alguno, lo que Dios no permita, se atreviese a negar o
voluntariamente poner en duda lo que por Nos ha sido definido, sepa que se
ha apartado totalmente de la fe divina y católica.
Del estudio psicológico de la humanidad de Cristo
[De la Encíclica Sempiternus Rex, de 8 de septiembre de 1951]
Aun cuando nada prohiba que se hagan más profundas indagaciones acerca de la
humanidad de Cristo por método y procedimiento psicológico; no faltan, sin
embargo, en estos arduos estudios quienes abandonan más de lo debido lo
antiguo, a fin de sentar nuevas teorías, y usan mal de la autoridad y
definición del Concilio de Calcedonia, para apoyar sus propias
elucubraciones. Éstos presentan el estado y condición de la humana
naturaleza de Cristo de modo que parece considerársela como determinado
sujeto sui iuris, como si no subsistiera en la persona del mismo Verbo.
Ahora bien, el Concilio Calcedonense, en perfecto acuerdo con el de Éfeso,
lúcidamente afirma que una y otra naturaleza de nuestro Redentor "concurren
en una sola persona y subsistencia" [v. 148], y veda poner en Cristo dos
individuos, de modo que se pusiera en el Verbo "cierto hombre asumido",
dueño de su total autonomía.
Del uso del matrimonio en tiempo de infecundidad
[De la alocución de Pío XII, de 29 de octubre de 1951, ante el Congreso de
la Unión Católica Italiana de Comadronas]
Cumple ante todo examinar dos hipótesis. Si la práctica de aquella teoría no
quiere decir otra cosa sino que los cónyuges pueden hacer uso de su derecho
matrimonial aun en los días de esterilidad natural, nada hay que oponer a
ello; con ello, en efecto, no impiden ni perjudican en modo alguno la
consumación del acto natural y sus ulteriores consecuencias. Aun en esto la
aplicación de la teoría de que hablamos, se distingue esencialmente del
abuso ya señalado, que consiste en la perversión del acto mismo. Si se va,
empero, más lejos, es decir, si se permite el acto conyugal exclusivamente
en aquellos días, entonces la conducta de los esposos debe ser examinada más
atentamente.
Y aquí nuevamente dos hipótesis se presentan a nuestra reflexión. Si ya en
la celebración del matrimonio, uno por lo menos de los cónyuges hubiese
tenido la intención de restringir a los tiempos de esterilidad el derecho
mismo matrimonial y no solamente su uso, de modo que los otros días no
tendría el otro cónyuge ni siquiera el derecho de reclamar el acto, ello
implicaría un defecto esencial en el consentimiento matrimonial, que
llevaría consigo la invalidez del matrimonio, como quiera que el derecho que
deriva del contrato matrimonial es un derecho permanente e ininterrumpido.
Si, en cambio, la limitación del acto a los días de esterilidad natural se
refiere no al derecho mismo, sino sólo al uso del derecho, la validez del
matrimonio está fuera de toda discusión. Sin embargo, la licitud moral de
tal conducta de los cónyuges habría que afirmarla o negarla según que la
intención de observar constantemente aquellos tiempos esté basada o no en
motivos morales suficientes y seguros. El solo hecho de que los cónyuges no
ofenden la naturaleza del acto y están también dispuestos a aceptar y educar
al hijo que, no obstante sus precauciones, viniera a la luz, no bastará por
sí solo para garantizar la rectitud de la intención y la moralidad sin
reservas de los motivos mismos
La razón es porque el matrimonio obliga a un estado de vida que, así como
confiere ciertos derechos, así también impone el cumplimiento de una obra
positiva, que mira al estado mismo. En tal caso, se puede aplicar el
principio general de que una prestación positiva puede ser omitida, si
graves motivos, independientemente de la buena voluntad de quienes están
obligados a ella, muestran que tal prestación es inoportuna, o prueban que
no puede ser equitativamente pretendida por el reclamante, que en este caso
es el género humano.
El contrato matrimonial que confiere a los esposos el derecho de satisfacer
la inclinación de la naturaleza, los constituye en un estado de vida, que es
el estado matrimonial. Ahora bien, a los cónyuges que hacen uso del acto
especifico de su estado, la naturaleza, el Creador, les impone la función de
proveer a la conservación del género humano. Esta es la prestación
característica, que constituye el valor propio de su estado el bonum prolis.
El individuo y la sociedad, el pueblo y el Estado, la Iglesia misma,
dependen para su existencia, en el orden por Dios establecido, del
matrimonio fecundo. De ahí que abrazar el estado matrimonial, usar
continuamente de la facultad propia suya y sólo en él lícita, y, por otra
parte, sustraerse siempre y deliberadamente, sin grave motivo, a su deber
primario, seria un pecado contra el sentido mismo de la vida conyugal.
De aquella prestación positiva obligatoria pueden eximir, aun por largo
tiempo, hasta por la duración entera del matrimonio, serios motivos, como
los que se dan no raras veces en la llamada "indicación" médica, eugénica,
económica y social. De ahí se sigue que la observación de los tiempos
infecundos puede ser lícita bajo el aspecto moral, y en las condiciones
mencionadas es realmente tal. Mas si no se dan, según juicio razonable y
justo, semejantes razones graves personales o derivadas de las condiciones
exteriores, la voluntad de evitar habitualmente la fecundidad de su unión,
aun persistiendo en satisfacer plenamente su sensualidad, no puede derivar
más que de una falsa estimación de la vida y de motivos extraños a las
rectas normas éticas.
Del "abrazo reservado"
[Del aviso del Santo Oficio, de 30 de junio de 1953]
Los sacerdotes, empero, en la cura de almas, y en la dirección de las
conciencias, no pretendan nunca, ni espontáneamente ni preguntados, hablar
acerca del "abrazo reservado", como si por parte de la ley cristiana nada
pudiera objetarse contra el mismo.
Del matrimonio y de la virginidad
[De la alocución de Pío XII, de 15 de septiembre de 1952, a las Moderadoras
supremas de las Congregaciones e Institutos religiosos]
Hoy queremos dirigirnos únicamente a aquellos que, sacerdotes o laicos,
predicadores, oradores o escritores, no tienen ya una palabra de aprobación
o de alabanza para la virginidad consagrada a Cristo. Desde hace años, a
pesar de los avisos de la Iglesia y contra su pensamiento, conceden al
matrimonio una preferencia de principio sobre la virginidad y llegan incluso
a presentarlo como el único medio de asegurar a la persona humana su
desenvolvimiento y perfección natural. Que quienes así hablan y escriben se
den cuenta de su responsabilidad delante de Dios y de la Iglesia.
Misas vespertinas y ayuno eucarístico
[Del Motu proprio Sacram Communionem, de 19 de marzo de 1957]
I. Los ordinarios de lugar, excluídos los vicarios generales sin mandato
especial, pueden permitir a diario la celebración de la santa misa en las
horas posmeridianas, con tal que el bien espiritual de un considerable
número de fieles así lo aconseje.
II. Los sacerdotes y los fieles vienen obligados a abstenerse durante tres
horas antes de la misa o de la sagrada comunión, respectivamente, de
alimentos sólidos y de bebidas alcohólicas, y durate una hora, de bebidas no
alcohólicas; el agua no rompe el ayuno.
III. De ahora en adelante deberán observar el ayuno durante el tiempo
señalado en el número 2 incluso aquellos que celebran o reciben la sagrada
comunión a medianoche o en las primeras horas del día.
IV. Los enfermos, incluso los que no guardan cama, pueden tomar bebidas no
alcohólicas y verdaderas y propias medicinas, tanto liquidas como sólidas,
antes de la misa o de la comunión, respectivamente, sin limitación de
tiempo.
Exhortamos, sin embargo, vivamente a los sacerdotes y a los fieles que estén
en condiciones de hacerlo, a observar antes de la misa o de la sagrada
comunión la vieja y venerable forma del ayuno eucarístico.
De la amputación de miembros sanos del cuerpo humano
[De la alocución de Pío XII, de 8 de octubre de 1953, ante el XXVI Congreso
celebrado por la Sociedad Italiana de Urología]
La primera cuestión nos la habéis propuesto bajo la forma de un caso
particular, típico, sin embargo, de la categoría a que pertenece, es decir
la amputación de un miembro sano, para suprimir el mal que afecta a otro
órgano o, por lo menos, para detener su desenvolvimiento ulterior, con todos
los sufrimientos y peligros que lleva consigo. Nos preguntáis si eso está
permitido.
No nos toca tratar de lo que atañe a vuestro diagnóstico y a vuestro
pronóstico. Respondemos a vuestra cuestión suponiendo que uno y otro son
exactos.
Tres cosas condicionan la licitud moral de una intervención quirúrgica que
lleva consigo una mutilación anatómica o funcional. Ante todo, que el
mantenimiento o funcionamiento de un órgano particular en el conjunto del
organismo provoque en éste un daño serio o constituya una amenaza. Luego,
que este daño no pueda ser evitado, o, por lo menos, notablemente disminuído
sino por la mutilación en cuestión, y que la eficacia de ésta éste bien
asegurada. Finalmente, que pueda razonablemente darse por descontado que el
efecto negativo, es decir, la mutilación y sus consecuencias, será
compensado por el efecto positivo: supresión del peligro para el organismo
entero, mitigación de los dolores, etc. El punto decisivo aquí no es que el
órgano amputado o que se deja incapaz de funcionar esté él mismo enfermo,
sino que su mantenimiento o funcionamiento lleve consigo directa o
indirectamente una amenaza seria para todo el cuerpo. Es muy posible que,
por su funcionamiento normal, un órgano sano ejerza sobre el órgano enfermo
una acción nociva, propia para agravar el mal y sus repercusiones en todo el
cuerpo. Puede también suceder que la ablación de un órgano sano y el cese de
su funcionamiento normal quite al mal, al cáncer por ejemplo, su terreno de
expansión, o, en todo caso, altere esencialmente sus condiciones de
existencia. Si no se dispone de ningún otro medio, la intervención
quirúrgica está permitida en ambos casos.
Del matrimonio y de la virginidad
[De la Encíclica Sacra virginitas, de 25 de marzo de 1954]
Más recientemente hemos condenado con ánimo dolorido la opinión de los que
llegan al extremo de afirmar que sólo el matrimonio es el que puede asegurar
el natural desenvolvimiento y perfección de la persona humana [v. 2341]. Y
es así que algunos afirman que la gracia dada ex opere operato por el
sacramento del matrimonio, hace de tal modo santo el uso del mismo que se
convierte en instrumento más eficaz que la misma virginidad para unir las
almas con Dios, como quiera que el matrimonio cristiano y no la virginidad,
es sacramento. Esta doctrina la denunciamos por falsa y dañosa. Cierto que
este sacramento concede a los esposos gracia para cumplir santamente su
deber conyugal; cierto que refuerza el lazo de mutuo amor con que están
ellos entre sí unidos; sin embargo, no fue instituído para convertir el uso
matrimonial como en un instrumento de suyo más apto para unir con Dios mismo
las almas de los esposos por el vínculo de la caridad [cf. Decreto de Santo
Oficio De los fines del matrimonio, de 1 de abril de 1944]. ¿No reconoce más
bien el Apóstol Pablo a los esposos el derecho de abstenerse temporalmente
del uso del matrimonio para vacar a la oración [1 Cor. 7, 5], justamente
porque esa abstención hace más libre al alma que quiera entregarse a las
cosas celestes y a la oración a Dios?
Finalmente, no puede afirmarse, como hacen algunos, que "la mutua ayuda"
[cf. CIC, Can 1013] que los esposos buscan en las nupcias cristianas sea un
auxilio más perfecto que la soledad, como dicen, del corazón de las virgenes
y de los célibes, para alcanzar la propia santificación. Porque, si bien es
cierto que todos los que han abrazado la profesión de perfecta castidad, han
renunciado a ese amor humano; sin embargo, no por eso puede afirmarse que,
por efecto de esa misma renuncia suya, hayan como rebajado y despojado su
personalidad humana. Éstos, en efecto, reciben del Dador mismo de los dones
celestes algo espiritual que supera inmensamente aquella "mutua ayuda" que
entre sí se procuran los esposos.