LA SITUACIÓN ACTUAL DE LA FE Y LA TEOLOGÍA DE LIBERACIÓN: Cardenal Ratzinger, en
Guadalajara, México 1998
LA SITUACIÓN ACTUAL DE LA FE Y LA TEOLOGÍA DE LIBERACIÓN
Cardenal
Ratzinger, en Guadalajara, México. 1998
La crisis de la teología de la liberación
En los años ochenta, la teología de la liberación en sus formas radicales
aparecía como uno de los más urgentes desafíos para la fe de la Iglesia. Un
desafío que requería respuesta y clarificación, porque proponía una
respuesta nueva, plausible y, a la vez, práctica, a la cuestión fundamental
del cristianismo: el problema de la redención. La misma palabra liberación
quería explicar de un modo distinto y más comprensible lo que en el lenguaje
tradicional de la Iglesia se había llamado redención. Efectivamente, en el
fondo se encuentra siempre la misma constatación: experimentamos un mundo
que no se corresponde con un Dios bueno. Pobreza, opresión, toda clase de
dominaciones injustas, sufrimiento de justos e inocentes, constituyen los
signos de los tiempos, de todos los tiempos. Y todos sufrimos; ninguno puede
decir fácilmente a este mundo y a su propia vida: detente para siempre,
porque eres tan bella. De esta experiencia, la teología de la liberación
deducía que esta situación, que no debe perdurar, sólo puede ser vencida
mediante un cambio radical de las estructuras de este mundo, que son
estructuras de pecado, estructuras de mal. Si el pecado ejerce su poder
sobre las estructuras, y el empobrecimiento está programado de antemano por
ellas, entonces su derrocamiento no puede producirse mediante conversiones
individuales, sino mediante la lucha contra las estructuras de la
injusticia. Pero esta lucha, como se ha dicho, debería ser una lucha
política, ya que las estructuras se consolidan y se conservan mediante la
política. De este modo, la redención se convertía en un proceso político,
para el que la filosofía marxista proporcionaba las orientaciones
esenciales. Se transformaba en una tarea que los hombres mismos podían, e
incluso debían, tomar entre manos, y, al mismo tiempo, en una esperanza
totalmente práctica: la fe, de teoría, pasaba a convertirse en praxis, en
concreta acción redentora en el proceso de liberación.
El hundimiento de los sistemas de gobierno de inspiración marxista en el
Este europeo resultó ser, para esa teología de la praxis política redentora,
una especie de ocaso de los dioses: precisamente allí donde la ideología
liberadora marxista había sido aplicada consecuentemente, se había producido
la radical falta de libertad, cuyo horror aparecía ahora a las claras ante
los ojos de la opinión pública mundial. Y es que cuando la política quiere
ser redención, promete demasiado. Cuando pretende hacer la obra de Dios,
pasa a ser, no divina, sino demoníaca. Por eso, los acontecimientos
políticos de 1989 han cambiado también el escenario teológico. Hasta
entonces, el marxismo había sido el último intento de proporcionar una
fórmula universalmente válida para la recta configuración de la acción
histórica. El marxismo creía conocer la estructura de la historia mundial,
y, desde ahí, intentaba demostrar cómo esta historia puede ser conducida
definitivamente por el camino correcto. El hecho de que esta pretensión se
apoyara sobre un método en apariencia estrictamente científico, sustituyendo
totalmente la fe por la ciencia, y haciendo, a la vez, de la ciencia praxis,
le confería un formidable atractivo. Todas las promesas incumplidas de las
religiones parecían alcanzables a través de una praxis política
científicamente fundamentada.
La caída de esta esperanza trajo consigo una gran desilusión, que aún está
lejos de haber sido asimilada. Por eso, me parece probable que en el futuro
se hagan presentes nuevas formas de la concepción marxista del mundo. De
momento, quedó la perplejidad: el fracaso del único sistema de solución de
los problemas humanos científicamente fundado sólo podía justificar el
nihilismo o, en todo caso, el relativismo total.
Relativismo: la filosofía dominante
El relativismo se ha convertido así en el problema central de la fe en la
hora actual. Sin duda, ya no se presenta tan sólo con su vestido de
resignación ante la inmensidad de la verdad, sino también como una posición
definida positivamente por los conceptos de tolerancia, conocimiento
dialógico y libertad, conceptos que quedarían limitados si se afirmara la
existencia de una verdad válida para todos. A su vez, el relativismo aparece
como fundamentación filosófica de la democracia. Ésta, en efecto, se
edificaría sobre la base de que nadie puede tener la pretensión de conocer
la vía verdadera, y se nutriría del hecho de que todos los caminos se
reconocen mutuamente como fragmentos del esfuerzo hacia lo mejor; por eso,
buscan en diálogo algo común y compiten también sobre conocimientos que no
pueden hacerse compatibles en una forma común. Un sistema de libertad
debería ser, en esencia, un sistema de posiciones que se relacionan entre sí
como relativas, dependientes, además, de situaciones históricas abiertas a
nuevos desarrollos. Una sociedad liberal sería, pues, una sociedad
relativista; sólo con esta condición podría permanecer libre y abierta al
futuro.
En el campo de la política, esta concepción es exacta en cierta medida. No
existe una opinión política correcta única. Lo relativo -la construcción de
la convivencia entre los hombres, ordenada liberalmente- no puede ser algo
absoluto. Pensar así era precisamente el error del marxismo y de las
teologías políticas. Pero, con el relativismo total, tampoco se puede
conseguir todo en el terreno político: hay injusticias que nunca se
convertirán en cosas justas (como, por ejemplo, matar a un inocente, negar a
un individuo o a un grupo el derecho a su dignidad o a la vida
correspondiente a esa dignidad); y al contrario, hay cosas justas que nunca
pueden ser injustas. Por eso, aunque no se ha de negar cierto derecho al
relativismo en el campo socio-político, el problema se plantea a la hora de
establecer sus límites. Este método ha querido aplicarse, de un modo
totalmente consciente, también al campo de la religión y de la ética.
Trataré de esbozar brevemente los desarrollos que en este punto definen hoy
el diálogo teológico.
La llamada teología pluralista de las religiones se había desarrollado
progresivamente ya desde los años cincuenta; sin embargo, sólo ahora se ha
situado en el centro de la conciencia cristiana (1). De algún modo, esta
conquista ocupa hoy -por lo que respecta a la fuerza de su problemática y a
su presencia en los diversos campos de la cultura- el lugar que en el
decenio precedente correspondía a la teología de la liberación. Además, se
une de muchas maneras con ella, e intenta darle una forma nueva y actual.
Sus modalidades son muy variadas; por eso, no es posible resumirla en una
fórmula corta ni presentar brevemente sus características esenciales. Es,
por una parte, un típico vástago del mundo occidental y de sus formas de
pensamiento filosófico; por otra, conecta con las intuiciones filosóficas y
religiosas de Asia, especialmente y de forma asombrosa con las del
subcontinente indio. El contacto entre esos dos mundos le otorga, en el
momento histórico presente, un particular empuje.
Relativismo en teología: la retractación de la cristología
Esta realidad se muestra claramente en uno de sus fundadores y eminentes
representantes, el presbiteriano americano J. Hick, cuyo punto de partida
filosófico se encuentra en la distinción kantiana entre fenómeno y noúmeno:
nosotros nunca podemos captar la verdad última en sí misma, sino sólo su
apariencia en nuestro modo de percibir a través de diferentes lentes. Lo que
nosotros captamos no es propiamente la realidad en sí misma, sino un reflejo
a nuestra medida. En un primer momento, Hick intentó formular este concepto
en un contexto cristocéntrico; después de permanecer un año en la India, lo
transformó -tras lo que él mismo llama un giro copernicano de pensamiento-
en una nueva forma de teocentrismo. La identificación de una forma histórica
única, Jesús de Nazaret, con lo «real» mismo, el Dios vivo, es relegada
ahora como una recaída en el mito. Jesús es conscientemente relativizado
como un genio religioso entre otros. Lo Absoluto o el Absoluto mismo no
puede darse en la historia, sino sólo modelos, formas ideales que nos
recuerdan lo que en la historia nunca se puede captar como tal. De este
modo, conceptos como Iglesia, dogma, sacramentos, deben perder su carácter
incondicionado. Hacer un absoluto de tales mediaciones limitadas, o, más
aún, considerarlos encuentros reales con la verdad universalmente válida del
Dios que se revela sería lo mismo que elevar lo propio a la categoría de
absoluto; de este modo, se perdería la infinitud del Dios totalmente otro.
Desde este punto de vista, que domina más el pensamiento que la teoría de
Hick, afirmar que en la figura de Jesucristo y en la fe de la Iglesia hay
una verdad vinculante y válida en la historia misma es calificado como
fundamentalismo. Este fundamentalismo, que constituye el verdadero ataque al
espíritu de la modernidad, se presenta de diversas maneras como la amenaza
fundamental emergente contra los bienes supremos de la modernidad, es decir,
la tolerancia y la libertad. Por otra parte, la noción de diálogo -que en la
tradición platónica y cristiana ha mantenido una posición de significativa
importancia- cambia de significado, convirtiéndose así en la quintaesencia
del credo relativista y en la antítesis de la conversión y de la misión. En
su acepción relativista, dialogar significa colocar la actitud propia, es
decir, la propia fe, al mismo nivel que las convicciones de los otros, sin
reconocerle por principio más verdad que la que se atribuye a la opinión de
los demás. Sólo si supongo por principio que el otro puede tener tanta o más
razón que yo, se realiza de verdad un diálogo auténtico. Según esta
concepción, el diálogo ha de ser un intercambio entre actitudes que tienen
fundamentalmente el mismo rango, y, por tanto, son mutuamente relativas;
sólo así se podrá obtener el máximo de cooperación e integración entre las
diferentes formas religiosas (2). La disolución relativista de la
cristología y, más aún, de la eclesiología, se convierte, pues, en un
mandamiento central de la religión. Para volver al pensamiento de Hick: la
fe en la divinidad de una persona concreta -nos dice- conduce al fanatismo y
al particularismo, a la disociación de fe y amor; y esto es precisamente lo
que hay que superar (3).
El recurso a las religiones de Asia
En el pensamiento de Hick, que consideramos aquí como un representante
eminente del relativismo religioso, se aproximan extrañamente la filosofía
postmetafísica de Europa y la teología negativa de Asia, para la cual lo
divino no puede nunca entrar por sí mismo y desveladamente en el mundo de
apariencia en que vivimos, sino que se muestra siempre en reflejos relativos
y queda más allá de toda palabra y de toda noción, en una transcendencia
absoluta (4). Ambas filosofías se diferencian fundamentalmente tanto por su
punto de partida como por la orientación que imprimen a la existencia
humana, pero parecen confirmarse mutuamente en su relativismo metafísico y
religioso. El relativismo arreligioso y pragmático de Europa y América puede
conseguir de la India una especie de consagración religiosa, que parece dar
a su renuncia al dogma la dignidad de un mayor respeto ante el misterio de
Dios y del hombre. A su vez, el hacer referencia del pensamiento europeo y
americano a la visión filosófica y teológica de la India refuerza la
relativización de todas las figuras religiosas propias de la cultura hindú.
De este modo, también a la teología cristiana en la India se le presenta
como imperativo apartar la imagen de Cristo de su posición exclusiva
-juzgada típicamente occidental- para colocarla al mismo nivel que los mitos
salvíficos indios: el Jesús histórico -así se piensa ahora- no es más Logos
absoluto que cualquier otra figura salvífica de la historia (5).
Bajo el signo del encuentro de las culturas, el relativismo parece
presentarse aquí como la verdadera filosofía de la humanidad; este hecho le
otorga visiblemente -en Oriente y en Occidente, como se ha señalado antes-
una fuerza ante la que parece que ya no cabe resistencia alguna. Quien se
resiste, se opone no sólo a la democracia y a la tolerancia -es decir, a los
imperativos básicos de la comunidad humana-, sino que además persiste
obstinadamente en la prioridad de la propia cultura occidental, y se niega
al encuentro de las culturas, que es notoriamente el imperativo del momento
presente. Quien desea permanecer en la fe de la Biblia y de la Iglesia, se
ve empujado, de entrada, a una tierra de nadie en el plano cultural; debe,
como primera medida, redescubrir la «locura de Dios» para reconocer en ella
la verdadera sabiduría.
Ortodoxia y ortopraxis
Para ayudarnos en este intento de penetrar en la sabiduría encerrada en la
locura de la fe, nos conviene tratar de conocer mejor la teoría relativista
de la religión de Hick, y descubrir por qué caminos conduce al hombre. A fin
de cuentas, la religión significa para Hick que el hombre pasa de la
«self-centerness» como existencia del viejo Adán a la «reality-centerness»
como existencia del hombre nuevo, y de este modo se extiende desde el propio
yo hacia el tú del prójimo (6). Suena hermoso, pero, considerado con
profundidad, resulta tan hueco y vacío como la llamada a la autenticidad de
Bultmann, que, a su vez, había tomado ese concepto de Heidegger. Para esto
no hace falta religión.
Consciente de estos límites, el antes sacerdote católico P. Knitter ha
intentado superar el vacío de una teoría de la religión reducida al
imperativo categórico, mediante una nueva síntesis entre Asia y Europa, más
concreta e internamente enriquecida (7). Su propuesta tiende a dar a la
religión una nueva concreción mediante la unión de la teología de la
religión pluralista con las teologías de la liberación. El diálogo
interreligioso debe simplificarse radicalmente y hacerse efectivo
prácticamente, fundándolo sobre un único principio: «el primado de la
ortopraxis respecto a la ortodoxia» (8). Este poner la praxis por encima del
conocer es también herencia claramente marxista. Pero mientras el marxismo
concreta sólo lo que proviene lógicamente de la renuncia a la metafísica
-cuando el conocer es imposible, sólo queda la acción-, Knitter afirma: no
se puede conocer lo absoluto, pero sí hacerlo. La cuestión, sin embargo, es:
¿es verdadera esta afirmación? ¿Dónde encuentro la acción justa, si no puedo
conocer en absoluto lo justo? El fracaso de los regímenes comunistas se debe
precisamente a que han tratado de cambiar el mundo sin saber qué es bueno y
qué no es bueno para el mundo, sin saber en qué dirección debe modificarse
el mundo para hacerlo mejor. La mera praxis no es luz.
Éste es el punto crucial para un examen crítico de la noción de ortopraxis.
La anterior historia de la religión había comprobado que las religiones de
la India no conocían en general una ortodoxia, sino más bien una ortopraxis;
de ahí ha entrado probablemente la noción en la teología moderna. Pero en la
descripción de las religiones de la India esto tenía un significado muy
preciso: se quería decir que estas religiones no tenían un catecismo general
obligatorio y que la pertenencia a ellas, por tanto, no estaba definida por
la aceptación de un credo particular. Más bien estas religiones tienen un
sistema de acciones rituales que consideran necesario para la salvación, y
que distingue al «creyente» del no creyente. En ellas, el creyente no se
reconoce por determinados conocimientos, sino por la observancia escrupulosa
de un ritual que abarca toda la vida. El significado de ortopraxis, es
decir, el recto obrar, está determinado con gran precisión: se trata de un
código de ritos. Por otra parte, la palabra ortodoxia tenía originariamente,
en la Iglesia primitiva y en las Iglesias orientales, casi la misma
significación. Porque en el sufijo «doxia», por supuesto, doxa no se
entendía en el sentido de «opinión» (opinión verdadera): las opiniones,
desde el punto de vista griego, son siempre relativas, doxa era más bien
entendido en su sentido de «gloria, glorificación». Ser ortodoxo
significaba, por tanto, conocer y practicar el modo justo con el que Dios
quiere ser glorificado. Se refiere al culto, y, a partir del culto, a la
vida. En este sentido, habría aquí un punto sólido para un diálogo fructuoso
entre el Este y el Oeste.
Pero volvamos a la recepción del término ortopraxis en la teología moderna.
En este caso nadie piensa ya en el seguimiento de un ritual. La palabra ha
cobrado un significado nuevo, que nada tiene que ver con el auténtico
concepto indio. A decir verdad, algo queda de él: si la exigencia de
ortopraxis tiene un sentido, y no quiere ser la tapadera de la carencia de
obligatoriedad, entonces se debe dar también una praxis común, reconocible
por todos, que supere la general palabrería del «centramiento en el yo» y la
«referencia al tú». Si se excluye el sentido ritual que se le daba en Asia,
entonces la praxis sólo puede ser comprendida como ética o como política. La
ortopraxis supondría, en el primer caso, un «ethos» claramente definido en
cuanto a su contenido. Esto viene, sin duda, excluido en la discusión ética
relativista: ahora ya no hay nada bueno o malo en sí mismo. Pero si se
entiende la ortopraxis en un sentido socio-político, vuelve a plantearse la
pregunta por la naturaleza de la correcta acción política. Las teologías de
la liberación, animadas por la convicción de que el marxismo nos señala
claramente cuál es la buena praxis política, podían emplear la noción de
ortopraxis en su sentido propio. No se trataba en este caso de
no-obligatoriedad, sino de una forma establecida para todos de la praxis
correcta -o sea, ortopraxis-, que reunía a la comunidad y distinguía de ella
a los que rechazaban el obrar correcto. En esta medida las teologías de la
liberación marxistas eran, a su modo, lógicas y consecuentes.
Como se ve, esta ortopraxis reposa, sin embargo, sobre una cierta ortodoxia
-en el sentido moderno-: un armazón de teorías obligatorias acerca del
camino hacia la libertad. Knitter se encuentra en las proximidades de este
principio cuando afirma que el criterio para diferenciar la ortopraxis de la
pseudo-praxis es la libertad (9). Pero todavía tiene que explicarnos de una
manera convincente y práctica qué es la libertad, y qué sirve a la verdadera
liberación del hombre: la ortopraxis marxista seguro que no, como hemos
visto. Una cosa sin embargo es clara: las teorías relativistas desembocan en
el arbitrio y se vuelven por ello superfluas, o bien pretenden una
normatividad absoluta, que ahora se sitúa en la praxis, erigiendo en ella un
absolutismo que no tiene lugar. A decir verdad, es un hecho que también en
Asia se proponen hoy concepciones de la teología de la liberación como
formas de cristianismo presuntamente más adecuadas al espíritu asiático, y
que sitúan el núcleo de la acción religiosa en el ámbito político. Donde el
misterio ya no cuenta, la política debe convertirse en religión. Y, sin
duda, esto es profundamente opuesto a la visión religiosa asiática original.
New Age
El relativismo de Hick, Knitter y teorías afines se basa, a fin de cuentas,
en un racionalismo que declara a la razón -en el sentido kantiano- incapaz
del conocimiento metafísico (10); la nueva fundamentación de la religión
tiene lugar por un camino pragmático con tonos más éticos o más políticos.
Pero hay también una respuesta conscientemente antirracionalista a la
experiencia del lema «todo es relativo» que se reúne bajo la pluriforme
denominación de «New Age» (11).
Para los partidarios del New Age, el remedio del problema del relativismo no
hay que buscarlo en un nuevo encuentro del yo con el tú o con el nosotros,
sino en la superación del sujeto, en el retorno extático a la danza cósmica.
Al igual que la gnosis antigua, esta solución se considera en sintonía con
todo lo que enseña la ciencia y pretende, además, valorar los conocimientos
científicos de cualquier género (biología, psicología, sociología, física).
Al mismo tiempo, sin embargo, partiendo de estas premisas, quiere ofrecer un
modelo totalmente antirracionalista de religión, una moderna «mística» en la
que lo absoluto no se puede creer, sino experimentar. Dios no es una persona
que está frente al mundo, sino la energía espiritual que invade el Todo.
Religión significa la inserción de mi yo en la totalidad cósmica, la
superación de toda división. K.H. Menke describe muy bien el giro espiritual
que de ello deriva, cuando afirma: «El sujeto, que pretendía someter a sí
todo, se transfunde ahora en el 'Todo'» (12). La razón objetivante nos
cierra el camino hacia el misterio de la realidad; la yoidad nos aísla de la
abundancia de la realidad cósmica, destruye la armonía del todo, y es la
verdadera causa de nuestra irredención. La redención está en el desenfreno
del yo, en la inmersión en la exuberancia de lo vital, en el retorno al
Todo. Se busca el éxtasis, la embriaguez de lo infinito, que puede acaecer
en la música embriagadora, en el ritmo, en la danza, en el frenesí de luces
y sombras, en la masa humana. De este modo, no sólo se vuelca el camino de
la época moderna hacia el dominio absoluto del sujeto; aun más, el hombre
mismo, para ser liberado, debe deshacerse en el «Todo». Los dioses retornan.
Ellos aparecen más creíbles que Dios. Hay que renovar los ritos primitivos
en los que el yo se inicia en el misterio del Todo y se libera de sí mismo.
La reedición de religiones y cultos precristianos, que hoy se intenta con
frecuencia, tiene muchas explicaciones. Si no existe la verdad común,
vigente precisamente porque es verdadera, el cristianismo es sólo algo
importado de fuera, un imperialismo espiritual que se debe sacudir con no
menos fuerza que el político. Si en los sacramentos no tiene lugar el
contacto con el Dios vivo de todos los hombres, entonces son rituales vacíos
que no nos dicen nada ni nos dan nada; que, a lo sumo, nos permiten percibir
lo numinoso, que reina en todas las religiones. Aún entonces, parece más
sensato buscar lo originalmente propio, en lugar de dejarse imponer algo
ajeno y anticuado. Pero, ante todo, si la «sobria ebriedad» del misterio
cristiano no puede embriagarnos de Dios, entonces hay que invocar la
embriaguez real de éxtasis eficaces, cuya pasión arrebata y nos convierte
-al menos por un instante- en dioses, y nos deja percibir por un momento el
placer de lo infinito y olvidar la miseria de lo finito. Cuanto más
manifiesta sea la inutilidad de los absolutismos políticos, tanto más fuerte
será la atracción del irracionalismo, la renuncia a la realidad de lo
cotidiano (13).
El pragmatismo en la vida cotidiana de la Iglesia
Junto a estas soluciones radicales, y junto al gran pragmatismo de las
teologías de la liberación, está también el pragmatismo gris de la vida
cotidiana de la Iglesia, en el que aparentemente todo continúa con
normalidad, pero en realidad la fe se consume y decae en lo mezquino. Pienso
en dos fenómenos, que considero con preocupación. En primer lugar, existe en
diversos grados de intensidad el intento de extender a la fe y a las
costumbres el principio de la mayoría, para así «democratizar», por fin,
decididamente la Iglesia. Lo que no parece evidente a la mayoría no puede
ser obligatorio; eso parece. Pero propiamente, ¿a qué mayoría? ¿Habrá mañana
una mayoría como la de hoy? Una fe que nosotros mismos podemos determinar no
es en absoluto una fe. Y ninguna minoría tiene por qué dejarse imponer la fe
por una mayoría. La fe, junto con su praxis, o nos llega del Señor a través
de su Iglesia y la vida sacramental, o no existe en absoluto. El abandono de
la fe por parte de muchos se basa en el hecho de que les parece que la fe
podría ser decidida por alguna instancia burocrática, que sería como una
especie de programa de partido: quien tiene poder dispone qué debe ser de
fe, y por eso importa en la Iglesia misma llegar al poder o, de lo contrario
-más lógico y más aceptable-, no creer.
El otro punto, sobre el que quería llamar la atención, se refiere a la
liturgia. Las diversas fases de la reforma litúrgica han dejado que se
introduzca la opinión de que la liturgia puede cambiarse arbitrariamente. De
haber algo invariable, en todo caso se trataría de las palabras de la
consagración; todo lo demás se podría cambiar. El siguiente pensamiento es
lógico: si una autoridad central puede hacer esto, ¿por qué no también una
instancia local? Y si lo pueden hacer las instancias locales, ¿por qué no en
realidad la comunidad misma? Ésta se debería poder expresar y encontrar en
la liturgia. Tras la tendencia racionalista y puritana de los años setenta e
incluso de los ochenta, hoy se siente el cansancio de la pura liturgia
hablada y se desea una liturgia vivencial que no tarda en acercarse a las
tendencias del New Age: se busca lo embriagador y extático, y no la «logikè
latreia», la «rationabilis oblatio�� de que habla Pablo y con él la liturgia
romana (Rom 12,1).
Admito que exagero; lo que digo no describe la situación normal de nuestras
comunidades. Pero las tendencias están ahí. Y por eso se nos ha pedido estar
en vela, para que no se nos introduzca subrepticiamente un Evangelio
distinto del que nos ha entregado el Señor -la piedra en lugar del pan-.
Tareas de la teología
Nos encontramos, en resumidas cuentas, en una situación singular: la
teología de la liberación había intentado dar al cristianismo, cansado de
los dogmas, una nueva praxis mediante la cual finalmente tendría lugar la
redención. Pero esa praxis ha dejado tras de sí ruina en lugar de libertad.
Queda el relativismo y el intento de conformarnos con él. Pero lo que así se
nos ofrece es tan vacío que las teorías relativistas buscan ayuda en la
teología de la liberación, para, desde ella, poder ser llevadas a la
práctica. El New Age dice finalmente: dejemos el fracasado experimento del
cristianismo; volvamos mejor de nuevo a los dioses, que así se vive mejor.
Se presentan muchas preguntas. Tomemos la más práctica: ¿por qué se ha
mostrado tan indefensa la teología clásica ante estos acontecimientos?
¿Dónde se encuentran los puntos débiles que la han vuelto ineficaz?
Desearía mencionar dos puntos que, a partir de Hick y Knitter, nos salen al
encuentro. Ambos se remiten, para justificar su labor destructiva de la
cristología, a la exégesis: dicen que la exégesis ha probado que Jesús no se
consideraba en absoluto hijo de Dios, Dios encarnado, sino que él habría
sido hecho tal después, de un modo gradual, por obra de sus discípulos (14).
Ambos -Hick más claramente que Knitter- se remiten, además, a la evidencia
filosófica. Hick nos asegura que Kant ha probado irrefutablemente que lo
absoluto o el Absoluto no puede ser reconocido en la historia ni aparecer en
ella como tal (15). Por la estructura de nuestro conocimiento, no puede
darse -según Kant- lo que la fe cristiana sostiene; así, milagros, misterios
o sacramentos son supersticiones, como nos aclara Kant en su obra «La
religión dentro de los límites de la mera razón» (16). Las preguntas por la
exégesis y por los límites y posibilidad de nuestra razón, es decir, por las
premisas filosóficas de la fe, me parece que indican de hecho el punto
crucial de la crisis de la teología contemporánea, por el que la fe -y, cada
vez más, también la fe de los sencillos- entra en crisis.
Querría ahora tan sólo bosquejar la tarea que se nos presenta. En primer
lugar, por lo que se refiere a la exégesis, sea dicho de entrada que Hick y
Knitter no pueden indudablemente apoyarse en la exégesis en general, como si
se tratase de un resultado indiscutible y compartido por todos los exegetas.
Esto es imposible en la investigación histórica, que no conoce tal tipo de
certeza. Y todavía más imposible respecto de una pregunta que no es
puramente histórica o literaria, sino que encierra opciones valorativas que
exceden la mera comprobación de lo pasado y la mera interpretación de
textos. Pero es cierto que un recorrido global a través de la exégesis
moderna puede dejar una impresión que se acerca a la de Hick y Knitter.
¿Qué tipo de certeza le corresponde? Supongamos -lo que se puede dudar- que
la mayoría de los exegetas piensa así; todavía permanece la pregunta: ¿Hasta
qué punto está fundada dicha opinión mayoritaria? Mi tesis es la siguiente:
el hecho de que muchos exegetas piensen como Hick y Knitter, y reconstruyan
como ellos la historia de Jesús, se debe a que comparten su misma filosofía.
No es la exégesis la que prueba la filosofía, sino la filosofía la que
engendra la exégesis (17). Si yo sé a priori (para hablar con Kant) que
Jesús no puede ser Dios, que los milagros, misterios y sacramentos son tres
formas de superstición, entonces no puedo descubrir en los libros sagrados
lo que no puede ser un hecho. Sólo puedo descubrir por qué y cómo se llegó a
tales afirmaciones, y cómo se han ido formando gradualmente.
Veámoslo con algo más de precisión. El método histórico-crítico es un
excelente instrumento para leer fuentes históricas e interpretar textos.
Pero contiene su propia filosofía que, en general -por ejemplo, cuando
intento estudiar la historia de los emperadores medievales-, apenas tiene
relevancia. Y es que, en este caso, quiero conocer el pasado, y nada más.
Tampoco esto se puede hacer de un modo neutral, y por eso también aquí hay
límites del método. Pero si se aplica a la Biblia, salen a la luz muy
claramente dos factores que de lo contrario no se notarían. En primer lugar,
el método quiere conocer lo pasado como pasado. Quiere captar con la mayor
precisión lo que sucedió en un momento pretérito, encerrado en su situación
de pasado, en el punto en que se encontraba entonces. Y, además, presupone
que la historia es, en principio, uniforme: el hombre con todas sus
diferencias, el mundo con todas sus distinciones, está determinado de tal
modo por las mismas leyes y los mismos límites, que puedo eliminar lo que es
imposible. Lo que hoy no puede ocurrir de ningún modo, no pudo tampoco
suceder ayer, ni sucederá tampoco mañana.
Si aplicamos esto a la Biblia, resulta que un texto, un acontecimiento, una
persona estará fijada estrictamente en su pasado. Se quiere averiguar lo que
el autor pasado ha dicho entonces y puede haber dicho o pensado. Se trata de
lo «histórico», de lo «pasado». Por eso la exégesis histórico-crítica no me
trae la Biblia al hoy, a mi vida actual. Esto es imposible. Por el
contrario, ella la separa de mí y la muestra estrictamente asentada en el
pasado. Éste es el punto en que Drewermann ha criticado con razón la
exégesis histórico-crítica en la medida en que pretende ser autosuficiente.
Esta exégesis, por definición, expresa la realidad, no de hoy, ni mía, sino
de ayer, de otro. Por eso nunca puede mostrar al Cristo de hoy, mañana y
siempre, sino solamente -si permanece fiel a sí misma- al Cristo de ayer.
A esto hay que añadir la segunda suposición, la homogeneidad del mundo y de
la historia, es decir, lo que Bultmann llama la moderna imagen del mundo. M.
Waldstein ha mostrado, con un cuidadoso análisis, que la teoría del
conocimiento de Bultmann estaba totalmente influida por el neokantismo de
Marburgo (18). Gracias a él sabía lo que puede y no puede existir. En otros
exegetas, la conciencia filosófica estará menos pronunciada, pero la
fundamentación mediante la teoría del conocimiento kantiana está siempre
implícitamente presente, como acceso hermenéutico incuestionable a la
crítica. Porque esto es así, la autoridad de la Iglesia no puede imponer sin
más que se deba encontrar en la Sagrada Escritura una cristología de la
filiación divina. Pero sí que puede y debe invitar a examinar críticamente
la filosofía del propio método. En definitiva, se trata de que, en la
revelación de Dios, Él, el Viviente y Verdadero, irrumpe en nuestro mundo y
abre también la cárcel de nuestras teorías, con cuyas rejas nos queremos
proteger contra esa venida de Dios a nuestras vidas. Gracias a Dios, en
medio de la actual crisis de la filosofía y de la teología, se ha puesto hoy
en marcha, en la misma exégesis, una nueva reflexión sobre los principios
fundamentales, elaborada también gracias a los conocimientos conseguidos
mediante un cuidadoso análisis histórico de los textos (19). Éstos ayudan a
romper la prisión de previas decisiones filosóficas, que paraliza la
interpretación: la amplitud de la palabra se abre de nuevo.
El problema de la exégesis se encuentra ligado, como vimos, al problema de
la filosofía. La indigencia de la filosofía, la indigencia a la que la
paralizada razón positivista se ha conducido a sí misma, se ha convertido en
indigencia de nuestra fe. La fe no puede liberarse, si la razón misma no se
abre de nuevo. Si la puerta del conocimiento metafísico permanece cerrada,
si los límites del conocimiento humano fijados por Kant son infranqueables,
la fe está llamada a atrofiarse: sencillamente le falta el aire para
respirar. Cuando una razón estrictamente autónoma, que nada quiere saber de
la fe, intenta salir del pantano de la incerteza «tirándose de los cabellos»
-por expresarlo de algún modo-, difícilmente ese intento tendrá éxito.
Porque la razón humana no es en absoluto autónoma. Se encuentra siempre en
un contexto histórico. El contexto histórico desfigura su visión (como
vemos); por eso necesita también una ayuda histórica que le ayude a
traspasar sus barreras históricas (20). Soy de la opinión de que ha
naufragado ese racionalismo neo-escolástico que, con una razón totalmente
independiente de la fe, intentaba reconstruir con una pura certeza racional
los «praeambula fidei»; no pueden acabar de otro modo las tentativas que
pretenden lo mismo. Sí: tenía razón Karl Barth al rechazar la filosofía como
fundamentación de la fe independiente de la fe; de ser así, nuestra fe se
fundaría, al fin y al cabo, sobre las cambiantes teorías filosóficas. Pero
Barth se equivocaba cuando, por este motivo, proponía la fe como una pura
paradoja que sólo puede existir contra la razón y como totalmente
independiente de ella. No es la menor función de la fe ofrecer la curación a
la razón como razón; no la violenta, no le es exterior, sino que la hace
volver en sí. El instrumento histórico de la fe puede liberar de nuevo a la
razón como tal, para que ella -introducida por éste en el camino- pueda de
nuevo ver por sí misma. Debemos esforzarnos hacia un nuevo diálogo de este
tipo entre fe y filosofía, porque ambas se necesitan recíprocamente. La
razón no se salvará sin la fe, pero la fe sin la razón no será humana.
Perspectiva
Si consideramos la presente situación cultural, acerca de la cual he
intentado dar algunas indicaciones, nos debe francamente parecer un milagro
que, a pesar de todo, todavía haya fe cristiana. Y no sólo en las formas
sucedáneas de Hick, Knitter y otros; sino la fe completa y serena del Nuevo
Testamento, de la Iglesia de todos los tiempos. ¿Por qué tiene la fe, en
suma, todavía una oportunidad? Yo diría lo siguiente: porque está de acuerdo
con lo que el hombre es. Y es que el hombre es algo más de lo que Kant y los
distintos filósofos postkantianos quieren ver y conceder. Kant mismo lo ha
debido reconocer de algún modo con sus postulados. En el hombre anida un
anhelo inextinguible hacia lo infinito. Ninguna de las respuestas intentadas
es suficiente; sólo el Dios que se hizo Él mismo finito para abrir nuestra
finitud y conducirnos a la amplitud de su infinitud, responde a la pregunta
de nuestro ser. Por eso, también hoy la fe cristiana encontrará al hombre.
Nuestra tarea es servirla con ánimo humilde y con todas las fuerzas de
nuestro corazón y de nuestro entendimiento.
Notas
1. Una visión panorámica sobre los exponentes de
mayor relieve de la teología pluralista se encuentra en P. Schmidt-Leukel,
"Das Pluralistische Modell in der Theologie der Religionen. Ein
Literaturbericht", en: Theologische Revue 89 (1993) 353-370. Para una
crítica: M. von Bruck-J. Werbick, Der einzige Weg zum Heil? Die
Herausforderung des christlichen Absolutheitsanspruchs durch pluralistische
Religionstheologien (QD 143, Freiburg 1993); K.-H. Menke, Die Einzigkeit
Jesu Christi im Horizont der Sinnfrage (Freiburg 1995), espec 75-176. Menke
ofrece una excelente introducción a las posiciones de dos representantes
principales de esta corriente, J Hick y P.F. Knitter, de la que me sirvo
ampliamente para las siguientes reflexiones. En el desarrollo de estos
problemas Menke ofrece, en la segunda parte de su obra, indicaciones
importantes y dignas de ser tomadas en consideración, pero suscita también
algún problema. Un interesante esfuerzo por afrontar sistemáticamente la
cuestión de las religiones en una perspectiva cristológica es el efectuado
por B. Stubenrauch, Dialogisches Dogma. Der christliche Auftrag zur
interreligiösen Begegnung (QD 158, Freiburg 1995). También se ocupa del
problema de la teología pluralista de las religiones un documento de la
Comisión Teológica Internacional, que está en preparación.
2. Cf. al respecto el instructivo editorial de la
revista Civiltà Cattolica, cuaderno 1, 1996, pp. 107-120: "Il cristianesimo
e le altre religioni". Ahí se establece una estrecha confrontación sobre
todo con Hick, Knitter y P. Panikkar.
3. Cf. por ejemplo J. Hick, An Interpretation of
Religion. Human Responses to Transcendent (London 1989); Menke, loc. cit.,
90.
4. Cf. E. Frauwallner, Geschichte der indischen
Philosophie, 2 vol. (Salzburg 1953 y 1956); H. v. Glasenapp, Die Philosophie
der Inder (Stuttgart 1985, 4a. ed.); S.N. Dasgupta, History of Indian
Philosophy, 5 vol. (Cambridge 1922-1955); K.B. Ramakrishna Rao, Ontology of
Advaita with special reference to Maya.
5. Se mueve decididamente en esta dirección F.
Wilfred, Beyond settled foundations. The Journey of Indian Theology (Madras
1993); Id., "Some tentative reflections on the language of Christian
uniqueness: An Indian Perspective", en Pont. Cons. pro Dialogo inter
Religiones. Pro Dialogo. Bulletin 85-86 (1994/1) 40-57.
6. J. Hick, Evil and the God of Love (Norfolk
1975, 4a. ed.) 240s; An Interpretation of Religion, 236-240; cf. Menke, loc.
cit., 81s.
7. La obra principal de J. Knitter: No Other
Name! A Critical Survey of Christian Attitudes towards the World Religions
(New York 1985) ha sido traducida en muchas lenguas. Cf. al respecto Menke,
loc. cit., 94-110. A. Kolping presenta también una cuidadosa valoración
crítica en su recensión en: Theologische Revue 87 (1991) 234-240.
8. Cf. Menke, loc. cit., 95
9. Cf. ib., 109.
10. Knitter y Hick, al rechazar el absoluto en la
historia, hacen referencia a la filosofía de Kant; cf. Menke 78 y 108.
11. El concepto de New Age, o era del Acuario,
fue acuñado hacia la mitad de nuestro siglo por Raul Le Cour (1937) y Alice
Bailey (quien afirmó haber recibido en 1945 mensajes relativos a un nuevo
orden universal y una nueva religión universal). Entre el 1960 y el 1970
surgió también en California el Instituto Esalen. Actualmente la exponente
más famosa del New Age es Marilyn Ferguson. Michael Fuss ("New Age:
Supermarkt alternativer Spiritualität", en Communio 20, 1991, pp. 148-157)
ve en el New Age una combinación de elementos judeo-cristianos con el
proceso de secularización, en donde confluyen también corrientes gnósticas y
elementos de las religiones orientales. Una útil orientación sobre esta
temática se encuentra en la carta pastoral del Card. G. Danneels, traducida
en diversas lenguas, Le Christ ou le Verseau (1990). Cf. también Menke, loc.
cit., 31-36; J. Le Bar (dirigida por), Cults Sects and the New Age
(Huntington, Indiana, s.a.).
12. Loc. cit., 33
13. Es necesario destacar que se van configurando
cada vez más claramente dos diversas corrientes del New Age: una
gnóstico-religiosa, que busca el ser trascendente y transpersonal y en él el
yo auténtico; otra ecológico-monista, que se dirige a la materia, a la Madre
Tierra y en el eco-feminismo se enlaza con el feminismo.
14. Las pruebas están expuestas en Menke, loc.
cit., 90 y 97.
15. Cf. nota 10.
16. B 302.
17. Esto se puede constatar muy claramente en el
encuentro entre A. Schlatter y A. von Harnack al final del siglo pasado,
como ha sido descrito cuidadosamente en base a las fuentes en W. Neuer,
Adolf Schlatter. Ein Leben für Theologie und Kirche (Stuttgart 1996) 301ss.
He buscado exponer mi opinión acerca de este problema en la "Questio
disputata" dirigida por mí: Schriftauslegung im Widerstreit (Freiburg 1989)
15-44. Cf. también la obra colectiva: I. de la Potterie - R. Guardini - J.
Ratzinger - G. Colombo - E. Bíanchi, L'esegesi cristiana oggi (Casale
Monferrato 1991).
18. M. Waldstein, "The foundations of Bultmann's
work", en Communio am. 1987, pp. 115-145.
19. Cf. por ejemplo el volumen colectivo,
dirigido por C.E. Braaten y R.W. Jensson: Reclaiming the Bible for the
Church (Cambridge, USA 1995), y en particular la aportación de B.S. Childs,
"On Reclaiming the Bible for Christian Theology", ib., pp.1-17.
20. El haber descuidado esto y el haber querido
buscar un fundamento racional de la fe que fuera presuntamente del todo
independiente de la fe (una posición que no convence por su pura
racionalidad abstracta) es, en mi opinión, el error esencial, en el plano
filosófico, del intento efectuado por H.J. Verweyen, Gottes letztes Wort
(Düsseldorf 1991), del cual habla Menke, loc. cit., 111-176, aun cuando lo
que él dice contenga muchos elementos importantes y válidos. Considero, en
cambio, histórica y objetivamente más fundada la posición de J. Pieper
(véase la nueva edición de sus libros: Schriften zum Philosophiebegriff,
Hamburg Meiner 1995).