Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización: Congregación para la Doctrina de la Fe
I. Introducción
1. Enviado por el Padre para anunciar el Evangelio, Jesucristo invita a
todos los hombres a la conversión y a la fe (cf. Mc 1, 14-15), encomendando
a los Apóstoles, después de su resurrección, continuar su misión
evangelizadora (cf. Mt 28, 19-20; Mc 16, 15; Lc 24, 4-7; Hch 1, 3): «como el
Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21; cf. 17, 18). Mediante la
Iglesia, quiere llegar a cada época de la historia, a cada lugar de la
tierra y a cada ámbito de la sociedad, quiere llegar hasta cada persona,
para que todos sean un solo rebaño con un solo pastor (cf. Jn 10, 16): «Id
por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y
sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16, 15-16).
Los Apóstoles, entonces, «movidos por el Espíritu Santo, invitaban a todos a
cambiar de vida, a convertirse y a recibir el bautismo»[1], porque la
«Iglesia peregrina es necesaria para la Salvación»[2]. Es el mismo Señor
Jesucristo que, presente en su Iglesia, precede la obra de los
evangelizadores, la acompaña y sigue, haciendo fructificar el trabajo: lo
que acaeció al principio continúa durante todo el curso de la historia.
Al comienzo del tercer milenio, resuena en el mundo la invitación que Pedro,
junto con su hermano Andrés y con los primeros discípulos, escuchó de Jesús
mismo: «rema mar adentro, y echad vuestras redes para pescar» (Lc 5, 4)[3].
Y después de la pesca milagrosa, el Señor anunció a Pedro que se convertiría
en «pescador de hombres» (Lc 5, 10).
2. El término evangelización tiene un significado muy rico[4]. En sentido
amplio, resume toda la misión de la Iglesia: toda su vida, en efecto,
consiste en realizar la traditio Evangelii, el anuncio y transmisión del
Evangelio, que es «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm
1, 16) y que en última instancia se identifica con el mismo Cristo (1 Co 1,
24). Por eso, la evangelización así entendida tiene como destinataria toda
la humanidad. En cualquier caso evangelización no significa solamente
enseñar una doctrina sino anunciar a Jesucristo con palabras y acciones, o
sea, hacerse instrumento de su presencia y actuación en el mundo.
«Toda persona tiene derecho a escuchar la "Buena Nueva" de Dios que se
revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vocación»[5].
Es un derecho conferido por el mismo Señor a toda persona humana, por lo
cual todos los hombres y mujeres pueden decir junto con San Pablo:
Jesucristo «me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20). A este derecho le
corresponde el deber de evangelizar: «no es para mí ningún motivo de gloria;
es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el
Evangelio!» (1 Co 9, 16; cf. Rm 10, 14). Así se entiende porqué toda
actividad de la Iglesia tenga una dimensión esencial evangelizadora y jamás
debe ser separada del compromiso de ayudar a todos a encontrar a Cristo en
la fe, que es el objetivo primario de la evangelización: «La cuestión social
y el Evangelio son realmente inseparables. Si damos a los hombres sólo
conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos
demasiado poco»[6].
3. Hoy en día, sin embargo, hay una confusión creciente que induce a muchos
a desatender y dejar inoperante el mandato misionero del Señor (cf. Mt 28,
19). A menudo se piensa que todo intento de convencer a otros en cuestiones
religiosas es limitar la libertad. Sería lícito solamente exponer las
propias ideas e invitar a las personas a actuar según la conciencia, sin
favorecer su conversión a Cristo y a la fe católica: se dice que basta
ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a su propia religión,
que basta con construir comunidades capaces de trabajar por la justicia, la
libertad, la paz, la solidaridad. Además, algunos sostienen que no debería
anunciar a Cristo a quienes no lo conocen, ni favorecer la adhesión a la
Iglesia, pues sería posible salvarse también sin un conocimiento explícito
de Cristo y sin una incorporación formal a la Iglesia.
Para salir al paso de esta problemática, la Congregación para la Doctrina de
la Fe ha estimado necesario publicar la presente Nota, la cual,
presuponiendo toda la doctrina católica sobre la evangelización, ampliamente
tratada en el Magisterio de Pablo VI y de Juan Pablo II, tiene como
finalidad aclarar algunos aspectos de la relación entre el mandato misionero
del Señor y el respeto a la conciencia y a la libertad religiosa de todos.
Son aspectos con implicaciones antropológicas, eclesiológicas y ecuménicas.
II. Algunas implicaciones antropológicas
4. «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y
al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3): Dios concedió a los hombres
inteligencia y voluntad para que lo pudieran buscar, conocer y amar
libremente. Por eso la libertad humana es un recurso y, a la vez, un reto
para el hombre que le presenta Aquel que lo ha creado. Un ofrecimiento a su
capacidad de conocer y amar lo que es bueno y verdadero. Nada como la
búsqueda del bien y la verdad pone en juego la libertad humana, reclamándole
una adhesión tal que implica los aspectos fundamentales de la vida. Este es,
particularmente, el caso de la verdad salvífica, que no es solamente objeto
del pensamiento sino también acontecimiento que afecta a toda la persona -
inteligencia, voluntad, sentimientos, actividades y proyectos - cuando ésta
se adhiere a Cristo. En esta búsqueda del bien y la verdad actúa ya el
Espíritu Santo, que abre y dispone los corazones para acoger la verdad
evangélica, según la conocida afirmación de Santo Tomás de Aquino: «omne
verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est»[7]. Por eso es importante
valorar esta acción del Espíritu Santo, que produce afinidad y acerca los
corazones a la verdad, ayudando al conocimiento humano a madurar en la
sabiduría y en el abandono confiado en lo verdadero[8].
Sin embargo, hoy en día, cada vez más frecuentemente, se pregunta acerca de
la legitimidad de proponer a los demás lo que se considera verdadero en sí,
para que puedan adherirse a ello. Esto a menudo se considera como un
atentado a la libertad del prójimo. Tal visión de la libertad humana,
desvinculada de su inseparable referencia a la verdad, es una de las
expresiones «del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja
como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la
apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión»[9].
En las diferentes formas de agnosticismo y relativismo presentes en el
pensamiento contemporáneo, «la legítima pluralidad de posiciones ha dado
paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que
todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más
difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el
contexto actual. No se sustraen a esta prevención ni siquiera algunas
concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega
a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se
manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias
entre sí»[10]. Si el hombre niega su capacidad fundamental de conocer la
verdad, si se hace escéptico sobre su facultad de conocer realmente lo que
es verdadero, termina por perder lo único que puede atraer su inteligencia y
fascinar su corazón.
5. En este sentido, en la búsqueda de la verdad, se engaña quien sólo confía
en sus propias fuerzas, sin reconocer la necesidad que cada uno tiene del
auxilio de los demás. El hombre «desde el nacimiento, pues, está inmerso en
varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación
cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente,
cree. De todos modos el crecimiento y la maduración personal implican que
estas mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de
la peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras este
paso, las mismas verdades sean "recuperadas" sobre la base de la experiencia
llevada que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo. A pesar de
ello, en la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más
numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal»[11]. La
necesidad de confiar en los conocimientos transmitidos por la propia
cultura, o adquiridos por otros, enriquece al hombre ya sea con verdades que
no podía conseguir por sí solo, ya sea con las relaciones interpersonales y
sociales que desarrolla. El individualismo espiritual, por el contrario,
aísla a la persona impidiéndole abrirse con confianza a los demás - y, por
lo tanto, recibir y dar en abundancia los bienes que sostienen su libertad -
poniendo en peligro incluso el derecho de manifestar socialmente sus propias
convicciones y opiniones[12].
En particular, la verdad que es capaz de iluminar el sentido de la propia
vida y de guiarla se alcanza también mediante el abandono confiado en
aquellos que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad
misma: «La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a
otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más
significativos y expresivos»[13]. La aceptación de la Revelación que se
realiza en la fe, aunque suceda en un nivel más profundo, entra en la
dinámica de la búsqueda de la verdad: «Cuando Dios revela hay que prestarle
"la obediencia de la fe", por la que el hombre se confía libre y totalmente
a Dios prestando "a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la
voluntad", y asistiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él»[14].
El Concilio Vaticano II, después de haber afirmado el deber y el derecho de
todo hombre a buscar la verdad en materia religiosa, añade: «la verdad debe
buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su
naturaleza social, es decir, mediante una libre investigación, sirviéndose
del magisterio o de la educación, de la comunicación y del diálogo, por
medio de los cuales unos exponen a otros la verdad que han encontrado o
creen haber encontrado»[15]. En cualquier caso, la verdad «no se impone de
otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad»[16]. Por lo tanto,
estimular honestamente la inteligencia y la libertad de una persona hacia el
encuentro con Cristo y su Evangelio no es una intromisión indebida, sino un
ofrecimiento legítimo y un servicio que puede hacer más fecunda la relación
entre los hombres.
6. La evangelización es, además, una posibilidad de enriquecimiento no sólo
para sus destinatarios sino también para quien la realiza y para toda la
Iglesia. Por ejemplo, en el proceso de inculturación, «la misma Iglesia
universal se enriquece con expresiones y valores en los diferentes sectores
de la vida cristiana, [...] conoce y expresa aún mejor el misterio de
Cristo, a la vez que es alentada a una continua renovación»[17]. La Iglesia,
en efecto, que desde el día de Pentecostés ha manifestado la universalidad
de su misión, asume en Cristo las riquezas innumerables de los hombres de
todos los tiempos y lugares de la historia humana[18]. Además de su valor
antropológico implícito, todo encuentro con una persona o con una cultura
concreta puede desvelar potencialidades del Evangelio poco explicitadas
precedentemente, que enriquecerán la vida concreta de los cristianos y de la
Iglesia. Gracias, también, a este dinamismo, la «Tradición, que deriva de
los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu
Santo»[19].
En efecto, el Espíritu que, después de haber obrado la encarnación de
Jesucristo en el vientre virginal de María, vivifica la acción materna de la
Iglesia en la evangelización de las culturas. Si bien el Evangelio es
independiente de todas las culturas, es capaz de impregnarlas a todas sin
someterse a ninguna[20]. En este sentido, el Espíritu Santo es también el
protagonista de la inculturación del Evangelio, es el que precede, en modo
fecundo, al diálogo entre la Palabra de Dios, revelada en Jesucristo, y las
inquietudes más profundas que brotan de la multiplicidad de los hombres y de
las culturas. Así continúa en la historia, en la unidad de una misma y única
fe, el acontecimiento de Pentecostés, que se enriquece a través de la
diversidad de lenguas y culturas.
7. La actividad por medio de la cual el hombre comunica a otros eventos y
verdades significativas desde el punto de vista religioso, favoreciendo su
recepción, no solamente está en profunda sintonía con la naturaleza del
proceso humano de diálogo, de anuncio y aprendizaje, sino que también
responde a otra importante realidad antropológica: es propio del hombre el
deseo de hacer que los demás participen de los propios bienes. Acoger la
Buena Nueva en la fe empuja de por sí a esa comunicación. La Verdad que
salva la vida enciende el corazón de quien la recibe con un amor al prójimo
que mueve la libertad a comunicar lo que se ha recibido gratuitamente.
Si bien los no cristianos puedan salvarse mediante la gracia que Dios da a
través de "caminos que Él sabe"[21], la Iglesia no puede dejar de tener en
cuenta que les falta un bien grandísimo en este mundo: conocer el verdadero
rostro de Dios y la amistad con Jesucristo, el Dios-con-nosotros. En efecto,
«nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el
Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros
la amistad con Él»[22]. Para todo hombre es un bien la revelación de las
verdades fundamentales[23] sobre Dios, sobre sí mismo y sobre el mundo;
mientras que vivir en la oscuridad, sin la verdad acerca de las últimas
cosas, es un mal, que frecuentemente está en el origen de sufrimientos y
esclavitudes a veces dramáticas. Esta es la razón por la que San Pablo no
vacila en describir la conversión a la fe cristiana como una liberación «del
poder de las tinieblas» y como la entrada «en el Reino del Hijo predilecto,
en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados» (Col 1, 13-14). Por
eso, la plena adhesión a Cristo, que es la Verdad, y la incorporación a su
Iglesia, no disminuyen la libertad humana, sino que la enaltecen y
perfeccionan, en un amor gratuito y enteramente solícito por el bien de
todos los hombres. Es un don inestimable vivir en el abrazo universal de los
amigos de Dios que brota de la comunión con la carne vivificante de su Hijo,
recibir de Él la certeza del perdón de los pecados y vivir en la caridad que
nace de la fe. La Iglesia quiere hacer partícipes a todos de estos bienes,
para que tengan la plenitud de la verdad y de los medios de salvación, «para
participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 21).
8. La evangelización implica también el diálogo sincero que busca comprender
las razones y los sentimientos de los otros. Al corazón del hombre, en
efecto, no se accede sin gratuidad, caridad y diálogo, de modo que la
palabra anunciada no sea solamente proferida sino adecuadamente testimoniada
en el corazón de sus destinatarios. Eso exige tener en cuenta las esperanzas
y los sufrimientos, las situaciones concretas de los destinatarios. Además,
precisamente a través del diálogo, los hombres de buena voluntad abren más
libremente el corazón y comparten sinceramente sus experiencias espirituales
y religiosas. Ese compartir, característico de la verdadera amistad, es una
ocasión valiosa para el testimonio y el anuncio cristiano.
Como en todo campo de la actividad humana, también en el diálogo en materia
religiosa puede introducirse el pecado. A veces puede suceder que ese
diálogo no sea guiado por su finalidad natural, sino que ceda al engaño, a
intereses egoístas o a la arrogancia, sin respetar la dignidad y la libertad
religiosa de los interlocutores. Por eso «la Iglesia prohíbe severamente que
a nadie se obligue, o se induzca o se atraiga por medios indiscretos a
abrazar la fe, lo mismo que vindica enérgicamente el derecho a que nadie sea
apartado de ella con vejaciones inicuas»[24].
El motivo originario de la evangelización es el amor de Cristo para la
salvación eterna de los hombres. Los auténticos evangelizadores desean
solamente dar gratuitamente lo que gratuitamente han recibido: «Desde los
primeros días de la Iglesia los discípulos de Cristo se esforzaron en
inducir a los hombres a confesar Cristo Señor, no por acción coercitiva ni
por artificios indignos del Evangelio, sino ante todo por la virtud de la
palabra de Dios»[25]. La misión de los Apóstoles - y su continuación en la
misión de la Iglesia antigua - sigue siendo el modelo fundamental de
evangelización para todos los tiempos: una misión a menudo marcada por el
martirio, como lo demuestra la historia del siglo pasado. Precisamente el
martirio da credibilidad a los testigos, que no buscan poder o ganancia sino
que entregan la propia vida por Cristo. Manifiestan al mundo la fuerza
inerme y llena de amor por los hombres concedida a los que siguen a Cristo
hasta la donación total de su existencia. Así, los cristianos, desde los
albores del cristianismo hasta nuestros días, han sufrido persecuciones por
el Evangelio, como Jesús mismo había anunciado: «a mí me han perseguido,
también os perseguirán a vosotros» (Jn 15, 20).
III. Algunas implicaciones eclesiológicas
9. Desde el día de Pentecostés, quien acoge plenamente la fe es incorporado
a la comunidad de los creyentes: «Los que acogieron su Palabra fueron
bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil personas» (Hch 2, 41).
Desde el comienzo, con la fuerza del Espíritu, el Evangelio ha sido
anunciado a todos los hombres, para que crean y lleguen a ser discípulos de
Cristo y miembros de su Iglesia. También en la literatura patrística son
constantes las exhortaciones a realizar la misión confiada por Jesús a los
discípulos[26]. Generalmente se usa el término «conversión» en referencia a
la exigencia de conducir a los paganos a la Iglesia. No obstante, la
conversión (metanoia), en su significado cristiano, es un cambio de
mentalidad y actuación, como expresión de la vida nueva en Cristo proclamada
por la fe: es una reforma continua del pensar y obrar orientada a una
identificación con Cristo cada más intensa (cf. Gal 2, 20), a la cual están
llamados, ante todo, los bautizados. Este es, en primer lugar, el
significado de la invitación que Jesús mismo formuló: «convertíos y creed al
Evangelio» (Mc 1, 15; cf. Mt 4, 17).
El espíritu cristiano ha estado siempre animado por la pasión de llevar a
toda la humanidad a Cristo en la Iglesia. En efecto, la incorporación de
nuevos miembros a la Iglesia no es la extensión de un grupo de poder, sino
la entrada en la amistad de Cristo, que une el cielo y la tierra,
continentes y épocas diferentes. Es la entrada en el don de la comunión con
Cristo, que es «vida nueva» animada por la caridad y el compromiso con la
justicia. La Iglesia es instrumento - «el germen y el principio»[27] - del
Reino de Dios, no es una utopía política. Es ya presencia de Dios en la
historia y lleva en sí también el verdadero futuro, el definitivo, en el que
Él será «todo en todos» (1 Co 15, 28); una presencia necesaria, pues sólo
Dios puede dar al mundo auténtica paz y justicia. El Reino de Dios no es -
como algunos sostienen hoy - una realidad genérica que supera todas las
experiencias y tradiciones religiosas, a la cual estas deberían tender como
hacia una comunión universal e indiferenciada de todos los que buscan a
Dios, sino que es, ante todo, una persona, que tiene el rostro y el nombre
de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible[28]. Por eso, cualquier
movimiento libre del corazón humano hacia Dios y hacia su Reino conduce, por
su propia naturaleza, a Cristo y se orienta a la incorporación en su
Iglesia, que es signo eficaz de ese Reino. La Iglesia es, por lo tanto,
medio de la presencia de Dios y por eso, instrumento de una verdadera
humanización del hombre y del mundo. La extensión de la Iglesia a lo largo
de la historia, que constituye la finalidad de la misión, es un servicio a
la presencia de Dios mediante su Reino: en efecto, «el Reino no puede ser
separado de la Iglesia»[29]
10. Hoy, sin embargo, «el perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto
hoy en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan de justificar el
pluralismo religioso, no sólo de facto sino también de iure (o de
principio)»[30]. Desde hace mucho tiempo se ha ido creando una situación en
la cual, para muchos fieles, no está clara la razón de ser de la
evangelización[31]. Hasta se llega a afirmar que la pretensión de haber
recibido como don la plenitud de la Revelación de Dios, esconde una actitud
de intolerancia y un peligro para la paz.
Quién así razona, ignora que la plenitud del don de la verdad que Dios hace
al hombre al revelarse a él, respeta la libertad que Él mismo ha creado como
rasgo indeleble de la naturaleza humana: una libertad que no es
indiferencia, sino tendencia al bien. Ese respeto es una exigencia de la
misma fe católica y de la caridad de Cristo, un elemento constitutivo de la
evangelización y, por lo tanto, un bien que hay que promover sin separarlo
del compromiso de hacer que sea conocida y aceptada libremente la plenitud
de la salvación que Dios ofrece al hombre en la Iglesia.
El respeto a la libertad religiosa[32] y su promoción «en modo alguno deben
convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia
caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad que salva»[33].
Ese amor es el sello precioso del Espíritu Santo que, como protagonista de
la evangelización[34], no cesa de mover los corazones al anuncio del
Evangelio, abriéndolos para que lo reciban. Un amor que vive en el corazón
de la Iglesia y que de allí se irradia hasta los confines de la tierra,
hasta el corazón de cada hombre. Todo el corazón del hombre, en efecto,
espera encontrar a Jesucristo.
Se entiende, así, la urgencia de la invitación de Cristo a evangelizar y
porqué la misión, confiada por el Señor a los Apóstoles, concierne a todos
los bautizados. Las palabras de Jesús, «Id, pues, y haced discípulos a todas
las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,
19-20), interpelan a todos en la Iglesia, a cada uno según su propia
vocación. Y, en el momento presente, ante tantas personas que viven en
diferentes formas de desierto, sobre todo en el «desierto de la oscuridad de
Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y
del rumbo del hombre»[35], el Papa Benedicto XVI ha recordado al mundo que
«la Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino
como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar
de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la
vida, y la vida en plenitud»[36]. Este compromiso apostólico es un deber y
también un derecho irrenunciable, expresión propia de la libertad religiosa,
que tiene sus correspondientes dimensiones ético-sociales y
ético-políticas[37]. Un derecho que, lamentablemente, en algunas partes del
mundo aún no se reconoce legalmente y en otras, de hecho, no se respeta[38].
11. El que anuncia el Evangelio participa de la caridad de Cristo, que nos
amó y se entregó por nosotros (cf. Ef 5, 2), es su emisario y suplica en
nombre de Cristo: ¡reconciliaos con Dios! (2 Co 5, 20). Una caridad que es
expresión de la gratitud que se difunde desde el corazón humano cuando se
abre al amor entregado por Jesucristo, aquel Amor «que en el mundo se
expande»[39]. Esto explica el ardor, confianza y libertad de palabra
(parrhesia) que se manifestaba en la predicación de los Apóstoles (cf. Hch
4, 31; 9, 27-28; 26, 26, etc.) y que el rey Agripa experimentó escuchando a
Pablo: «Por poco, con tus argumentos, haces de mí un cristiano» (Hch 26,
28).
La evangelización no se realiza sólo a través de la predicación pública del
Evangelio, ni se realiza únicamente a través de actuaciones públicas
relevantes, sino también por medio del testimonio personal, que es un camino
de gran eficacia evangelizadora. En efecto, «además de la proclamación, que
podríamos llamar colectiva, del Evangelio, conserva toda su validez e
importancia esa otra transmisión de persona a persona. El Señor la ha
practicado frecuentemente -como lo prueban, por ejemplo, las conversaciones
con Nicodemo, Zaqueo, la Samaritana, Simón el fariseo- y lo mismo han hecho
los Apóstoles. En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no
sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe? La urgencia de
comunicar la Buena Nueva a las masas de hombres no debería hacer olvidar esa
forma de anunciar mediante la cual se llega a la conciencia personal del
hombre y se deja en ella el influjo de una palabra verdaderamente
extraordinaria que recibe de otro hombre»[40].
En cualquier caso, hay que recordar que en la transmisión del Evangelio la
palabra y el testimonio de vida van unidos[41]; para que la luz de la verdad
llegue a todos los hombres, se necesita, ante todo, el testimonio de la
santidad. Si la palabra es desmentida por la conducta, difícilmente será
acogida. Pero tampoco basta solamente el testimonio, porque «incluso el
testimonio más hermoso se revelará a la larga impotente si no es
esclarecido, justificado -lo que Pedro llamaba dar "razón de vuestra
esperanza" (1 Pe. 3, 15)-, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del
Señor Jesús»[42].
IV. Algunas implicaciones ecuménicas
12. Desde sus inicios, el movimiento ecuménico ha estado íntimamente
vinculado con la evangelización. La unidad es, en efecto, el sello de la
credibilidad de la misión y el Concilio Vaticano II ha relevado con pesar
que el escándalo de la división «es obstáculo para la causa de la difusión
del Evangelio por todo el mundo»[43]. Jesús mismo, en la víspera de su
Pasión oró: «para que todos sean uno... para que el mundo crea» (Jn 17, 21).
La misión de la Iglesia es universal y no se limita a determinadas regiones
de la tierra. La evangelización, sin embargo, se realiza en forma diversa,
de acuerdo a las diferentes situaciones en las cuales tiene lugar. En
sentido estricto se habla de «missio ad gentes» dirigida a los que no
conocen a Cristo. En sentido amplio se habla de «evangelización», para
referirse al aspecto ordinario de la pastoral, y de «nueva evangelización»
en relación a los que han abandonado la vida cristiana[44]. Además, se
evangeliza en países donde viven cristianos no católicos, sobre todo en
países de tradición y cultura cristiana antiguas. Aquí se requiere un
verdadero respeto por sus tradiciones y riquezas espirituales, al igual que
un sincero espíritu de cooperación. «Excluido todo indiferentismo y
confusionismo así como la emulación insensata, los católicos colaboren
fraternalmente con los hermanos separados, según las normas del Decreto
sobre el Ecumenismo, en la común profesión de la fe en Dios y en Jesucristo
delante de las naciones - en cuanto sea posible - mediante la cooperación en
asuntos sociales y técnicos, culturales y religiosos»[45].
En el compromiso ecuménico se pueden distinguir varias dimensiones: ante
todo la escucha, como condición fundamental para todo diálogo; después, la
discusión teológica, en la cual, tratando de entender las confesiones,
tradiciones y convicciones de los demás, se puede encontrar la concordia,
escondida a veces en la discordia. Inseparable de todo esto, no puede faltar
otra dimensión esencial del compromiso ecuménico: el testimonio y el anuncio
de los elementos que no son tradiciones particulares o matices teológicos
sino que pertenecen a la Tradición de la fe misma.
Pero el ecumenismo no tiene solamente una dimensión institucional que apunta
a «hacer crecer la comunión parcial existente entre los cristianos hacia la
comunión plena en la verdad y en la caridad»[46]: es tarea de cada fiel,
ante todo, mediante la oración, la penitencia, el estudio y la colaboración.
Dondequiera y siempre, todo fiel católico tiene el derecho y el deber de
testimoniar y anunciar plenamente su propia fe. Con los cristianos no
católicos, el católico debe establecer un diálogo que respete la caridad y
la verdad: un diálogo que no es solamente un intercambio de ideas sino
también de dones[47], para poderles ofrecer la plenitud de los medios de
salvación[48]. Así somos conducidos a una conversión a Cristo cada vez más
profunda.
En este sentido se recuerda que si un cristiano no católico, por razones de
conciencia y convencido de la verdad católica, pide entrar en la plena
comunión con la Iglesia Católica, esto ha de ser respetado como obra del
Espíritu Santo y como expresión de la libertad de conciencia y religión. En
tal caso no se trata de proselitismo, en el sentido negativo atribuido a
este término[49]. Como ha reconocido explícitamente el Decreto sobre el
Ecumenismo de Concilio Vaticano II, «es manifiesto, sin embargo, que la obra
de preparación y reconciliación individuales de los que desean la plena
comunión católica se diferencia, por su naturaleza, de la empresa ecuménica,
pero no encierra oposición alguna, ya que ambos proceden del admirable
designio de Dios»[50]. Por lo tanto, esa iniciativa no priva del derecho ni
exime de la responsabilidad de anunciar en plenitud la fe católica a los
demás cristianos, que libremente acepten acogerla.
Esta perspectiva requiere naturalmente evitar cualquier presión indebida:
«en la difusión de la fe religiosa, y en la introducción de costumbres hay
que abstenerse siempre de cualquier clase de actos que puedan tener sabor a
coacción o a persuasión inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata
de personas rudas o necesitadas»[51]. El testimonio de la verdad no puede
tener la intención de imponer nada por la fuerza, ni por medio de acciones
coercitivas, ni con artificios contrarios al Evangelio. El mismo ejercicio
de la caridad es gratuito[52]. El amor y el testimonio de la verdad se
ordenan a convencer, ante todo, con la fuerza de la Palabra de Dios (cf. 1
Co 2, 3-5; 1 Ts 2, 3-5)[53]. La misión cristiana está radicada en la
potencia del Espíritu Santo y de la misma verdad proclamada.
V. Conclusión
13. La acción evangelizadora de la Iglesia nunca desfallecerá, porque nunca
le faltará la presencia del Señor Jesús con la fuerza del Espíritu Santo,
según su misma promesa: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin
del mundo» (Mt 28, 20). Los relativismos de hoy en día y los irenismos en
ámbito religioso no son un motivo válido para desatender este compromiso
arduo y, al mismo tiempo, fascinante, que pertenece a la naturaleza misma de
la Iglesia y es «su tarea principal»[54]. «Caritas Christi urget nos» (2 Co
5, 14): lo testimonia la vida de un gran número de fieles que, movidos por
el amor de Cristo han emprendido, a lo largo de la historia, iniciativas y
obras de todo tipo para anunciar el Evangelio a todo el mundo y en todos los
ámbitos de la sociedad, como advertencia e invitación perenne a cada
generación cristiana para que cumpla con generosidad el mandato del Señor.
Por eso, como recuerda el Papa Benedicto XVI, «el anuncio y el testimonio
del Evangelio son el primer servicio que los cristianos pueden dar a cada
persona y a todo el género humano, por estar llamados a comunicar a todos el
amor de Dios, que se manifestó plenamente en el único Redentor del mundo,
Jesucristo»[55]. El amor que viene de Dios nos une a Él y «nos transforma en
un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola
cosa, hasta que al final Dios sea "todo en todos" (cf. 1 Co 15, 28)»[56].
El Sumo Pontífice Benedicto XVI, en la Audiencia del día 6 de octubre de
2007, concedida al Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de
la Fe, ha aprobado la presente Nota, decidida en la Sesión Ordinaria de esta
Congregación, y ha ordenado su publicación.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 3 de
diciembre de 2007, memoria litúrgica de san Francisco Javier, Patrón de la
Misiones.
William Cardenal LEVADA
Prefecto
Angelo AMATO, S.D.B.
Arzobispo titular de Sila
Secretario
[1] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris
missio (7 de diciembre de1990), n. 47: AAS 83 (1991), 293.
[2] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática
Lumen gentium, n. 14; cf. Decreto Ad gentes, n. 7; Decreto Unitatis
redintegratio, n. 3. Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica
de Dios, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento pleno de la verdad» (1 Tim 2, 4); por eso «es necesario, pues,
mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la
salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en
orden a esta misma salvación» (Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris
missio, n. 9: AAS 83 [1991], 258).
[3] Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo
millennio ineunte (6 de enero de 2001, n. 1: AAS 93 (2001), 266.
[4] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica
Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de1975), n. 24: AAS 69 (1976), 22.
[5] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris
missio, n. 46: AAS 83 (1991), 293; cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica
Evangelii nuntiandi, nn. 53 y 80: AAS 69 (1976), 41-42, 73-74.
[6] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa
en la explanada de la Nueva Feria de Munich (10 de septiembre de 2006): AAS
98 (2006), 710.
[7] «Toda verdad, dígala quien la diga, viene del
Espíritu Santo» (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiæ, I-II, q. 109, a. 1,
ad 1).
[8] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et
ratio (14 de septiembre de 1998), n. 44: AAS 91 (1999), 40.
[9] Benedicto XVI, Discurso en la ceremonia de
apertura de la asamblea eclesial de la Diócesis de Roma (6 de junio de
2005): AAS 97 (2005), 816.
[10] Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et
ratio, n. 5: AAS 91 (1999), 9-10.
[11] Ibidem, n. 31: AAS91 (1999), 29; cf.
Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 12.
[12] Este derecho ha sido reconocido y afirmado
también en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre del 1948 (aa.
18-19).
[13] Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et
ratio, n.33: AAS 91 (1999), 31.
[14] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática
Dei Verbum, n. 5.
[15] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis
humanæ, n. 3.
[16] Ibidem, n. 1.
[17] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris
Missio, n.52: AAS 83 (1991), 3000.
[18] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Slavorum
Apostoli (2 de junio de 1985), n.18: AAS 77 (1985), 800.
[19] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática
Dei Verbum, n. 8.
[20] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica
Evangelii nuntiandi, n. 19-20: AAS 69 (1976), 18-19.
[21] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n.
7; cf. Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 16; Constitución Pastoral
Gaudium et spes, n. 22.
[22] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa
del solemne inicio del ministerio del Pontificado (24 abril de 2005): AAS 97
(2005), 711.
[23] Cf. Concilio Vaticano I, Constitución
Dogmática Dei Filius, n. 2: «Es, ciertamente, gracias a esta revelación
divina que aquello que en lo divino no está por sí mismo más allá del
alcance de la razón humana, puede ser conocido por todos, incluso en el
estado actual del género humano, sin dificultad, con firme certeza y sin
mezcla de error alguno (cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 1,
1)» (DH 3005).
[24] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n.
13.
[25] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis
humanæ, n. 11.
[26] Cf. por ejemplo, Clemente de Alejandría,
Protreptico IX, 87, 3-4 (Sources chrétiennes, 2, 154); Aurelio Agustín,
Sermo 14, D [=352 A], 3 (Nuova Biblioteca Agostiniana XXXV/1, 269-271).
[27] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución
Dogmática Lumen gentium, n. 5.
[28] Cf. Sobre este tema ver también Juan Pablo
II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 18: AAS 83 (1991), 265-266: «Si
se separa el Reino de la persona de Jesús, no existe ya el reino de Dios
revelado por él, y se termina por distorsionar tanto el significado del
Reino -que corre el riesgo de transformarse en un objetivo puramente humano
o ideológico- como la identidad de Cristo, que no aparece ya como el Señor,
al cual debe someterse todo (cf. 1 Co l5, 27)»
[29] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris
missio, n. 18: AAS 83 (1991), 265-266. Acerca de la relación entre la
Iglesia y el Reino, cf. también Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declaración Dominus Iesus, nn. 18-19: AAS 92 (2000), 759-761.
[30] Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declaración Dominus Iesus, n. 4: AAS 92 (2000), 744.
[31] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica
Evangelii nuntiandi, n. 80: AAS 69 (1976) 73: «... ¿para qué anunciar el
Evangelio, ya que todo hombre se salva por la rectitud del corazón? Por otra
parte, es bien sabido que el mundo y la historia están llenos de "semillas
del Verbo". ¿No es, pues, una ilusión pretender llevar el Evangelio donde ya
está presente a través de esas semillas que el mismo Señor ha esparcido?».
[32] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana
(22 de diciembre de 2005): AAS 98 (2006), 50: «... si la libertad de
religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de
encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del
relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al
nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la
consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de
conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en
la dignidad interior de la verdad. Por el contrario, algo totalmente
diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que
deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca
de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe
hacer suya sólo mediante un proceso de convicción».
[33] Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral
Gaudium et spes, n. 28; cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii
nuntiandi, n. 24: AAS 69 (1976), 21-22.
[34] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris
missio, n. 21-30: AAS 83 (1091), 268-276.
[35] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa
del solemne inicio del Pontificado (24 abril de 2005): AAS 97 (2005), 710.
[36] Ibidem.
[37] Cf. Concilio Vaticano II, Declaración
Dignitatis humanæ, n. 6.
[38] En efecto, allí donde se reconoce el derecho
a la libertad religiosa, por lo general también se reconoce el derecho que
tiene todo hombre de participar a los demás sus propias convicciones, en
pleno respeto de la conciencia, para favorecer el ingreso de los demás en la
propia comunidad religiosa de pertenencia, como es sancionado por numerosas
ordenanzas jurídicas actuales y por una difusa jurisprudencia.
[39] «che per l'universo si squaderna» (Dante
Alighieri, La Divina Comedia, Paraíso, XXXIII, 87).
[40] Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii
nuntiandi, n. 46: AAS 69 (1976), 36.
[41] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución
Dogmática Lumen gentium, n. 35.
[42] Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii
nuntiandi, n. 22: AAS 69 (1976), 20.
[43] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis
redintegratio, n. 1; cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio,
nn. 1, 50; AAS83 (1991), 249, 297.
[44] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica
Redemptoris missio, n. 30s.
[45] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n.
15.
[46] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint
( 25 de mayo de 1995), n. 14: AAS 87 (1995), 929.
[47] Cf. Ibidem, n. 28: AAS 87 (1995), 929.
[48] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis
redintegratio, nn. 3, 5.
[49] Originalmente el término «proselitismo» nace
en ámbito hebreo, donde «prosélito» indicaba aquella persona que,
proviniendo de las «gentes», había pasado a formar parte del «pueblo
elegido». Así también, en ámbito cristiano, el término proselitismo se ha
usado frecuentemente como sinónimo de actividad misionera. Recientemente el
término ha adquirido una connotación negativa, como publicidad a favor de la
propia religión con medios y motivos contrarios al espíritu del Evangelio y
que no salvaguardan la libertad y dignidad de la persona. En ese sentido, se
entiende el término «proselitismo», en el contexto del movimiento ecuménico:
cf. The joint Working Group between the Catholic Church and the World
Council of Churches, "The Challenge of Proselytism and the Calling to Common
Witness" (1995).
[50] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis
redintegratio, n. 4.
[51] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis
humanæ, n. 4.
[52] Cf. Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus
caritas est (25 de diciembre de 2005), n. 31 c: AAS 98 (2996), 245.
[53] Cf. Concilio Vaticano II, Declaración
Dignitatis humanæ, n.11.
[54] Benedicto XVI, Homilía durante la visita a
la Basílica de San Pablo extramuros (25 de abril de 2005): AAS 97 (2005),
745.
[55] Benedicto XVI, Discurso a los participantes
en el Congreso organizado por la Congregación para la Evangelización de los
Pueblos con motivo del 40° aniversario del Decreto conciliar «Ad Gentes»,
(11 de marzo de 2006): AAS 98 (2006), 334. .
[56] Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas
est, n. 18: AAS 98 (2996), 232.