LOS MOVIMIENTOS ECLESIALES Y SU COLOCACIÓN TEOLÓGICA
Card. Joseph Ratzinger, 27 de mayo, 1998
Nota del Editor:
En la vigilia de Pentecostés de este año, el Papa Juan Pablo II convocó por
primera vez a todos los movimientos de la Iglesia Católica para una cita en
la Plaza San Pedro. Acudieron más de medio millón de personas y el Vicario
de Cristo les animó en su camino llamándoles la «primavera de la Iglesia» y
la «respuesta del Espíritu Santo del fin del milenio».
Ofrecemos en «exclusiva» la conferencia del Cardenal Joseph Ratzinger,
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en apertura del
Congreso de Movimientos Eclesiales, tenida en Roma como preparación para el
gran encuentro con el Santo Padre en Pentecostés. (Zenit).
En la gran encíclica misionera Redemptoris Missio, el Santo Padre escribe:
«Dentro de la Iglesia se presentan varios tipos de servicios, funciones,
ministerios y formas de animación de la vida cristiana. Recuerdo, como
novedad emergida en no pocas iglesias en los tiempos recientes, el gran
desarrollo de los «movimientos eclesiales», dotados de fuerte dinamismo
misionero. Cuando se integran con humildad en la vida de las iglesias
locales y son acogidos cordialmente por obispos y sacerdotes en las
estructuras diocesanas y parroquiales, los movimientos representan un
verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad
misionera propiamente dicha. Recomiendo, pues, difundirlos y valerse de
ellos para dar nuevo vigor, sobre todo entre los jóvenes, a la vida
cristiana y a la evangelización, en una visión plural de los modos de
asociarse y de expresarse» (n. 72).
Para mí, personalmente, fue un evento maravilloso la primera vez que entré
en contacto más estrechamente -a los inicios de los años setenta- con
movimientos como los Neocatecumenales, Comunión y Liberación, los
Focolarini, experimentando el empuje y el entusiasmo con que ellos vivían su
fe, y que por la alegría de esta fe sentían la necesidad de comunicar a
otros el don que habían recibido. En ese entonces, Karl Rahner y otros
solían hablar de «invierno» en la Iglesia; en realidad parecía que, después
de la gran floración del Concilio, hubiese penetrado hielo en lugar de
primavera, fatiga en lugar de nuevo dinamismo. Entonces parecía estar en
cualquier otra parte el dinamismo; allá donde -con las propias fuerza y sin
molestar a Dios- se afanaban para dar vida al mejor de los mundos futuros.
Que un mundo sin Dios no pueda ser bueno, menos aún el mejor, era evidente
para cualquiera que no estuviese ciego. Pero, ¿Dios dónde estaba? ¿Y la
Iglesia, después de tantas discusiones y fatigas en la búsqueda de nuevas
estructuras, no estaba de hecho extenuada y apocada? La expresión rahneriana
era plenamente comprensible, expresaba una experiencia que hacíamos todos.
Pero he aquí, de pronto, algo que nadie había planeado. He aquí que el
Espíritu Santo, por así decirlo, había pedido de nuevo la palabra. Y en
hombres jóvenes y en mujeres jóvenes renacía la fe, sin «si» ni «pero», sin
subterfugios ni escapatorias, vivida en su integridad como don, como un
regalo precioso que ayuda a vivir. No faltaron ciertamente aquellos que se
sintieron importunados en sus debates intelectuales, en sus modelos de una
Iglesia completamente diversa, construida sobre el escritorio, según la
propia imagen. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Donde irrumpe el Espíritu
Santo siempre desordena los proyectos de los hombres. Pero había y hay aún
dificultades más serias. Aquellos movimientos, efectivamente, padecieron
-por así decirlo- enfermedades de la primera edad. Se les había concedido
acoger la fuerza del Espíritu, el cual, sin embargo, actúa a través de
hombres y no los libra por encanto de sus debilidades. Había propensión al
exclusivismo, a visiones unilaterales, de donde provino la dificultad para
integrarse en las iglesias locales. Desde el propio empuje juvenil, aquellos
chicos y chicas tenían la convicción de que la iglesia local debería
elevarse, por así decir, a su modelo y nivel, y no viceversa, que les
correspondiese a ellos dejarse engastar en un conjunto que tal vez estaba de
verdad lleno de incrustaciones. Se tuvieron fricciones, de las cuales, en
modos diversos, fueron responsables ambas partes.
Se hizo necesario reflexionar sobre cómo las dos realidades -la nueva
floración eclesial originada por situaciones nuevas y las estructuras
preexistentes de la vida eclesial, es decir, la parroquia y la diócesis-
podían relacionarse de forma justa. Aquí se trata, en gran medida, de
cuestiones más bien prácticas, que no deben ser llevada demasiado alto en
los cielos de lo teórico. Mas, por otro lado, está en juego un fenómeno que
se presenta periódicamente, de diversas formas, en la historia de la
Iglesia. Existe la permanente forma fundamental de la vida eclesial en la
que se expresa la continuidad de los ordenamientos históricos de la Iglesia.
Y se tienen siempre nuevas irrupciones del Espíritu Santo, que vuelven
siempre viva y nueva la estructura de la Iglesia. Pero casi nunca esta
renovación se encuentra del todo inmune de sufrimientos y fricciones. Por lo
tanto, no se nos puede eximir de la obligación de dilucidar cómo se pueda
individuar correctamente la colocación teológica de los «movimientos» en la
continuidad de los ordenamientos eclesiales.
I. Intento de clarificación a través de una dialéctica de los principios:
1. Institución y Carisma
Para la solución del problema se ofrece sobre todo como esquema fundamental,
la dualidad de Institución y evento, Institución y Carisma. Pero, dado que
se intenta iluminar más a fondo las dos nociones, para dar con reglas sobre
las que precisar válidamente su relación recíproca, se perfila algo
inesperado. El concepto de «Institución» se escapa de entre las manos de
quien intenta definirlo con rigor teológico. ¿Qué cosa son, en efecto, los
elementos institucionales implicados que orientan a la Iglesia en su vida
como estructura estable? Obviamente, el ministerio sacramental en sus
diversos grados: episcopado, presbiterado, diaconado. El sacramento, que
-significativamente- lleva consigo el nombre de «Orden», es en definitiva la
única estructura permanente y vinculante que, diríamos, da a la Iglesia su
estructura estable originaria y la constituye como «Institución». Pero sólo
en nuestro siglo, ciertamente por razones de conveniencia ecuménica, se ha
hecho de uso común designar el sacramento del Orden simplemente como
«ministerio», puesto que aparece a partir del único punto de vista de la
Institución, de la realidad institucional. Sólo que, este ministerio es un
sacramento y, por lo tanto, es evidente que se rompe la común concepción
sociológica de Institución. Que el único elemento estructural permanente de
la Iglesia sea un «sacramento», significa, al mismo tiempo, que éste debe
ser continuamente actualizado por Dios. La Iglesia no dispone autónomamente
de él, no se trata de algo que exista simplemente y por determinar según las
propias decisiones. Sólo secundariamente se realiza por una llamada de la
Iglesia; primariamente, por el contrario, se actúa por una llamada de Dios
dirigida a estos hombres, digamos en modo carismático-pneumatológico. Se
sigue que puede ser acogido y vivido, incesantemente, sólo en fuerza de la
novedad de la vocación, de la indisponibilidad del Espíritu.
Puesto que las cosas están así, puesto que la Iglesia no puede instituir
ella misma simplemente unos «funcionarios», sino debe esperar a la llamada
de Dios, es por esta misma razón -y, en definitiva, sólo por ésta- que puede
tenerse penuria de sacerdotes. Por lo tanto, desde el inicio ha sido claro
que este ministerio no puede ser producido por la Institución, sino que es
impetrado a Dios. Desde el inicio es verdadera la palabra de Jesús: «¡La
mies es mucha, y los operarios pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que
envíe operarios a su mies!» (Mt 9, 37ss). Se entiende de este modo, por lo
tanto, que la llamada de los doce apóstoles haya sido fruto de una noche de
oración de Jesús (Lc 6, 12ss).
La Iglesia latina ha subrayado explícitamente tal carácter rigurosamente
carismático del ministerio presbiteral, y lo ha hecho -en coherencia con
antiquísimas tradiciones eclesiales- vinculando la condición presbiteral con
el celibato, que con toda evidencia puede ser entendido sólo como carisma
personal, y no simplemente como la peculiaridad de un oficio. La pretensión
de separar la una de la otra se apoya, en definitiva, sobre la idea de que
el estado presbiteral pueda ser considerado no carismático, sino -para la
seguridad de la Institución y de sus exigencias- como puro y simple
ministerio que toca a la Institución misma conferir. Si de este modo se
quiere integrar totalmente el estado presbiteral en la propia realidad
administrativa, con sus seguridades institucionales, he aquí que el vínculo
carismático, que se encuentra en la exigencia del celibato, se vuelve un
escándalo por eliminar lo antes posible.
Pero, después, también la Iglesia en su totalidad se entiende como una
estructura puramente humana, y nunca alcanzará la seguridad que de esa forma
se buscaba. Que la Iglesia no sea una Institución nuestra, no obstante la
irrupción de alguna otra cosa, puesto que es por su naturaleza «iuris
divini», de derecho divino, es un hecho del que se sigue que nosotros no
podemos jamás creárnosla por nosotros mismos. Equivale a decir que no nos es
lícito jamás aplicarle un criterio puramente institucional; equivale a decir
que la Iglesia es enteramente ella misma sólo a partir de momento en que se
trascienden los criterios y las modalidades de las instituciones humanas.
Naturalmente, junto con esta estructura fundamental verdadera y propia -el
sacramento-, en la Iglesia existen también instituciones de derecho
meramente humano, destinadas a múltiples formas de administración,
organización, coordinación, que pueden y deben desarrollarse según las
exigencias de los tiempos. Sin embargo, hay que decir a renglón seguido, que
la Iglesia tiene, sí, necesidad de semejantes instituciones; pero, que si
éstas se hacen demasiado numerosas y preponderantes, ponen en peligro la
estructura y la vitalidad de su naturaleza espiritual. La Iglesia debe
continuamente verificar su propio conjunto institucional, para que no se
revista de indebida importancia, no se endurezca en una armadura que sofoque
aquella vida espiritual que le es propia y peculiar.
Naturalmente es comprensible que si desde hace mucho tiempo faltan
vocaciones sacerdotales, la Iglesia sienta la tentación de procurarse, por
así decir, un clero sustitutivo de derecho puramente humano. Ella puede
encontrarse realmente en la necesidad de instituir estructuras de
emergencia, y se ha valido de esto frecuentemente y con gusto en las
misiones y en situaciones análogas. No se puede estar más que agradecidos a
cuantos en semejantes situaciones eclesiales de emergencia han servido y
sirven como animadores de la oración y primeros predicadores del Evangelio.
Pero si en todo esto se descuidase la oración por las vocaciones al
Sacramento, si aquí o allá la Iglesia comenzase a bastarse en tal modo a sí
misma y, podríamos decir, a volverse casi autónoma del don de Dios, ella se
comportaría como Saúl, que en la gran tribulación filistea esperó largamente
a Samuel, pero tan pronto como éste no se hizo ver y el pueblo comenzó a
despedirse, perdió la paciencia y ofreció él mismo el holocausto. A él, que
había pensado precisamente que no podía actuar de otra manera en en caso de
emergencia y que se podía, más aún se debía permitir tomar en mano él mismo
la causa de Dios, le fue dicho que precisamente por esto se había jugado
todo: «Obediencia yo quiero, no sacrificio» (cf. 1 Sam, 13, 8-14; 15, 22).
Volvamos a nuestra pregunta: ¿cómo es la relación recíproca entre
estructuras eclesiales estables y los continuos brotes carismáticos? No nos
da una respuesta satisfactoria el esquema Institución-Carisma, ya que la
contraposición dualista de estos dos aspectos describe insuficientemente la
realidad de la Iglesia. Esto no quita que, de cuanto se ha dicho hasta
ahora, pueda tomarse un primer principio orientativo:
a) Es importante que el ministerio sacro, el sacerdocio, sea entendido y
vivido también él carismáticamente. El sacerdote tiene también el deber de
ser un «pneumático», un homo spiritualis, un hombre suscitado, estimulado,
inspirado por el Espíritu Santo. Es un deber de la Iglesia hacer que este
carácter del sacramento sea considerado y aceptado. En la preocupación por
la supervivencia de sus estructuras, no le está permitido poner en primer
plano el número, reduciendo las exigencias espirituales. Si lo hiciese,
volvería irreconocibles el sentido mismo del sacerdocio y la fe. La Iglesia
debe ser fiel y reconocer al Señor como aquél que crea y sostiene la
Iglesia. Y debe ayudar de todas maneras al llamado a permanecer fiel más
allá de sus inicios, a no caer lentamente en la rutina, pero sobre todo a
volverse cada día más un verdadero hombre del Espíritu.
b) Allá donde el ministerio sacro haya sido vivido así, pneumáticamente y
carismáticamente, no se da ninguna rigidez institucional: subsiste, en
cambio, un apertura interior al Carisma, una especie de «olfato» para el
Espíritu Santo y su actuar. Y entonces también el Carisma puede reconocer
nuevamente su propio origen en el hombre del ministerio, y se encontrarán
vías de fecunda colaboración en el discernimiento de los espíritus.
c) En situaciones de emergencia la Iglesia debe instituir estructuras de
emergencia. Pero estas últimas, deben entenderse a sí mismas en apertura
interior al sacramento, dirigirse a él, no alejarse de él. En líneas
generales, la Iglesia deberá mantener las instituciones administrativas lo
más reducidas posible. Lejos de sobreinstitucionalizarse, deberá permanecer
siempre abierta a las imprevistas, improgramables llamadas del Señor.
2. Cristología y pneumatología
Pero, ahora se presenta la pregunta: ¿si Institución y Carisma son sólo
parcialmente considerables como realidades que se limitan y, por lo tanto,
el binomio no aporta más que respuestas parciales a nuestra cuestión, se dan
quizás otros puntos de vista teológicos más apropiados? En la actual
teología es siempre más evidente que emerge, en primer plano, la
contraposición entre el aspecto cristológico y el pneumatológico de la
Iglesia. De donde se afirma que el sacramento está correlacionado con la
línea cristológico-encarnacional, a la que después debería sumarse la línea
pneumatológico-carismática.
Es justo decir al respecto que se debe hacer distinción entre Cristo y
Espíritu. Al contrario, como no se puede tratar a las tres personas de la
Trinidad como una comunidad de tres dioses, sino que se debe entender como
un único Dios en la tríada relacional de las Personas, así también la
distinción entre Cristo y el Espíritu es correcta sólo si, gracias a su
diversidad, logramos entender mejor su unidad. No es posible comprender
correctamente al Espíritu sin Cristo, pero tampoco a Cristo sin el Espíritu
Santo. «El Señor es el Espíritu», nos dice Pablo en 2 Cor 3, 17. Esto no
quiere decir que los dos sean sic et simpliciter la misma realidad o la
misma persona. Quiere decir, más bien, que Cristo en cuanto es el Señor,
puede estar entre nosotros y para nosotros, sólo en cuanto la encarnación no
ha sido su última palabra.
La encarnación tiene cumplimiento en la muerte en la Cruz, y en la
Resurrección. Es como decir que Cristo puede venir sólo en cuanto nos ha
precedido en el orden vital del Espíritu Santo y se comunica a través de él
y en él. La cristología pneumatológica de san Pablo y de los discursos de
despedida del Evangelio de Juan aún no han penetrado suficientemente en
nuestra visión de la cristología y de la pneumatología. Sin embargo, este es
el presupuesto esencial para que existan sacramento y presencia sacramental
del Señor.
He aquí, por lo tanto, que una vez más se iluminan el ministerio
«espiritual» en la Iglesia y su colocación teológica, que la tradición ha
fijado en la noción de successio apostolica. «Sucesión apostólica» no
significa, en efecto, como podría parecer, que nos volvemos, por así decir,
independientes del Espíritu gracias al ininterrumpido concatenarse de la
sucesión. Exactamente al contrario, el vínculo con la línea de la successio
significa que el ministerio sacramental no está jamás a nuestra disposición,
sino que debe ser dado siempre y continuamente por el Espíritu, siendo
precisamente aquel Sacramento-Espíritu que no podemos hacernos por nosotros,
actuarnos por nosotros. Para ello, no es suficiente la competencia funcional
en cuanto tal: es necesario el don del Señor. En el sacramento, en el
vicario operar de la Iglesia por medio de signos, Él ha reservado para sí
mismo la permanente y continua institución del ministerio sacerdotal.
La unión más peculiar entre «una vez» y «siempre», que vale para el misterio
de Cristo, aquí se hace de un modo más visible. El «siempre» del sacramento,
el hacerse presente pneumáticamente del origen histórico, en todas las
épocas de la Iglesia, presupone el vínculo con el «efapax», con el
irrepetible evento originario. El vínculo con el origen, con aquella estaca
firmemente clavada en tierra, que es el evento único y no repetible, es
imprescindible. Jamás podremos evadirnos en una pneumatología suspendida en
el aire, jamás podremos dejar a las espaldas el sólido terreno de la
encarnación, del operar histórico de Dios. Por el contrario, sin embargo,
este irrepetible se hace participable en el don del Espíritu Santo, que es
el Espíritu de Cristo resucitado. El irrepetible no desemboca en lo ya sido,
en la no repetibilidad de lo que ha pasado para siempre, sino que posee en
sí la fuerza del volverse presente, ya que Cristo ha atravesado el «velo de
la carne» (Heb 10, 20) y, por tanto, en el evento, el irrepetible ha vuelto
accesible lo que siempre permanece. ¡La encarnación no se detiene en el
Jesús histórico, en su sarx (cf. 2 Cor 5, 16)!
El «Jesús histórico» se hace importante para siempre, justamente porque su
carne es transformada con la Resurrección, de modo que ahora Él puede, con
la fuerza del Espíritu Santo, hacerse presente en todos los lugares y en
todos los tiempos, como admirablemente muestran los discursos de despedida
de Jesús en el Evangelio de Juan (cf. particularmente Jn 14, 28: «Me voy y
regresaré a vosotros»). De esta síntesis cristológico-pneumatológica es de
esperar que, para la solución de nuestro problema, nos sea de gran utilidad
una profundización en la noción de «sucesión apostólica».
3. Jerarquía y profecía
Antes de profundizar en estas ideas, mencionemos brevemente una tercera
propuesta de interpretación de la relación entre las estructuras eclesiales
estables y las nuevas floraciones pneumáticas: hoy hay quien, retomando la
interpretación escriturística de Lutero sobre la dialéctica entre la Ley y
el Evangelio, contrapone sin más la línea cúltico-sacerdotal a la profética
en la historia de la salvación. En la segunda se inscribirían los
movimientos. También esto, como todo lo que sobre esto habíamos reflexionado
hasta ahora, no es del todo erróneo; pero, aún es demasiado impreciso y por
esto inutilizable, tal como se presenta.
El problema es demasiado vasto para ser tratado a fondo en esta sede. Sobre
todo habría que recordar que la ley misma tiene carácter de promesa. Sólo
porque es tal, Cristo ha podido cumplirla y, cumpliéndola, ha podido al
mismo tiempo «abolirla». Ni siquiera los profetas bíblicos, en verdad, han
relegado la Torá, más bien, al contrario, han pretendido valorizar su
verdadero sentido, polemizando contra los abusos que se hacían de ella. Es
relevante, en fin, que la misión profética sea siempre conferida a personas
singulares y jamás sea fijada a una «casta» (coetus) o status peculiar.
Siempre que (como de hecho ha sucedido) la profecía se presenta como un
status, los profetas bíblicos la critican con dureza no menor que aquella
que usan con la «casta» de los sacerdotes veterotestamentarios.
Dividir la Iglesia en una «izquierda» y en una «derecha», en el estado
profético de las órdenes religiosas o de los movimientos de una parte y la
jerarquía de la otra, es una operación a la que nada en la Escritura nos
autoriza. Al contrario, es algo artificial y absolutamente antitético a la
Escritura. La Iglesia está edificada no dialécticamente, sino orgánicamente.
De verdadero, por lo tanto, sólo queda que en ella se dan funciones diversas
y que Dios suscita incesantemente hombres proféticos -sean ellos laicos,
religiosos o, por qué no, obispos y sacerdotes- los cuales le lanzan aquella
llamada, que en la vida normal de la «institución» no alcanzaría la fuerza
necesaria. Personalmente, considero que no sea posible entender a partir de
esta esquematización la naturaleza y deberes de los movimientos. Y ellos
mismos están muy lejos de entenderse de tal manera.
El fruto de las reflexiones expuestas hasta ahora es escaso para los fines
de nuestra problemática, pero no por esto carece de importancia. No se llega
a la meta si como punto de partida hacia una solución, se escoge una
dialéctica de los principios. En vez de intentar por esta vía, a mi parecer
conviene adoptar un planteamiento histórico, que es coherente con la
naturaleza histórica de la fe y de la Iglesia.
II. Perspectiva histórica: sucesión apostólica y movimientos apostólicos
1. Ministerios universales y locales
Preguntémonos, pues: ¿cómo aparece el exordio de la Iglesia? También quien
dispone de un modesto conocimiento de los debates sobre la Iglesia naciente,
en función de cuya configuración todas las iglesias y comunidades cristianas
buscan justificarse, sabe bien que parece una empresa desesperada poder
llegar a algún resultado partiendo desde semejante pregunta de naturaleza
historiográfica. Si no obstante esto, me arriesgo a comenzar para buscar a
tientas una solución, esto sucede con el presupuesto de una visión católica
de la Iglesia y de sus orígenes que, por una parte, nos ofrece una marco
sólido, pero, por otro lado, nos deja espacios abiertos de ulterior
reflexión, que están todavía muy lejos de ser agotados.
No queda ninguna duda de que los inmediatos destinatarios de la misión de
Cristo sean, a partir de Pentecostés, los doce apóstoles, que rápidamente
encontramos denominados también «apóstoles». A ellos se les confía el deber
de hacer llegar el mensaje de Cristo «hasta los últimos confines de la
tierra» (Hch 1, 8), de ir a todos los pueblos y hacer de todos los hombres
discípulos de Jesús (cf. Mt 28, 19). El área asignada a ellos es el mundo.
Sin delimitaciones locales ellos sirven a la creación del único cuerpo de
Cristo, del único pueblo de Dios, de la única Iglesia de Cristo. Los
apóstoles no eran obispos de determinadas iglesias locales, aunque sí
apóstoles y, en cuanto tales, destinados al mundo entero y a la entera
Iglesia por construir; la Iglesia universal precede a las iglesias locales
que surgen como actuaciones concretas de ella.
Para decirlo aún más claramente y sin sombra de equívocos, Pablo no fue
jamás obispo de una determinada localidad, ni quiso jamás serlo. La única
repartición que se tuvo a los inicios Pablo la delínea en Gal 2, 9:
«Nosotros -Bernabé y yo- para los paganos; ellos -Pedro, Santiago y Juan-
para los hebreos». Sólo que de esta bipartición inicial se pierde
rápidamente toda huella: también Pedro y Juan se saben enviados a los
paganos e inmediatamente cruzan los confines de Israel. Santiago, el hermano
del Señor, que después del año 42 se convierte en una especie de primado de
la Iglesia hebraica, no era un apóstol.
También sin ulteriores consideraciones de detalle, podemos afirmar que el
ministerio apostólico es un ministerio universal, dirigido a la humanidad
entera, y por lo tanto a la única Iglesia Universal. A partir de la
actividad misionera de los apóstoles nacen las iglesias locales, las cuales
tienen necesidad de responsables que las guíen. A ellos incumbe la
obligación de garantizar la unidad de fe con la Iglesia entera, de plasmar
la vida interna de las iglesias locales y de mantener abiertas las
comunidades, a fin de permitirles crecer numéricamente y de hacer llegar el
don del Evangelio a los conciudadanos aún no creyentes. Este ministerio
eclesial local, que al inicio aparece bajo múltiples denominaciones,
adquiere poco a poco una configuración estable y unitaria.
En la Iglesia naciente, por lo tanto, existen con toda evidencia, codo a
codo, dos estructuras que, aun teniendo, sin duda, relación entre sí, son
netamente distinguibles: por una parte, los servidores de las iglesias
locales, que poco a poco van asumiendo formas estables; por otra, el
ministerio apostólico, que pronto ya no está reservado únicamente a los Doce
(cf Ef 4, 10).
En Pablo se pueden distinguir netamente dos concepciones de «apóstol»: por
un lado, él acentúa mucho la unicidad específica de su apostolado, que apoya
sobre un encuentro con el Resucitado y que, por lo tanto, lo coloca al mismo
nivel que los Doce. Por el otro, Pablo prevé -por ejemplo en 1 Cor 12, 28-
un ministerio de «apóstol» que trasciende por mucho el círculo de los Doce:
también cuando en Rm 16, 7 él designa a Andrónico y a Junia como apóstoles,
subyace esta concepción más amplia. Una terminología análoga encontramos en
Ef 2, 20, donde, hablándonos de apóstoles y profetas como fundamento de la
Iglesia, ciertamente no se refiere sólo a los Doce. Los Profetas de los que
habla la Didaché, al inicio del segundo siglo, son considerados con toda
evidencia como un ministerio misionero universal. Todavía más interesante es
que de ellos se dice: «Son vuestros sumos sacerdotes» (13, 3).
Podemos, por lo tanto, partir de la idea de que la copresencia de los dos
tipos de ministerio -el universal y el local- perdura hasta avanzado el
siglo segundo, esto es, hasta la época en que se cuestiona ya seriamente
quién sea ahora el detentor de la unidad apostólica. Varios textos nos
inducen a pensar que la copresencia de las dos estructuras estuvo muy lejos
del proceder sin conflictos. La Tercera carta de Juan nos evidencia una
situación conflictiva del género. Pero cuanto más se alcanzaban -tal como
eran accesibles entonces- los «últimos confines de la tierra», tanto más se
volvía difícil continuar atribuyendo a los «itinerantes» una posición que
tuviese un sentido; es posible que abusos en su ministerio hayan contribuido
a favorecer la separación gradual.
Quizás correspondía a las comunidades locales y a sus responsables -que
mientras tanto habían asumido un perfil bien denotado en la tríada de
obispo, presbítero, diácono- el deber de propagar la fe en las áreas de las
respectivas iglesias locales. Que en el tiempo del emperador Constantino los
cristianos sumasen cerca del ocho por ciento de la población de todo el
imperio y que al fin del siglo IV fuesen todavía una minoría, es un hecho
que dice cuán grave era aquél deber. En tal situación los jefes de las
iglesias locales, los obispos, debieron darse cuenta de que quizás ellos se
habían convertido en los sucesores de los apóstoles y que el mandato
apostólico recaía completamente sobre sus espaldas. La conciencia de que los
obispos, los jefes responsables de las iglesias locales, son los sucesores
de los apóstoles, encuentra una clara configuración en Ireneo de Lyon en la
segunda mitad del siglo II. Las determinaciones que él da sobre la esencia
del ministerio episcopal incluyen dos elementos fundamentales:
a) «Sucesión apostólica» significa sobretodo algo que para nosotros es
obvio: garantizar la continuidad y la unidad de la fe y eso en una
continuidad que nosotros llamamos «sacramental».
b) Pero a todo esto va unido un deber concreto, que trasciende la
administración de las iglesias locales: los obispos deben preocuparse de que
se siga cumpliendo el mandato de Jesús, el mandato de hacer de todos los
pueblos discípulos suyos, y de llevar el Evangelio hasta los confines de la
tierra. A ellos -e Ireneo lo subraya vigorosamente- les toca impedir que la
Iglesia se transforme en una federación de iglesias locales yuxtapuestas, y
que conserve su unidad y su universalidad. Los obispos deben continuar el
dinamismo universal del carácter apostólico de la Iglesia.
Si al inicio hemos mencionado el peligro de que el ministerio presbiteral
pueda transformarse en algo meramente institucional y burocrático, olvidando
la dimensión carismática, ahora se perfila un segundo peligro: el ministerio
de la sucesión apostólica puede reducirse a despachar servicios en el ámbito
de la iglesia local, olvidando en el corazón y en la acción, la
universalidad del mandato de Cristo. La inquietud que nos impulsa a llevar a
los demás el don de Cristo puede extinguirse en la parálisis de una Iglesia
firmemente organizada. En palabras un poco más fuertes: es intrínseco al
concepto de sucesión apostólica algo que trasciende el ministerio
eclesiástico meramente local. La sucesión apostólica no puede reducirse a
esto. El elemento universal, que va más allá de los servicios debidos a las
iglesias locales, permanece como una necesidad imprescindible.
2. Movimientos apostólicos en la historia de la Iglesia
Esta tesis, que anticipa las conclusiones de mi argumento, debe ser
profundizada y concretada en el plano historiográfico. Ella nos lleva
directamente hacia el problema de la situación eclesial de los movimientos.
He dicho que, por diversas razones, en el siglo II, los servicios
ministeriales propios de la Iglesia universal desaparecen y el ministerio
episcopal las asume totalmente. Por muchas razones fue una evolución no sólo
históricamente inevitable, sino también teológicamente indispensable;
gracias a ello se manifestó la unidad del sacramento y la unidad intrínseca
del servicio apostólico. Pero, como ya se ha dicho, fue una evolución que
acarreaba peligros. Por ello fue lógico que en el siglo III apareciera, en
la vida de la Iglesia, un elemento nuevo que se puede definir sin ninguna
dificultad como un «movimiento»: el monaquismo. Se puede objetar que el
monaquismo original no tuvo ningún carácter misionero ni apostólico, y que,
por el contrario, era una huida del mundo hacia islas de santidad.
Indudablemente, se ve al inicio una falta de tensión misionera, orientada
directamente a la propagación de la fe por todo el mundo.
En Antonio, que destaca como una figura histórica claramente individuable en
los inicios del monaquismo, el ímpetu determinante es la decisión de aspirar
a la vida evangelica, la voluntad de vivir radicalmente el Evangelio en su
plenitud. La historia de su conversión es sorprendentemente similar a la de
san Francisco de Asís. Las motivaciones de éste y de aquél son idénticas:
tomar el Evangelio al pie de la letra, seguir a Cristo en la pobreza total y
conformar la vida con la suya. Ir al desierto es una huida de la estructura
fuertemente organizada de la Iglesia local, evadirse de una cristiandad que
poco a poco se adapta a las necesidades de la vida en el mundo, para seguir
a Cristo sin «si» ni «pero». Surge una nueva paternidad espiritual, que no
tiene, es cierto, ningún carácter explícitamente misionero, pero que
incorpora la de los obispos y presbíteros con la fuerza de una vida vivida
en todo u para todo pneumáticamente.
En Basilio, que dio un sello definitivo el monaquismo oriental, se puede ver
de modo claro y definido, la problemática con que varios movimientos se
saben confrontados hoy. Él no quiso crear una institución al margen de la
Iglesia institucional. La primera regla propiamente dicha que escribió,
pretendía ser -para decirlo con von Balthasar- no una regla de religiosos,
sino una regla eclesial, «el Enchiridion del cristiano resuelto». Es lo que
sucede en los orígenes de casi todos los movimientos, también y de modo
especial en nuestro siglo: no se busca una comunidad particular, sino el
cristianismo integral, la Iglesia que, obedeciendo al Evangelio, viva de él.
Basilio, que al principio fue monje, aceptó el episcopado, subrayando
vigorosamente su carácter carismático, la unidad interior de la Iglesia
vivida por el obispo en su vida personal. La lucha de Basilio es análoga a
la de los movimientos contemporáneos: él debió admitir que el movimiento del
seguimiento radical, no se dejaba fundir totalmente en la realidad de la
iglesia local. En su segundo intento de regla, la que Gribomont denomina «el
pequeño Asketikon», parece que según él el movimiento es una «forma
intermedia entre un grupo de cristianos resueltos, abierto a la totalidad de
la Iglesia, y una orden monástica que se va organizando e
institucionalizando». El mismo Gribomont ve en la comunidad monástica
fundada por Basilio un «pequeño grupo para la vitalización del todo»
eclesial, y no duda en considerar a Basilio «patrono no sólo de las órdenes
educadoras y asistenciales, sino también de las nuevas comunidades sin
votos».
Es claro, por lo tanto, que el movimiento monástico crea un nuevo centro de
vida, que no socava las estructuras de la iglesia local sub-apostólica, pero
que tampoco coincide sic et simpliciter con ella, ya que actúa en ella como
fuerza vivificante, y constituye al mismo tiempo una reserva de la cual la
iglesia local puede servirse para procurarse eclesiásticos verdaderamente
espirituales, en los cuales se funden, cada vez de modo nuevo, Institución y
Carisma. Es significativo que la Iglesia oriental busque sus obispos en el
mundo monástico y de este modo defina al episcopado carismáticamente como un
ministerio que se renueva incesantemente a partir de su carácter apostólico.
Si se mira la historia de la Iglesia en su conjunto, salta a la vista que
por un lado el modelo de Iglesia local está decididamente configurado por el
ministerio episcopal, es el nexo y la estructura permanente a lo largo de
los siglos. Pero ella está también permeada incesantemente por las diversas
oleadas de nuevos movimientos, que revalorizan continuamente el aspecto
universal de la misión apostólica y la radicalidad el Evangelio, y que, por
esto mismo, sirven para asegurar vitalidad y verdad espirituales a las
iglesias locales. Quiero dar algunos trazos de cinco de estas oleadas
posteriores al monaquismo de la Iglesia primitiva, de las cuales emerge
siempre con mayor claridad la esencia espiritual de lo que podemos llamar
«movimiento», clarificando así progresivamente su ubicación eclesiológica.
1) La primera oleada la veo en el monaquismo misionero que tuvo su esplendor
desde Gregorio Magno (590-604) a Gregorio II (715-731) y Gregorio III
(731-741). El Papa Gregorio Magno intuyó el intrínseco potencial misionero
del monaquismo y lo puso en acción enviando a los paganos anglos de las
islas británicas al monje Agustín, (que después fue obispo de Canterbury) y
a sus compañeros. Ya se había tenido la misión irlandesa de San Patricio,
que también echaba sus raíces espirituales en el monaquismo. Por lo tanto,
se ve que el monaquismo es el gran movimiento misionero que incorpora los
pueblos germanos a la Iglesia católica, edificando así la nueva Europa, la
Europa cristiana. Armonizando Oriente y Occidente, en el siglo IX, los
hermanos y monjes Cirilo y Metodio, llevan el Evangelio al mundo eslavo.
De todo esto emergen dos elementos constitutivos que definen la realidad
llamada «movimiento»:
a) El Papado no ha creado los movimientos, pero ha sido su esencial sostén
dentro de la estructura de la Iglesia, su pilar eclesial. Aquí se ve
diáfanamente el sentido profundo y la verdadera esencia del ministerio
petrino: el obispo de Roma no es sólo el obispo de una iglesia local; su
ministerio alcanza siempre a la Iglesia Universal. En cuanto tal, tiene un
carácter apostólico en un sentido totalmente específico. Debe mantener vivo
el dinamismo misionero ad extra y ad intra.
En la Iglesia oriental fue al emperador quien pretendió en un primer momento
un cierto tipo de ministerio de la unidad y de la universalidad; no fue por
casualidad que se quiso atribuir a Constantino el título de apóstol ad
extra. Pero su ministerio puede ser en el mejor de los casos una función de
suplencia temporal, lo cual conlleva un peligro evidente. No es por
casualidad que desde la mitad del siglo segundo, con la extinción de los
antiguos ministerios universales, los papas hayan manifestado con claridad
creciente la voluntad de tutelar los componentes ya mencionados de la misión
apostólica. Los movimientos, que superan el ámbito de la estructura de la
iglesia local, y el papado, van siempre codo a codo, y no por casualidad.
b) El motivo de la vida evangélica, que se encuentra ya en Antonio de
Egipto, en los inicios del movimiento monástico, es decisivo. Pero ahora se
pone en evidencia que la vida evangélica incluye el servicio de la
evangelización: la pobreza y la libertad de vivir según el Evangelio son
presupuestos de aquel servicio al Evangelio que supera los confines del
propio país y de la propia comunidad y que -como veremos con más precisión-,
es a su vez la meta y la íntima motivación de la vida evangélica.
2) Quiero referirme sumariamente al movimiento de reforma monástica de
Cluny, decisivo en el siglo X, que se apoyó también en el papado para
obtener la emancipación de la vida religiosa del feudalismo y de la
influencia de los feudatarios episcopales. Gracias a las confederaciones de
los monasterios, el movimiento cluniacense fue el gran movimiento devocional
y renovador en el cual tomó forma la idea de Europa. Del dinamismo
reformador de Cluny brotó, en el siglo XI, la reforma gregoriana, que salvó
al papado del torbellino producido por las disputas entre los nobles romanos
y por la mundanización, librando la gran batalla por la independencia de la
Iglesia y la salvaguardia de su naturaleza espiritual propia, aun cuando
después la empresa degeneró en una lucha de poder entre el Papa y el
Emperador.
3) Aún en nuestros días permanece viva la fuerza espiritual del movimiento
evangélico que hizo explosión en el siglo XII con Francisco de Asís y
Domingo de Guzmán. En cuanto a Francisco, es evidente que no pretendía
fundar una nueva orden, una comunidad separada. Quería simplemnte llamar a
la Iglesia al Evangelio total, reunir el «pueblo nuevo», renovar la Iglesia
a partir del Evangelio. Los dos significados de la expresión, «vida
evangélica» se entrelazan inseparablemente: el que vive el Evangelio en la
pobreza de la renuncia a los bienes y a la descendencia, debe por lo mismo
anunciar el Evangelio. En aquellos tiempos había una gran necesidad de
evangelización y Francisco consideraba como su tarea esencial, así como la
de sus hermanos, anunciar a los hombres el núcleo íntimo del mensaje de
Cristo. Él y los suyos querían ser evangelizadores. Y de ahí resulta la
exigencia lógica de ir más allá de los confines de la cristiandad, de llevar
el Evangelio hasta el último rincón de la tierra.
Tomás de Aquino, en su polémica con los clérigos seculares que se batían en
la Universidad de París como campeones de una estructura eclesial local,
mezquinamente cerrada al movimiento de evangelización, sintetizó lo nuevo y
aquello que había de raíz antigua de los dos movimientos (el franciscano y
el dominico) con el modelo de vida religiosa que había surgido. Los
seculares querían que sólo fuera aceptado el tipo monástico cluniacense, en
su aspecto tardío y esclerótico: monasterios separados de la iglesia local,
rigurosamente encerrados en la vida claustral y dedicados exclusivamente a
la contemplación. Comunidades de ese tipo no podían perturbar el orden de la
iglesia local; en cambio, con las nuevas órdenes mendicantes, los conflictos
a todos los niveles eran inevitables. En este contexto, Tomás de Aquino pone
como modelo a Cristo mismo, y partiendo de él, defiende la superioridad de
la vida apostólica a un estilo de vida puramente contemplativo. «La vida
activa, que inculca a los demás las verdades alcanzadas con la predicación y
la contemplación, es más perfecta que la vida puramente contemplativa».
Tomás de Aquino se sabe heredero de los repetidos florecimientos de la vida
monástica, que se reconducen todos a la vita apostolica. Pero, interpretando
esta última sobre la base de la experiencia de las órdenes mendicantes, de
las cuales provenía, dio un paso notable proponiendo algo que había estado
activamente presente en la tradición monástica, pero sobre lo cual no se
había reparado mucho hasta ese momento. Todos, a propósito de la vida
apostólica, se habían apoyado en la Iglesia primitiva; Agustín, por ejemplo,
elaboró toda su regla sobre Hc 4, 32: eran «un solo corazón y una sola
alma». Pero a este modelo esencial, Tomás de Aquino agrega el discurso del
envío que Jesús dirige a los apóstoles en Mt 10, 5-15: la genuina vita
apostolica es la que sigue las enseñanzas de Hch 4 y de Mt 10: «La vida
apostólica consiste en esto: después de haber dejado todo, los apóstoles
recorrieron el mundo anunciando el Evangelio y predicando, como resulta de
Mt 10, donde les es impuesta una regla». Por lo tanto Mt 10 se presenta nada
menos que como una regla de orden religioso, o mejor dicho, como la regla de
vida y misión, que el Señor ha dado a los apóstoles, es en sí misma la regla
permanente de la vida apostólica, una regla que la Iglesia siempre ha
necesitado. Sobre la base de ella se justifica y se convalida el nuevo
movimiento de evangelización.
La polémica parisina entre el clero secular y los representantes de los
nuevos movimientos, a cuyo ámbito pertenecen los textos citados, es de
perenne importancia. Una idea estrecha y empobrecida de la Iglesia, en la
cual se absolutiza la estructura de la iglesia local, no puede tolerar un
nuevo brote de anunciadores, que por su parte, obtienen necesariamente su
sostén en el detentor del ministerio eclesial universal, el Papa, como
garante del impulso misionero y de la institución de una Iglesia. Se sigue
necesariamente de ello el nuevo impulso a la doctrina del primado, que a
pesar de todo -más allá de cualquier matiz ligado al tiempo- fue repensada y
comprendida con mayor profundidad en sus raíces apostólicas.
4) Ya que se trata no tanto de la historia de la Iglesia sino de una
presentación de las formas de vida de la Iglesia, puedo limitarme a
mencionar brevemente los movimientos de evangelización del siglo XVI. Entre
ellos destacan los jesuitas, que emprenden la misión a escala mundial sea en
la recién descubierta América, en África o en Asia; no se quedan detrás los
franciscanos y dominicos que mantenían vivo su impulso misionero.
5) Para terminar, es de todos conocida la nueva oleada de movimientos que se
da en el siglo XIX. Nacen congregaciones específicamente misioneras que
apuntan en principio, más que a una renovación eclesial interna, a la misión
en los continentes aún poco evangelizados. Esta vez no hay conflictos con
las estructuras de las iglesias locales, es más, se da una fecunda
colaboración, de la cual reciben renovadas energías también las iglesias
locales ya existentes, ya que los nuevos misioneros están poseídos por el
impulso de la difusión del Evangelio y del servicio de la caridad. Aparece
ahora de forma destacada un elemento que, a pesar de no estar ausente en los
movimientos precedentes, puede pasar desapercibido: El movimiento apostólico
del siglo XIX ha sido sobre todo un movimiento de carácter femenino, en el
cual se pone un particular acento sobre la caridad, la asistencia a los
pobres y enfermos.
Todos conocemos lo que las nuevas comunidades femeninas han significado y
significan todavía para los hospitales e instituciones asistenciales. Pero
también tienen una importancia notable en la escuela y en la educación, en
cuanto que en la armónica combinación de caridad, educación y enseñanza se
manifiesta en toda su variedad de matices el servicio evangélico. Si se da
una mirada retrospectiva a partir del siglo XIX, se descubre que las mujeres
siempre han estado presentes en los movimientos apostólicos de forma
determinante.
Basta pensar en audaces mujeres del siglo XVI como María Ward, o por otro
lado, Teresa de Ávila, en ciertas figuras femeninas del medioevo como
Hildegarda de Bingen y Catalina de Siena, en las mujeres del séquito de San
Bonifacio, en las hermanas de algunos Padres de la Iglesia, y finalmente en
las mujeres mencionadas en las cartas de San Pablo o en las que acompañaban
a Jesús. Aun no siendo nunca presbíteros ni obispos, las mujeres han siempre
condividido la vida apostólica y el cumplimiento del mandato universal que
le es ínsito.
3. La amplitud del concepto de sucesión apostólica
Después de haber repasado rápidamente los grandes movimientos apostólicos en
la historia de la Iglesia, volvemos a la tesis previamente anticipada
después de las implicaciones bíblicas: es necesario ampliar y profundizar el
concepto de sucesión apostólica si se quiere hacer justicia plenamente a
todo lo que significa y exige. ¿Qué queremos decir? Antes que nada, que es
firmemente sostenida, como núcleo de este concepto, la estructura
sacramental de la Iglesia, en la cual ella recibe siempre de nuevo la
herencia de los apóstoles, el legado de Cristo. En virtud del sacramento, en
el cual Cristo opera por la fuerza del Espíritu Santo, ella se distingue de
todas las demás instituciones.
El sacramento significa que la Iglesia vive y es continuamente recreada por
el Señor, como «creatura del Espíritu Santo». En esta noción deben tenerse
presentes los dos componentes del sacramento intrínsecamente unidos entre
sí, de los cuales ya hemos hablado antes. En primer lugar, el elemento
encarnacional-cristológico, es decir el vínculo que une a la Iglesia con la
unicidad de la Encarnación y del evento pascual, el vínculo con la acción de
Dios en la historia. Pero al mismo tiempo, está el hacerse presente de este
evento por la acción del Espíritu Santo, es decir, el componente
cristológico-pneumatológico, que asegura novedad y al mismo tiempo
continuidad a la Iglesia viva.
Así se sintetiza la enseñanza perenne de la Iglesia sobre la sucesión
apostólica, el núcleo del concepto sacramental de la Iglesia. Pero este
núcleo es empobrecido, o más aún, atrofiado, si se piensa solamente en la
estructura de la iglesia local. El ministerio de los sucesores de Pedro
permite superar una estructura de carácter meramente local de la Iglesia; el
sucesor de Pedro no sólo es el obispo de Roma, sino también obispo para toda
la Iglesia y en toda la Iglesia. Encarna por ello un aspecto esencial del
mandato apostólico, un aspecto que nunca puede faltar en la Iglesia.
Pero ni siquiera el mismo ministerio petrino sería rectamente entendido y
sería mal presentado en una monstruosa figura anómala, si se atribuyese
exclusivamente a su detentor la misión de realizar la dimensión universal de
la sucesión apostólica. En la Iglesia debe haber siempre servicios y
misiones que no sean de naturaleza puramente local, sino adecuados
funcionalmente al mandato que toca a la entera realidad eclesial y a la
propagación del Evangelio. El Papa necesita de estos servicios, y éstos
necesitan de él, y en la reciprocidad de los dos tipos de misión se cumple
la sinfonía de la vida eclesial.
La era apostólica, que tiene valor normativo, resalta tan vistosamente estos
dos componentes de modo que lleva a cualquiera a reconocerlos como
irrenunciables para la vida de la Iglesia. El sacramento del Orden, el
sacramento de la sucesión, es necesariamente intrínseco a esta forma
estructural, pero -aún más que en las Iglesias locales- está rodeado por una
multiplicidad de servicios, y aquí es imposible ignorar el papel que
corresponde a la mujer en el apostolado de la Iglesia. Resumiendo todo,
podemos afirmar incluso que el primado del sucesor de Pedro existe para
garantizar estos componentes esenciales de la vida eclesial y conectarlos
ordenadamente con las estructuras de las iglesias locales.
A este punto, para evitar equívocos, se debe decir con claridad que los
movimientos apostólicos se presentan con formas siempre diversas a lo largo
de la historia, y esto necesariamente, dado que son precisamente la
respuesta del Espíritu Santo a las nuevas situaciones con las cuales se va
encontrando la Iglesia. Y por lo tanto, como las vocaciones al sacerdocio,
no pueden ser producidas ni establecidas administrativamente, tampoco, y
menos aún, los movimientos apostólicos pueden ser organizados y lanzados
sistemáticamente por la autoridad. Deben ser dados y de hecho son dados.
A nosotros nos toca solamente estar solícitamente atentos a ellos, y gracias
al don del discernimiento acoger cuanto hay en ellos de bueno y aprender a
superar lo menos adecuado. Una mirada retrospectiva a la historia de la
Iglesia nos ayuda a constatar con gratitud que, a pesar de todas las
dificultades, siempre se ha logrado acoger en la Iglesia las nuevas
realidades que en ella germinan. Sin embargo, tampoco se podrán olvidar
todos aquellos movimientos que fracasaron o condujeron a divisiones
duraderas: cátaros, valdenses, montanistas, husitas, el movimiento de
reforma del siglo XVI. Probablemente se hablará de culpa por ambas partes,
pero lo que queda es la separación.
III. Distinciones y criterios
Como último y necesario punto de esta relación, es inevitable afrontar el
problema de los criterios de discernimiento. Para poder dar respuestas
sensatas, se debería en primer lugar precisar todavía un poco el concepto de
«movimiento» y quizás también intentar la propuesta de una tipología de
ellos. Pero es obvio que eso ahora no es posible. También se debería evitar
la propuesta de una definición demasiado rigurosa, ya que el Espíritu Santo
siempre tiene preparadas sorpresas, y sólo retrospectivamente somos capaces
de reconocer que detrás de la gran diversidad hay una esencia común. No
obstante, como inicio de una clarificación conceptual, quisiera mostrar con
brevedad tres tipos diversos de movimientos, individuables en la historia
reciente. Los distinguiré con tres denominaciones: movimientos, corrientes e
iniciativas.
Al movimiento litúrgico de la primera mitad de nuestro siglo, como también
el movimiento mariano, que emergió con fuerza siempre creciente en la
Iglesia desde el siglo XIX, los caracterizaría no tanto como movimientos,
sino más bien como corrientes, que después han podido materializarse, sí, en
movimientos concretos, como las Congregaciones Marianas o las agrupaciones
de juventud católica, pero no se reducen a ellos. Las recolecciones de
firmas para postular una definición dogmática o para pedir cambios en la
Iglesia, frecuentes hoy en día, no son tampoco movimientos, sino
iniciativas. Qué sea un verdadero y propio movimiento probablemente se puede
ver con la máxima claridad en el florecimiento franciscano del siglo XIII:
generalmente los movimientos nacen de una persona carismática guía, se
configuran en comunidades concretas, que en fuerza de su origen reviven el
Evangelio en su totalidad y sin reticencias y reconocen en la Iglesia su
razón de ser, sin la cual no podrían subsistir.
Con este intento -ciertamente bastante insuficiente- de encontrar una
definición, hemos ya llegado a los criterios que, por así decir, pueden
ocupar este lugar. El criterio esencial ya ha aparecido espontáneamente, es
la radicación en la fe de la Iglesia. Quien no condivide la fe apostólica no
llevar adelante la actividad apostólica. Desde el momento en que la fe es
única para toda la Iglesia, y es ella la que produce la unidad de la
Iglesia, a la fe apostólica esta necesariamente vinculado el deseo de
unidad, la voluntad de estar en la viviente comunión de la Iglesia entera,
para decirlo lo más concretamente posible: de estar con los sucesores de los
apóstoles y con el sucesor de Pedro, a quien corresponde la responsabilidad
de la integración entre iglesias locales e Iglesia universal, como único
pueblo de Dios.
Si la ubicación, el lugar de los movimientos de la Iglesia, es su carácter
apostólico, es lógico que para ellos, en todas las épocas, el querer la vita
apostolica es fundamental. Renuncia a la propiedad, a la descendencia, a
imponer la propia concepción de la Iglesia, es decir, la obediencia en el
seguimiento de Cristo, han sido considerados en toda época los elementos
esenciales de la vida apostólica, que naturalmente no pueden valer de modo
idéntico para todos los que forman parte de un movimiento, pero que son para
todos ellos, en modalidades diversas, puntos de referencia de la vida
personal. La vida apostólica, además, no es un fin en sí misma, mas bien da
la libertad para el servicio. La vida apostólica implica acción apostólica:
en primer lugar, - otra vez según modalidades diversas - está el anuncio del
Evangelio: el elemento misionero. En el seguimiento de Cristo la
evangelización es siempre, en primer lugar, evangelizare pauperibus,
anunciar el Evangelio a los pobres.
Pero eso no se hace solamente con palabras; el amor, que es el corazón del
anuncio, su centro de verdad y su centro operativo, debe ser vivido y
hacerse él mismo anuncio. Por lo tanto, a la evangelización está siempre
unido el servicio social, en cualquier de sus formas. Todo esto, - debido
casi siempre al entusiasmo arrollador que dimana del carisma originario -,
presupone un profundo encuentro personal con Cristo. El llegar a ser
comunidad, el construir la comunidad no excluye, al contrario, exige la
dimensión de la persona. Solamente cuando la persona es tocada y conmovida
por Cristo en lo más profundo de su intimidad, se puede tocar la intimidad
del otro, sólo entonces puede darse la reconciliación en el Espíritu Santo,
sólo entonces puede construirse una verdadera comunión. En el contexto de
esta articulación fundamental cristológico-pneumatológica y existencial
pueden darse acentos y subrayados diversísimos, en los cuales se da
incesantemente la novedad del cristianismo, e incesantemente el Espíritu
Santo a la Iglesia «como al aguiela renueva la juventud» (Sal 103, 5)
Aquí aparecen con claridad tanto los peligros como los caminos de superación
que existen en los movimientos. Existe la amenaza de la unilateralidad que
lleva a exagerar el mandato específico que tiene originen en un período dado
o por efecto de un carisma particular. Que la experiencia espiritual a la
cual se pertenece sea vivida no como una de las muchas formas de existencia
cristiana, sino como el estar investido de la pura y simple integralidad del
mensaje evangélico, es un hecho que puede llevar a absolutizar el propio
movimiento, que pasa a identificarse con la Iglesia misma, a entenderse como
el camino para todos, cuando de hecho este camino se da a conocer en modos
diversos.
Por lo mismo es casi inevitable que de la fresca vivacidad y de la totalidad
de esta nueva experiencia nazcan constantemente amenazas de conflicto con la
comunidad local: un conflicto en el que la culpa puede ser de ambas partes,
y ambas sufren un desafío espiritual a su coherencia cristiana. Las iglesias
locales pueden haber pactado con el mundo deslizándose hacia cierto
conformismo, la sal puede hacerse insípida, como en su crítica a la
cristiandad de su tiempo, recrimina con hiriente crudeza Kierkegaard.
También ahí donde la distancia de la radicalidad del Evangelio no ha llegado
al punto que ásperamente censura Kierkegaard, el irrumpir de algo nuevo
puede ser percibido como algo que molesta, más todavía si está acompañado,
como sucede con frecuencia, de debilidades, infantilismos y absolutizaciones
erróneas de todo tipo.
Las dos partes deben dejarse educar por el Espíritu Santo y también por la
autoridad eclesiástica, deben aprender el olvido de sí mismos sin el cual no
es posible el consenso interior a la multiplicidad de formas que puede
adquirir la fe vivida. Las dos partes deben aprender una de la otra a
dejarse purificar, a soportarse y a encontrar la vía que conduce a aquellas
conductas de las que habla Pablo en el himno de la caridad (1 Cor 13, 4 y
ss). A los movimientos va dirigida esta advertencia: incluso si en su camino
han encontrado y participan a otros la totalidad de la fe, ellos son un don
hecho a la Iglesia entera, y deben someterse a las exigencias que derivan de
este hecho, si quieren permanecer fieles a lo que les es esencial.
Pero también debe decirse claramente a las iglesias locales, también a los
obispos, que no les está permitido ceder a una uniformidad absoluta en las
organizaciones y programas pastorales. No pueden ensalzar sus proyectos
pastorales, como medida de aquello que le está permitido realizar al
Espíritu Santo: ante meros proyectos humanos puede suceder puede suceder que
las iglesias se hagan impenetrables al espíritu de Dios, a la fuerza que las
vivifica. No es lícito pretender que todo deba insertarse en una determinada
organización de la unidad; ¡mejor menos organización y más Espíritu Santo!
Sobre todo no se puede apoyar un concepto de comunión en el cual el valor
pastoral supremo sea evitar los conflictos. La fe es también una espada y
puede exigir el conflicto por amor a la verdad y a la caridad (cf. Mt 10,
34). Un proyecto de unidad eclesial, donde se liquidan a priori los
conflictos como meras polarizaciones y la paz interna es obtenida al precio
de la renuncia a la totalidad del testimonio, pronto se revelaría ilusorio.
No es lícito, finalmente, que se dé una cierta actitud de superioridad
intelectual por la que se tache de fundamentalismo el celo de personas
animadas por el Espíritu Santo y su cándida fe en la Palabra de Dios, y no
se permita más que un modo de creer para el cual el «si» y el «pero» es más
importante que la sustancia de lo que se dice creer. Para terminar, todos
deben dejarse medir por la regla del amor por la unidad de la única Iglesia,
que permanece única en todas las iglesias locales y, como tal, se evidencia
continuamente en los movimientos apostólicos. Las iglesias locales y los
movimientos apostólicos deberán, tanto unos como otros, reconocer y aceptar
constantemente que es verdadero tanto el ubi Petrus, ibi Ecclesia, como el
ubi episcopus, ibi ecclesia. Primado y episcopado, estructura eclesial local
y movimientos apostólicos se necesitan mutuamente: el primado sólo puede
vivir a través y con un episcopado vivo, el episcopado puede mantener su
dinámica y apostólica unidad solamente en la unión permanente con el
primado. Cuando uno de los dos es disminuido o debilitado sufre toda la
Iglesia.
Después de todas estas consideraciones, es menester concluir con gratitud y
alegría, pues es muy evidente que el Espíritu Santo continúa actuando en la
Iglesia con nuevos dones, gracias a los cuales ella revive el gozo de su
juventud (Sal 42, 4 Vg). Gratitud por tantas personas, jóvenes y ancianas,
que siguen la llamada del Espíritu y, sin mirar atrás o alrededor, se lanzan
alegremente al servicio del Evangelio. Gratitud por los obispos que se abren
a nuevos caminos, les hacen puesto en sus respectivas iglesias, discuten
pacientemente con sus responsables para ayudarles a superar toda
unilateralidad y para conducirlos a la justa conformidad. Y sobretodo, en
este lugar y en esta hora, agradecemos al Papa Juan Pablo II.
Nos supera a todos en capacidad de entusiasmo, en la fuerza del
rejuvenecimiento interior en la gracia de la fe, en el discernimiento de los
espíritus, en la humilde y entusiasta lucha para que sean más copiosos los
servicios prestados al Evangelio. Él nos precede a todos en la unidad con
los obispos de todo el planeta, a los cuales escucha y guía incansablemente.
Gracias sean dadas al Papa Juan Pablo II, que es para todos nosotros guía
hacia Cristo. Cristo vive y desde el Padre envía al Espíritu Santo: esta es
la gozosa y vivificante experiencia que se nos concede precisamente en el
encuentro con los movimientos eclesiales de nuestro tiempo.