PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA: EL APOSTOLADO DE LA FAMILIA
PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA
EL APOSTOLADO DE LA FAMILIA
EN LA ACTIVIDAD DE LA IGLESIA EN EL NUEVO MILENIO
El Sínodo de los obispos de 1980 sobre la misión de la familia cristiana en
el mundo actual y la exhortación apostólica Familiaris consortio de Juan
Pablo II (22 de noviembre de 1981) ponen de especial relieve la importancia
de la pastoral familiar en la misión de la Iglesia. En efecto, a veinte años
de aquel documento programático, el apostolado de la familia sigue siendo
esencial en la actividad de la Iglesia en este milenio apenas iniciado. En
la carta apostólica Novo millennio ineunte, en la que el Papa Juan Pablo II
delinea su contribución de "ministerio petrino para que la Iglesia brille
cada vez más en la variedad de sus dones y en la unidad de su camino" (n.
3), afirma textualmente que "a la pastoral de la familia se ha de prestar
también una atención especial" (ib., 47).
La necesidad de tal atención viene requerida primordialmente por el momento
histórico que estamos viviendo: se constata -afirma el Papa- "una crisis
generalizada y radical de esta institución fundamental" (ib.). Dado que la
familia está enraizada en la misma constitución del hombre y, por tanto, los
ataques que recibe aquella repercuten en la misma visión central de la
persona humana. Una y otra, persona y familia, interfieren y comunican entre
sí, ya sea en el reconocimiento de la dignidad, ya sea en padecer las
agresiones que comportan para ambas un progresivo envilecimiento.
Asimismo y conjuntamente, persona y familia reciben el benéfico influjo de
la revelación. Una y otra se encuentran interrelacionadas en el proyecto
primitivo de Dios y ambas son iluminadas por la presencia y el diálogo de
Dios con los hombres. Ciertamente también son ofuscadas por la "dureza de
corazón" de la criatura que se cierra a su Creador.
En efecto, el proyecto original de Dios de una relación mutua y plena entre
hombre y mujer ha quedado deformado en la historia de los pueblos por los
egoísmos mezquinos que han menoscabado y reducido la grandeza de la personal
realización en la entrega conyugal. Sólo una ayuda que da luz a la mente
para descubrir el orden de las cosas, y da energía a la voluntad para salir
de sí en la entrega del yo, hace reencontrarse al hombre y a la mujer en el
nosotros como sujeto conyugal y fuente de vida. "Cristo ha venido a
restaurar en su esplendor originario, revelando lo que Dios ha querido
"desde el principio" (cf. Mt 19, 8)" (Novo millennio ineunte, n. 47).
Cuando cada uno de ellos está identificado con Cristo por el bautismo, este
encuentro de amor de hombre y mujer trasciende el valor del nosotros
haciendo presente en la historia real de los hombres el misterio del amor de
Cristo: "el gran misterio del amor esponsal de Cristo a su Iglesia (cf. Ef
5, 32)" (ib.). Aquí está lo específico del sacramento cristiano: a
diferencia de toda relación de amor conyugal propia de hombre y mujer, la de
quienes son bautizados lo prolonga en el tiempo porque participan del mismo
pacto de amor entre Cristo y su esposa la Iglesia.
La entrega nupcial de Cristo a ella, expresada y refrendada en el bautismo
de sangre del Calvario, hace a la humanidad redimida nacer en su condición
de Esposa del Cordero inmolado. Este misterio del amor esponsal de Cristo
por la Iglesia, escondido por los siglos en Dios, ha sido ahora revelado
eficazmente: "Maridos amad a vuestras mujeres como Cristo ha amado a su
Iglesia y se ha sacrificado por ella" (Ef 5, 25). Todo matrimonio, desde el
de Adán y Eva, indica la relación de Dios con los hombres. Esta relación
religiosa del matrimonio adquiere ahora una densidad especial con la
revelación neotestamentaria, aun en su mismo rango de signo. Conforme la
revelación nos va desvelando al Dios rico en misericordia y salvador de su
pueblo, la significación se carga de mayor contenido.
Los esponsales humanos en la reflexión de los Profetas son un medio
especialmente adecuado para presentar y entender la relación de amor de
Yahveh con Israel. Esta ley de intensidad y crecimiento llega a su cumbre en
el misterio de Dios hecho carne. La misma persona de Cristo, verdadero Dios
y verdadero hombre, expresa de modo sublime los desposorios de Dios con la
humanidad. Todo matrimonio es signo de las relaciones de Dios con los
hombres y, por lo tanto, también del misterio escondido por los siglos y
ahora revelado. Todo matrimonio es signo, pero no todo matrimonio es
participación de ese misterio escondido (cf. Gaudium et spes, 48). Sólo
cuando el hombre y la mujer entran en el orden nuevo instaurado por Cristo,
sólo cuando son nuevas criaturas por la participación bautismal, sólo
entonces su capacidad conyugal queda configurada también como la de Cristo
esposo para con la Iglesia esposa. El amor y la entrega conyugal de los
esposos cristianos significa y realiza la unión de amor de Cristo con la
Iglesia.
Aquella misma ley de crecimiento en la revelación del misterio de Dios y en
su asimilación ilumina y fortalece el obrar humano de los esposos. A su vez,
el desconocimiento del amor de Dios por los hombres actúa como fuerza
regresiva en la comunión de los esposos. Por ello, cuando Dios desaparece
del horizonte del hombre, cuando en la mente se atenúa y ofusca el misterio
de Dios, no es extraño que las primeras relaciones perjudicadas entre los
hombres sean las conyugales.
Prueba estas aserciones la misma historia del pueblo cristiano en general y
de las parejas en particular. La presencia de Dios en la vida del hogar hace
que el trato, el respeto, la entrega y la convivencia sean ricos de
contenido en el amor que las vivifica. Cuando su figura se desdibuja, el
egoísmo, la prepotencia y las pasiones incontroladas crecen y predominan. Se
ha introducido la ley del divorcio civil para remediar algunos casos que
presentaban causas graves de imposible convivencia y, con ello, se ha
abierto el cauce a todo divorcio posible, desobedeciendo así a la ley de
Dios, que hizo el matrimonio indisoluble desde el principio. Lo que entonces
se deseaba como pequeño remedio se ha convertido en cauce abundante e
incontenible.
Siempre han existido y continuarán hasta el fin de los tiempos la debilidad
y la fragilidad humanas. La norma es sin duda un punto de referencia y freno
para la conducta, pero si además aquella desaparece, la misma debilidad se
desorienta y termina constituyéndose como en el punto de referencia de la
conducta. Mucho peor es cuando la debilidad humana es utilizada por la
ideología. Entonces la debilidad se convierte en el pretexto para luchar
contra la verdad en estos terrenos del matrimonio y de la familia.
La ideología utiliza y hace suyos los aparentes derechos de la debilidad, y
así quedan desfigurados los mismos principios de la verdad de la institución
del matrimonio. El hombre débil, no obstante los viole por fragilidad,
implícitamente está reconociéndolos. Por ello "la Iglesia no puede ceder a
las presiones de una cierta cultura, aunque sea muy extendida y a veces
"militante"" (Novo millennio ineunte, 47). Su testimonio audaz sobre la
verdad es una defensa del hombre, aun del débil y pecador.
El pecado de debilidad se remedia con el perdón sacramental y la Iglesia no
se cansará de mostrar la misericordia de Dios y otorgar la gracia del perdón
a cuantos sean conscientes y estén arrepentidos de sus pecados. Pero la
Iglesia no puede desistir de defender y presentar audazmente la verdad sobre
el matrimonio. Está por medio su fidelidad a Dios y también al hombre.
Ahora bien, en el ejercicio de su misión pastoral la Iglesia es
verdaderamente eficaz cuando presenta el testimonio de familias cristianas
que ofrecen en sus vidas un ejemplo convincente de los valores que encarnan
tal verdad. El testimonio de vida de los esposos es la prueba irrefutable de
"la posibilidad de un matrimonio vivido de manera plenamente conforme al
proyecto de Dios y a las verdaderas exigencias de la persona humana" (ib.).
He ahí pues un modo concreto de la pastoral con las familias que tiene una
singular fuerza evangelizadora: la bondad de la vida conyugal y familiar
confirma y hace atractiva la verdad de la doctrina. Contra "las presiones de
una cierta cultura, aunque sea extendida y a veces "militante", el remedio
eficaz es procurar que, mediante una educación evangélica cada vez más
completa, las familias cristianas ofrezcan un ejemplo convincente" (ib.).
El bien atrae irresistiblemente. Las familias cristianas conscientes de la
fuerza del amor recio y poderoso del que participan por el sacramento del
matrimonio podrán, no obstante la humana debilidad, ser luz y sal para los
hombres y las familias de este nuevo milenio. "Un matrimonio vivido de
manera plenamente conforme al proyecto de Dios" es el "matrimonio plenamente
conforme (...) a las exigencias de la persona humana". Es el proyecto de
Dios el que garantiza el bien de la persona, "tanto la de los cónyuges como
sobre todo la de los más frágiles, que son los hijos" (ib.).
Gloria Dei, vivens homo decía san Ireneo (Adv. haer., IV, 20, 7). Y recuerda
el Santo Padre que "las verdaderas exigencias" inscritas en la persona
humana no son diversas de aquellas que hacen su vida "conforme al proyecto
de Dios" (Novo millennio ineunte, 47). Por eso, la santidad de los cónyuges
y la gloria de Dios se alcanzan concomitantemente en la vida de los esposos
que realizan su voluntad. Los cónyuges cristianos "cumpliendo su misión
conyugal y familiar (...) llegan cada vez más a su pleno desarrollo personal
y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación
de Dios" (Gaudium et spes, 48).
La necesidad de contrastar con las obras de ejemplos convincentes una
"cierta cultura" que expande "una crisis generalizada y radical de esta
institución fundamental" (Novo millennio ineunte, 47) nos ha llevado a
descubrir la santidad como el verdadero antídoto de tal epidemia. Es
ciertamente la santidad de la vida conyugal y familiar la que hace descubrir
a los ojos deseosos de felicidad el bien del matrimonio y la familia según
los planes de Dios.
"Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la
programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría
parecer, en un primer momento, algo poco práctico" (ib., 37). Pero es la
santidad objetiva del don la que "plasma a su vez un compromiso que ha de
dirigir toda la vida cristiana". Por ello "confesar a la Iglesia como santa
significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual él se entregó,
precisamente para santificarla (cf. Ef 5, 25-26)" (ib.).
Mons. Francisco GIL HELLÍN
Secretario