Confesarse, ¿por qué? La reconciliación y la belleza de Dios
Carta pastoral del arzobispo de Chieti-Vasto, monseñor Bruno Forte para
el año pastoral 2005-2006
Tratemos de comprender juntos qué es la confesión:
si lo comprendes verdaderamente, con la mente y con el corazón,
sentirás la necesidad y la alegría de hacer experiencia de este encuentro,
en el que Dios, dándote su perdón mediante el ministro de la Iglesia,
crea en tí un corazón nuevo, pone en ti un Espíritu nuevo,
para que puedas vivir una existencia reconciliada con Él, contigo mismo y
con los demás,
llegando a ser tú también capaz de perdonar y amar,
más allá de cualquier tentación de desconfianza y cansancio.
1. ¿Por qué confesarse?
2. La experiencia del perdón
3. ¿Confesarse con un sacerdote?
4. Un Dios cercano a nuestra debilidad
5. Las etapas del encuentro con el perdón
6. La fiesta del encuentro
7. La vuelta a la casa del Padre
8. El encuentro con Cristo, muerto y resucitado por nosotros
9. La vida nueva del Espíritu
10. ¡Dejémonos reconciliar con Dios!
Anexo: Para el Examen de Conciencia
1. ¿Por qué confesarse?
Entre las preguntas que mi corazón de obispo se hace, elijo una que me hacen
a menudo: ¿por qué hay que confesarse? Es una pregunta que vuelve a
plantearse de muchas formas: ¿por qué ir a un sacerdote a decir los propios
pecados y no se puede hacer directamente con Dios, que nos conoce y
comprende mucho mejor que cualquier interlocutor humano? Y, de manera más
radical: ¿por qué hablar de mis cosas, especialmente de aquellas de las que
me avergüenzo incluso conmigo mismo, a alguien que es pecador como yo, y que
quizá valora de modo completamente diferente al mío mi experiencia, o no la
comprende en absoluto? ¿Qué sabe él de lo que es pecado para mí? Alguno
añade: y además, ¿existe verdaderamente el pecado, o es sólo un invento de
los sacerdotes para que nos portemos bien?
A esta última pregunta creo que puedo responder enseguida y sin temor a que
se me desmienta: el pecado existe, y no sólo está mal sino que hace mal.
Basta mirar la escena cotidiana del mundo, donde se derrochan violencia,
guerras, injusticias, abusos, egoísmos, celos y venganzas (un ejemplo de
este «boletín de guerra» no los dan hoy las noticias en los periódicos,
radio, televisión e Internet). Quien cree en el amor de Dios, además,
percibe que el pecado es amor replegado sobre sí mismo («amor curvus», «amor
cerrado», decían los medievales), ingratitud de quien responde al amor con
la indiferencia y el rechazo. Este rechazo tiene consecuencias no sólo en
quien lo vive, sino también en toda la sociedad, hasta producir
condicionamientos y entrelazamientos de egoísmos y de violencias que se
constituyen en auténticas «estructuras de pecado» (pensemos en las
injusticias sociales, en la desigualdad entre países ricos y pobres, en el
escándalo del hambre en el mundo...). Justo por esto no se debe dudar en
subrayar lo enorme que es la tragedia del pecado y cómo la pérdida de
sentido del pecado --muy diversa de esa enfermedad del alma que llamamos
«sentimiento de culpa»-- debilita el corazón ante el espectáculo del mal y
las seducciones de Satanás, el adversario que trata de separarnos de Dios.
2. La experiencia del perdón
A pesar de todo, sin embargo, no creo poder afirmar que el mundo es malo y
que hacer el bien es inútil. Por el contrario, estoy convencido de que el
bien existe y es mucho mayor que el mal, que la vida es hermosa y que vivir
rectamente, por amor y con amor, vale verdaderamente la pena. La razón
profunda que me lleva a pensar así es la experiencia de la misericordia de
Dios que hago en mí mismo y que veo resplandecer en tantas personas
humildes: es una experiencia que he vivido muchas veces, tanto dando el
perdón como ministro de la Iglesia, como recibiéndolo. Hace años que me
confieso con regularidad, varias veces al mes y con la alegría de hacerlo.
La alegría nace del sentirme amado de modo nuevo por Dios, cada vez que su
perdón me alcanza a través del sacerdote que me lo da en su nombre. Es la
alegría que he visto muy a menudo en el rostro de quien venía a confesarse:
no el fútil sentido de alivio de quien «ha vaciado el saco» (la confesión no
es un desahogo psicológico ni un encuentro consolador, o no lo es
principalmente), sino la paz de sentirse bien «dentro», tocados en el
corazón por un amor que cura, que viene de arriba y nos transforma. Pedir
con convicción el perdón, recibirlo con gratitud y darlo con generosidad es
fuente de una paz impagable: por ello, es justo y es hermoso confesarse.
Querría compartir las razones de esta alegría a todos aquellos a los que
logre llegar con esta carta.
3. ¿Confesarse con un sacerdote?
Me preguntas entonces: ¿por qué hay que confesar a un sacerdote los propios
pecados y no se puede hacer directamente a Dios? Ciertamente, uno se dirige
siempre a Dios cuando confiesa los propios pecados. Que sea, sin embargo,
necesario hacerlo también ante un sacerdote nos lo hace comprender el mismo
Dios: al enviar a su Hijo con nuestra carne, demuestra querer encontrarse
con nosotros mediante un contacto directo, que pasa a través de los signos y
los lenguajes de nuestra condición humana. Así como Él ha salido de sí mismo
por amor nuestro y ha venido a «tocarnos» con su carne, también nosotros
estamos llamados a salir de nosotros mismos por amor suyo e ir con humildad
y fe a quien puede darnos el perdón en su nombre con la palabra y con el
gesto. Sólo la absolución de los pecados que el sacerdote te da en el
sacramento puede comunicarte la certeza interior de haber sido
verdaderamente perdonado y acogido por el Padre que está en los cielos,
porque Cristo ha confiado al ministerio de la Iglesia el poder de atar y
desatar, de excluir y de admitir en la comunidad de la alianza (Cf. Mateo
18,17). Es Él quien, resucitado de la muerte, ha dicho a los Apóstoles:
««Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Juan
20,22-23). Por lo tanto, confesarse con un sacerdote es muy diferente de
hacerlo en el secreto del corazón, expuesto a tantas inseguridades y
ambigüedades que llenan la vida y la historia. Tu solo no sabrás nunca
verdaderamente si quien te ha tocado es la gracia de Dios o tu emoción, si
quien te ha perdonado has sido tú o ha sido Él por la vía que Él ha elegido.
Absuelto por quien el Señor ha elegido y enviado como ministro del perdón,
podrás experimentar la libertad que sólo Dios da y comprenderás por qué
confesarse es fuente de paz.
4. Un Dios cercano a nuestra debilidad
La confesión es por tanto el encuentro con el perdón divino, que se nos
ofrece en Jesús y que se nos transmite mediante el ministerio de la Iglesia.
En este signo eficaz de la gracia, cita con la misericordia sin fin, se nos
ofrece el rostro de un Dios que conoce como nadie nuestra condición humana y
se le hace cercano con tiernísimo amor. Nos lo demuestran innumerables
episodios de la vida de Jesús, desde el encuentro con la Samaritana a la
curación del paralítico, desde el perdón a la adúltera a las lágrimas ante
la muerte del amigo Lázaro... De esta cercanía tierna y compasiva de Dios
tenemos inmensa necesidad, como lo demuestra también una simple mirada a
nuestra existencia: cada uno de nosotros convive con la propia debilidad,
atraviesa la enfermedad, se asoma a la muerte, advierte el desafío de las
preguntas que todo esto plantea en el corazón. Por mucho que luego podamos
desear hacer el bien, la fragilidad que nos caracteriza a todos, nos expone
continuamente al riesgo de caer en la tentación. El Apóstol Pablo describió
con precisión esta experiencia: «Hay en mí el deseo del bien, pero no la
capacidad de realizarlo; en efecto, yo no hago el bien que quiero, sino el
mal que no quiero» (Romanos 7,18s). Es el conflicto interior del que nace la
invocación: «¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?»
(Romanos 7, 24). A ella responde de modo especial el sacramento del perdón,
que viene a socorrernos siempre de nuevo en nuestra condición de pecado,
alcanzándonos con la potencia sanadora de la gracia divina y transformando
nuestro corazón y nuestros comportamientos. Por ello, la Iglesia no se cansa
de proponernos la gracia de este sacramento durante todo el camino de
nuestra vida: a través de ella Jesús, verdadero médico celestial, se hace
cargo de nuestros pecados y nos acompaña, continuando su obra de curación y
de salvación. Como sucede en cada historia de amor, también la alianza con
el Señor hay que renovarla sin descanso: la fidelidad y es el empeño siempre
nuevo del corazón que se entrega y acoge el amor que se le ofrece, hasta el
día en que Dios será todo en todos.
5. Las etapas del encuentro con el perdón
Precisamente porque fue deseado por un Dios profundamente «humano», el
encuentro con la misericordia que nos ofrece Jesús se produce en varias
etapas, que respetan los tiempos de la vida y del corazón. Al inicio, está
la escucha de la buena noticia, en la que te alcanza la llamada del Amado:
«El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed
en la Buena Nueva» (Marcos 1, 15). A través de esta voz el Espíritu Santo
actúa en ti, dándote dulzura para consentir y creer en la Verdad. Cuando te
vuelves dócil a esta voz y decides responder con todo el corazón a Quien te
llama, emprendes el camino que te lleva al regalo más grande, un don tan
valioso que le lleva a Pablo a decir: «En nombre de Cristo os suplicamos:
¡reconciliaos con Dios!» (2 Corintios 5, 20).
La reconciliación es precisamente el sacramento del encuentro con Cristo
que, mediante el ministerio de la Iglesia, viene a socorrer la debilidad de
quien ha traicionado o rechazado la alianza con Dios, le reconcilia con el
Padre y con la Iglesia, le recrea como criatura nueva en la fuerza del
Espíritu Santo. Este sacramento es llamado también de la penitencia, porque
en él se expresa la conversión del hombre, el camino del corazón que se
arrepiente y viene a invocar el perdón de Dios. El término confesión --usado
normalmente-- se refiere en cambio al acto de confesar las propias culpas
ante el sacerdote, pero recuerda también la triple confesión que hay que
hacer para vivir en plenitud la celebración de la reconciliación: la
confesión de alabanza («confessio laudis»), con la que hacemos memoria del
amor divino que nos precede y nos acompaña, reconociendo sus signos en
nuestra vida y comprendiendo mejor así la gravedad de nuestra culpa; la
confesión del pecado, con la que presentamos al Padre nuestro corazón
humilde y arrepentido, reconociendo nuestros pecados («confessio peccati»);
la confesión de fe, por último, con la que nos abrimos al perdón que libera
y salva, que se nos ofrece con la absolución («confessio fidei»). A su vez,
los gestos y las palabras en las que expresaremos el don que hemos recibido
confesarán en la vida las maravillas realizadas en nosotros por la
misericordia de Dios.
6. La fiesta del encuentro
En la historia de la Iglesia, la penitencia ha sido vivida en una gran
variedad de formas, comunitarias e individuales, que sin embargo han
mantenido todas la estructura fundamental del encuentro personal entre el
pecador arrepentido y el Dios vivo, a través de la mediación del ministerio
del obispo o del sacerdote. A través de las palabras de la absolución,
pronunciadas por un hombre pecador que, sin embargo, ha sido elegido y
consagrado para el ministerio, es Cristo mismo el que acoge al pecador
arrepentido y le reconcilia con el Padre y en el don del Espíritu Santo le
renueva como miembro vivo de la Iglesia. Reconciliados con Dios, somos
acogidos en la comunión vivificante de la Trinidad y recibimos en nosotros
la vida nueva de la gracia, el amor que sólo Dios puede infundir en nuestros
corazones: el sacramento del perdón renueva, así, nuestra relación con el
Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, en cuyo nombre se nos da la
absolución de las culpas. Como muestra la parábola del Padre y los dos
hijos, el encuentro de la reconciliación culmina en un banquete de platos
sabrosos, en el que se participa con el traje nuevo, el anillo y los pies
bien calzados (Cf. Lucas 15, 22s): imágenes que expresan la alegría y la
belleza del regalo ofrecido y recibido. Verdaderamente, para usar las
palabras del padre de la parábola, «comamos y celebremos una fiesta, porque
este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido
hallado» (Lucas 15, 24). ¡Qué hermoso pensar que aquel hijo podemos ser cada
uno de nosotros!
7. La vuelta a la casa del Padre
En relación a Dios Padre, la penitencia se presenta como una «vuelta a casa»
(éste es propiamente el sentido de la palabra «teshuvá», que el hebreo usa
para decir «conversión»). Mediante la toma de conciencia de tus culpas, te
das cuenta de estar en el exilio, lejano de la patria del amor: adviertes
malestar, dolor, porque comprendes que la culpa es una ruptura de la alianza
con el Señor, un rechazo de su amor, es «amor no amado», y por ello es
también fuente de alienación, porque el pecado nos desarraiga de nuestra
verdadera morada, el corazón del Padre. Es entonces cuando hace falta
recordar la casa en la que nos esperan: sin esta memoria del amor no
podríamos nunca tener la confianza y la esperanza necesarias para tomar la
decisión de volver a Dios. Con la humildad de quien sabe que no es digno de
ser llamado «hijo», podemos decidirnos a ir a llamar a la puerta de la casa
del Padre: ¡qué sorpresa descubrir que está en la ventana escrutando el
horizonte porque espera desde hace mucho tiempo nuestro retorno! A nuestras
manos abiertas, al corazón humilde y arrepentido, responde el ofrecimiento
gratuita del perdón con el que el Padre nos reconcilia consigo,
«convirtiéndonos» de alguna manera a nosotros mismos: « Estando él todavía
lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó
efusivamente» (Lucas 15, 20). Con extraordinaria ternura, Dios nos introduce
de modo renovado en la condición de hijos, ofrecida por la alianza
establecida en Jesús.
8. El encuentro con Cristo, muerto y resucitado por nosotros
En relación al Hijo, el sacramento de la reconciliación nos ofrece la
alegría del encuentro con Él, el Señor crucificado y resucitado, que, a
través de su Pascua nos da la vida nueva, infundiendo su Espíritu en
nuestros corazones. Este encuentro se realiza mediante el itinerario que
lleva a cada uno de nosotros a confesar nuestras culpas con humildad y dolor
de los pecados y a recibir con gratitud plena de estupor el perdón. Unidos a
Jesús en su muerte de Cruz, morimos al pecado y al hombre viejo que en él ha
triunfado. Su sangre, derramada por nosotros nos reconcilia con Dios y con
los demás, abatiendo el muro de la enemistad que nos mantenía prisioneros de
nuestra soledad sin esperanza y sin amor. La fuerza de su resurrección nos
alcanza y transforma: el resucitado nos toca el corazón, lo hace arder con
una fe nueva, que nos abre los ojos y nos hace capaces de reconocerle junto
a nosotros y reconocer su voz en quien tiene necesidad de nosotros. Toda
nuestra existencia de pecadores, unida a Cristo crucificado y resucitado, se
ofrece a la misericordia de Dios para ser curada de la angustia, liberada
del peso de la culpa, confirmada en los dones de Dios y renovada en la
potencia de su Amor victorioso. Liberados por el Señor Jesús, estamos
llamados a vivir como Él libres del miedo, de la culpa y de las seducciones
del mal, para realizar obras de verdad, de justicia y de paz.
9. La vida nueva del Espíritu
Gracias al don del Espíritu que infunde en nosotros el amor de Dios (Cf.
Romanos 5,5), el sacramento de la reconciliación es fuente de vida nueva,
comunión renovada con Dios y con la Iglesia, de la que precisamente el
Espíritu es el alma y la fuerza de cohesión. El Espíritu empuja al pecador
perdonado a expresar en la vida la paz recibida, aceptando sobre todo las
consecuencias de la culpa cometida, la llamada «pena», que es como el efecto
de la enfermedad representada por el pecado, y que hay que considerarla como
una herida que curar con el óleo de la gracia y la paciencia del amor que
hemos de tener hacia nosotros mismos. El Espíritu, además, nos ayuda a
madurar el firme propósito de vivir un camino de conversión hecho de empeños
concretos de caridad y de oración: el signo penitencial requerido por el
confesor sirve justamente para expresar esta elección. La vida nueva, a la
que así renacemos, puede demostrar más que cualquier otra cosa la belleza y
la fuerza del perdón invocado y recibido siempre de nuevo («perdón» quiere
decir justamente don renovado: ¡perdonar es dar infinitamente!) Te pregunto
entonces: ¿por qué prescindir de un regalo tan grande? Acércate a la
confesión con corazón humilde y contrito y vívela con fe: te cambiará la
vida y dará paz a tu corazón. Entonces, tus ojos se abrirán para reconocer
los signos de la belleza de Dios presentes en la creación y en la historia y
te surgirá del alma el canto de alabanza.
Y también a ti, sacerdote que me lees y que, como yo, eres ministro del
perdón, querría dirigir una invitación que me nace del corazón: está siempre
pronto --a tiempo y a destiempo--, a anunciar a todos la misericordia y a
dar a quien te lo pide el perdón que necesita para vivir y morir. Para
aquella persona, ¡podría tratarse de la hora de Dios en su vida!
10. ¡Dejémonos reconciliar con Dios!
La invitación del apóstol Pablo se convierte, así, también en la mía: lo
expreso sirviéndome de dos voces distintas. La primera, es la de Friedrich
Nietzsche, que, en su juventud, escribió palabras apasionadas, signo de la
necesidad de misericordia divina que todos llevamos dentro: «Una vez más,
antes de partir y dirigir mi mirada hacia lo alto, al quedarme solo, elevo
mis manos a Ti, en quien me refugio, a quien desde lo profundo del corazón
he consagrado altares, para que cada hora tu voz me vuelva a llamar… Quiero
conocerte, a Ti, el Desconocido, que penetres hasta el fondo del alma y como
tempestad sacudas mi vida, tú que eres inalcanzable y sin embargo semejante
a mí! Quiero conocerte y también servirte» («Scritti giovanili», «Escritos
Juveniles» I, 1, Milán 1998, 388). La otra voz es la que se atribuye a san
Francisco de Asís, que expresa la verdad de una vida renovada por la gracia
del perdón: «Señor, haz de mi un instrumento de tu paz. Que allá donde hay
odio, yo ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón. Que
allá donde hay discordia, yo ponga la unión. Que allá donde hay error, yo
ponga la verdad. Que allá donde hay duda, yo ponga la Fe. Que allá donde
desesperación, yo ponga la esperanza. Que allá donde hay tinieblas, yo ponga
la luz. Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Oh Señor, que yo
no busque tanto ser consolado, cuanto consolar, ser comprendido, cuanto
comprender, ser amado, cuanto amar». Son éstos los frutos de la
reconciliación, invocada y acogida por Dios, que auguro a todos vosotros que
me leéis. Con este augurio, que se hace oración, os abrazo y bendigo uno a
uno.
+ Bruno, vuestro padre en la fe
Anexo: PARA EL EXAMEN DE CONCIENCIA
Prepárate a la confesión si es posible a plazos regulares y no demasiado
lejanos en el tiempo, en un clima de oración, respondiendo a estas preguntas
bajo la mirada de Dios, eventualmente verificándolo con quien pueda ayudarte
a caminar más rápido en la vía del Señor:
1. «No tendrás otro Dios fuera de mí» (Dt 5,7). «Amarás al Señor con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt 22,37). ¿Amo así al
Señor? ¿Le doy el primer lugar en mi vida? Me empeño en rechazar todo ídolo
que puede interponerse entre El y yo, ya sea el dinero, el placer, la
superstición o el poder? ¿Escucho con fe su Palabra? ¿Soy perseverante en la
oración?
2. «No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios» (Dt 5,11). ¿Respeto el
nombre santo de Dios? ¿Abuso al referirme a Él ofendiéndole o sirviéndome de
Él en lugar de servirlo? ¿Bendigo a Dios en cada uno de mis actos? ¿Me
remito sin reservas a su voluntad sobre mí, confiando totalmente en Él? ¿Me
confío con humildad y confianza a la guía y a la enseñanza de los pastores
que el Señor ha dado a su Iglesia? ¿Me empeño en profundizar y nutrir mi
vida de fe?
3. «Santificarás las fiestas» (cf. Dt 5,12-15). ¿Vivo la centralidad del
domingo, empezando por su centro que es la celebración de la eucaristía, y
los otros días consagrados al Señor para alabarlo y darle gracias para
confiarme a Él y reposar en Él? ¿Participo con fidelidad y empeño en la
liturgia festiva, preparándome a ella con la oración y esforzándome en
obtener fruto durante toda la semana? ¿Santifico el día de fiesta con algún
gesto de amor hacia quien lo necesita?
4. «Honra a tu padre y a tu madre» (Dt 5,16). ¿Amo y respeto a quienes me
han dado la vida? ¿Me esfuerzo por comprenderles y ayudarles, sobre todo en
su debilidad y sus límites?
5. «No matar» (Dt 5,17). ¿Me esfuerzo por respetar y promover la vida en
todas sus etapas y en todos sus aspectos? ¿Hago todo lo que está en mi poder
por el bien de los demás? ¿He hecho mal a alguien con la intención explícita
de hacerlo? «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt 22,39). ¿Cómo vivo la
caridad hacia el prójimo? ¿Estoy atento y disponible, sobre todo hacia los
más pobres y los más débiles? ¿Me amo a mí mismo, sabiendo aceptar mis
límites bajo la mirada de Dios?
6. «No cometerás actos impuros» (cf. Dt 5,18). «No desearás la mujer de tu
prójimo» (Dt 5,21). ¿Soy casto en pensamientos y actos? ¿Me esfuerzo en amar
con gratuidad, libre de la tentación de la posesión y de los celos? ¿Respeto
siempre y en todo la dignidad de la persona humana? ¿Trato mi cuerpo y el
cuerpo de los demás como templo del Espíritu Santo?
7. «No robar» (Dt 5,19). «No desear los bienes ajenos» (Dt 5,21). ¿Respeto
los bienes de la creación? ¿Soy honesto en el trabajo y en mis relaciones
con los demás? ¿Respeto el fruto de trabajo de los demás? ¿Soy envidioso del
bien de los otros? ¿Me esfuerzo en hacer a los otros felices o pienso sólo
en mi felicidad?
8. «No pronunciar falso testimonio» (Dt 5,20). ¿Soy sincero y leal en cada
palabra y acción? ¿Testimonio siempre y sólo la verdad? ¿Trato de dar
confianza y actúo en modo de merecerla?
9. ¿Me esfuerzo en seguir a Jesús en la vía de mi entrega a Dios y a los
demás? ¿Trato de ser como Él humilde, pobre y casto?
10. ¿Encuentro al Señor fielmente en los sacramentos, en la comunión
fraterna y en el servicio a los más pobres? ¿Vivo la esperanza en la vida
eterna, mirando cada cosa a la luz del Dios que llega y confiando siempre en
sus promesas?