Benedicto XVI defiende la universalidad de los derechos humanos en la ONU que basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre
Discurso el día viernes, 18 abril 2008, del Papa Benedicto XVI a los
representantes de las naciones en el aula de la asamblea general de
las Naciones Unidas.
Señor Presidente
Señoras y Señores
Al comenzar mi intervención en esta Asamblea, deseo ante todo expresarle a
usted, Señor Presidente, mi sincera gratitud por sus amables palabras.
Quiero agradecer también al Secretario General, el Señor Ban Ki-moon, por su
invitación a visitar la Sede central de la Organización y por su cordial
bienvenida. Saludo a los Embajadores y a los Diplomáticos de los Estados
Miembros, así como a todos los presentes: a través de ustedes, saludo a los
pueblos que representan aquí. Ellos esperan de esta Institución que lleve
adelante la inspiración que condujo a su fundación, la de ser un «centro que
armonice los esfuerzos de las Naciones por alcanzar los fines comunes», de
la paz y el desarrollo (cf. Carta de las Naciones Unidas, art. 1.2-1.4).
Como dijo el Papa Juan Pablo II en 1995, la Organización debería ser "centro
moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan como en su casa,
desarrollando la conciencia común de ser, por así decir, una ‘familia de
naciones'" (Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva
York, 5 de octubre de 1995, 14).
A través de las Naciones Unidas, los Estados han establecido objetivos
universales que, aunque no coincidan con el bien común total de la familia
humana, representan sin duda una parte fundamental de este mismo bien. Los
principios fundacionales de la Organización -el deseo de la paz, la búsqueda
de la justicia, el respeto de la dignidad de la persona, la cooperación y la
asistencia humanitaria- expresan las justas aspiraciones del espíritu humano
y constituyen los ideales que deberían estar subyacentes en las relaciones
internacionales. Como mis predecesores Pablo VI y Juan Pablo II han hecho
notar desde esta misma tribuna, se trata de cuestiones que la Iglesia
Católica y la Santa Sede siguen con atención e interés, pues ven en vuestra
actividad un ejemplo de cómo los problemas y conflictos relativos a la
comunidad mundial pueden estar sujetos a una reglamentación común. Las
Naciones Unidas encarnan la aspiración a "un grado superior de ordenamiento
internacional" Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 43), inspirado y
gobernado por el principio de subsidiaridad y, por tanto, capaz de responder
a las demandas de la familia humana mediante reglas internacionales
vinculantes y estructuras capaces de armonizar el desarrollo cotidiano de la
vida de los pueblos. Esto es más necesario aún en un tiempo en el que
experimentamos la manifiesta paradoja de un consenso multilateral que sigue
padeciendo una crisis a causa de su subordinación a las decisiones de unos
pocos, mientras que los problemas del mundo exigen intervenciones conjuntas
por parte de la comunidad internacional.
Ciertamente, cuestiones de seguridad, los objetivos del desarrollo, la
reducción de las desigualdades locales y globales, la protección del
entorno, de los recursos y del clima, requieren que todos los responsables
internacionales actúen conjuntamente y demuestren una disponibilidad para
actuar de buena fe, respetando la ley y promoviendo la solidaridad con las
regiones más débiles del planeta. Pienso particularmente en aquellos Países
de África y de otras partes del mundo que permanecen al margen de un
auténtico desarrollo integral, y corren por tanto el riesgo de experimentar
sólo los efectos negativos de la globalización. En el contexto de las
relaciones internacionales, es necesario reconocer el papel superior que
desempeñan las reglas y las estructuras intrínsecamente ordenadas a promover
el bien común y, por tanto, a defender la libertad humana. Dichas reglas no
limitan la libertad. Por el contrario, la promueven cuando prohíben
comportamientos y actos que van contra el bien común, obstaculizan su
realización efectiva y, por tanto, comprometen la dignidad de toda persona
humana. En nombre de la libertad debe haber una correlación entre derechos y
deberes, por la cual cada persona está llamada a asumir la responsabilidad
de sus opciones, tomadas al entrar en relación con los otros. Aquí, nuestro
pensamiento se dirige al modo en que a veces se han aplicado los resultados
de los descubrimientos de la investigación científica y tecnológica. No
obstante los enormes beneficios que la humanidad puede recabar de ellos,
algunos aspectos de dicha aplicación representan una clara violación del
orden de la creación, hasta el punto en que no solamente se contradice el
carácter sagrado de la vida, sino que la persona humana misma y la familia
se ven despojadas de su identidad natural. Del mismo modo, la acción
internacional dirigida a preservar el entorno y a proteger las diversas
formas de vida sobre la tierra no ha de garantizar solamente un empleo
racional de la tecnología y de la ciencia, sino que debe redescubrir también
la auténtica imagen de la creación. Esto nunca requiere optar entre ciencia
y ética: se trata más bien de adoptar un método científico que respete
realmente los imperativos éticos.
El reconocimiento de la unidad de la familia humana y la atención a la
dignidad innata de cada hombre y mujer adquiere hoy un nuevo énfasis con el
principio de la responsabilidad de proteger. Este principio ha sido definido
sólo recientemente, pero ya estaba implícitamente presente en los orígenes
de las Naciones Unidas y ahora se ha convertido cada vez más en una
característica de la actividad de la Organización. Todo Estado tiene el
deber primario de proteger a la propia población de violaciones graves y
continuas de los derechos humanos, como también de las consecuencias de las
crisis humanitarias, ya sean provocadas por la naturaleza o por el hombre.
Si los Estados no son capaces de garantizar esta protección, la comunidad
internacional ha de intervenir con los medios jurídicos previstos por la
Carta de las Naciones Unidas y por otros instrumentos internacionales. La
acción de la comunidad internacional y de sus instituciones, dando por
sentado el respeto de los principios que están a la base del orden
internacional, no tiene por qué ser interpretada nunca como una imposición
injustificada y una limitación de soberanía. Al contrario, es la
indiferencia o la falta de intervención lo que causa un daño real. Lo que se
necesita es una búsqueda más profunda de los medios para prevenir y
controlar los conflictos, explorando cualquier vía diplomática posible y
prestando atención y estímulo también a las más tenues señales de diálogo o
deseo de reconciliación.
El principio de la "responsabilidad de proteger" fue considerado por el
antiguo ius gentium como el fundamento de toda actuación de los gobernadores
hacia los gobernados: en tiempos en que se estaba desarrollando el concepto
de Estados nacionales soberanos, el fraile dominico Francisco de Vitoria,
calificado con razón como precursor de la idea de las Naciones Unidas,
describió dicha responsabilidad como un aspecto de la razón natural
compartida por todas las Naciones, y como el resultado de un orden
internacional cuya tarea era regular las relaciones entre los pueblos. Hoy
como entonces, este principio ha de hacer referencia a la idea de la persona
como imagen del Creador, al deseo de una absoluta y esencial libertad. Como
sabemos, la fundación de las Naciones Unidas coincidió con la profunda
conmoción experimentada por la humanidad cuando se abandonó la referencia al
sentido de la trascendencia y de la razón natural y, en consecuencia, se
violaron gravemente la libertad y la dignidad del hombre. Cuando eso ocurre,
los fundamentos objetivos de los valores que inspiran y gobiernan el orden
internacional se ven amenazados, y minados en su base los principios
inderogables e inviolables formulados y consolidados por las Naciones
Unidas. Cuando se está ante nuevos e insistentes desafíos, es un error
retroceder hacia un planteamiento pragmático, limitado a determinar "un
terreno común", minimalista en los contenidos y débil en su efectividad.
La referencia a la dignidad humana, que es el fundamento y el objetivo de la
responsabilidad de proteger, nos lleva al tema sobre el cual hemos sido
invitados a centrarnos este año, en el que se cumple el 60° aniversario de
la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. El documento fue el
resultado de una convergencia de tradiciones religiosas y culturales, todas
ellas motivadas por el deseo común de poner a la persona humana en el
corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad, y de
considerar a la persona humana esencial para el mundo de la cultura, de la
religión y de la ciencia. Los derechos humanos son presentados cada vez más
como el lenguaje común y el sustrato ético de las relaciones
internacionales. Al mismo tiempo, la universalidad, la indivisibilidad y la
interdependencia de los derechos humanos sirven como garantía para la
salvaguardia de la dignidad humana. Sin embargo, es evidente que los
derechos reconocidos y enunciados en la Declaración se aplican a cada uno en
virtud del origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto más
alto del designio creador de Dios para el mundo y la historia. Estos
derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y
presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos
humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una
concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los
derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de los
diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos.
Así pues, no se debe permitir que esta vasta variedad de puntos de vista
oscurezca no sólo el hecho de que los derechos son universales, sino que
también lo es la persona humana, sujeto de estos derechos.
La vida de la comunidad, tanto en el ámbito interior como en el
internacional, muestra claramente cómo el respeto de los derechos y las
garantías que se derivan de ellos son las medidas del bien común que sirven
para valorar la relación entre justicia e injusticia, desarrollo y pobreza,
seguridad y conflicto. La promoción de los derechos humanos sigue siendo la
estrategia más eficaz para extirpar las desigualdades entre Países y grupos
sociales, así como para aumentar la seguridad. Es cierto que las víctimas de
la opresión y la desesperación, cuya dignidad humana se ve impunemente
violada, pueden ceder fácilmente al impulso de la violencia y convertirse
ellas mismas en transgresoras de la paz. Sin embargo, el bien común que los
derechos humanos permiten conseguir no puede lograrse simplemente con la
aplicación de procedimientos correctos ni tampoco a través de un simple
equilibrio entre derechos contrapuestos. La Declaración Universal tiene el
mérito de haber permitido confluir en un núcleo fundamental de valores y,
por lo tanto, de derechos, a diferentes culturas, expresiones jurídicas y
modelos institucionales. No obstante, hoy es preciso redoblar los esfuerzos
ante las presiones para reinterpretar los fundamentos de la Declaración y
comprometer con ello su íntima unidad, facilitando así su alejamiento de la
protección de la dignidad humana para satisfacer meros intereses, con
frecuencia particulares. La Declaración fue adoptada como un "ideal común"
(preámbulo) y no puede ser aplicada por partes separadas, según tendencias u
opciones selectivas que corren simplemente el riesgo de contradecir la
unidad de la persona humana y por tanto la indivisibilidad de los derechos
humanos.
La experiencia nos enseña que a menudo la legalidad prevalece sobre la
justicia cuando la insistencia sobre los derechos humanos los hace aparecer
como resultado exclusivo de medidas legislativas o decisiones normativas
tomadas por las diversas agencias de los que están en el poder. Cuando se
presentan simplemente en términos de legalidad, los derechos corren el
riesgo de convertirse en proposiciones frágiles, separadas de la dimensión
ética y racional, que es su fundamento y su fin. Por el contrario, la
Declaración Universal ha reforzado la convicción de que el respeto de los
derechos humanos está enraizado principalmente en la justicia que no cambia,
sobre la cual se basa también la fuerza vinculante de las proclamaciones
internacionales. Este aspecto se ve frecuentemente desatendido cuando se
intenta privar a los derechos de su verdadera función en nombre de una
mísera perspectiva utilitarista. Puesto que los derechos y los consiguientes
deberes provienen naturalmente de la interacción humana, es fácil olvidar
que son el fruto de un sentido común de la justicia, basado principalmente
sobre la solidaridad entre los miembros de la sociedad y, por tanto, válidos
para todos los tiempos y todos los pueblos. Esta intuición fue expresada ya
muy pronto, en el siglo V, por Agustín de Hipona, uno de los maestros de
nuestra herencia intelectual. Decía que la máxima no hagas a otros lo que no
quieres que te hagan a ti "en modo alguno puede variar, por mucha que sea la
diversidad de las naciones" (De doctrina christiana, III, 14). Por tanto,
los derechos humanos han de ser respetados como expresión de justicia, y no
simplemente porque pueden hacerse respetar mediante la voluntad de los
legisladores.
Señoras y Señores,
con el transcurrir de la historia surgen situaciones nuevas y se intenta
conectarlas a nuevos derechos. El discernimiento, es decir, la capacidad de
distinguir el bien del mal, se hace más esencial en el contexto de
exigencias que conciernen a la vida misma y al comportamiento de las
personas, de las comunidades y de los pueblos. Al afrontar el tema de los
derechos, puesto que en él están implicadas situaciones importantes y
realidades profundas, el discernimiento es al mismo tiempo una virtud
indispensable y fructuosa.
Así, el discernimiento muestra cómo el confiar de manera exclusiva a cada
Estado, con sus leyes e instituciones, la responsabilidad última de conjugar
las aspiraciones de personas, comunidades y pueblos enteros puede tener a
veces consecuencias que excluyen la posibilidad de un orden social
respetuoso de la dignidad y los derechos de la persona. Por otra parte, una
visión de la vida enraizada firmemente en la dimensión religiosa puede
ayudar a conseguir dichos fines, puesto que el reconocimiento del valor
trascendente de todo hombre y toda mujer favorece la conversión del corazón,
que lleva al compromiso de resistir a la violencia, al terrorismo y a la
guerra, y de promover la justicia y la paz. Además, esto proporciona el
contexto apropiado para ese diálogo interreligioso que las Naciones Unidas
están llamadas a apoyar, del mismo modo que apoyan el diálogo en otros
campos de la actividad humana. El diálogo debería ser reconocido como el
medio a través del cual los diversos sectores de la sociedad pueden
articular su propio punto de vista y construir el consenso sobre la verdad
en relación a los valores u objetivos particulares. Pertenece a la
naturaleza de las religiones, libremente practicadas, el que puedan entablar
autónomamente un diálogo de pensamiento y de vida. Si también a este nivel
la esfera religiosa se mantiene separada de la acción política, se
producirán grandes beneficios para las personas y las comunidades. Por otra
parte, las Naciones Unidas pueden contar con los resultados del diálogo
entre las religiones y beneficiarse de la disponibilidad de los creyentes
para poner sus propias experiencias al servicio del bien común. Su cometido
es proponer una visión de la fe, no en términos de intolerancia,
discriminación y conflicto, sino de total respeto de la verdad, la
coexistencia, los derechos y la reconciliación.
Obviamente, los derechos humanos deben incluir el derecho a la libertad
religiosa, entendido como expresión de una dimensión que es al mismo tiempo
individual y comunitaria, una visión que manifiesta la unidad de la persona,
aun distinguiendo claramente entre la dimensión de ciudadano y la de
creyente. La actividad de las Naciones Unidas en los años recientes ha
asegurado que el debate público ofrezca espacio a puntos de vista inspirados
en una visión religiosa en todas sus dimensiones, incluyendo la de rito,
culto, educación, difusión de informaciones, así como la libertad de
profesar o elegir una religión. Es inconcebible, por tanto, que los
creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos -su fe- para ser
ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder
gozar de los propios derechos. Los derechos asociados con la religión
necesitan protección sobre todo si se los considera en conflicto con la
ideología secular predominante o con posiciones de una mayoría religiosa de
naturaleza exclusiva. No se puede limitar la plena garantía de la libertad
religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida
consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la
posibilidad de que los creyentes contribuyan la construcción del orden
social. A decir verdad, ya lo están haciendo, por ejemplo, a través de su
implicación influyente y generosa en una amplia red de iniciativas, que van
desde las universidades a las instituciones científicas, escuelas, centros
de atención médica y a organizaciones caritativas al servicio de los más
pobres y marginados. El rechazo a reconocer la contribución a la sociedad
que está enraizada en la dimensión religiosa y en la búsqueda del Absoluto
-expresión por su propia naturaleza de la comunión entre personas-
privilegiaría efectivamente un planteamiento individualista y fragmentaría
la unidad de la persona.
Mi presencia en esta Asamblea es una muestra de estima por las Naciones
Unidas y es considerada como expresión de la esperanza en que la
Organización sirva cada vez más como signo de unidad entre los Estados y
como instrumento al servicio de toda la familia humana. Manifiesta también
la voluntad de la Iglesia Católica de ofrecer su propia aportación a la
construcción de relaciones internacionales en un modo en que se permita a
cada persona y a cada pueblo percibir que son un elemento capaz de marcar la
diferencia. Además, la Iglesia trabaja para obtener dichos objetivos a
través de la actividad internacional de la Santa Sede, de manera coherente
con la propia contribución en la esfera ética y moral y con la libre
actividad de los propios fieles. Ciertamente, la Santa Sede ha tenido
siempre un puesto en las asambleas de las Naciones, manifestando así el
propio carácter específico en cuanto sujeto en el ámbito internacional. Como
han confirmado recientemente las Naciones Unidas, la Santa Sede ofrece así
su propia contribución según las disposiciones de la ley internacional,
ayuda a definirla y a ella se remite.
Las Naciones Unidas siguen siendo un lugar privilegiado en el que la Iglesia
está comprometida a llevar su propia experiencia "en humanidad",
desarrollada a lo largo de los siglos entre pueblos de toda raza y cultura,
y a ponerla a disposición de todos los miembros de la comunidad
internacional. Esta experiencia y actividad, orientadas a obtener la
libertad para todo creyente, intentan aumentar también la protección que se
ofrece a los derechos de la persona. Dichos derechos están basados y
plasmados en la naturaleza trascendente de la persona, que permite a hombres
y mujeres recorrer su camino de fe y su búsqueda de Dios en este mundo. El
reconocimiento de esta dimensión debe ser reforzado si queremos fomentar la
esperanza de la humanidad en un mundo mejor, y crear condiciones propicias
para la paz, el desarrollo, la cooperación y la garantía de los derechos de
las generaciones futuras.
En mi reciente Encíclica Spe salvi, he subrayado "que la búsqueda, siempre
nueva y fatigosa, de rectos ordenamientos para las realidades humanas es una
tarea de cada generación" (n. 25). Para los cristianos, esta tarea está
motivada por la esperanza que proviene de la obra salvadora de Jesucristo.
Precisamente por eso la Iglesia se alegra de estar asociada con la actividad
de esta ilustre Organización, a la cual está confiada la responsabilidad de
promover la paz y la buena voluntad en todo el mundo. Queridos amigos, os
doy las gracias por la oportunidad de dirigirme hoy a vosotros y prometo la
ayuda de mis oraciones para el desarrollo de vuestra noble tarea.
Antes de despedirme de esta asamblea, deseo saludar a todas las naciones
aquí representadas en las lenguas oficiales.
[En inglés, en francés, en español, en árabe, en chino y en ruso:]
Paz y prosperidad con la ayuda de Dios!
Gracias.