La situación de lo católico dentro del Estado secular
Contenido
La doctrina social de la Iglesia
El profesor Richard John Neuhaus, Presidente del Instituto de Religión y
Vida pública , en Estados Unidos, y editor jefe de la revista First Things,
pronunció la última conferencia del Congreso Católicos y vida pública.
Ofrecemos el texto íntegro de la misma, traducida del inglés por don Pablo
Cervera
Lo opuesto de secular no es religioso. La adecuada distinción se da entre lo
temporal y eterno. Lo secular, del latín saeculum, hace referencia a la
correcta ordenación de los asuntos terrenales. Las instituciones, incluidos
los Gobiernos, creadas por el hombre, son las que se preocupan de dichos
asuntos. La Iglesia no compite –ni resulta una amenaza– con los responsables
del correcto ordenamiento de lo temporal. Muy al contrario, la Iglesia ayuda
y colabora con los que corren a cargo de esa responsabilidad.
La confusión entre lo temporal y lo eterno –o, como lo plantean algunos, lo
secular y lo sagrado– ha sido fuente de dolor inenarrable a lo largo de los
siglos. A lo largo de la historia del Occidente cristiano, la culpa por
dicha confusión se reparte tanto entre los líderes de la Iglesia como entre
los Gobiernos que han intentado sobrepasar sus propios límites. El principio
cristiano más fundamental lo encontramos en las palabras de Jesús: «Dad al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Esto sonará fácil,
pero, de hecho, nunca se ha aplicado este principio de forma totalmente
satisfactoria, y no se hará hasta que nuestro Señor vuelva en Gloria. En un
discurso de este pasado mes de junio, el Papa Benedicto hablaba en términos
aprobadores de la mundanalidad de los Estados. Señaló que el Estado secular
deriva de una decisión cristiana fundamental. Esa decisión fundamental, esa
verdad decisiva, consiste en que el reino de Dios –el correcto ordenamiento
final de la realidad– no es posible dentro del ámbito de lo temporal.
La Iglesia, al proclamar de forma valiente y anticipando sacramentalmente
ese correcto ordenamiento final, declara el destino, el telos, de todos
nuestros esfuerzos humanos. Al mismo tiempo, el Evangelio del Reino fija un
límite a las ambiciones de toda institución humana, incluidos los Estados.
Se mantiene una clara distinción entre lo penúltimo y lo último en el
correcto ordenamiento del mundo.
La integridad de lo seglar no se debe confundir con la ideología del
secularismo. Lo secular reconoce sus límites, mientras que la ideología del
secularismo excluye las reivindicaciones de lo eterno, argumentando que lo
único que existe es lo temporal. Hace más de veinte años escribí un libro
que ha tenido una grata influencia en la vida pública americana, The Naked
Public Square: Religion and Democracy in America (La plaza pública al
desnudo: religión y democracia en América). Por plaza pública al desnudo
entiendo la ideología del secularismo que pretende excluir de la vida
pública la religión y la moral fundamentada religiosamente. La religión y la
moral fundamentada religiosamente, se dice, son asuntos totalmente privados
y deben mantenerse escrupulosamente al margen de la vida pública. Yo
mantenía que dicha exclusión secularista desemboca en la muerte de la
democracia.
La alternativa a la plaza pública al desnudo no es la plaza pública sagrada.
La alternativa a dicha plaza pública al desnudo es la plaza pública civil.
Es el espacio en el que, según la comprensión de la política en Aristóteles,
las personas libres deliberan un asunto. ¿Como deberíamos ordenar nuestra
vida en común? El deberíamos, en esa definición de la política, indica
claramente que la política es, en el fondo, una actividad moral. De ahí que
el lenguaje político es inextricablemente un lenguaje moral: lo que es justo
y lo que es injusto; lo que es imparcial y lo que no lo es; lo que aporta y
lo que resta, al bien común.
En los albores del tercer milenio, existe un amplio consenso en que el
futuro de la política está en la progresión de la democracia liberal. Esto
no significa que hayamos llegado, según la muy malinterpretada frase de
Francis Fukuyama, «al final de la Historia». Lo que sí significa es que se
da algo similar a un consenso global con respecto a que, de todas las formas
que se han probado para ordenar el saeculum, la democracia liberal es la
mejor, o más modestamente, la menos mala.
Concepto de liberal
La palabra liberal merece una aclaración. En el discurso público
americano, como sin duda ya sabrán, el término liberal normalmente implica
el apoyo a un control gubernamental expansivo, o a la reglamentación de la
sociedad. Para la mayoría de los europeos, el término liberal significa
absolutamente lo contrario y se asocia con un laissez faire (dejar hacer) en
lo económico y en lo político. Lo que los europeos llaman liberalismo,
nosotros, en los Estados Unidos, lo llamamos libertarianismo, que tiene muy
poco en común con lo que llamamos conservadurismo. Espero que lo que
entiendo por democracia liberal quede totalmente claro con mi disertación
sobre la doctrina social católica.
Otra aclaración preliminar: de vez en cuando haré especial referencia al
experimento americano con la democracia liberal. Al fin y al cabo, yo soy
americano. Más aún, los Estados Unidos, para bien o para mal, son lo que los
expertos en política denominan la sociedad líder en el cambio histórico
mundial. Insisto en el para bien y para mal. El futuro de la democracia
liberal y su desarrollo en otras sociedades depende considerablemente –y
añadiría peligrosamente– de su futuro en los Estados Unidos.
En el mundo angloparlante, el liberalismo, en la teoría y en la práctica,
también tiene sus críticos feroces. Ya sea el liberalismo virtuoso
republicano abrazado por los fundadores americanos, o el liberalismo
comunitario de la sociedad civil descrito por Alexis de Tocqueville, en su
magistral Democracia en América, estos críticos lo rechazan de pleno. El
teólogo católico y editor de la edición inglesa de Communio, David
Schindler, tiene buenos apoyos ecuménicos al atacar al liberalismo tout
court. Stanley Hauerwas, un teólogo metodista de la Universidad de Duke,
lleva atacándolo, asaltándolo, martilleándolo y embistiéndolo en un sinfín
de libros, sin tregua alguna. Más recientemente, el liberalismo en todas sus
formas y manifestaciones ha recibido una buena paliza por parte de Oliver
O’Donovan, profesor regio de Teología en Oxford, en su fascinante libro The
Desire of the Nations (El deseo de las naciones).
Críticas al liberalismo
Podemos resumir algunos de los puntos más sobresalientes de la
acusación que plantean los críticos cristianos del liberalismo y de la
modernidad (estos dos términos se suelen utilizar más o menos
indistintamente). Ya sea el encantador G.K. Chesterton, el casi magistral
Alasdair MacIntyre, el cáustico George Grant, el bravucón Stanley Hauerwas,
el atrevido O’Donovan, o el melancólico David Schindler, la acusación suele
ser básicamente la misma. Para que no haya ningún malentendido, déjenme
decir que estoy muy de acuerdo con la condena de un cierto tipo de
liberalismo. La discusión gira en torno a lo que entendemos por liberalismo.
La primera acusación consiste en afirmar que los pensadores cristianos han
estado más que dispuestos a recortar el mensaje cristiano para acomodarse al
paradigma cultural reinante del liberalismo. Estoy totalmente de acuerdo.
Esto, sin embargo, se debe ver más como una acusación de los pensadores
cristianos, y no del liberalismo. Si dudamos en declarar públicamente que
Jesucristo es el Señor, la culpa es nuestra. No podemos alegar la excusa de
que el liberalismo nos obligó a hacerlo. John Rawls, Richard Rorty o el
Tribunal Supremo, al afirmar que hablan en nombre del liberalismo, nos
pueden haber intimidado, pero el problema reside en nuestra timidez.
Otros puntos en la acusación del liberalismo se expresan de forma variada.
Siempre se ha acusado al liberalismo de ser una cuestión puramente de
procedimiento. Exceptuando la consideración de los fines, el liberalismo
afirma que trata sólo de los medios, pero de hecho disfraza sus fines en sus
medios. La cacareada neutralidad del liberalismo es todo menos neutral. Al
liberalismo se le acusa de basarse en la ficción de un contrato social que,
a su vez, se basa exclusivamente en el interés propio. El liberalismo niega
la verdad trascendente o la ley divina, o al menos requiere el agnosticismo
respecto de ellas, sin reconocer un mandato mayor que la voluntad humana del
interés propio. La idea liberal de la libertad es libertad de cualquier
verdad dominante que pueda chocar con los fundamentos puramente
voluntaristas del orden social.
Mercados y liberalismo
Estos dogmas liberales –mantiene la acusación– están
indisolublemente ligados a la dinámica del capitalismo. El dogma liberal y
la dinámica de los mercados son tanto los cimientos que mutuamente refuerzan
como el fin de un orden social que está totalmente y sin fisuras al servicio
de las preferencias individualistas del Yo soberano, autónomo y sin
gravámenes. El resultado del liberalismo es el consumismo, y el consumismo
lo avasalla todo.
Es una acusación impresionante, basada en una evidencia impresionante. Yo he
escrito largo y tendido contra cada una de las distorsiones que se han
mencionado, como también lo han hecho otros que presentan una disposición
favorable hacia la democracia liberal. Pero, justamente, ésta es la
cuestión: uno puede razonar que la acusación es una acusación de las
distorsiones del liberalismo. Si es este el caso, nosotros los católicos
deberíamos luchar por el alma de la tradición liberal.
Es conveniente que haga una aclaración personal. En los años 60, yo era un
hombre de izquierdas, como el que más. No de la izquierda contracultural de
la experimentación con drogas y de un hedonismo generalizado, pero sí de la
izquierda identificada con, por ejemplo, el movimiento por los derechos
humanos, bajo el liderazgo de Martín Luther King Jr, con quien tuve el
privilegio de trabajar. En la segunda mitad de la década de los 60, el
liberalismo empezó a cambiar con el advenimiento del debate sobre lo que
entonces se llamaba ley del aborto liberalizada. En 1967 escribía sobre los
dos liberalismos, uno, similar al precedente movimiento de derechos civiles,
que abarcaba a los vulnerables y estaba motivado por un orden trascendente
de justicia; y el otro, excluyente y sin reconocer más ley superior que la
realización de la voluntad individual. Mi razonamiento era que, al abrazar
la causa del aborto, los liberales estaban abandonando el primer liberalismo
que ha mantenido en pie todo lo que es esperanzador en el experimento
americano.
Éste sigue siendo mi argumento a fecha de hoy. Yo creo que es de vital
importancia que este argumento sea el propuesto en los años venideros. Para
Estados Unidos y para el mundo, no hay marcha atrás en la reconstitución del
orden secular que no se base en otros preceptos que no sean los de la
tradición liberal. Existe un gran abismo entre esa tradición liberal y lo
que hoy en día en Estados Unidos llamamos liberalismo. Por ese motivo, a
algunos de nosotros nos llaman conservadores. El conservadurismo que es
auténticamente y de forma constructiva conservador es conservadurismo en
aras a la recuperación y la revitalización de la tradición liberal.
La doctrina social de la
Iglesia
Para ese fin, la doctrina social católica resulta una guía de
incalculable valor. Más específicamente, sugiero de forma audaz que la
encíclica Centesimus annus de 1991 es la propuesta más amplia, coherente e
irresistible de proyecto liberal democrático en el mundo hoy en día. Como
las demás iniciativas de enseñanza de Juan Pablo el Magno, esta encíclica,
estoy convencido, seguirá teniendo vigencia en el pontificado del Papa
Benedicto, el cual estaba en profunda sintonía con el pensamiento y la obra
de su predecesor.
A menudo, a la Centesimus annus se la describe como una encíclica sobre
economía, pero esto resulta en cierto modo engañoso. Está claro que toca
problemáticas económicas con mucho detalle. Una razón para ello es que la
encíclica conmemora y desarrolla la argumentación de la Rerum novarum, muy
preocupada, y con razón, con la problemática del trabajador y la amenaza de
una guerra de clases en una fase temprana del capitalismo. Otra razón para
esa atención a la economía es que el Papa, en ese momento, hablaba al poco
tiempo de haberse producido el suicidio, con ayuda occidental, del imperio
soviético. Dicho imperio se justificaba a sí mismo con una falsa ideología
que reducía el fenómeno humano a la dimensión económica.
De todas formas, es más exacto afirmar que la Centesimus annus versa sobre
la sociedad libre, incluyendo la libertad económica. La discusión de la
Rerum novarum, sobre el correcto sentido de la propiedad e intercambio, y de
las circunstancias que suceden tras los trascendentales hechos de 1989,
alcanza su punto álgido en los capítulos V y VI de la Centesimus annus:
Estado y cultura, y La persona es el camino de la Iglesia. Cuando
consideramos la encíclica en relación a la tradición liberal, hay que tener
en cuenta una serie de consideraciones. La Centesimus annus no es un texto
aislado. Su significado cobra todo su sentido dentro del amplio corpus
doctrinal de un pontificado sumamente vital en lo referente a la enseñanza,
y, por encima de esto, dentro del contexto de la moderna doctrina social
católica desde tiempos de la Rerum novarum. Incluso, más aún, debe de
entenderse como continuidad del ministerio de enseñanza de la Iglesia a lo
largo de los siglos. Aún entonces, no debemos perder nunca de vista que el
Papa escribía para y a la Iglesia universal, y no simplemente para y a
Europa y los Estados Unidos.
Signo de los tiempos
Teniendo en cuenta estas y otras consideraciones, uno no puede
evitar, sin embargo, que le impacte en qué medida la Centesimus annus es una
lectura de los signos de los tiempos con referencias concretas a las
experiencias históricas del mundo en este siglo. La encíclica no es
historicista en el sentido estricto de esa palabra, pero se encuentra
firmemente arraigada en un momento histórico determinado. Y, aun cuando no
es un texto aislado, uno puede, gracias a este único texto, seguir la pista
de los temas centrales del pontificado de Juan Pablo II. Aunque está escrita
a y para la Iglesia universal, la Iglesia en cada lugar está invitada y
obligada a leer la encíclica como si se dirigiese a sus propias
circunstancias específicas.
Alternativa al socialismo
Más aún, estoy seguro de que no nos equivocamos cuando pensamos que
el experimento americano tiene una presencia predominante en la Centesimus
annus. Después de todo, las democracias occidentales, y en especial la de
los Estados Unidos, son las alternativas históricamente alternativas al
socialismo que fracasó tan miserablemente. Creo que es verdad decir que en
este pontificado, por primera vez, la enseñanza magisterial sobre la
modernidad, la democracia y la libertad humana tiene una referencia más
fuerte a la revolución americana de 1776 que a la revolución francesa de
1789. Lo que equivale a decir que responde más a las posibilidades
constructivas del ordenamiento democrático del saeculum, que a una reacción
contra la ideología anti-cristiana y anti-humana del secularismo tal como se
expresa en el totalitarismo democrático.
No hay crítica común mayor a la tradición liberal que la que se basa en una
premisa de individualismo desenfrenado. Centesimus annus habla del individuo
e incluso del sujeto autónomo, pero normalmente hace referencia a la
persona. Juan Pablo II escribe, citando a la anterior encíclica Redemptor
hominis, que «esta persona humana es la ruta primordial que debe de recorrer
la Iglesia para llevar a cabo su misión…, el camino marcado por el mismo
Cristo, el camino que lleva invariablemente a través del misterio de la
Encarnación y de la Redención». Luego añade esta notable afirmación: «Esto,
y sólo esto, es el principio que inspira la doctrina social de la Iglesia».
Esto, y sólo esto. Escribe: «La Iglesia ha desarrollado paulatinamente esa
doctrina de una manera sistemática», especialmente en el siglo pasado. Muy
gradualmente, podríamos añadir sin faltar al respeto. En la posterior
encíclica Veritatis splendor, Juan Pablo II paga un generoso tributo a la
modernidad y a su desarrollo del entendimiento de la dignidad del individuo
y de la libertad individual. El individualismo es uno de los logros
desatacados de la modernidad o, si se prefiere, de la tradición liberal. La
democracia liberal es liberal precisamente en su respeto hacia la libertad
de la persona. Tampoco debiéramos negar que este logro se llevó a cabo, a
menudo, en tensión, o incluso en conflicto con la Iglesia católica. Una
razón importante de dicho conflicto era, desde luego, que la causa de la
libertad era percibida como si se desfilara bajo los estandartes
radicalmente anticlericales y anticristianos de 1789.
Es un logro destacado que la moderna doctrina social católica haya
replantado tan claramente la idea del individuo y de la libertad en la
tierra fértil de la verdad cristiana, de la que, en su desarrollo confuso y
en conflicto, había sido extirpada. La flor de la libertad sólo florecerá en
el futuro una vez que esté profundamente enraizada en la verdad sobre la
persona humana.
Idea del individuo
Creo que es una equivocación enfrentar, como hacen algunos, el
individualismo moderno con una comprensión católica más orgánica de la
comunidad. Más bien deberíamos entrar en una unión más comprensiva con el
logro moderno de la idea del individuo, cimentándolo más sólidamente y de
una forma más enriquecedora en la comprensión de la dignidad de la persona,
destinada desde la eternidad para la comunión eterna con Dios. El peligro de
rechazar el individualismo es que la alternativa del mundo real no es una
comprensión católica de la communio, sino una recaída en los colectivismos
que son el gran enemigo de la libertad a la que somos llamados.
Humanidad y persona
Como nos recuerda Centesimus annus, «aquí no estamos tratando con
la Humanidad en abstracto, sino con la persona concreta, histórica». El
problema con la distorsión contemporánea del individuo como el Yo autónomo,
sin cargas y soberano, no es que esté equivocado con respecto a la
impresionante dignidad del individuo, sino que separa al yo de la fuente de
esa dignidad. La primera causa de ese error, dice Centesimus annus, es el
ateísmo.
«Precisamente en la respuesta a la llamada de Dios, implícita en el ser de
las cosas, es donde el hombre se hace consciente de su trascendente
dignidad. Todo hombre ha de dar esta respuesta, en la que consiste el culmen
de su humanidad y que ningún mecanismo social o sujeto colectivo puede
sustituir». El gran error, tanto del determinismo colectivo como del
libertinaje individualista, es que su comprensión de la libertad humana está
separada de la obediencia a la verdad. La cultura es un fenómeno comunal,
pero lo es en el servicio de la respuesta de la persona a la verdad
trascendente. Juan Pablo II escribe, en uno de los pasajes más sugestivos de
la encíclica: «El punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el
hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios. Las culturas
de las diversas naciones son, en el fondo, otras tantas maneras diversas de
plantear la pregunta acerca del sentido de la existencia personal».
Esto nos remite a la singular proposición referente a la prosperidad de la
persona humana. «Esto, y sólo esto, es el principio que inspira la doctrina
social de la Iglesia». Este no es un individualismo en el sentido peyorativo
de la palabra, pero es conmensurable con el logro moderno de la idea del
individuo. Es conmensurable con la ideas constituyentes del experimento
democrático liberal, en el que el Estado se entiende que está al servicio de
la libertad, y la libertad se entiende como lo que los fundadores americanos
llamaron libertad ordenada –libertad ordenada a la verdad–. Y existen, como
recoge la Declaración de Independencia Americana, «verdades auto-evidentes»
que cimientan dicha libertad y la dirigen a los fines transcendentes de «la
naturaleza y la naturaleza de Dios».
Las referencias teístas de la Declaración no son, como alegan algunos
comentaristas, añadidos religiosos para satisfacer a las masas, sino que son
parte integral del argumento moral del documento –y la Declaración es, por
encima de todo, un alegato moral–. Por otra parte, dichas referencias deben
entenderse dentro del contexto de las innumerables declaraciones de todos
los fundadores de que este ordenamiento constitucional se basa en verdades
morales garantizadas por la religión. El experimento americano tiene muchas
fuentes, incluyendo la sagrada comunidad de los puritanos y la teoría del
contrato de John Locke. Está constituido por una síntesis puritana y de
Locke, aunque esa verdad ha sido ignorada a menudo, para servir a los
prejuicios del secularismo.
Evangelio y sociedad moderna
Algunos escritores se quejan de que las creencias subyacentes del
experimento democrático son meramente una religión cívica. Pero no habremos
entendido a lo que Centesimus annus se refiere, si pensamos que hay algo de
mero en el mantenimiento de un orden público que reconoce la fuente
trascendente y el fin de la existencia humana. Claro que dicho
reconocimiento formal aporta simplemente una teología muy fina y atenuada,
pero crea la condición dentro de la cual la Iglesia puede proponer un relato
inmensamente más rico y más adecuado de la naturaleza y destino humanos.
Pero se objeta que esto es justamente el problema: en una sociedad liberal,
la Iglesia sólo puede proponer su verdad, colocando el Evangelio en el
mercado como otro bien de consumo más.
Ésta es una objeción que se hace a menudo, y hemos de preguntarnos lo que la
gente entiende por ella. ¿Están sugiriendo que la Iglesia debería coaccionar
a la gente a obedecer la verdad? En la encíclica sobre la evangelización
Redemptoris missio, el Papa dice: «La Iglesia no impone nada, sólo propone».
No impondría aunque pudiese. La fe verdadera es necesariamente un acto de
libertad. Si no conseguimos entender esto, me temo que no conseguiremos
entender lo que Juan Pablo II llama el principio que de por sí inspira la
doctrina social de la Iglesia. La Iglesia debe de proponer: incesantemente,
audazmente, persuasivamente, atractivamente.
Si nosotros, que somos la Iglesia, no estamos haciendo eso, la culpa no es
de la democracia liberal, sino de nosotros mismos. Aunque el mensaje de la
Iglesia aporta una base sólida para la democracia liberal, ésta no es parte
del mensaje de la Iglesia. Simplemente es la condición para que la Iglesia
invite a personas libres para que vivan en la communio de Cristo y de su
Cuerpo Místico, cuya comunión es infinitamente más profunda, rica y plena
que el orden democrático social, o, ya puestos, que cualquier orden social,
a excepción del ordenamiento correcto de todas las cosas en el reino de
Dios.
Pocas cosas son más importantes para la sociedad libre que la idea y
realidad del Estado limitado. Por mucho que tribunales e intelectuales
laicos lo puedan haber negado en décadas recientes, el orden democrático
liberal es inexplicable fuera del reconocimiento de una soberanía superior a
la del Estado. Por eso, en los Estados Unidos hay tal urgencia por mantener
la frase una nación bajo Dios al jurar lealtad a los Estados Unidos. La
frase indica que la nuestra es una nación sometida a juicio.
Los cristianos entienden y declaran públicamente esa soberanía superior
cuando proclaman: «Jesucristo es el Señor». No hace falta que el Estado
declare que Jesucristo es el Señor. Tampoco es deseable que lo declare. El
papel del Estado limitado es el de respetar la soberanía política de la
gente que reconoce una soberanía superior a la suya propia. Como afirma la
encíclica, «a través del sacrificio de Cristo en la cruz, la victoria del
reino de Dios se ha logrado de una vez por todas».
Límite del Estado
Esa victoria denota la soberanía suprema por la que el Estado está
limitado, y la proclamación de esa victoria es la contribución política más
importante de la Iglesia. En una sociedad democrática que ha sido
eficazmente evangelizada, los ciudadanos no piden a su Estado que confiese
el señorío de Cristo. Su única exigencia es que el Estado sea respetuoso con
el hecho de que una mayoría de sus ciudadanos confiesan el señorío de
Cristo. Afirmamos no un Estado confesional, sino una sociedad confesional,
sin olvidar en ningún momento que el Estado es el servidor de la sociedad,
que es más importante que el Estado.
La Iglesia realiza igualmente una aportación política de incalculable valor
al insistir en los límites de la política. El gran peligro, según Centesimus
annus, es que «la política se convierta en una religión laica que opere bajo
la ilusión de crear el paraíso en este mundo. Pero ninguna sociedad
política… puede nunca ser confundida con el reino de Dios… Al pretender
adelantar el juicio aquí y ahora, la gente se pone en el lugar de Dios y se
enfrenta a la paciencia de Dios».
Responsabilidad de los
laicos
El poder de la gracia penetra en el orden político, especialmente
cuando los laicos se colocan a la cabeza en el ejercicio de la
responsabilidad pública cristiana, pero no se puede pretender que la
política terrenal llegue a crear el orden correcto final por el que suspiran
nuestros corazones.
En tanto en cuanto las ambiciones del Estado son controladas por la
afirmación democrática de una soberanía superior y por los propios límites
de la política, así esas ambiciones son controladas por diversas soberanías
dentro de la sociedad misma. Junto con León XIII, Juan Pablo II afirma que
«el individuo, la familia y la sociedad están por encima del Estado». El
Estado existe para servir y proteger a los individuos e instituciones que
tienen prioridad. Las personas humanas, y lo que en otra parte he descrito
como las instituciones mediadoras de la sociedad, «disfrutan de sus propias
esferas de autonomía y soberanía», según la Centesimus annus. Estas esferas
de soberanía son menores que las del Estado, pero no inferiores al Estado.
La impactante modernidad de los razonamientos de la encíclica es evidente
también en su colocación del Estado. A diferencia de formulaciones previas,
el Estado no se sitúa dentro de una jerarquía de autoridades, en orden
descendiente desde el mandato de Dios hasta el mandato del señor de la casa.
El razonamiento de la encíclica Centessimus annus es profundamente
democrático. Cristo es soberano sobre todo, y esa soberanía es sostenida por
aquellos que reconocen la soberanía de Cristo. El Estado ilimitado, ya sea
el basado en el ateísmo marxista o en los diseños de ingeniería del
racionalismo ilustrado, aspira al control totalitario. «Se niega de este
modo la intuición última acerca de la verdadera grandeza del hombre, su
trascendencia respecto al mundo material, la contradicción que él siente en
su corazón entre el deseo de una plenitud de bien y la propia incapacidad
para conseguirlo y, sobre todo, la necesidad de salvación que de ahí se
deriva». Al Estado limitado se le mantiene limitado a través de la
reivindicación democrática de la aspiración trascendente del corazón humano.
En este sentido, Juan Pablo II infunde a la doctrina de la subsidiaridad una
nueva vitalidad por el uso de una frase extremadamente sugerente: «La
subjetividad de la sociedad». Esa frase representa una nueva forma de hablar
sobre la subsidiaridad. La encíclica dice: «La socialidad del hombre… se
realiza en diversos grupos intermedios, comenzando por la familia y
siguiendo por los grupos económicos, sociales, políticos y culturales, los
cuales, como provienen de la misma naturaleza humana, tienen su propia
autonomía, sin salirse del ámbito del bien común». En la sociedad libre, el
Estado es una institución, un actor, entre otros. Es un actor indispensable
en su servicio a todos los demás actores, pero está sujeto a la subjetividad
de la sociedad, y la subjetividad de la sociedad consiste en personas
libres, y personas libres, en comunidad viviendo en obediencia a Dios y en
solidaridad los unos con los otros.
El poder del Estado
Debe de existir un escepticismo culto en torno al Estado, si se ha
de mantener limitado. «A este respecto es preferible que un poder esté
equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo
mantengan en su justo límite». El escepticismo en cuanto al poder del Estado
no significa, sin embargo, escepticismo sobre los objetivos que el Estado
debe de servir. Todo lo contrario, en este caso. Sólo cuando esos objetivos
se afirman de una forma clara y sin ambigüedades se pueden pedir cuentas al
Estado. El número 45 de Centessimus annus rebate de una forma clara y sin
ambigüedades el punto por el que el liberalismo contemporáneo ha
distorsionado de forma más severa el sentido de la democracia en la
tradición liberal. He aquí el párrafo crucial: «Una auténtica democracia es
posible solamente en un Estado de Derecho y sobre la base de una recta
concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones
necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la
educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la
subjetividad de la sociedad mediante la creación de estructuras de
participación y de corresponsabilidad. [Luego viene el pasage crucial].
Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son
la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas
políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad
y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista
democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o
que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito,
hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta
la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser
instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin
valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto,
como demuestra la Historia».
Religión y vida pública
La importancia de este párrafo y su vigencia en nuestra situación
contemporánea, difícilmente puede sobreestimarse. La insistencia dogmática
sobre el agnosticismo en el discurso público y en la toma de decisiones ha
creado la plaza pública desnuda. Gentes que, como los fundadores americanos,
mantienen ciertas verdades como auto-evidentes son hoy «considerados poco de
fiar desde un punto de vista democrático». En una usurpación de poder que
verdaderamente amenaza con «un totalitarismo apenas disimulado», las
instituciones del Estado declaran que la separación de la Iglesia y del
Estado significa la separación de la religión, y de la moralidad basada
religiosamente, de la vida pública, lo cual significa la separación de las
convicciones más profundas para la gente de la política, lo cual significa
el fin de la democracia y –recordando que la política son personas libres
decidiendo cómo deberíamos ordenar nuestra vida en común– el fin de la
política.
Al luchar por el alma de la tradición democrática liberal, debemos alertar
comprensivamente a algunos de nuestros conciudadanos, que honradamente creen
que cualquier llamamiento a la verdad trascendente plantea la amenaza de una
teocracia.
Juan Pablo II reconoce lo extendido que está este malentendido, y por ello
prosigue el párrafo anterior con esto: «La Iglesia tampoco cierra los ojos
ante el peligro del fanatismo o fundamentalismo de quienes, en nombre de una
ideología con pretensiones de científica o religiosa, creen que pueden
imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del bien. No es de
esta índole la verdad cristiana. Al no ser ideológica, la fe cristiana no
pretende encuadrar en un rígido esquema la cambiante realidad sociopolítica
y reconoce que la vida del hombre se desarrolla en la Historia en
condiciones diversas y no perfectas. La Iglesia, por tanto, al ratificar
constantemente la trascendente dignidad de la persona, utiliza como método
propio el respeto de la libertad».
Digamos cándidamente que éste no parece haber sido siempre el método de la
Iglesia. No deberíamos dejar que fueran otros los que reseñasen este punto.
Juan Pablo II, en Tertio millennio adveniente, y en muchas otras ocasiones,
hacía un llamamiento a los cristianos para que reconocieran las formas en
que, de forma individual y corporativamente, habían fallado en el respeto a
la dignidad y la libertad de otros. A ese reconocimiento deben añadirse, sin
embargo, otros dos planteamientos. Primero: cuando, en nombre de la
democracia, la verdad trascendente es excluida de la plaza pública, el
resultado es «un abierto totalitarismo o un totalitarismo apenas
disimulado». Segundo: el totalitarismo democrático, que no reconoce verdad
superior a la que dicte la mayoría, crea una situación engañosamente
peligrosa para la libertad humana.
Podíamos continuar analizando otros temas de la Centesimus annus que pueden
relacionarse con la tradición democrática liberal, rejuveneciéndola y
dirigiéndola hacia direcciones más prometedoras. Existe, por ejemplo, la
conexión entre libertad y virtud, tanto personal como pública, que debe
evocar un esfuerzo más intenso hacia la evangelización y la reevangelización
de la sociedad. Los intereses que están en juego en dicho esfuerzo son muy
elevados, como Juan Pablo II, en la Evangelium vitae, planteó con tanta
urgencia con una dramática descripción del conflicto entre la cultura de la
vida y la cultura de la muerte. Pero ésta y otras cuestiones son para otra
ocasión. Efectivamente, como el Papa Benedicto XVI ha sugerido, desplegar
sistemáticamente y diseminar las impresionantes iniciativas de enseñanza de
Juan Pablo el Magno será el trabajo de generaciones futuras.
Un experimento en marcha
Éste es, pues, un breve esquema de la situación de lo católico
dentro del Estado secular. El Estado secular propiamente dicho es el Estado
democrático liberal. Siendo todo lo comprensivos que podamos ser con algunos
de los críticos de la tradición democrática liberal, haremos bien en
recordarnos que todos los órdenes temporales, a excepción del reino de Dios,
son profundamente insatisfactorios. De todos los que se han probado hasta la
fecha, la democracia liberal es el menos insatisfactorio. El experimento
democrático liberal es justamente eso, un experimento en marcha. Como todos
los experimentos, puede tener éxito o fracasar. La doctrina social católica
nos invita a consagrar nuestras oraciones y nuestras vidas a su éxito.
(Richard John Neuhau cortesía A&O 474).