Amor, Iglesia y política
La reciente encíclica de Benedicto XVI afirma que, según la doctrina social
de la Iglesia, el quehacer político no es “un cometido inmediato de la
Iglesia”. Al mismo tiempo señala que el deber inmediato de trabajar por la
justicia “es más bien propio de los fieles laicos". Es decir, de los
cristianos que se mueven en el seno de la sociedad civil: los profesionales,
los padres y madres de familia, etc.; no los clérigos, sino la gente de la
calle.
Surge la pregunta inevitable: ¿quién es aquí “la Iglesia” si se distingue de
los fieles laicos? ¿Acaso la Iglesia no es, según el Concilio Vaticano II,
el Pueblo de Dios, constituido en su mayor parte precisamente por los fieles
laicos?
Evidentemente, el documento, al decir que a la Iglesia no le corresponde
inmediatamente la tarea política, se refiere a la Iglesia como institución
distinta del Estado. En cambio, cuando sostiene que son los fieles laicos a
los que (más) propiamente corresponde el quehacer político, piensa en la
Iglesia como Pueblo de Dios y “comunidad de amor” en el mundo, integrada por
todos los bautizados. En ella cada uno de los fieles tiene una propia
vocación y misión, complementaria con la de los demás.
Y vayamos ya a la función que tanto la Jerarquía como los fieles tienen en
ese quehacer político. La Iglesia (institucional), representada por la
Jerarquía (el Papa y los Obispos), no tiene como misión "la empresa política
de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al
Estado. La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la
política". Misión de la Iglesia es orientar las actividades humanas hacia la
verdad y el amor. Precisamente por ello "no puede ni debe quedarse al margen
en la lucha por la justicia".
¿Cómo es esa intervención eclesial en la lucha por la justicia? Ante todo,
con la "argumentación racional". La Iglesia institucional tiene el deber de
hacer oír los argumentos de la verdad y del amor en cada caso concreto en
que la justicia se vea amenazada por el error y la mentira, o se difunda la
violencia o el odio. Su voz se dirige a los cristianos, pero también expone
esos argumentos racionales a todos los hombres de buena voluntad.
La Iglesia contribuye también a construir la justicia despertando las
fuerzas espirituales que capacitan el actuar justo que siempre exige
renuncias. Y esto lo hace en el día a día de su labor de formación de los
cristianos y transmitiendo a la sociedad los ideales de una vida coherente
con el Evangelio.
Son los fieles laicos los que tienen el deber inmediato de actuar a favor de
un orden justo en la sociedad, y dice el Concilio Vaticano II lo hacen como
desde dentro de esa misma sociedad civil, de la cultura y de la política. La
encíclica señala con fuerza: "Como ciudadanos del Estado, están llamados a
participar en primera persona en la vida pública”. Como consecuencia, no
pueden eximirse de emprender las variadas actividades que se destinan a
promover el bien común; sino que deben configurar rectamente la vida social,
respetando su legítima autonomía y cooperando con los otros ciudadanos. No
pueden reducir la fe al ámbito privado ni su actividad al interior de los
templos de piedra, sino que han de informar la sociedad civil con el
espíritu del Evangelio. Su actividad política debe estar impregnada por el
amor y el servicio. Esta actividad política de los fieles laicos, personal o
asociadamente junto con otros ciudadanos, debe distinguirse de las
actividades caritativas oficiales o institucionales de la Iglesia, de las
que trata particularmente la encíclica, interesada en que no pierdan su
perfil específicamente cristiano.
En definitiva, los fieles laicos son al mismo tiempo cristianos y
ciudadanos. Son Iglesia haciendo el mundo y son ciudadanos del mundo que
edifican la Iglesia. A ellos les compete en primera fila la vida pública y
la acción política. No pueden eximirse de intervenir en ella, cada uno según
sus dones y capacidades. Los Obispos (y derivadamente los sacerdotes) se
preocupan por la justicia desde su propio lugar y responsabilidad, desde la
solidaridad y desde el amor; como ciudadanos, como cristianos y como
Pastores de la Iglesia. En cuanto ministros sagrados, están para servir a
los fieles, mediante la enseñanza auténtica de la fe, la administración de
los sacramentos y la guía de la comunidad cristiana. Y desde luego tienen el
derecho y el deber de hablar cuando estén en juego los derechos
fundamentales de las personas. Cuando la encíclica declara que la Iglesia
debe preocuparse por la formación ética, está diciendo que los Pastores no
deben dedicarse a la política de los partidos, pero sí a impulsar a los
fieles laicos para que intervengan en las cuestiones éticas y políticas, a
todos los niveles.
Dicho brevemente, la Iglesia entera, toda ella, se preocupa por la justicia,
y no sólo por el amor. Lo que es diverso es el modo complementario en que
los fieles cristianos lo hacen, cada uno según su propia condición en la
Iglesia y en el mundo.
Ramiro Pellitero
Profesor de Teología Pastoral
Universidad de Navarra