Católicos y la Democracia: paz interior
Ponencia del filósofo Robert Spaemann,
catedrático emérito de la Universidad de Munich
VII Congreso Católicos y Vida Pública
(19 de noviembre de 2005)
El año pasado tuvo lugar en Bruselas una humillación de los ciudadanos
cristianos de Europa como nunca antes había sucedido, y que esta humillación
haya sido simplemente asumida y no haya conducido a una crisis purificadora
de las instituciones europeas, ilumina con una luz inquietante la situación
interna del corpus catholicorum en este continente. Todo sigue con el
business as usual. ¿Qué había sucedido? El candidato presentado por Italia
para Comisario europeo de Justicia, el ministro italiano Rocco Butiglione,
fue obligado a renunciar a su candidatura. ¿Cuál fue el motivo?
En un hearing, le fue preguntado a Buttiglione por sus convicciones
personales a propósito de la familia, de la posición de la mujer y de la
homosexualidad. Respondió haciendo en primer lugar la distinción kantiana
entre derecho y moral. No todas las normas morales pueden ni deben
convertirse en normas jurídicas. No todo lo que consideramos mandamiento
moral, puede ser mandado también jurídicamente e impuesto por el Estado.
Buttiglione hacía propio el Estado moderno de derecho y de libertades. No
obstante, también para este Estado de derecho existen obligaciones de tipo
preestatal. Por ejemplo, el Estado tiene que tener en cuenta el hecho de
que, por una parte, los niños necesitan a sus madres y crecen del mejor modo
si las madres disponen de una cierta cantidad de tiempo para ellos, y de
que, por otra parte, las mujeres tienen hoy más que antes el deseo de una
actividad profesional fuera de casa. De modo que es una tarea del Estado
preocuparse en la legislación correspondiente de una mejor compatibilidad de
las obligaciones profesionales y familiares. Aunque no fuera por otra razón,
la catastrófica situación demográfica obligaría a ello. Por lo que se
refiere a la homosexualidad, a propósito de la cual se pidió también la
opinión personal de Buttiglione, él condenaba la discriminación de personas
homosexuales, pero se identificaba en sus convicciones personales con la
doctrina del Catecismo de la Iglesia Católica, según la cual la tendencia
homosexual es un defecto y su ejercicio práctico un pecado. Esta confesión
fue el motivo del rechazo de su candidatura. Lo que significa, en alemán
como en español, que un católico, cuyas convicciones coincidan con la
doctrina moral de la Iglesia Católica, sólo por ese motivo no está
calificado para ocupar un puesto de dirección en la Comunidad Europea. Hay
que añadir que se trata de la doctrina moral de toda la tradición cristiana
e igualmente de la tradición filosófica de Europa, incluida la época de la
Ilustración. Y hay que añadir que, según los criterios aplicados en el caso
Buttiglione, los padres fundadores de la nueva Europa tras la segunda guerra
mundial no podrían ocupar ningún puesto de dirección en esta Europa. Robert
Schuman, Alcide de Gasperi, Konrad Adenauer eran, los tres, católicos
ortodoxos.
Como se ha dicho, estos acontecimientos no han conducido a una crisis,
porque la cristiandad europea está claramente atemorizada. Pero tanta más
razón hay, por tanto, para repensar a fondo el estatus de los ciudadanos
religiosos en el moderno Estado de derecho. Y digo: en el moderno Estado de
derecho; no digo: en el estado secular, como se ha hecho muy usual hoy día.
Quien caracteriza al Estado moderno como Estado secular, ha tomado ya
partido por una posición. Se hizo muy claro recientemente en una artículo
del conocido escritor y periodista alemán Jan Philipp Reemtsma en la revista
“Le monde diplomatique”. El artículo se titulaba: ¿Tenemos que respetar a
las religiones? La respuesta era: no. Tenemos que tolerar conciudadanos
religiosos, lo queramos o no. Pero en un estado secular son y permanecen
unos extranjeros. Con gentes que comparten la doctrina del Papa sobre la
relación entre el derecho divino y el humano, sólo hay una tregua. Es un
orgullo de una sociedad secular no reconocer ningún origen divino de la
distinción entre malo y bueno, sino que se considera a sí misma como la
creadora de esta distinción. Por ello, para los que defienden esta opinión,
los cristianos, que no comparten este orgullo, son ciudadanos de un estado
secular sólo en el sentido en que los árabes israelitas son ciudadanos del
Estado de Israel. Por la naturaleza misma de las cosas, el orgullo de un
Estado judío no puede ser su orgullo. Pues el Estado de Israel se define a
sí mismo como un Estado judío. Así también, según la concepción de laicistas
militantes como Reemtsma, el moderno Estado se define como Estado secular,
que tiene por presupuesto la no existencia de Dios o la falta de toda
consecuencia de su eventual existencia.
Merece consideración que Jürgen Habermas, en un artículo reciente sobre
ciudadanos religiosos y seculares en un Estado moderno, renuncia
explícitamente a definir al Estado moderno como Estado secular. Y
precisamente por este motivo exacto: tal definición haría de los ciudadanos
religiosos ciudadanos de segunda clase. Pero, ¿no nos encontramos en un
dilema? ¿No está condenado al fracaso todo intento de neutralizar la
oposición entre fe y no fe, y de ordenar la comunidad humana poniendo entre
paréntesis la cuestión de la verdad? ¿Pueden los creyentes renunciar a
convertir en legislación lo que consideren mandamientos de Dios, cuando
lleguen a ser la mayoría en un Estado? Y al revés: ¿No es comprensible que
increyentes rechacen una legislación, cuyos fundamentos no son plausibles
para ellos?
¿Acaso no puede comprenderse que digan a los creyentes: nadie os obliga a
abortar a vuestros hijos, a divorciaros, a establecer vínculos homosexuales,
a visitar Peep-Shwos, a matar a vuestros parientes cuando la vida se les
haga incómoda a ellos o ellos sean incómodos para vosotros? Nadie os
dificulta que recéis, que vayáis a la Iglesia, que cuidéis gratuitamente a
los enfermos de sida. Pero, por favor, permitid que otros hombres piensen de
modo diferente que vosotros, y vivan como les guste.
La respuesta del Islam a este respecto es clara: el mandamiento de Dios no
regula sólo la vida privada, sino también la pública. No permite tolerar una
desobediencia pública a estos mandamientos y menos que se abandone la
verdadera fe. Hace varios siglos, la respuesta de la Iglesia era muy
semejante a la musulmana; pero hace mucho que ya no lo es. A algunos les
parece que la posición actual de la Iglesia es un compromiso inaceptable con
el secularismo. La respuesta musulmana parece tener la lógica de su parte.
Y, si esto es así, entonces parece plausible que ciudadanos tanto cristianos
como seculares vean en la extensión del Islam un peligro para la
subsistencia de una sociedad libre, es decir, el peligro de la teocracia.
Pero, ¿no quieren una teocracia también los cristianos, no quieren el
reinado, el reino de Dios en la vida tanto privada como pública? Realmente
sí lo quieren. Pero tienen también la palabra de Jesús ante Pilatos: mi
reino no es de este mundo. Y Jesús dice esta palabra, para aclarar que él no
quiere extender o defender este reino con los medios de los reinados
terrenos. Con estos medios sólo se puede obligar a una obediencia exterior,
mientras que a Jesús le importa el reinado sobre los corazones, la fe, que
no se puede forzar. El libre asentimiento de la fe presupone que es posible
también la increencia. La exigencia de la libertad religiosa no es un
compromiso de la Iglesia con el mundo liberal, sino una exigencia que
proviene del núcleo mismo del cristianismo. Por eso, una teocracia real no
es una forma de Estado. Allí donde se comprende el reinado de Dios como una
forma política de reinado, resulta consecuente, por ejemplo, que se castigue
la blasfemia con la pena de muerte. Es el crimen mayor que existe;
sancionarla con una pena menor, sería en sí mismo una blasfemia. En los
Estados de libertad no se protege el honor de Dios. El honor de Dios no
puede ser protegido políticamente; de hecho, su honor no sufre ningún daño
en ningún caso. Lo que tiene pretensión de ser protegido, es la convicción
religiosa de los ciudadanos. No se puede ofender públicamente aquello que es
santo para ellos, sin ofender a los fieles. Y esta ofensa ha de tener una
pena, pues es una injusticia contra hombres y contra conciudadanos. Pero no
es la injusticia peor, y la pena adecuada no es la pena más severa de que
dispone el Estado. El Estado moderno se refiere a la verdad siempre sólo
indirectamente, y directamente sólo a las convicciones sobre la verdad.
En esto descansa la paz interior. Pues la verdad en cuanto tal es
intolerante. Si algo es verdadero, lo contrario no puede ser también
verdadero. Y así, Dios, tal como la Biblia lo entiende, también es
intolerante: “No tendrás otro Dios fuera de mí”. Pero las convicciones sobre
la verdad pueden coexistir unas con otras. Sus contenidos pueden excluirse,
pero, en contra, su existencia como convicción es mutuamente compatible. Se
trata de una distinción que ya hacía San Agustín, cuando escribía que ha de
odiarse el error, pero amar al que yerra, y cuando hablaba de la paz, que es
común a creyentes e increyentes, pax illis et nobis communis.
De todos modos, con ello no se resuelve sin más el problema de una comunidad
ciudadana hecha de creyentes e increyentes; y menos aún en el caso de un
Estado democrático. En el Nuevo Testamento, se amonesta a los cristianos a
ser súbditos leales, e incluso en regímenes injustos. Durante 300 años se
dejaron perseguir y matar por los emperadores romanos, y siguieron rezando
por el emperador. Y esto lo practican hasta hoy. Recuerdo una pequeña
historia de la antigua DDR. Yo había ido de visita en otoño. En aquel año
había una buena cosecha de manzanas. Los bajos precios de mercado habrían
conducido a que muchos dueños de un par de manzanos dejasen pudrirse la
fruta en los árboles. Por eso, el Estado compró manzanas a un precio
aceptable, para venderlas luego en los comercios estatales por debajo del
precio de coste. En todos los hoteles había cestas con manzanas que se
podían coger gratuitamente. ¿Cuál fue la consecuencia de este procedimiento
antieconómico? Que las gentes vendían sus manzanas al Estado y luego las
compraban en los negocios estatales a mitad de precio, para volvérselas a
vender a los negocios estatales al precio oficial. Un párroco me comentó que
sólo los cristianos no participaron en este juego, sino que se daban por
contentos con la ganancia de una sola operación, ya que toda esta
manipulación antieconómica estaba destinada claramente a servir al bien
común. En estas ocasiones, los funcionarios comunistas sabían con toda
precisión que los únicos con los que podían contar en casos semejantes era
con los cristianos. Pero estos mismos cristianos seguían ahí cuando ya no
quedaba ningún comunista en el poder. En la antigua Roma la persecución de
los cristianos duró 300 años. Terminó con que el emperador se hizo
cristiano.
En la democracia, las cosas se plantean de otra manera, aunque no
totalmente. También aquí los cristianos son obedientes, mientras no se les
pida algo que contradiga los mandamientos de Dios. Pero en la democracia,
los creyentes, como los increyentes, no son sólo súbditos, sino también
ciudadanos, y como ciudadanos parte del sujeto de la soberanía. No sólo
están sometidos a las leyes, sino que son corresponsables de las leyes. No
se pueden contentar con no hacer nada injusto, son corresponsables de la
injusticia que permita el legislador, pues son parte del legislador, y, en
una democracia, deben incluso esforzarse por ser la parte mayor posible.
Tomás Moro fue canciller de un Rey preconstitucional. Como canciller, no
podía sostener la política del Rey, separar a la Iglesia inglesa de la
romana. Como persona privada podía callarse. Por eso dejó su cargo estatal y
volvió a ser un hombre privado. En su boca no se encontró ninguna palabra
crítica. Testigos falsos tuvieron que poner en sus labios palabras críticas,
para que el Rey le cortara la cabeza. Tampoco los cristianos de los primeros
siglos proclamaban públicamente su fe si no se les exigía. Simplemente, como
Rocco Buttiglione, rechazaron renegar públicamente de su fe. En la
democracia, ningún ciudadano puede abandonar su responsabilidad como lo pudo
hacer Tomás Moro. Ya que puede hablar, hay situaciones en las que tiene que
hablar. Pues somos responsables de las consecuencias de la falta de
ejercicio de un derecho. Pero es propio de la democracia también que sean
diferentes las opiniones sobre qué es lo mejor para el bien común, o incluso
opuestas. En todo caso, la “soberanía popular” no es un mito. Un soberano
tiene que saber lo que quiere. Pero no existe el pueblo, que sabe lo que
quiere, sino que hay unos que quieren una cosa y otros que quieren otra. La
mayoría decide, pero no porque tiene razón, sino porque es el único
procedimiento indiferente a la cuestión de quién tiene razón, una pregunta
que conlleva potencialmente el riesgo de la guerra civil. Para evitarla,
Thomas Hobbes había escrito: non veritas sed auctoritas facit legem. No la
verdad, sino la autoridad determina lo que es ley. Pero la autoridad en la
democracia está en la mayoría. De todos modos, tras las experiencias de las
dictaduras erigidas democráticamente, las democracias occidentales
aprendieron a reconocer derechos fundamentales, cuya vigencia no proviene de
una decisión mayoritaria, sino que, al revés, limita la voluntad de la
mayoría. ¿En qué descansan estos derechos fundamentales? Son claramente
derecho pre-positivo. En la constitución de mi país, estos derechos
fundamentales no pueden ser cambiados por ninguna mayoría parlamentaria. Por
el contrario, será inválida toda ley que, según el juicio del Tribunal
constitucional, no concuerde con estos derechos fundamentales. Por
desgracia, la praxis no responde siempre a esta exigencia, aunque, en
principio, esté generalmente reconocida. Así, por ejemplo, el legislador
alemán ignora desde hace años determinaciones concretas del Tribunal federal
constitucional concernientes al aborto. En opinión de los defensores
liberales de una sociedad secular, los derechos fundamentales, como todo
derecho, provienen de la voluntad asociada de hombres. Si tal fuera el caso,
estos derechos tendrían que poder ser abolidos. Y si ello está excluido por
la Constitución, estaríamos ante una dictadura de los muertos, que
codificaron estos derechos, sobre los vivos. Pero si estos derechos le
corresponden al hombre independientemente de su voluntad, entonces tienen
que ser de origen divino. Quien no cree en Dios, tendrá que considerarlos
una ficción, quizá una ficción útil; o incluso necesaria. En todo caso, no
se opondrá en modo alguno a una referencia a Dios en la Constitución de su
país y de Europa. Si lo hace, cabe la sospecha de que quiera anclar menos
sólidamente los derechos humanos. El ordenamiento jurídico ha de hacerse
etsi Deus non daretur –como si Dios no existiese– , exigían los filósofos
europeos del derecho en el siglo diecisiete. Lo que sea oportuno para el
bien común y lo que no, tiene que poder mostrarse con la pura razón. Esta
frase, sin embargo, se encuentra ya en Tomás de Aquino, que escribe: Dios no
le ha mandado al hombre nada, que no sea bueno y beneficioso para el hombre
por la naturaleza misma de las cosas.
Pero, por otra parte, está vigente lo contrario de la frase etsi Deus non
daretur. Pues si el contenido de las normas morales así como el de los
derechos fundamentales se sigue de la naturaleza de los hombres y puede ser
aprehendido por la razón –“en el silencio de las pasiones”, como decía
Diderot–, hay un vacío por lo que respecta a la vigencia de estas normas.
Para el hombre, como persona, no está vigente una especie de autoridad de la
naturaleza. Y tampoco existe ninguna autoridad natural de alguna mayoría de
otros hombres sobre él, de la que no pueda emanciparse. Si deseamos que los
hombres sigan su intuición moral y si queremos que algo así como los
derechos humanos tengan vigencia independientemente de la voluntad de la
sociedad, entonces tenemos que comportarnos en relación a ellos etsi Deus
daretur, como si Dios existiese, como le decía recientemente al Papa la
periodista italiana Fallaci, una atea confesante.
Tras todas estas consideraciones, el problema de la convivencia política de
creyentes e increyentes parece resuelto. La razón nos enseña qué
ordenamiento de las cosas humanas es bueno para el hombre. La fe en Dios nos
da motivos para suponer tras este entendimiento de las cosas la voluntad de
una autoridad incondicionada. El contenido de los derechos naturales nos es
dado etsi Deus non daretur, la fuerza vinculante de esta percepción
presupone el etsi Deus daretur.
Pero en realidad las cosas no son tan armónicas. La construcción ideal
típica no refleja perfectamente nuestra realidad. En primer lugar, hay que
precisar el concepto de creyente, el concepto de ciudadano religioso en
contraposición con el secular. Pues hay diferencia si hablamos de musulmanes
o de cristianos. Y es diferente si hablamos de creyentes en la revelación o
de hombres que creen en la existencia de Dios, pero no en la revelación de
su voluntad a través de un libro o a través de otros hombres. Normalmente,
esta última categoría es ya bastante insignificante en el ámbito político,
mientras que en la época de la Ilustración jugaba un gran papel. La mayoría
de los llamados ilustrados en Europa no eran ni ateos ni agnósticos. Estaban
de acuerdo con la idea cristiana de que existe un conocimiento puramente
racional de Dios y de que Dios, como escribe el apóstol Pablo, inscribió sus
mandamientos en el corazón de los paganos, también sin Sinaí y sin
Evangelio. La Revolución francesa, en la época del poder jacobino, castigaba
el ateísmo con la pena de muerte.
Los laicistas de hoy día, es decir los ciudadanos seculares de hoy, ya no
creen en una religión natural y en un conocimiento natural de Dios. La
Ilustración, surgida en el seno de la Iglesia, había combatido en nombre de
la razón a la fe cristiana en la revelación. La diosa razón fue entronizada
en el altar de Notre Dame en París. Hoy es la Iglesia quien defiende a la
razón contra los autoproclamados herederos de la Ilustración. Fuera del
cristianismo, la duda en la capacidad de la razón para conocer la realidad
se ha convertido en la visión del mundo dominante. E igualmente la duda en
la capacidad de la razón práctica para reconocer normas morales.
Escepticismo y relativismo cultural son los paradigmas dominantes. Friedrich
Nietzche había diagnosticado esta evolución hace ya un siglo. Su tesis era:
la razón ha destruido la fe en Dios. Pero con ello ha destruido sus propios
fundamentos, la fe en algo así como la verdad y en la posibilidad de su
conocimiento. Si Dios no existe, entonces sólo hay perspectivas subjetivas,
pero ninguna “cosa en sí”. Con ello se termina la Ilustración. Hoy son los
cristianos quienes sostienen la capacidad de la razón human para alcanzar
verdades universales, una posibilidad que ya negaba David Hume, cuando
escribía: We never do one step beyond ourselves.
La fe en una revelación divina presupone una confianza elemental en la razón
humana, una confianza que, sin embargo, como Nietzsche observó
correctamente, implícitamente ya es una fe, que, como Nietzsche escribe,
Dios es la verdad, que la verdad es divina.
En esto se funda la posibilidad de comprenderse con no cristianos en
cuestiones referentes al ordenamiento humano de la vida. Los cristianos
quieren una referencia a Dios en la Constitución de su país, porque sólo así
se expresa que a los hombres no está permitido todo lo que puedan hacer, en
el caso en que quieran darse a sí mismos por vía de mayorías un jus ad
omnia, un derecho a cualquier cosa. Desean el reconocimiento de normas
éticas “como si Dios exisistiese”, ya que no el de la existencia de Dios. Y
esto significa simplemente el reconocimiento de una ley moral natural. Sólo
con el fundamento de este reconocimiento es posible una pax illis et nobis
communis, una convivencia pacífica de cristianos y no cristianos en un país.
Un reconocimiento semejante significa el sometimiento de deseos, intereses y
preferencias individuales bajo un criterio común. Sólo en base a un criterio
semejante es posible un discurso público en el que verdaderamente esté en
cuestión el bien común, y en el que los argumentos no sirvan sólo al
enmascaramiento de intereses. Los intereses chocarían entre sí, y se
impondrían aquellos que fueran representados con mayor energía, aun cuando
objetivamente no pudieran pretender tener el rango más elevado. Pero si el
rango no es ordenado objetivamente, todo discurso racional es sólo una
velada lucha por el poder, como afirma por ejemplo Michel Foucault. Pero
entonces se pone en cuestión una base esencial de la democracia, pues la
democracia vive de la fe en la posibilidad de un entendimiento racional. Sin
la idea de un “derecho según la naturaleza”, que agradecemos a los griegos,
no hay ninguna base común entre creyentes e increyentes. Pero quienes
mantienen hoy esta idea son los cristianos católicos. Y a la táctica de sus
oponentes pertenece caracterizar esta idea de una ley moral natural como una
idea cristiana y, por tanto, considerarla inaceptable para los no
cristianos. Pero esto es injustificado. Todo el que argumenta sobre
cuestiones de justicia e injusticia presupone silenciosamente esta idea. A
quien denuncie que un vecino le impide dormir, porque toca la trompeta entre
las dos y las cuatro de la noche, el tribunal le hará justicia, aunque el
trompetista explique que para él es algo existencialmente necesario y que
sólo tiene tiempo por la noche. El interés en un mínimo de sueño tiene
objetivamente la prioridad. Y también evidentemente el interés de un hombre
ya engendrado en poder vivir toda una vida tiene la prioridad sobre el
interés eventual de otro hombre, de su madre, de poder autodeterminarse sin
cortapisas durante los nueve meses de embarazo. Después el niño puede ser
dado en adopción. Todo el que juzgue sin prejuicios –pues la razón habla,
como decía Diderot, “en el silencio de las pasiones”– concordará en esta
preferencia. Sólo quien niegue por principio que existe una estructura
objetiva de preferencia de intereses, aceptará que el interés evidentemente
superior sea sacrificado al otro por una regulación liberal del aborto. O
tomemos la cuestión de la manipulación genética de la naturaleza humana, que
rechazó hace poco Habermas con argumentos claramente de derecho natural.
Construir hombres según el proyecto de otros hombres choca con la igualdad
fundamental de los hombres. Además, el hombre tiene derecho a conocer a su
progenitores.
Otro ejemplo: la homosexualidad. Que un hombre, como también un animal, no
sea receptivo a la fuerza de atracción sexual del otro sexo, es claramente
un defecto biológico, como aparece también en el resto de la naturaleza, un
“fallo de la naturaleza”, como escribía Aristóteles. Pues la supervivencia
del género humano descansa en esta fuerza de atracción. Si un hombre, que
sufre este defecto e inclina sus tendencias sexuales al propio sexo, sigue o
no esta tendencia, es una cuestión moral, que no debe interesar al
legislador estatal. El Estado no tiene nada que buscar en los dormitorios,
excepto en caso de violación o corrupción de menores. Pero el Estado sí
tiene un legítimo interés en que esta tendencia no se extienda, por la
propaganda o por una pedagogía correspondiente, más allá de los que ya
tienen esta disposición por naturaleza. Ante todo, contradice completamente
a la razón institucionalizar de alguna manera uniones de este género y
acercarlas a lo que es el matrimonio. El interés público en la institución
de la unión permanente de dos personas de diferente sexo está relacionado
naturalmente con que de esta unión pueden provenir niños y normalmente
vienen. Si no, también hermanos podrían casarse. Y no se encuentra realmente
motivo alguno por el que la comunidad de vida, por ejemplo, de un párroco y
su hermana, que cuida la casa, no pueda ser una institución jurídicamente
privilegiada, como también una comunidad de tres personas, o un matrimonio
entre tres, una pequeña comunidad de vida religiosa o la convivencia de un
pequeño círculo de amigos del mismo sexo. Que la comunidad de vida
privilegiada públicamente tenga que ser sexual, que no pueda establecerse
entre parientes, etc., que existan todas estas restricciones se basa en una
imitación del matrimonio que no puede fundamentarse ya con ningún argumento
racional. Quién va a la cama con quien sólo es de interés público en
relación con los eventuales niños que pueden provenir de este género de
unión.
Completamente absurdo es ya que se otorgue a parejas semejantes el derecho a
la adopción de niños. Esto esconde un individualismo craso, según el cual
los niños existen para satisfacción de los padres. La única pregunta
legítima: ¿qué es lo mejor para los niños? pasa a segundo plano. Nada
justifica aceptar que para estos niños, que ya tienen el difícil destino de
no poder crecer con los propios padres naturales, sea indiferente si pueden
experimentar el ser hombres desde el inicio en la forma dual y polar de los
dos sexos, es decir, en la forma plena, o han de hacerlo en la forma
reducida de una comunidad homosexual. Que sea una suerte adquirir un
carácter homosexual creciendo en una comunidad homosexual, no querrá decirlo
nadie en serio. Tras esta exigencia hay un ataque de principio contra algo
que pertenece esencialmente a la vida, la normalidad. Y además una
normalidad no arbitraria, sino caracterizada por la naturaleza específica de
una especie.
Las defensa de una emancipación radical no de la naturaleza humana, sino con
respecto a la naturaleza humana, está caracterizada por un alto grado de
irracionalismo. Para los discípulos de Nietzsche y de Foucault, la razón
misma es sólo un medio de poder para imponer deseos individuales, no una
instancia para examinar estos derechos según un criterio universal de lo
aceptable para todos. Deseos sadomasoquistas tienen el mismo valor que el
deseo de curar una enfermedad. Una manifestación en la que se exponían
escenas sadistas asquerosas fue saludada oficialmente por el alcalde de
Berlín. Lo importante es que el sadista lo haga con un masoquista, que está
de acuerdo en ser tratado como basura.
Tras haber iniciado este camino, parece que ya no es posible detenerse. En
la pequeña ciudad de Fulda, en la que está enterrado San Bonifacio, el
apóstol de los alemanes, pasó lo siguiente el año pasado. Un hombre joven
buscó por Internet a alguien que estuviese dispuesto a dejarse matar y comer
por él. Y de hecho apareció uno, un ingeniero. Los dos se encontraron y se
pusieron de acuerdo en el procedimiento. A la víctima voluntaria se le
cortaron en primer lugar los testículos, los asaron y se los comieron
juntos. Luego el joven mató al ingeniero de varias cuchilladas, asó partes
del cadáver y se las comió, congelando otras partes en la nevera. Casi no es
posible pensar una lesión más extrema de humanidad, de aquello que los
chinos llaman “Tao”. El joven fue juzgado y condenado por homicidio, no por
asesinato, a una pena limitada de cárcel. El hecho de que la víctima
estuviese de acuerdo sirvió de atenuante en el juicio. Absolver a este
hombre hubiera sido consecuente con el punto de vista del liberalismo
individualista, según el principio volenti non fit iniuria, a quien está de
acuerdo no se le hace injusticia. El estremecimiento que a todos recorre la
espina dorsal muestra sólo que no hemos progresado todavía suficientemente
en el camino de la emancipación con respecto a la naturaleza humana y en el
de arbitrariedad de nuestras preferencias. Menciono sólo otros dos ejemplos
de este abandono del fundamento común de humanidad que existe en todas las
naciones civilizadas, al que por ejemplo los chinos llaman Tao y que entre
nosotros se llama “derecho natural”. El primero es la eutanasia, que, tras
ser tabú a causa de la praxis nacionalsocialista, es aconsejada de nuevo hoy
como un progreso. No puedo profundizar aquí en el tema y menciono sólo dos
argumentos contra esta praxis –para aquellos, para los cuales el mandamiento
“No matarás” no significa nada. Si es un derecho de un enfermo o de un
hombre muy anciano el pedir a otro hombre que lo mate, entonces, tras un
determinado tiempo, este derecho se convierte en un deber moral. Quien tiene
un derecho, tiene la responsabilidad de hacer o no hacer uso de ese derecho.
El enfermo, que tiene el derecho de pedir que lo maten, tiene desde ese
momento la completa responsabilidad de todos los costes y fatigas que sus
parientes y la sociedad habrán de sufragar para cuidarlo. De ahí se sigue la
increíble presión moral de liberar a otros del propio peso, y la exigencia
silenciosa de seguir la indicación: “Ahí está la salida”. El segundo
argumento es el siguiente: Los defensores de la eutanasia conservan para sí
el derecho de juzgar si el deseo de morir está justificado o no. Están
dispuestos a matar a depresivos, pero no a gente con males de amor. Juzgan
cuándo una vida es digna de ser vivida y cuándo no. Pero, en tal caso,
también podrían apropiarse el derecho de matar a hombres que no son capaces
de expresar el propio acuerdo. Y esto sucede ya masivamente en Holanda,
donde la cifra de los muertos sin consentimiento propio y sin castigo penal
alcanza millares, y donde la gente mayor atraviesa la frontera y se va a
residencias de ancianos alemanas, porque ya no se sienten seguros en las
holandesas. Pero estos argumentos presuponen que al hombre no está permitido
hacer lo que quiera, sólo porque la sociedad se lo permita. Presuponen algo
así como una ley moral natural.
Un terreno común semejante, un terreno de evidencias comunes, es en primer
lugar el terreno de una cultura con costumbres morales comunes. No nos
engañemos: la democracia presupone una cierta medida de homogeneidad
cultural. Pero estas costumbres tienen que enraizarse a su vez en una
homogeneidad fundamental de todos los hombres, una homogeneidad de la
naturaleza humana y de lo que los griegos llamaban “derecho según la
naturaleza”. Una cooperación política pacífica entre cristianos e
increyentes sólo es posible sobre esta base. Para los cristianos, la
naturaleza humana y la razón práctica que descansa en ella son la revelación
de la lex aeterna, de la voluntad eterna de Dios. Pero los cristianos creen,
como decía Pablo, que esta ley está escrita también en el corazón de los
paganos. Sin embargo, Pablo tenía ante los ojos a paganos para los cuales la
pietas, la veneración, la piedad era la más importante de las virtudes.
Ejemplo de un ilustrado radical, que ha superado toda pietas como
superstición, es el Marqués de Sade, cuyo orgullo era no horrorizarse de
nada en sus orgías. Horkheimer y Adorno tenían a Sade ante los ojos, cuando
escribieron que, al final, el único argumento contra el asesinato es
religioso. De hecho, añadiría yo, todo argumento en cuestiones morales es
religioso. Pues presupone la disponibilidad de, al menos, escuchar
argumentos y someter el propio comportamiento a un mandamiento de la razón
práctica. Y esta disponibilidad ya es religiosa, porque si Dios no existe,
está vigente lo que escribía Dostojewski: “Todo está permitido”. “Todo nos
está permitido” era, por lo demás, también palabra de Lenin.
Creyentes e increyentes se diferencian en que los increyentes tienen una
fundamentación débil para aquello, para lo que los creyentes tienen una
fundamentación fuerte. Pero, como Habermas escribe de nuevo en su último
libro, los hombres irreligiosos que resisten a la objetivización
científico-técnica del hombre, tendrían que estar contentos, si los
creyentes tienen para esta misma resistencia fundamentos más fuertes que los
increyentes o los agnósticos.
Los fundamentos débiles de una vida como si Dios no existiese, etsi Deus non
daretur, no penetran normalmente hasta la plena realidad, hasta el ser, la
existencia del hombre. Se quedan en situaciones experimentadas
subjetivamente por el hombre. Para ellos, como por ejemplo para Richard
Rorty, nada es más importante que el placer y el dolor. Por tanto, ser
persona coincide para ellos con la autoconciencia experimentable, el valor
de la vida con las situaciones agradables experimentables, y la ofensa de la
dignidad humana con la provocación experimentable de dolor, etc. Ahora bien,
es posible mostrar con argumentos que esta limitación a lo subjetivamente
experimentable no puede ser fundada a partir de la experiencia. Al
contrario, los hombres, cuando piensan espontáneamente, piensan de otro
modo. Pueden afirmar mil veces teóricamente que el embrión no es aún un
hombre, pero dicen sin problema alguno que ellos, personas que están
diciendo “yo”, fueron engendrados y estuvieron en el cuerpo de su madre. Y
hay que haberse alejado ya mucho del Tao humano para, con Peter Singer,
negar el derecho a la vida de un bebé de un año, porque no tiene todavía
autoconciencia. Estos argumentos se salen fuera de la experiencia de la
vida, de la experiencia de hombres normales. Y tampoco el argumento contra
la eutanasia, que acabo de presentar, parte del mandamiento “No matarás”,
sino del empeoramiento de la cualidad de vida a través de la legalización
del matar a petición. Quien dispone de una fundamentación fuerte,
naturalmente puede usar también la débil, que es la base común de cristianos
e increyentes, la base de una realidad estatal en la que participan ambos,
de una paz, de una pax nobis et illis communis, que es más que una tregua
pasajera.